Educar para la guerra: manuales militares reservados e incinerados en argentina (1968-1976)[1]

César Tcach*

 

 

Resumen:

Este artículo se ocupa de una serie de manuales de circulación reservada y restringida producidos por el Ejército Argentino entre 1968 y 1976. Dichos textos modelizaron un conjunto de tópicos que estructuraron los argumentos con los que las Fuerzas Armadas elaboraron los relatos justificatorios del terrorismo de Estado y las sistemáticas violaciones a los DDHH.

Palabras clave: DDHH – Ejército argentino – Manuales

 

Summary:

This article analyzes a group of secrets manuals produced by the Argentinian Army between 1968 and 1976. Those texts shaped a whole of topics that structured the arguments which the military dictatorship justified the illegal repression and the systematic violations of human rights.

Keywords: human rights – Argentinian Army – manuals

 

Planteamiento del tema

 

En 1959 el coronel Osiris Villegas se desempeñaba como jefe de Estado Mayor de la cordobesa IV División de Ejército. Pronto ascendido a general, había comenzado a escribir en Córdoba su libro Guerra Revolucionaria Comunista, cuya primera edición fue realizada por la biblioteca de Círculo Militar Argentino en 1962. En el prólogo –suscripto por la dirección de esa institución- se advertía: “La guerra se desarrolla ya dentro de nuestras fronteras”, y compartiendo las conclusiones del autor de la obra, destacaba que la democracia no podía ser “coexistencia pacífica inadmisible y suicida con el enemigo declarado de la nacionalidad”; explicaba, asimismo, que la antinacional ideología comunista contaba con “la inoperancia y la pasividad de las autoridades (…) infiltrándose gradualmente en todas las estructuras (…) en el ámbito del Estado y los partidos políticos, organizaciones económicas y financieras, entidades gremiales, institutos de enseñanza, etc”. Su conclusión era un llamado de alarma: “puede ser que la mayor parte de ese poder esté en manos del enemigo”.[2]

En rigor, la idea de un “enemigo interno” estaba ya presente en el debate de las élites argentinas de los años treinta. En 1937 Lisardo Novillo Saravia (h) -futuro rector de la Universidad Nacional de Córdoba tras el golpe militar de 1943- presentó su tesis doctoral en derecho titulada Punibilidad del comunismo. Desde su punto de vista, la identidad comunista constituía, en sí misma, un delito. El autor sostenía que aún en el supuesto que los militantes o simpatizantes de esa orientación política actuasen de modo pacífico, no por ello dejaban de incurrir en un “ilícito penal”: se trababa de “una nueva forma de criminalidad”, aún en el caso que su acción se realice a través de “una acción sufragista, dentro de las instituciones legales y cobijándose en la colaboración con agrupaciones políticas”.[3] Asimismo, destacaba que en el Código Penal italiano había un conjunto de disposiciones –nueve artículos– destinados a impedir la difusión de la propaganda comunista en todas sus formas. Señalaba al respecto, que en la legislación fascista se castigaba no solo la incitación a la violencia por parte de los comunistas, sino toda forma de “propaganda y apología subversiva o antinacional”, incluyendo –en sus artículos 402,403,404 y 405– “los ultrajes al sentimiento religioso y a la religión del Estado”. De este modo, el futuro rector de la UNC trazaba un puente de plata entre el viejo clericalismo cordobés y el moderno movimiento fascista.[4]

Durante la etapa peronista, el 12 de agosto de 1948, la Cámara de Diputados de la Nación aprobó sin despacho de comisión ni debate previo la Ley de Organización de la Nación para Tiempos de Guerra. Esta norma otorgaba facultades judiciales al Poder Ejecutivo Nacional y ampliaba las funciones de las Fuerzas Armadas al permitir su participación en la represión interna: fue aplicada por primera vez en 1951, a raíz de la huelga de los obreros ferroviarios: el decreto presidencial 1473/51 disponía que todo ferroviario, “mujer o varón” debía prestar servicios bajo las ordenes de un militar. Al respecto, Perón explicaba el 24 de enero ante los dirigentes de la CGT que repudiaban la huelga: “el que no concurra, tendrá que ser procesado e irá a los cuarteles, y se incorporará bajo el régimen militar, de acuerdo con el código de justicia militar”.[5]

No es anecdótico señalar que en ese mismo discurso, el presidente Perón legitimaba el involucramiento de las Fuerzas Armadas en una construcción de sentido que remitía a la Guerra Fría. Informó que había recibido noticias que “en las últimas reuniones del Partido Comunista en Europa, se estableció que había que accionar sobre los transportes (…) yo no creía… no creí jamás que llegase a producirse esto en nuestro ferrocarril, una cosa como la que se está produciendo que es el producto de 1000 o 2000 agitadores y de 148.000 indecisos”.[6]

Diez años después, la idea de una “Argentina en guerra” ya estaba instalada en las Fuerzas Armadas. El 14 de noviembre de 1958 el presidente Arturo Frondizi aprobó por decreto secreto 9980 el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado), que habilitó la participación de las Fuerzas Armadas en la represión interna. En enero de 1959 se proscribió al Partido Comunista, disponiéndose la clausura de todos sus locales, y en 1963 el presidente Guido reglamentó el decreto 4214 de represión a las ideas comunistas. La proscripción del Partido Comunista se extendió hasta el 18 de noviembre de 1964, cuando el gobierno del presidente Arturo Illia –a través de la resolución 851 del Ministerio del Interior– ordenó el levantamiento de la clausura de todas sus sedes partidarias.[7]

Ciertamente, los acontecimientos precedentes –y particularmente, la proscripción de un partido que se empeñaba en utilizar métodos pacíficos y parlamentarios a despecho de las incipientes corrientes de la izquierda revolucionaria– distaba de escapar al clima de “guerra fría” que envolvía el contexto internacional de los años sesenta. En diciembre de 1960, el general Mario Artuso –jefe de la II División de Ejército con sede en Paraná– expresaba: “Nuestro país está en guerra. Este es un hecho positivo que el Ejército debe afrontar. El enemigo se encuentra activo y trata de imponer doctrinas foráneas, y por una acción psicológica y de falsos espejismos, pretende alterar el alma de nuestro pueblo”.[8] No existían ejércitos de combatientes que enfrentasen a las Fuerzas Armadas. Por ello, la argumentación militar ponía énfasis en destacar que no se trataba de una guerra clásica, sino que en esta nueva forma de guerra, era crucial la propaganda y la acción psicológica que buscaba alterar “el alma” del pueblo.

Entre 1968 y 1976, oficiales del Ejército argentino elaboraron cinco manuales: Operaciones Sicológicas (1968), Operaciones contra Fuerzas Irregulares (1969), Operaciones contra la Subversión Urbana (1969), Prisioneros de Guerra (1971) y Operaciones contra Elementos Subversivos (1976). Una parte de ellos tenía carácter reservado y circulaba solo entre sus cuadros superiores. Pese a la orden de incineración dada por los jefes militares, algunos ejemplares fueron rescatados a partir de los juicios a militares por violaciones a los derechos humanos, en los primeros años del siglo XXI.

Este artículo, tiene como materia prima de análisis esos textos (que en su momento llegaron confidencialmente a manos del autor a través de una fuente judicial).

 

 

Operaciones contra Fuerzas Irregulares (1969)

 

El 20 de septiembre de 1968, el comandante en jefe del ejército argentino, general Alejandro Agustín Lanusse, firmó una resolución por la cual aprobaba inscribir en el registro de publicaciones militares un libro compuesto de tres tomos denominado Operaciones contra fuerzas irregulares. Fue impreso al año siguiente por el Instituto Geográfico Militar. De los tres volúmenes, el más importante de ellos era el tercero, que –a diferencia de los dos primeros– no tenía un carácter público sino reservado. Estaba destinado a la formación teórica de los oficiales y contenía conceptos precisos orientados a homogeneizar el pensamiento militar.

En el artículo primero de las “Consideraciones básicas” del reservado tomo tercero de la obra, se sostenía que la guerra emprendida por las fuerzas armadas argentinas, tenía un carácter ideológico y, por consiguiente, integral: “La guerra revolucionaria responde por su finalidad a la clasificación de guerra ideológica (...) abarcando todos los campos de la actividad humana”. El principio en virtud del cual la guerra incluía la cultura, el arte, los valores, y en definitiva, todos los espacios societales, se reiteraba en el artículo 4: “La guerra contrarrevolucionaria es aquella que se opone abiertamente a la hegemonía comunista y también abarca todos los campos de la actividad humana”. Las consecuencias que se derivaban de esta caracterización no eran menores. En el artículo 3 se explicitaba que la diferencia más importante con respecto a la guerra clásica era que “tratándose de una guerra ideológica, no podrá finalizar definitivamente con una transacción, sino que su fin significará la victoria total de uno de los bandos”.[9]

Esta idea de la inviabilidad e inconveniencia de las soluciones de compromiso, parciales o intermedias, diferencia claramente desde la óptica de los escribas militares, a la guerra ideológica de los conflictos fronterizos tradicionales. Era el “no transar” de los militares. Asimismo, la noción de “victoria total” conducía –como veremos más adelante– a la idea de aniquilamiento.

Esta concepción suponía el carácter permanente de la guerra, aún en tiempos de paz, parlamento e instituciones republicanas. Al respecto, el ítem. 1.02, denominado, “Características de la guerra revolucionaria”, señalaba en su artículo tercero: “Cuando no hay operaciones militares, ni disturbios políticos y se lanza la idea de la coexistencia pacífica, la lucha permanece. Se trata de solo de un cambio táctico en el desarrollo de la guerra”.[10]

En otras palabras, las instituciones no procesan ni canalizan. El procesamiento institucional de los conflictos era visto, en consecuencia, como una peligrosa ilusión. Esa ilusión, incluía la opción de las izquierdas por una vía electoral: su apuesta por una opción pacífica y electoral era concebida siempre como una máscara de la guerra.[11]

 

 

Una guerra social

 

La sección segunda, denominada Técnicas de la guerra revolucionaria establecía una clasificación de las técnicas de guerra empleadas por el enemigo en destructivas y constructivas. Entre las primeras se cita a las huelgas, los actos de resistencia pasiva, los desordenes y, también, actos de terrorismo selectivo. El conjunto de estas modalidades de acción –por cierto, muy diversas– eran englobadas en una misma categoría de orden técnico denominada “dislocación”.[12] La razón que permitía encontrar un común denominador que vertebrase semejante heterogeneidad, residía en su objetivo: “quebrar la estructura del cuerpo social”.[13] La metáfora biológica organicista servía como cobertura de legitimación para el tratamiento común de acciones pacíficas y violentas.

Los autores del manual citaban también otras tres técnicas de tipo destructivo: la intimidación –que incluye desde acciones guerrilleras y sabotajes hasta acciones destinadas a arrastrar masas a actos públicos–, la búsqueda de desmoralizar a los militares o eliminarlos. Es interesante destacar –por la influencia que los manuales de inspiración francesa y norteamericana pudieron tener– que se ilustraba el sabotaje con un ejemplo absolutamente ajeno a la historia de las luchas sociales en Argentina. Se expresaba al respecto:

 

el incendio de las cosechas, por ejemplo, no tendrá como objetivo la cosecha misma, sino el impedir que su oportuna recolección y venta permita a los agricultores pagar sus deudas e impuestos, así como desalentarlos y hacerlos dudar de la eficacia del poder legal para mantener el orden[14]

 

Este tipo de deslices o traslaciones mecánicas no pasó inadvertido para algunos oficiales argentinos. El teniente coronel Florentino Díaz Loza, en un libro publicado por el Círculo Militar en 1970, es decir, al año siguiente de la edición de Operaciones contra Fuerzas Irregulares, advertía que era peligroso “traducir reglamentos para aplicarlos sin más”, y añadía: “Si la doctrina es la capacidad de interpretación de las teorías y principios de la guerra, esta interpretación para que sea autóctona, deberá realizarse a la luz de la realidad”.[15]

A diferencia de las anteriores, las técnicas constructivas aludían a la formación de cuadros y activistas y la acción psicológica sobre la población. Entre ellas, incluía textualmente la siguiente:

 

Lavado de cerebro: su finalidad será la de destruir los conceptos personales, morales y políticos del hombre libre (...) mediante la inoculación de la fe comunista (...) Esta técnica trata finalmente de desintegrar, en principio, la psiquis de los hombres, para luego conformarlos según un molde común[16]

 

En este punto, las ideas de lavado e inoculación de veneno, apuntaban a la demonización de la cultura de izquierda.

La oposición ideológica a esa cultura de izquierda que el manual interpretaba con un sentido meramente instrumental por parte de los comunistas –apoyo a los movimientos de liberación nacional y otros con raíces populares, según se reconocía en el texto– tenía como base un binomio conceptual que asociaba la defensa del “mundo libre” con la definición de la identidad nacional. A juicio de sus autores, la nación no era solo un territorio, implicaba también una personalidad propia en todos los campos de la actividad humana.[17] En consonancia con la presunta armonía de ese binomio conceptual, la guerra social (todo conflicto era leído en clave de guerra) tenía un componente internacional. Por eso desde el punto de vista literario, los sujetos de la acción podían ser intercambiables; en ocasiones, se remitía a la idea de la Argentina como país en guerra; en otras se aludía a la guerra contrarevolucionaria desarrollada por el Mundo Libre, es decir, por el occidente cristiano.

Descriptos los variados senderos por los que el enemigo podía desarrollar su actividad, el manual proponía un metodología para conjurarla. El carácter social de la guerra se asociaba al carácter multidimensional de la acción a desarrollar. Esta tenía cuatro aspectos:

1. Acción psicológica: “Su ejecución será resorte del gobierno, quien actuará asesorado por especialistas en operaciones sicológicas para definir los temas a difundir a fin de: a) Profundizar en la población el conocimiento de los valores de la civilización y fortalecer su fe en la superioridad de la moral occidentalista, en la eficacia de las estructuras realmente democráticas y para promover el progreso económico-social y científico”. Asimismo, la acción psicológica tendría como objeto, “Neutralizar las pasiones violentas suscitadas por el adversario en pro de la lucha de clases, desintoxicar las mentes y mantener o restablecer la cohesión nacional”.[18] En este punto conviene destacar [que] occidente y nación tenía como contrapartida la incompatibilidad entre lucha de clases y nación; y entre lucha de clases y valores occidentales. Desde este punto de vista, los psicólogos son concebidos como especialistas para desintoxicar mentes.

2. Acción política: los gobiernos deberán organizar su acción contemplando dos tipos de reformas políticas: las orientadas a remediar “las causas reales de descontento y división”, y las que “impidan la formación de partidos totalitarios”.[19] En este punto, las Fuerzas Armadas se conciben como portadoras de un saber por encima de la dirigencia política e independiente de las preferencias electorales. Son ellas quienes saben las reformas que deben realizarse. En este punto, su retórica democrática se llevaba mal con el papel tutelar que se autoasignaban.

3. Acción económica: liquidar la lucha de clases implicaba aumentar la integración social. Por ello se sostenía que los gobiernos deberían satisfacer necesidades de vivienda, sanidad, educación, trabajo, producción agrícola e industrial. A diferencia de las anteriores recomendaciones, estas tenían un carácter genérico, pero suponían una ampliación del rol de los militares. Como un anticipo del futuro, aseguraba la necesidad de “gobierno militar en las zonas de subversión” y auguraba su propia “acción cívica en los campos de la educación, obras y servicios públicos, agricultura, transporte, comunicaciones, salud pública y otras”, porque “además de contribuir al desarrollo social o económico, realzan o consolidan el prestigio de las Fuerzas Armadas”.[20]

4. Acción militar: casi ocho años antes del decreto presidencial de 1975, en que el gobierno de María Estela Martínez de Perón ordenaba el aniquilamiento de la subversión, el reservado volumen tres de Operaciones contra Fuerzas Irregulares, definía como objetivo militar número uno “destruir la organización política administrativa” de las organizaciones revolucionarias y como objetivo número dos “aniquilar las fuerzas armadas revolucionarias”.[21] En otras palabras, se planteaba a priori, la destrucción física tanto de los cuadros políticos que desarrollaban su actividad diaria en el trabajo de masas, como de los integrantes de los aparatos militares. La destrucción de la organización política administrativa de los revolucionarios se consideraba fundamental porque permitía al enemigo “el control de la población”. Con respecto a su aparato militar, se explicitaba: “Esta destrucción se logrará, no solamente contra las fuerzas enemigas, sino también contra sus bases de apoyo”. Por consiguiente, implicaba también la liquidación física de sus eventuales simpatizantes.[22]

 

 

Dimensión totalitaria y participación popular en la represión.

 

El ítem 5.004 indica los cuatro factores de éxito: la firme voluntad de vencer, la coordinación de las actividades en todos los campos, la disposición de medios suficientes y el “Patriotismo de la población”. Al respecto se señala que “el hombre tendrá que aceptar los sacrificios que impone la defensa de los más altos valores nacionales. Deberá participar en la guerra contrarrevolucionaria con ardor y patriótico desinterés”.[23] Como puede apreciarse, la interpelación distaba de formularse en términos de ciudadanía política, no se hablaba a los  ciudadanos sino a hombres que deberán participar de un modo determinado, en la estrategia definida previamente por las Fuerzas Armadas. Se puede constatar que esta formulación reveladora de una dimensión totalitaria, era una constante a lo largo del texto:

 

el primer objetivo a alcanzar por las fuerzas del orden será cambiar esa actitud pasiva y buscar el empeñamiento de la población en la lucha activa. Lograr esta activación de la población será una de las misiones esenciales de la acción sicológica[24]

 

No se trataba, pues, de despolitizar, sino de promover una politización activa en pos de los objetivos diseñados por los militares.

En la sección denominada “Principios de la conducción y reglas particulares de la guerra contrarrevolucionaria”, se planteaba que la  fórmula óptima era la combinación de una “dirección centralizada” para asegurar “la necesaria armonía en la acción”, con una “ejecución descentralizada” para obtener eficacia en el trabajo a desarrollarse en los planos, político, cultural, y  social. La conquista del apoyo popular –expresada en esos términos por los redactores del volumen– era clave. Al respecto se subrayaba como primer objetivo: “a. La conquista sicológica de la población (...) basada en la explotación de las contradicciones ideológicas de la revolución y la fe en los valores universales de la civilización que se defiende”.[25]

Los autores del documento se esmeraron siempre en correlacionar las dimensiones política y militar. De este modo, se planteaba destruir y aniquilar a las fuerzas armadas revolucionarias, aclarando que no se trataba de “un objetivo en sí mismo, sino que será un medio para reconquistar el control de la población”. Pero la viabilidad de ese itinerario suponía tener claro la ineficacia de los métodos policiales que llevaban a cabo los gobiernos civiles: “la experiencia muestra que normalmente, el gobierno legal replica ineficazmente a esas manifestaciones con métodos policiales o militares”. Estos, además, tomarían conciencia de la dimensión efectiva de la guerra “tardíamente”, cuando esta se encuentra ya “en estado avanzado”. En armonía con este punto de vista, en el ítem 6.004 se aclaraba: “A pesar de su aparente carácter policial, la lucha contra las organizaciones revolucionarias que existan dentro de la población, será una acción militar”.[26] La legalidad republicana pasaba al rincón de los recuerdos.

 

 

Grupos paramilitares

 

La participación civil en la represión se asociaba al principio del control minucioso y sistemático de la población. En función de esa meta, el documento planteaba la necesidad de elaborar un “fichero de la población” y la construcción de redes de información urbana. Se explicitaba: “En cada barrio dentro de las zonas urbanas, se designará a una persona encargada de informar todo lo que tenga características anormales”. Esa persona, a su vez, debería designar subalternos. Control, espionaje organizado y participación civil se entrelazaban íntimamente.[27] En esa acción, se contaba además, con la participación del personal civil de las Fuerzas Armadas, como médicos, veterinarios, ingenieros y farmacéuticos.

La participación civil en la represión no debía limitarse al suministro de información. En el ítem 6.006, denominado “Empleo de los medios en la lucha contra el terrorismo”, en su punto 2, se explicaba textualmente:

 

Generalmente, las fuerzas de seguridad no poseerán los medios suficientes. Por ello será a veces necesario para reforzar la acción de las mismas o eventualmente suplirlas, proceder a organizar voluntarios para la lucha contra el terrorismo. Este procedimiento tendrá la doble ventaja de dar medios suplementarios para la lucha y activar a la población. Los voluntarios así organizados deberán ser instruidos física, moral y técnicamente para posibilitarles el cumplimiento de su misión[28]

 

En otras palabras, la formación de grupos paramilitares era considerada como una alternativa, necesaria, viable y legítima.

El ítem 6.008 denominado “La acción sicológica en la lucha contra el terrorismo” reforzaba esta idea con recurso al auxilio de la psicología política. Se indicaba en su punto número 1: “Tanto en las acciones preventivas como en las represivas, la acción sicológica será esencial en la lucha contra el terrorismo. La acción sicológica tendrá la misión de empeñar a la población en  la lucha contra el terrorismo[29].

Por cierto, era más detallado el ítem 3.011, que en relación al empleo de fuerzas civiles señalaba:

 

Independientemente de las fuerzas de seguridad nacionales y provinciales, se podrán organizar, equipar e instruir (…) Fuerzas civiles de autodefensa: estas fuerzas estarán armadas, no uniformadas, y organizadas a nivel ciudad, pueblo o localidad para proteger y proporcionar vigilancia, guías y contactos locales en apoyo de la fuerza militar que se encuentra en la zona. (...) El efecto sicológico de contar con fuerzas de autodefensa en una ciudad, pueblo o localidad para protegerse contra las fuerzas de la guerrilla, contribuirá materialmente a asegurar el apoyo de la población a la propia causa[30]

 

 

Operaciones contra elementos subversivos (1976)

 

El 17 de diciembre de 1976, el jefe de Estado Mayor del Ejército, general Roberto Eduardo Viola ordenó aprobar este reglamento –que es calificado como “reglamento rector”– con carácter reservado. Coetáneamente, derogó el de 1968 Operaciones contra fuerzas irregulares y el de 1969, Operaciones contra la subversión urbana, disponiéndose su incineración.

El nuevo documento reconocía la influencia de bibliografía y fuentes extranjeras en su elaboración, pero aclaraba que “por su cantidad y heterogeneidad no resulta adecuado enunciar”.[31] A diferencia de documentos anteriores, en un ítem denominado “Advertencias”, aclaraba diferencias con Indochina, Argelia, Viet Nam. Se trata de “condensar doctrina adaptándola a nuestro ambiente nacional”. Al respecto, se especificaba que la diferencia fundamental con el sudeste asiático residía

 

…en que en ellos se desarrollaba una lucha de pueblos que se rebelaban contra la dominación de una potencia extranjera, ejercida de hecho como en los dos primeros (Indochina y Argelia) o a través de un gobierno títere, como en el último (Vietnam). La causa esgrimida en esos casos es la “liberación” del pueblo, entendiéndose por tal al rompimiento de los vínculos políticos con la metrópoli colonial, proceso a veces muy largo, muy cruento y hasta inhumano, pero al que no puede dejar de valorarse en su razón de ser

 

En Argentina, en cambio, al no existir el problema colonial, el accionar militar se hacía, a juicio de los autores del texto, “en defensa de la estructura social amenazada[32].

 

 

Homogeneización discursiva

 

Uno de los núcleos duros del nuevo documento –reglamento y manual al mismo tiempo–, residía en la homogeneización del vocabulario a efectos de uniformizar la construcción de sentido derivado del propio discurso militar. Al respecto, el siguiente cuadro elaborado por los expertos militares era tan didáctico como ilustrativo:

 

 

Términos a emplear/Términos que no deben emplearse

 

a. Elementos subversivos/ fuerzas de la subversión

b. Bandas de delincuentes subversivos armados/ guerrillas

c. Usurpando el uso de insignias, distintivos y uniformes/ Vistiendo uniformes

d. Personal propio secuestrado/ Personal propio tomado prisionero.

e. Delincuente capturado/ Guerrillero prisionero

f. Campamento de delincuentes/ Base de guerrillas.

g. Acciones de delincuentes/ Operaciones de guerrilla

h. Subversión/ Insurrección, extremismo, irregulares, guerra revolucionaria, guerra ideológica, guerra de guerrillas (...)

I. Contrasubversión/ Por extensión, lo citado en el párrafo anterior (ejemplo: contrainsurgencia).

Fuente: Ejército Argentino, 1976: VI

 

Ciertamente, la eliminación de expresiones como “guerrillero”, “guerra de guerrillas”, “guerra revolucionaria” o “guerra ideológica” y su reemplazo por las de “delincuente” y “elementos subversivos”, o bien la combinación de ambas –“delincuente subversivo”– obedecía al imperio de una definición más amplia y laxa del enemigo y por consiguiente, más funcional al tipo de combate emprendido por las Fuerzas Armadas.

De este modo, en el capítulo 1 se definía a la subversión en clave ideológica y moral. La definía como “la acción clandestina o abierta, insidiosa o violenta que busca la alteración o destrucción de los principios morales” a fin de imponer nuevas estructuras basada en “una escala de valores diferentes”. La subversión es concebida, entonces, como “una forma de reacción de esencia político-ideológica” que se apoya en “insatisfacciones o injusticias, reales o figuradas” y que “concita una adhesión popular, manifiesta y activa o tácita y pasiva[33]. La ampliación del concepto de “subversivo” era tal que inclusive, se afirmaba, se puede ser subversivo sin ser marxista y sin desear un cambio en la estructura social.

No obstante, el capítulo 3 indicaba las características principales que reunía el perfil de un militante subversivo. Argumentaba que su adoctrinamiento ideológico incluía “estudios sobre las teorías materialistas sustentadas por los principales ideólogos, historia de las revoluciones en los países socialistas, historia del movimiento obrero, historia del partido, etc”. Señalaba, asimismo, que en sus códigos se consideraban faltas “la embriaguez, la deshonestidad y el egoismo”.[34] Insistía también, en la importancia de los militantes políticos, al criticar el “error de pensar que los elementos militarizados de la subversión constituyen el problema fundamental, olvidando que estos elementos están destinados a respaldar el poder de sus organizaciones políticas”.[35]

 

 

La teoría de la máxima violencia

 

A efectos de enfrentar la subversión, el nuevo texto militar retomaba y profundizaba la directriz orientada a lograr el apoyo activo de los civiles “que por su ubicación social o por sus tareas específicas le compete”. En pos de ese objetivo, los militares debían brindar “una adecuada capacitación a la población para afrontar la lucha”.[36]

La acción de persuasión se concebía como indisociable de un ejercicio de la violencia que muestre a las claras –en términos de costos y beneficios– la conveniencia de participar en la lucha antisubversiva. Al respecto se indicaba la necesidad de aplicar el poder de combate “con la máxima violencia”, porque

 

el logro de la adhesión de la población (...) se consigue no solo guardándole todas las consideraciones, sino también infundiéndole respeto. El ciudadano debe saber que las fuerzas armadas no molestan a quien cumple la ley y es honesto, pero aplican todo su poder de combate contra los enemigos del país. Respecto a estos y de los proclives a serlo, es necesario que comprendan que es más conveniente apoyar a las fuerzas legales que oponérseles. Se debe tener presente que los agitadores o subversivos potenciales, pueden abandonar posturas pasivas y adoptar procederes activos, si no perciben una firme actitud que les inspire respeto y temor[37]

 

La alusión a enemigos potenciales incluía, por cierto, a ciudadanos cuya tibieza de fe en el dogma militar, los convertía en inaptos para colaborar. Nuevamente aquí, se advierte la dimensión totalitaria del proyecto militar. La teoría de la máxima violencia incluía también como axioma operativo el no aceptar rendiciones ni treguas, una vez establecidos enfrentamientos militares. La explícita no aceptación de rendiciones, desnudaba a las claras la sustitución del Estado de Derecho por otro sustentado en una lógica terrorista.

La construcción de hegemonía, tendía un puente de plata entre violencia y operaciones psicológicas. Estas deben acompañar las operaciones militares y jugar también una función preventiva asociada al accionar militar. Se indicaba que debía atacarse preventivamente mediante la ubicación y aniquilamiento de los activistas, subversivos y la detención de los activistas gremiales; simultánea y complementariamente, mediante controles de población, allanamientos, controles de ruta y patrullajes, en proximidades de lugares sospechosos. Se prioriza el concepto de prevención y no de “cura”, impidiendo

 

…mediante la eliminación de los agitadores, posibles acciones insurreccionales masivas. En tal sentido, la detención de los activistas o subversivos localizados, deberá ser una preocupación permanente de todos los niveles de comando. Ellos deben ser capturados de inmediato en el lugar en que se encuentren, ya sea el domicilio, la vía pública o el trabajo (fábrica, oficina, establecimiento de enseñanza, etc.). La ejecución de las detenciones será descentralizada al máximo (...) Ante indicios de actividad subversiva (...) el comando militar deberá resolver atacar de inmediato. El ataque, permite aniquilar la subversión en su inicio y mostrar a la población que las tropas son las que dominan la situación[38]

 

En este punto, es fácil advertir que la teoría de la máxima violencia se asociaba al “efecto demostración”.

La ejecución descentralizada de las detenciones, no era un dato menor, porque admitía y legitimaba la pertinencia de eventuales daños colaterales. “La iniciativa se materializará actuando aun sin ordenes del comando superior, con el concepto de que un error en la elección de los medios o  procedimientos de combate, será menos grave que la omisión o la inacción”.[39] Los “errores” posibles deben asociarse a la impunidad para cometerlos que el carácter meramente verbal de muchas ordenes permitía: “Las órdenes verbales serán también normales, sobre todo en los niveles de ejecución”.[40]

Para llevar adelante las tareas señaladas, se dispuso en cada Comando de Brigada:

 

a. Reforzar la División Inteligencia.[41]

b. Fundar la Sección Operaciones Sicológicas en el marco de la División “Operaciones”.

c. Constituir la División Asuntos Civiles.[42]

 

La actividad de inteligencia se proponía entre sus objetivos conocer “la ubicación espiritual o ideológica de la población” a través de la construcción de “una densa red de informantes”.[43] .La génesis de las secciones de operaciones psicológicas y de asuntos civiles, se explica por la clave totalitaria de un régimen dispuesto a involucrar activamente a los ciudadanos en la legitimación del régimen, la violación del Estado de Derecho y los derechos humanos.

 

 

Prensa y operaciones psicológicas

 

El ítem 5.031 titulado “Control de la Información”, explicaba:

 

Consistirá en la censura que se ejercerá sobre todos los medios de comunicación para examinar las informaciones que se cursen con la finalidad de aprobar, modificar o impedir su divulgación, como así también para dar énfasis a las que resulten del propio interés. Mediante la censura se procurará (...) evitar que lleguen al exterior noticias deformadas maliciosamente para desprestigiar al país, (…) resaltar aspectos de la información que convengan a las fuerzas legales[44]

 

Asimismo, se subrayaba que los medios de comunicación debían “presentar la imagen que convenga, independientemente del grado de violencia que se aplique en las operaciones militares”.[45] Las medidas de control incluían desde la prensa y televisión a los espectáculos recreativos.

Complementariamente, las operaciones psicológicas estaban orientadas a promover divisiones y rivalidades entre los enemigos, de modo de infundirles la certeza de su inevitable derrota. También incluían un capítulo destinado a garantizar el cumplimiento de las órdenes –especialmente cuando fuesen demasiado cruentas– a los integrantes de las propias fuerzas militares. Así, se ejemplificaba con la renuencia del soldado de tomar medidas represivas contra las mujeres, niños y ancianos, quienes serán empleados generalmente en las actividades irregulares, tanto abiertas como clandestinas.

En rigor, desde el punto de vista conceptual, lo relativo a operaciones psicológicas guardaba una relación de continuidad con lo definido en Operaciones contra Fuerzas Irregulares. A saber:

 

Las operaciones sicológicas, deberán actuar sobre aquellos factores que puedan ocasionar división en las fuerzas subversivas, tales como:

a. Diferencias políticas, sociales, económicas e ideológicas existentes.

b. Rivalidades entre dirigentes.

c. Peligro a una traición

d. Condiciones de vida rigurosa de los elementos de la subversión.[46]

 

En cambio, por lo menos en la letra del nuevo reglamento aprobado tras el golpe de 1976, no se hacía referencia alguna a la re-educación de los presos políticos y sus familiares, algo que si estaba presente, en el derogado del año 1969.[47]

 

 

Reflexiones finales

 

Durante las presidencias de Carlos Menem y Fernando de la Rúa, se comenzó a construir en el seno de las Fuerzas Armadas argentinas y sus instituciones educativas (Colegio Militar de la Nación, liceos, academias) una nueva narrativa institucional que dejaba atrás los argumentos esgrimidos durante el largo período de la “guerra fría”. En esa narrativa, el pedestal del ejército victorioso que había vencido al enemigo marxista leninista, antitético de la nacionalidad, cedió su paso a una construcción de sentido basada en la victimización de la institución militar. El núcleo duro de la argumentación remitía a una reconstrucción histórica por la cual los militares, carentes de un proyecto político propio, habrían actuado en forma exclusivamente defensiva.[48]

Entre 1998-2000, se publicaron los tres volúmenes del más ambicioso  emprendimiento editorial de los militares, In Memorian: el primer tomo evoca y lista a los militares asesinados por la subversión, el segundo a los integrantes de las fuerzas policiales y el tercero a las víctimas civiles (empresarios, dirigentes sindicales, diplomáticos extranjeros, entre otros). Esta bibliografía, base de la formación de los oficiales y personal militar, tenía por objeto competir con el libro Nunca Más, elaborado a partir de los informes de la CONADEP (Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas), creada por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1983. Desde esta perspectiva, la noción de terrorismo de Estado fue desplazada por la de una suerte de legítima autodefensa militar, corroborada por los numerosos atentados sufridos por la Fuerzas Armadas durante aquellos años. Sedicentes víctimas de las agresiones del pasado y de las incomprensiones del presente, las transformaciones en la narrativa militar soslayan cualquier referencia a los manuales y reglamentos sobre los que se configuró, a partir de fines de los años cincuenta, la identidad militar.

La reconstrucción histórica ofrecida en este artículo pone de manifiesto el papel central de las Fuerzas Armadas como institución del Estado, en el desarrollo de una estrategia –en el sentido de un conjunto de formas de acción política caracterizadas por un alto grado de congruencia entre fines y medios– caracterizada por el despliegue de medios ofensivos de acción político-militar que dejaba en un cono de sombra la sensibilidad liberal democrática y la primacía del Estado de Derecho.

Los manuales oportunamente incinerados por las autoridades militares, eran un elemento clave en un doble sentido: en la socialización de valores compartidos por la “comunidad militar” como por las directrices prácticas que de ellos emanaban.  Subrayar este papel central de las Fuerzas Armadas contribuye a comprender el carácter institucional de la dictadura instaurada en 1976.  Fruto de un proceso de afirmación de sus intereses corporativos –que duró varias décadas y fue cimentado y catalizado por la idea de guerra interna e internacional– se distribuyeron los ministerios nacionales y provinciales, los gobiernos de cada provincia y hasta los medios de comunicación en términos de un reparto en clave institucionalista: un determinado porcentaje para la Fuerza Aérea, otro para la Armada y un tercero para el Ejército de tierra; es decir, se distribuyeron el poder en términos institucionales, en función cada una de las armas que integran las FF.AA.

Desde 1930, todas las dictaduras tuvieron apoyos civiles y eclesiásticos. Todas, también fueron funcionales a determinados intereses sectoriales o de clase. Pero la de 1976 ganó en autonomía corporativa (su máxima expresión fue la guerra de Malvinas) y a diferencia de la de 1955, los partidos políticos tradicionales fueron convidados de piedra. Vale la pena recordar que la dictadura institucional fue también fundacional, y  una de las cosas importantes que pretendía abolir –en clave fundacional- era la política partidaria. Hasta el propio parlamento se intentó sustituir por una Comisión de Asesoramiento Legislativo (CAL) presidida siempre por un militar. En este punto, el estudio de los manuales militares y sus efectos político pedagógicos permite alimentar la convicción sostenida por Waldo Ansaldi: el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional sirvió para imponer un patrón de acumulación de capital marcado por la primacía de la valorización financiera; pero a diferencia del gobierno de la “Revolución Libertadora” distó de ser una dictadura cívico militar: tanto por sus formas de hacer política como por los actores que  definieron  los procesos de toma de decisiones, fue una dictadura institucional de las Fuerzas Armadas.[49] Su rol decisivo y su afirmación corporativa se reflejan didácticamente a lo largo de los textos examinados en este artículo.

 

 

Fuentes

 

Díaz Loza, Florentino, 1970, Reflexiones sobre las orientaciones doctrinarias de las fuerzas blindadas, Círculo Militar, Buenos Aires.

Ejército Argentino, 1968, Operaciones Sicológicas, Instituto Geográfico Militar. Buenos Aires.

Ejército Argentino, 1969a, Operaciones contra Fuerzas irregulares, volumen III, Reservado. Instituto Geográfico Militar, Buenos Aires.

Ejército Argentino, 1969b, Operaciones contra la subversión urbana, Instituto Geográfico Militar, Buenos Aires.

Ejército Argentino, 1971, Prisioneros de guerra, Instituto Geográfico Militar, Buenos Aires.

Ejército Argentino, 1976, Operaciones contra Elementos Subversivos, Reservado, Instituto Geográfico Militar, Buenos Aires.

Novillo Saravia (h), Lisardo, 1937, Punibilidad del comunismo, Tesis Doctoral, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba.

Villegas, Osiris, 1963, Guerra Revolucionaria Comunista, Pleamar, Buenos Aires.

 

 

Bibliografia

 

Ansaldi, Waldo, 2014, “De la vox populi, vox deus, a la vox populi, vox mercatus. La cuestión de la democracia y la democracia en cuestión” en Estudios, N° 31, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba.

Badaloni, Laura, 2013, “Control, memoria y olvido. ‘Marcha de la Paz’ y huelga ferroviaria durante el primer gobierno peronista”, www.historiapolitica.com. Disponible en http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/trabajadoresperonismo_badaloni.pdf [Consultado en diciembre de 2014].

Badaró, Máximo, 2009, Militares o ciudadanos. La formación de los oficiales del Ejército Argentino, Prometeo, Buenos Aires.

Contreras, Gustavo, 2009, “Ferroviarios. Un capítulo de sus luchas: la huelgas ferroviarias de fines de 1950 y principios de 1951” en Congres V Historia Ferroviaria, Govern de les Illes Balears, Palma.

Tcach, César, 2009, “La derecha ilustrada: Carlos Ibarguren, Nimio de Anquín y Lisardo Novillo Saravia (h)”, en Estudios, N° 22, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba.

Tcach, César, 2012, De la Revolución Libertadora al Cordobazo, Siglo XXI, Buenos Aires.



[1] Una primera versión de este texto fue presentado en el II Congreso Latinoamericano y Caribeño de Ciencias Sociales, organizado por FLACSO, México, entre el 26 y el 28 de mayo de 2010. Su título original fue: Pedagogía de la ciudadanía y los derechos humanos en manuales militares: historia y memoria.

* Universidad Nacional de Córdoba, CONICET.

[2] Villegas, 1963: 9-11. Se consigna que en la portada del libro su autor no se identifica sólo por su nombre y apellido: aparece como General Osiris Villegas.

[3] Novillo Saravia (h), 1937: 91-98.

[4] Puede consultarse Tcach, 2009: 193-207. 

[5] Las palabras de Perón fueron editadas por la Subsecretaría de Información de la Nación. Véase Contreras, 2009. También puede consultarse Badaloni: 2013.

[6] Badaloni, 2013: 15.

[7] Tcach, 2012: 195 y 254.

[8] Diario Córdoba, 02/12/1960.

[9] Ejército Argentino: 1969a, III: 1-4.

[10] Ejército Argentino: 1969a, III: 2.

[11] Ejército Argentino: 1969a, III: 20-21.

[12] Ejército Argentino: 1969a, III: 6.

[13] Ejército Argentino: 1969a, III: 6.

[14] Ejército Argentino: 1969a, III: 6.

[15] Díaz Loza, 1970: 214-216.

[16] Ejército Argentino: 1969a, III: 9.

[17] Ejército Argentino: 1969a, III: 63.

[18] Ejército Argentino: 1969a, III: 59-60.

[19] Ejército Argentino: 1969a, III: 59-60.

[20] Ejército Argentino: 1969a, III: 61-63.

[21] Ejército Argentino: 1969a, III: 61.

[22] Ejército Argentino: 1969a, III: 72-74.

[23] Ejército Argentino: 1969a, III: 65. El destacado es mío.

[24] Ejército Argentino: 1969a, III: 81. El destacado es mío.

[25] Ejército Argentino: 1969a, III: 67.

[26] Ejército Argentino: 1969a, III: 67,68, 71 y 79.

[27] Ejército Argentino: 1969a, III: 82.

[28] Ejército Argentino: 1969a, III: 83-84.

[29] Ejército Argentino: 1969, III: 86. El destacado es mío.

[30] Ejército Argentino: 1969, I: 46.

[31] Ejército Argentino, 1976: I.

[32] Ejército Argentino, 1976: II-III.

[33] Ejército Argentino, 1976: 1-5.

[34] Ejército Argentino, 1976: 38.

[35] Ejército Argentino, 1976: 76.

[36] Ejército Argentino, 1976: 79.

[37] Ejército Argentino, 1976: 82

[38] Ejército Argentino, 1976: 86.

[39] Ejército Argentino, 1976: 86. El destacado es mío.

[40] Ejército Argentino, 1976: 109.

[41] “Las actividades de inteligencia” permitirán “la individualización de los elementos subterráneos y auxiliares y su eliminación como tales”, Ejército Argentino, 1976: 121.

[42] Ejército Argentino, 1976: 91.

[43] Ejército Argentino, 1976: 144.

[44] Ejército Argentino, 1976: 128-129.

[45] Ejército Argentino, 1976: 145.

[46] Ejército argentino, 1969, I: 95.

[47] Ítem 1.004: “lograr la reeducación ideológica de los elementos disidentes para impedir el resurgimiento de la fuerza irregular”, Ejército argentino, 1969, I: 9. Se debía, asimismo, “conseguir el apoyo de los familiares de los detenidos para “que traten de reformar las actitudes y creencias de sus familiares detenidos”, Ejército argentino, 1969, I: 60.

[48] Badaró, 2009: 316-317.

[49] Ansaldi, 2014: 13-31.