Historia y memoria en la obra de Tulio Halperín
Donghi: una aproximación
Diego García*
Lo que sería escribir historia sin juicios morales es
para mí difícil de imaginar, porque todavía no lo he visto. Sin embargo, no hay
razón para excluir a priori la posibilidad de una historiografía inspirada por
la mera curiosidad intelectual
Arnaldo Momigliano
A mediados de 2014, poco tiempo antes de su muerte,
aparecieron publicados un par de testimonios de Tulio Halperín Donghi y, casi
en simultáneo, su libro sobre Manuel Belgrano que es una extensión de otro
también reciente: Letrados y pensadores. El perfilamiento del intelectual
hispanoamericano en el siglo XIX.
[1] Advertidos de la discutible operación de tomar como
conjunto una contigüidad que seguramente obedece
más a motivos editoriales que historiográficos, consideremos sin embargo la
posibilidad de que la variedad de esta producción se disipe en parte al
recordar su origen. Los testimonios remiten al espacio abierto algunos años
atrás por la escritura de sus memorias –y están inevitablemente marcados por su
itinerario vital– mientras que tanto el largo estudio sobre los hombres de
letras hispanoamericanos como el mucho más breve dedicado a Belgrano son –como
el mismo Halperín no deja de señalarlo en sus respectivas introducciones– el
resultado algo tardío de un ensayo que tres décadas atrás proponía como
programa encarar el tema a través de la literatura autobiográfica.[2] El testimonio autobiográfico, entonces,
se presenta como posible hilo conductor de esos escritos recientes, aunque
ocupando en cada caso lugares y funciones bien diferentes. En efecto, esa
literatura –que pone en juego en primer lugar la auto-representación de su
autor – aparece por un lado como fuente privilegiada para proponer una imagen del
proceso de emergencia de los intelectuales en el continente en la larga
travesía de la colonia a la independencia; por el otro, como el resultado de
una operación de rememoración que trae de nuevo a la vida el propio pasado del
historiador. Es probable que la reflexión sobre el género que supuso su
ejercicio haya estimulado la concreción del proyecto que tanto tiempo antes
había sido definido, como también que la dirección haya sido la inversa y las
lecturas recurrentes de autobiografías hayan indicado, siquiera de modo
negativo, las vías a transitar para resolver con éxito las suyas. No obstante,
si creemos en la presentación que Halperín hace de sus memorias en las
“Palabras preliminares” el modelo de su escrito autobiográfico fue otro: la
propuesta editorial que le hicieron, según la sugerencia original de Luis
Alberto Romero, de recorrer retrospectivamente su vida y su carrera en unas
conversaciones en las que “tocaría a Jorge Lafforgue asumir el papel de
interlocutor que Félix Luna había memorablemente desempeñado al lado de José
Luis Romero”.[3]
Como la desgrabación de los diálogos no dejó conforme a ninguno de los
participantes –“para nuestra sorpresa, dice Halperín, no alcanzaba a
reflejar casi nada de lo que los había hecho atractivos”– el camino
finalmente seguido fue otro. De manera inesperada había dado con un tono
diferente, según sus palabras, al que utilizaba para escribir historia, que lo
complacía para narrar y reconstruir escenas de su infancia y juventud. Como
observa con lucidez y algo de humor Carlos Altamirano, una “manera que,
finalmente, no era otra que la suya”.[4]
Pero no es este rasgo, sobre el que varios han llamado
justamente la atención –resaltando el grado de perfección que el estilo de
Halperín alcanza en su relato autobiográfico, en especial sobre el dominio de
la frase larga y del adversativo– el que nos interesa indagar aquí. Es, por el
contrario, una dimensión más amplia y a la vez más específica para la historia
la que nos ocupa: aquella que se organiza en torno a las relaciones entre la
evocación del pasado propia de la memoria y su reconstrucción disciplinada
característica de la historiografía. Que esta discrepancia entre la visión que
propone la imaginación histórica y “la que ha retenido la memoria” sea
indicada por el mismo Halperín no debería sorprender; en definitiva es un
historiador quien se dispone a relatar sus recuerdos más tempranos. Y por eso
aclara que se propone trazar “más que unas memorias, una historia para la
cual sin dudas mis recuerdos ofrecen los materiales más inmediatos, pero que
solo adquiere pleno sentido cuando se la integra” en un “entorno” más
amplio, a la vez social y cultural, que permite evitar las trampas de los
recuerdos –concentrados casi siempre en lo inusual– y contemplar así “los
rasgos infinitamente más numerosos” que incorporamos
a nuestra vida sin siquiera advertir.[5]
¿Es una sorpresa esta resolución que intenta conjugar lo social con la
singularidad de una vida? “¿Quiénes más aptos para practicar la
autobiografía que los historiadores?”, se preguntaba Perry Anderson al
inicio de su reseña de las memorias de Eric Hobsbawm, para constatar de
inmediato –y a pesar de las cualidades que cree identificar en el gremio: “formados para examinar el pasado con mirada imparcial,
alerta a las rarezas del contexto y a los artificios del relato”– que son los filósofos quienes han destacado en el
género, mientras que el número de historiadores que se ha distinguido en él ha
sido “notablemente pequeño”.[6]
Como sea, no debiéramos dejar de subrayar que en esa elección Halperín diluye
aquella primera distinción que sobre un mismo suelo creímos identificar en sus
recientes producciones; en efecto, sus recuerdos son tratados –al igual que los
escritos de carácter autobiográficos de aquellos letrados del largo siglo XIX–
como un testimonio más entre otros. Que esa elección, a su vez, no es novedosa
es algo que otra vez Halperín se encarga de señalar al recordar en el “Epílogo”
de sus memorias que no es “la primera vez que me ocurre encarar de esta
manera un problema histórico” y que ese camino fue el que siguió al
explorar “la trayectoria política e ideológica recorrida por la Argentina
entre 1910 y 1946”[7]
que dio lugar a dos volúmenes publicados en la primera década del cambio de
siglo.[8]
Sin embargo, ¿es posible salvar así todo lo que separa
un intento de restituir un momento del pasado que encuentra al historiador como
espectador interesado con otro que le es por definición completamente ajeno? En
la actualidad, la expansión de la denominada “historia del presente” o
“historia reciente” ha ubicado en primer plano al historiador que es a la vez
testigo y a los testigos que no necesitan de la mediación del historiador –o lo
requieren solo como apoyo secundario. Como síntoma, y no solo como un nuevo
territorio conquistado por la disciplina –que aparentemente viene a resolver su
periódica crisis sobre su función social– la “historia del presente” participa
de un estado más amplio balizado por “palabras clave del tiempo”: memoria,
conmemoración, patrimonio, testigo, identidad, presente.[9] ¿Este es el entorno, el contexto
pertinente, de los últimos escritos de Halperín? ¿No es eso lo que sugiere la
escritura de sus memorias, sus variados testimonios sobre momentos diferentes
de su itinerario o su atención a los recuerdos de otros como fuentes
privilegiadas para la reconstrucción del pasado? ¿Debemos suponer que un
historiador que una y otra vez se sustrajo al horizonte de problemas y
referencias no solo de sus pares sino también al más amplio clima intelectual y
cultural de las épocas que le tocó transitar, finalmente en su vejez se plegó
plácidamente a ellos? Su desconfiada opinión sobre la imagen familiar hecha
solo de recuerdos y rememoraciones, la búsqueda precisa en aquellas fuentes
testimoniales de la divergencia entre el lugar imaginado y reclamado por los
hombres del letras y el que efectivamente la sociedad les dejó ocupar, o el
camino finalmente seguido para componer sus memorias –alejadas de todo
patetismo o de rasgos del “giro subjetivo”– nos alertan ante una hipótesis que
proponga la conciliación inmediata. Si siempre fue difícil ubicar a Halperín en
contextos intelectuales más amplios –grupos, generaciones, “formaciones”, etc–
no caben dudas de que esa singularidad no implicó falta de compromiso con la
situación. Su intervención siempre fue, de algún modo, la de un “observador
participante”.
*****
Hace ya medio siglo, en 1964, Tulio Halperín publicaba
un largo ensayo titulado Argentina en el callejón en el que hacía un
desencantado análisis del presente que descansaba en una no menos desencantada
interpretación de la etapa de la historia nacional que se había desplegado a lo
largo de los últimos treinta años y que hasta allí había conducido. En
realidad, el ensayo había sido escrito como respuesta a un pedido editorial
(como vemos, origen nada excepcional de sus textos): fue el crítico uruguayo
Ángel Rama quien le propuso continuar hasta 1963 la crónica histórica que le
había dedicado a los años que iban de 1930 a 1960 aparecida poco tiempo atrás
en el número en el que la revista Sur festejaba su tercera década de
existencia.[10] El escrito de Halperín, entonces, no
solo proponía una imagen informada del pasado reciente sino que tenía la
voluntad manifiesta de intervenir en el presente. De ese modo, se ubicaba en la
estela de una reconocida tradición nacional de literatura de ideas que hundía
sus raíces en el siglo XIX. Si en esa crónica podemos identificar ya el juego
simultáneo de distanciamiento y compromiso en la mirada de Halperín, este no
deriva solo del análisis atento de los vaivenes plenamente políticos del momento
–las desilusiones generadas por la presidencia de Arturo Frondizi o las
crecientes sospechas de que el peronismo estaba destinado a una vida más larga
que aquella imaginada y deseada por el variado arco no peronista– sino también
del entrelazamiento de memoria colectiva e historia. ¿Derivaba de allí su
extraña lucidez? Recordemos que Argentina en el callejón estaba
estructurado en torno a una serie de hipótesis que estaban en circulación, más
allá de la inflexión personalísima que asumían en su resolución y de las
múltiples sugerencias e iluminaciones historiográficas que las acompañaban.
Entre esas hipótesis podemos destacar, antes que nada, la idea de que la crisis
que atravesaba la Argentina era la regla más que un estado excepcional; así, “no
sería del todo legítimo proclamar anormal esta anormalidad permanente”. Esa
idea había encontrado su momento de expresión una década antes, cuando no se
percibían grietas en el gobierno peronista. Retomarla años después de su caída
venía a indicar no solo que la crisis se prolongaba amenazando en convertirse
en el estado normal de Argentina, sino que sus raíces antecedían al peronismo y
que este, en todo caso, le había dado un nuevo tono. Había que retroceder hasta
el ’30 –y ésta es otra de las hipótesis centrales– para encontrar esas raíces
que eran a la vez económicas (el agotamiento del modelo agro-exportador) e
ideológicas (la crisis del liberalismo). Aquel tono, sin embargo, era
recuperado bajo la noción de “revolución peronista” –que Halperín va a
mantener a lo largo de los años, gracias a una continua reelaboración de sus
contenidos– que le permitía identificar rupturas no buscadas y continuidades
profundas con la Argentina tradicional. De todas maneras, el reconocimiento del
ensayo proviene del pronóstico apenas sugerido más que del diagnóstico derivado
de aquellas hipótesis: la crisis que se prolongaba desde los años ’30 se
presenta como “una larvada guerra civil”[11].
Un reconocimiento legítimo y más que justificado, pero
tardío. Sus contemporáneos casi no repararon en el escrito, pero luego del “desenlace
necesariamente catastrófico” que el desarrollo de la historia argentina le
iba a dar a esa crisis, su lectura pivoteó sobre aquella predicción exitosa.[12] Ésa lectura retrospectiva raramente
concentró su atención en los elementos que hicieron posible tal pronóstico;
privilegió, en general, el acierto.[13]
Arriesgando sin embargo alguna conjetura, además de la combinación en el
análisis de Halperín del corto plazo de la vida política que engarzaba a
tendencias a mediano plazo –y de comparaciones que incluían el siglo XIX– es
posible percibir una imagen del futuro definida (aunque desengañada) que
promovía desde el presente aquella crónica del pasado reciente. La realidad,
empero, es que Argentina en el callejón se convirtió en un
acontecimiento recién treinta años más tarde, cuando se reeditó. Para ese
momento, Halperín se había convertido en una figura pública que trascendía el
gremio de los historiadores y a la vez mantenía con este una relación tutelar.
Las condiciones para que eso suceda fueron variadas, y van desde una obra
sostenida de nivel superlativo –especialmente si consideramos la vasta
producción de los ’70, que incluye apenas iniciada la década a Revolución
y guerra y hacia su cierre a Una nación para el desierto argentino–
a los cambios institucionales que, con el retorno democrático, generaron la
creciente estabilidad y profesionalización de la disciplina historiadora.
Proceso, además, que se identificó con la imagen en espejo que creía reconocer
en la experiencia renovadora que había marcado parte de la historiografía en
los ’60, y de la que Halperín era uno de los principales protagonistas.
Así las cosas, la decisión de reeditar Argentina en
el callejón es incomprensible si no se considera, a la vez que aquellos
contextos, las circunstancias de aparición de un escrito hermanado con aquel: La
larga agonía de la Argentina peronista. Los miembros del Club de Cultura
Socialista invitaron en 1993 a Tulio Halperín, siguiendo el ya lejano ejemplo
de Ángel Rama, a continuar su crónica hasta el presente. Cumplir con esa
solicitud –que era también un homenaje– se reveló de inmediato, según Halperín,
imposible. El resultado de esa imposibilidad es La larga agonía, que
supone un cambio radical respecto de su modelo. Y esto es así porque “el
pasado que, visto desde el momento en el tiempo en que nació Argentina en el
callejón, era todavía a la vez presente, hoy ha dejado de serlo. El modo de
aproximarse a él, en consecuencia, no podría ser ya el de entonces”.[14] No ya, por lo tanto, un “enfoque
narrativo” sometido a la “pauta cronológica” que había sido el modo apropiado
para volver la mirada a un pasado que todavía era presente, sino uno analítico
conveniente para examinar un ciclo cerrado. El intento es rastrear de ese modo
“en el pasado la huella de los múltiples procesos paralelos y entrelazados”
que con “sus ritmos divergentes” iban a encontrar su desenlace en un “momento
resolutivo”, sin aventurar el nuevo rumbo que las cosas podían seguir. La
distancia entre ambos textos se percibe desde el comienzo mismo de La larga
agonía, en el que identifica esos procesos “paralelos y entrelazados”
con suma claridad y adelanta la hipótesis que va a guiar el análisis de un
amplio período de la historia argentina: la hiperinflación, sostiene esa
hipótesis, viene a provocar el fin de la sociedad creada por el primer
peronismo en condiciones económicas excepcionales que no iban a durar más que
unos pocos años. La “sociedad peronista” había logrado sobrevivir mucho más
allá de sus condiciones de origen y en contextos cada vez más desfavorables,
que remarcaban una y otra vez su incompatibilidad con las posibilidades
económicas. La “revolución peronista”, ahora entendida como revolución
social, era a su vez emergente de aquella larga crisis que enfrentaba
legitimidades incompatibles en la política argentina -al menos desde 1916- y
que había llegado al paroxismo en el terrorismo de Estado. La imagen de ese
proceso, elaborada desde la óptica externa del historiador, era así una que se
alejaba de aquella que retenían en su memoria los protagonistas y los
espectadores del mismo, concentrada como estaba en los efectos no esperados y,
en ocasiones, ni siquiera percibidos.
Sin embargo, la ubicación de este escrito en el género de estudios históricos –por considerar un pasado ya cerrado, y por eso diferente al presente, tras el “momento resolutivo de la hiperinflación”; por alejarse de la narración cronológica a favor de una mirada analítica donde los criterios se presentan de manera explícita; por ser cuidadoso de los ritmos y contextos diferenciados de los fenómenos que se consideran; por renunciar de antemano a cualquier visión del futuro– no parece tan segura como quisiera Halperín en su presentación. Así, esa ubicación será motivo de reflexión explícita en dos de los cuatro comentarios que el Boletín del Instituto Ravignani compila al año siguiente de la aparición del libro: José Nun tras breves idas y vueltas termina caracterizándolo como una “conversación”, mientras que Silvia Sigal, luego de aclarar que “no es un libro de historia en el sentido tradicional del término”, dice que “es de todos modos un libro de un historiador”.[15] Halperín, en la respuesta que acompaña a esos comentarios, asume la caracterización de Nun –recordando el origen del texto– y señala que las variadas objeciones que le hiciera en su reseña Luis Alberto Romero serían “más relevantes para un texto más convencionalmente historiográfico que La larga agonía” y provienen en parte de que el escrito “ocupa una problemática frontera entre una narrativa propiamente histórica y las de unas memorias para servir a la historia de su tiempo”.[16] Así Halperín registraba un modo de trabajo que al combinar el análisis “propiamente histórico” con “una memoria del pasado que fue vivido como presente”, en ocasiones se resolvía en una narrativa que “se ubica en el movedizo punto de tránsito entre el reino de la contingencia y el de la necesidad”. Y más adelante aun, ante la objeción central que Romero hacía de la identificación de la hiperinflación –y no del terror militar– como el “momento resolutivo” del ciclo de la Argentina peronista, Halperín señalaba que ese desacuerdo parecía por el momento irresoluble ya que estaba fundado “en las exigencias” de “otra memoria que ha organizado sus recuerdos del trecho más reciente de nuestro pasado de modo diferente de la mía”.[17] La claridad con la que se creía distinguir un relato organizado desde adentro de un proceso aun en movimiento –como el de Argentina en el callejón– de otro cuyo punto de vista parecía sólidamente anclado fuera de un período histórico ya clausurado, se evapora sin remedio en esa “conversación entre amigos”. Otra vez la memoria aparece jugando diversos roles en la historiografía de Halperín. Por un lado su condición de testigo le permite recuperar la contingencia de ciertos momentos históricos, abriendo así el pasado a la variedad de alternativas posibles que el paso del tiempo fue progresivamente eliminando. Por el otro, y como alerta, cuando el recuerdo parece ser la única fuerza ordenadora –y no un “testimonio entre otros”– se inclina peligrosamente a elaborar una imagen seguramente atractiva pero difícil de ser cuestionada o de integrarse en otra más amplia.
*****
La creciente estabilidad política conseguida trabajosamente tras el triunfo de Alfonsín en 1983 –lo indicamos ya– generó las condiciones para una inusual estabilidad institucional que derivó, para lo que nos interesa, en una transformación profunda de la historiografía argentina.[18] La expansión del sistema universitario, del sistema de investigación científica y la afanosa internacionalización promovieron una profesionalización de la disciplina sin precedentes. El período de los ’60 –marcado en ciertos centros universitarios por la experiencia de la “historia social” y de la renovación historiográfica– fue interpretado retrospectivamente como el momento genético de la situación actual, y los protagonistas de aquella experiencia se convirtieron los referentes de ésta. Esa lectura, además de dotar de una genealogía al momento historiográfico abierto en los ’80 y consolidado en las décadas posteriores, promueve cierta idea de continuidad: la historiografía argentina ha ingresado así en una etapa de normalización, apartándose de los desvíos que marcaron su deriva desde fines de los ’60. En este contexto apenas trazado, la figura de Tulio Halperín ocupa un lugar central. Sin embargo, una mirada también rápida sobre los rasgos de su historiografía alertan de inmediato sobre las dificultades de una coordinación simple. En primer lugar por la marcada especialización de la historiografía argentina reciente, que asume en ocasiones una sensibilidad muy atenta a las modas intelectuales y en otras a la burocratización creciente que impone la carrera académica (no pocas veces esas dos disposiciones se resuelven en una). Por otro lado por una exigencia de nueva objetividad que reniega de la politización que condujo a la radicalización intelectual entre los ’60 y los ‘70, promoviendo la pérdida de una autonomía amenazada por la inestabilidad política (y así, en las formas de intervención desde la historia se debe señalar la figura cada vez más presente del “historiador-ciudadano”… de más está decir que muchas veces esa identidad compuesta no logra unir el discurso “cívico” con el historiográfico y que, cuando lo hace, paga el precio de sacrificar su especificidad disciplinar). Por último, la imagen del pasado argentino –en especial del siglo XX– se presenta como una compleja, ambigua y matizada aunque dominada finalmente por una tendencia progresista, inclusiva y modernizadora. ¿Es necesario subrayar que la producción, el tono o las preocupaciones de Halperín no se reconocen en ese cuadro? Una amplia producción reacia a la especialización, que cubre por igual períodos distantes desde enfoques muy variados (historia económica, historia política, historia de las ideas, estudios historiográficos, síntesis históricas, ensayo de interpretación, etc.) con un estilo alejado de forma manifiesta del académico. Y con referencias puntuales y, habitualmente, clásicas. Finalmente, una presencia autoral fuerte que se identifica con un tono que “no puede ser sino el suyo” y que no esquiva expresar sus opiniones, simpatías y desacuerdos o, como intentamos mostrar, recurrir a sus recuerdos.
Una mención repetida en sus últimos testimonios e intervenciones es el de Ranke, aunque es posible advertir su firme presencia al menos desde mediados de los ’80. Encuentra en él un momento del pasado, anclado en el siglo XIX, que le sirve de reflejo para un presente cuya pérdida de capacidad para percibir con claridad el futuro se impone a la empresa historiadora. En Ranke esa situación había conducido a la sugerencia de que el historiador considerara cada época en sí misma, “como ante Dios”; fórmula oportuna que bajo una aparente falta de ambición anunciaba la ruptura con las filosofías de la historia y aseguraba un método básico pero que permitió el progreso de la disciplina. La crisis de los modelos explicativos que dominaban los ’60 es la que ahora permite enriquecer el paisaje histórico con rasgos descuidados por la simplificación necesaria que aquellos modelos imponían. Si es así, la marca de los últimos escritos autobiográficos de Halperín no reside en el papel que allí asumen sus recuerdos –como intentamos mostrar, una constante en al menos parte de su producción- sino en la forma en la que estos a la par de otros testimonios permiten organizar imágenes del pasado que ya no cuentan –como hasta los ’60/’70- con el auxilio y la guía de un perfil definido del futuro. La incertidumbre que gana espacio a partir de ese momento es cuánto tiempo se prolongará “esa crisis del futuro”. Porque para Halperín, y en esto como en muchas otras cosas su referencia siempre fue Benedetto Croce, ese perfil es una de las condiciones que hacen posible la comprensión y así la historiografía puede cumplir con su papel: liberar a los hombres del peso de la historia.
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*Universidad Nacional de Córdoba.
[1] Halperín Donghi, 2013, 2014a, 2014b y 2014c.
[2] Respectivamente: Halperín Donghi, 2008 y 1987.
[3] Halperín Donghi, 2008: 9. El libro al que hace referencia Halperín es Luna, 1986.
[4] Altamirano, 2012: 12.
[5] Halperín Donghi, 2008: 16.
[6] Anderson, 2008: 297.
[7] Halperín Donghi, 2008: 305.
[8] Halperín Donghi, 2000 y 2004.
[9] Hartog, 2010: 17.
[10] Halperín Donghi, 1995: 13. Myers, 1997 hace un inteligente análisis comparativo de Argentina en el callejón y La larga agonía de la Argentina peronista que seguimos en parte.
[11] Halperín Donghi, 1995: 76.
[12] Sobre el impacto contemporáneo de Argentina en el callejón, Halperín iba a afirmar que tuvo “un paradójico éxito (hecho de silencios públicos y discretos pero inesperadamente amplios consensos privados)”, Halperín Donghi, 1994: 7.
[13] No es el caso, claro, del ensayo ya mencionado de J. Myers. Para una reflexión sobre el “arte de la prognosis”, ver Koselleck, 2003.
[14] Halperín Donghi, 1994: 10.
[15] Nun, 1995 y Sigal, 1995.
[16] Romero, 1995.
[17] Romero, 1995: 140 y 141.
[18] Se puede ver, entre muchos otros, Pagano, 2010: 39-67.