Coleccionismo y alegoría en el teatro de Mauricio Kartun y Ricardo Bartís
Sandra Ferreyra
Universidad Nacional de General Sarmiento
Buenos Aires, Argentina
sferreyra@campus.ungs.edu.ar
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/2b83462az
Resumen
Tomando como punto de partida las figuras benjaminianas del coleccionista y del alegorista, el presente artículo analiza comparativamente los modos de producción de dos figuras destacadas del teatro argentino actual: Mauricio Kartun y Ricardo Bartís. Este análisis se centra en la manera en que cada uno de estos artistas se relaciona con la historia de la cultura argentina a partir de la incorporación de objetos en desuso, maquinarias obsoletas, imágenes anticuadas. Sostenemos que mientras que Kartun trabaja como el coleccionista en el rescate de tesoros de nuestra cultura, especialmente de la cultura popular, Bartís opera como el alegorista que exhibe los objetos en lo que estos tienen transitorios y fallidos, porque es ahí donde reside su potencia expresiva, su transfiguración en lenguaje.
Palabras claves: coleccionismo, alegoría, teatro argentino, restos culturales
Collecting and allegory in the theater by Mauricio Kartun and Ricardo Bartís
Abstract
Taking as a starting point the Benjaminian figures of the collector and the allegorist, this article comparatively analyzes the modes of production of two leading figures in current Argentine theater: Mauricio Kartun and Ricardo Bartís. This analysis focuses on the way each of these artists relates to the history of Argentine culture through the incorporation of disused objects, obsolete machinery, and outdated images. We maintain that while Kartun works as the collector in the rescue of treasures of our culture, especially of popular culture, Bartís operates as the allegorist who exhibits the objects in which these have transitory and failed objects, because that is where his expressive power resides, its transfiguration into language.
Keywords: collecting, allegory, Argentine theater, cultural remains
AVANCES
Recibido: 18/10/23 - Aceptado: 14/03/24
Número 33, 2024 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555
https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances
Centro de Producción e Investigación en Artes,
Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional
Al gran coleccionista lo conmueven de un modo enteramente originario la confusión y la dispersión en que se encuentran las cosas en el mundo. Este mismo espectáculo fue lo que tanto ocupó a los hombres del Barroco; en particular, la imagen del mundo del alegórico no se explica sin el impacto turbador de este espectáculo. El alegórico constituye, por decirlo así, el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a iluminar las cosas mediante la investigación de lo que le es afín o les pertenezca. Las desprende de su entorno, dejando desde el principio a su melancolía iluminar su significado. El coleccionista, por contra, junta lo que encaja entre sí; puede de este modo llegar a una enseñanza sobre las cosas mediante sus afinidades o mediante su sucesión en el tiempo. No por ello deja de haber en el fondo de todo alegórico un coleccionista, y en el fondo de todo coleccionista un alegórico, siendo esto más importante que todo lo que les separa (Benjamin, 2013, p. 229).
En esta cita fundamental sobre el entrecruzamiento dialéctico de las figuras del coleccionista y el alegorista[1] en el pensamiento benjaminiano, encontramos una clave posible para estudiar las indagaciones que la escena teatral de los noventa hace de la historia cultural argentina. Algunos artistas empiezan a manifestar por aquellos años un gusto particular por los objetos en desuso, dándoles a estos un lugar protagónico en sus obras. El ejemplo más contundente de esta práctica lo encontramos en el Periférico de Objetos, sin embargo, también se consolida por fuera del teatro de objetos, en propuestas tan disímiles como las de Ricardo Bartís y Mauricio Kartun, cuyas producciones son referencias ineludibles para el presente del teatro en nuestro país.
Los estudios críticos remiten a la metáfora del cirujeo para referirse a algunos aspectos de la poética de ambos. En Kartun el cirujeo define su relación con la cultura popular:
La poesía de lo viejo y de lo descompuesto atraviesa todo el teatro de Kartun. Su escritura —como dramaturgo y director— es un ejercicio de serendipia, o como él lo llama, “cirujeo cultural”: Kartun posee la capacidad de descubrir tesoros donde otros sólo encuentran desperdicios, basura, materiales olvidables y despreciables (Dubatti, 2007, párr. 17).
En Bartís, en cambio, el cirujeo describe un anti-método que consiste en mezclar lo que queda como residuo de los métodos de creación escénica:
Retomando un concepto de otro gran director argentino, Alberto Ure (a quien Bartís admira declaradamente), el director de Postales argentinas asume el antimétodo del cirujeo, se reconoce un director-homeless que revuelve en los tachos de basura los residuos de los métodos centrales que llegan a las remotas orillas del Río de la Plata. El suyo es un método criollo de teatrista-creador: rejunte, mezcla, superposición, heterodoxia y fusión sin voluntad de clasicidad o pureza, suma de desechos, carencia, debilidad, precariedad y malentendidos (Fukelman y Dubatti, 2011, p. 93).
En efecto, los objetos desechados por la cultura argentina son fundamentales para sus modos de producción. En el caso de Bartís podemos mencionar los retratos antiguos que adornaban las paredes del Sportivo teatral (la histórica sala de Bartís en la calle Thames que dejó de funcionar en 2021) y que luego podíamos reconocer como parte de la escenografía de las obras, a veces, con entidad de personaje. En el caso de Kartun pueden servir de ejemplo las postales fotográficas de actores y fiestas de carnaval que componen su archivo personal y que muchas veces parecen funcionar como modelos para la configuración escénica de sus espectáculos (vale pensar en los personajes de El niño argentino o Terrenal). Sin embargo, si bien ambos practican el cirujeo cultural, podemos observar que en Bartís el uso de los objetos rescatados del basurero cultural impone el carácter destructivo que remarca la confusión y la dispersión de las cosas en el mundo, carácter que Benjamin le adjudica al alegorista, mientras que en Kartun reina un carácter constructivo que afilia y organiza los elementos que encajan entre sí, como en el coleccionismo.
Para Benjamin, como se entrevé en la cita que pusimos al inicio de este artículo, la alegoría es una forma alternativa de la colección; es la colección asumiendo el carácter destructivo que subyace a la historia de la cultura y que él resume como uno de los principios de la historia materialista: “No existe documento de la civilización que no sea a la vez documento de la barbarie” (Benjamin, 2022, p. 43). La colección y la alegoría son entonces formas que tiene el presente de relacionarse con el pasado a través de los objetos obsoletos. En manos del coleccionista los objetos son tratados en lo que tienen de trascendente para la historia de la cultura; en manos del alegorista citan la historia de la cultura en su transitoriedad.
En sus obras Kartun apela a la permanencia de las cosas, las eleva a colección, las transforma en tesoros: su trabajo se asocia a la figura del coleccionista que busca en las afinidades entre los objetos culturales un saber, una verdad que los explique. De esta manera, la cultura popular argentina es incorporada a la dramaturgia de este autor a través de elementos que son considerados en lo que tienen de permanentes. Kartun se acerca a los objetos de la cultura en busca de “un saber poético” que viene de su condición de “elemento descompuesto”. Al no tener una función prefigurada, los objetos caducos de la modernidad pueden entrar en una nueva organización cultural en la que adquieren el valor de “un objeto precioso”:
En la medida en que uno descompone un elemento, toma de ese elemento algunas de sus partes y por lo tanto puede producir el fenómeno poético. Si yo pongo una cámara de fotos contemporánea —más allá de que no tendría que ver con la época—, genera algo que me obliga a tomarla como tal: es una cámara de fotos. En cambio, la cámara de fotos que usamos en La Madonnita, que compré en un cambalache hecha pedazos y que luego restauré, al no tener un carácter contemporáneo, al haber perdido su utilidad, me permite recuperar otras cosas. Por ejemplo que al moverla, baila. Hay un momento donde Hertz la mueve y yo descubro: baila. Baila porque yo puedo descomponerla en su función. Puedo decir que no es una cámara. Es un objeto anacrónico que ya no tiene otra función que la de ser, en este caso, un objeto poético. Yo trabajo mucho con esto, el objeto en descomposición. La búsqueda de un carácter especial en un objeto que ha perdido todo valor. (…) Yo siempre he trabajado un poco con ese mismo concepto: un viejo objeto que ya ha perdido su función se transforma —en la medida en que uno puede descubrir ese otro valor— en un objeto precioso (Kartun en Dubatti, 2007, párr. 17).
En efecto, la transmutación que describe Kartun del objeto inútil en objeto poético, en objeto precioso, se parece bastante a la operación que Benjamin le asigna al coleccionista:
Al coleccionar, lo decisivo es que el objeto sea liberado de todas sus funciones originales para entrar en la más íntima relación pensable con sus semejantes. Esta relación es diametralmente opuesta a la utilidad, y figura bajo la extraña categoría de la compleción. ¿Qué es esta “compleción”? Es el grandioso intento de superar la completa irracionalidad de su mera presencia integrándolo en un nuevo sistema histórico creado particularmente: la colección. Y para el verdadero coleccionista cada cosa en particular se convierte en una enciclopedia que contiene toda la ciencia de la época, del paisaje, de la industria, del propietario de quien proviene. La fascinación más profunda del coleccionista consiste en encerrar el objeto individual en un círculo mágico, congelándose este mientras le atraviesa un último escalofrío (el escalofrío de ser adquirido). Todo lo recordado, pensado y sabido se convierte en zócalo, marco, pedestal, precinto de su posesión. (…) Coleccionar es una forma de recordar mediante la praxis y, de entre las manifestaciones profanas de la “cercanía”, la más concluyente. Por lo tanto, en cierto modo el más pequeño acto de reflexión política hace época en el comercio de antigüedades. Estamos construyendo aquí un despertador que sacude el kitsch del siglo pasado, llamándolo “a reunión” (Benjamin, 2013, p. 223).
Es este el valor que adquieren algunos componentes de la cultura popular en Como un puñal en las carnes (1996), Desde la lona (1997) y Rápido nocturno, aire de foxtrot (1998): la pileta Pelopincho, en la primera; el colectivo, en la segunda; el cerebro mágico, en la tercera. Se trata, en efecto, de cosas a partir de las cuales los personajes, “apelando a lo que se tiene a mano”, crean un orden alternativo. Así, Chapita, el “loco” de Rápido nocturno, aire de foxtrot, aprovecha los conocimientos que memoriza de las preguntas y respuestas del juego El cerebro mágico para alcanzar su objetivo de conquistar a Norma. En este sentido, ese objeto adquiere valor en tanto se lo inserta en un orden nuevo que lo redime culturalmente: “Se trataría entonces de buscar en nuestro pasado artefactos culturales despreciados por la modernidad (una modernidad en crisis) para construir con ellos una cultura propia y resistente tanto al neoliberalismo imperante como a las formas teatrales ‘posmodernas’ a él asociadas” (Rodríguez, 2004, p. 92).
Kartun saca los objetos culturales “despreciados por la modernidad” de su entorno funcional y los somete al orden poético que él les crea. Ese orden poético, como muy bien señala la crítica, se encuentra atravesado por una estética nacional y popular que concibe al teatro como la expresión de la identidad histórica, social y cultural de la Argentina. Así, los objetos que recupera del “basurero” de la cultura popular son exhibidos en la vitrina escénica como pequeños tesoros en los que se esconde “la verdadera identidad nacional”. Este es el valor que Kartun les otorga a estos objetos cuando los despoja de su valor de uso y los exhibe en una organización que coincide con “la historia estética y existencial de nuestro pueblo” (Pellettieri, 2001, pp. 339-340).
En su modo de relacionarse con los objetos, Kartun apela a la identidad entre la conciencia reflexiva y el objeto, a la ubicación de este último en una totalidad —en este caso “la cultura popular”— y en un devenir causal que lo destaque respecto de la lógica dominante. De acuerdo con esta concepción, Kartun reconoce la cultura popular en las huellas que esta deja en el interior de la cultura nacional; “habitar significa dejar huellas”, dice Benjamin, y Kartun reconstruye en sus obras el “habitar la cultura nacional” que, según él, les correspondería a las clases populares.
La operación estético-ideológica de Kartun es inversa a la de Bartís. Mientras que el primero reconstruye a partir de los objetos culturales una totalidad recuperable en cuanto una nueva organización, el segundo exhibe esos objetos en su condición de restos fragmentarios de una totalidad inexistente. La conocida distinción que hace Benjamin del símbolo y de la alegoría[2] nos permite, entonces, analizar el modo en que este último apela a la potencia expresiva de la “existencia corrompida” que constituyen las producciones culturales caducas. En un gesto alegórico las transfigura no en tesoros, al estilo de Kartun, sino en materia fracasada:[3]
La Argentina, país en extinción. Si habláramos en términos teatrales, es una representación de aquello que alguna vez fue. Si definiéramos la idea de la libertad como la posibilidad de adueñarnos o de ser soberanos de nuestro cuerpo, el cuerpo social, la idea de una nación, de un país sería aquello que otorgaría esa noción primaria de libertad. Esta noción está totalmente arrasada en mi país. El liberalismo, el poder económico dominante, utilizó la dictadura y la idea del terror del cuerpo social para poder después naturalizar las modalidades económicas contemporáneas. Esto es: el dominio de la muerte, la idea de la destrucción sistemática de los valores, etc. en ese contexto nosotros producimos teatro (Bartís, 2003, p. 147).
De pensar la Argentina de fines de los ochenta como la representación de aquello que alguna vez fue surge una imagen muy poderosa en torno a Postales argentinas: para los artistas que la hicieron, la obra hablaba de la muerte de la Argentina (Bartís, 2003, p. 37). Esta afirmación hizo que el espectáculo fuera equívocamente leído como una metáfora del contexto social y político en el que se encontraba el país a finales de los años ochenta.
Fukelman y Dubatti (2011, p. 97) sitúan el espectáculo del Sportivo teatral en el llamado teatro de la postdictadura, proponiéndolo como un ejemplo más de producción poética de resistencia y resiliencia; sin embargo, la línea en la que esta obra se inscribe no piensa la muerte como el mecanismo catártico de exorcismo o conjuro, como proponen estos críticos. Por el contrario, la obra bartisiana se acerca a la muerte desde la percepción de la vida como lo efímero, como lo discontinuo; por eso, este teatro “parecería contener, al mismo tiempo que la seriedad de la muerte, su mueca ridícula, su propio patetismo, su ingenuidad” (Bartís, 2003, p. 116). La muerte de la Argentina, sobre la que las obras bartisianas vuelven una y otra vez, es la percepción de la historia de nuestro país como fracaso y va en contra de la idea de “autoafirmación como comunidad de sentido y de destino” (Fukelman y Dubatti, 2011, p. 97). En Postales argentinas, y de modo sostenido en toda la producción teatral de Bartís, los personajes caminan entre ruinas y esa es la única condición de existencia que obstinadamente señalan como productiva.[4] Postales argentinas, El corte, El pecado que no se puede nombrar no son obras que miran al futuro, sino que buscan en el pasado su punto de afirmación. Contraponen a las lógicas referencial y ética, desde las que se podría evocar “simbólicamente la experiencia demoledora de la dictadura” y anticipar “la degradación histórica de los años noventa” (Fukelman y Dubatti, 2011, p. 97), otra lógica, la estética, que reconfigura artísticamente la caída constante de un país apelando a los restos mortificados de su cultura.
Adiós Pamela, mi pequeña muchacha, mi ilusión, no haberme dado cuenta antes que te amaba… Adiós madre donde quiera que esté tu espíritu imbatible… Adiós Buenos Aires, la Reina del Plata… Buenos Aires, mi tierra querida… Adiós muchachos compañeros de mi vida… Adiós, cosas muertas… Parto hacia ti, anaranjado mar de Buenos Aires. (Hace un bollo con sus papeles, lo arroja, mima con su cuerpo la caída.) (Bartís, 2003, p. 61).
Postales argentinas inaugura lo que luego será una constante en el teatro bartisiano: la experiencia de una comunidad sin sentido y sin destino que no resiste la rigidez de la muerte, sino que, por el contrario, busca aprovecharla. Ese aprovechamiento se realiza a través de la fragmentación y el montaje de los desechos de su cultura, es decir, a través de una intuición alegórica que ve en los cuerpos, los textos y los objetos las huellas de la confusión y la transitoriedad, de la devaluación de las cualidades que otrora le daban sentido.
Hablando de sus primeras obras, Bartís una y otra vez hace referencia a la transformación que se vive en nuestro país en la estructura social de la experiencia; se refiere al corte que se da entre los sesenta y los noventa, y a su teatro como la percepción artística de ese cambio. Así, El corte (la obra) se relaciona con la cultura argentina a partir de los rasgos que Benjamin le asigna al carácter destructivo: el malentendido y la transitoriedad confiable. Desde el inicio la obra formula una oposición entre lo que se sabe y se malentiende de la cultura: entre esos polos se desarrollan las conversaciones de los dos carniceros en torno a Mabel, a la paternidad, al negocio de la carne; conversaciones en las que ni la recurrencia, ni la repetición, ni los ejercicios de memoria tienen como función entender los hechos, las situaciones, los tiempos, sino por el contrario, complicar el entendimiento, negar la narración del progreso, pararse en el punto “en el que todo se va a pique”.
Son muchas las imágenes bartisianas que expresan que “el grado de degradación en el cuerpo social es tan vasto que no se puede describir el síntoma” (Bartís, 2003, p. 142), pero hay tres que resultan particularmente significativas puesto que curiosamente coinciden con algunas de las formas alegóricas que Benjamin señala en la lírica baudelairiana: la gran ciudad como ruina —que es el trasfondo manifiesto en Postales argentinas pero que también aparece de manera menos explícita en el resto de las obras— y las figuras de la prostituta y el juego —vinculadas a la mercancía, al dinero y al deseo— que operan como punto de giro de El pecado que no se puede nombrar.
En Postales argentinas, la imagen de la ciudad de Buenos Aires que retratan los tangos es sometida al procedimiento destructivo y despedazador de la alegoría:
HECTOR: (Escribiendo con un metro amarillo de ferretería sobre un pedazo de diario e intermitentemente mirando a su alrededor.) Cuarenta y cinco años hoy, atravieso un Buenos Aires que emite sus últimos estertores. En las esquinas, las fogatas de los sobrevivientes iluminan los esqueletos rancios de mis vecinos de antaño. Hay viento y hay cenizas en el viento. Todo parece recordarme una ley de la sangre: debes escribir (…) (Bartís, 2003, p. 43).
La gran ciudad aparece como el cadáver de la industrialización, del confort, del orden social, del progreso. Los restos de las fábricas, de las viviendas y de los automóviles son los “deshechos de jactancia humana” con los que Girardi se cruza en su camino hacia el Puente de la Noria, a donde va a tirar el cuerpo de su madre. El mismo puente y el cafetín que sobrevive a su lado son “una estatua negra del pasado” y “un tenue hálito de vida”. La obra le da a la ciudad de Buenos Aires, quintaesencia de la cultura porteña, un tratamiento alegórico que la despoja de las apariencias y la exhibe destruida y en pedazos, pura materia fracasada. Es en esa extinción de las apariencias en donde el alegorista encuentra la belleza de la producción cultural: “¡Qué hermosa está Buenos Aires! ¡Negra! ¡Negra y brillante como un presagio de la muerte!”, dice Girardi antes de asumir indefectiblemente su fracaso. Aunque no se haga mención de ella, podemos adivinar la ciudad devastada como trasfondo implícito en otras obras que el Sportivo teatral produce en los noventa. En todos los espectáculos que siguen a Postales argentinas encontraremos una sensibilidad destructiva que extingue las apariencias transmutando el espacio público existente en ruinas. En vistas de ese “corte” histórico al que Bartís se refiere una y otra vez, los sujetos de sus obras ya no se encuentran tiernamente en sus sueños de progreso, como en las obras de Kartun, sino en las ruinas de esos sueños y a ellas se aferran.
En esta misma línea, la sociedad secreta de El pecado que no se puede nombrar piensa su financiamiento. Citando el proyecto del Astrólogo de Los siete locos de Roberto Arlt, proponen la explotación de prostíbulos que funcionen también como casas de juego. Si para Benjamin, “la prostituta es concebida por la intuición alegórica como la mercancía más perfectamente consumada” (Lindner, 2014, p. 57), no resulta extraño que los conspiradores bartisianos esperen sostener su proyecto revolucionario con el desarrollo de “la industria prostibularia”. Bartís expone al extremo la conspiración arltiana, presentando la toma del poder como el punto en el que el varón se torna prostituta, es decir mercancía. Bartís muestra el procedimiento del “hermafroditismo síquico” como el auténtico cambio de vida que opera alguien que accede al poder, un cambio de conciencia que consiste en la anulación de la propia sexualidad, del propio deseo, del propio cuerpo por “algo que no se puede nombrar”. Es esta permutación del deseo por el poder lo que se resiste, según Bartís, desde la práctica de la actuación:
Yo tengo la idea de que la actuación tiene mucho que ver con la sexualidad. Por ejemplo: un área de equilibrio es la pelvis, tradicionalmente desechada por la actuación clásica, más atenta a los hombros, la cabeza y las manos. Desde la pelvis, en cambio, se obtiene una actuación menos agresiva y solemne, más ambigua y activa. Por otro lado, me parece que no se puede actuar sin un impulso pasional. Hay que pensarlo desde la idea de lo erótico y no tanto desde lo genital, como una metafísica del amor, del momento supremo de la sexualidad. Un tipo del barrio decía que a veces, cuando uno está abrazado a su chica, está en contacto con el mundo. Me parece entender ahora que lo que él quería decirnos era eso: que cuando entramos en contacto con el deseo, nos convertimos en portavoces de un orden superior, más noble, más profundo y auténtico (Bartís, 2003, p. 224).
El “hermafroditismo psíquico” enlaza en el proyecto de los conspiradores bartisianos dos órdenes de experiencia que aparecen dispersos en la narrativa de Arlt: la toma del poder y la ausencia de deseo.
A: Ya tenemos el dinero, busquemos las mujeres e instalemos el prostíbulo.
P: No es necesario. Libres del cuerpo, seremos pura conciencia revolucionaria. Nosotros seremos pupilas en el prostíbulo (Bartís, 2003, p. 203).
Sin sexualidad, sin deseo, sin cuerpo, las pupilas hermafroditas no son otra cosa que ficciones hechas a partir de restos de una feminidad soñada por los conspiradores e identificada con el poder. En el universo de El pecado que no se puede nombrar transformarse en pupila del prostíbulo es citar un fragmento de experiencia femenina moldeada por la cultura en torno a la relación entre el poder y el deseo.
G: Recuerdo las ochavas de las calles Arenales y Talcahuano, los cruces de Montevideo y Avda. Quintana, apeteciendo el espectáculo de esas calles magníficas en arquitectura y negadas para siempre a los desdichados. Trabajaba en una linda casa de la Avenida Alvear. A la hora de la siesta entraba a mi piecita y en vez de zurcir mi ropa, pensaba: ¿Yo seré sirvienta toda la vida? Servir, siempre servir. Sería mejor hacer la calle.
L: Es cierto. Una mujer inteligente, aunque fuera fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad (Bartís, 2003, p. 214).
Queda claro en esta cita que el poder niega el deseo; para alcanzar el poder hay que renunciar al deseo, convertirse en mercancía humana: “si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad”. La mirada alegórica bartisiana descubre, desde la narrativa arltiana, la relación dialéctica entre poder y deseo que se traduce en la fórmula que sirve de cierre a El pecado que no se puede nombrar: “Habrá que cambiarla aunque haya que quemarlos vivos a todos”.
En el teatro de Kartun entonces la cultura popular es el tesoro que el artista rescata para crearle un orden alternativo al hegemónico, pero orden al fin; en el teatro de Bartís, en cambio, los objetos rescatados de cultura argentina cargan con el deseo de los fracasados, de los marginales, de los perdidos, aun cuando este deseo se disfrace, como lo hace en los personajes arltianos, de doctrina política, de religiosidad, de avance científico para esconder su verdadera forma, que no es otra que la de la destrucción alegórica.
Bibliografía
Bartís, R. (2003). Cancha con niebla. Buenos Aires: Atuel.
Benjamin, W. (2012). Origen del trauerspiel alemán. Buenos Aires: Gorla.
Benjamin, W. (2013). El libro de los Pasaje. Madrid: Akal.
Benjamin, W. (2022). El coleccionismo. Buenos Aires: Ediciones Godot.
Dubatti, J. (2007). Mauricio Kartun: poética teatral y construcción relacional con el mundo y los otros. La revista del CCC, 1(1). Recuperado el 2023, 15 de agosto de https://www.centrocultural.coop/revista/1/mauricio-kartun-poetica-teatral-y-construccion-relacional-con-el-mundo-y-los-otros
Fukelman, M. y Dubatti, J. (2011). Postales Argentinas (1988) de Ricardo Bartís: Dramaturgia de dirección, distopía y muerte del país. Stichomythia, 11-12. Recuperado el 2023, 15 de agosto de https://parnaseo.uv.es/ars/stichomythia/stichomythia11-12/pdf/estudio_9.pdf
Kartun, M. (1999). Teatro. Tomo 2. Cómo un puñal en las carnes. Desde la lona. Rápido Nocturno. Aire de foxtrot. Buenos Aires: Corregidor.
Kartun, M. (2005). La maddonita. Buenos Aires: Atuel.
Linder, B. (2014). Alegoría. En M. Opitz y E. Wizisla (Comps.), Conceptos de Walter Benjamin (pp. 17-82). Buenos Aires: Las cuarenta.
Pellettieri, O. (2001). Historia del teatro argentino en Buenos Aires. El teatro actual (1976-1998). Buenos Aires: Galerna.
Rodríguez, M. (2004). El teatro dominante y la crisis: de los “pactos de interés” a los “pactos de deseo”. En O. Pellettieri (Ed.), Teatro argentino y crisis (pp. 79-99). Buenos Aires: Eudeba.
Biografía
Sandra Ferreyra
Es Doctora en Historia y Teorías de las Artes y Magíster en Estudios de Cine y Teatro Latinoamericano y Argentino por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña como investigadora docente en el área “Cultura, culturas” del Instituto del Desarrollo Humano de la UNGS. Coordina el programa de investigación teatral y gestión de públicos ESPECTARES en cuyo marco dirige el proyecto de investigación “Dialéctica de las imágenes: la experiencia del espectador frente al teatro materialista” y el proyecto de vinculación con la comunidad “Marejadas Comunidad de Espectadores”. Es profesora de Artes Escénicas I y Artes Escénicas II de la Licenciatura en Cultura y Lenguajes Artísticos.
Cómo citar este artículo:
Ferreyra, S. (2024). Coleccionismo y alegoría en el teatro de Mauricio Kartun y Ricardo Bartís. AVANCES, 33. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/45507
[1] El coleccionismo y la alegoría son dos categorías fundamentales de las reflexiones benjaminianas que, como es común en el desarrollo de su pensamiento constelar, aparecen y reaparecen de manera dispersa en diferentes ensayos, unas veces como problema teórico, otras veces como referencia metodológica. Para su profundización recomiendo seguir la trayectoria de estos conceptos tomando como guía los artículos “alegoría” y “coleccionista” del libro Conceptos de Walter Benjamin que aparecen referidos en la bibliografía.
[2] La relación entre el símbolo y la alegoría puede ser definida incisiva y esquemáticamente bajo la luz de la decisiva categoría de tiempo, cuya incorporación en este terreno de la semiótica es el gran descubrimiento romántico de estos pensadores. Mientras que en el símbolo, con la transfiguración de la decadencia, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se abre ante los ojos del espectador como un paisaje primigenio petrificado. La historia en todo lo que tiene de doloroso y fallido se estampa en un rostro; no, más bien en una calavera (Benjamin, 2012, p. 208).
[3] La alegoría, conceptualizada por Benjamin, revela un modo de expresión, presente en el trauerspiel alemán y en la lírica de Baudelaire, en el que los materiales de la cultura son asimilados en la forma artística como lo temporalmente condicionado (Linder, 2014, p. 24).
[4] En efecto, este artista busca el sentido de la historia y la cultura argentinas en sus ruinas: despedaza los textos y las cosas, destruye la apariencia de belleza y encuentra en el cadáver el emblema de la existencia argentina, pensemos especialmente en el final de El corte: “Hay que guardar la carne. Desconectá”. En tanto alegorista, Bartís les da a los pedazos desmembrados, dispersos, extintos, el valor de signos capaces de expresar la facies hippocratica, la calavera de nuestra cultura, oculta tras las capas y capas de maquillaje con las que la denominada “posmodernidad” mantiene su apariencia “civilizada”.