¿Sueña DALL-E con becerros eléctricos? El arte en la época de la inteligencia artificial
Silvina Carnero
Universidad de Buenos Aires
Facultad de Filosofía y Letras
Departamento de Artes
Buenos Aires, Argentina
https://orcid.org/0009-0001-5207-6782
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/du8s7b02l
Resumen
Partiendo del interrogante ¿pueden ser consideradas obras de arte las producciones realizadas con inteligencia artificial?, el presente artículo busca relevar una serie de ideas, conceptos, categorías y sistemas de la teoría del arte que permite, en una primera instancia, pensar la pertinencia de esta pregunta para el campo artístico actual, como así también los argumentos que jugarían a favor o en contra de una respuesta positiva. A su vez, se pondrá en evidencia la necesidad de generar nuevos abordajes y herramientas para el análisis de esta problemática considerando los límites de una teoría del arte donde la figura del artista-creador-humano está jerarquizada en la creación o ideación artística y donde la irrupción de estos modelos de IA pone en jaque esta pretendida centralidad de lo humano en las producciones estéticas contemporáneas.
Palabras clave: Inteligencia artificial, arte IA, estética, arte generativo, DALL-E
Does Dall-E dream of electric calves? Art in the Age of Artificial Intelligence
Abstract
Based on the question Can productions made with Artificial Intelligence be considered works of art?, this article attempts to examine a series of ideas, concepts, categories and systems of art theory that allows, in the first instance, to consider the pertinence of this question for the current artistic field as well as the arguments that would support or oppose it. At the same time, the need to develop new approaches and tools for the analysis of this problem will be discussed, considering the limits of a theory of art where the figure of the artist-creator-human is ranked in artistic creation and where the irruption of these AI models challenges this alleged centrality of the human dimension in contemporary aesthetic productions.
Keywords: Artificial Intelligence, AI art, aesthetics, generative Art, DALL-E
AVANCES
Recibido: 14/10/23 - Aceptado: 21/11/23
Número 33, 2024 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555
https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances
Centro de Producción e Investigación en Artes,
Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
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Imagen 1: Carnero, S (2023). S/N. Imagen creada con Midjourney en base al prompt: La adoración del becerro de oro de Nicolas Poussin en un escenario futurista.
A modo de introducción: un sonido atronador
Escribir sobre arte en la era de la inteligencia artificial es como tratar de pisarle los talones a la historia. Hacer ciertas preguntas, sobre todo si se espera respuesta certera, pecado de ingenuidad. Aun así, los modelos generativos nos devuelven a una vieja encrucijada que artistas, críticos, historiadores y filósofos conocen y han sorteado más de una vez en la historia del arte. En un amanecer que todavía se resiste, el viejo debate que se llevó a cabo allá por el siglo XIX sobre la cámara fotográfica y su capacidad de hacer todo aquello que un retratista o paisajista hacía con sus manos, resurge hoy frente a un dispositivo que, con la misma aparente facilidad, puede generar una imagen, una pieza musical o el guion de una película. Aun considerando las notables diferencias entre la cámara fotográfica y la IA, se está de nuevo frente a las puertas de un debate que atraviesa múltiples disciplinas y cuya resolución se exige forzada pero todavía imposible.
Centrado en el interrogante ¿pueden ser consideradas obras de arte las producciones realizadas con inteligencia artificial?, el presente artículo releva distintas ideas, conceptos, categorías y sistemas de la teoría y la filosofía del arte que permiten, en una primera instancia, pensar la pertinencia de esta pregunta para el campo artístico actual, como así también los argumentos que jugarían a favor o en contra de una respuesta positiva. A su vez, en el curso de esta misma reflexión, se evidenciará la necesidad de generar nuevos abordajes y herramientas para el análisis de esta problemática. La producción, circulación y recepción de material generado por IA y los debates a los que invita dan cuenta de los límites de una teoría del arte donde la figura del artista-creador-humano es condición (casi) indiscutible, ya sea para la producción o la ideación artística, y donde la presencia de un aparato[1] pone en jaque esta pretendida centralidad de lo humano en las producciones estéticas contemporáneas.
Un trompe-l'œil para el siglo XXI: arte, inteligencia artificial y el caso The Next Rembrandt
La introducción de la IA y las redes neuronales artificiales en la creación estética es un tema relativamente joven pero que, desde que proyectos como The Next Rembrandt[2] vieron la luz, se ha vuelto cada vez más central en los debates contemporáneos. La presencia de piezas generadas con inteligencia artificial que ganan premios para luego “desenmascararse” y demostrar las infinitas posibilidades que otorgan estos modelos en materia de producción artística[3] son el eco de una intención ya patentada a principios del siglo XX. Es vasta la literatura que analiza y expone los cambios que operaron a nivel institucional luego de que los ready-made dijeran presente en la escena artística, pero es sugestivo señalar cómo Nelson Goodman (2013), filósofo estadounidense, resume de forma magistral el cambio operado a principios del siglo XX que hoy sirve para pensar la cuestión del arte y la inteligencia artificial. Según Goodman, la pregunta ¿qué es el arte? se vuelve inconducente cuando el sistema artístico abre las puertas a cualquier objeto que pueda adquirir status de obra de arte. De esta manera, afirma el autor, después de las vanguardias y la Fuente de Duchamp (1917) es mucho más pertinente preguntar ¿cuándo hay arte? (pp. 87-102).
The Next Rembrandt o El próximo Rembrandt fue un proyecto organizado en torno a una pregunta más propia de la ciencia ficción: Rembrandt murió hace más de 400 años, ¿puede la inteligencia artificial revivirlo para que cree una nueva pintura? Partiendo de esta premisa, se analizaron más de 160.000 fragmentos de las obras de Rembrandt que, junto con un algoritmo de aprendizaje profundo y reconocimiento facial, generaron una pieza dentro del horizonte de expectativas de lo que sería una obra del pintor barroco: un retrato de un hombre de mediana edad con vello facial, ropaje oscuro, sombrero y un cuello tradicional holandés. La imagen devuelta por el modelo de IA cumplía todos los requisitos formales que cualquier especialista en atribuciones de Rembrandt podría considerar fundamentales para afirmar que se trata de una obra del neerlandés. El paso siguiente, su impresión en 3D considerando todos los rasgos específicos de la técnica del artista, dio vida a un objeto que, si no fuera porque su orgullo radica en ser una producción de la inteligencia artificial, podría servir, hipotéticamente, para engrosar el portfolio del artista. Como último gesto, se realizó una exposición en Ámsterdam, hogar y lugar de trabajo del mismo artista, donde los visitantes podían contemplar la pieza final, como así también conocer su proceso de producción.
Son varios los ejemplos de obras que dan cuenta de que el modo en que fueron producidas no restringe su categorización como tales: Duchamp (1915) no fabricó la pala de Anticipo de un brazo roto, Warhol realizaba sus serigrafías en talleres e incluso artistas como Miguel Ángel no trabajaron en soledad. Entonces, ¿por qué una pieza materializada por una IA que logró aprender de forma exhaustiva, detallada y refinada la obra y técnica de un famoso artista produciendo una imagen que incluso podría engañar a los especialistas en el pintor neerlandés no podría llamarse obra de arte?, ¿por qué, si todas las piezas que poseen características semejantes y fueron la materia prima de esta nueva producción son consideradas obras de arte, esta no puede reclamar para sí el mismo título? Por supuesto que un “Rembrandt” no es únicamente su cualidad matérica y pictórica y su pertinencia en la historia canónica del arte occidental supera con creces cuestiones que podrían definirse como formales. El pintor neerlandés es un punto de inflexión de gran relevancia en la historia del arte y si bien este nuevo “Rembrandt” puede engañar y hasta convencer de que se trata de una pieza auténtica, su objetivo final no es trascender como una, ni siquiera como una obra de arte, sino más bien como una orgullosa muestra de lo que la inteligencia artificial puede lograr hoy: “un Rembrandt original”. Aun considerando que las pretensiones del proyecto eran otras, la pieza invitó (e invita) a una reflexión ineludible sobre la capacidad de la IA de producir “obras de arte”. En una primera instancia, y considerando las respuestas más recurrentes en torno a esta problemática, la idea de una imagen generada por inteligencia artificial compartiendo sala con las obras originales de Rembrandt se ordena dentro de la lógica de “la estafa”. En un artículo publicado en 2007, Margaret Boden —una de las pensadoras más relevantes de la relación inteligencia artificial-creatividad— analiza Emmy, un modelo similar al de Rembrandt que puede producir piezas musicales acordes a los estilos de músicos reconocidos como Bach o Chopin. En este breve artículo centrado en el problema de la “autenticidad” de las producciones de la IA (salvando todos los problemas que invita dicha categoría), la autora recupera las opiniones de dos filósofos contemporáneos, Douglas Hofstadter y Anthony O'Hear, sobre sus experiencias con Emmy. Ambos coinciden en que si bien las piezas generadas pueden ser consideradas “bellas” y “emotivas”, estas emociones no serían genuinas ya que la genuinidad o autenticidad de estas es solo garantizada por el agenciamiento humano de sus partes (Boden, 2007, p. 5). Concluye O’Hear que para que un objeto pueda ser considerado una obra de arte exige que tanto el artista como el público compartan la “experiencia humana” ya que, caso contrario, una vez revelada la “verdad”, será percibida como una estafa o un “fraude ingenioso” y la pretendida satisfacción obtenida “desaparecería” (en Boden, 2007, pp. 4-5). De esta forma, la dimensión humana se edifica como una muralla que reclama para sí la creación artística dejando afuera a cualquier intervención maquínica u orgánica no-humana.[4]
¿Herramienta o medio? Un debate necesario
Sería faltar a la verdad afirmar que la querella arte-inteligencia artificial es reciente ya que desde al menos cincuenta años que el tema circula en el campo artístico; para 1970 Harold Cohen exhibía obras que habían sido generadas por un programa escrito por él mismo al que llamó AARON (Hertzman, 2018, p. 8). La historia de las disputas con ciertos dispositivos tecnológicos, como fueron las cámaras fotográficas, ha sido relevada por Aaron Hertzman (2018), investigador de Adobe Research, quien concluye que los modelos que generan imágenes no son más que otra herramienta para los artistas como lo fueron las lentes ópticas y la técnica de la pintura al óleo varios siglos atrás. Estas nuevas herramientas, asegura, “no siempre son predecibles y sus resultados suelen ser agradables y sorpresivos” (p. 12). Ya en 1952 en el célebre artículo “The American Action Painters”, Harold Rosenberg (1952) introduce la noción de evento para pensar el action painting. Similar a lo que acontece con los modelos de inteligencia artificial, el artista se encuentra frente al lienzo como una arena en la que actuar sin figuras apriorísticas en su mente; en otras palabras, el artista no se presenta en su estudio a producir o representar una imagen preconcebida como idea, sino que esta se manifiesta en el mismo acto de pintar. El resultado de ese encuentro, que es en definitiva la obra de arte, debe ser una sorpresa para él. Por supuesto que, al igual que un usuario que utiliza DALL-E o cualquier otro modelo generativo de imagen, el artista de action painting posee una noción de aquello que puede llegar a obtener a partir de determinados movimientos o acciones frente a ese lienzo (o determinadas descripciones ingresadas, o directivas para el caso de la IA), pero el producto final exige un grado de impredecibilidad necesario para que, como dice Rosenberg, se manifieste la “revelación contenida en el acto”:
En este gestualismo con los materiales, lo estético también ha sido subordinado. Forma, color, composición, dibujo, son auxiliares, cualquiera de los cuales —o prácticamente todos, como ha sido intentado, lógicamente, con lienzos en blanco— puede prescindirse. Lo que importa es la revelación contenida en el acto. Hay que dar por sentado que el efecto final de la imagen, independientemente de lo que haya o no en ella, será una tensión (Rosenberg, 1952, p. 23).[5]
Considerando la apreciación realizada por Hertzmann (2018) sobre la impredecibilidad del acto creativo de la IA y la noción de evento acuñada por Rosenberg (1952), es fácil establecer un paralelismo entre ambas instancias aun considerando sus obvias diferencias. Si, tal como manifiesta Rosenberg, lo más importante del fenómeno artístico es la revelación contenida en ese acto donde la obra acontece en el mismo hacer, entonces las producciones generadas por modelos de IA se encuentran más cerca de este procedimiento artístico que el de los llamados pintores premodernos. Si bien podría pensarse desde estos presupuestos que “lo sorpresivo” es la dimensión inexcusable que define si ese producto final puede ser considerado una obra de arte y, por ende, una imagen, sonido o texto generado por IA podría (en una primera instancia) reclamar para sí el título de obra de arte, Rosenberg (1952) advierte sobre lo problemático de no distinguir la noción de acto de fabricación de un cuadro:
La pintura-en-acto es de la misma sustancia metafísica que la existencia del artista. La pintura rompió con toda la diferencia entre arte y vida (…) Su valor debe encontrarse por fuera del arte. De lo contrario, el “acto” se convierte en “hacer un cuadro” a la velocidad suficiente para cumplir una fecha de exposición. El arte —la relación del cuadro con las obras del pasado, la corrección del color, la textura, el equilibrio, etc.— vuelve a la pintura a través de la psicología (p. 23).[6]
Para Rosenberg, el arte y la biografía del artista son inseparables y la dimensión humana es incluso indiscutida para la creación artística. En una reconocida entrevista que mantuvo durante la exposición de Pintores de Acción de 1958 en Dallas, Texas, Thomas B. Hess le consultó al crítico sobre la relación entre perfeccionamiento de la acción y la pérdida de las cualidades subjetivas de dicho gesto, poniendo (presumiblemente) en jaque la misma sustancia de la pintura de acción. Frente a esto, Rosenberg responde, por un lado, que el perfeccionamiento de cualquier movimiento humano es la “máquina” con sus “gestos eficaces y abstractos” y, por el otro, que la máquina es la muerte y la muerte del arte. La acción (en la pintura), concluye, nunca se perfecciona pero sí tiende a la perfección aunque no la alcance.[7] En definitiva, aun cuando la pintura de acción, tal y como la pensaba Rosenberg, otorga herramientas conceptuales para pensar el arte en la era de la inteligencia artificial, lo cierto es que en el devenir mismo del análisis el propio sistema excluye —hasta de forma evidente— la dimensión maquínica de cualquier producción artística. La noción de evento de Rosenberg exige para sí una psicología humana para producirse.
Aun cuando el análisis previamente expuesto parte de la base de que los modelos generativos son una herramienta, lo cierto es que esta definición delineada por Hertzmann resulta insuficiente o limitada; los procesos llevados a cabo por la IA son más similares al quehacer artístico propiamente dicho que a las herramientas utilizadas. En definitiva, las herramientas no se modifican a sí mismas, ni “toman decisiones” de ningún tipo, ni tienen la capacidad de aprender de la experiencia como si lo hace un algoritmo de aprendizaje profundo. A partir de esto, Mazzone y Elgammal (2019) proponen pensar los modelos de IA como “medios” en el sentido de que este concepto no solo contiene las herramientas utilizadas para la creación de imágenes, sino también un rango de posibilidades y limitaciones inherentes a las condiciones de creación de arte, es decir, incluyen la historia de la pintura, las limitaciones físicas y conceptuales de la superficie en dos dimensiones, las especificaciones de lo que puede ser considerado como pintura, etc. (p. 8). Por supuesto, hablar de los límites implica pensar hasta dónde pueden llegar estas herramientas a la hora de elaborar una imagen, un texto o un sonido. En su ensayo “Creativity in the era of artificial intelligence”, Esling y Devis (2020) —investigadores de la Universidad de París— dedican un apartado a detallar las dificultades inherentes a lo que llaman “reificación matemática de las ideas” o, en términos más coloquiales, la traducción del proceso creativo en términos computacionales. A su vez, dedican un espacio a las limitaciones que exceden la dimensión específicamente técnica. En esa segunda instancia, los autores señalan que los modelos de IA son incapaces de determinar el valor creativo de lo que producen y, por ende, carecen de una intención artística (p. 8). Esto se encuentra en relación directa con la dimensión contextual y cultural de la creatividad que muchas veces funciona de manera aleatoria, impredecible e irracional y varía de acuerdo a factores históricos y geográficos. La imposibilidad de la tecnología de aprehender estas circunstancias produce modelos que, como dicen Esling y Davis, pueden generar una infinita cantidad de imágenes pero, al no poder evaluar su propio valor estético (y tomar decisiones a partir de ello), solo producen variaciones de aquella información y criterio con los que cuentan (p. 4). La novela Flatland de Edwin Abbott Abbott, afirman los autores, podría ser un ejemplo ilustrativo de esto: en un mundo de formas geométricas de dos dimensiones, la posibilidad de razonar sobre cubos es nula. En otro orden, un modelo generativo de IA, que contiene toda la información necesaria para producir imágenes acorde a las reglas del llamado arte medieval, podría generar una infinidad de respuestas satisfactorias, pero nunca podría dar el salto cualitativo que abrió paso al Renacimiento. De nuevo, independientemente de la caracterización como herramienta o medio, la IA encuentra dificultades evidentes y probadas para adaptarse a las contingencias que exceden su programación, y sus producciones, al menos por ahora, estarían más cerca de la categoría objeto estético[8] que de obra de arte.
El arte en la época de la productibilidad algorítmica
El lugar de la recepción en la experiencia estética es una cuestión elemental a tener en cuenta para el debate presente siendo el proyecto AICAN un caso esclarecedor. En pocas palabras, este modelo de IA simula cómo los artistas aprehenden obras artísticas hasta poder generar algún contenido original. De esta forma, AICAN produce imágenes que, si bien son originales, no distan mucho “los estándares estéticos aceptados” (Mazzone y Elgammal, 2019, p. 3). Haciendo uso de estas producciones, se llevó a cabo un “test de Turing” en el Art Basel 2016, intercalando imágenes generadas por la IA y obras creadas por seres humanos. De esta experiencia se concluyó que el 70% de los participantes no podía diferenciar una imagen creada por un ser humano y una producida por una computadora e incluso se calificaba a estas últimas como “comunicativas”, “con una estructura visual”, “inspiradoras”, etc. (p. 5). Aunque las máquinas puedan engañar al público e incluso generar respuestas emocionales, esto no parece ser suficiente para afirmar categóricamente que una IA es capaz de generar una obra de arte. Nuevamente, la lógica de la “estafa” emerge una vez reveladas las circunstancias que envuelven a la generación de dichas imágenes. Pareciera ser, entonces, que cualquier producción generada con una IA carece de un algo que sí contienen las obras de arte creadas por seres humanos y que escapa de las posibilidades de los modelos generativos. Las reflexiones sobre cuál es esa diferencia fundamental entre las “meras cosas” y las obras de arte han ocupado el trabajo de filósofos desde Heidegger hasta Danto pasando por una enorme cantidad de nombres propios. Tal y como anticipa Danto (2002), considerar las diferencias superficiales que existen entre una “mera cosa” y una obra de arte no puede resultar muy iluminador para entender por qué una pala ordinaria y la pala de Anticipo de un brazo roto de Duchamp son distintas ya que, en apariencia, son iguales. Un efecto similar puede producir una imagen realizada por una IA y una creada por un ser humano, por lo que la diferencia debe radicar en otro lugar al cual no puede accederse excepto, asegura Danto, a través de la filosofía:
El efecto de Borges [Pierre Menard, autor del Quijote] tiene el efecto filosófico de forzarnos a apartar la vista de la superficie de las cosas, y a preguntarnos dónde residen las diferencias entre distintas obras (si no es en la superficie) (p. 68).
La conclusión de Danto está en el mismo título de su libro: la mera cosa se transforma en obra de arte cuando es transfigurada y, aunque útil, no resuelve el evidente problema de lo humano como central en la creación artística. Es claro que el gesto de introducir una imagen generada por IA dentro de un concurso es análogo al de Duchamp cien años antes ya que ese objeto también resultó transfigurado. Ahora bien, es pertinente señalar que, como dice Elena Oliveras (2018):
(…) Duchamp tuvo que esperar hasta los años sesenta —cuando se da la explosión del arte fuera de las fronteras tradicionales— para ser plenamente reconocido. La lección de Duchamp no fue entendida por el mundo del arte sino mucho tiempo después de producida. Resulta significativo el hecho de que el atropello desdefinitorio del ready-made dadaísta le siguiera el surrealismo, con su retorno a medios más tradicionales, como la pintura o la escultura (p. 347).
Esta cuestión permitiría suponer que estas piezas creadas con inteligencia artificial, que ingresaron a concursos e incluso los ganaron, deberán esperar su momento histórico para ser consideradas como obras de arte ya que, como afirma Heinrich Wöfflin, no todo es posible en todas las épocas (en Danto, 2002, p. 80). Ahora bien, parece evidente que de no mediar un desplazamiento de lo humano, hoy en el centro de la creación artística, es probable que estas intervenciones queden dentro del “gabinete de curiosidades” de la historia del arte o que el debate se traslade a otras ramas como la ética o el derecho. Al fin y al cabo, se trata de un campo en disputa entre quienes defienden la creación artística como una dimensión exclusivamente humana y quienes plantean el fin del antropocentrismo en el arte.
Por otra parte, resulta relevante destacar la experiencia del público no especializado con estas piezas, tal y como fue planteado con el proyecto AICAN. Para ello, es útil volver al clásico La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica de Walter Benjamin, quien acuña el concepto de aura, es decir, el “aquí y ahora” que constituye la autenticidad de la pieza y que la reproductibilidad técnica tritura democratizando su recepción. Si la fotografía pudo ampliar los horizontes de las imágenes, ¿podrá la inteligencia artificial democratizar la creación? Pregunta sin respuesta certera; casi cien años después de la obra de Benjamin, el fetiche por el original sigue alimentando las largas filas de los museos del mundo: “La necesidad de objetos con aura, de encarnaciones permanentes, de la experiencia de lo fuera de lo común, parece ser indisputablemente un factor clave de la museofilia”, afirma Andreas Huyssen (2001, p. 71). El autor, que en su texto se pregunta por la nueva “manía” hacia lo museos luego de que los años sesenta hubieran decretado su necesaria extinción (p. 49), piensa en las “cosas museísticas” en oposición a la “progresiva inmaterialización del mundo por obra de la televisión y de las realidades virtuales de las redes informáticas” (p. 72). Mucha agua pasó bajo el puente desde que Huyssen diagnosticó esta aparente contradicción entre un mundo cada vez más digitalizado y una demanda de experiencias auráticas más tradicionales. En su libro AI Art, editado en 2020, Zylinska retoma esta cuestión pensándola en torno a la irrupción de las redes sociales y en relación con cómo el concepto de autenticidad quedó mediado por estas. Tomando el ejemplo de La Gioconda de Leonardo Da Vinci en el Museo Louvre, rodeada por una masa de visitantes que buscan fotografiarla, la autora asegura que en realidad no están fotografiando la obra de Da Vinci, sino la experiencia de estar entre medio de esa multitud que la observa. Si bien esta experiencia, dice Zylinska, es menos aurática en el sentido benjaminiano, no deja de ser auténtica ya que en la era de los dispositivos móviles con cámara fotográfica el sentido de autenticidad ha sido alterado y encapsulado en el famoso eslogan “Pics or it didn’t happen”.[9] Aun así, continúa la autora, no deja de sorprender que en la era de los nativos digitales, los museos, los conciertos o los teatros sigan siendo espacios inmensamente poblados por motivos similares a los expuestos por Huyssen veinte años antes (2020, p. 69).
Independientemente de las transformaciones y los desplazamientos del concepto benjaminiano de aura, las exposiciones y los conciertos siguen funcionando en torno a la presencia de nombres propios que convocan grandes multitudes. Para el caso de las producciones realizadas con IA, el problema de la autoría no deja de ser llamativo. El debate sobre quién es el autor y su condición de existencia, mecánica u orgánica, atraviesa no solo las discusiones académicas, jurídicas y éticas sino también las populares. Para los límites de este artículo es evidente que para la mayoría no es suficiente que el modelo haya sido programado por seres humanos, que estos sean los que ingresen un prompt (descripción) que devuelve una imagen, como es el caso de modelos como Midjourney o DALL-E, o incluso que los entrenen; las decisiones que determinan dicha imagen son tomadas por las IA y estas no están motivadas por valores ni sentimientos ya que, como se sugirió anteriormente, programar intenciones y emociones está por fuera de las posibilidades actuales.
Podría pensarse, a su vez, que esta negativa no está muy lejos de una visión romántica sobre las bellas artes. Lo que pensadores como Larry Shiner o Peter Bürger llamaron el “sistema moderno de las artes” demuestra no haberse agotado completamente, sobre todo cuando el concepto de genio artístico sigue funcionando para vender entradas a exhibiciones y como categoría de análisis de obras de todo tipo. El giro metafísico y religioso que sufre el arte alrededor de 1750, que lo ubicó como una de las formas de espiritualidad más alta, equiparando al artista con un “dios” que crea en soledad y cuya angustia y sufrimiento motorizan la creatividad artística, sigue alimentando las expectativas sociales en torno a las experiencias artísticas aun cuando el mismo campo artístico haya discutido estas concepciones varias décadas atrás. Fue gracias a los teóricos románticos alemanes y a filósofos idealistas que estas ideas terminaron de organizarse en lo que Jean-Marie Schaffer llamó “la teoría especulativa del arte”: “Esta teoría parte del supuesto que el arte revela el fundamento del universo a través de los significados sensibles de la imagen, el símbolo y el sonido” (en Shiner, 2014, p. 267). Lejos de haber superado dichas ideas, estas parecen estar más que vigentes; el enorme interés suscitado por ciertas exhibiciones y museos, tal y como lo presenta Huyssen y repiensa Zylinska, da cuenta de que el arte sigue operando como una oportunidad de fuga y, aun cuando las expectativas se han podido desplazar del llamado arte contemporáneo al cine inmersivo o los recitales, estas siguen existiendo.
¿Hacia una teoría posthumana del arte?
La irrupción de los modelos generativos de IA parece recuperar y resignificar aquella frase con la cual Adorno (1983) inicia su Teoría Estética: “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia” (p. 9). El debate en torno a los alcances y las posibilidades de la inteligencia artificial ha generado lo que Agüera y Arcas considera una afrenta entre quienes conciben al arte como una facultad exclusivamente humana y los llamados posthumanistas; es motorizado, a su vez, por lo que Rosi Braidotti describió como un “pánico moral por la alteración de creencias centenarias sobre la ‘naturaleza’ humana” (en Agüera y Arcas, 2017, p. 2). El recorrido trazado en este artículo evidencia que todas las herramientas conceptuales que han sido presentadas pueden ser útiles pero limitadas en cuanto a su alcance para pensar el problema del status de obra de arte de las producciones de IA, al menos si se continúa considerando como central la dimensión humana en la creación artística. No faltan ejemplos en la historia de la teoría del arte donde la figura del artista aparece desplazada e incluso anulada en pos de centrar la experiencia estética en la relación obra-espectador. Roland Barthes (1994) en La muerte del autor critica la jerarquización de esa figura afirmando que la escritura es “ese lugar neutro (…) donde acaba de perderse toda identidad, empezando por la propia identidad del cuerpo que escribe” (p. 65) y Susan Langer (1953) en Feeling and form afirma que el espectador, al encontrarse frente a una obra de arte, establece una relación con esta y no con el artista y, por lo tanto, todo lo que antecede a ese encuentro no es crucial para analizarla. Considerando tanto los concursos como los tests de Turing efectuados, resulta evidente que el único motivo por el cual la respuesta emotiva es anulada es el conocimiento sobre el origen “no-humano” de dichas piezas.
Frente a este panorama, quienes defienden la posibilidad de pensar en un arte generativo[10] parten en su mayoría de las reflexiones del filósofo Vilém Flusser (2014):
A diferencia del artesano rodeado de su instrumento y del obrero junto a la máquina, el fotógrafo está dentro del aparato y entrelazado con el aparato. Esta es una función novedosa, en la que el hombre no es la constante ni la variable, sino donde el aparato y el hombre se funden en una unidad (la cursiva es nuestra) (p. 30).
Agüero y Arcas (2017) retoma la idea de Flusser de las herramientas como extensiones de los órganos humanos (por ejemplo: el pincel como extensión de la mano) para asegurar que los modelos de IA podrían ser, análogamente, una extensión de la mente y el pensamiento (p. 5). Independientemente de la discusión previamente presentada acerca de si es una herramienta o un medio, el autor plantea una idea que se repetirá de distintas formas en varios autores: en su caso, pensará la relación hombre-máquina como de “entes híbridos” (p. 5); para Esling y Devis (2020) se dará en términos de “co-creatividad” (p. 10) y Zylinska (2020) propondrá la necesidad de pensar una teoría del arte posthumanista:
Comprender cómo los humanos pueden operar dentro de las limitaciones del aparato que forma parte de nosotros se convierte en una nueva tarea urgente para una (muy necesaria) historia del arte y teoría del arte posthumanistas. En este nuevo paradigma para entender el arte, el ser humano se concebiría como parte de la máquina, dispositivo o sistema técnico, y no como su inventor, propietario y gobernante (Zylinska, 2020, p. 54).[11]
Ciencia ficción, filosofía y arte: un encuentro ineludible
Considerando el estado de la cuestión, podría pensarse que en el único espacio presente donde es posible que una inteligencia artificial tenga la libertad de crear arte es en el mismo arte y, más particularmente, en la ciencia ficción. La pregunta por la diferencia entre el humano y la máquina, catalizadora de algunas de las novelas y películas más reconocidas del género, hoy es una realidad tangible que admite una discusión en el terreno científico. Ya afirmaba Walter Benjamin (2019) en uno de sus paralipómenos de La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica que:
La historia del arte es una historia de profecías (…) Pero para que estas profecías se vuelvan comprensibles, tienen que haber llegado a la madurez circunstancias a las cuales la obra de arte se adelanta siglos, a menudo solo años. Estas son, por un lado determinados cambio[s] sociales, que transforman la función del arte, por el otro, ciertas invenciones mecánicas (p. 137).
Décadas después, el historiador H. Bruce Franklin (2010) escribía:
Antes de que las armas nucleares pudieran ser usadas, hubo que crearlas y antes de que fueran creadas, hubo que imaginarlas. Su historia implica una interrelación compleja entre los hallazgos e ilusiones que abrigaban quienes las concibieron como una ficción, aquellos que las construyeron realmente, y quienes decidieron usarlas (p. 277).
Salvando las indudables diferencias entre un arma de destrucción masiva y la irrupción de los modelos generativos en la creación pictórica, textual o sonora, la indiscutible relación entre imaginación y concreción es un paso casi obligatorio para abordar problemáticas que hasta que se volvieron una realidad tangible fueron tratadas en gran parte solo por la ficción.
En 1968 Philip Dick publicaba su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, centrando la diferencia entre los Replicantes y los humanos en una cuestión ética fundamental: la empatía; la prueba de Voight-Kampff permitía a los blade runner diferenciar a un ser humano de un androide basándose en las reacciones emocionales frente a ejemplos de maltrato animal. La película de Ridley Scott de 1982, una adaptación libre de la novela de Dick, retoma este punto e incluso desliza cierta sensibilidad estética: las fotografías que toma el replicante Kowalski como así también las últimas palabras de Roy presentan a unos androides con dos dimensiones humanas básicas: el miedo y la necesidad de preservarse. Treinta y tres años después, Alex Garland (2015) presenta a Ava en su largometraje Ex Machina, una androide creada para pasar el test de Turing pese a que su rasgo más característico es la evidencia de su artificialidad. Durante la película, Ava no solo presenta dibujos de su autoría, sino que se detiene en actitud contemplativa frente a las obras de arte que colecciona su creador y que se distribuyen por la casa que ambos habitan mientras ella intenta escapar. Dos obras separadas por casi tres décadas todavía manifiestan que el problema acuciante de la creatividad, la inteligencia artificial y el arte es un asunto de interés y difícil respuesta. Aun así, los avances tecnológicos actuales permiten acercarse a este problema desde otras perspectivas más cercanas a la ciencia y mucho más lejos de la ficción. De acuerdo a Ludwig Wittgenstein (2021), filósofo austríaco, los límites del lenguaje son los límites del mundo y, por ende, todo aquello que esté dentro de esos límites puede ser reducido a proposiciones verificables. Lo que está por fuera del límite del lenguaje formal, continúa, es la ética y la estética. En otras palabras, no puede haber proposiciones estéticas porque las proposiciones no pueden expresar “nada más alto”, es decir, no son verificables (p. 142). Es interesante remarcar el paralelismo que puede darse entre las ideas del primer Wittgenstein y las dificultades que enfrentan hoy los científicos cognitivos y programadores a la hora de diagramar estos modelos generativos: si bien la inteligencia artificial puede emular ciertos procedimientos creativos propios de los seres humanos, encuentra su propio límite a la hora de expresar valores humanos en formato computacional (Boden, 1998, p. 349). Por supuesto, a la dificultad que entrama el problema expuesto, se suman factores exógenos tales como que los valores humanos no son universalizables y cambian de forma impredecible e incluso irracional (Boden, 1998, p. 354). En resumidas palabras, el límite del mundo que describe Wittgenstein es análogo al límite actual del desarrollo artístico de las inteligencias artificiales.
A modo de conclusión: ¿Hacia un nuevo-nuevo Laocoonte?
Aun contando con apologistas, la inteligencia artificial parece avanzar con viento en contra en su reconocimiento como medio válido para crear obras de arte. Mientras que el objetivo principal de estos modelos es comprender cómo funcionan distintos procesos de la mente humana —un terreno que todavía encuentra sus desafíos—, los usos y las posibilidades exceden a cualquier pretensión inicial. Quienes observan estos avances con optimismo, perciben una potencial ampliación de los límites humanos en la creación artística gracias a la inteligencia artificial. Esto requiere, por supuesto, pensar las categorías y teorías estéticas con las cuales se abordaría estas piezas y cuáles otras se estaría dispuesto a dejar atrás. Es claro que las bases están definidas y que los términos del debate han sido trastocados pese a las negativas imperantes de gran parte de la intelligentsia contemporánea. Lo que parece aún más evidente es que mientras hay una ostensible resistencia a abrirle las “puertas del arte” a las producciones realizadas con IA, estas parecen colarse por la ventana. La pregunta final sería: ¿es la inteligencia artificial el nuevo Prometeo o somos el pueblo celebrando un nuevo becerro de oro?
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Biografía
Silvina Jazmín Carnero
Maestranda en Diversidad Cultural con Especialización en Estudios Afroamericanos (UNTREF). Lic. en Artes Visuales (UBA). Miembro del Grupo de Investigación en Estéticas decoloniales. Su investigación está centrada en problemas de Estética contemporánea.
Cómo citar este artículo:
Carnero, S. (2024). ¿Sueña DALL-E con becerros eléctricos? El arte en la época de la inteligencia artificial. AVANCES, 33. https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/45499
[1] Según Vilem Flusser (2014), un aparato es “un juguete que simula el pensamiento” (p. 86). Para los fines de este artículo, la IA puede ser considerada como un aparato en términos flusserianos.
[2] Véase sitio web del Proyecto The Next Rembrandt: https://www.nextrembrandt.com/
[3] Véase “Una obra de arte hecha por inteligencia artificial ganó un premio e indignó a artistas” en https://www.clarin.com/tecnologia/obra-arte-hecha-inteligencia-artificial-gano-premio-indigno-artistas_0_dgtaoY9ExS.html (Consultado el 18/09/2023).
[4] Se tienen en cuenta los debates en torno al bioarte y la ética.
[5] Traducción propia del artículo original en inglés. Véase Rosenberg (1952).
[6] Ibid.
[7] Véase The Dallas Museum for Contemporary Arts. (1958).
[8] Se utiliza el concepto objeto estético desarrollado por el antropólogo Jacques Maquet (1999).
[9] “Imagen o no sucedió”.
[10] Es fundamental no confundir el movimiento de arte generativo argentino con la categoría de arte generativo actual que se utiliza para las producciones realizadas con medios computarizados. Véase Boden y Edmonds (2009).
[11] Traducción propia.