Número 31 · Año 2022


De Lilith a Lulú.

La “maldad femenina” en la cultura y las artes

Marcelo Nusenovich

Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

mnusenovich@gmail.com

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/is7q80p7w 

 

Resumen

La idea principal de este ensayo es que es posible trazar en la larga duración una continuidad simbólica –fonética en principio– entre Lilith, Lola y Lulú, figuras femeninas ficcionales nocturnas, seductoras y conducentes a la ruina del hombre, a partir de Lilith, la primera mujer sublevada.

Para sostenerla, la propuesta es mostrar a lo largo del tiempo y en diferentes artes la presencia del arquetipo europeo, así como las motivaciones que animaron a su construcción, que obtuvo su auge a fines del siglo XIX con la mujer fatal.

El rastreo termina en Córdoba, donde el arquetipo fue trasladado, igual que otros símbolos de la cultura europea.  

Palabras clave

Mujer fatal, Género, Símbolo, Misoginia, Otredad

From Lilith to Lulu.

“Feminine evil” in culture and the arts

Abstract

The main idea of this essay is that it is possible to trace in the long run a symbolic continuity –phonetic in principle– between Lilith, Lola and Lulu, fictional nocturnal women, seductive and conducive to the ruin of man, as in Lilith, the first subverted woman.

To sustain it, the proposal is to show throughout time and in different arts the presence of the European archetype, as well as the motivations that encouraged its construction, which reached its peak at the end of the 19th century with the femme fatale.

To sustain it, the proposal is to show throughout time and in different arts the presence of the European archetype, as well as the motivations that animated its construction, which obtained its boom in the late nineteenth century with the femme fatale.

The search ends in Córdoba, where it was transferred, like other symbols of European culture.

Key words

Femme fatale, Gender, Symbol, Misogyny, Otherness


AVANCES

Recibido: 01/10/2021 - Aceptado: 07/03/2022

Número 31, 2022 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

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La mujer, el otro, el chivo expiatorio

La misoginia, presente de diferentes maneras en la cultura occidental, coaguló a fines del siglo XIX en el arquetipo de la mujer fatal, que atravesó la cultura y todas las artes, según el cual el “sexo débil” resultó criminalizado y fue hecho partícipe –y hasta cómplice– de todos los conflictos que amenazaban la paz en Europa.

Como dice Girard (1986) refiriéndose al chivo expiatorio, “Los perseguidores creen elegir su víctima en virtud de los crímenes que le atribuyen y que a sus ojos la convierten en responsable de los desastres contra los que reaccionan con la persecución” (p. 39).

La transgresión original, aquella que dio inicio a la persecución, era la proclama de igualdad entre hombre y mujer de Lilith, por la cual terminó demonizada y expulsada del Edén. A este crimen atávico de la mujer dirigido contra el orden establecido, se sumaba el temor al poder sexual femenino, que se suponía concentrado en las “malas mujeres” que lograban obsesionar a sus víctimas y esclavizarlas con el deseo. Podían arrojar a los hombres al abismo y al hacerlo cuestionaban el control racional, base de su superioridad y prerrogativas.

Los padres y maridos (y en algunos casos también los hermanos e hijos) decimonónicos construían un círculo “protector” en torno a la mujer. Disfrazaban su dominio indisputable con el pretexto de proteger y, de modo más o menos encubierto, resguardar la naturaleza femenina, que se consideraba de débiles moral y complexión y necesitada de protección y control. En palabras de Dijkstra (1986),

para muchos esposos victorianos, la debilidad material de su esposa fue la evidencia para el mundo y para Dios de su pureza física y mental (que) explotaba y romantizaba la noción de la mujer con una invalidez permanente, necesaria, incluso natural (p. 25).

La religión, la política, la medicina y la filosofía habían trazado entre los sexos una distancia irreductible, semejante a la existente entre cuerpo (res cogitans) y alma (res extensa) en el sistema cartesiano. Esto fue atravesado por el desconocimiento del cuerpo femenino. Como muestra Laqueur (1994): “La ausencia de una nomenclatura anatómica precisa para los genitales femeninos y para el aparato reproductor en general es el equivalente lingüístico a la propensión a ver el cuerpo femenino como una versión del masculino” (p. 170). Esa nítida línea divisoria se fortaleció con el positivismo, al presentarse como evidencia científica valoraciones y categorizaciones binarias imaginarias.

De manera aparentemente contradictoria, ya que se encontraban en las antípodas del pensamiento de August Comte (Montpellier, 1798–París, 1857) y sus seguidores los movimientos artísticos del momento, como el simbolismo, el decadentismo, el parnasianismo o el prerrafaelismo, coincidían en ese punto –obviamente con matices– y daban forma al ícono con el rescate de antiguos símbolos malignos de lo femíneo.  

En palabras de Baudelaire (1995), uno de los protagonistas indudables del “mal” en la modernidad parisina:

la mujer, en una palabra, no es en general, para el  Sr. G. [se refiere al pintor Constant Guys (Flesinga, 1802–París, 1892)], sólo la hembra del hombre. Es más bien una divinidad, un astro que preside todas las concepciones del cerebro masculino; es una reverberación de todas las gracias de la naturaleza condensadas en un solo ser; es el objeto de admiración y de la curiosidad  más viva que el cuadro de la vida pueda ofrecer a su contemplador. Es una especie de ídolo, estúpido tal vez, pero deslumbrante, hechicero, que mantiene los destinos y las voluntades sujetos a sus miradas (p. 118).

La resistencia femenina organizada discutía fuertemente el lugar de pasiva “estupidez”. Ese momento está captado por Henry James (Nueva York, 1843Londres, 1916) en la novela Las bostonianas (2004), centrada en el triángulo amoroso y político establecido entre el conservador Basil Ransom, su prima Olive Chancellor, ferviente feminista de Boston, y Verena Tarrant, una hermosa protegida de Olive en el movimiento de reclamo de derechos y paridad entre los sexos, lucha que ya era internacional en esa época. La trama se refiere a la disputa entre Ransom y Olive por Verena. James contrastaba conservadurismo masculino y revolución feminista, mostrando las nuevas formaciones en Estados Unidos y los conflictos surgidos a partir de la institución de la lucha femenina en el campo cultural y político, al discutir las posibilidades de participación controladas por los hombres en el matrimonio y por el Estado al negar a las mujeres el derecho al sufragio.

Tanto en la ficción como en la vida real, el descubrimiento del poder femenino subvertía el universo construido con el justificativo de la necesidad de protección. Los hombres, en efecto, consideraban como derecho y deber garantizar la evolución protegiendo la fragilidad innata del “sexo débil”, asegurando el control de su imaginación. La vigilancia patriarcal se sostenía con argumentos irrefutables, provenientes tanto del Estado como de la religión y la ciencia, y convivía en ese momento con otros movimientos muy influyentes situados entre la filosofía y la religión, como la Rose-Croix o la Teosofía.

Las novelas eran consideradas el principal enemigo de la imaginación femenina, capaces de generar en ella traslados no siempre controlables por sus guardianes. Una de las primeras novelas que concedieron un lugar al deseo y el goce femeninos apareció primero en forma de folletín, como era la usanza de la época, y llegó así a lugares recónditos. Se trata de Madame Bovary de Gustave Flaubert, novela que fue publicada en 1857. Es interesante notar que el descubrimiento del placer y el adulterio son continuados por el escritor francés con el suicidio de Emma como única salida de la ruina moral y económica en las que se había precipitado (Flaubert, 2004). También podemos hablar de la presencia en la cultura de hombres fatales, como Tadzio, que con su “inocente” seducción precipita a Von Aschenbach a la enfermedad y la muerte en La muerte en Venecia de Mann (Lübeck, 1875–Zürich, 1955) (1972 [1912]), Dorian Gray, tan bello como maligno en la obra de Wilde (Dublin, 1854–París, 1900) (2003 [1890)] y, por supuesto, Drácula de Stoker (Dublin, 1847Londres, 1912) (1986) cuya primera edición es de 1897. El antecesor de todos ellos es Don Giovanni, símbolo por excelencia de la centuria anterior. Dijkstra (1986) señala la diferencia entre los arquetipos dieciochesco y decimonónico:

La ruina de los hombres por la femme fatale significa su muerte (¿por qué, después de todo, se llama así? (…) La mujer fatal no se conforma con amarlos y dejarlos. Ella anhela su destrucción, como la araña hembra o la mantis religiosa (p. 299).

D. H. Lawrence (Eastwood, 1885Vence, 1930), si bien no fue el primer artista que abordó el tema del erotismo femenino (podemos pensar en los textos de Sade y las pinturas de Fragonard), compartió con otros autores de la época cierta fascinación por el goce sexual de la mujer. La despojada sensualidad de sus novelas fue considerada indecente y fue muy mal recibida en su época.

Pero la imaginación femenina no solo corría el riesgo de perderse en el erotismo en sus lecturas, sino desviarse con ellas hacia causas igualmente peligrosas para el “sexo fuerte”, como el feminismo.

Mucho contribuyó a la difusión del mito de la femme fatale un personaje histórico que acaparó la atención de la época: Margaretta Geertruda Zelle, conocida como Mata Hari (Leeuwarden, 1876Vincennes1917),  bailarina, prostituta de alto nivel y espía holandesa, que durante la Primera Guerra Mundial realizó labores de espionaje para Alemania, por lo que en un célebre juicio fue declarada culpable de traición por los franceses, condenada a muerte y fusilada el 15 de octubre de 1917 en la fortaleza de Vincennes. La expresión femme fatale apareció escrita por primera vez poco antes de su muerte, en la última década del siglo XIX. 

En el campo visual, la iconografía de la malignidad femenina se enmarcó en algunos movimientos literarios articulados con las artes, principalmente el parnasianismo, el decadentismo, el prerrafaelismo, el simbolismo y su derivación, el art nouveau.

Huysmans (París, 1848–1907), a mediados de la década de 1880, expresa su disgusto por la vida moderna y un profundo pesimismo, especialmente en su influyente novela Â rebours (2016) –editada en 1884–, es considerado la “piedra de toque” del simbolismo literario, en tanto adscribe a Salomé las características de la mujer fatal. Sin embargo, los principios del movimiento fueron redactados por un poeta griego establecido en París en 1882, Ioannis Papadiamantopoulos, conocido como Jean Moréas (Atenas, 1856París, 1910), quien en 1886 lanzó el Manifiesto del Simbolismo. La influencia de este movimiento literario fue fundamental para la construcción del arquetipo femenino en todas las artes. Instaló la sospecha de la mujer y su belleza supuestamente turbia, contaminada, perversa y, sin embargo, magnética, capaz de vencer la voluntad de dominio masculino. Esta contradicción fundamental entre repugnancia moral y atractivo sexual repercutió en la cultura. 

Pero no era solamente su aspecto físico la causa de su tóxica fascinación. La mujer fatal destacaba por su capacidad de dominio, que le permitía adecuarse solo en apariencia al deseo de su/s protector/es de turno, sin apartarse de su meta final, que era la destrucción de quienes la idolatraban y pugnaban por poseerla sexualmente.

Otras características que la vinculaban con lo satánico eran su frialdad y su vocación de  decadencia, como si quisiera arrastrar a todos a su degradación y caída, que en todo caso formaban parte de su destino ineluctable; puede decirse que disfrutaba cada víctima como un triunfo, el de su maldad y belleza.

Lilith

Lilith, la mujer creada antes que Eva directamente de la tierra como Adán y no de una de sus costillas, fue castigada severamente, expulsada del Edén y demonizada al negarse a adoptar la postura horizontal y debajo de Adán en el coito, por considerarse su igual. Proviene de Mesopotamia y fue llevada por los judíos luego de su largo cautiverio en Babilonia. Sin embargo, está expurgada del Génesis (salvo una mención en el Libro de Isaías). Sus apariciones más frecuentes en el judaísmo se encuentran en el folklore, la Cábala y algunas interpretaciones exegéticas del Talmud.  

En Sumeria su nombre se relacionaba con las palabras lulti (lascivia) y lulu (libertinaje). Entre sus múltiples correspondencias se identificaba con Lilitu o Ardat Lili, espíritus femeninos ambivalentes relacionados con el término lil que significa espíritu del aire. Su ligazón más potente es con la diosa Innana de Sumeria, devenida Ishtar en Babilonia, regentes de la mañana y el ocaso, la sexualidad y la fertilidad, como así también de la guerra, la violencia y la destrucción.

Generalmente Innana/Ishtar aparecen como una sola entidad, a la que se sumó más tarde la diosa semítica Astarté, su personificación fenicio-cananea. Las tres poseen similares poderes y atributos. Astarté se relaciona directamente con la luz y los astros. Su propio nombre viene de la estrella de la mañana, que fenicios y cananeos llamaban Aster. Puede decirse que son todas facetas de la misma diosa, cuya representación se puede observar en la tablilla de terracota llamada Relieve Burney, también conocida como La Reina de la Noche (Imagen 1), que representa tanto a Lilith como a Innana e Ishtar o, mejor dicho, a todas ellas a un tiempo, en una fusión de símbolos e imágenes. Esta fusión alude a una sexualidad femenina activa y nocturna, a la fertilidad y al dominio de contradicciones u opuestos complementarios: nacimiento y muerte, paz y violencia, animales y humanos. El bajorrelieve representa una diosa alada con garras de águila, flanqueada por búhos y posada sobre leones supinos, iconografía que corresponde a Ishtar. En cambio, las garras y los búhos son atributos de Lilith.

Imagen 1: Reina de la noche (1800-1750 a. C.) [terracota] 49,5 cm x 37 cm x 4,8 cm (máx.). British Museum. Londres, Inglaterra.

Lamia, en la mitología griega, era como Lilith dueña de una gran belleza. Amada por Zeus, fue perseguida por los celos de Hera, quien daba muerte a sus hijos. Lamia, refugiada en una gruta, se vengó persiguiendo a los infantes para devorarlos y así se constituyó fundamentalmente en el símbolo de la mujer sin hijos. Le estaba vedado el sueño, aunque Zeus se apiadó de ella y le concedió el don de quitarse y ponerse los ojos (al igual que Lilith). Carente del don del habla, poseía un melodioso silbido con el que atraía a los hombres.

Astarté/Innana/Ishtar/Lilith/Lamia obtienen su goce de innumerables amantes, aunque la concesión de sus favores era peligrosa para estos, ya que se presentaban como súcubos que absorbían la vitalidad de sus víctimas.

La creencia en los súcubos y su contraparte, los íncubos, se articula con la demonología medieval. Sin embargo, se modulan y confunden con la mujer fatal decimonónica, de manera “fundacional” en Lilith como expresión de una ambivalencia, no de una oposición absoluta. El íncubo (del latín incubus: yacer, acostarse) es un demonio que se posa encima de la víctima durmiente, con quien goza de manera frenética aunque él o ella no despierten. Su contraparte femenina se llama súcubo, el demonio que bajo la apariencia femenina mantiene relaciones sexuales con un hombre, preferentemente adolescente o monje.

Lxs inmoladxs viven la experiencia como un sueño, sin poder despertar de él. El mal candente y fecundante penetra así sin frenos en su inconsciente. De manera contradictoria, ese ardor constitutivo de la naturaleza del íncubo no se transmite a su pene –que es helado–, signo principal o prueba de lo demoníaco. Creo posible que esta frialdad del órgano que consuma la penetración se relaciona con la frialdad del “corazón” que caracteriza a las mujeres fatales que no se apiadan de sus víctimas al enredarlas y llevarlas a la aniquilación.​ Puede decirse que en Lilith y en sus “hijas” cuajan el íncubo y el súcubo. Todas poseen, como ambos demonios, un ansia sexual que transforma sus apetitos en voluntad devoradora, a la que añaden un irresistible atractivo personal que utilizan para esclavizar el deseo. Para ello, absorben la energía vital de sus víctimas hasta extinguirla por completo.

A la recuperación de otros antiguos arquetipos de Lilith y al reconocimiento en sus descendientes de una fuerza amenazante y destructora, mucho contribuyó el psicólogo suizo Carl Gustav Jung (Kesswil, 1875–Küsnacht, 1961) y su concepto de inconsciente colectivo”, que agregaba una dimensión social a la base del psicoanálisis freudiano, fundado en el análisis del inconsciente personal. Jung en 1934 defendía la existencia de un mundo “paralelo” compartido por todxs. En su interior se daban contenidos y modos de comportamiento que son, cum grano salis, los mismos en todas partes y en todos los individuos” (Jung, 1991, p. 10).

Para Jung, llegamos al mundo con un cerebro predeterminado por la herencia que no se enfrenta a los estímulos de los sentidos con cualquier disposición sino con una específica, que condiciona una selección y configuración peculiar de la percepción constituida por preformaciones, o sea condiciones a priori. Los arquetipos señalan vías por donde circula la fantasía, estableciendo paralelos mitológicos en el imaginario, evidentes sobre todo en la fantasía onírica infantil, en los delirios de los enfermos mentales y, en menor medida, en los sueños de todxs.

Los arquetipos no vienen dados de por sí, sino que son las matrices generadoras de lo que llegará a la mente y tomará una forma determinada en el inconsciente de cada individuo, influida por la época en la que viva y el contexto social que lo rodee. La psicología jungiana interpreta el símbolo como proyección de una imagen interior: el anima, personificación femenina del inconsciente masculino, y el animus, su reversa en el femenino.

La apropiación apareció por primera vez en la Hermandad Prerrafaelista inglesa fundada en Londres en 1848, que curiosamente contaba entre sus miembros a mujeres como la pintora Evelyn de Morgan (Londres, 18551915), quien también aludió a la mujer fatal en pinturas como Helena de Troya y Casandra, ambas de 1898, donde las incitantes mujeres sujetan un mechón de sus largas cabelleras rubia y rojiza respectivamente; o La poción de amor (1903), donde la mujer se torna hechicera o bruja como en el medioevo. En otras como El Ángel de la muerte (1881) muestra a Samael, demonio consorte de Lilith, en las profundidades del Mar Rojo, posado con sus negras alas de ángel caído sobre su víctima.

Lilith inspiró al líder del movimiento, el poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti (Londres, 1828–Birchington, 1882), la composición del poema Eden Bowery (1868) y de la pintura Lady Lilith (1866), entre otras obras alusivas. Como dice en su poema: Fue Lilith la esposa de Adán: / (…) Ni una gota de su sangre era humana / Pero estaba hecha como una mujer dulce y suave (en Bornay, 1990, p. 145).

Aunque las representaciones de mujeres fatales en toda Europa son numerosas y no conforman un grupo homogéneo, es posible encontrar algunas características comunes. La más notable es la belleza turbia, contaminada, perversa. La extrema blancura de su piel resalta sus grandes ojos verdes de maligna mirada, a la que contribuyen su fluorescencia y sus pupilas dirigidas a lo alto.

Para muchos teóricos, el arquetipo de la femme fatale representa el miedo del hombre a verse devorado por una mujer.

La gestación del símbolo androcéntrico se produjo en la literatura del siglo XVIII.  Lilith y una de sus principales armas, su hermosa cabellera suelta en una época donde las mujeres respetables llevaban el pelo recogido, aparecen por ejemplo en el Fausto de Goethe (Francfort del Meno, 1749Weimar, 1832) –publicado en 1790–, en el capítulo La noche de Walpurgis, donde se produce un descenso a los infiernos en lo oscuro de la noche:

Fausto: ¿Quién es esa?

Mefistófeles: Mírala bien. Es Lilith.

Fausto: ¿Quién?

Mefistófeles: La primera mujer de Adán. Guárdate de su hermosa cabellera, la única gala que luce, cuando con ella atrapa a un joven no le suelta fácilmente (Goethe, 2001, p. 121).

Otra de las bases sobre la que se cimienta esta atribución envilecida la encontramos en la obra Götz de Berlichingen, una pieza teatral también escrita por Goethe (2014) en 1773. Su protagonista, la condesa Adelaida, es una mujer ambiciosa que utiliza para sus fines a los hombres de su entorno quienes, enceguecidos por su belleza, abandonan la moral y se entregan a depredar el medio social sin vacilar, para complacer a la condesa (Bornay, 1990). 

Otro hito es la balada La Belle Dame sans Merci, que Keats (Londres, 1795–Roma, 1821) publica en 1819, donde una bella mujer seduce a los hombres para arrojarlos al abismo.

¿De qué adoleces, caballero, / tan sólo y pálido vagando? / Del lago el junco se ha secado, / y no cantan los pájaros? (…) Y me arrulló hasta que dormí, / y ahí soñé lo más horrible / que haya soñado alguna vez (…) / (…) todos cadavéricos, gemían: “la bella dama sin piedad te tiene preso”. / He ahí el por qué aquí permanezco, tan solo y pálido vagando. / Si bien del lago el junco se ha secado, / y no cantan los pájaros (Keats, 2016, p. 75).

El poema fue una de las fuentes principales de inspiración para la Hermandad Prerrafaelista, principalmente para Rossetti, de quien se conservan dos versiones del poema: una en pluma y sepia sobre papel de 1848 y otra en tinta y acuarela sobre papel de 1855.

El Romanticismo alemán es una fuente muy importante en su caracterización e iconología. En una línea muy similar a la mujer de la balada de Keats, el eclesiástico Meinhold (Lütaw, 1797–Berlín, 1851) en su obra Sidonia la Hechicera –publicada en 1847–, creó un personaje femenino de gran belleza, Sidonia von Bork, que no solo destruía a todos los que interferían en sus planes y en su vida, sino que con sus hechizos obtenía venganza de sus enemigos (Bornay, 1990). Tres años antes, otro romántico, Heinrich Heine (Düsseldorf, 1797París, 1856) tomó el nombre de un peligroso peñasco llamado Lorelei para crear un poema cuyo personaje femenino tenía ese mismo nombre. Se trataba de una hermosa joven que, como las sirenas, a través de la seducción de sus cantos, arrastraba a los marinos al naufragio.

El símbolo de la femme fatale se hizo omnipresente y apareció en las obras de autores de diferentes nacionalidades y lenguajes, entre ellos Oscar WildeEdvard Munch (Løten, 1863Skøyen, 1944), Richard Strauss (Munich, 1864Garmisch-Panterkirchen, 1949) y Gustav Klimt (Baumgarten, 1862Alsergrund, 1918).

El final de las femmes fatales está asociado generalmente en la ficción a una muerte derivada del amor sin control. De hecho, solo el amor si es desmesurado e irracional– es el significado profundo de sus enigmáticas vidas y muertes. Los últimos gestos se rigen por la irracionalidad de la pasión, de la que son a la vez víctimas y victimarias.

Desde la Iglesia y el Estado burgués hubo en la época una campaña de persecución de las relaciones prematrimoniales o extraconyugales y de otras formas de vida que, por apartarse de la normatividad, eran consideradas pecaminosas e inmorales. Sin embargo, en este clima agitado y revuelto que precedía el estallido de la guerra, surgió un hedonismo y un erotismo sin precedentes, en una fase de la vida de la burguesía industrializada conocida como belle époque. Ese morbo, captado por los movimientos del fin de siglo, promovía un despliegue de la lubricidad que hizo del arte una vidriera donde contemplar prácticas hasta entonces desechadas por la sociedad, como el onanismo, la homosexualidad, el incesto, el fetichismo, entre otras.

Charles Baudelaire (París, 18211867) y Paul Verlaine (Metz, 1844París, 1896), entre otros, resaltaban el miedo que suscitaba la aparición del arquetipo femenino al que Dijkstra (1986) ha llamado ídolo de perversidad, parafraseando el título de la obra de Delville. Esto sirvió de inspiración a los “poetas malditos”, identificados con los movimientos citados, que luego desembocarían en el surrealismo. Baudelaire (1995) decía que el hombre moderno arrastraba consigo un profundo sentido de insatisfacción, de vacío, de miedo ante lo desconocido. Y en ese estado, la mujer representaba para él una atracción hacia el infinito, un hundimiento en el mal que podía arrastrarlo hacia su destrucción, pero también a formas de goce carnal inimaginables, inseparables de la posterior caída.

Esa búsqueda del placer sexual a cualquier precio llena la literatura, y el arte en general, de un repertorio vastísimo de víctimas y victimarixs. Las mujeres fatales, con su piel pálida, labios carnosos y rojos por la sangre bebida, cuello estilizado, cabellera serpentina, mirada diabólica, se consideraban la fuente por excelencia de ese goce sin límites. Su culto respondía principalmente a una de las paradojas de la época, que llevaba al escritor (o al artista en general, si pensamos por ejemplo en la Amada de la Sinfonía Fantástica de Berlioz) a satanizar aquello que amaba, porque en el dolor encontraba la mayor fuente de placer, principio romántico por excelencia.

Otra tradición identifica a Lilith como vampiro sexual. Con Drácula, su creación literaria más reconocida, Stoker (1986) trazó matices del vampirismo que influyeron en la elaboración de la iconografía simbolista. Su novela fue publicada sin gran repercusión y el film de Franz Murnau (Bielefeld, 1888–Santa Barbara, 1931), Nosferatu de 1922, magistral obra del cine expresionista, nunca alcanzó una repercusión masiva; lo que sí sucedió en Hollywood a partir de las versiones que tuvieron al actor húngaro Béla Lugosi (Lugoj, 1882Los Ángeles, 1956) como protagonista. Las impúdicas vampiresas que acosan al pobre Jonathan en la novela muestran, tras la tentación carnal, la perdición y la insoportable inmortalidad en las tinieblas.

En el habla corriente estadounidense se suele llamar a las mujeres fatales vamps, una palabra asociada primero a la moda de la década de 1920. El término vamp es apócope de vampire y refiere a extraer la vida no necesariamente bebiendo la sangre de sus víctimas, sino “chupando su energía” mediante la especulación sexual y económica.

En las visiones de la dudosa moralidad de Lilith y sus descendientes resuenan los mitos, ritos y prácticas antiguos. La prostitución sagrada, por ejemplo, fue parte integrante del culto a Ishtar, quien retenía sus incontables partenaires solamente por una hora, que le bastaba para envilecerlos por siempre. Los poetas malditos tomaban el mal como ingrediente fundamental del amor. Como dice Baudelaire (1999) en “Cohetes”, que con “Mi corazón al desnudo” constituyen sus Diarios íntimos –publicados originalmente en 1884–,

…la voluptuosidad única y suprema del amor estriba en la certidumbre de hacer el mal. El hombre y la mujer saben, desde que nacen, que en el mal halla toda voluptuosidad (Baudelaire, 1999, p. 18).

El amor es el gusto de la prostitución, no existiendo placer elevado que no pueda conducir a ella (p. 13).

Lola Lola: El ángel azul

El ángel azul es un film  dirigido por Josef von Sternberg (Viena, 1894Hollywood, 1969) en 1930 y protagonizado por Marlene DietrichEmil Jannings y Kurt Gerron. El guion fue escrito por Carl Zuckmayer, Karl Vollmöller y Robert Liebmann, quienes se basaron en la novela de El profesor Unrat, que en 1905 escribió Mann (2019). La película transcurre en la República de Weimar. Su argumento es la degradación progresiva de un profesor respetable, en un proceso de transformación que lo lleva de la cátedra honorable al escenario de un cabaret convertido en un payaso inmerso en la demencia.

El autor del libro en que se inspira la película fue el alemán Luiz (Ludwig) Heinrich Mann (Lübeck, 1871Santa Mónica, 1950). Se destaca en ella, como en sus otras novelas, por la temática social y la crítica al autoritarismo y militarismo que lo llevó al exilio en 1933. Era el hermano mayor de Thomas Mann (Lübeck, 1875–Zürich, 1955). Su libro Professor Unrat lo catapultó al reconocimiento internacional, al ser llevado con éxito al cine. Su desarrollo es el siguiente: Immanuel Rath (Emil Jannings) es un notorio profesor en el liceo local. Preocupado por la moralidad, descubre que sus alumnos son clientes asiduos del popular cabaret El ángel azul, donde trabaja Lola Lola (Marlene Dietrich), una hermosa joven. El profesor decide ir allí para increparlos, pero por azar conoce a la mujer. La atracción que Rath siente desde un principio terminará convirtiéndose en una horrible obsesión que provocará su caída en la locura y el fin de su carrera y moral, hasta entonces intachables.

La película nos muestra la impecable interpretación de Jannings de la decadencia del profesor expulsado, quien se hunde en una apatía enajenada y finalmente es solo una figura patética. Al final de la película, el antiguo maestro, ya totalmente enajenado, pierde incluso el lenguaje y sólo puede emitir el quiquiriquí del gallo. Este grito aparece dos veces en la película: la primera cuando en el banquete de bodas de Unrat y Lola, esta –creo que siguiendo una tradición popular de tono incitante para el “gallo”– emite el cloqueo de una gallina, al que responde el "gallo". Cuando el desquiciado Rath descubre a Lola haciendo el amor con otro hombre en su propio cuarto, baja el último peldaño hacia la locura e intenta asesinarla, alejándola para siempre de sí; es entonces, cuando emite nuevamente ese sonido. Muere en la que era su aula en el Liceo vacío y oscuro, abrazando su escritorio en la soledad nocturna de aquel espacio donde había sido respetado, temido y escarnecido.

Resulta interesante resaltar la semejanza temática de la novela de Heinrich con La muerte en Venecia de su hermano Thomas, donde el rol de la mujer fatal es cumplido por un efebo que precipita a la alienación y la muerte al respetado escritor Gustav Von Aschenbach. Ello nos habla de que la relación de la lubricidad y el deseo con la alienación y la muerte no es una temática excluyente del símbolo de la mujer fatal, sino que aparece en la propia articulación de lo erótico y lo tanático, aunque la cultura falocrática deposite la culpa en la mujer.

Lulú

Lulú es una ópera con un prólogo y tres actos de Berg (Viena, 18851935), autor de la música y el libreto, basado en El espíritu de la Tierra (1895) y La caja de Pandora (1904) de Frank Wedekind (Hanover, 1864–Múnich, 1918). Su primera representación fue en el Stadttheater de Zurich el 2 de junio de 1937.

La protagonista es un fantasma sin nombre, historia ni identidad, una proyección ambigua del deseo sexual. Algunxs la llaman Nelly, otrxs Mignon, Eva o Lulú. A veces es un pierrot, otras una prostituta, una asesina, una presidiaria, una artista de la danza y el canto o una esposa. El Dr. Schön, su “protector”, le dice “ángel de la muerte”.

Lxs otrxs personajes de la obra son la condesa Geschwitz, el estudiante, el médico, el pintor, el citado doctor Schön, su hijo Alwa, el domador Rodrigo, Schigolch (supuesto padre de Lulú quien sin embargo la explota como sus otros amantes), un marqués, un príncipe, el director del teatro y Jack el Destripador.

Algunos acompañan a Lulú como una suerte de “familia” que la utiliza, a la que ella termina abasteciendo totalmente en un proceso de decadencia que alcanza su clímax en el tercer acto en Londres. Allí se prostituye con cualquiera.

La acción de la ópera de Berg se desarrolla a fines de 1920 y principios de 1930. En el prólogo, se presenta delante del telón caído Rodrigo, el domador, vestido con colorida ropa de fantasía circense, quien anuncia el espectáculo cuyo número principal –Lulú vestida de Pierrot es “la verdadera, salvaje y bella bestia domada por el género humano” (Berg en Treitler, 1990, p. 283). En palabras de Treitler: 

El signo más palpable del personaje de Lulú es el retrato de Pierrot. Berg hizo bastante hincapié en mostrar a la persona de Pierrot como una fuente para el personaje. Sus instrucciones (no las de Wedekind) hacen que Lulú aparezca en el Prólogo con su traje de Pierrot; y en la semiótica arcana en la que parece dirigirse a los analistas musicales, o tal vez a sí mismo, deriva la línea tonal característica de Lulú de la serie de acordes que se asocia inicialmente con el retrato. Como el simbolismo de Eva-Lilith, el retrato de Pierrot conecta con una actitud tremendamente ambivalente sobre la mujer (p. 300).

La propuesta del músico de la Segunda Escuela de Viena, influido tanto por el expresionismo como por el simbolismo, era que los personajes fueran solo caracteres escénicos. Resolvió esta pretensión con varios recursos, como hacer que cada amante le diera a Lulú un nombre diferente, como si existiese solo para ellxs en su insaciable deseo, o haciendo que el mismo actor representase varios papeles. Ese carácter alegórico se extiende a la composición, donde cada unx de lxs principales personajes posee un tema que lx identifica y, a veces comparte, y fusiona con otrxs. Así, el tema del Dr. Schön aparece en la última escena acompañando a Jack el Destripador, asesino de Lulú, como una especie de revancha del empresario periodístico a quien ella había matado.

El escenario es un lugar de exhibición, en parte teatro y en parte music-hall. En esta hibridación está presente la performance futurista, dadaísta, expresionista y surrealista, con su fusión de teatralidades periféricas al arte culto, como el cabaret, el circo, el vaudeville, el teatro de marionetas, la magia y otras performing arts (Goldberg, 1988), así como la mezcla de lenguajes y géneros. Por ejemplo, la introducción del cine en la escena dramática que utiliza Berg para narrar el juicio y la condena de Lulú fue un recurso utilizado varios años antes por Picabia (París, 18791953) (1924) en Rêlache, donde un film de René Clair (París, 18981981) es parte del ballet con música de Erik Satie (Honfleur, 1866París, 1925).

El mismo Wedekind se relacionaba con el cabaret y la performance muniquesa en el mismo período en que residían en la ciudad Hugo Ball (Pirmasens, 1886Sant'Abbondio, 1927) y su futura esposa Emmy Hennings (Flensburgo, 1885Sorengo-Lugano, 1948), artista de night club, quienes fundarían luego en Zurich el Cabaret Voltaire. Este grupo de artistas se reunía principalmente en un café, el Simplicissimus, en cuyas tarimas cantantes, bailarinxs, poetas y magos realizaban sus performances. Fue en este contexto de “teatro mínimo” donde Wedekind, un provocador en temas sexuales, tuvo cabida con sus acciones ofensivas que rayaban lo obsceno, como orinar y masturbarse en público, y pasó luego a inducir convulsiones en todo su cuerpo y en algunas ocasiones simuló su suicidio. Ball (en Goldberg, 1988) lo recordaba así:

Mi impresión más fuerte fue la del poeta como un horrendo cínico: Frank Wedekind. Lo vi en muchos ensayos y en casi todas sus obras. En el teatro luchaba por eliminarse a sí mismo como por eliminar los últimos restos de una civilización en otro tiempo firmemente establecida (p. 51).

La mujer victimaria y merecedora de justicia fue un topos para varios movimientos de vanguardia, comenzando con el expresionismo. La declaración más notable fue la obra teatral Asesino, esperanza de las mujeres del pintor vienés Oskar Kokoschka (Pöchlam, 1886–Montreaux, 1980). El argumento es la lucha del hombre y la mujer. En el desenlace, el protagonista masculino acuchilla a su antagonista, proclamando con ese acto el triunfo del "hombre nuevo". Kokoschka había conocido a Wedekind cuando este representó ante un público reducido La caja de Pandora en Viena, personificando él mismo a Jack el Destripador y su futura mujer, Tilly Newes (Groz, 1886–Munich, 1970), a Lulú.

La performance fue representada en la capital del Imperio austrohúngaro en 1909, cuando Kokoschka tenía veintidós años, al aire libre, en el jardín del Kuntschau. El autor y director utilizó recursos expresionistas en los gestos y las actitudes del reparto (aunque él negó toda conexión con el movimiento). Este no estaba constituido por profesionales y se improvisó sin ensayo previo. La pieza fue considerada una afrenta a la moralidad pública, valiéndole a su autor (quien ya gozaba de pésima reputación) el título de “artista degenerado”. El argumento consistía en una batalla entre un hombre y una mujer, donde el primero pugnaba por la proclama del “Hombre Nuevo”, tema común en el expresionismo. La mujer lo acuchillaba el héroe que, a pesar de desangrarse, sobrevivía y era ella la asesinada. En palabras de Kokoschka (1988):

Yo ya era adulto en todos los sentidos, distinto de como era antes y, sin embargo, colmado aún de una curiosidad insaciable. Como el ermitaño perdido en la soledad, una voz interior me atormentaba con imágenes relacionadas con el sexo femenino. El matriarcado estaba superado desde tiempos remotos, y le correspondía al sexo masculino la tarea de devolver el orden al mundo material, de lavar la vajilla tras un banquete celestial. El varón se decía a sí mismo: ¡Todo me pertenece, y soy señor de todas las cosas! Pero no podía estar solo, de ahí el problema. En la mitología griega se habla mucho de Eros, pero de nada que se parezca a la historia de Brunilda y Sigfrido o a la de Tristán e Isolda. ¿Cómo hay que plantear el hecho, pensaba yo, de que en un instante un ser tome posesión, de uno de distinto sexo, y a partir de ese momento la imaginación adjudique a ese extraño o extraña una naturaleza a la que nada en el mundo puede compararse en belleza, genio y espíritu? (p. 41).

Como dice Gatt (1971), el artista alcanza

…la cumbre de su tensión y de su desesperación, enfrentándose con implacable masoquismo con las relaciones entre los dos sexos (…) lleva a su máximo el motivo del predominio tiránico de la mujer (que él considera inmortal, y por ello sólo el asesino es el verdadero rebelde) y también el de la infelicidad sexual del macho, sicológicamente dominado por la mujer (p. 27).

Para conocer la trama narrativa de Lulú y ver los desplazamientos simbólicos en el trayecto de la mujer fatal, pasaremos a una breve caracterización de cada uno de los tres actos y las escenas que los componen (Bertelé, et al., 1979).

Primer acto.

Escena 1.

Lulú posa para un retrato vestida de Pierrot en el estudio del pintor, acompañada por el Dr. Ludwig Schön, propietario de un importante periódico y su hijo, Alwa. Como dice Treitler (1990),

En el retrato, como en la escena del music hall, Lulú se presenta como la actriz esencial, la persona expuesta pasivamente a la disposición del espectador que paga. Con su traje de Pierrot, transmite la vanidad irónica que se había vuelto tan enormemente importante en el arte y la literatura del cambio de siglo: que la verdad esencial y última se encuentra en las ilusiones de escenarios tan extravagantes y artificiales como el teatro popular, el circo o el cabaret (p. 302).

Ella y Schön eran amantes. Él la había sacado de las calles donde se ofrecía. Ahora, había modificado su estatus y era la esposa del anciano Dr. Goll, gracias a un matrimonio arreglado por el empresario. Cuando padre e hijo se retiran, el artista se arroja sobre su modelo, a quien intenta poseer. Entra entonces Goll, quien muere de un síncope por la impresión. Lulú, lejos de preocuparse o compadecerse por el viejo, toma conciencia de que ahora es libre y rica.

Escena 2.

La acción transcurre en la casa de Lulú –quien ahora es la esposa del pintor– que se encuentra furiosa, pues se ha enterado que Schön se casará con una mujer virtuosa. Entra Schigolch, pero enseguida se va ante la llegada de Schön, quien ha venido a despedirse definitivamente. Discuten violentamente y, en un momento en que Lulú se retira, entra el pintor. Schön le cuenta al enamorado el escabroso pasado de su mujer y le revela que todos los retratos que ejecutó de ella fueron adquiridos por él, para garantizar a Lulú una vida de lujo. El pintor se mata con una navaja en el cuarto de baño. Segundo marido y víctima; el primero es el viejo Goll.

Escena 3.

Lulú es una bailarina famosa; la acción transcurre en su camerino. Está por salir a escena cuando entran Alwa y un príncipe, ambos partícipes del mundo de sexualidad intensa e insaciable de los hombres que necesitan poseer a Lulú. En plena performance, ella finge un malestar y abandona la escena, pues ha visto entre el público a la prometida de Schön y no quiere bailar ni cantar para ella. Entra entonces el empresario periodístico al camerino y se reaviva el amor entre ellxs, rompiendo su compromiso con el doctor y, con él, la promesa de una vida burguesa.

Segundo acto.

Escena 1.

Lulú se ha convertido en la señora Schön sin renunciar por ello a sus malos hábitos, lo cual atormenta con celos la mente del doctor. Vienen a buscarla cuatro amantes devotos: Schigohl, el domador Rodrigo, un joven estudiante y la condesa Geschwitz.

Cuando entra Alwa a la escena se esconden y el “hijastro”, creyéndose solo con su “madrastra”, se arroja a sus pies. Schön los espía y, al ver que su esposa lo engaña con cualquiera, hasta con su hijo, la amenaza con una pistola. Sigue una pelea que culmina con el asesinato de Schön por parte de Lulú, quien logra apoderarse del arma.

A continuación, el tablado es suplantado por una pantalla en la que sucede la proyección de un film donde Lulú pasa por la corte para ser juzgada por su crimen y castigada con la cárcel.

Al finalizar el film, se reactiva el drama con la presencia de Lulú, ahora en un lazareto, enferma de cólera, donde es rescatada por la devota Geschwitz.

Escena 3.

Transcurre en el mismo lugar, pero muchos años después. Entran Lulú, Alwa, Shigolch, el estudiante y Rodrigo. Al rato, quedan solos Lulú y Alwa, quien nuevamente le declara su amor. Lulú, sentada en un diván le dice cínicamente “Todavía es el mismo diván en el que se desangró tu padre” (Bertolé, et al., 1987, p. 442).

Tercer acto  (inconcluso por la muerte de Berg).

Escena 1.

En la casa de juego clandestino, Lulú ahora se prostituye para el marqués Casti-Piani, quien planea venderla a un burdel egipcio. Espantada al enterarse de esos planes, huye a Londres con Alwa, la condesa y Shigolch.

Escena 2.

Sórdida buhardilla londinense. Lulú debe prostituirse todo el tiempo para mantenerse a sí misma y a sus amigos. La noche de navidad, Alwa está muriendo. Lulú recibe a un cliente, que es Jack el Destripador. Entran en una habitación y se oye un horrendo grito, que en otro texto comparé con la obra El grito de Munch (1893), tomando esta violenta y desesperada emisión como canon corporal de la vanguardia (Nusenovich, 1998, p. 136). El grito final de Lulú, precedido por un impactante acorde donde suenan juntas las notas dodecafónicas, es una expresión del cuerpo todo, más que del lenguaje. Es un tipo de dicción que no se corresponde con la palabra articulada. Por eso puede considerarse como anterior a la significación, la carne de la palabra, lo que queda del gesto oprimido por la palabra. En ese sentido, el grito de Lulú puede emparentarse con el quiquiriqui de Unrat en El ángel azul.

Lola en Córdoba

Martín Goycoechea Menéndez  (Córdoba, 1877México?, 1906) frecuentaba el grupo de pintores liderado por Genaro Pérez, con quien se encontraba especialmente ligado, al punto de que leyó su elogio fúnebre en 1900.

Tuvo una enigmática vida, signada por numerosas desapariciones. Desaparecer de súbito, su práctica habitual, fue diagnosticada por la medicina de la época como “propensión deambulatoria”, que culminó supuestamente en México con su muerte. Al menos, nunca se supo más de él después de 1906.

Capdevila (Córdoba, 1889Buenos Aires, 1967), en el prefacio de Poemas helénicos (Goycoecha Menèndez, 2005), señala con acierto que su breve carrera literaria comenzó después de conocer a Rubén Darío (Ciudad Darío, 1867–León, 1916) en la recepción dada por El Ateneo en 1896, y confiesa que el poeta había nacido raro como el que más” (p. 5). Su principal extravagancia eran esos misteriosos viajes cuyos destino y fecha de retorno no siempre eran conocidos. Frecuentaba la élite, pero por sus signos corporales estatura, color de piel, ojos “aindiados” pasaba más por “pardo” o mestizo que por descendiente de Europa. Tampoco se había casado. Su enfermedad, que Capdevila compara con el sonambulismo, lo obligaba a partir de repente a un lugar cualquiera. Nadie supo nunca cuál era el secreto de “eso” que lo obligaba a poner distancia. Quizás estas “escapadas” eran un pretexto para vivir otras vidas. Se sabe que cambiaba su nombre en cada una de ellas. Capdevila lo dice: …Goycoechea ha vivido de todo. Ha vivido acá y allá con vida imprevista y folletinesca (p. 7).

Un poema dedicado a “C”, recuerda a August Von Platen (Ansbach, 1796Siracusa, 1835): “No te veré otra vez. Ya tienes dueño. / Mi sombra no verás en tu camino. / Eres tan solo la visión de un sueño, entre la opaca luz de mi destino. / ¿Adónde voy? No sé. Quizás al abismo (Goycoecha Menéndez, 2005, p. 19).

Los Poemas Helénicos del cordobés recuerdan la temática de los poemas y la propia vida de Platen, signada por la poesía helenista y la perfección en el uso del soneto clásico.

Las elecciones estilísticas de Goycoechea Menéndez eran, en su totalidad, el opuesto estructural de Pérez y, sin embargo, se tenían estima. Mestizo el uno, “puro” el otro. La imposibilidad de Genaro de dejar su lugar natal —ni siquiera lo hacía por breves períodos—, en oposición a la compulsión al traslado de Martín, que en general se hacía llamar por su seudónimo literario, Lucio Stella.

Todxs apreciaban al “excéntrico” poeta y dramaturgo cuya vida real apenas conocían. “Damas y señores, niñas y jóvenes, todos saludaban sonrientes y afectuosos a Lucio Stella, pues tenía éste expectables vinculaciones en aquella sociedad, además de la simpatía que inspiraba personalmente por la verba extraordinaria con que exhibía su talento indiscutible (Menéndez Barriola, 1936, p. 116).

A través de la vida (Goycoechea Menéndez, 1936), uno de los dos dramas escritos por Stella, fue estrenado alrededor de 1900 en el Teatro Rivera Indarte por la compañía de María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza. Era un drama en tres actos que presentaba a dos hermanas y contrincantes femeninas y terminaba con el asesinato de una de ellas: María, por Lola. Sin embargo, puede decirse que ambas en realidad componen en dualidad las características fatales de Lola como arquetipo. Los personajes masculinos son Pedro, el marido de María, y Arturo, su amante, deseado tanto por Lulú que, al no ser correspondida en sus sentimientos y descubrir el adulterio, llega a la demencia y luego al crimen.

María, como fin del tercer acto, pronuncia el siguiente parlamento, que parece escrito por Frank Wedekind, tan extraño por otro lado en Munich como nuestro Lucio lo era en Córdoba:

Yo soy la inspiradora de todas las bendiciones. Yo soy el perdón y el crimen. Yo soy el pecado y la dolorosa delicia del pecado. Soy la angustia y la miel que elimina las angustias. Soy la sombra, pero soy la estrella que está llorando desde la tiniebla. ¡Paso! ¡Yo soy la mujer! ¡Soy una mujer!” (Goycoechea Menéndez, 1936, p.  341)[1]

Galería

Imagen 2: Collier, J. (1892). Lilith [óleo sobre tela] 104 cm x 194 cm. Atkinson Art Gallery. Southport, Inglaterra.

Imagen 3: Rossetti, D. G. (1868). Lady Lilith [óleo sobre tela] 85,1 cm x 96,5 cm. Delaware Art Museum. Dover, Estados Unidos.

Esta pintura nos muestra a Lilith personificada en una mujer contemporánea. Su cabellera rojiza, larga y ondeada recuerda a la Lilith de Sumeria, así como sus entornados ojos verdes. Lxs prerrafaelitas recuperaron la iconografía tradicional actualizándola, al recurrir a la tradición judeocristiana (Lilith, Yael, Judith, Salomé, Dalila) o a figuras de la mitología y la literatura clásicas, como Helena, Pandora, Medea, Electra, Casandra y Clitemnestra, entre las más importantes.

Imagen 4: Pénot, A. (1890). Mujer vampiro. [óleo sobre lienzo]. 60 cm x 100 cm. Colección privada, Francia.

El francés Albert Joseph Pénot (s. d., 1862–1930) representa a una mujer bella pero monstruosa, con un cuerpo de tratamiento academicista y ojos hipnóticos, malvados y llenos de ansia volteados hacia arriba. Se muestra con los dedos curvados, como si fuesen garras, con alas de murciélago y cabello largo al viento, que resulta una alegoría fantasmal subyugante y poderosa. Su acentuada verticalidad evoca sacrílegamente la crucificción, gesto que recuerda su alianza con Satán. Esta asociación transforma la luz divina en tinieblas.

Imagen 5: Delville, J. (1888). Ishtar [sanguina sobre papel]. 27,4 cm x 45,7 cm. Musée Fin de Siécle. Bruselas, Bélgica.

Esta obra del simbolista belga Fernand Khnopff (Derdetmonde, 1858–Bruselas, 1921) sirvió para ilustrar la obra con el mismo nombre de Josephin Péladan (Lyon, 1858–Neully, 1918), más conocido como Sâr Péladan, cuyas concepciones esotéricas, muy influyentes en los círculos simbolistas, eran también misóginas.

Se presenta el cuerpo de una hermosa mujer encadenada en éxtasis. Su vagina es penetrada por los reptiles de la cabellera horrenda de Medusa, que grita con la boca desmesuradamente abierta. La trilogía mujer, sexo y muerte aparece claramente articulada aquí, de manera desagradable y con cierto mal gusto. Las serpientes son elementos fálicos que significan el sometimiento de la mujer a la penetración sexual y, además,  contradictoriamente, la identificación de la mujer ninfómana incapaz de saciar sus ansias sexuales.

Imagen 6: Khnopff, F. (1896).  La esfinge o Caricias leo sobre tela] 50,5 cm x 151 cm. Museo Real de Bellas Artes de Bruselas. Bélgica.

La esfinge de Tebas, terrible monstruo situado en un peñasco a la entrada de Tebas, tenía la capacidad de derrotar a los hombres con sus enigmas, para así arrojarlos al abismo.  Fue derrotada por Edipo, aunque esa liberación de la ciudad lo condujo a su destino trágico e ineluctable. En muchas obras simbolistas, la hibridación mujer/animal es lujuriosa y felina, es decir, animal, como puede observarse en las obras del simbolista belga [imágenes 5 y 6], muy relacionado con el simbolismo francés (Gustave Moreau) y los prerrafaelitas. Fue especialmente influido por Edward Burne-Jones, con quien Khnopff tuvo una estrecha relación. También se interesó por el ocultismo y colaboró con el Primer Salón Rosacruz, organizado por  Joséphin Péladan (Sâr Péladan) en 1892.

Imagen 7: Delville, J. (1891).  Ídolo de perversidad [Carbonilla]. 27,4 cm x 45,7 cm. Musée Fin de Siécle. Bruselas, Bélgica.

Otro belga que se involucró en las búsquedas ocultistas como reacción al materialismo y a la hipocresía de  la sociedad fue Jean Delville (Lovaina, 1867Forest1953). 

En 1888 se trasladó a París, donde conoció a Sâr Péladan, fundador del Círculo Rosa-Cruz. Delville exhibió algunas de sus pinturas en el Salon de la Rose+Croix que instauró Péladan entre 1892 y 1895.

Sus búsquedas esotéricas no terminaron allí. A mediados de 1890, se unió a la Sociedad Teosófica, creada por Helena Blavatsky, llamada Madame Blavatsky (Yekaterinoslav, 1831–Londres, 1891). En 1910 pasó a ser el secretario del movimiento teosófico en Bélgica. La Teosofía articulaba religión, filosofía y misticismo y se relacionaba con la iluminación. Sus seguidores se sentían iluminados, en efecto, por un espíritu superior que les permitía acceder y conocer el Universo mediante la intuición.

Imagen 8: Munch, E. (1893). Las manos leo sobre tela] 89 cm x 76,5 cm. Kommunes Kunstsamlinger. Oslo, Noruega.

Edvard Munch (Løten, 1863Skøyen, 1944) capta en esta obra la concepción de Lulú o la mujer en general como una habitante del imaginario, una proyección del deseo masculino sin identidad. El “eterno femenino” se mantiene gracias al anhelo y la negación de la mujer como persona. El misógino pintor en toda su obra presenta a la mujer como un ser maléfico.

Lulú se denomina a sí misma “espíritu o fuerza de la naturaleza”. Esto proviene de su relación con Lilith y de esta con el aire, el viento y la tormenta. Uno de los lugares favoritos de acecho de la antigua deidad sumeria eran los árboles, dado que estos son símbolos de la naturaleza, como pretendía serlo ella misma.

Esta imagen ingrávida es uno de los topos en la representación de la mujer fatal, como habitante o “madre” del entorno natural amenazante y hostil, a la espera de desprevenidos viajeros solitarios, lejos de la protección de sus congéneres en las ciudades. Aparece a menudo en la iconografía, como en las pinturas de Segantini (Arco, 1858Pontresina, 1899) (1894), por ejemplo, Las malas madres.

Imagen 9: Von Stuck, F. (1893). El pecado [óleo sobre lienzo] 59,5 cm x 94,5 cm. Neue Pinakothet. Munich, Alemania.

Franz von Stuck (Tettenweis, 1863–Munich, 1928) puede considerarse padre del simbolismo alemán, en el mismo sentido en que Moreau lo es del francés. En sus cuadros, las mujeres se encuentran siempre dentro de un espacio oscuro, donde solo se resaltan la carne y una disponibilidad basada fundamentalmente en la incitante mirada.

Este cuadro en particular nos muestra la figura de una mujer joven a medio cuerpo, de cabellera negra suelta que le llega hasta las caderas. Esta funciona por su clave baja como elemento de apertura hacia el fondo y, a la vez, resalta una gran serpiente que la rodea desde su hombro hasta su espalda, cubriendo sus genitales. El rostro se presenta en la penumbra, mientras que el torso recibe directamente la luz, lo que crea un contraste muy marcado. La serpiente que la acompaña nos hace pensar que Stuck personifica el pecado de Lilith. El frío animal sobre el cuerpo ardiente de la mujer simboliza un doble estigma: el de la pecadora que cae en la tentación y el de la mujer que se asimila al animal arrastrado, como un ser despreciable y malvado que envenena el deseo masculino. Como puede apreciarse, la figura femenina coteja estas condiciones, mira hacia el frente y se muestra categórica ante su maligna misión, la acepta y la goza. El objeto de su existencia es destruir la vida, frustrando la consecución del ideal en las búsquedas que los hombres pudiesen emprender.

A modo de conclusión, puede decirse que el símbolo de la femme fatale fue un síntoma cultural transnacional de fines del siglo XIX que recorrió como un fantasma el Viejo Continente, relacionando la problemática de género con la pérdida de dominios coloniales y las convulsiones provocadas por la disolución de fronteras y nacionalismos. Estas inseguridades del “sexo fuerte” se vieron reforzadas con el cuestionamiento al poder patriarcal que se daba a partir de varios frentes femeninos: desde la sexualidad hasta las reivindicaciones como el derecho al sufragio y la sustracción del tradicional sometimiento al hogar y el cuidado de los hijos. Con el fin de quitar esa amenaza, se buscó un “chivo expiatorio” que fue la mujer emancipada o “perdida”. Para la construcción del símbolo se acudió a viejos arquetipos, principalmente Lilith, la primera mujer de Adán, a quien con ojos contemporáneos podemos considerar la precursora por excelencia de la insubordinación de género. A este antiguo precedente sumerio, trasladado a la mitología clásica e incorporado por la tradición judeocristiana, le fueron atribuidas las causas del derrumbe cultural europeo, lo que permitió la estigmatización y la condena masculina a las luchas políticas emprendidas por la mujer en sus primeras búsquedas de igualdad y equidad entre los sexos.

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Cómo citar este artículo:

Nusenovich, M. (2022). De Lilith a Lulú. La “maldad femenina” en la cultura y las artes. AVANCES, (31), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/38096.


[1] El remarcado en negrita es mío.