Número 31 · Año 2022


Fervor histórico, devoción por las tradiciones e imaginación de artista. Danzas tradicionales y artes plásticas bajo la expansión de los estudios folclóricos en Argentina

Luciano Rondano

Universidad Nacional de Rosario

Facultad de Humanidades y Artes. Centro de Investigaciones del Arte Argentino y Latinoamericano (CIAAL)

Rosario, Argentina

luciano.g.rondano@gmail.com

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/tkjnupchq 

Resumen

Este artículo indaga los vínculos entre la obra de algunos artistas y los estudios folclóricos en Argentina que comenzaron a experimentar una importante expansión promediando la década del treinta. La reconstrucción y clasificación de las danzas tradicionales requirió el examen de numerosas fuentes visuales (particularmente la obra de los pintores viajeros y costumbristas del siglo XIX), lo cual abrió un campo de trabajo considerable para varios artistas, entre ellos Aurora de Pietro. Estas imágenes trascendieron el mundo de la cultura visual e impresa, ganaron lugar en las vidrieras del “gran arte”, y llegaron a participar en las instancias de los Salones Nacionales de Bellas Artes.

Palabras clave

Folclore, Danzas tradicionales, Salón Nacional, Nativismo, Aurora de Pietro

Historical fervor, devotion to traditions and artist imagination. Fine arts and traditional dances under the expansion of folkloric studies in Argentina

Abstract

This article research the links between some artists and folkloric studies in Argentina that undergo through significant expansion from the mid-thirties. The reconstruction and classification of the traditional dances required the examination of numerous visual sources (particularly the work of the traveling and costumbristas painters of the XIX century) allowing a considerable field of work for several artists, among them, Aurora de Pietro. These images transcended the visual and printed culture and gained their own place in the halls of the Salón Nacional de Bellas Artes.

Key words

Folklore, Traditional dances, Salón Nacional, Nativism, Aurora de Pietro


AVANCES

Recibido: 31/10/2021 - Aceptado: 15/02/2022

Número 31, 2022 / ISSN 1667-927X / ISSN electrónico en trámite

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

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Danzas folclóricas y artes plásticas

Con fecha 21 de septiembre de 1946, Vega (1947) escribió el prólogo del libro de estampas y poemas Danzas Argentinas, realizado conjuntamente por la artista plástica Aurora de Pietro y el escritor, periodista y compositor Cátulo González Castillo. En las primeras líneas, el musicólogo y folclorista lamenta la poca atención que los artistas plásticos locales dedicaron a las danzas tradicionales argentinas como fuente de inspiración y, a continuación, traza una acotada genealogía de artistas europeos que, en algún momento de su producción, abordaron el mundo de la danza y sus coreografías. La lista hace mención a nombres que van desde Virgil Solis y Theodore de Bry a Jean-Antoine Watteau y Edgar Degas, incluyendo luego a aquellos pintores viajeros y nativos que durante el siglo XIX cultivaron a través del costumbrismo “la noble tradición de la danza en el arte de la línea y el color” (p. 9): Pancho Fierro, Manuel Antonio Caro, Carlos Morel, Carlos Pellegrini y Jean León Pallière, entre otros[1]. Vega no duda en inscribir las estampas realizadas por Aurora de Pietro dentro de esta genealogía, y destaca el especial valor que adquiere el minucioso estudio sobre referencias documentales e históricas en la reconstrucción pictórica de danzas desaparecidas ya que, según sus propias palabras: “una exacta intelección de lo pasado requiere cuidadoso examen de piezas documentales; la recomposición exige fervor histórico, devoción por las tradiciones e imaginación de artista” (p. 10). En ese sentido, se ocupa de alabar el exhaustivo trabajo realizado por Aurora, recopilando información de museos, pinacotecas e incluso del archivo personal del investigador, y señala que:

...al margen del orden estético, nos corresponde asegurar que Aurora de Pietro ha logrado gallardamente su noble propósito, y que nos devuelve las danzas argentinas del pasado en la difícil exactitud de las posiciones, en la justeza de los movimientos, en la particular sensación de cada estilo coreográfico y en la armoniosa sincronía de tipos, trajes, lugares y ambientes históricos (p. 11).

Las litografías que compusieron el libro de Danzas argentinas formaron parte de una serie mayor de pinturas, dibujos y estampas que Aurora de Pietro realizó desde finales de la década del treinta y trabajó en forma conjunta con Vega y algunos otros representantes de los estudios folclóricos que se encontraban en auge en ese momento[2]. Estos estudios, desarrollados en un contexto político de fuertes tendencias nacionalistas, pujaban por encontrar un lugar propio al interior de las disciplinas antropológicas.

Danzas argentinas

En abril de 1947, la editorial Peuser concluyó la impresión del libro Danzas argentinas, realizado en colaboración por Cátulo Gonzales Castillo y Aurora de Pietro de Torras. Se trató de una edición verdaderamente importante, de 127 páginas, formato amplio, tapa dura y cubierta de tela, que incluía treinta y cuatro ilustraciones de la artista –la mayoría a color y a página completa– junto a los poemas del ya entonces reconocido escritor y compositor de tangos. Las imágenes del volumen no ilustran de por sí el texto (más bien podría decirse que es al revés), sino que describen detalladamente aspectos coreográficos precisos de algunas danzas folclóricas argentinas y reconstruyen visualmente la indumentaria utilizada teniendo en cuenta el probable contexto histórico-geográfico-social en el que fueron bailadas. Podemos dividirlas en tres grupos con sus particularidades diferenciadas. Primero, una serie de litografías en blanco y negro resueltas mediante el uso de líneas curvas y finas que nunca terminan de cerrar la forma y, a veces, se pierden en movimientos rítmicos y ondulantes. Dichas estampas muestran, en general, una pareja de bailarines que ejecuta una postura o figura coreográfica concreta, prescindiendo completamente del entorno. Las únicas excepciones son El palito y El escondido que incluyen una mayor cantidad de personajes[3]. En algunas –como es el caso de La zamba (de salón)– se dejan ver ciertos refuerzos de líneas que aparecen como fantasmas en el dibujo y parecieran enfatizar didácticamente la intención de movimiento. Un segundo grupo lo constituyen litografías a color de características similares a las anteriores. En ellas, el trabajo lineal aún persiste, pero mucho más simplificado, delegando el protagonismo al color y la textura, cargando de expresividad las formas. Nuevamente, las figuras aparecen escindidas del entorno y el fondo se resuelve mediante el uso de un solo color, algo manchado, que le da una apariencia de acuarela. Tanto en un grupo como en el otro es evidente la dedicación particular que la artista otorga a la descripción de la indumentaria y los elementos necesarios para ejecutar la danza, como pueden ser un sombrero, un pañuelo o un poncho. En muchos casos, el vestuario señala la clase social, la geografía o el contexto histórico en el que trascendió un baile determinado. Así puede observarse en la lámina La refalosa, en la cual el personaje masculino viste con la insignia federal dando cuenta de la inscripción rosista de la danza. El último conjunto lo componen una serie de escenas ubicadas en un ambiente bucólico en las que se representan grupos de bailarines, ahora sí, en relación a la reconstrucción del entorno y el paisaje rural. En contraste con los otros grupos, en estas escenas desaparece el elemento lineal y se adopta una resolución más pictórica.

Imagen 1: De Pietro, A. (1947). La Refalosa. En C. Gonzales Castillo y A. de Pietro, Danzas argentinas. Buenos Aires: Peuser.

Las danzas representadas se corresponden con los esquemas clasificatorios desarrollados por el folclorólogo Carlos Vega en sus investigaciones. De esta manera, aparecen en las láminas de Aurora de Pietro danzas de “salón” y de “campaña”; individuales, como El malambo, y de conjunto, como El cielito y El pericón (ambas derivadas de las contradanzas europeas), o El carnavalito (proveniente de los huaynos indígenas); “bailes picarescos” y “minués acriollados”; para finalmente concluir con La milonga, la cual exhibe al enlace de pareja como punto culminante en la evolución de las danzas tradicionales argentinas (Vega, 1947, pp. 10-11). Esta correspondencia no resulta para nada casual, ya que Aurora de Pietro trabajó junto al investigador en la reconstrucción visual de las danzas folclóricas desde 1938. Como puede leerse en el prólogo del libro:

En 1938, decidida a enfrentar las dificultades del tema coreográfico folklórico e histórico, recurrió a nuestro archivo, solicitó el aporte de las experiencias que acumulamos en nuestros viajes y se entretuvo en museos y pinacotecas. Obtuvo así concretas referencias sobre minucias de figuras, movimientos, actitudes, gestos y ambientes, y realizó al cabo numerosas obras en que, con sentido actual del arte, reproduce el hacer rural o exhuma antiguas escenas en que fueron protagonistas nuestros abuelos (p. 10).

Desconocemos hasta el momento cómo se produjo el acercamiento de Aurora de Pietro al universo de las danzas tradicionales, si partió de un encargo o de una búsqueda personal. Según señaló Gluzman (2021) en relación a las dificultades de reconstruir las trayectorias de las mujeres artistas:

Pocas dejaron documentos que nos permitan un acercamiento más profundo a su pensamiento: a diferencia de lo que sucede con diversos artistas varones, las mujeres tienen una presencia sumamente reducida en los reservorios documentales, tanto públicos como privados. Esta ausencia constituye uno de los desafíos más grandes que enfrenta la reconstrucción de sus carreras y posicionamientos específicos dentro del campo artístico local. Sin embargo, sus obras y su permanente intervención pública en exhibiciones de diverso tipo hablan a las claras de su voluntad de trascendencia (p. 11).

Efectivamente, la intensa actividad desarrollada por Aurora de Pietro desde finales de los años veinte pone en evidencia el grado de profesionalización de la artista, así como la búsqueda de inserción y reconocimiento dentro del campo artístico argentino (Aurora de Pietro. Pintora e ilustradora, s. f.). Un vistazo a la carpeta que Quinquela dedicó a su trayectoria –guardada en el archivo del Museo de La Boca– nos muestra que participó de manera sostenida en diversos salones nacionales y provinciales, dos y hasta tres veces por año hasta mediados de la década del cincuenta, y que logró posicionarse en las colecciones de varios museos del país. Esta constante búsqueda por ocupar un lugar en un campo fuertemente atravesado por los condicionamientos de género,[4] seguramente la llevó a adoptar diversas estrategias. Una de ellas consistió en dedicar gran parte de su obra a la reconstrucción visual de las danzas tradicionales en el marco de las renovadas investigaciones folclóricas,[5] las cuales, como señalaron Blache y Dupey (2007):

…no solo desplegaron distintas tácticas, orientadas a la consolidación de un capital de conocimiento exclusivo, sino que pugnaron con otros agentes sociales por la asignación de recursos materiales, en especial los provenientes del Estado. Todas estas acciones se daban en el contexto de una constante lucha por la autonomía de la producción del conocimiento folklórico frente, por un lado, a la intromisión de los aficionados –como ocurría con otras ramas de la Antropología– y por otro, a una larga tradición de constante ingerencia [sic] del Estado por hacer un uso político del mismo en la construcción de los imaginarios nacionales, provinciales y/o regionales (p. 301).

De esta manera podemos leer, a través del rigor y la exactitud con que Carlos Vega elogió en la obra de Aurora de Pietro, la propia necesidad de los estudios folclóricos de legitimarse como ciencia dentro de los ámbitos académicos. Asistimos entonces a una interacción novedosa, de mutuo beneficio, entre una rama de la antropología y un sector de la producción estética. La primera aportó un sustento científico e ideológico a la segunda, abriendo un camino de acción posible para diversos artistas.

Aurora presentó algunas de estas obras al Salón Nacional: Vals del pericón en 1942, Pericón en 1950 y El pericón en 1958. La primera –muy similar a una de las reproducciones que aparecieron en el libro de estampas– denota claramente el horizonte de referencias estéticas que sirvieron para estas reconstrucciones y que fueron explicitadas en Danzas argentinas (De Pietro y Vega, 1962), libro homónimo al de 1947, escrito por Carlos Vega e ilustrado por la artista. Allí aparecen listados los nombres de Emeric Essex Vidal, Carlos Pellegrini, Hipólito Bacle, Carlos Morel, Adolfo d´Hastrel, Mauricio Rugendas, Prilidiano Pueyrredón, León Palliére, entre otros. De esta forma, descubrimos en qué medida el estudio de la obra de los pintores viajeros y costumbristas del siglo XIX sugestionó el desarrollo de la serie de estampas y pinturas de danzas tradicionales de Aurora de Pietro. Estas imágenes pudieron ser recuperadas como un testimonio visual histórico –lo suficientemente válido para los investigadores– que dio sustento a la reconstrucción y clasificación de danzas desaparecidas mucho antes del comienzo del nuevo siglo.

Imagen 2: De Pietro, A. (1947). Vals del pericón. En C. Gonzales Castillo y A. de Pietro, Danzas argentinas. Buenos Aires: Peuser.

Las expansiones del folclore

Los estudios académicos fueron tan solo una fracción del movimiento folclórico que experimentó en su totalidad un crecimiento durante las décadas del treinta y el cuarenta, en parte sustentado económica y políticamente en las provincias por empresarios y terratenientes vinculados a determinadas producciones regionales. Ernesto Padilla, Juan Bautista Terán y Alberto Rougés fueron algunos de los miembros de la oligarquía azucarera tucumana que patrocinaron y difundieron la labor de los folclorólogos, influyendo notoriamente en las políticas estatales que promovieron el aprendizaje del folclore en las escuelas. La adopción de un discurso nacionalista resultó funcional a estas elites provinciales que veían peligrar sus ingresos ante la posible pérdida de protección económica para sus industrias a partir del ascenso del radicalismo en 1916. La identificación del sujeto rural como el “auténtico pueblo argentino”, según Chamosa (2012), implicaba:

...revaluar el lugar que correspondía en el complejo cultural de la nación a trabajadores rurales empleados en las industrias regionales. No es sorprendente entonces que los azucareros tucumanos se hayan puesto al frente de las políticas culturales que favorecían la valoración de estos trabajadores. Proteger las fuentes de trabajo de esos campesinos criollos significaba defender las fuentes mismas de la nacionalidad (pp. 15-16).

No solamente los propietarios de los ingenios tucumanos siguieron esta línea de promoción cultural; los productores yerbateros de Misiones, por ejemplo, se sirvieron de estrategias similares con el fin de nacionalizar el consumo de la yerba mate. La región de Cuyo fue también una de las mayores promotoras del folclore local y los estudios académicos. No es casual que en 1936 se haya instituido la Fiesta Nacional de la Vendimia en la provincia de Mendoza –modelo de las fiestas regionales que no tardarían en difundirse por todo el país– y que, no mucho tiempo después, su espíritu fuera trasladado a la pintura por algunos artistas locales. Roberto Cascarini realizó en 1940 y 1941 dos óleos titulados La reina de la vendimia que claramente reflejan el ámbito festivo del mundo rural mendocino unido a la producción regional. Cascarini, nacido en Buenos Aires, estudió con el pintor italiano Francisco Pablo Parisi antes de ingresar a la Academia Nacional, de la cual egresó como profesor en 1916. Fue uno de los socios fundadores de la agrupación de Artistas Argentinos Camoatí así como socio activo de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes y de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos (SAAP). En 1939 se trasladó junto a su familia a Mendoza en donde desempeñó un cargo como profesor de dibujo y pintura en la Escuela Superior de Artes Plásticas de la Universidad Nacional de Cuyo. Allí fue nombrado secretario de la filial de Cuyo de la SAAP en 1943 y presidente en 1945. El dibujo preciso y un estilo clasicista caracterizó a las pinturas de Cascarini, centradas principalmente en los trabajadores rurales de Cuyo y sus actividades o en escenas de desnudos ambientadas en un idilio campestre. Las mujeres que protagonizan las dos versiones de La reina de la vendimia podrían considerarse dentro de aquellas representaciones de entreguerras que asociaban la figura femenina a la naturaleza y los frutos de la tierra (Batchelor, 1999).

Imagen 3: Cascarini, R. (1940). La reina de la vendimia. Catálogo del XXX Salón Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina.

Durante los años treinta se gestó también un género musical de base folclórica, conformado por autores como Buenaventura Luna, Ariel Ramírez o Atahualpa Yupanqui que renovaron el repertorio de zambas, chacareras, gatos, cuecas y vidalas con composiciones novedosas y estilizadas. El primer antecedente de este movimiento lo encontramos en el espectáculo que el músico e investigador santiagueño Andrés Chazarreta presentó, junto a su compañía de músicos y bailarines, en el teatro Politeama de Buenos Aires en 1921. La puesta en escena, de gran éxito entre el público y la crítica, incluía un repertorio musical y coreográfico prácticamente desconocido en la capital. En ese entonces, la mayoría del público porteño identificaba la música criolla con los ritmos camperos, las payadas o el pericón difundidos por el Circo Criollo, e ignoraba el acervo folclórico de las provincias del noroeste. El éxito del espectáculo de Chazarreta, más allá de su indudable calidad, se insertó en un contexto favorable, en el cual el noroeste, sus habitantes y cultura, popularizados por el nacionalismo cultural, se erigieron como el refugio del “auténtico ser argentino”. En efecto, a través del “principio de autenticidad” por el cual “el valor más alto de una manifestación artística era la evocación del fenómeno cultural local con un máximo de fidelidad” (Chamosa, 2012, p. 102) se otorgaba legitimidad estética a las producciones artísticas, en especial la musical:

En la opinión de los críticos, las chacareras, zambas y vidalas interpretadas por Chazarreta no eran de “inspiración folclórica” sino que era la música nativa misma, traídas del monte al escenario nacional sin distorsiones por auténticos representantes de la patria profunda (p. 102).

Andrés Chazarreta recolectó diversas músicas y letras del interior de su provincia, algunas pertenecientes a la tradición oral y otras de autores conocidos pero sin difusión,[6] y las adaptó para el público moderno, el escenario y los medios de grabación existentes. Este procedimiento, a medio camino entre la investigación y la producción artística, dio paso en la década siguiente a la actuación de músicos de origen provinciano que con su acento al hablar, su conocimiento de las costumbres y su repertorio nativo –más allá de la clase social a la que pertenecían– podían acreditar un grado de autenticidad que los hacía cercanos al mundo popular de los habitantes del monte santiagueño, los valles Calchaquíes o la Quebrada de Humahuaca.

La proyección nacional de la llamada música nativa o folclórica estuvo ligada al desarrollo tecnológico de los medios de comunicación, a la industria discográfica y a la radiofonía. Desde mediados de los años treinta, algunas emisoras porteñas –tal es el caso de Belgrano, Splendid y El Mundo– pudieron hacerse de equipos modernos que les permitieron ampliar su alcance mediante transmisiones en cadena a toda la república. Esto implicó, por un lado, “la profundización de la asimilación cultural de las provincias al lenguaje y estética popular porteño y bonaerense (proceso que había comenzado con el circo criollo y el sainete)” (p. 104) y, por el otro, la adaptación de la programación radial, que dedicó espacios a la música de raíz folclórica, a los gustos provincianos. No obstante, los intereses comerciales que promovieron el folclore apuntaron también a un nuevo público que creció notablemente en el transcurso de esos años.

La crisis económica mundial con la que dio inicio la década del treinta golpeó duramente el modelo agroexportador argentino, cuyo impacto se vio reflejado en las provincias, donde disminuyeron o directamente desaparecieron numerosas fuentes de trabajo. Como consecuencia, a partir de mediados de la década comenzó un desplazamiento migratorio que llevó a mucha gente a instalarse en los márgenes de las ciudades para emplearse en la floreciente industria que prosperaba abasteciendo el mercado interno. Según Romero (1986):

Al llegar a 1947 las migraciones internas totalizaban un conjunto de 3.386.000 personas, que residían fuera del lugar donde habían nacido; de ese total el 50% se había situado en el Gran Buenos Aires, el 28% en la zona litoral y solo el 22% en otras regiones del país. Así se constituyó poco a poco un cinturón industrial que rodeaba a la Capital y a algunas otras ciudades, en el que predominaban provincianos desarraigados que vivían en condiciones precarias, pero que preferían tal situación a la que habían abandonado en sus lugares de origen (Romero, 1986, p. 181).

Esta población proveniente del noroeste, Cuyo, el Chaco o el litoral podía encontrar una conexión afectiva con su lugar de origen y costumbres a través de zambas, chacareras, tonadas, cuecas y chamamés difundidos en los programas radiales por artistas como Los Hermanos Ábalos, Los Chalchaleros, La Tropillas de Huachi Pampa, Los Hijos de Corrientes o el Cuarteto Santa Ana. Algunas de las composiciones de estos grupos cantaban al desarraigo y a la esperanza de volver, como en la popular zamba Nostalgias Santiagueñas, registrada por los hermanos Ábalos en 1941.

Ahora bien, el folclore articuló diversos intereses ideológicos y comerciales. Numerosos auspiciantes de los programas radiales asociaban sus marcas a imágenes folclóricas reproducidas en el packaging de sus productos y en las publicidades difundidas a través de los medios gráficos. Esta estrategia era común tanto en empresas cuya producción se relacionaba directamente con el mundo criollo –tal es el caso de las alpargatas, la yerba mate o el tabaco– como en otras que difícilmente podrían vincularse a este, por ejemplo, las marcas de jabones Jabón Federal y El Gaucho. Es curioso cómo muchas empresas multinacionales aprovecharon también el impulso tomado por el folclore para ganar mercado: el programa “Tardes Criollas” fue auspiciado por Chocolate Toddy de la empresa norteamericana Quaker Oats y “Estampas Argentinas” lo fue por la suiza Nestlé. El mencionado jabón El Gaucho, de la empresa estadounidense Swift, utilizaba la imagen de Goofy, personaje de Walt Disney, caracterizado como gaucho, tomando mate junto a su caballo (Chamosa, 2012, p. 106). Esta imagen pertenecía al film de animación Saludos amigos de 1942, en el que los personajes de Disney visitaban distintas regiones de Sudamérica. Esta película formó parte de las diversas políticas culturales que implementó el gobierno de Estados Unidos a través de sus instituciones en el marco del panamericanismo, con el objetivo de sumar alianzas estratégicas en el continente durante la Segunda Guerra Mundial. Para el segmento El Gaucho Goofy, ambientado en Argentina, Walt Disney buscó el asesoramiento de Florencio Molina Campos, conocido por su trabajo en los almanaques de la empresa Alpargatas[7]. 

A la cinematografía y las artes plásticas les correspondió la tarea de recrear correctamente, según las investigaciones realizadas por los folclorólogos, el ambiente y la cultura local de donde provenían estas melodías. Numerosas películas producidas entre 1938 y 1945 por estudios como Argentina Sono Film y Artistas Argentinos Asociados, entre otros, incluyeron escenas de música y danza folclórica. Dos de las más representativas fueron La guerra gaucha, de Lucas Demare, y Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici. Más allá de diferencias y similitudes, en ambas películas se presenta, en un momento, la reconstrucción del ámbito festivo en el que se bailan ritmos tradicionales: el Carnavalito quebradeño, interpretado por los Hermanos Ábalos, en la primera y un chamamé en la segunda. Sin embargo, se puede notar en la manera de presentar estas danzas que no todo el folclore tenía el mismo valor para la mirada ilustrada: la música litoraleña, de gran y activa difusión entre las clases bajas provenientes de la región, constituyó un género difícil de asimilar por el canon folclórico. Como ejemplo, podemos ver el tono moralizante en que fue presentado el chamamé en el film de Soffici que, según Chamosa, aparecía como un  “baile de bajo fondo asociado con la masa desarraigada de trabajadores estacionales que diluyen el dinero ganado en la contrata anterior entre mujeres de mala vida y el alcohol” (p. 117).

Las agrupaciones tradicionalistas fueron otro de los aspectos del floreciente movimiento folclórico de los años treinta y cuarenta. Estas tuvieron su antecedente en los centros criollos que desde finales del siglo XIX agrupaban a los jóvenes que aprendían a cantar estilos y milongas, a bailar el pericón y a entrenarse en el arte de la payada. Muchos de los recién llegados se inscribían a estos centros que “podrían haber servido como mecanismo de asimilación a los jóvenes de origen inmigrante nacidos o crecidos en el país” (p. 39). En la década del veinte era común que los centros criollos nuclearan a parte de la elite bonaerense, que se encargaba de organizar fiestas campestres en casas quintas alejadas de la ciudad. En ellas, los invitados bailaban algunas danzas folclóricas vestidos de “gauchos” y “chinas”. En los años treinta, los pueblos de la región pampeana vieron nacer a las agrupaciones gauchescas, en las cuales los peones y empleados de los campos, organizados por los terratenientes, demostraban sus destrezas ecuestres en la doma y las carreras. Estas organizaciones cumplían un rol importante en los actos cívicos y las fiestas patrias desfilando con vestimenta gaucha junto a las fuerzas militares y las escuelas. Los centros tradicionalistas, según Chamosa, “constituían, y aún hoy lo hacen, organizaciones integradas socialmente en que terratenientes y peones, más el ocasional farmacéutico o dentista del pueblo, compartían una inquietud común por la preservación de las tradiciones” (p. 40). En este sentido, dichas agrupaciones promovieron el culto a la patria y la integración social con base en valores abstractos y principios paternalistas cumpliendo también un rol fundamental en la transmisión y enseñanza de aquellas danzas que los estudios folclóricos recuperaban del pasado remoto y que cristalizaron en figuras y coreografías estandarizadas. Danzas históricas como “la condición”, “la firmeza” y “la sajuriana” –esta última descubierta y reconstruida por Carlos Vega– ya no existían, sino como interpretación, en la primera mitad de los años cincuenta, cuando la escultora Amelia Bonanno las presentó como figuras en los Salones Nacionales. Solamente una de estas tres esculturas fue reproducida en los catálogos: La condición. Danza de época de 1950. La artista fijó en la terracota uno de los movimientos coreográficos de la danza y recreó con detalle la indumentaria de la época, exactamente como lo hicieron las láminas de Aurora de Pietro algunos años antes, manifestando una correspondencia entre las dos series de obras. Esto demuestra que el fenómeno adquirió una proyección importante que abrió camino a varios artistas, a la vez que trascendió la cultura visual impresa para desplegarse en el espacio de las galerías y los salones nacionales y provinciales.

Imagen 4: Bonanno, A. (1950). La condición. Danza de época. Catálogo del XL Salón Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina.

Danzas folclóricas en los Salones Nacionales

Como señaló Penhos (1999), el Salón Nacional fue sumamente receptivo a las distintas manifestaciones vinculadas a lo nativo y lo telúrico durante la primera mitad del siglo XX. En ese sentido cabe destacar, por ejemplo, cómo el gobierno peronista estimuló la producción de obras de carácter nacional interviniendo a través de los reglamentos de sus salones e instancias de premiación[8]. Mediante el decreto N° 5843/46, por ejemplo, se instaba a “concretar en formas plásticas los hechos y las modalidades de la vida nacional en sus diversas manifestaciones” (Giunta, 1999, p. 161). Esta sugerencia expresada en la normativa se tradujo materialmente en la institución de los diversos premios ministeriales. Estos galardones cumplían la función de proveer con obras a las oficinas y despachos del estado a la vez que vinculaban los distintos ministerios al desarrollo artístico nacional. Cada uno de ellos consideraba ciertas pautas y condiciones para su otorgamiento –que en mayor medida tenían que ver con el abordaje de temas nacionales, folclóricos o religiosos–, aunque estas no siempre fueran decisivas en la elección. Un ejemplo de ello fue el Premio Ministerio de Guerra de 1946: mientras su reglamento establecía la selección de obras con temática histórica-militar, la recompensa, finalmente, fue concedida a Cantores quilmeños de José Andrés Pereyra.

Este tipo de condiciones favorecieron la inclusión de obras de temática nativa que, a partir de la década del treinta, se apartaron notoriamente de la pintura de tipos regionales –figuras estáticas, dominantes sobre el paisaje, con un acento marcado en los rasgos típicos del rostro, la vestimenta y otros atributos– y pasaron a mostrar actividades, costumbres y tradiciones apelando a una mayor narratividad. Como señaló Penhos (1999), estas obras narrativas focalizaron principalmente en las relaciones de los individuos entre sí y la conexión de estos con su entorno señalando “por una parte, la presencia humana en los lugares más recónditos del país y, por otra, la estrecha e ineludible vinculación de la vida familiar, social y religiosa del nativo con el ámbito natural” (p. 126). Amigo (2014) llamó telurismo a esta derivación del costumbrismo regionalista que:

...se sostiene en una representación narrativa de las costumbres, fiestas y trabajos, con una afectada impronta literaria que desplaza la representación de las figuras/tipos. Estilísticamente es el abandono de las recetas posimpresionistas heredadas de Fader por una factura realista con acentos expresionistas. Estas narraciones pictóricas, pintura de asunto, encontraron su legitimación en los salones peronistas aunque su estructura formal es previa... (p. 45).

Esta categoría abarca también a la representación de danzas tradicionales. El pericón –una de las danzas más frecuentadas por los artistas– fue representado varias veces en los envíos a los salones. Se trata de una danza histórica derivada de las contradanzas, similar a los cielitos y la media caña, que se bailó durante el siglo XVIII y principios del XIX y que prácticamente desapareció pasada la segunda mitad de este último. Su coreografía dependía de las órdenes de un bastonero, que proponía diversas figuras que las parejas ejecutaban interactuando entre sí. Entre los artistas que lo trabajaron –además de la ya mencionada Aurora de Pietro– encontramos al escultor italiano Manuel Pinisi, radicado en nuestro país en 1939, que presentó en 1946 un relieve en cemento con el título Pericón. La obra de Pinisi muestra a una sola pareja a punto de ejecutar alguna de las figuras que componen el baile, de manera similar a las estampas que aparecen en Danzas argentinas. También María Esther Ramella, una interesante grabadora que egresó como profesora de dibujo en 1936, participó por primera vez del Salón Nacional en 1947 con un aguafuerte homónimo.

El pericón, junto a otras danzas, fue rescatado del olvido por los hermanos Podestá que lo incluyeron dentro del repertorio del Circo Criollo alrededor de 1890. Su adaptación al escenario introdujo figuras novedosas que exaltaron los símbolos patrios[9] y lo inscribieron como parte de las expresiones criollistas que impusieron lo gauchesco como paradigma de la nacionalidad. Esta versión autóctona del circo fue considerada el germen del teatro nacional, a la vez que aportó cambios significativos al espectáculo circense en ambos márgenes del Río de la Plata. Tuvo su origen en 1884, con la puesta en escena de Juan Moreira, de Eduardo Gutierrez, adaptada como pantomima y ejecutada por las compañías de Podestá/Scotti y los hermanos Carlo. La inclusión de pantomimas en las funciones era moneda corriente en ese entonces, no obstante, la introducción del drama gauchesco en el programa cosechó un éxito sin precedentes. En poco tiempo, los hermanos Podestá comenzaron a interpretar una versión con diálogos de la obra que fue rápidamente imitada por otros circos y terminó por dar forma al Circo Criollo o circo de primera y segunda parte. Este nombre marcaba la diferencia con el circo tradicional –llamado a partir de entonces solo de primera parte– ya que además del espectáculo usual de acrobacias, clown y equitación interpretados durante el primer segmento, se le sumaba un segundo tramo, en el que se ponía en escena algún drama criollo dentro del cual se intercalaban números de música y danza tradicional. Payadores como Gabino Ezeiza hicieron su fama en las funciones del circo y el público podía ver bailar la zamba, el gato, la media caña y la resfalosa federal. Estas dos últimas, recreaciones de viejas danzas, acompañaron durante el fin de fiesta la escenificación de La pulpera de Santa Lucía. El Circo Criollo comenzó su declive después de las primeras décadas del siglo XX. Las transformaciones urbanas y las nuevas formas de entretenimiento empujaron a los circos a los márgenes de las ciudades y la campaña, siendo en muchas ocasiones el único acceso al teatro que se podía tener en algunos pueblos alejados de los centros urbanos. Más adelante, con el desarrollo del radioteatro y el cine, se convirtieron en fuentes de trabajo más redituables para muchos de los actores que iniciaron su carrera en la pista. Aun así, varias compañías siguieron trabajando con esta modalidad hasta entrados los años cincuenta.

En 1933, Melgarejo Muñoz representó, en una serie de tres grabados titulada Viejo Circo Criollo, las distintas partes del espectáculo: la puesta en escena de Juan Moreira, lo que pareciera ser una coreografía de zamba y el Pericón Nacional. El grado de síntesis en los cuerpos de los personajes y animales, el tratamiento de volúmenes y la geometrización de algunos elementos parecieran tensionar la obra hacia una resolución poscubista sin romper, en ningún momento, las convenciones espaciales de una pintura de asunto. Melgarejo Muñoz, que se radicó de niño en la provincia de San Luis, seguramente recuperó el Circo Criollo desde la nostalgia y el recuerdo de la infancia, de los espectáculos del famoso circo de los hermanos Anselmi, en el que dio sus primeros pasos el actor cómico Pepe Biondi.

Imagen 5: Melgarejo Muñoz, W. (1933). Viejo Circo Criollo. Catálogo del XXIII Salón Nacional de Bellas Artes. Buenos Aires, Argentina.

Otra de las danzas más frecuentadas en los envíos a los salones fue el carnavalito, un ritmo norteño derivado de los huaynos que se ejecutan en toda la región andina. Se trata de una danza comunitaria que, como su nombre lo indica, es propia del tiempo de carnaval. No posee una estructura fija, sino que se compone de varias figuras articuladas por la iniciativa de un bastonero –generalmente alguno de los llamados “diablos”– o desplegadas según el gusto de los bailarines. En 1953 Enrique Dohme envió al Salón Nacional de 1953 un Carnavalito en Jujuy, en el cual se ve a una mujer guiar una hilera de bailarines por las calles.

Además del carnavalito, otros géneros musicales y danzas folclóricas pudieron verse también en los Salones. Las vidalas conforman uno de los grupos musicales entonados durante la fiesta de carnaval. Se interpretan, con variaciones regionales, en Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca y llegan incluso hasta La Rioja y San Juan. Distintos retratos de músicos vidaleros fueron representados por Gaspar Besares Soraire en 1930 y 1958 y Francisco Vecchioli en 1940. La zamba, prima hermana de la cueca y una de las más bellas danzas argentinas de pareja, aparece en Zamba en Foroyaco de José Andrés Pereyra y Fiesta, de Ernesto Díaz Larroque, ambas presentadas en 1953. Finalmente, el bailecito, danza proveniente de Jujuy que utiliza pañuelo de forma similar a la zamba, fue representado en 1942 por Delia Otaola de Della Valle en el tríptico Bailecito.

Bibliografía

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Cómo citar este artículo:

Rondano, L. (2022). Fervor histórico, devoción por las tradiciones e imaginación de artista. Danzas tradicionales y artes plásticas bajo la expansión de los estudios folclóricos en Argentina. AVANCES, (31), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/38092.


[1] El listado excluye sistemáticamente a artistas del siglo XX que han representado danzas folclóricas incluso a través de lenguajes novedosos, como fue el caso de Pedro Figari. Es obvio que lo que interesa a Carlos Vega de estos artistas es el carácter documental de su obra, ya sea por haber sido testigos directos de las danzas que se representan o por tener una cercanía temporal con aquellas, lo que les otorgaría, a sus ojos, una mayor veracidad.

[2] Podemos mencionar una gran cantidad de trabajos que, desde finales de los veinte, fueron delimitando una especificidad del folclore dentro de la antropología y la etnografía. Destacamos los Cancioneros populares de Juan Alfonso Carrizo entre 1928 y 1941; Danzas y Canciones argentinas, de Carlos Vega en 1936; Música tradicional argentina de Isabel Aretz en 1946; Folklore del Carnaval Calchaquí de Augusto Cortazar en 1949, entre otros.

[3] El palito es una danza de fuertes connotaciones sexuales en la que, de manera excepcional, se permite que un hombre pueda bailar con dos compañeras. El escondido, en cambio, es una danza amatoria que escenifica un juego amoroso en el que las parejas se ocultan durante el baile.

[4] Armando (2009), en un trabajo pionero, señaló las posibilidades y dificultades de acción y visibilización para las mujeres artistas en el campo artístico de la primera mitad del siglo XX: “…[hubo] mujeres vinculadas al arte que estudiaron dibujo y pintura en las primeras academias, participaron de salones oficiales o colaboraron activamente en la gráfica de importantes revistas culturales, cuya obra permaneció en buena medida oculta o poco valorada, reforzando así la idea de su ausencia. Esas mujeres constituyeron sin dudas un conjunto menor al de los hombres, donde el peso de los roles domésticos tradicionalmente asignados a ellas debió ser un aspecto central, pero al mismo tiempo aquellas que estaban inmersas en las artes plásticas y decorativas y que por supuesto intervenían públicamente, recibieron tan escasa atención por parte de la crítica que resultaron invisibles. La observación y el análisis casi exclusivo de las obras de creadores varones se correspondieron con la aceptación de una imagen de artista, aquella que el modernismo había construido a partir de un heroico varón individualista y que como tal jalonaba la historia del arte. Una historia impregnada de acentos evolucionistas tramada sobre las constantes innovaciones estéticas” (p. 5).

[5] Aurora de Pietro ilustró, entre otras publicaciones, los libros Panorama de la música popular argentina, de Carlos Vega; Música tradicional argentina: Tucumán y Canciones y danzas argentinas, de Isabel Aretz y Cancionero tradicional argentino de Juan Alfonzo Carrizo.

[6] Algunas de estas apropiaciones le trajeron problemas legales ante los reclamos de autoría por parte de los creadores o sus descendientes. El caso más conocido fue el de la zamba La López Pereyra, registrada por Chazarreta, pero compuesta en 1901 por el músico salteño Artidoro Cresseri.

[7] Las relaciones entre el arte argentino y las políticas culturales norteamericanas implementadas durante el gobierno de Roosevelt –que incluyeron circulación de obras, adquisiciones y exhibiciones importantes– fueron trabajadas en extenso por Serviddio (2012; 2019). Queda pendiente, para un futuro trabajo, estudiar en profundidad la incidencia de la temática nativa en aquel contexto.

[8] Altamirano y Sarlo (2001) realizan una advertencia sobre el problema de la aplicación del concepto de campo intelectual en sociedades como las latinoamericanas en donde no se han consolidado sistemas políticos estables. En estos casos la relativa autonomía del campo institucionalizado puede ser vulnerada y permeada por disposiciones provenientes de otros campos. Este, en concreto, es un ejemplo de una mayor injerencia de las autoridades políticas sobre las instituciones artísticas. En otras ocasiones, bajo dictaduras militares, esta injerencia ha llegado al extremo a través de la coerción directa mediante la censura de obras, la clausura de espacios y la vulneración de la integridad física de los actores, siendo la tortura y desaparición de personas acaso las más aberrantes.

[9] La figura que da cierre a la danza es el “pabellón patrio”. En ella los bailarines llevan pañuelos blancos y celestes que desplegados de manera intercalada forman el emblema nacional. Según José Podestá, su incorporación agradó mucho al público desde el primer momento y se convirtió en una de las partes más emotivas del espectáculo (Veniard, 2015, p. 138).