Número 31 · Año 2022


Escribir en crisis, leer en pandemia: Los llanos de Federico Falco

María Elena Legaz

Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

legazmel@gmail.com

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/c3dyez10q 

Resumen

El ensayo propone una lectura de Los llanos de Federico Falco centrada en sus vínculos espaciales con algunos textos canónicos de la literatura argentina del siglo XX y sobre todo con los de otro cordobés de origen, Héctor Bianciotti. Por otra parte, indaga en las circunstancias en que el yo narrador escribe: una etapa de crisis amorosa e identitaria. La concreción final de la escritura autoficcional (que a la vez diseña una poética) resulta paralela al trabajo incesante para perfeccionar su huerta, en la soledad de un pueblo de campo. La experiencia de lectura se liga con los avatares de la pandemia, en cuyos inicios se publica el libro, y deviene así en el modelo posible para una vida distinta.

Palabras clave

Territorio, Memoria, Crisis, Escritura, Pandemia

Writing in crisis, reading in a pandemic: Los llanos of Federico Falco

Abstract

The essay proposes a reading of Los llanos by Federico Falco, focused on its spatial link with some canonical texts of Argentine literature of the 20th century and especially those of another Cordovan origin, Héctor Bianciotti. On the other hand, it investigates the circumstances in which the narrator writes: a stage of love and identity crisis: The final concretion of the autofictional writing (which at the same time designs a poetics) is parallel to the incessant work to perfect his orechard in the solitude of a country town. The reading experience is linked to the vicissitudes of the pandemic at the beginning of which the book is published and thus becomes the possible model for a different life.

Key words

Territory, Memory, Crisis, Writing, Pandemic


AVANCES

Recibido: 21/10/2021 - Aceptado: 07/03/2022

Número 31, 2022 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional


Los llanos de Federico Falco (2020) fue finalista del Premio Herralde de Novela que se adjudicó en noviembre de 2020. Se trata de la primera narración extensa del autor cordobés que antes había publicado conjuntos de cuentos y una novela breve, además de libros de poemas. Respecto del género, como ocurre frecuentemente en los últimos años, puede hablarse de una autoficción, entendiendo como tal al texto que propone a sus lectores un pacto ambiguo, al decir de Alberca (1999)[1], un pacto intermedio: entre la ficción y lo autobiográfico. Es posible encontrar similitudes entre las características del narrador y los datos que conocemos del autor: origen, familia, lugares habitados durante la niñez, actividades intelectuales… Si bien no menciona explícitamente su nombre propio y solo lo desliza en la reminiscencia de aquellos mensajes escritos con las uñas en las hojas de los álamos –“FEDE” (Falco, 2020, p. 225)– es posible realizar tal asociación más allá del material imaginativo que acompaña los recuerdos personales.

        Además de las tensiones entre autobiografía y ficción, el relato incorpora frecuentes reflexiones que lo acercan al ensayo y que, en los momentos finales, se reemplazan por registros líricos a manera de cierre. Por otra parte, la estructura del libro que está distribuida teniendo en cuenta la evolución temporal –de enero a septiembre– se asemeja a un inventario de pequeños sucesos que alguien anota en un diario, pero no da cuenta de ellos día a día, sino mes a mes.

        El narrador cuenta su historia de crisis personal luego de una ruptura amorosa, la decisión de instalarse en el campo a orillas de un pueblo a medio construir, Zapiola, y el deseo de tener una huerta.

        Si bien el título privilegia el territorio que constituye un paradigma en la historia de la literatura argentina y las consideraciones sobre ese territorio y los efectos que provoca en el yo abundan en Los llanos, la dimensión temporal, el transcurrir y los ritmos de ese transcurrir también atraviesan muchas secuencias; los movimientos de la memoria van y vienen, desentrañan etapas, se detienen con persistencia en la infancia, para regresar al presente de la narración.

        Pero el yo en crisis es un escritor y, por lo tanto, por el tamiz del territorio y el de la memoria, pasa la tarea de la escritura, las vicisitudes de armar palabras o recogerlas si están dispersas en los libros de los demás, con los que se puede conversar para atenuar el aislamiento y el desamparo. El epígrafe general del libro, que es del escritor estadounidense Ron Padgett, anticipa uno de los motivos centrales: el paisaje como un lenguaje que puede comprender el sentido del yo.

Territorios: los llanos y la huerta

        Federico Falco elige como título Los llanos, sinónimo de "llanura" más frecuentemente utilizado para denominar ese espacio en la literatura argentina. En los comienzos, Echeverría habla de “desierto”, territorio despoblado en la época de los enfrentamientos con los pueblos indígenas. Lo mismo hace Sarmiento en su Facundo, donde emplea imágenes afines, casi homólogas, como “pampa”, “llanura” o “planicie”, siempre como sinónimos de extensión y barbarie. La poesía gauchesca privilegia “pampa”, aunque no necesite nombrarla ni describirla. Borges, quien en su etapa criollista utiliza “pampa”, luego en las ficciones rescata “llanura” pero también "desierto" o "tierra adentro" cuando esas ficciones se sitúan en el pasado. El conocido poema de Borges (1960) dedicado a su abuelo paterno, “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1835-1874)”, no solo fusiona los significantes: “Francisco Borges va por la llanura/ Esto que lo cercaba, la metralla/ esto que ve, la pampa desmedida/” (p. 113), sino que, más allá de los nombres sustantivos y sus matices, lo que enfatiza es el adjetivo “desmedida”, que posee la misma contundencia semántica que “Amanecía en la desaforada llanura” (Borges, 1957, p. 57), esa línea en los finales de “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Ambos son atributos de la vastedad, la ausencia de contornos, la amenazante soledad.

Uno de los puntos culminantes de esa corriente de pensamiento fatalista en relación al espacio argentino por antonomasia, que atraviesa a distintos autores de nuestra producción literaria, está representado por los escritos de Martínez Estrada (2017) y en especial por Radiografía de la pampa[2]. “Ensayo de interpretación de la realidad nacional”, según la denominación de Rest (1982), se inscribe en el desconcierto provocado por la crisis de la década del treinta, después de la euforia de la restauración nacionalista del centenario. Heredero de las teorías del último Sarmiento, de la generación positivista y de la mirada de algunos viajeros que visitaron la Argentina en ese entonces –por ejemplo, las Meditaciones sudamericanas de Keyserling (1933)– su visión, apuntalada por lecturas de Nietzsche, Spengler, Simmel y también Freud, se asienta en un pesimismo irredimible, porque excluye toda posibilidad de salida. Las expectativas de un nuevo Dorado, “Trapalanda”, según Martínez Estrada, la tierra prometida, se ven frustradas porque el hombre solo encuentra aquí la agotadora dimensión del desierto y por lo tanto la destitución de sus ilusiones. La pampa es para él: “vacío inexpresivo” y por su condición intrínseca “sólo deja la perspectiva de su permanencia en el ser, abolición del devenir” (Rest, 1982, p. 51). Y esta situación es la consecuencia de un destino irrevocable, no sujeto a las fluctuaciones del proceso histórico y social.

         En la misma etapa, otros intelectuales poseen también una mirada desesperanzadora de la llanura. Scalabrini Ortiz (1933) en El hombre que está solo y espera afirma que: “La pampa abate al hombre; la pampa no permite nada a la fantasía, no entrega nada a la imaginación” (p. 54).

        Uno de los escritores más borgianos (basta leer cualquiera de sus textos) es otro cordobés, Héctor Bianciotti. Existen ciertas coincidencias entre Los llanos y La busca del jardín, una autoficción que Bianciotti publica en 1978. Allí el yo recuerda: “Las primeras cosas que sus ojos vieron se confunden en una sola e incesante; la llanura” (Bianciotti, 1978, p. 11). Este espacio –del que siempre huye– se convierte en prototipo de partida de cada viaje que emprende, el modelo para toda comparación. Como Falco, Bianciotti es descendiente de inmigrantes italianos (sus padres hablan piamontés entre ellos), crece en una chacra en el interior de la provincia de Córdoba y, a medida que pasa el tiempo, decide abandonar el lugar y marcharse lejos. Las instancias generacionales y las circunstancias históricas diversas hacen variar los respectivos puntos de traslado de los protagonistas de ambas autoficciones. El “escriba” de Bianciotti, después de numerosas vicisitudes en Argentina, viaja a Europa. El propio autor cumple su sueño de vivir en París, ser reconocido como escritor, cambiar de lengua y ser aceptado en la Academia Francesa. La travesía del yo de Los llanos resulta menos abrupta: cambia la llanura del viento constante primero por la ciudad y después por otra llanura, la de la provincia de Buenos Aires. Pero sus miradas sobre el entorno no varían: el vacío, la paradójica sensación de prisión en un espacio de libertad, en un espacio abierto por todos lados.

        A lo largo de Los llanos se reiteran las calificaciones de “vacío” (“ese gran espacio vacío” [Falco, 2020, p. 41]), sobre todo cuando Fede evoca los comienzos de su familia de inmigrantes en Argentina, de su bisabuelo, “el primer Juan”, quien vive la dura circunstancia del cambio de territorio, desde los montes europeos a la llanura sudamericana. La búsqueda de mejores condiciones de existencia provoca la idealización del Nuevo Mundo, pero la realidad difiere del sueño: “El paraíso prometido había resultado un vacío áspero y demasiado difícil de llenar” (p. 118) y para colmo sin posibilidades de retorno

Del otro lado un origen quemado por la guerra. Ningún lugar al que volver. Ninguna Itaca, ni atrás, ni adelante. Atrapado en el gran vacío. Una vida que intenta armarse en la llanura y el viento que a cada rato la tumba (p. 118).

        En La busca del jardín, el yo aún no rechaza como absoluta la condición del regreso, de recobrar el punto de partida: “porque ningún conocimiento, ninguna conciencia, podrán curarlo de una nostalgia al cabo incurable, de Itaca, ya allí y entonces, en el origen, y aquí y ahora –y sin embargo, fuga, espejismo” (Bianciotti, 1978, p. 90). Casi veinte años después descree de esa posibilidad y acepta el exilio permanente: “La vida se ha disipado demasiado, para el paso tan lento del amor, se hace tarde y no tengo ninguna Itaca” (Bianciotti, 1996, p. 310). Se asocia a una visión a la que Nancy (2001) denomina “la existencia exiliada”, una negatividad pura y simple, la dureza y la desgracia del exilio.

        La presencia de la llanura desencadena una cosmogonía alejada de la trascendencia. En Los llanos el narrador afirma: “Dios siempre está en lo alto. En el Antiguo Testamento, allí donde hay una montaña, es donde Dios se encuentra (…) Los que viven en el llano, viven con Dios lejos, viven mirando para arriba (…) La horizontalidad. La pampa como el lugar donde estamos perdidos” (Falco, 2020, pp. 136-137). La horizontalidad simboliza la retirada de un Absoluto cercano y en cierto modo coincide con la sentencia que el padre de La busca del jardín arroja sobre su pequeño hijo en la intemperie de la chacra cordobesa:“'No hay Dios ni diablo', murmura, 'todo termina en la tierra, bajo tierra, en el potrero de las cruces'” (Bianciotti, 1978, p. 17). Para el yo de Los llanos, Dios se siente lejano porque al no evidenciar ningún signo para ser reconocido, resulta imposible de encontrar. Con ese ocultamiento desampara a sus criaturas y las deja libradas al rigor del entorno natural que no es bucólico: “El llano es duro, el campo es cruel, no necesariamente consuela” (Falco, 2020, p. 140).

        Ahora bien, ante el vacío existen distintas actitudes humanas: hay quienes pueden asomarse a él, no le temen; pero otros, en cambio, sienten vértigo. Al yo en crisis que narra su historia, que se encuentra solo en un espacio abierto que se impone, no siempre la llanura le resulta un vacío; por momentos parece sentirla como una suerte de espejo de lo bueno y de lo malo y donde quizás pueda encontrarse a sí mismo. Porque cree que la llanura es un paisaje para contemplar; esta cualidad implica el probable inicio de una conversión, el descubrimiento de esa identidad plena que fusione todas las identidades dispersas en una sola.

        Mientras tanto, ¿qué puede hacerse para llenar el vacío? Se puede armar una huerta.

Gran parte de las secuencias de Los llanos se detiene en la problemática de la huerta. El yo narrador describe morosamente los avatares de la tarea de constituirla. Las dificultades y peligros que la acechan en todas las etapas, no solo provienen del exterior –sequía, plagas y enfermedades, granizo, semillas fallidas–, sino también de su desánimo ante las inclemencias y el desconocimiento de las leyes de la Naturaleza que impone sus propios ritmos a los afanes del hombre. Poco a poco, mientras siembra, puntea, rastrilla, arranca yuyos, trasplanta, riega… hasta completar el cultivo y el posterior consumo como alimento, va adquiriendo la sabiduría de vencer la ansiedad, porque siente que no se puede controlar una huerta ni el deseo de una huerta; que ella surge de su propia vitalidad. Por lo tanto, debe respetar los ciclos de la Naturaleza, sus recurrencias –la Naturaleza es siempre igual a sí misma–, debe aprender a leer esos ciclos, asumir los traspiés y los esfuerzos necesarios para atarse a algo: “A una huerta, un bosque, una planta, una palabra. Atarse a algo que tenga raíz, anudarse para no perderse en el viento que sopla sobre la pampa y llama” (p. 232). Es decir, encontrar un refugio. Quizá sin saberlo está repitiendo el mito del origen, el del primer Juan que aprendió a danzar al ritmo de “la música de las cosechas” (p. 141).

        Sin embargo, el mito del origen no incluye a la soja, que llega más tarde como intrusa en el ritmo natural. Se la elige por su valor comercial y la insistencia en producirla a toda costa, sin alternancia, perjudica a la tierra como la perjudican las acciones extractivas y contaminantes. Se opone a la huerta, que recrea una vez más aquella danza circular de los orígenes.

La huerta y, además, las aves (los pájaros, las entrañables gallinas), los diversos animales y la variedad de flores, porque se trata del ensayo “de un sueño mayor”, son otros atajos en el camino de “armar un jardín que dure, que se prolongue en el tiempo” (p. 23). Plantar árboles para siempre, construir un bosque.

El tiempo. El transcurrir y la memoria

        De acuerdo a las teorías de Bergson (2005) solo teniendo presente la dimensión temporal se alcanza la visión completa del yo. ¿Cómo se percibe el tiempo en medio de una crisis, en soledad, a distancia de las redes sociales, de los medios de comunicación y en el vacío de la llanura? Aunque el yo es un escritor, también se encuentra en pausa su tarea de escritura y parecen sobrarle las horas del día. Se pregunta al respecto:

El tiempo pasa fácil en las películas, en las novelas. Solo se cuentan las acciones importantes, aquellas que hacen avanzar la trama. El resto –las dudas, el aburrimiento, los largos días donde nada cambia, la tristeza estancada– desaparece a golpes de elipsis, de cortes netos, resúmenes rápidos (…) Es como si en el tiempo del duelo no hubiera narrativa (Falco, 2020, p. 179).

Las cosas importantes del pasado (el amor, la casa compartida, la escritura de los cuentos) quedan atrás y las nuevas posibles todavía no existen; tiene que construirlas para poder decir al final: “Armé una huerta” y tener escrita una historia, la que estamos leyendo. Al contrario de las películas, tiene que narrar lo que en ellas se elude, se borra o se corta porque resulta inútil para el movimiento de la acción. En cambio a él le queda contar el transcurrir de los días, de los meses y de las estaciones. Ese es también el modo que elige para la división estructural del texto: pequeñas anotaciones periódicas y fragmentarias, agrupadas mes por mes, mientras se sumerge en el silencio, en “Un tiempo para aprender a esperar el paso del tiempo” (Falco, 2020, p. 19). Podríamos decir que vive a fondo la experiencia de “la duración” pura, el élan vital del que habla Bergson (2005).

        Solo tiene contactos esporádicos tanto en el sitio de su retiro (el personaje Luiso) como en el pueblo de Zapiola (Anselmo, Wendel). Entonces recobra un transcurrir temporal semejante al del hombre primitivo en su etapa de agricultor menor: en el hacer, los cuidados de la huerta, y en el resto de los días y de las noches, el descanso del pensar, la incursión en la misteriosa poesía que trae consigo el fluir del tiempo. Aprende a “mirar” y a “leer” en la Naturaleza los cambios que trae la llegada de las estaciones: tiempo de sequía, tiempo de lluvias, tiempo de hibernar, tiempo de florecer… adecuándose a sus ciclos, comprendiendo que “las cosas crecen de a poco” y más aún cuando ese tiempo se mide en términos de árbol: “El tiempo lentísimo en que crece un árbol. Se pasa la vida esperando” (Falco, 2020, p. 223).

        El aislamiento se interrumpe una vez con el viaje a la llanura cordobesa de la infancia, donde viven sus padres y en búsqueda de respuestas complementarias para seguir en el aprendizaje vital, para crecer. Ese viaje de horizonte a horizonte evoca los de la memoria. En el fluir temporal se interpenetran con el presente los recuerdos que estallan de pronto por el mecanismo de lo que Proust (2015) llama “la memoria involuntaria”: sonidos, sabores, fotos en blanco y negro, sueños. “Los recuerdos que aparecen de improviso como flashes” (Falco, 2020, p. 215), según el narrador. Esa memoria lo conduce la mayoría de las veces a la niñez, al vínculo con sus abuelos y su tío (la primera llanura, la inmersión en la primera huerta, el sentirse diferente, la experiencia de la primera muerte) y a través de ellos a los orígenes, al primer Juan, que funda la familia. Otras veces la memoria lo transporta a los años con Ciro (años de proyectos, de la concreción de una casa/refugio, años de felicidad). Ahora, ambas travesías temporales se visualizan con “la textura de foto vieja del recuerdo” (p. 17).

        Aunque el escritor se halle en crisis, en su memoria se recrean las lecturas del pasado: Señala Proust (2015) que lo que dejan sobre todo en nosotros las lecturas de la infancia “es la imagen de los lugares y los días en que los leíamos”. Y agrega: “Si se nos ocurre todavía hoy hojear los libros de antaño es simplemente como revisar esos únicos almanaques conservados de días extinguidos con la esperanza de ver reflejados en sus páginas las casas y los estanques que ya no existen (pp. 15-16). Y regresan iguales las lecturas del pasado más inmediato que también se nombran y se citan a cada momento, así como el recuerdo de los talleres dictados y de los cuentos escritos, algunos sin concluir.

Pero, a la manera borgiana, se resalta otro tiempo que lo abarca todo:

El tiempo de una vida como un dibujo que lentamente, día a día, se va formando sobre una hoja en blanco (…) Un dibujo lleno de rayones, de tachaduras, de pasos en falso, de planes que se desarman, proyectos que se caen, personas queridas que dejan de amar, que dicen basta, ándate, ándate lejos (Falco, 2020, pp. 102-103).

Por entonces, aún no sabe si ese dibujo –esa vida– tiene un sentido o hay que dárselo.

¿Una poética?

El yo narrador de Los llanos incorpora al registro minucioso de sus días en el campo de Zapiola, junto a las vicisitudes de la huerta, anotaciones sobre la tarea del escritor. En su memoria surgen los inicios de la vocación, las inseguridades y los miedos propios de quien emprende una tarea apasionante pero incierta. Teme no ser suficientemente bueno, que el lector lo rechace, pero también desea ser conocido, que lo lean en su pueblo. Esas reflexiones que componen parte de la rutina de su vida antes de la crisis, se fusionan con la situación del presente y están dispersas a lo largo de la narración. Quizás sea posible abstraerlas y ordenarlas en un montaje lógico y configurar casi una poética en cuyo centro se ubica la problemática del cuento.

        De acuerdo con esa incipiente poética, las razones por las que elige escribir resultan múltiples y heterogéneas. Por ejemplo confiesa que “Escribir es una manera de expresar nuestra necesidad de contacto. O nuestro miedo al contacto” (Falco, 2020, p. 52), aparente contradicción que deviene de sus vacilaciones identitarias y de comunicación. También lo hace porque se trata de una actividad que no requiere habitualmente compañía, es el predominio de una tarea individual y en soledad. En todo momento liga la escritura a su visión del territorio: “escribir sobre el vacío, por la ilusión de que el vacío desaparezca” (p. 53); o sea una de las formas que encuentra para llenar ese vacío –además de conformar una huerta– es contar historias. Luego, el vacío primordial se une al de la pérdida: “el vacío que deja una casa” (p. 211). Reconoce que “contar una historia cambia a quien la escribe”, que la propia tarea modifica al creador y él, quien se encuentra en un momento de pausa, al mismo tiempo puede abrirse a la búsqueda y al cambio. Si bien cree que no escribir siempre es más placentero, tiene la certeza de que escribir se relaciona con una necesidad de orden: “Escribir requiere caos, incertidumbre, ebullición (…) Es un poco como construir una casa, pero sin tener planos previos. (...) La gran energía que requiere la escritura es la de ordenar (…) ordenar el mundo a golpes de teclado” (pp. 182-186), sería la síntesis adecuada.

        Si en este tiempo elige la huerta es porque la huerta no requiere pensar, solo hacer. Pero en algunos momentos encuentra coincidencias entre la huerta y la escritura.

Con la escritura pasa más o menos lo mismo: a veces, al escribir, tenía la ilusión de         que controlaba el texto pero en realidad todo se daba de una manera en que casi me         excluía: brotaba lo que podía en medio de mis propios accidentes, mi neurosis, mi         cansancio, mi vagancia, mi temor a qué van a decir, ¿se aburrirán?, qué van a pensar de mí, mi miedo a que no les guste, a que cierren el libro a la mitad y no sigan. Son traspiés no tan diferentes a la sequía, o el viento o el granizo. Atacan el germen. Los textos crecen en medio, son modelados y lastimados por mí mismo. Algunos no sobreviven. Otros, no cuentan con mi ayuda. A algunos no los puedo ayudar a ser, no sé cómo escribirlos (pp. 51-52).

Pero la diferencia básica reside en que escribir y pensar están unidos.

        A veces compara la escritura con otras formas artísticas como la cerámica en el sentido de dominar la forma, conseguir la destreza de domar la masa de palabras. Y siempre la huerta como punto de referencia: “Antes pensaba que había que tratar a la escritura como a la arcilla. Ahora me pregunto si se podría escribir como se hace una huerta” (p. 200). Respecto a la relación con la pintura abstracta, se eliminaría la obligatoriedad de pensar: “Abstracción. No representación. Poder hacer eso con el lenguaje: escribir algo sin sonido, sin tener que entender y aclarar (...) No tener que pensar (…) Palabras para mirar. Eso y nada más (pp. 200-201).

        Pero es la especie particular del cuento la que se convierte en el núcleo de esta poética: juega con las distintas tramas, con imaginar intrigas, realiza esquemas de guiones, experimenta con las palabras y se detiene en el proceso del “nombrar” que, a pesar de ser individual, siempre incluye a un “otro”.

        Primero hay un nombrar íntimo, descuidado (…) Solo cuando aparece el otro, empezamos a nombrar de verdad. A separar el paisaje en partes. (…) categorizar, priorizar, seleccionar. Todas maneras de describir, de poner en palabras para el otro,         para que el otro, de alguna manera, aunque sea vicaria, pueda formar parte de la experiencia. Replicar la experiencia en el lenguaje, aunque el lenguaje no transmita         la experiencia (pp. 80-81).

        La rigurosidad de la búsqueda lo hace fantasear con un cuento solo visual, despegado de todo significado:

        Un cuento que sea oscuridad, y solo de tanto en tanto, fogonazos de luz anaranjada,         o roja, o blanca, o amarilla. Un cuento como una sucesión de fuegos artificiales. Empiezan, explotan, terminan. No hay sentido. Irrumpen en la noche (…) Explosiones para mirar, para que otros las sientan vibrando en sus pupilas para que le salpiquen la piel con cenizas o ascuas (pp. 195-196).

No solo entretener al lector –como también lo desea– o acompañarlo; en ocasiones busca su deslumbramiento.

Escribir en crisis

La crisis del yo narrador y protagonista se produce por su pérdida amorosa. En los primeros capítulos menciona fragmentariamente la relación ya acabada con Ciro, después de siete años. Muestra su desolación y confiesa que sigue extrañándolo. Recién a partir del sexto capítulo, “Junio”, comienza a entregar al lector las alternativas de ese vínculo. No lo hace en forma cronológica, sino alternando etapas de distintos tiempos. Sin embargo puede reconstruirse la historia desde los comienzos de la relación hasta el momento en que se separan. Los juegos de la afectividad, los malentendidos, la compleja convivencia, el estallido de la felicidad reconocida, “el miedo de cada uno de que el otro nos viera desde muy adentro” (Falco, 2020, p. 164). Como en las problemáticas abordadas, el territorio y la memoria, son frecuentes las preguntas retóricas que rodean al misterio del amor: “¿Por qué nos enamoramos de alguien?” (p. 213); “¿Y por qué algunas personas nos atraen hasta la locura…?” (p. 214). Sobre todo se detiene en la casa que ambos terminaron de construir y luego habitaron.

        Crecía algo sólido, algo estable, grande: una casa, nuestra casa. Armamos una casa.         Construimos un refugio y nos encerramos adentro (…) La sonrisa de Ciro, la alegría. Su respiración en la almohada. Nuestra casa, esa pequeña fortaleza donde se podía dormir con las ventanas abiertas, dos pisos por encima del resto del mundo (pp. 172-173).

Hacia el final se va concentrando lo que podríamos denominar: “fragmentos de un discurso del desamor”, recordando el libro de Roland Barthes Fragmentos de un discurso amoroso. Justamente en el comienzo, Barthes (2011) realiza la siguiente advertencia.

        El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad (…) se le ha restituido a este discurso su persona fundamental que es el yo. De manera de poner en escena una enunciación, no un análisis. Es un retrato sí lo aquí propuesto pero este retrato no es         psicológico, es estructural, da a leer un lugar de palabras. El lugar de alguien que habla en sí mismo, amorosamente frente a otro (el objeto mismo) que no habla (pp. 14-15).

Es en el comienzo del último capítulo, “Septiembre”, cuando Falco (2020) elabora un particular diálogo del desamor, un diálogo más cercano al registro lírico que al narrativo:

Dijo: algo tenía que romperse, estábamos estancados, necesitaba libertad. / Dijo: vivíamos en una fortaleza, nos creíamos autosuficientes / (…) Dijo: había que separarse para que cada uno pudiera ser uno mismo.

Yo dije: fuimos dos / fuimos los dos. / Yo dije: ya no sos más mi compañero, ahora ya no me acompañás (pp. 227-228).

Después, en la última parte del capítulo, otra vez, se da el predominio de las tareas de la huerta y junto a ellas la reflexión: “Algunos, cuando la vida se les desmorona, vuelven a la casa de sus padres. Otros no tienen donde volver. Yo volví al campo” (p. 229).

El protagonista es un hombre en crisis pero también un escritor en pausa que se pregunta en el transcurso de la narración, sobre su condición: “Antes era escritor, dije” (p. 41). Ahora ya no lo sabe. Intenta retomar algún cuento inconcluso pero no lo logra y tampoco puede leerse todavía. Esta inercia en su presente parece estar justificada por la ruptura que ha sufrido. A manera de la conocida pregunta de Adorno (2009): “¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?”, que podría traducirse, ¿cómo escribir después de la catástrofe?, lanza un interrogante similar: ¿Cómo escribir después de? (Falco, 2020, p. 183), “¿Cómo escribir entre los escombros…?” (p. 185). Incluso, en algún momento se plantea la opción de dejar la escritura definitivamente: “Si dejo de escribir, ¿qué pasa? Si dejo de escribir, ¿qué soy? (p. 194). Este último enigma choca con algo constitutivo de su ser, su condición de creador, una identidad visceral que lo abarca todo.

Aunque subrepticiamente, existe un proceso de restauración latente dentro de la crisis. Hay algunos indicios que parecen enlazados a la constante presencia del territorio de Los Llanos:

Vivo el paisaje con la vista, con la piel, con los oídos, pero no lo pongo en palabras. Ni siquiera lo intento. O lo intento solo acá, para mí, palabras clave para no olvidar. Palabras puerta que dentro de diez, quince años, cuando pase el tiempo, me abran al recuerdo de mi cuerpo moviéndose por estos lugares, a las sensaciones y sentimientos de esta época de mi vida (p. 80).

Había estado jugando con palabras, dibujando listas en castellano y en piamontés, había recordado citas de escritores, trazando una intertextualidad acorde al desarrollo del relato. Sin embargo, las referencias “aquí” y “para mí” nos transportan por primera vez a un eventual futuro de escritura. Finalmente esto ocurre como revelación en paralelo con la sentencia: “Armé una huerta para llenar el vacío” (p. 232), cuando abre el cuaderno donde encuentra su letra, “Todo lo que he escrito en estos meses, en este tiempo del campo” (p. 232). De pronto tenemos la historia, esta que estamos leyendo. Ha repetido el procedimiento de su abuelo, las libretitas que deja al morir y cuyo contenido son sus recorridos diarios ya que “«La forma en que uno pasa sus días es la forma en que uno pasa la vida», dice Annie Dillard” (p. 115). Ha recobrado la escritura y eso le permite cerrar el libro: “Poner una palabra detrás de otra solo como una manera de estar. / Contarse una historia para tratar de estar en paz” (p. 232).

Leer en pandemia. (A manera de epílogo)

A partir de 2020, con el avance de la pandemia, a las lecturas y relecturas habituales, se unieron aquellas propias de la ansiedad por saber más sobre el virus que azotaba –y aún lo hace– al planeta. Seguimos, por ejemplo, “El diario de la peste” de Goncalo Tavares (angolés radicado en Portugal), quien presentó noventa entregas, luego traducidas para la prensa escrita de diversos países de Europa y de América. Los sentimientos y reacciones producidos por el covid-19 y sus consecuencias, escritos en forma de collages con fragmentos de películas, canciones, sucesos del pasado y del presente en el mundo, eran expuestos como testimonios de que “no andan mansos los tiempos”. También nos enteramos de la aparición de textos de filósofos contemporáneos (Badiou, Nancy, Agamben, Butler, entre otros) compilados con el sugestivo título de Sopa de Wuhan que publicó luego Interzona.

Nancy (2020), recientemente desaparecido, escribió su último libro Un virus demasiado humano en medio de esa proliferación de discursos. En el primer capítulo señala:

Las pandemias de antaño, podían ser consideradas como castigos divinos, así como la enfermedad en general durante largo tiempo fue exógena al cuerpo social. Hoy la mayor parte de las enfermedades son endógenas, producidas por nuestras condiciones de vida, de alimentación y de intoxicación. Lo que era divino se ha vuelto humano, demasiado   humano, como dice Nietzsche (p. 25).

Nancy define al virus como “deconstructor” y a la crisis sanitaria como “una figura particularmente expresiva del vuelco de nuestra historia”. Asegura: “Tenemos que volver a aprender a respirar y a vivir, simplemente. Algo que es mucho, y difícil. Seamos niños” (p. 30).

En medio de ese entorno de escritos comprometidos con la pandemia, nos enteramos que un escritor cordobés había sido finalista del Premio Herralde. No fue fácil conseguir el libro y nos cautivó cuando comenzamos a leerlo. Estábamos confinados, con escasos o nulos contactos con los demás; atravesábamos una crisis global y nuestras crisis personales, como el protagonista de Los llanos. Nos sentimos identificados con él. Rechazábamos todo lo que suponíamos contaminado y deseábamos volver a lo primitivo, la tierra virgen, el alimento al alcance de la mano, la naturaleza en su esplendor y en sus acechanzas. Después, por entrevistas que distintos medios hicieron a Falco, supimos que había escrito el libro antes de la pandemia y en 2020 lo había corregido para enviarlo al concurso. Si bien Los llanos no surgió de las vivencias de la pandemia, nos acompañó con su poético acercamiento a un paisaje exterior conflictivo y al interior de sí mismo, en lo más recóndito. Ahora, leemos para atrás, leemos los cuentos de Federico Falco. Algunos lectores pudieron también armar sus huertas.

Así, más allá de los méritos literarios que posee, el libro deviene en el modelo posible para una vida distinta. Si una visión pesimista de la llanura predomina a lo largo de esta autoficción, el balance final que significa constatar que aún en crisis se puede escribir, armar y cuidar una huerta propia, recrear la infancia y leer –entender– mejor a la naturaleza, esto implica el acercamiento a un yo más profundo, a la identidad plena.  

 

Bibliografía

Adorno, T. (2009). Crítica de la  cultura y sociedad. Madrid: Akal.

Alberca, M. (1996). El pacto ambiguo. Boletín de la Unidad de Estudios Biográficos, (1). pp. 9-18. Recuperado de https://revistes.ub.edu/index.php/bueb/article/view/27946.  

Alberca, M. (1999). En las fronteras de la autobiografía. En M. Pedraza (Ed.), Escritura autobiográfica y géneros literarios. Jaen: Universidad de Jaen.

Barthes, R. (2011). Fragmentos de un discurso amoroso. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

Bergson, H. (2005). Materia y memoria. Buenos Aires: Cactus.

Bianciotti, H. (1978). La busca del jardín. Barcelona: Tusquets Editor.

Bianciotti, H. (1996). El paso tan lento del amor. Barcelona: Tusquets Editor.

Borges, J. L. (1957). El Aleph. Buenos Aires: Emecé.

Borges, J. L. (1960). El Hacedor. Buenos Aires: Emecé.

Doubrovsky, S. (1977). Fils. París: Gallimard.

Falco, F. (2020). Los llanos. Barcelona: Anagrama.

Martínez Estrada, E. (2017). Radiografía de la pampa. Buenos Aires: Interzona.

Nancy, J. L. (2020). Un virus demasiado humano. Santiago de Chile: Palinodia.

Proust, M. (2015). Sobre la lectura. Buenos Aires: Cátedra. Letras Universales.

Rest, J. (1982). El cuarto en el recoveco. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.

Scalabrini Ortiz, R. (1933). El hombre que está solo y espera. Buenos Aires: Anaconda.

Weinberg, L. ( 2004). Ezequiel Martínez Estrada. Lo real ominoso y los límites del Mal. En S. Saítta (dir.), El oficio se afirma. Buenos Aires: Emecé.

 


Cómo citar este artículo:

Legaz, M. E. (2022). Escribir en crisis, leer en pandemia: Los llanos de Federico Falco. AVANCES, (31), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/37986.

        


[1] El concepto de autoficción tiene su origen en el cuadro elaborado por Lejeune (1977) en Le pacte autobiographique que intenta delimitar una suerte de “género” en relación a otros cercanos y en la orilla opuesta a la ficción novelesca. Entre las situaciones posibles que se plantean y sus zonas de transición, Lejeune se pregunta si el héroe de una novela puede tener el mismo nombre que el autor, cosa que desestima. Posteriormente, Doubrovsky (1977) explora esta posibilidad y da al protagonista de su novela Fils su propio nombre; además se refiere a la obra como autoficción en la solapa del libro. El desarrollo de la categoría autoficcional con sus adherentes y detractores es analizado exhaustivamente por Alberca (1996) en El pacto ambiguo y luego en su versión actualizada “En las fronteras de la autobiografía” (Alberca, 1999). Allí habla de una doble operación de lectura que produce el inestable y confuso equilibrio entre la experiencia de lo vivido y la ficcionalidad. Esa tensión hace vacilar al receptor quien debe acompañar las fluctuaciones de la identidad en torno a la posesión o no del nombre propio, la adopción de máscaras o sobreimpresiones. 

[2] La problemática que recorre Radiografía de la pampa, así como sus antecedentes y derivas, suscita una fecunda polémica abierta a interpretaciones cambiantes, a partir de “los parricidas” de Contorno hasta hoy, y por lo tanto una profusa bibliografía. El libro se ha reeditado en numerosas oportunidades: la más reciente es la de 2017 de la editorial Interzona con prólogo de Christian Ferrer. También en este siglo abundan los estudios sobre la obra total de Martínez Estrada –ensayista, narrador, poeta como el interesante trabajo de Weinberg (2004): “Ezequiel Martínez Estrada. Lo real ominoso y los límites del Mal”.