Número 31 · Año 2022


Una aproximación al espacio y

el tiempo en la modernidad colonial

Juan Arrieta

Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

juan.arrieta@unc.edu.ar 

ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s27186555/5wlfi0m94 

Resumen

Este ensayo propone una reflexión acerca de diferentes conceptualizaciones del espacio y el tiempo en nuestro mundo moderno, desde el dominio estético a las objetivaciones cartográficas y las formalizaciones filosóficas. Estas configuraciones constituyen los productos simbólicos de determinadas estructuras de conocimiento que se objetivaron en una multiplicidad de representaciones cognitivas formalizadas, de manera acabada, en el imaginario del capitalismo moderno/colonial.

Palabras clave

Espacio, Tiempo, Epistemología, Modernidad/Colonialidad

An aproximation to the space and time

in the modernity coloniality

Abstract

The essay proposes a reflection about differents conceptualizations of space and time in our modern world, from aesthetics sphere to the cartography and philosophies formalizations. These configurations conform the symbolic products of cognitive structure that look at a multiplicity of cognitive representation to organize the capitalism modern/coloniality imaginary.

Key words

Space, Time, Epistemology, Modernity/Coloniality 


AVANCES

Recibido: 31/10/2021 - Aceptado: 02/03/2022

Número 31, 2022 / ISSN 1667-927X / e-ISSN 2718-6555

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

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En el lenguaje, en la religión, en el arte, en la ciencia,

el hombre no puede hacer más que construir su propio universo simbólico

que le permite comprender e interpretar, articular y organizar,

sintetizar y universalizar su experiencia

E. Cassirer (1968)

En Antropología filosófica, Ernest Cassirer (1968) dice que el espacio y el tiempo “constituyen la urdimbre en que se halla trabada toda realidad”, afirma incluso que no podríamos “concebir ninguna cosa real más que bajo las condiciones de espacio y tiempo”, y que para aprehender estas nociones y su experiencia en nuestro mundo moderno, deberíamos seguir una “vía indirecta”. Es decir, analizar “las formas de la cultura”, para recién allí poder descubrir su “carácter verdadero” (p. 40). En esta línea de razonamientos, intentaremos aproximarnos en forma crítica a una serie de conceptualizaciones y percepciones del espacio –principio primero de diferenciación del mundo moderno– en tanto productos simbólicos de estructuras de conocimientos (Bourdieu, 2015) que emergen de ciertas condiciones objetivas. Estas estructuras de conocimiento se formalizaron en un orden de representaciones en la conciencia occidental, que condujeron, y aún lo hacen, a cierto tipo de relación con la “naturaleza”, el tiempo, la experiencia, la diferencia cultural, la estética, y cuya expresión más acabada encontramos en el imaginario del capitalismo moderno/colonial.

El geógrafo inglés David Harvey (2012), ha propuesto tres nociones distintas para conceptualizar el espacio, que desde su perspectiva se deberían constituir en los fundamentos de toda producción de conocimiento geográfico. En primer lugar, la conceptualización de un “espacio absoluto”, que ha tenido gran importancia para la historia de la geografía y larga permanencia en el pensamiento occidental, a la cual aludiremos en este trabajo a través de las nociones de Newton, Descartes, Kant y Hegel. Allí el espacio es “algo fijo y conocido” que se va a constituir en el “marco dentro del cual ocurren procesos” y, por tanto, está separado del tiempo, que implica la dimensión de la “transformación y el desenvolvimiento”. Esta definición permite precisar fácilmente a los individuos a partir de su lugar en un “espacio absoluto” y en un “tiempo absoluto” (p. 13). Debemos notar que la ausencia de un lugar en el “espacio absoluto”, es decir, estar por fuera de la conceptualización de este espacio implica también un no-lugar en tanto ausencia de “ser”, que es algo ya más complejo, y en lo cual nos vamos a introducir más adelante. El “espacio absoluto” es susceptible, por otra parte, de “ser representado matemáticamente”, lo cual lo lleva a la posibilidad de erigirse en tanto un espacio de control físico y define, por cierto, los derechos de propiedad y de territorio. Es, como puede suponerse, el espacio del Estado y de la Nación.

Otra de estas ideas es la de un “espacio relativo”, que está asociada, dice Harvey (2012), principalmente con las investigaciones de Einstein, para quien el espacio no puede ser separado del tiempo. Dentro de esta conceptualización “relativa”, la comprensión de la existencia no se da en la forma de un individuo en tanto dominio de un lugar estático, sino como “algo que está sucediendo”, dice, y donde cobra importancia la “naturaleza del medio” a través del cual nos conectamos con otros y constituimos el espacio en movimiento, en proceso (Harvey, 2012, p. 14). En esta concepción el espacio es también tiempo. La comprensión de la fluidez y la circulación del capital en la época moderna requiere, por ejemplo, de una definición relativa del espacio.

Un tercer sentido del espacio y el tiempo es aquel que Harvey define como “relacional”. Esta definición relacional, dice, se asocia con la filosofía de Leibniz, quien tuvo la visión de que “el espacio y el tiempo no existen fuera de ciertos sucesos”. Es decir, que existen procesos de producción del espacio y el tiempo. Harvey, se va a preguntar entonces por la naturaleza de estos procesos de producción, por ejemplo, aquellos que conforman nuestro mundo espacio-temporal a través de los mercados financieros: “¿En qué grado, hasta qué punto el espacio-tiempo está siendo creado por estos procesos? Consideren la circulación del capital: ¿Qué tan rápido se da y hacia dónde?” (p. 15). Pero la respuesta a esta pregunta no se resuelve en una conceptualización unitaria, ya que mientras ocupamos un lugar en un espacio absoluto, el mismo espacio puede ser definido a través de un medio de composición en un espacio relativo que, a su vez, también está afectado por la construcción de un espacio relacional, por ejemplo, el de la circulación de bienes monetarios. Entonces, dice, debemos admitir que los “distintos procesos crean distintas temporalidades espaciales”, por tanto, el “espacio y el espacio-tiempo”, deberían entenderse en la misma unidad de la “tensión dialéctica” entre estos conceptos (Harvey, 2012, p. 17). 

En su estudio sobre la transformación en la concepción del espacio y el tiempo, (Harvey, 1998) señala que el dominio sobre el espacio se constituyó históricamente en una fuente principal de “poder social” sobre la vida cotidiana. Es necesario, por esto, investigar la forma en que este poder espacial se articuló con el control sobre el tiempo y con las formas del poder social. La hegemonía ideológica y política en una sociedad implica, en gran medida, entonces, la capacidad de controlar el contexto espacial y temporal de la experiencia.

Del espacio orgánico al espacio simbólico

De esta forma, intentaremos trazar algunas líneas históricas que nos permitan conceptualizar el proceso de construcción de ciertas estructuras de conocimiento, formas simbólicas, que condujeron a la conceptualización de algunas nociones del espacio y el tiempo en la época moderna, y que confluyeron en la matriz moderna/colonial de poder. En la obra ya mencionada, Cassirer (1968) advierte que “existen tipos fundamentalmente diferentes de experiencia espacial y temporal”, y que no todas estas experiencias y sus objetivaciones se encuentran en un mismo nivel, puesto que concurren: “capas más bajas y más altas dispuestas en un cierto orden” (p. 40). En este plano, las capas más bajas pueden ser descritas como de un “espacio y tiempo orgánicos”, experimentado por los organismos más básicos que perciben un ambiente de adaptación, es decir, un reconocimiento del espacio a partir de su interacción para sobrevivir. 

En el caso de los "animales superiores", nos encontramos ya con una nueva experiencia del espacio que Cassirer designa como un “espacio perceptivo”, el cual no implica un mero dato sensible, sino que concierne a un compuesto complejo que contiene “elementos de los diferentes géneros de experiencia sensible, óptica, táctil, acústica y kinestésica”. A la hora de pensar en el hombre, debemos considerar, en cambio, un “espacio abstracto” o “simbólico”. Sin embargo, agrega, los filósofos se han encontrado con las mayores dificultades al intentar “explicar y describir la naturaleza real del espacio abstracto o simbólico” (Cassirer, 1968, pp. 40-41).        

La aprehensión del “espacio abstracto” implicó la puesta en funcionamiento de un proceso mental, que involucró la conformación de unas estructuras de conocimiento en un proceso cultural que permitió la apertura a nuevos campos del saber y, sobre todo, a una nueva “vida cultural”. Según Cassirer, uno de los descubrimientos más importantes del pensamiento griego fue el de la existencia de un espacio abstracto. En la epistemología moderna, dice, es recién Newton quien conceptualizó de una manera completa el espacio abstracto advirtiendo además la improcedencia de confundir entre el “verdadero espacio matemático” y el proveniente de nuestra propia “experiencia sensible”. En la argumentación de Newton, el espacio abstracto no halla su fundación en una “realidad física”, allí los puntos y líneas que se encuentran no son ya “objetos físicos (…) sino símbolos de relaciones abstractas” (1968, p. 42). 

La afirmación de que los elementos que delimitan y pueblan el espacio abstracto sean, según Cassirer, “símbolos de relaciones abstractas”, tiene para nosotros la mayor importancia, ya que la abstracción simbólica indica el proceso mental y el trasfondo cultural en el cual se ponen en funcionamiento las estructuras de conocimiento necesarias para la constitución de la “cosa”, lo “ente”, a través de la operación de la conciencia. Se muestra allí, entonces, pensamos, un aspecto fundamental de la epistemología moderna, puesto que si estos “símbolos de relaciones abstractas” ocupan ahora el lugar de lo real, lo verdadero, el sentido mismo del “término verdad requerirá inmediatamente una redefinición”. Debemos recordar que en La época de la imagen del mundo, Heidegger (1958) dice que la metafísica fundamenta todas las manifestaciones de una época histórica al fundar su “figura esencial” a través de una determinada “interpretación del ente y de una determinada concepción de la verdad” (p. 16).

En el proceso de configuración del espacio abstracto no encontramos ya “la verdad de las cosas” sino “la verdad de proposiciones y juicios”, es decir, propiedades exteriores, descriptas tanto por la ciencia como por la estética en su versión renacentista. Una ciencia y una estética del objeto. Este trayecto, este “desenvolvimiento”, dice Cassirer (1968), nos aporta una “visión del verdadero carácter y de la tendencia general de la vida cultural humana” (p. 42). La afirmación respecto al “verdadero carácter” y a esta “tendencia general” indicaría, para nosotros, más que un aspecto de la “vida general humana”, algunas particularidades del desarrollo de la cultura moderna/colonial que se objetivó en una conciencia de dominio sobre el espacio-tiempo. 

Cassirer señala, en una terminología que encontramos eurocéntrica y vetusta, que en las condiciones de la “sociedad primitiva”, la noción de un “espacio abstracto” es casi inexistente y emerge más que nada un “espacio de acción” que, centrado en “intereses y necesidades”, está asociado a un espacio práctico, mezclado con “sentimientos personales o sociales concretos, con elementos emotivos”. En la medida en que este espacio es conceptualizado para la ejecución de actividades técnicas, no difiere en su estructura del nuestro. Pero cuando el mismo espacio se convierte en materia de representación y de pensamiento reflexivo, aparece una diferencia radical de “cualquier versión intelectualizada”, puesto que la “idea del espacio del hombre primitivo, aun cuando esté sistematizada, se halla vinculada sincréticamente con el sujeto”, es una “noción mucho más efectiva y concreta”, no es algo “objetivo, mensurable y de carácter abstracto” y está “arraigado en lo concreto y sustancial” (Cassirer, 1968, pp. 42-43). 

En esta clasificación, que Cassirer enuncia como un “espacio práctico” y donde el espacio se halla relacionado “sincréticamente con el sujeto”, es imposible el pasaje hacia una conceptualización teórica o científica similar, por ejemplo, al “espacio geométrico”, “en el cual han sido suprimidas todas las diferencias concretas de nuestra experiencia sensible inmediata”, es decir, lo “visual, táctil, acústico u olfativo”. El “espacio geométrico” se abstrae para su concreción de toda “la variedad y heterogeneidad que nos es impuesta por la naturaleza dispareja de nuestros sentidos”, y nos coloca frente a un “espacio homogéneo, universal” (1968, p. 43). El espacio abstracto desconoce, entonces, la dimensión temporal de la experiencia y remite, por tanto, a un constructo formalizado por requerimientos que son ajenos al mundo práctico de “intereses y necesidades”. Es por ello que recién a través de la conceptualización de este espacio abstracto, el hombre pudo llegar al “concepto de un orden cósmico único, sistemático”, racional (p. 43).

El espacio abstracto y el objeto

La representación del espacio en general y de las “relaciones espaciales” implica una serie de disposiciones culturales y desarrollos mentales que son enteramente diferentes al conocimiento práctico de la cosa. Según Cassirer (1968), para poder “representar una cosa” no alcanza con la posibilidad de “manejarla de la manera adecuada”, lo que podríamos denominar como su uso práctico, sino que debemos tener un cierto dominio cognitivo, abstracto, subsidiario de un desarrollo simbólico que posibilite una “concepción general del objeto”. Poder mirarlo desde “ángulos diferentes”, encontrar y establecer sus “relaciones con otros objetos”.

En la perspectiva epistemológica kantiana, en tanto desarrollo de la racionalidad científica moderna, el dominio abstracto del concepto, el objeto, es el momento en el cual la multiplicidad de la experiencia sensible es superada para encontrar su unidad sintética. Es decir, que el objeto mismo no puede ser interpretado más que en la “unidad formal de nuestra conciencia” a través de mecanismos cognitivos que posibiliten por medio de representaciones una “síntesis de lo múltiple”. El conocimiento del objeto, y su figuración abstracta, es posible entonces cuando la “vida cultural” ha desarrollado las estructuras de conocimiento necesarias para producir la unidad sintética de la multiplicidad de la experiencia.

Cassirer dice que estas estructuras cognitivas están vinculadas a la “racionalidad científica”, un producto “verdaderamente tardío y refinado”, que en su sentido más específico no tuvo existencia antes de los grandes pensadores griegos. Esta concepción primera sobre el conocimiento fue olvidada durante muchos años para ser luego redescubierta en la época del Renacimiento, a partir del cual su triunfo pareció “ser completo e indiscutible”. Agrega además, que no “hay ningún otro poder en nuestro mundo moderno que pueda ser comparado con el del pensamiento científico”, puesto que se considera como la “consumación de todas nuestras actividades humanas”: la “ciencia es la que nos proporciona dice la seguridad de un mundo constante”, una constancia traducida en la conceptualización de un espacio y un tiempo continuos, inteligibles y representables a través de leyes generales, única forma de colocarlos bajo el dominio de la conciencia (Cassirer, 1968, p. 178).

En este sentido, la posibilidad de determinar y racionalizar la posición de un objeto y la representación de sus propiedades dentro de un espacio concebido en tanto conjunto de “relaciones simbólicas”, abstractas, permite dominar también desde un único punto de vista en la abstracción de la conciencia, la totalidad simbólica que concierne al objeto y al espacio abstracto. Pero si el dominio del espacio abstracto tuvo como condición de posibilidad el desarrollo del proceso cultural y mental, que llevó a la conceptualización de un “orden cósmico único”, implicó asimismo la aprehensión y el dominio de una determinada representación de lo Humano que coincidió con la totalidad del logos moderno/colonial. Esta aprehensión de las estructuras cognitivas implicó de esta manera la apropiación de lo diferente y heteróclito para modelarlo e incorporarlo en forma subordinada en la conciencia occidental. Esta operación significó la expulsión del espacio humanizado de lo distinto e irreductible y, por cierto, clasificado como lo no totalmente Humano.

Por cierto, en los debates de Valladolid –desarrollados entre 1550 y 1551– frente a las argumentaciones humanistas de Bartolomé de las Casas, Juan Ginés de Sepúlveda conceptualizó al sujeto americano en tanto “hombrecillos”, “homúnculos” no participantes en su integridad de la humanidad de lo Humano. Los esquemas de percepción que utiliza allí Sepúlveda para construir una representación del “otro” americano están conformados a partir de un proceso cultural que trasciende la vida práctica del hombre, su multiplicidad, y que abarca el “universo entero” para determinar a partir de allí y en el mismo movimiento, la humanidad de lo Humano y su negación.

Según Cassirer, el desarrollo de este proceso cultural en la historia de la cultura se inició, en un primer momento, “con la astronomía babilónica”, en donde encontramos por primera vez una conciencia que “trata de abarcar el universo entero en una visión comprehensiva”. Cassirer argumenta allí que el progreso realizado por los babilonios debe entenderse a partir de la irrupción de un elemento más fundamental: el “descubrimiento y uso de un nuevo instrumento intelectual”, el álgebra simbólica que, aunque será considerada como algo simple y elemental por los desarrollos posteriores, contenía una concepción nueva y extraordinariamente fecunda que posibilitaría ir configurando las estructuras de conocimiento necesarias para abordar finalmente la “conquista intelectual del espacio y el descubrimiento de un orden cósmico”, un “sistema del universo” (p. 45). Una nueva legalidad del orbe que conectó la aprehensión del espacio abstracto con el dominio del espacio y el tiempo emergentes de la experiencia, así como la reducción de la heterogeneidad de la totalidad de lo humano.

 

El Renacimiento y la perspectiva: el dominio del espacio y la estética del objeto

Estas observaciones tienen particular importancia para nuestra argumentación, puesto que la forma simbólica de la perspectiva renacentista se desprende de la línea de desarrollo que condujo a la consolidación de un orden cósmico único a partir de la formalización del espacio abstracto en la geometría. Así, el logro de un espacio estético abstracto, uniforme, homogéneo, universal es concomitante con la formalización simbólica en la conciencia occidental de una nueva legalidad del universo.

Debemos recordar que la emergencia del “espíritu científico”, que modeló la subjetividad moderna y que instauró los nuevos lenguajes simbólicos que expresaron esa “unidad y legalidad del universo”, se produjo entre el siglo XV y XVI, y a partir del empirismo, el racionalismo, la Reforma, el “descubrimiento” de América y la concepción heliocéntrica del mundo. En este momento se produjo también lo que Bachelard (1972) denomina como una regresión en la autonomía del lenguaje, que quedará relegado al estatuto de “instrumento”. Esta instrumentalización del lenguaje conducirá a que sus objetivos específicos estén no ya en el centelleo del verbo divino, sino en la traducción de un mundo de experiencias múltiples y acontecimientos enigmáticos, en espacios lejanos, a la claridad y la transparencia de la comunicación, y su reducción a una conciencia lingüística sintética y única. En el caso del Imperio español, con la Gramática de Antonio de Nebrija, el espacio lingüístico será concebido en tanto una herramienta de subordinación de la diferencia lingüística y de homogeneización cultural, de colonización del imaginario y de dominio sobre el otro americano[1].

La historiadora de la religión especializada en el Islam, Karen Armstrong (2002), señala que desde el siglo XVI, Occidente se ha desarrollado a partir de dos esferas de poder. La primera transformación que indica Armstrong se encuentra principalmente en el dominio económico, que llevó a “reproducir sus recursos en forma indefinida” y está asociada al colonialismo. La segunda transformación, que deviene de un proceso anterior y concomitante, es epistemológica y está asociada al Renacimiento, tanto en el área de la ciencia y el conocimiento como en el arte y en la producción y el control del sentido histórico. Esta transformación en el dominio del conocimiento otorgó a los europeos un control sobre el medio ambiente, el espacio natural y la “vida humana”, que nadie antes había obtenido[2].

Harvey (1998) propone la noción de “compresión espacio-temporal”, para referir a los momentos históricos en que se desarrollan “procesos que generan una revolución de tal magnitud en las cualidades objetivas del espacio y el tiempo”, que nos llevan a modificar “nuestra representación del mundo”. Harvey agrega que la experiencia de una “compresión espacio-temporal” es perturbadora, a veces “profundamente subversiva” y, entonces, capaz de provocar una “gran diversidad de reacciones sociales, culturales y políticas” (p. 267). Harvey señala, además, que en el Renacimiento asistimos a una “reconstrucción radical de las perspectivas del tiempo y el espacio en el mundo Occidental” (p. 270). El período de “descubrimientos” amplió los conocimientos sobre un mundo ahora realmente vasto que “de una u otra forma debía ser reconocido y representado”, e indicó fundamentalmente que el “globo era finito y cognoscible en potencia” (p. 271). 

En el orden de la representación estética, la formalización de las reglas de la “perspectiva”, desde mediados del siglo XIV con Giotto y Duccio y luego en el siglo XV con Bruneleschi y Alberti, va a dominar las prácticas del arte y la arquitectura hasta comienzos del siglo XX. Este logro fundamental del Renacimiento, dice Harvey, modeló las “formas de ver durante cuatro siglos” y se trasladó rápidamente a las técnicas cartográficas de aprehensión y representación del espacio.

Erwin Panofsky (1973) notaba que la expresión “item perspectiva, que utiliza Durero para circunscribir un poco figurativamente sus estudios, significa fundamentalmente “mirar a través”. Panofsky, en cambio, hablará de una “intuición perspectiva” del espacio, allí donde no solo los objetos aparezcan representados en el clásico “escorzo”, sino donde todo el cuadro se halle transformado en una “ventana” a través de la cual “nos parezca estar viendo el espacio”. Esto es, donde la “superficie material pictórica” sobre la que adquieren volumen las formas de las “diversas figuras o cosas dibujadas” es “negada como tal y transformada en un mero plano figurativo”, es decir, un plano sobre el cual y a través del cual se proyecta un “espacio unitario que comprende todas las diversas cosas” (p. 11).

El cuadro es entendido así como la intersección de una “pirámide visual”, formada al considerar el centro visual como punto central conectado en forma preeminente con los “diferentes y característicos puntos de la forma” del espacio pictórico. En el cuadro así obtenido, todas las líneas de profundidad que van del ojo a la cosa, se encuentran en lo que llamamos “punto de vista”, “determinado por la perpendicular que va del ojo al plano de proyección” (p. 12). La construcción del punto de vista central en el espacio perspectivo presupone, de esta manera, dos hipótesis que niegan la percepción psicofisiológica del espacio fenoménico para abstraerse de la multiplicidad de la experiencia: postula, primero, que miramos con un único ojo inmóvil y, luego, que la intersección plana de la pirámide visual, lo que se va a constituir en el cuadro, debe considerarse como una reproducción adecuada de nuestra “imagen visual”. Es decir, que el punto de vista central en el espacio perspectivo constituye una “abstracción de la realidad”, su negación, para tender hacia un espacio racional, absoluto, infinito y homogéneo. 

La estructura de nuestra percepción psicofisiológica desconoce, por cierto, el concepto de infinito puesto que nos encontramos limitados siempre por las mismas facultades perceptivas y por un espacio definido. En la totalidad del espacio abstracto, al contrario, los elementos y los puntos que encierra son simplemente señaladores de posición, indicadores funcionales que no tienen identidad ni contenido propio fuera de esta relación de posición. Es decir, son “índices de relaciones simbólicas”, según Cassirer (1968), contenidas en una totalidad definida por la razón.

El espacio perspectivo, entonces, al constituirse a través de índices de relaciones simbólicas, agota todas las posibilidades del ser en la misma trama de estas relaciones recíprocas entre los puntos que lo constituyen y que limitan su sentido. Por tanto, está constituido por un “ser funcional, no sustancial”, aunque contiene esa apariencia, puesto que su homogeneidad está vinculada a la identidad de su estructura de relaciones –fundada en el “conjunto de sus funciones lógicas” (siempre igual a sí mismo)–, que conforma tanto su “determinación ideal” como su sentido pleno (Panofsky, 1973, p. 14). Es decir, que no contiene más sentido que el impuesto por la totalidad que lo limita y lo define. Esta afirmación hace que Panofsky defina el espacio homogéneo, geométrico, como aquel en el cual, “desde todos los puntos (…) pueden crearse construcciones iguales en todas las direcciones y en todas las situaciones” (p. 14). El espacio absoluto de la mismidad y la exclusión de lo diferente, matemático puro, que niega la vivencia inmediata y sensible, la multiplicidad de la experiencia.

Tenemos entonces, por primera vez en la historia moderna del espacio pictórico, lo que Panofsky llama como un quantum continuum, un espacio ilimitado, infinito y organizado en torno a un punto de vista elegido por la voluntad humana. Es el triunfo del pensamiento abstracto, que romp con la visión aristotélica del mundo y con la concepción de un cosmos construido en torno a la tierra, pero que necesitaba un nuevo concepto de la infinitud para sentirse lo mismo amparado por el Dios, y lo encontraba realizado en la realidad empírica. Es, por otra parte, el momento en que el hombre se está despegando de un cosmos viviente y de una temporalidad cíclica, vinculada a la naturaleza (Heidegger, 1958). En el siglo XVI, Giordano Bruno va a enunciar esta concepción del espacio, que luego desarrollará el cartesianismo y el kantismo, en el marco de una conceptualización mecanicista del universo que será el fundamento, dice Ilya Prigogine (1983), de la ciencia moderna por varios siglos[3].

Prigogine dice que de la concepción de Bruno se derivaran los elementos básicos del concepto mecanicista del mundo, “sustancias inmutables, átomos, moléculas o partículas elementales” y la “locomoción”, el movimiento en el espacio, fundamental en la definición del dinamismo cultural moderno (p. 8). A partir de la postulada unidad del universo de Bruno, es inteligible para nosotros la idea de Panofsky (1973) respecto a que la “tendencia moderna” presupone siempre una “unidad superior”, abstracta y una “orientación”, que está “más allá del espacio vacío y de los cuerpos observados a través de estos presupuestos”. De hecho, los fundadores de la concepción del “espacio moderno perspectivo”, agrega Panofsky, son Giotto y Duccio, los dos grandes maestros que lograron sintetizar el arte gótico y bizantino, con toda su carga religiosa y mística (p. 36).

Hemos seleccionado dos obras de Giotto que muestran los inicios del espacio estético de la perspectiva. 

Imagen 1: Giotto di Bondone (1305). La Fe [fresco]. Cappella degli Scrovegni. Padova, Italia.120 cm x 55 cm.

En ambas pinturas aparece ya el trabajo con el volumen de los cuerpos que induce, en la totalidad del cuadro, a una percepción de la profundidad del espacio pictórico, algo que es más evidente en la primera obra, La Fe (1305), que asemeja, podríamos pensar, una escultura y en la que se observa una apertura al espacio infinito prefigurado en el Dios. Gombrich (1999) dice que Giotto logró trasladar a la pintura las figuras llenas de vida de la escultura gótica, el “escorzo de los brazos”, el “modelado del rostro”, las “profundas sombras en los flotantes pliegues del ropaje”, y agrega, “no se había hecho nada semejante desde hacía mil años”. Giotto redescubrió con experticia “el arte de crear la ilusión de profundidad sobre una superficie plana” (p. 201).

Imagen 2: Giotto di Bondone (1305). El entierro del Cristo [fresco]. Cappella degli Scrovegni. Padova, Italia. 200 cm x 185 cm.

La segunda obra, El entierro del Cristo (1305), describe el lamento por la muerte del Cristo, que representa la escena bíblica del Evangelio de Juan –por ello aparece allí Juan con los brazos extendidos, expresando su dolor– y condensa cuestiones importantes: aunque los trazos no son ya rígidos, persiste una línea clara, que en algunos momentos se torna difusa en beneficio de la diferencia que imponen los colores, en tonalidades siempre suaves, y un trabajo con la luz, que es ahora una materia maleable, perceptible sobre todo en los pliegues de las vestimentas. Estos aspectos humanizan el espacio pictórico, la representación, y componen el marco para la gestualidad doliente y las expresiones de tristeza, en unos rostros que el Giotto toma del pueblo que lo circunda, del cual se siente parte, y de alguna manera expresa su subjetividad. Son los aspectos que sitúan su trabajo y apelan a una sensibilidad geocultural muy potente a través de un lenguaje en el que el sujeto popular puede dialogar, puesto que este arte religioso tiene una función en la sociedad; está precedido y es concomitante con los sermones de los frailes que exhortaban al pueblo a que representara en sus mentes las escenas bíblicas, en las lecturas que los más escuchaban y los menos podían hacer.

El avance de Giotto en la construcción de la perspectiva es completamente realizado por el arte renacentista, por ejemplo, en el fresco de Masaccio, La Santísima Trinidad (1425-1428) –Iglesia de Santa María de Novella en Florencia– en el que crea un espacio con volumen y profundidad, donde el punto de vista que parte de la visión del espectador se concentra en una linealidad que pasa por la Cruz, el Cristo y culmina en la centralidad de Dios Padre que domina la representación y conecta con lo infinito de la divinidad. Es un espacio completamente mensurado por la matemática y la geometría, dominado por la voluntad humana. El espacio y el arte se han vuelto un objeto científico.

Imagen 3: Tommaso di ser Giovanni di Mone Cassai (Masaccio) (1425-1428). La Santísima Trinidad [fresco]. Iglesia de Santa María de Novella. Florencia, Italia. 680 cm x 475 cm.

El dominio del mundo: del espacio estético a la cartografía

Percibimos en la perspectiva renacentista la representación de un espacio interno cerrado, que es más que “el simple consolidarse de los objetos” en una superficie pictórica y que, a pesar de estar limitada, nos parece estar contemplando un plano transparente. Es la “visión a través”, de la que hablaba Durero, que proporciona la posibilidad de un “espacio sin límite, sólido y unitario”, en donde los “valores de longitud, altura y profundidad” ingresan en una “relación constante”, estableciendo en forma uniforme para cada objeto “las dimensiones que le son propias”. El Renacimiento consiguió, entonces, construir una representación del espacio racionalizado en un plano matemático, unificado estéticamente a través de un proceso de abstracción de la estructura psicofisiológica de percepción, que daba como resultado una construcción espacial, no contradictoria, de extensión infinita. La “impresión visual subjetiva” sobre el espacio, había sido racionalizada al punto de que podía ser completamente dominada, para servir ahora de “fundamento para la construcción de un mundo empírico sólidamente fundado” y, en un sentido moderno, "infinito" (Panofsky, 1973). Es decir, que el espacio abstracto, laboriosamente construido, podía ingresar completamente ahora en los dominios de la cartografía. 

En La hybris del punto cero, Castro Gómez (2005) dice que a partir de la conquista de América y con la necesidad de representar con precisión los nuevos territorios bajo el “imperativo de su control y delimitación”, la cartografía incorporó la “matematización de la perspectiva”, cuya proyección gnoseológica otorgaba la posibilidad “de tener un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista”. Este hecho, dice Castro Gómez, transformó por completo la práctica científica de la cartografía al tornar invisible el lugar epistemológico de observación, a partir de lo cual la “representación verdaderamente científica y objetiva es aquella que puede abstraerse de su lugar de observación y generar una mirada universal sobre el espacio práctico” (pp. 59-60). Un dominio sobre el espacio, entonces, capaz de articular sus representaciones universales con independencia de su “centro étnico y cultural de observación”.

En el primer volumen de La invención de lo cotidiano, De Certeau (2000) decía que entre los siglos XV y XVII, el mapa va a ganar en autonomía. Las “figuras narrativas que lo habían adornado durante mucho tiempo (navíos, animales y personajes de todo tipo)”, y que tenían la función de señalar la experiencia humana de las “operaciones viajeras, guerreras, constructoras, políticas o comerciales” que hacían posible recabar los saberes necesarios para la “fabricación de un plano geográfico”, van siendo desplazadas. El mapa, dice, se “impone progresivamente sobre estas imágenes, coloniza su espacio, elimina poco a poco las imágenes pictóricas de las prácticas que lo producen” y, transformado por “la geometría euclidiana”, es constituido en un “conjunto formal de lugares abstractos”. Es un “teatro” donde el mismo “sistema de proyección” va a entrelazar sobre un único plano elementos proporcionados por la tradición (la Geografía de Ptolomeo, por ejemplo) y aquellos que provenían de los navegantes (los portulanos). El “mapa”, escena “teatralizante”, rechaza, dice, antes o después, “como entre bastidores, las operaciones de las que es el efecto o la posibilidad” (pp. 132-133).

Es oportuno señalar aquí el trabajo de Abraham Ortelius, Theatrum Orbis Terrarum de 1570, producido a partir del desarrollo de las estructuras de conocimiento que posibilitan ya la aprehensión de los nuevos territorios “descubiertos”; antiguas orbis alterium, en tanto espacio simbólico y colonial, subordinado a la visión universal monocéntrica articulada en una conciencia occidental que de esa forma negaba la condicionalidad de su propia localización epistemológica[4]. Esta obra señala la formalización de la epistemología moderna/occidental que se apodera simbólicamente de los territorios a través de una cartografía que traduce para la conciencia europea, el “espacio global” y práctico del mundo conocido en un “espacio simbólico”, abstracto y dominado por la técnica y la ciencia, en nombre de la geografía.

Imagen 4: Ortelius, A. (1570). Orbis Terrarum [procede del libro Theatrum Orbis Terrarum]. Amberes, Bélgica. 38.1 × 23.3 cm.

Es interesante, también, notar que el nombre del trabajo de Ortelius refiere a “teatro”, que etimológicamente implica un lugar de representación, pero que proviene del griego théatron, que deriva a su vez de theâsthai y de theorein, “mirar”, “contemplar”. El Occidente conceptualiza la totalidad del orbe desde su propio “mirar”, desde su conciencia y perspectiva. Estamos ya en condiciones de pensar, entonces, en la forma simbólica del espacio abstracto, producto de la estructura de conocimiento de la conciencia europea moderna, en tanto herramienta de la aprehensión del espacio americano, como un espacio simbólico, modelado en la conciencia y ontológicamente subordinado: un espacio colonial. 

Imagen 5: Hans Holbein the Younger (1533). Jean de Dinteville and Georges de Selve (“The Ambassadors”) [óleo sobre lienzo]. The National Gallery. Londres, Inglaterra. 207 cm x 209.5 cm.

Esta actitud de la conciencia moderna/colonial es anticipada en la pintura de Hans Holsbein, Jean de Dinteville and Georges de Selve (“The Ambassadors”) de 1533, que transmite el dominio del hombre occidental sobre el mundo. La posición de las figuras representadas, las vestimentas, los mapas, el globo terráqueo como una pertenencia más junto a los instrumentos de medición, y la misma materialidad de la pintura, el óleo, que expande un cierto brillo de algo flamante, nuevo, pero que concierne al mismo tiempo a una apropiación de los objetos. El brillo de una conciencia capaz de apropiarse y dominar el orbe. 

El mapa en tanto “sistema abstracto y estrictamente funcional para el ordenamiento fáctico de los fenómenos en el espacio” (Harvey, 1998, p. 277) va a permitir a la conciencia occidental, por primera vez en la historia humana y desde un único punto de vista, una única mirada, ubicar a la población dentro de un marco espacial unitario. El espacio abstracto, homogéneo, universal, absoluto, producido en la cartografía a partir del entrelazamiento del perspectivismo y la ciencia matemática, proporcionará también marcos de pensamiento y acción previsibles (los viajes y travesías), puesto que se trata ahora de un espacio “estable”, apoyado en la ciencia, “discernible”, inteligible para la conciencia. Pero para consolidar definitivamente este dominio del espacio, “universal, homogéneo, objetivo y abstracto”, será necesaria la consolidación de la propiedad privada de la tierra, es decir, la conversión del espacio en mercancía de transacción comercial desde fines del siglo XVII en Europa, así como una nueva conceptualización del tiempo.

Una hipótesis sobre el tiempo para la matriz moderna/colonial 

En Time, Work and Culture in the Middle Ages, Jaques Le Goff (1980) investiga las estructuras de conocimiento y las prácticas de los comerciantes medievales europeos que luego se van a formalizar hacia el siglo XIV y XV y que llevarán a una conceptualización secular del tiempo y a cierta tensión con la temporalidad de la Iglesia. Dice Le Goff que, para el mercader medieval, la utilización del tiempo implicaba una oportunidad de ganancias. Pero frente a este tiempo especulativo del mercader, la Iglesia, apoyada fundamentalmente en el Antiguo Testamento, erigía una temporalidad sacra rígida, atributo indiscutible del Dios, y que, por tanto, no podía ser dominio del hombre y menos aún, “objeto de lucro”. Le Goff agrega que este conflicto entre el tiempo de la Iglesia y el tiempo del mercader es uno de los mayores eventos en la historia de las mentalidades en la Edad Media. Intentaremos entonces aproximarnos a una argumentación explicativa de este proceso, para atisbar una interpretación de la dimensión temporal en la formación de la matriz ideológica colonial del mundo moderno. 

Para el cristianismo antiguo, el tiempo era primeramente una cuestión teológica que comienza con Dios y es francamente dominado por él, está conectado en su totalidad con la divinidad, es la condición “necesaria y natural de todo acto divino” (p. 30). Dios, sobre todo, es en el tiempo, aunque en un tiempo infinito. La eternidad, debemos pensar, no era algo opuesto al tiempo en los primeros cristianos, sino que tenía una extensión infinita a través de una sucesión de edades. Pero el Nuevo Testamento introduce una nueva condición respecto a la consideración del tiempo: la aparición del Cristo, cuya encarnación en el mundo le da al tiempo Bíblico una dimensión histórica, le otorga un centro. A partir de allí, toda la historia, desde la creación hasta la llegada de Cristo, forma parte de la historia de salvación que ilumina, a través del Espíritu, tanto la historia colectiva como el tiempo de cada individuo.

El espacio-mundo del hombre medieval aparecía, entonces, en una conceptualización tensiva: en tanto espacio transitorio al que el salvador había renunciado para hacer efectiva la salvación, pero también en tanto espacio principal por el que había optado para transformarlo con su acción histórica, y donde el Espíritu se seguía expresando a través del accionar del hombre para alcanzar el reino de Dios. Esta conceptualización, dice Le Goff, tomó gran importancia en un contexto de aceleración económica, y va a indicar ciertos conflictos en la subjetividad del comerciante, ciertas fisuras en las estructuras mentales tradicionales que conciernen a la relación entre las necesidades espirituales regidas por la Iglesia y las condiciones materiales del orden emergente.

Es indudable que los mercaderes medievales fueron elaborando una nueva percepción del tiempo y el espacio a través de las necesidades impuestas por la dimensión práctica de su propio trabajo. Los comerciantes, al igual que los campesinos, estaban sujetos, al principio, al dominio del tiempo meteorológico y a la imprevisibilidad de la naturaleza. Sin embargo, a medida que organizaron sus conexiones comerciales –que vinculaban la región Hanseática con Londres y el Mediterráneo, y luego con relaciones que llegaban hasta la China el tiempo comenzó a volverse un objeto de medida. La duración, tanto de los viajes como del tiempo de trabajo de los artesanos, se volvió una variable que incidía sobre la formación de los precios. La tasación del tiempo que contienen las exploraciones en el espacio para comerciar los productos revela la importancia de una dimensión temporal del espacio que irrumpe en relación a una conceptualización del movimiento en una cultura que se percibe a sí misma y se instrumenta en cierto dinamismo, en cierta movilidad de sus objetos.

Esta relación en donde la extensión del espacio parece componer el soporte de una condición formal de una medición del tiempo, que se traduce en un mecanismo de tasación en el mundo histórico, era algo verdaderamente novedoso. Es decir, que la conducta comercial, con la necesidad de un tiempo medible, racionalizado, va a ordenar una nueva concepción del tiempo e iniciar un proceso de dominio sobre el espacio.

A partir del siglo XIV, dice Le Goff, en muchos pueblos, los gobiernos autorizan a colocar campanas para señalar los horarios de transacción comercial y ordenar las horas de trabajo de los obreros textiles. Es evidente allí que el uso de las nuevas técnicas para medir el tiempo es el instrumento de una clase, en particular, de quienes llevan adelante el comercio textil. Esto muestra, pensamos, que el desarrollo de las estructuras mentales y su expresión material, está profundamente implicado en los mecanismos de lucha de clases y en el control de la esfera práctica de la vida. En todas partes, dice Le Goff, fueron erigidos relojes, en general, frente a las torres de las Iglesias, lo cual representaba una gran transformación, no solo en la organización de la sociedad, sino también en el dominio comunal del tiempo. El reloj, colocado en el centro comunal, se constituyó así en un instrumento de dominación económica, social y política, controlado por los mercaderes.

Pero además del tiempo mecanizado y racionalizado, los mercaderes cristianos experimentaban un segundo horizonte de existencia temporal. El tiempo en que ellos vivían profesionalmente no era el mismo tiempo de su vida religiosa, donde se buscaba la salvación y donde se regían por las enseñanzas y directivas de la Iglesia. Según Le Goff, el contacto entre los dos horizontes parecería ser meramente exterior, puesto que el mercader no poseía una formalización de la conciencia capaz de un análisis introspectivo de sus prácticas, sus relaciones y su lugar en el mundo, que le permitiera armonizar sus sentimientos, deseos y voluntad con su espiritualidad religiosa. Es la Iglesia la que va a posibilitar esta armonización de la temporalidad, explorando y unificando la conciencia a través de la práctica confesional, y consolidando una coherencia en el espacio existencial de la conciencia del mercader al elaborar un cuerpo de leyes canónicas y una teología moral para regir las conductas de la nueva época. Le Goff agrega que esta conjunción, que va a configurar las estructuras de conocimiento occidentales, estaba ya inscripta en las propuestas de Pierr Abelardo, quien en el siglo XII –aunque este movimiento tomará fuerza dentro de la Iglesia recién a fines del XIII trasladó el foco de atención de la penitencia cristiana de una forma externa a una contrición interna, inaugurando así el espacio de la moderna psicología y produciendo el acercamiento de estas esferas de la praxis humana.

La temporalidad secular, el mundo exterior y la temporalidad religiosa, vinculada a una interioridad de la conciencia, coexistieron sin confrontación ni hostilidad, e incluso los monjes se convirtieron en especialistas en el uso del calendario. Pero el progreso decisivo hacia la medición exacta de las horas llegó claramente con la invención y la difusión del reloj mecánico y el sistema de medición, que llevó a fragmentar el día con un sentido matemático en veinticuatro partes. Esto fue, sin dudas, el paso esencial que dio el siglo XIV, en el sentido de una racionalización del tiempo. Dice Le Goff que para la segunda mitad del siglo XIV podemos ver la aplicación de relojes urbanos distribuidos en las áreas mayormente urbanizadas: el norte de Italia, Cataluña, norte de Francia, sur de Inglaterra, Flandes y Alemania. Es decir, en los lugares donde el desarrollo de la industria textil era más importante e, incluso, en algunas regiones como Normandía y la Lombardía italiana, la hora de sesenta minutos se constituyó rápidamente en la unidad de medida del trabajo. No hace falta recordar, creemos, que los capitales para el proyecto de navegación hacia el oeste encabezado por Colón provienen de las ciudades italianas, principalmente de Génova.

El tiempo, que había sido un regalo de Dios, incluso, un atributo divino, era ahora, en los inicios del Renacimiento, propiedad del hombre. Este extenso proceso de construcción de una conciencia moderna del tiempo, y de conjunción de la temporalidad histórica, racionalizada con el tiempo sagrado de la divinidad, constituyó las bases teóricas y prácticas, en teología, metafísica y en la concepción de la ciencia, de lo que será la formalización ideológica de la matriz colonial que Europa desarrollará sobre América.

El espacio abstracto y el espacio colonial: la matriz moderna/colonial del poder

En The darker side of western modernity, y siguiendo las afirmaciones de Armstrong, Walter Mignolo (2011) argumenta que la fundación histórica de la matriz colonial de poder, si bien se apoyó en la economía, fue, sobre todo, epistemológica: en un principio teológica y luego del orden general de las representaciones cognitivas. La dimensión cognitiva se constituyó en un plano decisivo para la matriz colonial, en el cual se formalizó lo que Foucault (2006) denominó como un poder disciplinario que impuso una idea de lo Humano, sus formalizaciones simbólicas, su relación con la naturaleza y con el cosmos en general. En este sentido, la burguesía europea creó al Hombre a través de una serie de representaciones gnoseológicas, en la cuales encontró una representación de sí mismo al mismo tiempo que negó la diferencia y la multiplicidad.

Esta operación puso en funcionamiento un dispositivo gnoseológico que condujo a la formalización y estabilización de ciertos saberes, a través de un proceso que se consolidaría luego con la institución de los Estados nacionales: “eliminación y descalificación” de otros saberes, la “normalización de estos saberes entre ellos”, la “clasificación jerárquica”, la “centralización piramidal de los saberes” (p. 148). De esta manera, serán expulsados del campo de los saberes legítimos los conocimientos “polimorfos”, “heterogéneos”, discontinuos, provenientes de las luchas y resistencias, entre ellos, los que tenían una radicación plena en América e implicaban otra perspectiva de la sociedad, la comunidad, la naturaleza, y que conducían, quizás, a una concreción más amplia de la vida humana no limitada a la razón instrumental moderna/colonial.

El fundamento gnoseológico se organizó como uno de los parámetros principales de subordinación a partir de lo que podríamos denominar como un racialismo epistémico, en términos de una supuesta evolución cognitiva. Dentro de este operador semántico colonial, el racialismo articulado al interior de la dimensión cognitiva se instituyó como un vector de poder muy potente. El hombre americano sería subordinado ahora, no ya por características de diferencia fenotípica, sino por no poseer la “capacidad mental de abstraerse del presente y planificar el futuro”. En la Historia de América de 1777, William Robertson decía que el hombre americano:

no conoce ninguna de las ideas que nosotros llamamos universales, abstractas o reflexionadas. La actividad de su inteligencia no se extiende, pues, muy lejos, y su forma de razonar no puede ejercerse sino respecto a objetos sensibles. Esto es tan evidente en las naciones más salvajes de América, que no hay en su lengua ni una palabra para expresar lo que no es material. Los términos tiempo, espacio, sustancia y mil otros, que expresan ideas abstractas y universales, no tienen ningún equivalente en sus idiomas (en Castro Gómez, 2005, p. 283).

La referencia de Robertson es elocuente y no deja margen de dudas acerca de la evolución cognitiva en tanto operador semántico colonial[5], cuyos sentidos se despliegan incluso en cuanto a la conceptualización del espacio. Una de las nociones más importantes que planteó una diferencia gnoseológica irreductible es la referente al concepto de espacio natural, la “naturaleza”. En la cosmología europea cristiana, después del Renacimiento, el espacio natural se constituyó en un objeto gnoseológico creado por la divinidad, escenario de la acción del hombre y susceptible de ser aprehendido y dominado por los procesos cognitivos que este había desarrollado. Debemos señalar que en el mundo indígena quechua y aymara, el concepto de “naturaleza” era inexistente, quizás del orden de lo impensable. Este lugar lo ocupaba la noción de Pachamama, articulada por amautas y yatiris para nombrar la relación humana con la vida, con la energía y el poder de engendrar y mantener la vida, que concernía a la totalidad del sujeto; en el sentido de una intersección muy profunda, más cercana a la formalización de un mero vivir[6] que se objetiva en el espacio-tiempo en tanto vida humana.

El concepto de naturaleza existente en la conciencia cristiana occidental ingresó rápidamente en contradicción con el mero vivir, pero sobre todo con el mundo del Hombre mismo remitido al dominio de la cultura. Por tanto, el mero vivir, la zoe aristotélica, será concebido en la matriz moderno/colonial del poder por fuera de la sustancia humana, cuya fundación ontológica estará consignada en la segmentación de todo vínculo profundo con el puro vivir. Debemos señalar, también, que es en el siglo XVI cuando se produjo un proceso de fragmentación entre el espacio y el tiempo, que implicó ya la consolidación de un tiempo lineal desprendido de los ciclos del cosmos. Una conceptualización que encontrará resistencia en la temporalización de la experiencia en el mundo indígena quechua y aymara, ligado a un tiempo cíclico, vinculado al trabajo-para-vivir de la agricultura. 

A partir de la formalización de estas estructuras de conocimiento, la conceptualización de una distancia entre cultura/naturaleza, Hombre/mero vivir, edificada sobre el dominio gnoseológico del espacio abstracto y del tiempo racionalizado, llevó a la representación de lo diferente en tanto no Humano, remitido al orden de la naturaleza. El mero vivir fue introducido así dentro del espacio simbólico, universal, de la epistemología occidental, para ser excluido a partir del funcionamiento del operador semántico colonial de la evolución cognitiva. Más vinculado al orden natural que al mundo Humano, el mero vivir del mundo quichua y aymara fue, entonces, conceptualizado en tanto vida humana de segundo orden, a partir de un operador cognitivo moderno/colonial que concebía la naturaleza en tanto un objeto a conocer y un recurso a explotar en un doble sentido: un producto más para comerciar –la esclavitud– y una fuerza de trabajo –la regulación del tiempo y la expropiación de la energía física–. Esta percepción de la vida humana, la nuda vida que Agamben (2006) conceptualiza en Europa a mediados del siglo XX, se constituyó en un objeto dominado en el espacio colonial desde el siglo XVI y se encuentra en la base de las formalizaciones políticas o biopolíticas, jurídicas y prácticas de Occidente. Una concepción que ganó gran impulso luego de la Revolución Gloriosa (1688), la primera revolución burguesa, liderada por Cromwell en Inglaterra.

La siguiente imagen (6) es una pintura de 1665; el nombre del pintor no ha quedado registrado, pero se supone holandés; es El tesoro de Paston. Riquezas y Rarezas del mundo conocido. Sir Paston hizo retratar la abundancia de sus riquezas; una serie de “objetos” entre los que incorpora un mono y un niño africano, la vida humana. El sujeto del espacio colonial está al mismo nivel que el globo terráqueo, el reloj, los instrumentos de música, las joyas, etc.

Imagen 6: El tesoro de Paston. Riquezas y Rarezas del mundo conocido [óleo sobre lienzo] (1663). Norwich Castle Museum & Art Gallery. Norwich, Inglaterra. 246 cm x 165 cm.

Debemos mencionar que se asiste también a la transformación de la noción de trabajo, porque no se trata ya de trabajar-para-vivir, sino de la institución de una regulación del tiempo y la energía física externa a las propias necesidades, que conduce al trabajo esclavo y luego asalariado para conseguir la subsistencia. Marx expresa una crítica exacta a estas concepciones en el magnífico capítulo sobre la “acumulación originaria” de El capital, y enuncia con precisión el lugar del espacio colonial en la organización del capitalismo moderno en la conciencia europea. 

En la misma época que Cromwell, Descartes enunciaba el cogito ergo sum, cuya condición de posibilidad se apoyó en el ego conqueror occidental sobre América (Roig, 2009). Pero fue Kant quien, en la Antropología desde un punto de vista pragmático, organizó en forma acabada el espacio imperial y el espacio colonial al vincular “razas” y territorios: cuerpos expulsados del espacio del logos y territorios recluidos del espacio de la historia, ambos clasificados dentro del espacio natural (Mingolo, 2011). La operación gnoseológica de Kant, que conceptualizó y objetivó en forma total el espacio abstracto y lo introdujo dentro de la geografía, tiene como fundamento la argumentación de la objetividad del conocimiento, el punto cero de Castro Gómez. Esta formalización gnoseológica estaba apoyada en la borradura del lugar étnico y cultural de enunciación, habilitado para realizar “objetivamente” a escala universal la clasificación y subordinación de los seres. 

El sujeto cognoscente occidental ocupa así el espacio total del saber, que se superpone con el espacio de la “verdad” y de lo “real” en tanto descripción de propiedades y caracteres exteriores. Se trata entonces del espacio de un sujeto cognoscente que opera en el dominio de representaciones abstractas, universales, más allá de cualquier anclaje espacio-temporal que remita a una geopolítica o corpo-política del conocimiento. Ahí donde, según Robertson, el hombre americano encontraba su límite y su imposibilidad. Walter Mignolo (2011) observaba que la Geografía y la Antropología de Kant están interconectadas y proveen una clasificación jerárquica y entrelazada de los territorios y de las personas. En su Geografía, Kant refiere al espacio, pero también describe a la población, y en su Antropología reflexiona sobre la población, pero vinculada a los territorios. Una epistemología que desde el Renacimiento a la Ilustración, de la teo-política a la ego-política del conocimiento, tomó el control del espacio y el tiempo, pero también de los significados y los sentidos e invisibilizó toda historia o saber no europeos.

Imagen 7: Zoffany, J. (1782). Charles Townley in his sculpture gallery [óleo sobre lienzo]. Towneley Hall Art Gallery and Museum. Burnley, Lancashire, Inglaterra. 127 cm x 99.1 cm.

Este dominio sobre el espacio y el tiempo, y sobre la naturaleza, lo muestra la pintura de Johan Zoffany, Charles Townley in his sculpture gallery de 1782, los mismos años en que Kant elabora sus teorizaciones. Muestra el dominio del hombre sobre el espacio en todas sus dimensiones, así como también sobre el tiempo, metaforizado en los objetos y en su posesión. Nos muestra, por lo menos, dos cosas: por un lado, la posibilidad, en la conciencia occidental de un espacio lleno, dominado y atiborrado de objetos; por el otro lado, nos muestra la acumulación de la obra de arte, en tanto objeto para coleccionar. Es además un espacio desordenado, cierto caos que estos hombres parecen tolerar sin mucho problema; un desorden, podríamos pensar, que es soportado en tanto es accesible a la conciencia. Es un caos dominado por la voluntad humana. Puesto que está allí consignado no solo el control del espacio, sino también el control del tiempo.

En primer plano, el arte y la cultura clásica, el Discóbolo de Mirón de Eleuthera (450 a. C.) y una Esfinge, cuya esencia es el acertijo. La fuerza muscular y la armonía, junto a la sagacidad y la inteligencia, son los signos del triunfo de esta cultura por sobre el espacio y el tiempo. En el plano posterior, junto a una Biblioteca, simbolización de la acumulación del saber, se erige con magnificencia una escultura de Venus, la belleza. Sobre la Biblioteca, dos ángeles dominan a las fieras para entregarle al Hombre la preeminencia sobre la naturaleza y el dominio definitivo del mundo de la Cultura. El cuadro representa sin dudas el mundo occidental de la cultura.

Pero hay también un sentido adicional, una relación con los objetos mismos, con su posesión, que implica sobre todo un valor de composición de esta cultura, de “escenario”, y que se muestra en las características propias de los objetos, en su proximidad, en el vacío que conjuran, en el recuerdo de su origen remoto, en el dominio de la historia a través de ellos. Está representada también la potestad sobre el mundo natural, en la mascota echada a los pies sin alterar la conversación o la lectura o en los Ángeles que dominan a las fieras para entregarle al Hombre su preponderancia definitiva en el mundo del “objeto” y la “cultura”, en la que esta racionalidad entreteje el “teatro de su destino”. “La entrada en posesión y la apropiación pertenecen al dominio de la táctica”, dice Benjamin (2012, p. 41).

En la misma época que Kant escribe sus textos, un descendiente inca del poblado de Tungasuca, en la provincia de Tinta de Perú, José Gabriel I –Túpac Amaru se rebela frente al Imperio español, que encarna en América el poder económico y la epistemología moderna/colonial. Túpac Amaru va a denunciar esta estructura de poder que ha “tenido usurpada la corona y los dominios de mis gentes cerca de tres siglos”, ha perseguido a sus “vasallos con insoportables gabelas y tributos, sisas, lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, contratos, diezmos, quintos”; denuncia, además, la imposición de la jerarquía política moderna, “virreyes, audiencias, corregidores y demás ministros, todos iguales en la tiranía”, y el desprecio por la “justicia” y por la vida:

vendiendo la justicia en almoneda (…) entrando en esto los empleados eclesiásticos y seculares del Reino, quitando vidas á sólo los que no pudieron o no supieron robar”. Y ordena que en “nombre de Dios Todopoderoso, mando que ninguna de las pensiones se obedezca en cosa alguna, ni a los ministros europeos intrusos (bando de Túpac Amaru en Lewin, 1963, p. 125). 

En lo que nos interesa aquí, debemos señalar que los distintos bandos de Túpac Amaru comienzan con un mismo párrafo que alude en primer lugar a la “gracia de Dios” y, en base a esta, se proclama

Inca, Rey del Perú, de Santafé, Quito, Chile, Buenos Aires y Continente de los mares del Sud. Duque de la Superlativa, Señor de los Césares y Amazonas, con dominio en el gran Paitití, comisionado y distribuidor de la piedad divina, por el Erario sin par (p. 125). 

El bando de Túpac Amaru expresa una conceptualización del poder y una orientación del proyecto humano que tiende en América a la liberación y no a la sujeción, invirtiendo así el sentido de la historia de la epistemología occidental. En esta inversión de la epistemología moderna, manifiesta también una configuración y un dominio del espacio simbólico que recusa la objetivación de la relación entre espacio colonial y poder imperial, resultante en la conciencia occidental.

En su declaración, Túpac Amaru fractura la geografía política impuesta al espacio colonial que desarticuló el espacio vital del Tawantinsuyu y se proclama, además, inca descendiente de Manco Capac, con dominio sobre el espacio simbólico que los mismos españoles habían construido en América. La reacción a este desafío político y epistemológico fue por cierto virulenta, aunque racionalizada y fríamente planificada. El desmembramiento del cuerpo de Túpac Amaru y el envío de sus restos a los cuatro puntos cardinales que ordenan toda consideración del espacio práctico, experiencial, implica una acción violenta que connota los elementos fundantes de una restitución del espacio colonial y del orden político. 

En un trabajo sobre antropología, del período 1772-1773, Kant decía: “El pueblo de los americanos no es susceptible de forma alguna de civilización. No tienen ningún estímulo pues carecen de afectos y de pasiones” (en Argumedo, 2009, p. 19). A pesar de las revueltas lideradas por Túpac Amaru, las mismas palabras son repetidas en otro artículo de 1788, en donde agrega que el indígena es “demasiado débil para el trabajo pesado, demasiado indiferente para realizar una cultura”, para ser repetidas luego en su Antropología y en su Geografía. Podríamos pensar que el discurso de Kant no es enunciado desde la exégesis de una realidad histórica, sino a partir de las representaciones cognitivas de la modernidad/colonial que regulan la semiosis del espacio colonial desde los patrones gnoseológicos imperiales. 

A principios del siglo XIX, y en la misma línea que Kant, Friedrich Hegel va a notar las implicancias del espacio epistemológico total y ratificar el sentido del espacio colonial en la mentalidad occidental. En el capítulo sobre “El Nuevo Mundo”, de las Lecciones de Filosofía de la Historia Universal, va a decir que “Movidos por el frenesí aventurero, no van los exploradores solitarios, sino muchedumbres de europeos embrujados por la huidiza tentación de los Dorados. (…) Un deseo de apropiarse de la tierra, del agua, del aire, despertó no sé qué ambiciones dormidas” (en Casalla, 1992, p. 87).

La “tentación de los Dorados” nos remite al bando de Túpac Amaru y al desafío de proyectar su autoridad incluso sobre el espacio simbólico del europeo en América. En la conciencia occidental, el espacio colonial deviene espacio abstracto, vacío, aunque poblado de sentido para resolver sus propios “deseos”, sus “ambiciones dormidas” de apropiarse de “la tierra, el agua, el aire”. La causalidad última del sentido del espacio americano se encuentra entonces totalmente en el deseo europeo, por ello Hegel va a argumentar el vaciamiento del espacio colonial a partir de la afirmación de la “inferioridad” del indígena, su tendencia a la “sumisión, la humildad, y el servilismo” (p. 91).

Hegel ubica su estudio del Nuevo Mundo dentro de lo que llama “geografía”, que implica para él una ciencia espiritual destinada a indagar los condicionamientos entre el “espíritu” y la “naturaleza”. Debemos notar además que para el filósofo prusiano, América existe en tanto “un anexo” de Europa: “al ponerse en contacto con nosotros dice había dejado ya de ser, en parte. Y ahora puede decirse que aún no está terminada de formar” (p. 55). El espacio colonial, desposeído de “ser”, tiene realidad aunque defectuosa, incompleta, “aún no está terminada de formar” (p. 55). Las afirmaciones de Hegel conducen a la necesidad de que el Nuevo Mundo adquiera una “forma” a partir de una injerencia exterior, Europa, que pueda desarrollar lo que aún no se ha terminado de “formar”. En Foucault, Deleuze (1987) decía que “toda forma es un compuesto de relaciones de fuerza” y que “dadas unas fuerzas” tendríamos que preguntarnos “con qué fuerzas del afuera esas fuerzas entran en relación, y luego, qué formas deriva de ellas” (p. 159).

Las consecuencias del pensamiento de Hegel son bastante evidentes: lo informe debe adquirir forma a partir de la conciencia occidental, donde el entrelazamiento entre epistemología y economía entreteje una representación del espacio colonial en la cual es necesario examinar qué “relaciones de fuerza” entran en juego y cuáles son las “formas” derivadas. Por mencionar una de sus derivas, la noción económica de “subdesarrollo”, apoyada en la negación del espacio colonial, su “inmadurez”, contiene oculto un fundamento ontológico que tiene aún importantes consecuencias. 

En la misma época en que Hegel escribía sus Lecciones, el intelectual venezolano Simón Rodríguez (1990), a partir de un profundo conocimiento filosófico y de una experiencia práctica profusa, articuló en Sociedades americanas una perspectiva epistemológica situada, crítica de los constructos gnoseológicos occidentales, que lo llevó a invertir la semiosis imperial sobre el espacio colonial. El objetivo de Rodríguez era construir las nuevas sociedades americanas, poscoloniales, incorporando la heterogeneidad social y cultural excluida del logos occidental. Rodríguez proyectó América como un espacio simbólico en donde existía la posibilidad política de lo que en el espacio imperial ya no podía concretarse: la república como realización de la igualdad entre los hombres.

Su enunciación implicó así, además de una afirmación de humanidad del sujeto americano, una ética emergente de una serie de preocupaciones localizadas en el plano universal de la “Especie”. Esta ética se formaliza en una perspectiva gnoseológica, en la cual el pensar y el decir se desprenden de una motivación antropológica en donde “los pobres” –los “oprimidos”, dirá luego Martí ocupan la totalidad de lo humano y se constituyen en el objeto de una afirmación carente de otro fundamento que la simple existencia, el mero vivir. Pienso, dice Rodríguez, por la simple razón de que “algunos millones de hombres hacen bulto en el mundo” (p. 56). 

Esta ética es enunciada a través de una utopía política expresada en una nueva formalización de la escritura que está en consonancia con la transformación de las condiciones materiales producidas por la revolución. Se trata de la irrupción de un nuevo lenguaje político que proyecta las nuevas sociedades americanas y disputa el sentido de la semiosis colonial. A partir de la percepción de la situación social:

millones de hombres se pierden en la abyección, por no conocer los medios de elevarse (…) o porque no se les permite aspirar a ser más de lo que son (…) se cubren los campos de gente ociosa (…) las ciudades del interior se llenan de mendigos (…) y en los barrios de las grandes capitales, pululan los miserables” (p. 119). 

Extrae de allí una ética de validez universal: “Todos necesitan alimentarse, vestirse, alojarse, curarse y distraerse”[7] (p. 19). Esa validez universal de la ética que propone Rodríguez, y que implica la apertura al “otro” a partir del reconocimiento de las carencias de los oprimidos, se constituye en el presupuesto sobre el que subyace toda su gnoseología, en tanto construcción de representaciones que elaboran un saber sobre la experiencia.

La irrupción de esta ética-gnoseológica implicó una ruptura discursiva, complementaria de la transformación del régimen de significación de la sociedad, que le permitió captar la profunda heterogeneidad del sujeto de la Revolución, el nuevo hombre americano[8]. Una heterogeneidad social que Bolívar había identificado con precisión en el Discurso de Angostura de 1819.

La realización del proyecto político de Rodríguez implicaba así una programática pedagógica ilustrada destinada a la instrucción y a la inclusión de la heterogeneidad social redescubierta para llegar a consolidar el “buen gobierno”. Esta actitud intelectual que lo vincula con una larga tradición de pensadores –cuyo origen podríamos señalar, quizás, en Guamán Poma de Ayala tiene un antecedente inmediato en los textos de Bolívar quién invirtió en su experiencia práctica e intelectual la semiosis imperial del espacio colonial, y una continuidad en Francisco Bilbao y José Martí.

La semiosis imperial y el espacio colonial: por una resignificación del espacio-mundo 

La concepción epistemológica que rechazan estos intelectuales y líderes latinoamericanos es la misma que va a llevar a Occidente a constituir durante el siglo XIX un poder sin precedentes en la historia moderna. A partir de 1850, la “expansión del comercio exterior y de la inversión puso a las grandes potencias capitalistas en la vía del globalismo” (Harvey, 1998, p. 293), a través de la conquista imperial y de una rivalidad inter-imperialista que llegaría a su apogeo en la Primera Guerra Mundial. En este proceso, los espacios fueron desterritorializados, despojados de sus significaciones y saberes previos, y luego reterritorializados de acuerdo a las necesidades de la expansión capitalista.

En Cultura e Imperialismo, Edward Said (1994) dice que este poder de acumulación de territorios y poblaciones, derivado de la superacumulación de capital que produjo la crisis de 1850, solo podría ser comparado con el poder de Roma, España, Bagdad o Constantinopla, y estuvo concentrado principalmente en Inglaterra y Francia, y luego en Estados Unidos. Entre 1880 y 1914, la mayor parte del mundo no europeo y ajeno al continente americano “fue dividido formalmente en territorios, que quedaron bajo el dominio formal o bajo el dominio político informal de uno u otro de una serie de estados” (Hobsbawm, 2004, p. 66).

Harvey (1998) notaba que hacia 1870 el dominio del espacio es algo ya tan realizado en la conciencia occidental que el economista Alfred Marshall puede escribir que la “influencia del tiempo es más fundamental que la del espacio”. Una afirmación semejante tiene, claro, abundantes consecuencias en el orden de la percepción y la representación del espacio en un plano estético[9]. Según el geógrafo inglés, se produjo en este momento una nueva “compresión espacio-temporal”, una transformación en la conceptualización del espacio que señala, dice, un “signo de la intensidad de fuerzas que confluyen” aún en un “nudo de contradicciones”, y agrega, “puede suceder que las crisis de la súper-acumulación, así como las crisis de las formas políticas y culturales estén fuertemente conectadas con esas fuerzas” (p. 286). En este torbellino de fuerzas, la “voluntad de poder”, propuesta por Nietzsche (2006), puede ser leída en tanto elaboración simbólica de unas condiciones estructurales que tienen como punto de mira la “intensidad” de un agresivo vitalismo que hace sistema en la conciencia expansiva del capitalismo europeo con aquella advertencia de Marx y Engels (1974b) respecto a que la “violencia” es “ella misma una potencia económica”.

La territorialización del capitalismo nos lleva a pensar en dos fenómenos que están interconectados en esta época: por un lado, el desplazamiento del campesinado de la vida rural y, por otro lado, la reorganización del espacio estético que llevó adelante el impresionismo a partir de un sistema de figuración distinto del logrado en el Renacimiento y que la conciencia occidental dejó atrás recién cuando pudo dominar el espacio empírico global. La transformación del espacio plástico, en tanto elaboración simbólica de formalizaciones y percepciones sociales, concepciones matemáticas, físicas y geográficas de una sociedad, da cuenta de la irrupción de un nuevo orden social. Pero esto solo se alcanza cuando el orden antiguo se ha transformado lo suficiente como para que el sistema de inteligibilidad del universo simbólico que había creado ya no lo exprese.

Los artistas de este período no van a buscar a través de sus técnicas la representación de las estructuras estables del universo, sino que van a explorar las condiciones plásticas para un nuevo “estilo” que pueda expresar las transformaciones del mundo, pero ahora a partir de las estructuras de la percepción y la comprensión que aportan los sentidos. Las nuevas técnicas van a estar fundadas en el análisis científico de las cualidades de la luz, a partir del estudio al aire libre, y van a fracturar el espacio escenográfico de planos selectivos y de perspectiva única de los conjuntos en el espacio pictórico.

En esta desarticulación del espacio renacentista a partir de la experimentación con las leyes ópticas y las cualidades de la luz, tiene gran importancia la experimentación y la sistematización del espacio plástico logrado por Paul Cezane, pero es seguramente en Van Gogh en quien se puede ver con intensidad la mayor diferencia con el sistema de representación anterior. Van Gogh se rehúsa a toda gradación de tonos para explorar la plenitud simple pero intensa del color, de donde resulta la posibilidad de un nuevo lenguaje plástico y la consiguiente sistematización de valores para las cualidades espaciales de los colores. Se trata de la creación de un espacio complejo, continente de una sensibilidad existencial, que traduce la subjetividad del artista sin un trazo definido más que por la composición de manchas coloreadas. Es oportuno recordar aquí las consideraciones de Merleau-Ponty (1994) en Fenomenología de la percepción, para quien, además de un espacio geométrico, existe otro, fundamentado en nuestra existencia que es, para él, espacial y, por tanto, hablará de una “existencia espacial” y de un “espacio existencial”. En este sentido, si el color muestra para los impresionistas una cualidad espacial, debe contener también cualidades existenciales para describir el espacio. Creemos que el cuadro de Van Gogh, Campo de trigo con cuervos (1890)[10], ejemplifica bastante bien esta sensibilidad espacial de la existencia a través de la utilización del puro color. En este último cuadro que pinta, el espacio está construido entre el amarillo que acerca, y fundamenta la tierra trabajada y sus fatigas, y el azul que plantea la distancia y un orden superior, la trascendencia. En esa tensión unos trazos negros auguran el presagio, quizás la tormenta mental del artista.

Imagen 8: Van Gogh, V. (1890). Campo de trigo con cuervos [óleo sobre lienzo]. Van Gogh Museum. Amsterdam, Países Bajos. 50.2 cm x 103 cm.

Es interesante pensar que es Van Gogh, ligado estrechamente al campesinado, quien elabora y desarrolla la cualidad espacial y existencial del color. Ingresamos aquí en otra cualidad del espacio, referida a su percepción. Una memoria afectiva del espacio, cuya potencia de conocimiento está depositada en uno de los sentidos descastados por la epistemología moderna/colonial, una intuición espacial que podríamos pensar como una sensibilidad geocultural[11]. Entendemos la intuición en el sentido de una afección, una energía sensible, emocional, que es construida en la historia del sujeto y que, aunque concierne a un orden gnoseológico no totalmente racional, contiene una gran precisión y especificación en el reconocimiento de aspectos o cualidades[12]. En La distinción, Bourdieu (1998), para conceptualizar la disposición estética del “gusto”, mencionaba las sugerentes conceptualizaciones de Leibniz, quien ilustra la idea de un conocimiento claro pero confuso, a través de los colores, los sabores, los olores, que podemos distinguir por el testimonio de los sentidos, pero no por marcas enunciables. Estas implicancias están contenidas en la intuición del espacio que denominamos como una sensibilidad geocultural, que expresa una unión muy estrecha entre el sujeto y el espacio, en la forma de un sujeto que incorpora a través de la práctica un objeto y lo subjetiva para construir la totalidad simbólica que le permite la producción de una identidad continua en el mundo práctico, pero también la aprehensión de lo nuevo. Estas sensibilidades geoculturales, estas disposiciones estructuradas de conocimientos claros pero confusos que, como el habitus[13], funcionan “más allá de la conciencia y el discurso” (p. 477), son las que se actualizan muchas veces en el orden de la percepción y la recepción de algunas obras de arte, que producen sentido a través del orden metafórico de la elisión, o la alusión. 

Es algo que conocemos bien en la literatura argentina, por ejemplo, en el Martín Fierro, dice Borges, no hay un solo verso que describa la pampa, esa vasta llanura en donde se disuelve nuestra personalidad, sin embargo, sentimos su presencia, la intuimos, como en ningún otro texto. No nos vamos a extender ahora en esto, pero mostraremos a modo de ejemplo –a través del mismo Van Gogh, que nos está acompañando ahora– una obra muy conocida, Los campesinos comiendo patatas (1885).

Imagen 9: Van Gogh, V. (1885). Los campesinos comiendo patatas [óleo sobre lienzo]. Van Gogh Museum. Amsterdam, Países Bajos. 114 cm x 82 cm.

Hay una insinuación del espacio en la intuición de la totalidad existencial de los sujetos representados. El espacio de labranza está allí en la dureza de los rostros, en las manos deformadas por la dura labor, en los colores tenues que parecen mimetizarse con el prado que no vemos, en su reciedumbre, en su visión cíclica del mundo que lleva a aprovechar en cada época los frutos de la tierra, en su persistente religiosidad denotada por el cuadro con la cruz junto al reloj que marca el tiempo moderno. Lo intuimos profundamente también en la repetición del encuentro luego de la fatiga, que conjura la incerteza, y en la solidaridad ante la escasez que entreteje, aún en esa habitación alumbrada a medias, los hilos precarios de la existencia y proyecta la esperanza para el próximo día. El espacio está allí elidido, sin embargo, lo intuimos, quizás sea porque los sujetos representados son campesinos, el último grupo social en comunión con la tierra. No conocemos Nuenen, sin embargo, presentimos la aldea rural.

A principios del siglo XX, la conceptualización del espacio, tanto en la ciencia, con los desarrollos de Planck y Einstein, en psicología con las investigaciones de Freud o en el arte con Cézanne, Gauguin y Van Gogh se va a ir distanciando completamente de las formalizaciones que se habían estabilizado en los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, en lo que no encontraremos demasiadas transformaciones será en la conceptualización ontológica, subordinada, desde la cual se impondrá la semiosis imperial, ahora con el completo triunfo de la temporalidad del capitalismo. La pintura metafísica de Giorgio de Chirico, El enigma de la hora (1910), expresa este momento. Nos muestra un espacio público absolutamente vacío, deshumanizado, pero con el tiempo figurado en el reloj que preside la escena, dominando la representación. Es el triunfo definitivo del tiempo impuesto por el capitalismo, la aceleración de los cambios y la transformación de las relaciones de producción. 

Imagen 10: Giorgio de Chirico (1910). El enigma de la hora [óleo sobre lienzo]. Colección particular. s. d. 54.5 cm x 70.5 cm.

Es importante notar que las tensiones que modelan la estética literaria del modernismo hispanoamericano muestran de manera acabada y compleja este fenómeno espacio-temporal que había señalado Harvey. Los textos de José Martí y Rubén Darío producen un espacio y un tiempo relacional, en donde se intersectan: la elaboración de una lengua literaria, la incorporación de formas culturales propias del mundo indígena y mestizo de América, y la percepción crítica de los imperialismos emergentes, con los artefactos y las representaciones orientales, en una formalización estética y epistemológica que fractura el sentido impuesto al espacio colonial. En Cantos de vida y esperanza, en cuyo prólogo afirmaba encolumnarse en un movimiento estético de “libertad en América”, Rubén Darío (1986) expresa esta sensibilidad. Allí, en el torbellino de un mundo en plena transformación, en la tormenta de la “hiperestesia humana”, la subjetividad del poeta intenta encerrarse, dice, en la “torre de marfil”, “en cuya noche un ruiseñor había/que era alondra de luz por la mañana”, entre la “Galatea gongorina” y la “marquesa verleniana”, en un mundo de “góndolas y liras en los lagos”, pero fractura el cerco, agrega, porque “tuve hambre de espacio y sed de cielo/desde las sombras de mi propio abismo” (pp. 10-11).

A partir de esa fractura, la subjetividad poética enfrenta el “mundo”, encuentra en la “selva sagrada” “la profunda emanación del corazón divino” y construye en América un espacio donde “la eterna vida sus semillas siembra/donde brota la armonía del gran Todo”. En Salutación del optimista escribe, “la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra”, “algo se inicia como vasto social cataclismo”; ante el desastre, el imperativo subjetivo del poeta: “Únanse, brillen, sacúdanse tantos vigores dispersos/formen todos un solo haz de energía ecuménica” (p. 14). Ahora bien, el espacio para que se desarrolle este “haz de energía ecuménica” es América, el antiguo espacio colonial descastado de la ontología occidental que, dice Darío en otro poema, “desde los remotos momentos de su vida/vive de luz, de fuego, de perfume, de amor” (p. 22).

Esto es aún más claro en el Canto a la Argentina, en donde la Argentina es construida como la “región de la aurora”, “abierta al sediento de libertad y de vida”, poblada de “políglotas muchedumbres”. El espacio, entonces, de la “energía ecuménica” se ofrece a los “ciudadanos del orbe todos/cosmopolitas caballeros”, a los “argonautas de lo posible/destructores de lo imposible”, es decir, a aquellos que contienen en su ser el proyecto del mundo nuevo, pero esta vez en el misterio de su realización en la “armonía del gran Todo”. Las que contienen en su ser el nuevo proyecto, “argonautas de lo posible/destructores de lo imposible” son las “muchedumbres”, que en América son “políglotas”, heterogéneas, y que fundarán allí un nuevo Mundo, el espacio mítico y simbólico en donde se realice la “armonía del gran Todo”.

Antes de avanzar, debemos mencionar que en el siglo XIX (Marx y Engels, 1974b) ofreció a la conciencia occidental una perspectiva crítica acerca de los fundamentos por los cuales el espacio colonial había sido constituido en la conciencia europea como un espacio de extracción de recursos, aunque tampoco llegó a cuestionar en profundidad la perspectiva ontológica de subordinación que hemos argumentado a través de Kant y Hegel. Puesto que si bien en el capítulo “La acumulación originaria” de El Capital va a decir que:

los yacimientos de oro y plata de América, el exterminio, la esclavización y el sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros (…) [son] los hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista (p. 32).

En el momento de interpretar las acciones de Bolívar, el héroe máximo de la Independencia hispanoamericana, además de denostar su figura, va a decir que al igual que “la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento” (Marx, en Aricó, 2009, p. 233).

La degradación ontológica del espacio colonial argumentada en Kant, y formalizada en Hegel, va a constituirse en una constante, con sus excepciones, en las producciones simbólicas de la conciencia occidental durante todo el siglo XX, e incluso en muchas producciones emergentes del espacio “periférico” pero que reproducen la epistemología imperial. Una de las rupturas de mayor potencia epistemológica con esta conceptualización ontológica estará enunciada en América Latina, a mediados de la década del sesenta, por la Teoría de la Dependencia, precedida por pensadores como José Carlos Mariátegui o el núcleo gnoseológico del pensamiento nacional-popular en nuestro país, y por la Teología y la Filosofía de la Liberación, que constituyen los núcleos intelectuales latinoamericanos más importantes del siglo XX.

Costuras. Pensar desde las hilachas: un espacio-tiempo americano

En este punto nos preguntamos cuál es el espacio que produce la muchedumbre, la totalidad de la plebe[14], cuando toma un espacio, lo practica, lo viste con sus emociones, lo escenifica en sus rituales, lo cubre de sentido y lo constituye en el soporte material de su historia para aprehenderlo en la eternidad simbólica de su memoria. Pensemos por ejemplo en la Plaza de Mayo, en su historia, en la acumulación de sentidos, atravesada por la temporalidad del Nunca Más, que expresa una dignidad humana en un espacio-tiempo situado en la totalidad existencial de nuestra comunidad. Un centro germinativo. Una “intersección” que involucra en el sujeto individual “afecciones” internas que lo comprometen en su totalidad con el trasfondo existencial de la propia comunidad, con la trascendencia articulada en la vitalidad superior de la memoria popular.

Pero entonces, hemos intentado pensar el espacio y aún no hemos podido encontrar una definición que nos permita articularlo con la multitud. Creo que las conceptualizaciones teóricas que hace De Certeau (2000), tratando de captar la perspectiva de la práctica “popular”, la acción del “hombre ordinario”, nos pueden ofrecer algunas precisiones. En primera instancia, De Certeau distingue entre “lugar” y “espacio”. El “lugar”, dice, es un “orden” según el cual “los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia”, y en el que está excluida la posibilidad de la superposición que “dos cosas se encuentren en el mismo sitio” en el mismo momento–. Allí, los elementos considerados “están unos al lado de otros”, son contiguos, ubicados en un sitio “propio y distinto”. De esto se desprende que un “lugar” sea, entonces, una configuración de “posiciones”, puesto que su fundamento está en una trama de relaciones en un momento determinado, por ello indica “estabilidad” (p. 129).

El espacio, en cambio, existe en cuanto se toman en consideración los “vectores de dirección, las cantidades de velocidades y la variable del tiempo” (p. 129). El espacio se constituye entonces en un “cruzamiento de movilidades”, configurado por el “conjunto de movimientos que ahí se despliegan”. En este sentido, es, entonces, un “efecto producido por las operaciones que lo orientan, lo temporalizan y lo llevan a funcionar como una unidad polivalente de programas conflictuales o de proximidades contractuales” (p. 129). En suma, dice De Certeau, “el espacio es un lugar practicado”, no hay espacio sin el sujeto que lo usa y lo interviene en el transcurso del tiempo. El espacio es así un “efecto” que la práctica temporaliza. Además, dice, las intervenciones de los sujetos constituyen el espacio en una “unidad polivalente”, polisémica, fruto de “programas conflictuales”, contradictorios y también de “proximidades contractuales”, de coincidencias, de concomitancias (p. 129). Pero entonces, en lo que nos interesa, de fractura del “orden”, de quiebre de las reglas que hacían del “lugar” la imposibilidad de la superposición, la coincidencia, la concurrencia, la unidad en la diversidad, que es lo que manifiesta el espacio-tiempo existencial que instala la plebe.

Por otra parte, la muchedumbre, la multitud allí reunida, expresa el tiempo siempre nuevo de la temporalidad eterna y recurrente del pueblo, por ello las demandas de hoy se expresan a través de las vestiduras simbólicas del pasado. Esa tensión, muy dinámica, va a constituir su potencia y muchas veces también su eficacia política. Como si cada vez que hay manifestaciones populares en la Plaza de Mayo, Pancho Ramírez atara nuevamente los caballos en la Pirámide y, a través de esa hendija de la historia, un flujo de energía simbólica muy poderoso cubriera de sentido a la multitud allí reunida, y ya no se pudiese hablar de las demandas de hoy sin nombrar a Perón, a Yrigoyen, a Varela, a Rosas, a Quiroga, a Artigas, a Túpac Amaru. Esta es, creemos, una dimensión muy potente del espacio y el tiempo, y de la historia. Es la ruptura práctica y total con la concepción del espacio geométrico, abstracto, que decíamos antes; se abstrae de la dimensión temporal de la experiencia y remite el tiempo a una regulación estandarizada y externa. El espacio de la muchedumbre fractura el espacio absoluto de la mismidad que repele la diferencia en nombre de la negación de la vivencia sensible de la experiencia.

La cultura latinoamericana abunda, por cierto, en estas fracturas del orden establecido, en estos desbordes. Pero nos ha interesado en este trabajo dialogar con la conciencia occidental e indagar en cuestiones que nos interesan desde una razón crítica. La multitud no solo resignifica el espacio, sino que fractura la temporalidad continua que instaura el capitalismo, el eterno presente de la producción y el consumo. En una novela muy interesante, G. –cuyo nombre alude a la clasificación de los documentos coloniales del Imperio inglés, John Berger (1973) hace una profunda crítica al colonialismo, dialoga con el espacio colonial y reflexiona sobre el poder; dice allí que proponiendo “un continuo presente, toda minoría dirigente necesita adormecer y, si es posible, matar el sentido del tiempo de aquellos que explota. Es este el autoritario secreto de todos los métodos de reclusión”, y agrega, son las “barricadas” las que “rompen aquel presente”, fracturan el orden postulado (p. 99). Esta ruptura del orden, esa interrupción de lo reglado, implica el momento preciso de la irrupción de la multitud en tanto es su existencia espacial la que ingresa y desborda, porque es su temporalidad existencial la que profetiza la transformación. Su potencia viene del pasado, pero se actualiza en necesidades urgentes; es la certidumbre terrible de una potencia informulable, porque hay que aprender el lenguaje de la multitud para decirla.

El espacio existencial de la muchedumbre implica así una intersección espacio-temporal en donde las diferencias persisten pero para componer una simbolización superior, un fondo de la existencia que se concreta y actualiza en un aquí y un ahora. En el sentido de una cadena equivalencial (Laclau, 2005), pero con toda la carga emocional de un sujeto y una comunidad cuya energía simbólica anuda sus urgencias, individuales y colectivas, con una temporalidad total. En este sentido, hay que conceptualizar el espacio existencial como un acontecimiento, una excepción en el orden del espacio y el tiempo regular, cuya intensidad y potencia de producción de un nuevo espacio-tiempo están sujetas al orden de lo viviente y, por ello, al movimiento, al flujo, a la velocidad y al deseo de transformación, que lo sitúa en forma radical.

En tanto acontecimiento, su persistencia simbólica y su eficacia política, se expanden en ondas gravitatorias, su irradiación de energía tiene siempre consecuencias indeterminadas para la modelación de lo políticamente posible e incluso para lo pensable; puesto que su máxima intensidad se produce en los momentos de articulación entre una identidad social emergente y un poder constituyente que, en algunos momentos, puede llegar a transformar los regímenes de visibilidad de una sociedad: “destructores de lo posible/argonautas de lo imposible”, como llamaba Darío a las muchedumbres. 

Es una apertura de la historia que nos conecta, entonces, con un trasfondo existencial muy profundo, que nos humaniza, en el plano de la especie y en la eterna lucha entre dominados y dominadores. En este sentido, el espacio existencial de la multitud es un universal situado. Sus figuras son la coexistencia, la superposición, la coincidencia, la concurrencia, la unidad en lo múltiple, la concomitancia; son “proximidades contractuales” –en términos de De Certeau (2000)–, pero también la intensidad y la potencia, la irradiación, la expansión y el devenir.

La literatura y Berger (1973) lo dicen mejor, con mayor claridad y poesía. Es una escena donde uno de los personajes principales recuerda algunos sucesos políticos a mediados del siglo XIX, en Italia:

todo estaba colmado por la multitud (…) Para un hombre, semejante multitud es una prueba solemne. Se ha reunido como testigo de un destino común, para el cual ya no tienen importancia las diferencias personales. Hasta lo que el hombre alcanza a recordar, este destino ha consistido en privaciones y humillaciones constantes. Sin embargo, sus apetitos no se han atrofiado. Basta encontrar un par de ojos, en aquella multitud, para que esos ojos revelen la extensión de sus posibles demandas. Inevitablemente, la discrepancia conducirá a la violencia: tan inevitablemente como es inexorable la multitud allí reunida. Se ha reunido para pedir lo imposible. Se ha reunido para vengar la discrepancia. Necesita echar abajo ese orden que ha definido y distinguido entre lo posible y lo imposible, siempre a sus expensas, de generación en generación. Frente a una multitud semejante sólo hay dos maneras en que un hombre, que todavía no lo es, puede reaccionar. O ve en ella la esperanza de la humanidad, o ante ella siente un miedo pánico. No es fácil ver en la multitud la esperanza de la humanidad. No formas parte de esa multitud. Sólo si te has preparado con anterioridad, verás la esperanza (p. 20).

La escritura de Berger siempre es excelente. Espero, simplemente, que estas reflexiones sirvan para pensar que las transformaciones en la percepción del espacio y el tiempo traman de significados nuestras experiencias, y pueden constituir un sistema de interpretación bastante interesante de nuestra cultura. Pero, sobre todo, para que ante una “multitud” allí reunida no sintamos el “miedo pánico” que conduce a la represión y a la violencia, sino, al contrario, sintamos y veamos en ella la “esperanza de la humanidad”. 

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Cómo citar este artículo:

Arrieta, J. (2022). Una aproximación al espacio y el tiempo en la modernidad colonial. AVANCES, (31), Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/37838.



[1] Debemos señalar que en el momento en que estos desplazamientos están ocurriendo, y cuando la concepción científico-matemática se instala con fuerza en la construcción instrumental de la conciencia europea moderna, en el ámbito de la literatura aparece en forma repetitiva la idea de “tormenta”, en las crónicas, en las obras de Shakespeare o en el cancionero Mexicano (Gruzinski, 2000); la idea de utopía, en las leyendas sobre la abundancia americana; y la desmesura y el exceso, en la imaginación estética en Rabelais. Son las figuraciones literarias de un devenir, un resto, de lo que esta misma racionalidad no puede controlar. 

[2] De acuerdo con Armstrong (2002), hasta el siglo XVI, el orden mundial era policéntrico y no capitalista, es decir, que la matriz moderna/colonial del poder no había sido aún impuesta, y la diferencia imperial y colonial aún no había tomado el lugar de hegemonía en las relaciones de poder, económicas y epistemológicas, que adquirió luego.

[3] “El universo es, por lo tanto, uno, infinito e inmóvil. Una, digo; es la posibilidad absoluta, uno el acto, una la forma del alma, una la materia o el cuerpo, una la cosa, uno el ser, uno lo máximo y lo óptimo, lo que no admite comprensión y, aun, eterno e interminable, y por eso mismo infinito e inacabable y, consecuentemente, inmóvil. No tiene movimiento local, porque nada hay fuera de él que pueda ser trasladado, entendiéndose que es el todo. No tiene generación propia, ya que no hay otra cosa en la que pueda desear o buscar, entendiéndose que posee todos los seres. No es corruptible, ya que no hay otra cosa en la que pueda tornarse, entendiéndose que él es toda cosa. No puede disminuir ni aumentar, entendiéndose que es infinito, y, por consiguiente, aquello a que nada puede añadirse y nada substraerse, ya que el universo no tiene partes proporcionales. No es alterable en ninguna otra disposición, porque no tienen nada externo por lo que pueda surgir y a través de lo cual pueda ser afectado” (Bruno en Prigogine, 1983, p. 8).

[4] Respecto a la necesidad de una epistemología situada, crítica de la universalidad abstracta de la epistemología occidental, son interesantes las reflexiones que hace Torres Roggero (2002; 2005) en Elogio del pensamiento plebeyo. Geotextos: el pueblo como sujeto cultural en la literatura argentina; y en “La condicionalidad elíptica” en Dones del canto: cantar, contar, hablar: Geotextos de identidad y poder. 

[5] Los operadores semánticos coloniales condensan e irradian sentido, y componen la estructuración simbólica de dominación al constituirse en condición de producción de los discursos del poder. 

[6] Seguimos aquí las reflexiones que en torno al mero vivir y al estar-siendo sugiere Kusch (2000a).

[7] La ética que propone Rodríguez entronca con las mejores expresiones de las culturas milenarias: el Libro de los Muertos, en Egipto hace 4000 años, afirmaba “dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento, dar una barca al peregrino”; en Medio Oriente hace 2000 años, la Biblia aconsejaba “dar de beber al sediento, dar de comer al hambriento, dar vestido al desnudo, dar refugio al peregrino, visitar al enfermo, visitar al cautivo”; Marx y Engels (1974a) dice en la Tesis sobre Feuerbach: “Para poder vivir es necesario ante todo beber, comer, tener un alojamiento, vestirse y algunas cosas más”.

[8] “Huasos, Chinos y Bárbaros, Gauchos, Cholos y Huachinangos, Negros, Prietos y Gentiles, Serranos, Calentanos, Indígenas, Gente de Color y de Ruana, Morenos, Mulatos y Zambos, Blancos porfiados y Patas amarillas y una chusma de Cruzados Tercerones, Cuarterones, Quinterones, y Salto-atrás que hace, como en botánica, una familia de criptógamos” (Rodríguez, 1990, p. 67).

[9] Debemos preguntarnos ya en este momento, si dentro de las estructuras de la novela realista, en donde los acontecimientos están secuenciados en un tiempo lineal, es posible expresar la sensibilidad de un mundo en el que el espacio-tiempo se constituye en una simultaneidad en la cual dos sucesos, producidos al mismo tiempo en espacios distantes, pueden modificar la historia. No vamos a ingresar en el realismo del siglo XIX en nuestro país, pero podemos pensar desde la Amalia de Mármol hasta En la sangre o Sin rumbo de Cambaceres, en un período de apogeo, tramado no casualmente con el positivismo, y luego en su declinación ingresado el siglo XX.

[10] En Cicatrices, Juan José Saer (2019) nombra este cuadro como Campo de trigo de los cuervos. Para Saer, parece ser que los “cuervos”, esas marcas negras en el cuadro, se constituyen en el sujeto del cuadro. Podríamos pensar también que esa nominación hace sistema con el final del capítulo de la novela de Saer, en el cual el personaje parece ingresar en el espacio de una gnosis interior: “Nunca nuestros círculos se habían mezclado tanto… el espacio a él destinado a través del cual su conciencia pasaba como una luz errabunda y titilante, no difería del mío como para impedirle llegar a un punto en el cual no podía alzar a la llovizna de mayo más que una cara empavorecida, llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza” (pp. 105-106). Nos podríamos preguntar, entonces, ¿cuál es la dimensión de esas cicatrices negras en el cuadro de Van Gogh?, ¿la verdadera dimensión del color en su espacio existencial?, ¿y en Saer, que ve en esas manchas negras el sujeto del cuadro?

[11] Estas reflexiones se desprenden de la propuesta teórica de Kusch (2000b) respecto a la noción de geocultura.

[12] En este sentido, son muy sugerentes las observaciones de Rivera Cusicanqui (2015): “La descolonización de la mirada consistiría en liberar la visualización de las ataduras del lenguaje, y en reactualizar la memoria de la experiencia como un todo indisoluble, en el que se funden los sentidos corporales y mentales. Sería entonces una suerte de memoria del hacer, que como diría Heidegger, es ante todo un "habitar". La integralidad de la experiencia del habitar sería una de las (ambiciosas) metas de la visualización” (p. 23).

[13] “Hablar de habitus es incluir en el objeto el conocimiento que los agentes –que forman parte del objeto tienen del mismo, y la contribución que ese conocimiento aporta a la realidad del objeto”. El “conocimiento común” o “erudito” tiene un “poder propiamente constituyente”. Es el “aspecto activo” del conocimiento del que hablaba Marx, su “actividad estructurante”, en la forma de “esquemas incorporados”, constituidos en la historia colectiva pero incorporados en la historia individual, que funcionan “en la práctica y para la práctica”, y no a los fines del “puro conocimiento” (Bourdieu, 1998, p. 478). 

[14] En Microfísica del poder, Foucault (1992) hacía algunas observaciones muy sugerentes respecto a la “plebe”: “No es conveniente sin duda concebir “la plebe” como el fondo permanente de la historia, objetivo final de todos los sometimientos, núcleo jamás apagado totalmente de todas las sublevaciones. No existe sin duda la realidad sociológica de “la plebe”. Pero existe siempre alguna cosa, en el cuerpo social, en las clases, en los grupos, en los mismos individuos que escapa de algún modo a las relaciones de poder; algo que no es la materia primera más o menos dócil o resistente, sino que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, lo no apresable. (…) Esta parte de la plebe, no es tanto lo exterior en relación a las relaciones de poder, cuanto su límite, su anverso, su contragolpe (p. 177).