Número 30 · Año 2021
Emma, Reinaldo y yo. El cabello en el arte, la teoría y la vida cotidiana
Marcelo Nusenovich[1]
Universidad Nacional de Córdoba
Córdoba, Argentina
Resumen
Este ensayo propone un recorrido por la representación de la cabellera en la cultura occidental. El análisis se centra en el simbolismo del “marco del rostro”, principalmente en el cuerpo femenino. Para su interpretación, se revisan diferentes teorías y enfoques sociales que se articulan con la historia del arte y de la cultura. Se consideran tres casos o personajes extraídos tanto de la ficción como de la realidad.
Palabras clave: Cuerpo, Cabellera, Género, Performance
Emma, Reinaldo and I. Hair in art, theory and everyday life Summary
Abstract
This essay proposes a journey through the representation of hair in Western culture. The analysis focuses on the symbolism of the “face frame”, mainly in the female body. For its interpretation, different social theories that articulated with the history of art and culture are reviewed. Three cases or characters are considered, drawn from both fiction and reality.
Key words: Body, Hair, Gender, Performance.
AVANCES
Recibido: 30/01/2021 - Aceptado: 02/03/2021
Número 30, 2021 | ISSN 1667-927X (impreso) / e-ISSN 2718-6555 (electrónico)
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Centro de Producción e Investigación en Artes,
Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.
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“Morenas. Más ardientes que las rubias. (v. Rubias)
Rubias. Más ardientes que las morenas. (v. Morenas)”
(Gustave Flaubert, Diccionario de las ideas recibidas, Bouvard y Pécuchet, 1880).
La diversidad y transitoriedad humanas, condicionantes tanto de las aspiraciones elevadas como de las más nimias de todas las personas, son materia de estudio de las ciencias que se ocupan de nosotrxs y nuestros comportamientos, entre ellos los estéticos; la contingencia es nutriente de formas y estilos en la historia de la cultura y el arte, fundamentalmente a partir de la década de 1970. A partir de ahí, muchxs intelectuales de procedencia disciplinar variada (historia del arte, antropología, sociología, semiótica, etc.) asumieron como preocupación teórica y metodológica la construcción de problemas en torno a un símbolo en permanente transformación, el cuerpo. Tanto el propio, como sus representaciones y acciones en diferentes culturas y estilos.
Ubicándonos en esta tradición, este ensayo se centra en la dinámica de la experiencia corporal, en busca de particulares articulaciones entre prácticas y saberes cultos y populares cambiantes. Por ejemplo, la comprensión de la relación entre la transitoriedad y la plétora corporales —o entre belleza y juventud— ya había ocupado a los griegos cuando adoraban la plenitud de los efebos. Los más hermosos eran los que morían prematuramente y lozanos como Jacinto, el amante de Apolo, aquellos que permanecerían así para siempre.
Planteo que la homogeneidad y la permanencia sólo existen en los pulcros modelos formalistas (como los estructuralistas), pero no en las prácticas, donde prima la mezcla; ni tan siquiera rigen la vida de un solo individuo, o inclusive un día de ella, como lo muestra la “odisea” de Harold Bloom en el Ulises de James Joyce (1922) ( Dublin, 1882-Zürich, 1941).
Como decía Marcel Proust (París, 1871-1922), somos como las representaciones de Vishnú y sus múltiples caras y extremidades en movimiento. El dinamismo nos atraviesa. Como demuestra Clifford Geertz (San Francisco, 1926-2006), nuestra mente es tanto cuerpo como cultura (Geertz, 1987) y nunca alcanza la estabilidad y permanencia que supuestamente la caracterizan cuando “madura”. Como explicara Proust, los pensamientos son como las nubes que se desplazan, tapándose a veces unas a otras en el firmamento.
El símbolo pivotal de que trata este ensayo, por ser tan mutante y móvil en la cima del cuerpo como las masas de vapor en el cielo, es el cabello o cabellera. No es la única presencia de pelo en el rostro, y el tratamiento de las otras —cejas, pestañas, bigote, patillas, barba— también pueden interpretarse simbólicamente en el signo corporal por excelencia.
Las prácticas capilares son extremadamente variadas y cambiantes. Acompañan la vida de todas las personas en todas las edades y culturas. Para caracterizar ese simbolismo, relacionado con transformaciones intencionales o propias del paso del tiempo, pondré en contacto, en un primer momento del trabajo, distintos enfoques teóricos, sin buscar conexiones “difusionistas” entre estos, pero sí consciente de las proyecciones “dialógicas” (Bajtin, 1995) que los atraviesan.
Parto entonces del supuesto de que la fugacidad está en la estructura misma de la belleza, agregando la contingencia a su disfrute. Esto abarca desde un ramo de flores o unx bellx joven, hasta las obras “auráticas”, permanentes e inalterables en los museos como lxs diosxs en el Olimpo.
Nuestra relación con la belleza es comparable a la que planteaba Heráclito en el siglo VI a. C. entre lo permanente y lo que fluye, porque todo es y a la vez todo se transforma, también nosotrxs, y nuestra cabellera es un vehículo privilegiado del cambio. No todxs ven la transitoriedad como componente o condición de existencia de la belleza; aquello cuya perfección no es posible sin su necesaria decadencia y desaparición, por ser éstas un ingrediente constitutivo de su plenitud. Es lo que Sigmund Freud (Pribor, 1856-Londres, 1939) denominó “lo transitorio” en un artículo de 1915, donde narraba la experiencia compartida con un joven poeta frente al esplendor de la naturaleza:
El poeta admiraba la hermosura de la naturaleza que nos circundaba, pero sin regocijarse con ella. Le preocupaba la idea de que toda esa belleza en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y noble que los hombres crearon o podrían crear. Todo eso que de lo contrario habría amado y admirado le parecía carente de valor por la transitoriedad a que estaba condenado (Freud, 1992, p. 309).
La conciencia de lo efímero producía un bloqueo perceptual en el poeta que le impedía apreciar lo que veía y así valorarlo en el aquí y ahora ¿Cómo admirar algo que está destinado a desaparecer irremediablemente? ¿Ignorarlo no es incluso una forma de evitar el dolor?
La vida es fugaz y se presenta agitada por situaciones y sentimientos a menudo antagónicos, que derivan en comportamientos heterogéneos y no siempre compatibles unos con otros, ni con las posibilidades reales de las personas. Esas afecciones se proyectan en fantasías y motivaciones mentales que se confunden con la existencia cotidiana.
Las búsquedas de belleza corporal de las personas son variables y se rigen por fantasmagorías, no por nimias menos demandantes; no se vinculan necesariamente o de manera directa con el arte, aunque constituyen uno de sus “materiales” y, a la inversa, el arte cuando habla del/al cuerpo en relación a su cabellera, instala en el imaginario una ficción transformadora que se proyecta en la vida diaria por diversos medios, sea consciente o no su fuente, modelo o canal.
Para Anthony Giddens (Londres, 1938), estas búsquedas a veces obsesivas de perfección y belleza, aunque se reconozca su transitoriedad, son adicciones:
Las adicciones proporcionan una fuente de bienestar para el individuo, al aplacar la ansiedad, pero esta experiencia es siempre más o menos transitoria. (...) las adicciones son esencialmente narcotizantes, pero el efecto químico, si lo hay, no es un elemento esencial de la experiencia adictiva (Giddens, 1995, pp. 72-73).
Las principales características de esos comportamientos adictivos y narcotizantes relacionados en nuestro caso con la transformación de la cabellera, son lo “elevado” y lo “fijo”.
Lo elevado es un sentimiento momentáneo de exaltación que la persona disfruta cuando se produce una sensación especial —un momento de liberación—. Lo elevado es a veces, aunque no siempre, un sentimiento de triunfo así como de relajación. (...) lo fijo se relaciona con lo elevado, pues es el objetivo o meta de la conducta adictiva. Lo fijo facilita la ansiedad e introduce al individuo en la fase narcotizante de la adicción (Giddens, 1995, p. 73).
Tanto lo elevado como lo fijo sitúan al individuo fuera de la realidad, tienen el efecto de un viaje o traslado tranquilizante y liberador.
La persona se encuentra “en otro mundo” y puede considerar sus actividades ordinarias con un distanciamiento cínico e incluso con desdén. Este desafecto incluye usualmente la desesperación de que la adicción no pueda ser controlada; es algo que sucede a pesar de las “mejores intenciones del individuo” (Giddens, 1995, p. 75).
Cuando la adicción se confunde con la vida, sume a las personas en la contradicción y relaja la identidad del yo. Este descontrol es seguido por sentimientos de remordimiento y vergüenza; pero lo vivido se percibe como algo tan especial, que no se desea nada más. Las adicciones estéticas, para quien las padece, y aunque mutan, son constantes además de inevitables. Se pueden comprender como habitus individuales y colectivos en la percepción de lo que cada cultura, cada clase, cada familia, y en cierta medida cada individuo promulga como “bello”, y quizás “necesario”. Ni la necesidad de belleza ni la adicción a ella son elementos particularmente interesantes para la cultura falocrática y cientificista. Son volátiles y lábiles, imposibles de interpretar desde una perspectiva determinada.
Sin embargo, influyeron en la historia del arte desde su sistematización, que acompañó la de la sociología y la antropología, en lo concerniente a “voluntades” colectivas donde se encuentran estilos y hábitos de naturaleza a veces inconsciente relativos a la incidencia de la cultura en algo tan “natural” como nuestro cuerpo. Marcel Mauss (Épinal, 1872-París, 1950) llamó habitus a estas motivaciones en 1936 en su análisis de las técnicas corporales, donde examina las convenciones, modos y apariencias tradicionales mediante las cuales las personas utilizamos nuestros cuerpos, tanto en la vida cotidiana como en la expresión de valores y sentimientos. El estudio de estas concierne a la antropología y la etnografía. No son fijas ni universales, sino que varían según el contexto cultural, el sexo, la ocupación, el estatus social, las circunstancias y la edad de las personas (Mauss, 1979).
La noción de habitus fue retomada por Pierre Bourdieu (Denguin, 1930-París, 2002), quien le concedió un lugar central en su concepción teórica (Bourdieu, 2012). Con diversas denominaciones, estos problemas habían encontrado antes un lugar en la historia del arte, a partir de fines del siglo XIX, con precursores de la disciplina como Alois Riegl (Linz, 1858-Viena, 1905), el concepto de “voluntad artística”, de naturaleza colectiva, que este ultimo tomaba como inmanente a la obra, con un sentido formalista y sin considerar la búsqueda de relaciones extraartísticas (Riegl, 1980); cuestión que sería superada más adelante, junto con el formalismo.
Estos hábitos constructores, presentes tanto en la percepción de objetos o situaciones promulgados por el arte culto como en la vida cotidiana, pueden compararse en varios sentidos con las nociones de “estructura de sentimiento”, formulada por Raymond Williams (Llanfihangel Crucorney, 1921-Saffron Walden, 1988), y la de “ojo de la época” de Michael Baxandall (Cardiff, 1933-2008), ejemplos de la superación del formalismo de Riegl al que me refería antes.
Ese “ojo” construido por la cultura (Baxandall, 1978) puede derivar tanto en estilos eruditos como en adicciones quijotescas o bovaristas que se padecen y gozan intensamente en la vida ordinaria, fundamentalmente cuando se convierten en mercancía, como analiza John Berger (Londres, 1926-París, 2017) (1984).
Pero más allá del supuesto universalismo de las fuerzas colectivas, los tiempos se encargaron, de manera acelerada desde 1968, de erosionar y desmentir el dominio del sistema sobre el acontecimiento, lo que significó el fin del imperialismo estructuralista y una redirección de la atención hacia situaciones localizadas del cuerpo. La comprensión de lo multiperspectívico de este objeto de estudio polimorfo reemplazó la supuesta existencia de modelos y miradas autónomos. Las explicaciones estructuralistas fueron atacadas y abandonadas por idealistas, ahistóricas y universales. Las certezas imaginarias fueron deconstruidas por distintas disciplinas que sin constituir un frente común se conectaron por el interés en el cuerpo, en un grupo amplio que venía desde los sesenta. Fueron precedidas por dos Escuelas, cuyo accionar se desarrolló en Alemania y Francia desde la década de 1920 y que aún mantienen su vigencia.
La Escuela de Frankfurt fue fundada en 1923 con el nombre de Instituto de Investigación Social y cerrada por los nazis en 1934, por su orientación marxista y porque la mayoría de sus integrantes eran judíos. El protagonismo del cuerpo es lateral y concierne sólo a algunos de sus integrantes, aunque esclarece diversos aspectos, sobre todo cuando se sitúan los análisis en el momento histórico de su accionar. Su cometido era la discusión del marxismo que articulaban con el pensamiento freudiano. Sus textos fundacionales son Teoría tradicional y teoría crítica de Max Horkheimer (Stuttgart, 1895-Nüremberg, 1973), publicado en 1937, y la colección de ensayos de 1944, Dialéctica de la Ilustración, del mismo autor y de Theodor Adorno (Frankfurt, 1903-Valais, 1969).
La importancia de la Escuela en el proceso de comprensión del cuerpo, está acotada principalmente a Walter Benjamin, Herbert Marcuse y Erich Fromm.
Herbert Marcuse (Berlín, 1898-Starnberg, 1979) articuló a Freud con el marxismo, fundamentalmente en su influyente obra Eros y civilización (1983). Su tesis de que ya había condiciones culturales como para dar por finalizada la represión fue muy influyente en los movimientos de liberación sexual a partir de la década de 1960.
La teoría freudiana fue también el punto de arranque de Eric Fromm (Frankfurt, 1900-Moralto, 1980), aunque en los años cuarenta éste rompió con el Instituto debido a lo que consideraba una interpretación arbitraria y heterodoxa del psicoanálisis. Solamente Walter Benjamin (Berlín, 1892-Port Bou, 1940), se ocupó centralmente de fenómenos como la moda en la construcción de cuerpos y “tipos” modernos. Las modas no se limitan en él a los usos indumentarios, sino que abarcan todos los campos, incluso los científicos. Como lo expresa su amigo Ernst Bloch (Ludwigshafen am Rhein, 1885-Tubinga, 1977): “He aquí —escribí— una inauguración comercial de filosofía (...) con los más modernos primaverales modelos de la metafísica en los mostradores” (Bloch en Buck Morss, 1995, p. 40).
Para Benjamin, la moda expresa paradigmáticamente una metafísica de la transitoriedad, la misma a la que alude Freud. No debemos perder de vista en este punto la fascinación de Benjamin con el surrealismo, y por tanto, con el psicoanálisis. De hecho, él mismo aclara que el Passagen-Werk se inspiró en la novela surrealista El campesino parisino de Louis Aragon (Paris, 1897-1982), publicada en 1926.
Benjamin combinó de manera singular y única la teoría freudiana con elementos del idealismo alemán, el materialismo histórico y el misticismo judío; en esto último tiene mucho que ver tanto su procedencia familiar como su conocimiento de la Cábala por su íntima relación con Gershom Scholem (Berlin, 1897-Jerusalem, 1982).
La moda es uno de los tópicos del proyecto de los pasajes, acompañada por temas heterogéneos del siglo XIX:
(...) pasajes, aburrimiento, kitsch, figuras de cera, souvenirs, luz de gas, panoramas, construcciones de acero, fotografía, prostitución, Jugendstil, flâneur, coleccionista, apuestas, calles, marcos, grandes almacenes, metros, ferrocarriles, señales, perspectiva, espejos, catacumbas, interiores, climas, exposiciones mundiales, carreteras, arquitectura, hashish, Marx, Haussmann, Saint-Simon, Grandville, Wiertz, Redon, Sue, Baudelaire, Proust (Buck Morss, 1995, p. 51).
La relación de Benjamin con la memoria es inversa a la de Proust en En busca del tiempo perdido que es burguesa y centrada en el individuo, en tanto plantea una recuperación social del pasado. Las reliquias del siglo XIX eran indicios para acceder a ese pasado olvidado. Como dice, comparándose con Proust, en un pequeño pasaje donde se evidencia su concepción histórica y social de la moda (y por lo tanto del cuerpo, por el que ésta habla): “Aquello que Proust experimentó en el fenómeno de la reminiscencia como individuo, tenemos que experimentarlo en relación a la moda” (Benjamin en Buck Morss, 1995, p. 497).
Benjamin planteaba una “metafísica de la moda”, donde esta adquiría un carácter fetichista, como toda mercancía. Y donde la mujer era la figura central en el desplazamiento de la transitoriedad de la naturaleza a la supuesta permanencia de las mercancías, aunque de hecho analiza también al dandy que obviamente es masculino (Benjamin, 2005).
Perteneció a la misma generación Norbert Elias (Breslau, 1897-Amsterdam, 1990). Tuvo una buena acogida en el pensamiento postestructuralista porque su obra fue redescubierta en los setenta y se constituyó como una sociología del cuerpo y las emociones, en tanto explicaba o desde la sociología y la historia estructuras sociales complejas, por ejemplo la corte francesa y sus maneras (Elias, 1998).
La historiografía sufrió un cambio fundamental con la Escuela de los Annales, fundada en 1929 por Lucien Febvre (Nancy, 1878-Saint-Amour, 1956) y Marc Bloch (Lon, 1886-Saint-Didier-de-Formans, 1994). La “nueva historia” que construyeron las sucesivas generaciones de intelectuales que la integraron, cambió el foco desde el acontecimiento político y el individuo a la interpretación de procesos, estudios sociales y una variedad de temas particulares que acercaron la historia a otras ciencias sociales, en particular, a la antropología. Sin desdeñar los documentos escritos, incorporaron como fuentes la moda, la mujer, el campesino, etc., lo que aproxima su mirada a la de Benjamin. Uno de sus intelectuales más importantes fue Fernand Braudel (Luméville-en-Ornois, 1902-Cluses, 1985), cuya práctica intelectual fue reconocida en la década de 1960, en cuestiones como la introducción de las “duraciones”. El presente texto, por ejemplo, se inscribe en la larga duración. Otros adherentes fueron los medievalistas Georges Duby (París, 1919-Le Tholonet, 1996) y Jacques Le Goff (Toulon, 1924-París, 2014), con su propuesta de historización de las mentalidades. Una de las obras más conocidas del segundo, Los intelectuales de la Edad Media (1986), donde caracteriza a los goliardos, los juglares y otros representantes de la baja cultura, tiene afinidad con los planteos sobre la vida tradicional popular de Bajtin (Bajtin, 2005). También debemos mencionar a Roger Chartier (Lyon, 1945); su estudio de las relaciones entre escritura y cultura en la historia moderna contiene referencias a las mentalidades y “corporalidades” de nuevxs lectorxs, como por ejemplo la aparición de la mujer lectora como género pictórico en el Rococó (Chartier, 1994).
Ya en los cuarenta, la fenomenología del filósofo Marcel Merlau-Ponty (Rochefort-sur-Mer, 1908-1961) rebatía el dualismo cartesiano y conceptualizaba la existencia humana como cuerpo vivido (le corps propre), dándole a mi cuerpo el lugar de una unidad pre-objetiva —poco capaz de sostener categorías a priori—, como un articulador de relaciones sociales, cotidianeidad y experiencia vital en el mundo. Desarticuló la antinomia cuerpo/materia, ubicando el cuerpo vivido (carne) en un lugar intermedio (Merleau-Ponty, 2013).
Las interpretaciones de los setenta, no necesariamente estuvieron conectadas con sus referentes del pasado ni con sus contemporáneas, y sólo la larga duración que planteara Braudel nos permite ver ciertas cuestiones comunes, como la heterogeneidad en lo que respecta a temas y fuentes, o el interés desplazado desde los grandes panoramas hacia lo particular, fragmentario y contingente del cuerpo, que reduzco metonímicamente en este texto al cabello.
Representante cabal de esa notable generación fue Michel Foucault (Poitiers, 1926-París, 1984), cuya obra repercutió en la lingüística, la filosofía, la sociología y la antropología desde principios de los sesenta, en pleno auge del estructuralismo.
Su teoría corporal parte de dos conceptos centrales: la hipótesis represiva y el poder biotécnico (o bio-poder), cuya experiencia analiza en situaciones periféricas con respecto al orden “natural” de las cosas para la burguesía, como la locura, las cárceles y la sexualidad. Sostuvo que en la historia europea se había pasado a un aumento creciente de la represión y la hipocresía. “Se reemplazó a la risa por ‘las noches monótonas de la burguesía victoriana’” (Dreyfus y Rabinow, 2001, p. 157).
Foucault (1990) habla de la transformación operada en la vida cotidiana por la represión: “Gestos directos, discursos sin vergüenza, transgresiones visibles, anatomías exhibidas y fácilmente entremezcladas, niños desvergonzados vagabundeando sin escándalo entre las risas de los adultos” (p. 29). La represión y las tecnologías desplegadas por el bio-poder se vinculan con el ascenso del capitalismo: “La pequeña crónica del sexo y de sus vejaciones se traspone de inmediato en la historia ceremoniosa de los modos de producción: su futilidad se desvanece” ( p. 12).
En síntesis, la represión sexual se ejerce porque atenta contra la ética del trabajo demandada por el capitalismo y se relaciona con una nueva racionalidad técnica y política constructora de cuerpos. Como expresa en la Historia de la sexualidad:
Habría que hablar de bio-política para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte el poder-saber en un agente de transformación de la vida humana (...). El hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente (Foucault, 1990, p. 18).
Son coetáneos e igualmente inclasificables, los estudios compartidos por Gilles Deleuze (París, 1925-1995) y Félix Guattari (Villeneuve-les Sablons, 1930-Cour-Cheverny, 1992), quienes articularon saberes propios de la filosofía, la psiquiatría, el psicoanálisis, la antropología, la política, etc. Su obra más difundida se publicó en dos partes: El Anti-Edipo en 1972 y Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia en 1980. Allí articularon nociones anatómico-políticas, como las de “órgano”, “organismo” o “aparato”, haciendo ver las relaciones de jerarquía, subordinación y dominio entre ellas, a las cuales consideraron, como Foucault, construcciones relacionadas con la eficiencia del funcionamiento del cuerpo en el sistema de producción capitalista.
Otro autor “polifónico” que compartía intereses y saberes propios de la crítica literaria, la filosofía del lenguaje y la antropología, fue el soviético Mijaíl Bajtin (Oriol, 1895-Moscú, 1975). Aunque pertenecía a una generación anterior, su obra fue censurada en el régimen stalinista por considerarla ligada a la Iglesia Ortodoxa Rusa, razón por la que se conoció en Occidente tras su muerte en 1975, cuando se entró de lleno en los debates sobre el cuerpo.
Bajtin presentó su tesis doctoral (aunque el grado le fue denegado tras una intensa polémica, justamente por su supuesta religiosidad) en 1941. Fue un texto canónico sobre la obra del médico y escritor François Rabelais (Chinon, 1494-París, 1553), donde analizó las causas por las que este no había integrado el canon y encontró que Rabelais presentaba la cultura baja en su relación con la parte inferior del cuerpo. Comparaba un cuerpo popular, grotesco, festivo, abierto y carnavalesco con otro burgués, regente de la estructura, cerrado, maduro y sin marcas de la infancia o la vejez.
En un mundo poblado de oposiciones (donde se nota todavía la presencia del estructuralismo) Bajtin realiza una lectura comparativista donde resuena una “biopolítica” corporal, con un “norte” hegemónico (la cabeza) y un “sur” subordinado (los aparatos digestivo, urinario y reproductor y los pies), otorgando un interés moral, jerárquico y sexual a las posiciones de arriba o abajo. Paradigmáticamente, la cabeza/mente sobre los pies en el cuerpo erguido (podría agregarse el hombre sobre la mujer en el coito. Recordemos que Lilith fue expulsada del Edén por no admitir esa posición). Los pies, “bajos” par excellence en la simbología corporal, son un tópico fetichista en nuestra cultura, por su relación con la genitalidad. En el arte culto aparece a menudo este vínculo. Pienso, por ejemplo, en la sandalia “voladora” en El columpio (1767) de Jean-Honoré Fragonard (Grasse, 1732-París, 1806), donde el pie de la protagonista queda desnudo por el accionar del hombre que la hamaca para complacer un voyeur, el comitente del cuadro (Boime, 1984). La pudorosa e hipervestida Mirtha Legrand nunca dice “pies”, sino “innombrables” en su programa y cuando algún convidado pronuncia esa palabra, ella se perturba ostensiblemente.
Los Estudios Culturales surgen en Inglaterra del agrupamiento informal, a partir de la segunda postguerra, de varios intelectuales que coincidían tanto en la crítica al estructuralismo como en el interés por el materialismo dialéctico. En 1964 Richard Hoggart (Leeds,1918-Londres, 2014) fundó el Centro para el Estudio de la Cultura Contemporánea en la Universidad de Birmingham, dirigido luego por Stuart Hall (Kingston, 1932-Londres, 2014) quien publicó en 1964 Las artes populares junto a Paddy Whannel (Pitlochry, 1922-Londres, 1980), donde criticaban la relación planteada entre alta y baja cultura poniendo ejemplos “problemáticos” como el jazz.
Otros intelectuales de Birmingham son E. P. Thompson (Oxford, 1924- Worcester, 1993), quien propuso el acercamiento a lo cotidiano en una historia desarrollada desde la baja cultura, y Raymond Williams (Crucorney Llanfinhangel, 1921-Saffron Walden, 1988), el más difundido del grupo.
Williams propone una crítica marxista de la cultura y el arte a través del análisis de temas políticos, culturales y mediáticos. Su interés en lo corporal y performático se evidencia en su actividad académica como profesor de Arte Dramático en la Universidad de Cambridge entre 1974 y 1983. El texto de 1958, Cultura y sociedad 1780-1950. De Coleridge a Orwell, es su contribución más notable al ajuste del enfoque marxista a la subjetividad, la centralidad de la conciencia y los valores como motivos de la acción, en oposición al marxismo ortodoxo que atribuía el cambio social a fuerzas ajenas a la voluntad consciente.
Pierre Bourdieu (2000) propuso un “estructuralismo constructivista” o “genético” para analizar el poder como un elemento constitutivo de la sociedad, incorporando los habitus que definen la subjetividad. Criticó, asimismo, la relación naturalizada de oposición entre los sexos como una construcción de la dominación masculina.
La paradoja consiste en que son las diferencias visibles entre el cuerpo femenino y masculino las que, al ser percibidas y construidas de acuerdo con los valores que concuerdan con los principios de esta visión del mundo, no es el falo (o su ausencia) el fundamento de esa visión sino que esta visión del mundo, al estar organizada de acuerdo con la división de género relacionales masculinas y femeninas, puede instituir el falo, constituido en símbolo de la virilidad (pp 37-38).
Me queda definir brevemente los aportes de John Austin, Erving Goffman, Judith Butler y Victor Turner a la teoría de la performance para completar la urdimbre interpretativa.
John Austin (Lancaster, 1911-Oxford, 1960) es el principal referente de la Filosofía del lenguaje, centrada en los actos de habla. Distingue en éstos una función constatativa y otra realizativa o performática. Suplanta la función de constatar hechos con las categorías verdadero o falso, afirmando que una emisión lingüística es cualquier cosa que se diga. En su libro más conocido, Cómo hacer cosas con palabras, demuestra que los enunciados tienen la propiedad de cambiar la “posición jurídica” del alocutario, afectando la relación entre este, locutor y mundo; esta noción es trasladada a la performance corporal.
Erving Goffman (Manville, 1922-Filadelfia, 1982) ideó una “microsociología”, cuyo objeto de estudio eran las unidades mínimas de análisis del comportamiento entre personas, centrándose en grupos reducidos, al contrario que una sociología en gran escala. La base de su metodología es el interaccionismo simbólico, el estudio de los significados de la interacción humana de persona a persona, “cara a cara” (Goffman, 2009).
La Simbología Comparativa de Victor Turner (Glasgow, 1920-1983) constituye quizás la más rotunda refutación a Lévi-Strauss, junto a la de Clifford Geertz. Para él, performance es todo acto, incluso los banales de la vida cotidiana (Turner, 1988).
Los amplios intereses de Judith Butler (Cleveland, 1956) abarcan la filosofía postestructuralista, la política, el feminismo, la teoría queer, el psicoanálisis y la ética. En 1990 publicó El género en disputa y en 2001 Deshacer el género, dos libros muy influyentes en los colectivos críticos de la normatividad heterosexual. Llevó los alcances de la performance al sexo y la sexualidad para demostrar que los roles son construcciones sociales y no verdades naturales o biológicas (Butler, 2001).
La historia del arte ha sido en sus orígenes una disciplina elitista dirigida a especialistas de las clases altas que buscaban la perfección formal en ciertos períodos de la antigüedad clásica, la Atenas de Pericles o la Roma de Augusto.
Esta explicación de la obra por su forma, guardaba relación con el formalismo lingüístico. Revisemos a modo de ejemplo las concepciones de dos intelectuales suizos decimonónicos, claves en el proceso hacia el formalismo artístico y lingüístico. El primero de ellos es Heinrich Wölfflin (Winterthur, 1864-Zurich, 1945) en la historia del arte y el otro Ferdinand de Saussure (Ginebra, 1857-Morges,1913), referente del binarismo estructuralista. Hay semejanzas en varios puntos, por ejemplo en que Saussure tomaba como objeto de estudio sólo la forma sistemática del lenguaje, la lengua. El habla quedaba fuera de cuestión, en el mismo sentido en que el formalismo artístico separaba la obra acabada de sus condiciones de producción y recepción y se interesaba sólo por las relaciones que se encuentran “dentro del marco”, como en los conceptos comparativos de Wölfflin entre Renacimiento y Barroco (Wölfflin, 1979).
Uno de los principales historiadores del arte que involucró las innovaciones del “giro lingüístico” en su concepción y metodología fue Michael Baxandall (Cardiff, 1933-2008) quien desarrolló un acercamiento antropológico a la sociedad y sus producciones estéticas. Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. Arte y experiencia en el Quattrocento de 1972 (Baxandall, 1978) es su trabajo más difundido. Reconoció el componente lingüístico en el campo visual, lo que significaba una posición más moderada que la de aquellos que, por reacción contra el estructuralismo, pretendían ignorarlo. “Demostrar que la gramática y la retórica de una lengua pueden condicionar sustancialmente nuestra manera de describir y, por tanto, de percibir las imágenes y otras experiencias visuales” (Baxandall, 1996, p. 13). Las palabras dividen nuestra experiencia en categorías, y cada lengua lo hace de manera diferente, lo que separa su concepción del ahistoricismo y el universalismo estructuralistas. Baxandall reflexiona en toda su obra acerca de la relación entre palabras y categorías y observa cómo estas últimas deambulan o emigran entre las ciencias y las artes, violando o cuestionando sus “fronteras”. Por ejemplo, los términos “mesura” “aere” y “maniera” son nativos de la danza, y de allí pasaron a la pintura.
La interpretación marxista generó en la historia del arte de los años cincuenta lo que se conoce como Historia social del arte. Integran esta tendencia Friedrich Antal (Budapest, 1887-Londres, 1954) en La pintura florentina y su ambiente social (1948), Nikos Hadjinicolaou (s/d-Grecia, 1938) con Historia del arte y lucha de clases y Arnold Hauser (Temvéisvar, 1893-Budapest, 1978). La Historia social del arte y la literatura (1951) del último ha sido uno de los textos más leídos por los estudiosos.
Otros intelectuales de inspiración marxista provienen del campo de la comunicación, como John Berger (Londres, 1926-París, 2017), alumno de Antal, quien había introducido en Inglaterra el debate antiformalista y antipositivista. Berger, también fotógrafo y autor de ficciones, analizó la iconografía culta en términos comparativistas con la publicitaria y encontró notables semejanzas entre ambas.
En Modos de ver, que tuvo su origen en un documental para la BBC (Ways of Seeing, 1974), Berger plantea que lo que sabemos o creemos afecta el modo en que vemos; toda imagen encarna un “modo de ver” de acuerdo a ciertas hipótesis o supuestos culturales como la belleza, la verdad, el genio, la civilización, la forma, la posición social o el gusto.
Plantea que la publicidad se centra en la envidia y el fetichismo, como la pintura al óleo renacentista, donde la posesión de la obra era una proclama de rango y posición. La diferencia es que el dueño de la pintura mostraba lo que ya disfrutaba, mientras que la publicidad genera insatisfacción y actúa sobre la ansiedad e incita a lo que Giddens caracterizaba como adicción, partiendo del supuesto de que el dinero es vida y de que la capacidad de gastarlo equivale a la de vivir, lo cual vuelve sexualmente deseables a los consumidores. Berger (1984) se refiere a este modo de ver con el término francés glamour, una búsqueda contemporánea, no existente en la época de apogeo de la pintura al óleo donde las ideas de gracia y elegancia apuntaban a algo similar, pero fundamentalmente diferente porque no existían los medios de difusión masiva y “(…) el glamour no puede existir sin que la envidia social de las personas sea una emoción común y generalizada” (p. 79). La sociedad impone normas corporales arbitrarias, convencionales y a menudo crueles y discriminatorias. Las personas “feas”, por ejemplo, carecen de glamour y distinción, e integran una difusa generalidad en la que pasan desapercibidas.
Esta discriminación estética, paralela a las más conocidas, como género, clase o raza, está tan extendida que es una norma cultural, tan internalizada que es casi invisible. La mística de la belleza puede no ser justa, pero explica la gran inversión de tiempo, dinero, energía y dolor en ella (Synnot, 1993, p. 75).
Anthony Synnot (s/d), cuyo pensamiento se puede relacionar con los de Giddens y Berger, vincula el cuerpo, sus percepciones y funciones sociales; lo mismo aplica a los estudios sobre el cuerpo y los sentidos emprendidos por David Le Breton (s/d-1953).
Thomas Crow (Chicago, 1948) mostró la contigüidad entre arte moderno y vida cotidiana: “(…) las formas culturales inferiores son una y otra vez invocadas para desplazar y apartar las cansadas fijaciones de la práctica aceptada, y algún residuo de estas formas es visible en muchas obras del arte moderno” (Crow, 2002, p. 12).
El cuerpo, el rostro y el cabello
El cabello es protagonista tanto de la tradición iconográfica culta como del arreglo personal masculino y femenino en la vida cotidiana.
Las prácticas y transformaciones sostenidas por este serán tratadas en este ensayo en tres dramatis personae sin conexión entre sí. El primero es Emma Bovary, personaje ficcional creado por Gustave Flaubert (Rouan, 1821-1880) en Madame Bovary (1857).
Los otros dos vivimos actualmente, aunque en escenas diferentes. Se trata del mediático Reinaldo Wabeke (s/d, 1983) y de mí mismo (Villaguay, 1956).
Los hilos que usaré para hilvanarnxs provienen de tres “carreteles” teóricos y metodológicos que pasaré a definir a continuación: cuerpo, imaginería y bovarismo.
Cuerpo
El cuerpo es el símbolo por excelencia del self y afecta tanto nuestra existencia como la cultura, donde funciona muchas veces como sostén inequívoco —a causa de su “obviedad”— de algunos sistemas apriorísticos, sean religiosos, etarios, de género, étnicos o legales, que imponen dualismos aparentemente irreductibles, en general, relacionados con la subordinación o la sanción. En palabras de Louis Marin (La Tronche, 1931-París, 1992) quien se refiere al cuerpo “en acto”:
La figura del tiempo real, (…) escenario generador de una retórica de la imagen, de una antropología de lo imaginario, de una hermenéutica de lo simbólico; cruce y nudo de recorridos o, más bien, estructura entera de todos estos trayectos virtuales (Marin, 1992, p. 420).
La “figura del tiempo real” nos habla de la íntima conexión entre cuerpo y performance, términos que se complementan dado que el “asunto” de la segunda es la experiencia del primero, al que todxs damos por “real”. Como dice Bruce Knauft (1991),
Los conceptos culturales del cuerpo, al estar tan mezclados con la realidad de cómo se percibe y experimenta éste, parecen absolutamente naturales y básicos. Aunque el cuerpo sea eminentemente “natural” es precisamente el hecho de percibirlo así lo que hace que estén tan arraigados en la psique colectiva conceptos de él culturalmente variables. En realidad, en todas partes son factores sociales y culturales los que generan las imágenes del cuerpo (p. 7).
El acto de vivir consiste en reducir de manera constante el mundo al cuerpo. Nuestra existencia es corporal; como señala Le Breton (1995), sin el cuerpo no existiríamos.
Sin embargo, su principal potencial simbólico no se encuentra en su existencia sino en sus ambivalencias. Eso se ve de manera particular en el rostro que habla por él. Su expresión puede ser interpretada de manera muy diferente por nosotrxs y quienes nos observan. Su paradoja central es que, si bien el cuerpo nos proporciona un rostro como superficie que nos representa por excelencia, este nunca es percibido por nosotrxs de manera directa. Sólo su reflejo. Conocemos de nuestra faz lo que nos muestra el espejo. Sólo en el reflejo, invertidos, sometiéndonos a ciertos ángulos o poses, construyendo un alter ego de dudosa verosimilitud.
En el rostro nos reconocemos unxs a otrxs, y a nosotrxs mismxs. Está fotografiado en nuestros documentos de identificación. Y es maleable: “con sus 80 músculos miméticos, el rostro está capacitado para 70.000 expresiones” (Synnot, 1993, p. 73). Muestra u oculta nuestras emociones, carácter y personalidad. Es una zona tan sobrecodificada que se expresa por sí misma e incluso casi no pertenece al plano corporal, al menos a aquellos sistemas de órganos y aparatos que garantizan su funcionamiento.
Verónica resguardó la Divina Faz no como indicio de un cuerpo, sino que legó una imagen fantasmagórica donde está suprimido el organismo, pues como dicen Deleuze y Guattari (1994) la cara pertenece a otro régimen del cuerpo. En el contexto de su caracterización del “cuerpo sin órganos”, distinguen entre “cuerpo” y “organismo”: “El cuerpo nunca es un organismo. Los organismos son los enemigos del cuerpo” (p. 89). Esta distinción comprende de manera central la cabeza y el rostro, y con ellos al cabello. Sufren una sobrecodificación que supera lo corporal, como en el sudario de Verónica, pura “rostridad”.
El rostro es una superficie: rasgos, líneas, arrugas, rostro alargado, cuadrado, triangular, el rostro es un mapa (…). Incluso humana, la cabeza no es forzosamente un rostro. El rostro se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívico multidimensional, cuando el cuerpo, incluso la cabeza, está descodificado y debe estar sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro (Deleuze y Guattari, 1994, p. 8).
Imagen 1: Santa Verónica [óleo sobre tela]. s/d. Jerónima de las Cuevas (La Rioja, ca. 1550-1614).
El cabello es a un tiempo extremadamente privado así como también público y posee una significación que Anthony Synnot resume en tres oposiciones:
1. Sexos opuestos poseen pelos opuestos.
2. El pelo de la cabeza y el pelo del cuerpo son opuestos.
3. Ideologías opuestas poseen pelos opuestos (Synnot, 1993, p. 101).
Las judías ortodoxas se cortan el cabello cuando se casan, y usan peluca en ciertas circunstancias. La misma operación realizan las novicias cuando toman los hábitos y se unen en matrimonio con Cristo. Si bien no usan peluca, llevan la cabeza cubierta como parte del hábito.
La razón religiosa es que la cabellera femenina se relaciona con el vello púbico, de ahí a que sea vista como desnudez. La historia del arte, de signo eminentemente patriarcal, estableció una continuidad con los textos religiosos judeocristianos, en los que el cabello largo, rubio o rojizo era un arma de tentación relacionada con la perdición, comenzando con Lilith, la primera mujer de Adán.
Imagen 2: Collier, J (1892): Lilith [óleo sobre tela]. The Atkinson Art Gallery. Southpark, Reino Unido.
María Magdalena se representaba, asimismo, con larga cabellera rubia como en el cuadro del Greco, donde su belleza y disponibilidad carnal del pasado —simbolizada por el pecho que descubre con la mano derecha— coinciden con su cabellera impúdicamente larga y suelta en contraposición a la calavera que reposa sobre un texto presumiblemente sagrado que actúa como memento mori.
Imagen 3: Theotokópoulos, D. (El Greco) (1575). María Magdalena penitente [óleo sobre tela]. Szépművészeti Múzeum, Budapest, Hungría. 165,5 cm x 125 cm.
La compleja simbología capilar articula lo telúrico, erótico y tanático con los más diversos estilos, como el Art Nouveau, donde la cabellera femenina se transmuta en flores o plantas, equivalente a un jardín y evoca la antigua conexión del pelo con la tierra; lo que es a esta la vegetación, lo es el pelo a la cabeza: un símbolo de fertilidad y renovación. La abundancia capilar se relaciona asimismo con la potencia sexual. La disponibilidad erótica femenina sugerida por el pelo suelto se expresa en el arte y tiene relación con la posesión masculina. Las Venus venecianas del siglo XVI, o las espiadas en su intimidad, responden a esta imaginería que integra a artistas de diferentes épocas, como Fragonard, Degas o Balthus entre otros, donde la mujer es mirada sin su consentimiento.
El cabello y los artificios destinados a aumentar su atractivo, eran vistos entre los cristianos como una ofensa divina. Así lo proclama san Vicente Ferrer (Valencia, 1350-Vannes, 1419):
A vosotras mujeres, os ha dado Dios unos pechos grandes, ¿Por qué os los apretáis? Os dio ojos pequeños. ¿Por qué queréis hacerlos grandes? Si os dio cabellos negros, queréis tenerlos rubios como la cola de un toro (...) Por eso cuando rezáis, Cristo esconde su cara, porque tenéis la cara del diablo y no la de Cristo (Ferrer en Garganta y Forcade, 1956, p. 661).
Bornay (1994) analizó el lugar dado por el patriarcado al pelo de la mujer en su representación pictórica en temas recurrentes como Susana en el baño y otros donde se hace presente el voyeur. La cabellera suelta o despeinada es para el acuciante deseo masculino un fetiche y un signo de disponibilidad. Es tan importante controlar ese atractivo, conductor a lo satánico, que la exhibición del cabello femenino era hasta hace pocos años prohibida dentro de la iglesia católica. Como dice san Pablo, “(…) la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza” (I Cor., Cap. 11, versículo 5). El velo era para la cabeza descubierta lo que el vestido para la desnudez. La presentación del pelo suelto evocaba la naturaleza en una sociedad donde la mujer no podía presentarse en público sin complicadas toilettes. El mundo de las prácticas estéticas relacionadas con el pelo, como deja ver Bornay, es rico y complejo dentro y fuera de la historia del arte. En el mundo de la moda, el pelo y el peinado ocupan sitiales específicos indicadores de estilo, posición social, moralidad, etc.
Un anudamiento iconográfico y moral poderoso aunque ambivalente, es el que se establece entre el cabello rubio y el morocho en relación con la bondad o maldad de la persona. El oscuro es poderoso, mientras que el claro es divertido, no apto para grandes pensamientos, empresas o negocios. Esto es cierto tanto para hombres como para mujeres, aunque en el sistema patriarcal se usa mucho más para el “bello sexo”.
En general el planteo binario se nutre de componentes aristocráticos, cánones de belleza y relaciones jerárquicas, religiosas y morales. El cabello rubio se relaciona con el optimismo y la bondad (los ángeles y los erotes son rubios), aunque en su ambivalencia también es índice de extrema maldad. Tan poderoso es el símbolo capilar que todo lo referido a él, desde su largo hasta su color, está sometido a cuestiones valorativas. El pelo rojo, por ejemplo, conecta la iconografía de Judas Iscariote, Lilith y Wanda von Dujenew, protagonista de La venus de las pieles que Leopold von Sacher-Masoch (s/d, 1836-Lindheim, 1895) publicó en 1870. El naturalismo literario, coincidente con el realismo en las artes visuales, influyó sin duda en Edouard Manet (París, 1882-1883) quien pintó a la rubia Naná (1877), la pecadora de Émile Zolá (París, 1840-1902). La muestra en su intimidad, en ropa interior, acompañada por un burgués de levita y galera, como si recién llegase y aguardara su turno.
El cabello rubio, como el de la prostituta del siglo XIX que imaginaron Zolá y Manet es considerado a veces, como sugerí, signo de carencia de dotes intelectuales. Pero en general, se relaciona también con la bondad, lo noble, elevado y aristocrático, mientras el color negro tiene en sí un componente maligno (hablamos de negros pensamientos, intenciones, sentimientos, etc.) que se transfiere a lxs morochxs.
Esto queda paradigmáticamente expresado en las numerosas representaciones de san Miguel Arcángel cuando vence al demonio. Los rubios cabellos del héroe celestial enmarcan una cara serena y hermosa no congruente con la violencia del acto que está a punto de cometer, clavar la espada en el demonio derrotado, cuya cabeza morena que exhibe cabellos oscuros, desgreñados y poco abundantes es aplastada cruelmente por uno de sus pies.
El sometimiento de lo bajo/morocho por lo alto/rubio, en un análisis “a lo Bajtin” parece indicar un “norte” rubio, benigno y celeste, y un “sur” morocho, maligno y ctónico.
La iconografía católica abrevó en fuentes paganas, fundamentalmente a partir de la Concordatio de Julio II en el siglo XVI entre poéticas paganas y políticas cristianas.
La Virgen María, por ejemplo, está inspirada en la representación de Afrodita o Venus a través de sus atributos: las rosas, las palomas blancas, el cabello rubio y la belleza del rostro. Su representación tardía exigió un esfuerzo exegético a quienes fijaron el canon considerando los presuntos retratos de San Lucas, lo cual generó en la primera mitad del siglo XV una discusión acerca del color de la cabellera y la piel de la madre de Jesús, donde lo estético y religioso se articulaban con cuestiones étnicas y de clase. El dominico Gabriele da Barletta (s/d, ca. 1430-1480), tan famoso por la elocuencia de sus sermones, que generó el refrán Nescit predicare qui nescit barettare (no predicar sino “barletear”) decía a sus feligreses:
Preguntáis: ¿Era la Virgen oscura o clara? Alberto el Magno dice que no era simplemente morena o simplemente pelirroja, ni simplemente rubia. Porque cualquiera de estos colores aporta por sí mismo una imperfección a una persona. Ese es el motivo de que uno diga “Dios me libre de un lombardo pelirrojo”, o “Dios me libre de un germano moreno”, o de “un español rubio”, o “de un belga de cualquier color”. María era una aleación de colores, que participaba de todos ellos, porque un rostro que participa de todos ellos es un rostro hermoso (...). Y a pesar de esto, dice Alberto, debemos admitirlo: estaba más cerca del lado oscuro. Hay tres razones para creerlo así: primero por una razón de color, porque los judíos tienden a ser morenos y ella era judía; segundo por razón de testimonio, ya que San Lucas hizo los tres retratos de ella que están ahora en Roma, Loreto y Bolonia, y éstos señalan un color marrón; tercero, por una razón de afinidad. Un hijo comúnmente sale a su madre, y viceversa: Cristo era moreno, por tanto… (da Barletta en Baxandall, 1978, p. 79).
Pese a estos argumentos, en general se representó a la Virgen rubia, por la asociación del cabello claro con la bondad y el origen aristocrático, como podemos observar en las paradigmáticas Madonne de Rafaello Sanzio (Urbino, 1483-Roma, 1520).
Lxs griegxs ya teñían sus cabellos de amarillo, quizás para asimilarse étnicamente a la hegemonía de los dorios, arios invasores de la península en el siglo XI a. C. El cabello dorado era a la vez un atributo aristocrático y un fuerte y catastrófico atractivo, como muestra Homero en su caracterización de la rubia Helena, protegida de Afrodita.
Imagen 4: de Morgan, E. (1898). Helena [óleo sobre lienzo]. De Morgan Centre. Wondsworth, Reino Unido.
La casquivana esposa de Menelao —“raptada” de Esparta por Paris, lo que desata la Guerra de Troya— aparece representada por la pintora integrante de la Hermandad Prerrafaelita inglesa en la plenitud autoconsciente de su belleza, mientras se contempla en un espejo con mango. La hermosura, signo fatal, es un memento mori, umbral entre lo erótico y lo tanático. El rubio, lujurioso y despeinado cabello de la espartana es signo de su dudosa moralidad. Mientras Helena se (ad)mira, levanta y acaricia con una mano una guedeja, mientras que la otra sostiene el espejo, integrante fundamental en la vanitas, en cuyo reverso se ve un bajorrelieve que representa a Afrodita Urania.
La conexión del cabello rubio y la hermosura con lo maligno no es exclusiva de las mujeres. Fue captada por ejemplo por Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900) en un personaje masculino. El retrato de Dorian Gray fue publicado en 1890 en el Lippincott’s Monthly Magazine, y marcó el comienzo de la celebridad de Wilde, que merecía tanto el éxito como el escándalo.
Lord Henry lo miraba. Sí era, en realidad, maravillosamente gentil con sus labios escarlata finamente dibujados, sus francos ojos azules, su pelo rizoso y dorado. Todo en su cara atraía la confianza en él. Allí estaba todo el candor de la juventud unido a la pureza ardiente de la adolescencia (Wilde, 2004, p. 103)[2].
Dorian, por esa errónea identificación de la rubia belleza con la bondad, era bien considerado y despertaba la confianza de todxs, aunque era malvado.
El pelo dorado —además de coronar cabezas “bondadosas” como las angelicales, o provocativas e incitantes— como el de Naná es considerado también, como anticipé, a veces signo de carencia de dotes intelectuales. Las “rubias tontas” de Hollywood, como Marylin Monroe o Jean Harlow así lo atestiguan en la larga duración. En nuestro país puedo poner como ejemplo a Susana Giménez, cuyas frecuentes estupideces son vistas por su audiencia como signo de “espontaneidad” o “naturalidad” y se relacionan con el color de su pelo, sin tener en cuenta la artificiosidad de ese atributo. En efecto, lo que seguramente queda del cabello original de Su (que casi todxs olvidaron que era in illo tempore castaño oscuro) fue modificado durante décadas por decoloraciones y tinturas, hasta lograr naturalizarlo como rubio para su audiencia. Sus postizos, apliques, etc. aumentan año a año, acompañando los estiramientos y rellenos de su cara y haciendo ver, en su quizás excesiva abundancia, una potencia carismática relacionada con su “juventud” y atractivo sexual. Creo que es efecto de este tiempo, y también un eterno argentino:la rubia teñida, cuyo cabello le permite sostenerse en la categoría de sex symbol. Su poco creíble aumento de volumen capilar, incoherente con el transcurso del tiempo, proviene de cabellos naturales comprados a mujeres (un mito urbano dice que los más buscados son los de albinas) a quienes su peluquero, Miguelito Romano, esquila periódicamente para renovar la ya enorme carga de pelo artificial de la “diva”. Ella no es rubia, o sea que no tiene derecho natural a ser tan “tonta”.
El significado del pelo negro en el ámbito europeo decimonónico también era ambivalente y denotaba tanto la pasión, el refinamiento y el atractivo erótico como la perdición. Negras eran las cabelleras de Carmen, Ana Karénina y Mme. Bovary.
Imagen 5: Mikhailovich Kólesov, A. (1886). Anna Karénina [óleo sobre tela]. Museo Nacional de Varsovia. Varsovia, Polonia. 124 cm x 195 cm.
En América hispana, en cambio, el pelo oscuro no era incompatible con la moral y la religiosidad, ya que coincidía con cuestiones étnicas.
Ello se ve paradigmáticamente en la (re)presentación milagrosa de la Virgen de Guadalupe que se le apareció varias veces al nativo Juan Diego Cuauhtlatoatzin (s/d) el 12 de diciembre de 1531 en el cerro Tepeyac de México. Sus rasgos mestizos quedaron fijados en la tilma del campesino, modesta prenda usada por estos trabajadores rurales hasta épocas coloniales tempranas, confeccionada con ayate, tejido de fibras de maguey.
En el ámbito laico euroamericano, muchas veces las morochas se presentaban en compañía de libros, lo que en general las diferenciaba de sus frívolas congéneres que se acompañaban de espejos. En Mujer con libro del pintor brasileño José Ferraz de Almeida Júnior (San Pablo, 1850-Piracuaba, 1899) podemos ver a una Bovary de las colonias, dejando volar su imaginación a través de lo que lee en la intimidad, a juzgar por la camisa sencilla y descuidadamente abierta, con su oscura cabellera sin peinar. Yace en el césped, en el campo o en algún lugar secreto de su jardín, naturaleza domesticada como su sexualidad.
Imagen 6: Almeida Júnior, J. F. (ca. 1850-1899). Moça com Livro [óleo sobre tela]. Museu de Arte de São Paulo, São Paulo, Brasil. 50 cm x 61 cm.
En Córdoba, donde se desarrolla el retratismo con igual vigor que la pintura religiosa, encontramos una coincidencia entre la cabellera oscura y la clase alta, por el tipo étnico de los descendientes de Jerónimo Luis de Cabrera y quienes lo acompañaron. Aquí el pelo negro, y a veces la tez morena, no menoscababan la posición social del hombre o la mujer, aunque por supuesto la cabellera rubia, o castaño claro, agregaba un importante rasgo de distinción. Debemos notar que las prácticas de decoloración y tintura no estaban ausentes, como lo demuestra la publicidad de la última parte del siglo XIX, presente ya en el Periódico y el Boletín de la Exposición Nacional de 1871 (Nusenovich, 2017, pp. 223-239).
En algunos refinados retratistas de la aristocracia, como el británico William Oliver (Worcester, 1823-Kensigton, 1901), puede observarse que el cabello negro, convenientemente peinado con dos bandeaux y recogido atrás, no se relaciona con la lascivia o lo popular, sino con la sofisticación, como puede apreciarse en su Retrato de Mary Matthews de 1877.
Otras veces, el pelo oscuro se relaciona con las clases populares, cuyas emociones y sentimientos se suelen representar con mayor franqueza, introduciendo por ejemplo la risa.
En algunas oportunidades, la pasión connotada por la negra cabellera era trasladada a lugares convenientemente alejados, donde se podía proyectar el deseo de los burgueses sumidos en el aburrimiento de una vida sexual centrada en la procreación, sin riesgo de ser juzgados por su inmoralidad. El Romanticismo alentó esta fuga que contribuyó a la construcción imaginaria de un Oriente.
Para completar este panorama, me referiré al carácter maligno de la cabellera femenina oscura en lo que fuera el símbolo por excelencia del fin de siglo, la mujer fatal; tema de varias obras y representaciones visuales, literarias, teatrales y operísticas, entre ellas: Salomé de Oscar Wilde, Elektra de Richard Strauss (Munich,1864-Garmisch Partenkircher 1949) y Lulú de Alban Berg (Viena, 1885-1935) —ópera inspirada en La caja de Pandora y El espíritu de la tierra de Frank Wedekind (Hannover, 1864-Munich, 1918).
El misógino pintor noruego, Edvard Munch (Loten, 1863-Skoyen, 1944), utilizó a menudo la connotación negativa de la cabellera femenina, como en sus deprimentes Madonne, algunas acompañadas por un feto muerto, como negando lo que las constituye como tales: su maternidad. Subvierte el canon de la Virgen presentándola desnuda y provocativa, rodeada de ondeadas luminiscencias provenientes del Art Nouveau que envuelven las sinuosidades de su cuerpo, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados como en el éxtasis sexual y/o religioso y coronada por una aureola roja sobre sus negros y largos cabellos. Su profundo desprecio y temor a la mujer, tuvo gran influencia en el símbolo de la femme fatale. Dagny, su modelo y amante, prostituta en ocasiones y en otras practicante del amor libre, había sido antes amante de su amigo Strindberg, lo que enrarecía aún más la situación.
En la Belle Époque, una morocha que hizo huella con su arte (la danza), la prostitución de alto nivel y el espionaje fue la llamada Mata Hari, (Leeuewarden, 1876-Vincennes, 1917) quien terminó su glamorosa vida fusilada como espía alemana.
Saliendo de la dialéctica rubio/morocho, el cabello sostiene otros complejos simbolismos corporales, y por tanto sociales. En numerosas culturas y no sólo en la nuestra, el cabello propio y ajeno es tanto una ofrenda, un marcador de status y un símbolo de vitalidad que se relaciona con cuestiones muy diversas: religiosas, como la tonsura de los monjes; iniciáticas o guerreras, por ejemplo en algunos pueblos nativos norteamericanos que con el cuero cabelludo del vencido se apropiaban de su energía vital.
En el transcurrir cotidiano de nuestra existencia son muy importantes el o la profesional del arte de la peluquería que se ocupan de cortar, peinar, rizar o alisar el pelo. Reúnen conocimientos y tecnologías heterogéneos, y en general tienden a especializarse (color, corte, peinado, alisado, brushing, etc.) manejando “técnicas corporales” que a veces incluyen la química, como la “permanente”, los “reflejos” o los alisados.
Lxs más capacitadxs conocen la moda y las convenciones y saben imprimir al pelo un touch de contemporaneidad y distinción. Esos “secretos” los conocen los coiffeurs de la élite, imitada como siempre por las clases medias, lo cual “obliga” a las señoras a cambiar periódicamente de corte, color y peinado, conservando así la distinción.
Como todo lo relativo a la estética corporal, el cabello se relaciona con la moda. Si bien esta es un fenómeno típico de la modernidad y los centros metropolitanos, se trasladó de manera cada vez más acelerada a lugares lejanos, proceso que comenzó en el siglo XIX con las reproducciones impresas en periódicos, revistas y figurines que devoraban personajes imaginados, como Mme. Bovary, que nos hablan de tantas personas reales.
Pero la elegancia, relacionada tanto con los modales como con las artes de vestir o lucir un corte de cabello armoniosa y correctamente, con un cálculo del exceso y de acuerdo a la ocasión, es un habitus arraigado en la historia social desde la antigüedad.
En Roma, Tácito (ca. 55-ca. 120) nos habla en sus Anales, como así también Plutarco (50-120) y Plinio el Viejo (23-79), del arbiter elegantiae (también llamado arbiter elegantiarum), apodo con el que se conoció a Petronio (ca. 15-ca. 65), polifacético escritor y político, autor del Satyricon, considerada la primera novela de Occidente. Era famoso por su refinamiento, su amor al lujo y la voluptuosidad, así como inapelable referente en el arte de vestir con distinción en la corte de Nerón. En Londres, durante la Regencia de George IV a inicios del siglo XIX, actuó como “árbitro de la moda” Beau Brummell (George Bryan Brummell, Londres 1778-Caen, 1840).
En Hollywood, no puedo imaginar el glamour sin el signo de distinción impuesto por los perfectos cortes y peinados de Grace Kelly, Audrey Hepburn o James Dean. La función de arbitraje hoy es ejercida por tendencers, cuyos decretos se difunden en el mundo de las redes. Y el pelo, obviamente, es un elemento fundamental en las fotos y videos que allí se intercambian.
Imaginería
La performance permite que experimentemos con aspiraciones, complejamente entretejidas, que median en nuestra experiencia a través de la imaginación, la fantasía o el lenguaje figurado proporcionándonos “escenas” donde transcurre nuestra existencia; se entiende a la performance como “la materia, la tela de la vida social” (Turner, 1988, p. 79). El cuerpo mismo, además de habitar en ellas, es en sí una tramoya. Las imaginerías (que podríamos también denominar “imágenes metafóricas” o “performáticas”) se fundan así en construcciones fantasiosas que desplazan la vida real y permiten a lxs “adictxs” vivir en su propio mundo, que modelan como un diorama.
Como elementos esenciales del proceso humano, para Turner performance e imaginería pueden incluir defectos, indecisiones, factores personales, componentes incompletos, situacionales y dependientes del contexto. Para él, la realidad social es un drama. Un performer en el teatro de la cultura promulga su propia imaginería, destinada o no a modelar el self de otrxs.
Como dice Bruner (2004), “hay más poesía y simbolismo en la vida diaria de lo que queremos asumir” (p. 78).
En síntesis, la imaginería es un punto crucial en toda performance, a la que podemos ver como la construcción intersubjetiva de fantasía a través de la experiencia y la expresión.
Bovarismo
Imagen 7: Madame Bovary. Cubierta del libro. La imagen procede de la obra Rigolette busca divertirse en ausencia de Germain de Joseph-Desiré Court (Ruán, 1797-París, 1865) de 1844. Se inspira en la novela entregada como folletín “Les mysteres de Paris” de Eugene Sué (París, 1894-1875), una de las preferidas de Emma Bovary según Flaubert.
Sus negros ojos parecíanle más negros. Sus cabellos, suavemente arqueados sobre las orejas, resplandecían con azules reflejos (Flaubert, 2004, p. 224)[3].
Bovarismo es un término proveniente de Madame Bovary. Su protagonista, Emma, es referente de un síndrome individual y cultural, el bovarismo, término que comenzó a utilizarse en la psiquiatría después de la publicación como libro de la novela en 1857; el año antes había sido entregada al público en folletines de uso corriente en la época.
Todo lo que veía en torno de ella, campiña tediosa, lugareños imbéciles, mediocridad de la existencia, considerábalo como excepción de la regla, como particularísimo azar en el que se hallaba entre cogida, en tanto que más allá extendíase hasta perderse de vista el inmenso país de las felicidades y las pasiones. En su deseo se confundían el sensualismo del lujo con la alegría interior, la elegancia de las costumbres con las delicadezas del sentimiento ¿No necesitaba el amor, como las plantas indias, de un adecuado terreno y de una especial temperatura? Los suspiros a la luz de la luna, los interminables abrazos, las lágrimas que bañan las manos que se abandonan, las fiebres todas de la carne y todas las languideces del cariño no podían, pues, separarse del balcón de los grandes castillos, mansiones del ocio, de los gabinetes con estores de seda, gruesas alfombras, flores a granel y lecho sobre un estrado, ni del resplandor de las piedras preciosas y de las galoneadas libreas (Flaubert, 2004, p. 229).
En términos médicos, denomina una insatisfacción y frustración permanentes, causa y efecto de la falta de concordancia entre ciertas aspiraciones desmesuradas y obsesivas y las condiciones reales o materiales de la existencia. El choque deriva en un disgusto crónico que se intenta reparar con la evasión, cuyo único efecto es acentuarlo, y que en la novela culmina con la única huida definitiva.
Emma
Emma Roualt, hija de un próspero granjero y huérfana de madre, poseía una enorme y vehemente imaginación. Educada en un convento, su primera pasión fue la religiosa, al punto de pretender tomar los hábitos.
Comprendía perfectamente el catecismo y era la que siempre contestaba a las preguntas difíciles del señor vicario. Encerrada de continuo en la tibia atmósfera de las clases y entre aquellas mujeres de blanco cutis, portadoras de rosarios con cruces de cobre, fue suavemente adormeciéndose en la mística languidez que se exhala del incienso de los altares, de la frescura de las pilas de agua bendita y del resplandor de los cirios (Flaubert, 2004, p. 20).
Oprimida por el cerco patriarcal, se casó con Charles Bovary, un medicucho con quien se instaló de manera sucesiva en comarcas rurales, próximas a Rouan. Llenaba una vida insignificante y profundamente aburrida reemplazando con su imaginación el brillo citadino nutrido por novelas, chismes de la high society, publicidades y figurines que llegaban a la periferia y constituían, para ella, una vida teatralizada, una imaginería donde se movía con comodidad, muy alejada de la realidad que la circundaba
Se suscribió a “La Canastilla”, revista de señoras, y a la “Sílfide de los salones”, devorando, sin que le fuera nada, el relato de todos los estrenos, carreras y reuniones, e interesándose en el debut de una cantante o la apertura de una tienda. Conocía las modas, las direcciones de los buenos modistos, los días de bosque y los de ópera. Estudió en las obras de Eugène Sué las descripciones de los mobiliarios y leyó a Balzac y a George Sand, buscando en ellos calmantes imaginarios para sus avideces personales (Flaubert, 2004, p. 229).
Flaubert nos la muestra con sus vestidos copiados de París, cuidando de no ensuciar sus ruedos con el barro de las calles. Lhereaux, un vendedor que deambulaba con su mercancía por los pueblitos rurales, la proveía de artículos que le eran indispensables (un manguito, un género, un adorno, unos encajes y luego regalos para sus amantes). El mercachifle actuaba como un mefisto que captaba su insatisfacción y la incitaba al lujo y a las deudas para superarla. En su primera venta, la señora Bovary se resistió y dijo que no necesitaba nada.
El señor Lheureux sacó entonces, muy delicadamente, tres chales argelinos, varios paquetes de agujas inglesas, un par de zapatilllas de junco, y finalmente, cuatro hueveras con caladas cinceladuras hechas por presidiarios. (...) -¿Qué precio tienen?- Una insiginificacncua; pero no corre prisa; ya pagará cuando pueda: no estamos entre judíos. (...) el dinero es lo que menos me preocupa… Cuando lo necesite podré proporcionárselo (Flaubert, 2004, p. 255).
Las permanentes adquisiciones en las que incurre luego, se trasladan a deudas pero no satisfacen su fantasía, que pronto se encauza en el erotismo, lo que la empuja al adulterio y a sucesivos amantes. Su oscuro cabello, tanto como sus ojos, la acompañaban en sus transformaciones. “Con frecuencia variaba de peinado, y así peinábase unas veces a la manera china, otra con rizos flojos, otras con trenzas, y hasta llegó a sacarse la raya a un lado y a recogerse el pelo atrás como un hombre” (Flaubert, 2004, p. 267).
Esa transgresión, “sacarse la raya” significaba contravenir la norma dictaminada para la mujer “honesta” en la época. Las señoras campesinas, las mujeres de notarios, médicos, farmacéuticos y otros notables utilizaban, como en París, una raya en el medio de la cabeza que definía dos bandeaux que se recogían en la nuca con un moño o trenza. Sacar la raya del medio y colocarla a un lado era imitar a los hombres, al menos en su peinado. “Se hubiera dicho que un artista moderno había colocado en su nuca la trenzada mata de su cabellera, que anudábase abundantemente y en modo descuidado, conforme a los azares del adulterio, que desbaratátalos a diario” (Flaubert, 2004, p. 307).
Finalmente, acorralada por sus deudas y abandonada por todos (menos por el pobre Charles, quien la amaba vehementemente y con quien había tenido una hija, Berthe, a la que ignoraba), recurrió al suicidio.
Reinaldo
Reinaldo Wabeke (s/d, 1983) se hizo famoso en los mass media porteños en 2007, cuando contrajo matrimonio con Adelfa Volpes, quien falleció durante su luna de miel en Río de Janeiro a raíz de un paro cardiorrespiratorio. Su flamante y efímera cónyuge le llevaba sesenta años de edad al viudo; este buscó elaborar su duelo retirándose a un pueblito en la provincia de Santa Fe, acompañado por cuatro perritos, un gato y su novio, donde se dedicó a la sencilla vida campestre y a la práctica del nudismo. En agosto de 2010 se casó con Cristian Moreira, pre-candidato a la Nueva Izquierda del Senado santafesino. El nuevo matrimonio también fue fugaz; duró un mes, según Reinaldo por causa de las constantes infidelidades del político.
Fue entonces que ingresó mediante la transformación de su cabellera a la communitas flogger, tribu urbana de moda entonces junto con los emos. Los floggers se dejaban crecer un flequillo largo tirado hacia un costado, que era su rasgo distintivo y de pertenencia más relevante. Como signo de distinción, Reinaldo se lo decoloró y tiñó de rubio.
Bastante más adelante, irrumpió en el programa de TV “Intrusos” como mujer, con el auxilio de una peluca lacia rojiza que le llegaba hasta los hombros. Poco se supo después de él/ella, hasta que hoy, 9 de abril de 2020 en que escribo, se publicó en Infobae que Reinaldo reapareció como noticia, esta vez como narcotraficante. En efecto, lo descubrieron con cinco kilogramos de cocaína encima.
Imágenes 8, 9 y 10: Las transformaciones de Reinaldo.
Yo
Como Emma y Reinaldo, vivo en imaginerías que yo mismo construyo y soy algo adictivo, principalmente a la belleza. Quizás los libros que leí alteraron mi conexión con la realidad, como le había sucedido ya a Don Quijote con los textos de caballería, y a Emma con las novelas románticas.
En muchas etapas de mi vida, llevé diarios íntimos. Uno de ellos, escrito en Valencia entre enero y junio de 1998, me servirá como fuente para ponerme en contacto con ellxs a través de la transformación por el cabello.
Mi pelo, constructo social, pasó por las siguientes etapas de transformación: Rulos: 0-5 años; estirado con gomina “Lord Cheseline”: 6-13; peine-navaja + spray “Alerta” + toca: 13-15 años; alisados químicos + toca (producto: “Defrisant”): 15-17 años; alisados transitorios + toca + secador: 16-18 años (producto: “Quitaond”); Afro look: 19-25 años; Corte méche a méche: 25-30 años; “romano” muy corto: 30-35 años; alisado profesional + gorro o pañuelo después de lavarlo o al dormir: 35-40 años; alisado con formol + gorro o pañuelo + adicción a la marca de shampoo “Sebastian” (made in USA) 40-45 años; alisado queratinizado + gorro: 41 años hasta la actualidad.
Las intervenciones de la cultura acompañan nuestra existencia, a menudo en rituales iniciáticos donde se realizan las transformaciones, y ponen en evidencia lo transitorio de todo lo que nos concierne. Un ejemplo en nuestra sociedad es el proceso de escolarización que nos exige presentaciones del self congruentes con los “grados” que atravesamos. La cabellera, modificable y moldeable por excelencia, es uno de los signos más afectados por el mandato. Mis rulos originales tuvieron así que someterse a la gomina, que acompañó mi ingreso a la educación primaria, lo mismo que el uso de pantalones largos a la secundaria.
Imagen 11: Cuatro años, antes del proceso de escolarización. Fotografía de P. L. Raota (Presidencia Roque Sáenz Peña, 1934-Buenos Aires, 1986).
Imagen 12: Seis años, ya alumno de la escuela “Martiniano Leguizamón” de Villaguay. Fotografía de P. L. Raota.
Más adelante, gran parte de las transformaciones que tuvieron su inicio en ese momento, las realicé en lo que se conocía como “instituto de belleza” (ahora es más frecuente el término spa). En Villaguay, mi ciudad natal, mi madre Nucha instaló a fines de la década de 1960 “Amica”, un must para las mujeres acomodadas, en la calle principal, a metros del cine teatro “Emilio Berisso”. Tenía diferentes secciones (peluquería, manicuría, tratamientos faciales, etc.), y una boutique de avanzada donde se vendían prendas y bijouterie provenientes de Buenos Aires, lo mismo que algunxs de lxs especialistas (como Rubens, el coiffeur; los turnos para cada una de sus visitas en tren se solicitaban con mucha anticipación). Cuando el local permanecía cerrado, yo aprovechaba y me ponía en la cabeza litros de Quitaond, unas ampollas de vidrio transparente de aspecto medicinal, con un líquido azul en su interior. Luego, con la testa aplastada por un gorro de goma, me sumergía en esos secadores donde unx metía la cabeza y permanecía sentadx, muy conforme tanto por la satisfacción de la adicción como por la sumisión a la disciplina (o tortura) que exige para nosotrxs la belleza, que es sinónimo de vida y de muerte. La imaginería desplegada en el negocio, con sus mamparas amarillas translúcidas y sus gruesos cortinados, espejos y asientos anaranjados, hubiera sin duda complacido a Emma.
A modo de conclusión
He revisado la teoría social concerniente al cuerpo desde la segunda mitad del siglo XX, tomando como arranque —con algunas referencias anteriores en el tiempo— la década de 1970, con el desplazamiento del estructuralismo y el interés por el cuerpo y la experiencia. Eso me ha permitido pensar en mi propio cuerpo vivido en relación con otros que conozco y sigo a través del tiempo, de los que interpreté metonímicamente, más que el rostro, su “marco”: la cabellera.
Consideré los cuerpos inseparables de la performance y la experiencia, y los trabajé con los conceptos de imaginería (referida a escenificaciones performáticas) y de bovarismo, un trastorno mental que yo, como Flaubert, tomé como un exceso de fantasía peligrosamente próxima al desinterés y disgusto por la vida real. Allí, en ese territorio incierto creado por la imaginación, anudé las historias de tres personajes, uno ficcional, otro mediático y otro real, que soy yo mismo. Siento que la principal razón que me llevó a incluir mi propio cuerpo en el texto, ha sido la afinidad que siento con Emma desde hace años, y la diversión que me producen los sucesivos estadios mediáticos del viudo, divorciado, transexual y narcotraficante. Opino que Reinaldo, a quien sigo hace ya trece años, sufre también de bovarismo, y que ello lo impulsa, como a Emma y como a mí, a buscar lo imposible a cualquier precio. En mi caso, el pelo lacio. Lxs tres proyectamos en cuerpo y entorno vehementes anhelos de fantasía, y construimos imaginerías para dotar de sentido una vida vulgar que no nos interesa. La norma social repele y condena transformaciones como las nuestras, dado que da por cerrados nuestros cuerpos por razones etarias, morales y de género. Sin embargo, la transitoriedad se confunde en nuestra percepción con la permanencia, y la moda (que incluye en nuestra cultura la cabellera) es el principal símbolo de esa fusión.
Emma, Reinaldo y yo encontramos en la construcción del estilo personal el limen entre realidad y ficción y entre lo erótico y lo tanático, pues por definición el pleno auge (y atractivo sexual) del estilo contiene ya su obsolescencia. Es en cierto modo un memento mori, ya que toda moda es efímera y eso ya lo saben lxs entendidxs en su auge o furor.
Quizás pretendemos alejar la muerte sometiéndonos a los caprichos de la pura actualidad como elección, aún a sabiendas que este salvataje es inmediato y transitorio y que caducará, como nosotrxs.
La moda, que dibuja palimpsestos en nuestros cuerpos, se extiende de modo contagioso en nuestros entornos, que poblamos de imaginerías donde actuamos y evadimos lo externo. Construimos escenografías estetizadas, amparadxs, en las cuales aguardamos en vano, —atrapadxs sin remedio— nuestra conversión de crisálidas en mariposas de exótico diseño y bellos colores.
Definimos la vida a partir de performances cotidianas, que permiten dar cuenta del dinamismo y el cambio sin los cuales ni nosotrxs ni la cultura existirían.
La cultura es creada de un tiempo a otro, pero es actuada todo el tiempo. Una vez que es creada, la performance constante mantiene la cultura viva. Hacer la cultura es una performance, tanto en nuestro trabajo, como en los rituales o preparando una comida. La cultura puede ser almacenada en forma de artefactos y escritos; puede ser recordada en la cabeza de las personas. Pero para ser cultura viva, ésta tiene que ser actuada constantemente (Bohannan en Palmer y Jankowiak, 1996, p. 58).
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Cómo citar este artículo:
Nusenovich, M. (2021). Emma, Reinaldo y yo. El cabello en el arte, la teoría y la vida cotidiana. AVANCES, (30). Recuperado de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/33516.
[1] Profesor Titular Plenario en la cátedra “Introducción a la historia de las artes” (Departamentos de Artes Visuales y Música) en la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Artista e historiador del arte. Magister en Sociosemiótica por el Centro de Estudios Avanzados (CEA) y Doctor en Artes por la Facultad de Artes de la UNC.
[2] El resaltado es mío.
[3] El resaltado es mío.