Número 29 · Año 2020


ET IN ARCADIA EGO. EL “ARCADISMO”: EL HUMANISMO HOMOERÓTICO EUROPEO Y SU RELACIÓN CON LA MUERTE

Dr. Marcelo Nusenovich*

Universidad Nacional de Córdoba

Córdoba, Argentina

mnusenovich@gmail.com

Resumen

Este ensayo indaga en la vida y producción de ciertos artistas homosexuales reunidos a fines del siglo XIX en el mundo del Mediterráneo, investigando para ello en las prácticas estéticas y amatorias de Grecia, cuyo eco buscaban en esos lugares.

Palabras clave

homoerotismo, desnudo masculino, neoclasicismo, romanticismo

ET IN ARCADIA EGO. ARCADIANISM: EUROPEAN HOMOEROTIC HUMANISM AND ITS RELATION TO DEATH

Abstract

This article inquires into the life and production of certain homosexual artists gathered at the end of the 19th century in the world of the Mediterranean, investigating with this purpose the aesthetic and amatory practices of Greece, whose echo they sought in those places.

Keywords

homoerotism, male nude, neoclassicism, romanticism


AVANCES

Recibido:18/10/2019 - Aceptado:19/03/2020

Número 29, 2020 / ISSN 1667-927X / ISSN electrónico en trámite

https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances

Centro de Producción e Investigación en Artes,

Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Argentina.

 

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“La perfección pende de un hilo y se pesa con balanza de joyero.”

Kenneth Clark (1996, p. 45)

“En el filósofo idealista, el cuerpo toma en cuenta el mundo exterior en cuya realidad no cree su inteligencia.”

Marcel Proust (1984, p. 394)

“Él (Apolo), desde su origen, es ‘la apariencia’ radiante, el dios de la luz; reina también sobre la apariencia plena de belleza del mundo interior de la imaginación.”

 Friedrich Nietzsche (1992, p. 27)

Muchxs intelectuales y artistas europexs unidos por lazos generacionales a la última etapa del siglo XIX, como Karl Heinrich Marx (Tréveris, 1818-Londres, 1883), Friedrich Nietzsche (Röcken, 1844-Weimar, 1900) y Sigmund Freud (Ribor, 1856-Londres, 1939), compartieron una “estructura de sentimiento”[1] crítica y revolucionaria, que desembocaría en la vanguardia artística y política de principios del siglo XX.

Con su detracción, instalaron en las mentalidades coetáneas un clima de sospecha acerca de las intenciones ocultas tras la “verdad” del humanismo, la “bondad” del progreso y otras cuestiones diseñadas y naturalizadas por la Modernidad, que se había valido de esquemas dualistas irreductibles con el propósito de subordinar y dominar. Este recelo horadó las certezas fundadas en la razón hegemónica europea, blanca, cristiana, masculina y heterosexual.

Marx criticaba como ideología el propio concepto de humanismo, e incluso el “hombre” no era para él sino un concepto burgués. En El capital (1867), fiscalizaba la teoría económica de los patrones y explicaba el proceso de formación del capital a partir de la relación entre dominantes y dominados. En este esquema planteado desde la desigualdad y el ocultamiento, era difícil ubicar la libertad y autoconciencia que se atribuían los humanistas.

Nietzsche, el primer filósofo ateo, condenaba al cristianismo, cuyos dogmas laicizados habrían encontrado refugio en los valores morales y científicos impuestos con hipocresía por las clases altas, y desenmascaraba las virtudes cristianas como ilusiones de los débiles.

Freud cuestionó la preeminencia de la conciencia e introdujo de manera central en su teoría el análisis de la sexualidad, temática que no era nueva en el mundo artístico y literario (pensemos, por ejemplo, en Fragonard o Sade en el siglo anterior), pero que él logró integrar en un sistema científico.

Muchas personas que vivieron en esta época se vieron envueltas en la incertidumbre, a la que contribuían los conflictos que advertían la inminencia de la guerra de 1914.

Entre las opresiones ejercidas por el saber/poder se encontraban la colonialista, la económica y la de género, que, obviamente, se atravesaban y “contaminaban” en la trama social. En lo que se refiere a la última, lxs poetas y artistas homosexuales elaboraron una estructura de sentimiento propia, una versión sui generis del humanismo, y en ese mundo agónico que los censuraba y castigaba severamente recuperaron un tema que funcionó como una ficción redentora.

Éste fue plasmado por Arcadia, procedente de la antigüedad grecolatina, que había recorrido en la larga duración la cultura europea y fue celebrado principalmente en la literatura como un tópico, en una tradición que cuenta entre sus inicios a Teócrito (Siracusa, 310 a.C.-ca. 260 a.C.) en sus Idilios y Virgilio (Virgilio, 70 a.C.-Brundisium, 19 a.C.) en sus Bucólicas, recuperada por Dante Alighieri (Florencia, ca. 1265-Ravena, 1321) en La Divina comedia y, ya en la edad moderna, por Lope de Vega (Madrid, 1562-1635) en La Arcadia (1598) y Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, 1547-Madrid, 1616) en Viaje del Parnaso (1614), entre otros.

Allí reinaban de manera natural la felicidad, la paz y la sencillez. Era un lugar o “país” imaginario, no coincidente con la geografía, propiedad del dios Pan (quien había intervenido junto con la cabra Amaltea en la crianza de Zeus en la isla de Creta), habitado por pastores, dríadas, ninfas y otros espíritus de la naturaleza. En él se encontraba el Parnaso, montaña donde vivían Apolo y las Musas, y se ubicaba también el oráculo de Delfos.

A partir del Renacimiento, se la interpretó como “paraíso” de los dioses, inaccesible para las almas humanas liberadas del cuerpo por la muerte. Fundamentalmente desde el siglo XVII, Arcadia constituyó un memento mori, un recuerdo en la plétora y la abundancia vitales de que todo es efímero, pues moriremos. Su significado se superpuso al género llamado vanitas (del latín vanus, vacío), que resaltaba tanto la vacuidad de la vida como la preeminencia de la muerte en las cosas mundanas. Arcadia representaba la plenitud de la vida y, a la vez, recordaba la insignificancia y brevedad de la existencia.

La armonía y belleza de Arcadia guardaban estrecha relación con la forma ideal que percibían los griegos en el desnudo masculino, joven y atlético, que se consideraba parecido en su perfección a Apolo, cuyo cuerpo participaba de las proporciones divinas.

Si bien lo corporal es el centro del simbolismo social en todas las culturas, y cada sociedad esboza en el interior de su visión del mundo un saber singular sobre el tema, sólo para los griegos la búsqueda de la verdad se relacionaba con la belleza efímera de los efebos, y por eso amarlos era una forma de adoración y discernimiento. El esplendor efébico era un vehículo al conocimiento y la belleza eternamente joven del dios bisexual, Apolo. Esta última característica lo distinguía de otros dioses, como Zeus, quien tuvo pocos amantes de su sexo, aunque su amor por el pastor troyano Ganimedes, literalmente eterno, lo llevó a secuestrarlo y mantenerlo por siempre en el Olimpo, reemplazando a Hebe como escanciador de la ambrosía, desafiando la voluntad de Hera y concediéndole incluso la inmortalidad.[2] 

Apolo era un dios pivotal en el Olimpo, no sólo por su hermosura, sino por su intervención en el nacimiento de cada día, la predicción y la protección de las artes. Como Apolo Pitio, venció y dio muerte a la serpiente Pitón, ser monstruoso nacido del limo, quien vivía en una gruta sobre el Parnaso controlando el oráculo, cuestión muy importante para los griegos. Su don para el vaticinio no se limitaba a Delfos e inspiraba a la Sibila en sus numerosos templos, aunque la principal era la pitonisa de Delfos (de ahí que también se lo denomine Apolo Délfico). Como Apolo Musagetes, presidía las nueve musas, deidades de la inspiración creativa: Calíope (poesía épica), Erato (poesía lírica y amorosa), Clío (historia), Talía (comedia, poesía pastoril), Terpsícore (danza y canto), Polimnia (himnos heroicos), Euterpe (música y poesía lírica), Urania (astronomía) y Melpómene (tragedia), inspiradoras de las artes y la belleza, quienes vivían, como vimos, con él en el Parnaso.

También era un dios pastoril (Apolo Nomio) y, por eso, uno de sus atributos (si bien el menos frecuente) era el cayado de pastor, como guardián de rebaños. Tanto por su belleza como por su eterna juventud, se podía comparar con Adonis, aunque éste último no era olímpico ni oriundo de Grecia, sino una antigua deidad venerada en Fenicia y Judea, que desde muy antiguo se diseminó por Arcadia, es decir, por todo el Mediterráneo, incorporando contenidos semíticos, no analizados en general cuando se habla del arte y la religión clásicos. Era hijo del incesto cometido entre su madre Myrra y el padre de ésta, Theios. Nació de un árbol, la mirra, en la que fue convertida su madre por su hybris. Era venerado como dios de la Belleza y el Deseo, y simbolizaba los ciclos vitales de muerte y renovación anuales; por eso, su culto se relacionaba con rituales ctónicos, como el de Perséfone, quien incluso sucumbió a su belleza, al igual que Afrodita. Estando de caza, lo mató un jabalí salvaje, según algunxs enviado por Artemisa, pues competía con ella como cazador. Afrodita lo lloró copiosamente, y del contacto de cada una de sus lágrimas con el cuerpo de su bello amante brotó una roja flor de anémona.

Imagen 1. Bertel Thorvaldsen (1770-1884), Adonis (s/d), 1808.

Copenhague, Museo Thorvaldsen.

El canon apolíneo, la pederastía y el atletismo

Una representación suya, el Apolo Belvedere, copia romana en mármol de un original helenístico (ca. siglo II a.C.) rescatado del mar en 1479, fue consagrado por Johann Joachim Winckelmann (Stendal, 1717-Trieste, 1768) como la expresión del canon occidental por razones erótico/poéticas. Como dice Mario Perniola (1991) acerca del cuerpo despojado de ropas en las artes visuales figurativas:

En las artes figurativas el erotismo se manifiesta como una relación entre las partes cubiertas por ropas y aquellas que quedan al desnudo. Su especificidad deriva, pues, de la posibilidad de un movimiento, de un tránsito de una condición a otra: si se atribuye a uno de los dos términos un significado primario y esencial en detrimento del otro, falta la posibilidad misma del tránsito y consiguientemente el erotismo. En tal caso se asigna una dimensión absoluta tanto a las partes cubiertas por vestiduras como a las que quedan libres de todo ropaje (p. 237).

Cierta “vestimenta” acentúa el atractivo sexual de las partes desnudas expuestas, como puede verse en el desnudo en la época helenística y en muchos de los ejemplos que analizaremos. La capa, prenda que se quita fácilmente, acentúa, por ejemplo, la belleza del Apolo Belvedere, y Winckelmann, movilizado por esa perfección radiante y provocativa, fundó la historia del arte con su consagración como canon de belleza absoluta, en lo que intervino, en parte al menos, el hecho de ser homosexual.

Imagen 2. Anónimo, Apolo Belvedere. Roma, Museos Vaticanos.

Esa belleza se concentra, en el modelo apolíneo, en el rostro, donde el tratamiento de la cabellera, del que resulta un peinado exquisitamente elaborado, parece más relacionado, como vimos en el cuadro de Goya, con lo femenino que con lo masculino. El tocado realizado con los largos cabellos divinos, enmarcando sus maravillosas y simétricas facciones, señala su bisexualidad, por una parte, y la autoconciencia de su belleza, por la otra (si los dioses tuviesen conciencia; es más cercano a nuestras posibilidades pensar en los mortales tendiendo a imitar su perfección).

Imagen 3. Anónimo, Apolo Giustiniani (fragmento conservado). Londres, British Museum.

Yendo a la génesis del canon en la Grecia antigua, vemos la diferencia con respecto a representaciones posteriores del dios. El período arcaico asignaba al desnudo una dimensión absoluta y al rostro ninguna importancia. Incluso los kouroi (llamados a veces apolos) no resolvían una cuestión específicamente artística o veladamente erótica. No eran hermosos en el sentido de sensuales, como señala Clark (1996), sino que poseían una rigidez alejada de la sensorialidad. Nos muestran lo claro e ideal antes que lo bello; su virtud estética era permitir el reconocimiento de cada parte, desplegando la figura de pie y en su totalidad.

Imagen 4. Anónimo, Kouros (mármol, 195 cm), ca. 590-580 a.C. Nueva York, Metropolitan Museum.

La búsqueda de la perfección física masculina, ausente en ellos, tenía su origen en antiguas festividades, lugares de exhibición y reverencia a la apostura que conducía al ideal apolíneo, lo que en términos platónicos correspondía a la Idea de Belleza. Como expresa Perniola (1991), “la experiencia griega de la desnudez, incluso antes de manifestarse en el arte, ya se expresa como ideal ético-estético en los juegos de las fiestas panhelénicas” (p. 238). 

Uno de los ejemplos más antiguos de estas fiestas donde se reverenciaba el cuerpo del varón fueron las délicas, documentadas en el siglo VIII a.C. por Homero en sus Himnos, aunque hay referencias a celebraciones semejantes en numerosos ciclos míticos. Se realizaban en la isla de Delos (donde habían nacido Apolo y Artemisa, concebidos por Leto y Zeus) en torno al santuario dedicado a Apolo. Homero no tiene ningún reparo en destacar la belleza de los jóvenes celebrantes y compararla con la divina: “Quien venga de afuera los creería inmortales y liberados para siempre de la vejez, pues en todos ellos vería la gracia” (Himno Homérico a Apolo, citado por Vernant, 1990, p. 19).

En la escultura, la superación del hieratismo heredado de Egipto fue un proceso que culminó en la conquista realizada en bronce por Policleto, mediante la invención del contrapposto y del canon en el siglo V a.C. con su Dorífero, modelo perdurable de representación del desnudo masculino. “Para ellos la desnudez deja de ser algo vergonzoso, ridículo o discordante y pasa a adquirir un significado paradigmático en el cual se encuentra una experiencia religiosa que atribuye a la claridad del ver un papel determinante” (Perniola, 1991, p. 28).

El cuerpo masculino perfecto, donde cada parte se funde suavemente con la otra y con el todo en armoniosa continuidad, aflorará, sin embargo, un poco más tarde con el Efebo de Critios (c. 480 a.C) y alcanzará su culminación con el Hermes de Praxíteles (Atenas, activo entre 375 y 320 a.C.). Como dice Clark (1996) sobre el primero:

En él sentimos por vez primera el placer apasionado por el cuerpo humano, pues la delicada avidez con que el ojo del escultor ha seguido cada músculo o ha observado la tirantez y el relajamiento de la piel cuando pasa por encima de un hueso no podría haber logrado su objetivo sin una extrema sensualidad (p. 44).

Imagen 5. Praxíteles, Hermes con el niño Dionisos (mármol, 213 cm), hacia 350 a.C., detalle. Museo Arqueológico de Olimpia.

Ese placer apasionado del escultor era expresión de deseo sexual, lo que articulaba la práctica artística con otros dos aspectos importantes de la sociedad griega, el atletismo y la pederastia. El primero se diferencia de nuestra concepción, no sólo porque los atletas entrenaban y competían desnudos, sino porque en los Juegos Olímpicos imperaban dos emociones que se encuentran ausentes en los nuestros: la dedicación religiosa y el amor.

Los atletas griegos competían en cierto modo con el mismo espíritu poético y noble que los caballeros armados cuando actuaban en la liza ante los ojos de sus amores; pero todo ese orgullo y devoción que expresaban los contrincantes medievales por medio del simbolismo de la heráldica, se concentraba en los juegos de la Antigüedad en un solo objeto: el cuerpo desnudo (Clark, 1996, p. 44).

El amor a los efebos (del griego efebos, un joven en la edad en que, según Pausanias, empieza a “manifestarse su inteligencia”, lo que ocurría con “el despuntar de la barba” –Platón, 2016, p. 51–) estaba institucionalizado por la pederastía (país, adolescente; erastés, amante), el amor entre un adulto y un adolescente, denominado erómeno. Era considerada un aspecto de la educación, sobre todo la militar, y el amante o erastés se constituía en un ejemplo de rectitud y patriotismo.

Los humanistas conocedores de la cultura griega no podían soslayar el amor entre dos hombres. Como dice Goethe (1999) en el estudio crítico que precede a la obra de Winckelmann, refiriéndose a la amistad: “El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la decisión explícita para toda la vida, la fatal comprensión de la muerte, llénanos de asombro en la unión de dos efebos” (p. 12). Algunos filósofos y, en general, la aristocracia griega veían en la pederastía un tipo superior de amor reservado a la élite intelectual, relacionado con el adiestramiento militar. Sostenían que todos los hombres deberían casarse, pero distinguían entre matrimonio y amor; el primero era simplemente una institución destinada a la procreación y al cumplimiento por parte de la mujer de los deberes y ritos domésticos. Sócrates, Platón y Jenofonte celebraban la pureza del amor entre los hombres adultos y los jóvenes, en cuyo cuerpo veían lo que Vernant (1990) llama un “resplandor de los dioses: (…) radiante de juventud, vigor y belleza, se muestra tal como debe ser: semejante a un dios, parecido a los Inmortales” (p. 28).

Imagen 6. Briseis, Erastés y erómeno. Copa ática, cerámica del siglo V a.C.

Paris, Musée du Louvre.

La gracia (cháris) hacía brillar el cuerpo de los efebos, como un aura que los iluminaba con un resplandor que era como la emanación de la vida, el encanto que incesantemente se desprende de ella y, a la vez, la trasciende, aunque sea efímero, o quizás a causa de esto. Se hallaba en todas sus actividades, incluso las guerreras: “Lo que las panoplias militares son al cuerpo del guerrero, los afeites, los ungüentos, las joyas, las telas tornasoladas, las cintas que penden de su pecho, lo son al de la mujer” (Vernant, 1990, p. 30).

Pausanias distinguía entre Afrodita Pandemo y Urania. La primera, “procedente de hembra y de varón es realmente vulgar y propia de los hombres viles”, cuyo deseo va dirigido tanto a las mujeres como a los muchachos. En cambio, la Afrodita Urania “no participa de hembra, sino solamente de varón” y ese es el Eros por los jóvenes, que se realiza “amando lo que por naturaleza es más valioso y dotado de más inteligencia” (Platón, 2016, p 52).[3]

En la realidad, no todos los mentores estarían tan interesados en la virtud de sus “educandos”, como en su hermosura y promesas de satisfacción carnal. Aristófanes (Atenas, 444-385 a.C.) ridiculizaba la práctica pederasta en algunas comedias, donde muestra que la virtud de los efebos era dudosa a fines del siglo V a.C., y que eran “ignorantes en todo menos en su desenfreno”, como dice en Las aves, ganadora del segundo premio en las Grandes Dionisías de 414 a.C.

En Atenas, existían prósperos burdeles masculinos, donde jóvenes esclavos, comúnmente sirios o egipcios, eran forzados a satisfacer los deseos de sus clientes. Algunos eran castrados, pero en general en Grecia clásica no existieron los eunucos, muy populares en la época helenística y en Roma. Baguas, uno de los favoritos de Alejandro Magno, por ejemplo, era un castrado.

Para proteger a los jóvenes de las solicitaciones “impuras”, se intentó desde muy temprano controlar la pederastía. Solón promulgó una serie de leyes con ese objetivo. Prohibían el amor entre jóvenes amos y esclavos, o que los hombres mayores de 40 años entraran a los gimnasios. Es dudoso que esas leyes fueran respetadas. El poeta jonio Anacreonte, quien vivió a fines del siglo VI y principios del siglo V a.C. confiaba: “Soy viejo, no se puede negar. ¿Y qué? ¡Entre los jóvenes sátiros todavía puedo bailar tan bien como el viejo Silenus!” (citado en Beaurdeley, 1994, p. 15).

Aunque la homosexualidad merecía pocos comentarios, era un insulto en el mundo mediterráneo llamar a alguien pathicus (el término romano para el pasivo). Aristóteles consideraba que el acto de amor del paedico (el activo) no era diferente a las relaciones sexuales con una mujer. En esa sociedad faloandrocéntrica, la “virilidad” era altamente apreciada como capacidad de penetración/posesión, aunque, por supuesto, es dudoso que los límites no se corriesen en las prácticas reales. Lo que es indudable es la fascinación de la cultura griega por la perfección de los jóvenes; y la fragilidad de esa belleza, el encanto efímero de la juventud y el amor que se desvanece como el humo, fueron los temas favoritos de los poetas que celebraban a los muchachos. Eros y Tánatos florecían y se fortalecían mutuamente en los cuerpos de los efebos, más bellos aún si la muerte los rescataba jóvenes del tiempo. Los kouroi en sus orígenes eran esculturas votivas de atletas muertos en la plenitud de su vitalidad corporal, como señala Flynn (2002, p. 29). Aunque Apolo amó a varios efebos, el más famoso sin duda es Jacinto. Jugando con el disco, el dios lo hirió mortalmente por la pérfida intervención de Céfiro, otro contrincante, a quien el dios transformó en viento, mientras Jacinto transmutó en flor. Para los griegos, los dibujos que veían en los pétalos de la flor figuraban las letras alfa e iota, que pronunciadas juntas representaban el lamento divino.

Como signo de la pervivencia de los mitos apolíneos en el arte moderno europeo, mostraré tres ejemplos de esa trágica historia de amor y muerte realizados en el siglo XVIII, dos pictóricos, de Nicolás René Jollain (París, 1732-1809) y Jean Broc (Montignac, 1771-Polonia, s/d, 1890), y uno escultórico, obra del barón Francois Joseph Bosio (Mónaco, 1768-París, 1845).

Imagen 7. Jollain, Apolo y Jacinto (s/d), 1769. S/d.

Imagen 8. Broc, Apolo y Jacinto (óleo sobre lienzo, s/d), 1801.

Museés de Poitiers.

Imagen 9. Bosio, Hyacinth (mármol, 47 x 124,5 x 43 cm), 1817.

París, Musée du Louvre.

El Renacimiento italiano identificó Arcadia como escenario bucólico y poético donde podía ubicar, tras la extensa censura medieval, algunas figuras desnudas, buscando la coincidencia del cuerpo con lo verdadero, esencial y armónico por excelencia, la naturaleza idealizada. Es lo que sucede con el famoso cuadro de Tiziano (antes atribuido a Giorgione), Almuerzo campestre, donde conviven el desnudo femenino con el cuerpo masculino vestido a la moda cortesana, congregados por la ejecución de alguna pieza musical para flauta y laúd. A lo lejos, se divisa un idílico pastor cuidando su rebaño e indicando la distancia, efecto resaltado por medio de la perspectiva atmosférica, de tradición veneciana. La escena puede interpretarse como una alegoría, una reunión de elementos reales e imaginarios. Hay quienes insinúan que las dos mujeres representan la belleza ideal y no participan del mismo nivel de realidad que los jóvenes, sino que son fruto de su imaginación e inspiración, causa y efecto de la música que ejecutan.

Imagen 10. Tiziano Vecello (Pievedi Cadore, circa 1490-Venecia, 1510), Concierto campestre (óleo sobre tabla, 118 x 138 cm), 1510. París, Museè du Louvre.

El homoerotismo, sensible a la búsqueda apolínea y, por tanto, nostálgico amante de Arcadia, quedó relegado principalmente a la figura de San Sebastián, fetiche de los artistas homosexuales como il Sodoma (Giovanni Antonio Bazzi –Vercelli, 1477-Siena, 1549–), quien pintó al santo, perforado/penetrado con viril entereza y, al mismo tiempo, con cierta entrega, pasividad o goce femeninos por las flechas lanzadas por sus camaradas. Eso mismo puede decirse de todas las representaciones del santo, en las que encaja muy bien lo que señalaba Perniola más arriba, la erotización del cuerpo por vestimentas parciales o inestables. Aquí pongo por ejemplo, además de Bazzi, a Carlo Saraceni (Venecia, 1570-1620) y Guido Reni (Bolonia, 1575-1648), quien pintó varias versiones.

Imagen 11. Sodoma, San Sebastián (óleo sobre lienzo, 206 x 154 cm), 1525.

Roma, Galería Palatina.

Imagen 12. Saraceni, San Sebastián (s/d), 1613.

Imagen 13. Reni, San Sebastián (óleo sobre tela, 170 x 133 cm), 1617/1619.

Madrid, Museo del Prado.

Imagen 14. Reni, San Sebastián (óleo sobre tela, 129 x 98 cm),1615. s/d

La homosexualidad, llamada en general sodomía (por su identificación con la pecaminosa Sodoma, destruida por Dios), aunque en el discurso oficial era un motivo de honda preocupación, en la práctica se toleraba, sobre todo en la Europa meridional.

Dado que varios de los artistas y mecenas aristocráticos eran homosexuales en mayor o menor grado, pueden deducirse, para la mayoría de las representaciones de Ganimedes, unas conclusiones precisas sobre la expresión de los modelos culturales generales en las vidas individuales y en las obras de arte (Saslow, 1989, p. 19).

Ganimedes, el joven pastor que Zeus raptó de Arcadia convertido en águila, se convirtió en el principal ícono de los artistas y comitentes gay. La temática fue tratada por varios artistas. Aquí analizaremos tres ejemplos provenientes de diferentes tradiciones pictóricas estilísticas y regionales a lo largo de tres siglos, lo que muestra, como la representación del tema de Apolo y Jacinto, la pervivencia de ciertos íconos en la modernidad europea. Según Saslow (1989), el éxito de Ganimedes se debe a que representa la única forma admitida de homosexualidad, la pederastia.

Ganimedes sólo puede simbolizar una forma de homosexualidad, la existente entre un hombre mayor y un compañero más joven. (…) Este modelo de conducta sugiere que Ganimedes fue el único símbolo apropiado, si no exclusivo, del amor entre hombres tal y como se entendía entonces (p. 19).

Los tres ejemplos que he escogido responden histórica y estilísticamente al manierismo, el barroco católico y el neoclasicismo, respectivamente: son las versiones de Antonio Allegri da Correggio (Venecia, 1570-1620) de 1531-32, de Peter Paul Rubens (Siegen, 1577-Amberes, 1640), realizada entre 1636 y 1638, y de Julien de Parme (Cavigliano, 1736-París, 1799), fechada en 1778.

Imagen 15. Correggio, El rapto de Ganimedes (óleo sobre lienzo, 163,5 x 70,5 cm), 1531-1532. Viena, Museo de Historia del Arte.

Imagen 16. Rubens, El rapto de Ganimedes (óleo sobre lienzo, 181 x 87,3 cm), 1636-1638.

Madrid, Museo del Prado.

Imagen 17. Julien de Parme, El rapto de Ganimedes (óleo sobre lienzo, 249 x 128 cm), 1778. Madrid, Museo del Prado.

Imagen 18. Bertel Thorvaldsen, Ganimedes con el águila de Júpiter (s/d), 1817.

Copenhague, Museo Thorvaldsen.

Puede advertirse tanto en la representación renacentista como en la barroca y la neoclásica, la pasividad y hasta complacencia y aquiescencia del adolescente trasladado hacia lo alto por el águila, quizás presintiendo que esta elevación era divina y lo conducía a la inmortalidad.

En la escultura de Thorvaldsen, el efebo secuestrado incluso da de beber al águila, como anticipándose a la función de Ganimedes en el Olimpo, escanciador de Zeus, el rey de los dioses, transformado en águila solamente para poseerlo.

Et in Arcadia ego

El arte contrarreformista hizo de Arcadia uno de sus memento mori favoritos. Estilo donde la fugacidad misma es el tema, el barroco halló en el país imaginario la expresión del acoso mortal a la plenitud que encontraba en uno de sus géneros predilectos, la naturaleza muerta. Lo orgánico está destinado a la muerte, pensaban con toda razón y esa es la esencia de su plenitud. Estar aquí y ahora es la única manera de vivir la vida, que es insignificante y breve. “Todo el mundo es una escena sobre la cual los hombres y mujeres son pequeños actores que vienen y van”, dice William Shakespeare (Stratford-upon-Avon, 1564-1616) en Como gustéis (1599).

Presentaré a continuación un memento mori arcadista de escuela italiana, una pintura de Giovanni Francesco Barbieri (Il Guercino –Cento, 1591-Bolonia, 1666–):

Imagen 19. Guercino, Et in Arcadia ego (óleo sobre lienzo, s/d), 1618.

Guercino representa el encuentro de dos pastores con una calavera, a la que miran con desconcierto, pues la muerte parece un elemento extraño al mundo idílico donde viven sus frágiles vidas, que a esa edad les parece eterna. Sin embargo, desde el barroco los pastores que habitan Arcadia no son necesariamente efebos, y algunos de ellos incluso llevan barba, contraviniendo la norma pensada por Pausanias: se es efebo hasta que aparecen los primeros pelos.

Quizás el principal intérprete de Arcadia en la pintura haya sido Nicolas Poussin (Les Andelys, 1594-Roma, 1665) y sus pastorales pintadas, en realidad, en la campiña romana, lo que nos muestra la relatividad del contacto real del “arcadismo” con el traslado a Grecia de quienes mejor lo definieron o representaron.

Tomaremos como ejemplo dos versiones de Les Bergers d’ Arcadie (Los pastores de Arcadia), conocidos como Et in Arcadia ego.

Imagen 20. Nicolas Poussin, Et in Arcadia ego (s/d), 1627.

Imagen 21. Nicolas Poussin, Et in Arcadia ego (óleo sobre tela, 105 x 121 cm), 1637-1639. París, Museè du Louvre.

Este repetido título es un lema acuñado en Italia en el siglo XVII, que expresa de manera elíptica un sentimiento humanista: “Hasta en Arcadia me encontraréis a mí (la Muerte)” (Hall, 1987, p 135).

La omnipresencia de la muerte establece con lo apolíneo y eternamente joven una tensión erótico/tanática que no es nueva en la historia del arte, ya que es propia de lo humano.

En la versión de 1627, dos pastores destacados por sus bastones y su cabellera y piel morenas –efecto del sol sobre sus pieles expuestas al aire libre– descubren una tumba en la campiña. Los acompaña un personaje femenino. En primer plano advertimos la presencia de un protagonista adulto, visiblemente afligido o apenado, que permanece sentado, con la cabeza gacha coronada por una guirnalda. Creo que el sarcófago le recuerda la proximidad de su propio final. Lleva en una mano caída un instrumento percutivo, quizás un pandero o pandereta. La música, que de todas las artes es la única que para los griegos tenía un origen divino, es un tema recurrente en Arcadia, formando una trilogía con la plenitud y la muerte.

La versión poussiniana de 1637/1639 presenta tres pastores sobrecogidos por el descubrimiento del monumento fúnebre, acompañados, como en el caso anterior, por una figura femenina. El del centro, cuya barba indica su madurez, está agachado y parece intentar descifrar la inscripción de la tumba. El de la derecha, ubicado detrás de la mujer, se dirige a ella señalándole con un dedo la misma.

El arte de la Contrarreforma, en general, le añadió ex profeso a la estructura de sentimiento arcadista un contenido espiritual o trascendente relacionado con el Alma inmortal, indicando, como en el caso paradigmático de la naturaleza muerta, que lo que sobrevive no es lo orgánico, sino el Alma inmortal.

En el siglo XVIII, la imaginación de la élite europea fue alentada por el descubrimiento de Herculano (1738) y Pompeya (1748). En general, lxs cortesanxs creían, como los humanistas del Renacimiento, que imitar a los griegos era parecerse a ellos y confundían vida e ilusión, experiencia y teatro, en sus bucólicos jardines.

Repercutían en todos los ambientes las ideas de Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, 1712-Ermenonville, 1778) sobre la bondad del hombre en el estado de naturaleza, y Arcadia era vista como una Edad de Oro, un ambiente idílico habitado por pastores en comunión con el medio, como el buen salvaje de Rousseau. En las artes visuales, estaba íntimamente ligado al primer rococó y al género de la fête galante, creación de Jean-Antoine Watteau (Valenciennes, 1684-Nogent-sur-Marne, 1791).

Imagen 22. Watteau, Los pastores (óleo sobre lienzo, 56 x 81 cm), 1717.

Berlín, Schloss Charlottenburg.

El rococó resolvía la nueva búsqueda de “rusticidad” en una naturaleza tan domesticada como la de los cortesanos, permitiéndoles jugar a ser pastores como un entretenimiento teatralizado, sin desprenderse de los rangos y posiciones que los separaban, y dejando que buscaran en lo “bucólico” lo que ellos entendían como “sencillez”.

Esta exigencia de simplicidad se trasladaba desde el saber /poder de la corte hasta la vida cotidiana, por influencia de la simplicidad de la mecánica que regía el universo en la física de Isaac Newton (Woolsthorpe, 1642-1727), traducida al francés por Voltaire (París, 1694-1778), quien creía, como muchos ilustrados, que principios tan escuetos como los que regían el universo podían aplicarse a la sociedad para mejorarla. Por ello, el despotismo ilustrado trató de incorporar la “naturalidad” para salvar tronos (y cabezas) amenazados. Con esa intención, Luis XV construyó en Versalles el Petit Trianon, inaugurado por Mme. Du Barry en 1769. Su escala y decoración, que evocan la naturaleza y la vida campestre, ofrecían una alternativa íntima a la rigidez de la corte. Luis XVI brindó el edificio a María Antonieta, quien, influida por Rousseau, fue protagonista indudable del lugar, donde creó un ambiente personal e íntimo, ampliando el edificio original con jardines e inaugurando en 1783 una aldea (l’hameau de la Reine), en búsqueda de espontaneidad y franqueza, la misma que puede percibirse en los retratos de Mme. Marie-Louise-Élisabeth Vigée Lebrun (París, 1755-Louveciennes, 1842), quien gozaba de su amistad y compartía sus ideas en cuanto a la sinceridad en el trato personal, lo que, sin duda, chocaba con las maneras de la corte, donde cada unx era tratadx según su rango.

Imagen 23. Anónimx, María Antonieta como pastora (s/d).

Ya en el siglo XIX, la evocación de esa antigua región poblada por los dioses era altamente característica en el arte académico que triunfaba en los Salones, poblado por figuras mitológicas cuya reunión contaba historias discernibles solamente para quienes las conocieran, o sea los hombres cultos. Este estilo ecléctico y museístico compartía la escena de manera forzada con el Art Nouveau, Arts and Crafts o el Jugendstil y otros movimientos que buscaban la democratización de la belleza, llevándola a la vida cotidiana tanto en la arquitectura como en el diseño de telas, mobiliario, joyas y otro tipo de utensilios, despreciados por el “Gran Arte” por su trivialidad, utilidad e intervención parcial o total de la máquina en su producción.

Imagen 24. Aubrey Beardsley (Brighton, 1872-Marten 1898), Apolo persiguiendo a Dafne, 1894.

El gusto por lo “arcadista” se articulaba con el parnasianismo, el simbolismo, el modernismo y el decadentismo, movimientos que discutían la perfección antigua centrándose en el conflicto entre forma y contenido. La mayoría estaba interesada en lo formal, proclamando la existencia del “arte por el arte” y conviviendo de manera conflictiva y antagonista con el positivismo y el socialismo.

Imagen 25. Delville, La Escuela de Platón (óleo sobre lienzo, 260 x 605 cm), 1898.

París, Musée d’Orsay.

En las artes visuales, algunos artistas trasladaban temas canónicos a Arcadia, imbuyéndoles contenidos gay y superponiéndolos con otros de las procedencias más diversas, como Jean Delville (Lovaina, 1867-Foresti, 1953), un pintor simbolista y decadentista relacionado con el literato y ocultista Joséphin Péladan (Lyon,1858-Neuilly-sur-Seine, 1918), conocido como el Sâr Péladan y su movimiento, la Rose Croix. Esta obra monumental puede considerarse una subversión de La Academia de Atenas (1510-1512) pintada por Rafaello Sanzio (Urbino, 1483-Roma, 1620) y presidida por Platón y Aristóteles en la Stanza della Signatura del Vaticano, la misma donde pintó El Parnaso (1511), de tendencia bucólica y arcadizante, donde Apolo ocupa el centro de la escena rodeado de las Musas.

Imagen 26. Rafael, La Academia de Atenas (fresco, 500 x 770 cm), 1510/1512.

Vaticano, Stanza della Signatura.

Imagen 27. Rafael, El Parnaso (fresco, s/d x 678 cm), 1511.

Vaticano, Stanza della Signatura.

La pintura de Delville estaba destinada a la Sorbonne, aunque por cuestiones obvias nunca se colgó allí. Diviniza a Platón, comparándolo con Jesús, y toma el tema de la androginia desarrollado por Péladan como símbolo de perfección espiritual, aunque la connotación homoerótica es evidente, lo mismo que su conexión con los movimientos literarios que he nombrado, reaccionarios contra la concepción utilitaria de la literatura predicada por el Realismo, especialmente negativa en el género poético. Esa búsqueda de modernidad poética se articulaba con otros reclamos, tanto formulados al Realismo como al Positivismo filosófico y al conformismo burgués.

Todos estos movimientos de origen literario fueron franceses, más específicamente parisinos. Algunos artistas fueron tratados como dandies refinados y elegantes. Otros marginados, muchas veces por su orientación y prácticas sexuales, y considerados literalmente malditos. El Parnasianismo surgió a principios de la década de 1860, en torno a Théophile Gautier (Tarbés, 1811-Neuilly-sur-Seine,1872) y Leconte de Lisle (Saint-Paul, 1818-Voisins-le-Bretonneux, 1894), y la revista El Parnaso contemporáneo. Fieles al lema de “el arte por el arte”, rechazaron tanto el subjetivismo romántico como el compromiso político y se centraron en la perfección formal. Entre estos poetas cuya influencia sería fundamental para los artistas homosexuales y arcadistas, ocupan un lugar destacado Charles Baudelaire (París, 1821-1867), Stéphane Mallarmé (París, 1843-Valvins, 1898), Paul Verlaine (Metz, 1844-París, 1896) y Arthur Rimbaud (Charleville, 1854-Marsella,1891).

El Decadentismo fue al principio una denominación despectiva y difusa, derivada de “decadente”. La extraordinaria obra de Oscar Wilde fue así considerada, sobre todo a partir del estreno de Salomé,[4] y fundamentalmente después de su caída del pináculo de la fama, aunque, como sabemos, el escritor y orador aplicaba a menudo la impecable elegancia de su lenguaje para referirse a temáticas “serias” y “comprometidas”, así como al tratamiento de historias nada “decadentes”, como en sus cuentos El príncipe feliz o El ruiseñor y la rosa, donde la muerte no se relaciona con la decadencia, sino con una elección heroica y generosa.

Verlaine fue la cabeza de los decadentistas, sobre todo a partir de la publicación en 1884 de Los poetas malditos. Los separaban de los parnasianos la ausencia del ideal clásico y la justificación del arte por el mismo arte (lo que indica el proceso poético/político de Verlaine, quien al principio fue parnasiano, así como la labilidad de las fronteras en estos movimientos coetáneos que desembocarían en el Surrealismo).

En general, el Decadentismo atacaba la moral y las costumbres burguesas. La obra paradigmática del movimiento fue À Rebours (A contrapelo) de Joris-Karl Huysmans (París, 1848-1907), publicada en 1884. Su protagonista, el duque Floressas des Esseintes, se encierra en una casa de provincias, con el objeto de sustituir la realidad por el sueño de la realidad, tema (el de la sustitución) retomado de Madame Bovary de Gustave Flaubert (Ruán, 1821-Croisset, 1880), publicada en 1857, y en un sentido más general, de la tradición barroca de confusión entre sueño/ficción y realidad, paradigmáticamente expresada por Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681) en La vida es sueño (1635) siguiendo un eje desde Cervantes y Shakespeare en adelante, que atraviesa en el siglo XIX corrientes como el romanticismo y el simbolismo.

Su posición en lo que respecta a la continuidad entre arte y vida los acercaba a personajes excéntricos, sea porque practicaran el dandismo, se lanzaran a la aventura o contactaran con lo esotérico y lo exótico. Pongo como ejemplo dos escritores decadentistas, uno francés y el otro inglés: Jules Barbey d’Aurevilly (Saint-Sauveur-le-Vicomte, 1808-París, 1889) y sir Richard Francis Burton (Torquay, 1821-Trieste, 1890). El primero debe su fama a su fuerte presencia icónica en el Tout Paris finisecular gracias a sus impecables atuendos. El segundo era el típico aventurero, interés que aunaba a sólidos conocimientos sobre cultura africana y al manejo de casi treinta lenguas. Fue traductor al inglés de Las Mil y una Noches y del Kama Sutra.

En el continente modélico de Occidente, próximo a la catástrofe bélica, convivían celebración, industrialismo, transgresión, crítica, explotación, utopía y cientificismo, conformando una trama compleja y a menudo incoherente, donde la denominación “excéntrico” pasó a denominar aquellos homosexuales más o menos “tapados” (el término “homosexual” no existió hasta el siglo XX), que aprovechaban los viajes para disfrutar de sus cuerpos, condenados como estaban a la sordidez en las metrópolis.

El Simbolismo en las artes visuales, quizás por su proveniencia literaria, les dio acogida a sus temas e intereses, de manera más o menos velada, en lo que tuvo una importancia capital Freud y su revitalización del sueño y su carácter simbólico y erótico (La interpretación de los sueños fue publicada en 1900), la libido, la incorporación a la psique de la vida inconsciente, las teorías del cumplimiento del deseo y la represión, el complejo de Edipo, la articulación entre lo erótico y lo tanático, la propuesta de un método que permitiera a lo reprimido aflorar a la conciencia, etc.

En sentido estricto, la denominación “Simbolismo” fue creada por el poeta Jean Moréas (Atenas, 1856-París, 1810) en su Manifiesto Simbolista, publicado en Le Figaro en 1886, donde declaraba que el principio esencial del arte era vestir la idea de forma sensual, dando expresión verbal o visual a lo místico y oculto. Los simbolistas, en general, priorizaban la sugerencia y la evocación, y pensaban que el color, la línea y otros elementos visuales podían expresar ideas, tratando de resolver el conflicto entre los mundos espiritual y material. Los temas tratados por este movimiento, estilísticamente ecléctico, aglutinaron artistas muy diferentes, como Gustave Moreau (París, 1826-1898), Pierre Puvis de Chavannes (Lyon, 1824-París, 1898) y Odilon Redon (Burdeos, 1840-París, 1916), conectados en Francia con movimientos artísticos y esotéricos, como los Nabis, la Teosofía o la Rose-Croix a la que ya me he referido. En otros países europeos, surgían corrientes con búsquedas similares, como la Hermandad Prerrafaelita en Inglaterra, fundada por Dante Gabriel Rossetti (Londres, 1828-Birchington-on-Sea, 1882), William Holman Hunt (Londres, 1827-1910) y John Everett Millais (Southampton, 1829-Londres, 1896), el Simbolismo italiano, con pintores como Gaetano Previati (Ferrara, 1852-Lavagna, 1920) o el polaco con Wilhelm Kotarbinski (Nieborów, 1848-Kiev, 1921) como principal referente.

El arcadismo, como el orientalismo (cfr. Said, 2008), fue tanto una estructura de sentimiento centrada en la imaginación como un punto de fuga e inspiración privilegiado para muchxs de estxs literatxs y artistas visuales. Mundo distante y fundante, desprovisto de espesor histórico, no pertenecía propiamente al pasado. Muchxs ciudadanxs más o menos cultxs de las metrópolis, que irradiaban su influencia a las provincias y colonias, leían historias cargadas de simbolismo en libros, folletines y periódicos. Conocían y admiraban el arte clásico, tanto por las colecciones de los museos diseminados en toda Europa como gracias a los avances registrados en las técnicas reproductivas a partir de la introducción de la fotografía. Consideraban la cuna de la civilización occidental eterna e inmutable, viva aún en las tierras y los mares donde se había desarrollado la experiencia canónica de perfección.

El “humanismo” fue asimismo una invención legitimante decimonónica, creada por el teólogo y educador alemán ciceroniano Friedrich Immanuel Niethammer (s/d, 1766-s/d, 1848) para referirse a la enseñanza centrada en el estudio de los clásicos griegos y latinos, apartándose en varios puntos de los ideales ilustrados. Partía del término “humanista”, de uso común en las universidades italianas para referirse a los profesores de humanidades o studia humanitatis. El aprendizaje de los clásicos capacitaba para hablar, argüir y redactar con lógica y distinción. El método (de origen educativo y no filosófico, como el ilustrado) coincidía en varios puntos con las siete Artes Liberales, vigentes en Roma y durante toda la Edad Media, que se encontraban divididas en el Trivium, concerniente a la elocuencia (gramática, retórica y dialéctica) y el Quadrivium, relativo a las matemáticas (aritmética, música, geometría y astrología).

Esta noción fue empleada en los centros educativos de la élite europea. Inglaterra marcaba la excelencia académica planetaria y atraía como un imán a jóvenes de todo el mundo que aspiraban a ocupar un lugar importante en la sociedad, particularmente después de la muerte de Victoria en 1901, en la década eduardiana. Venían a educarse en la cuna de la revolución industrial incluso los vástagos de prominentes familias coloniales, futuros cipayos británicos. Tanto en Oxford como en Eaton o Cambridge, las clases altas educaban a sus vástagos para dirigir y subordinar las masas en el futuro.

La educación era una experiencia donde los vínculos afectivos familiares eran reemplazados, al menos en gran medida, por los de camaradería, ya que los estudiantes vivían en los campus y a menudo compartían habitaciones. Veían sólo en ciertas ocasiones a sus parientes, llevando muchas veces de visita a sus espléndidas residencias de veraneo a alguno de sus camaradas.

Todo este proceso de instrucción, donde los profesores humanistas ocupaban lugares destacados, puede pensarse en términos antropológicos como un rito iniciático, donde la etapa liminar de separación o intermedia, según la terminología de Arnold Van Gennep que emplea Victor Turner, era vivida en un contexto de gran intimidad, absolutamente diferente al vigente en la estructura, regida por códigos estrictos en cuanto a lo que era comportamiento corporal. El poder de la pertenencia se afianzaba en la adquisición de conocimientos exclusivos y herméticos para la mayoría (como el manejo de lenguas muertas), y en su puesta en acto en lo que Marcel Mauss pensaría como “técnicas corporales”, ciertos modales (como la presentación del self o las maneras de mesa) y otros códigos corpóreos inconfundibles entre ellos, aunque indiscernibles para los ajenos a su círculo.

El lenguaje (tanto la langue como la parole) ocupaba un lugar relevante. Saber mantener una conversación con lógica, ingenio y elegancia, de acuerdo a la ocasión, el género, la edad del o de la alocutarix, revestía una capital importancia. Lo mismo sucedía con la escritura. Lo que hizo excepcionales a extranjeros como Henry James (Nueva York, 1843-Londres, 1916), Joseph Conrad (Berdyczów, 1857-Bishopsbourne, 1924) o Bronislaw Malinowsky (Cracovia, 1887-New Haven, 1942) fue tanto su contribución al arte y/o a la ciencia, como su manejo excepcional del inglés hablado por las clases altas.

El lenguaje era, en efecto, la llave de acceso y, a un tiempo, el capital simbólico más importante conferido a esa communitas académica, que establecía lazos invisibles de saber y poder perdurables. Y muchos habitus lingüísticos estaban fundados, en gran medida, en el conocimiento del griego y el latín, coeficiente que justamente señalaba la distinción con respecto a las otras clases sociales. El acceso a lo clásico era un proceso purificador que comenzaba y se nutría con lecturas tempranas, práctica que, como analiza Roger Chartier (1994), trazó una línea divisoria de la sociedad desde el boom editorial del siglo XVIII, aunque, obviamente, no leían lo que era asequible para todxs. Su usufructo era una muestra indudable de distinción y “elevación”, aunque en el universo desacralizado del capitalismo y la burguesía industrializada, ésta no aludía siempre al plano espiritual, sino a vivir por arriba y a expensas de lxs menos privilegiadxs, como ideología que enmascaraba y amparaba el sometimiento con sentimientos supuestamente nobles.

El período de separación culminaba con lo que se conocía como Grand Tour, un traslado generalmente controlado (aunque de manera lábil) por un preceptor, que siempre incluía Arcadia.

Conocimiento y erotismo confluían para estos jóvenes graduados que, por fin, salían del confinamiento liminar y se reagregaban a la sociedad, sin entrar en contradicción con cuestiones morales. Lo eternamente bello era garante de un sentido de trascendencia que habilitaba sus búsquedas y aprendizajes, “elevando” ciertas prácticas a otro plano ajeno a la condena social y la hipocresía de las clases altas. En sus países nativos, la honorabilidad era salvaguardada por la religión, la familia y la clase, con argumentos provenientes de esferas de conocimiento tan variadas como la medicina, el derecho o la biología, codificando estrictamente lo conveniente para la clase dirigente, impuesto de manera más o menos encubierta e intersticial a lxs menos favorecidxs que la servían, cultivaban sus campos o alimentaban a sus hijxs y máquinas.

La experiencia iniciática del viaje permitía “perversiones” no compatibles con su género y clase, amparados por la distancia y, muchas veces, por su supuesta superioridad fálica, intelectual, étnica y tecnológica, la misma que permitía la esclavitud, el colonialismo, la opresión patriarcal, etc. La distancia, aunque eclipsada en esa época por inventos como el ferrocarril, el telégrafo sin hilos o los buques propulsados por máquinas de vapor, ocultaba y disimulaba las experiencias en el extranjero, y éstas no amenazaban, por tanto, sus privilegios.

Aunque fuera invisible o inconsciente la trama hegemónica que sustentaban, penetraba capilarmente en la construcción y el mantenimiento de binarismos mantenedores de las desigualdades, justificando y permitiendo el adiestramiento mental y corporal de lxs oprimidxs, explotadxs de manera económica, genérica, étnica, colonial, etaria, etc.

La cuestión de género, por ejemplo, maniobrada por la sociedad patriarcal, expulsaba con el apoyo de la ciencia cualquier anormalidad o “escabrosidad” que no cupiese en el esquema binario hombre/mujer de manera inequívoca. Los anómalos buscaban refugio, amparados por una interpretación sui géneris del “humanismo” caracterizado más arriba, en esas tierras donde había nacido la Belleza que todxs respetaban, veneraban y no cuestionaban, ya que la delectación de la misma funcionaba como rasgo de distinción y respaldo de clase.

Arcadia era visitada o imaginada por los artistas e intelectuales expulsados, marginados o execrados por los miembros respetables de la sociedad, que juzgaban como un crimen el ejercicio de ciertas prácticas cuando éstas se visibilizaban, pero que las encontraban razonables y hasta previsibles cuando mediaba el traslado a lo distante y lo distinto, coincidente en el sistema colonial con lo inferior y lo dominado. Esta justificación se debía en gran medida a que las clases altas creían protagonizar un segundo Risorgimento, respaldo de su derecho natural a expandir su cultura “superior” como herramienta del proceso de civilización.

Los burgueses cultivados de Europa finisecular admiraron la belleza del Renacimiento, del cual se sentían herederos, y la extendieron al Neoclasicismo y el Academicismo. Percibían la perfección en las formas normativizadas por el ideal de simetría, arreglo de todas las partes a un todo o plan establecido a priori, de probada eficiencia, valorizando, por tanto, el disegno o dibujo. Éste, mediante la línea y el cálculo, permitía la concreción de formas cerradas e indiscutibles, que complacían sus sensibilidades porque se articulaban con otras cuestiones igualmente clausuradas que nada tenían que ver con lo bello o su gusto educado para discernirlo, pero donde también parecía necesaria o inevitable la imposición de la separación y la regla, compatible con cuestiones axiomáticas como la invención de bordes “transparentes” que marcasen las fronteras de los Estados nacionales, o la partición binaria que determinase una u otra sexualidades.

El prestigio de la forma ideal clásica y sus categorías apriorísticas recuperadas y vigorizadas por Kant, regían las apreciaciones sobre lo que era digno de ser considerado bello o, en un sentido más específico, artístico, a pesar de los esfuerzos realizados en el siglo anterior para explicar su índole empírica y sensorial por Johann Joachim Winckelmann, a quien ya me he referido en relación con el Apolo Belvedere, y Alexander Baumgarten (Berlín, 1714 - Frankfurt, 1762). El primero fundó una historia del arte científica, basada en la Arqueología, aunque sus admirativas percepciones del desnudo masculino marcaron de subjetividad ese carácter. El erudito alemán estaba enamorado de la desnudez de esos cuerpos viriles de mármol que imaginaba blancos, porque en su época se desconocía aún que las esculturas y la arquitectura griegas eran polícromas. Su marmórea y distante corporeidad, una pátina involuntaria de clasicismo dejada por la erosión del tiempo, satisfacía su necesidad de espiritualidad y disfrazaba su deseo erótico. Como aclara en el prólogo de su obra más famosa, el objeto de la historia del arte “es remontarse hasta los orígenes, seguir sus progresos y variaciones hasta su perfección, marcar su decadencia y caída hasta su desaparición” (Winckelmann, 1999, p. 35).

Baumgarten fue el primero en usar el término “estético” en Aesthetica (1750 -1758); su principio fundamental era acceder a la belleza utilizando los sentidos. Raymond Williams nos muestra el ambiente cultural donde el alemán desarrollaba su pensamiento, para comprender cabalmente la audacia de sus formulaciones. La ciencia de la belleza era percibida hasta entonces como subsidiaria de otras áreas, como una teoría del gusto, de las bellas artes, etc. No como una esfera independiente de conocimiento, con su objeto y su método particulares. Él aportó una nueva metodología, distinta a la teoría del discernimiento, lo que fue muy discutido en su época. El pintor William Hamilton (s/d, Inglaterra, 1751-1801), por ejemplo, todavía creía que “apoláustico” (apolaustic) habría sido más apropiado para designar lo “estético” (Williams, 2000b, p 124).

El ideal artístico de la época, como puede verse en la propuesta de Hamilton, era apolíneo y se centraba, por tanto, dando la razón a Winckelmann (y antes que él, a los propios griegos), en el desnudo masculino.

Arcadismo es una noción que puede verse en consonancia con las búsquedas mencionadas en movimientos como el Simbolismo, inspiradas formal y conceptualmente en la antigüedad clásica, en divergencia con el ethos victoriano, y que se materializaron durante los últimos años de la reina y su muerte, ocurrida, como dije, en 1901. El reinado de Eduardo constituyó, sin duda, un ambiente más propicio para la evocación de culturas paganas.

Alentaba por entonces una fantasía europea septentrional, la bisexualidad que aún regía en el sur, donde la cultura grecorromana sobrevivía (como en Arcadia), y esta ilusión, que tenía que ver tanto con la belleza ideal como con el deseo carnal, se sostenía icónicamente, como en Grecia, con la referencia divina de Apolo. Sabían tanto por representaciones visuales como por textos que los griegos pensaban a éste como un varón perfectamente bello, porque su cuerpo se ajustaba a normas de proporción que participaban en la divina belleza de las matemáticas, y esa exquisitez lo habilitaba para amar y ser amado por hombres y mujeres por igual.

Esa seducción morbosa que ejercía sobre el Norte europeo el mundo del Mediterráneo, especialmente Grecia, el sur de Italia y el norte africano, se justificaba en el caso de los homosexuales o simples “curiosos” que hallaban en él una válvula de escape para ciertas pasiones no confesadas en su condición “oficial” de heterosexuales, pero que eran vistas como normales o previsibles en su traslado a esos lugares, como anticipé más arriba.

El viaje les permitía tanto la comprensión de la perfección como el disfrute sexual de los jóvenes cuyos antepasados habían sido los modelos de las obras que los deslumbraban.

Muchos artistas e intelectuales de la élite veían en el viaje al sur del continente una fuga romántica, como las drogas o el suicidio. Otros lo realizaban por razones ocupacionales relacionadas con la dominación colonial, como, por ejemplo, el ejercicio de cargos diplomáticos o en sociedades como la Compañía de las Indias. Entre ellos se encontraban muchos homosexuales, a veces alejados o exiliados por algún escándalo relacionado con el descubrimiento de su “aberración”. En Arcadia se veía con indulgencia a estos viajeros ricos y excéntricos, que a menudo eran bien admitidos en los lugares donde se instalaban de manera transitoria o permanente por su generosidad con los muchachos locales (y por extensión con sus familias). Además, la legislación al respecto no era tan severa como en las principales metrópolis, con respecto a las cuales mantenían una posición marginal.

Los viajes permitían experiencias homoeróticas sin que éstas fuesen vistas como tales en las grandes naciones industrializadas. Los blancos, cristianos y heterosexuales colonizadores, intransigentes al respecto en sus patrias de origen, las toleraban o ignoraban mientras no fueran visibles. Cuenta Gustave Flaubert (Ruán, 1821 - Croisset, 1880) en una carta a su amigo Louis Bouilhet fechada en El Cairo el 15 de enero de 1850:

Puesto que hablamos de maricas, te diré lo que sé al respecto: Aquí está muy aceptado, se confiesa la sodomía y se habla de ello en la mesa. Algunas veces se niega un poquito, entonces todo el mundo te riñe y acabas por confesar. Puesto que viajamos para instruirnos, encargados de una misión gubernamental, hemos considerado deber nuestro abandonarnos a ese modo de eyaculación. La ocasión no se ha presentado aún, sin embargo, la buscamos. Es en los baños donde eso se practica. Reservas el baño para ti (cinco francos, incluidos los masajistas, la pipa, el café). Sabrás por lo demás que todos los chicos de los baños son maricas. Los últimos masajistas, los que vienen a frotarte cuando todo ha terminado, son ordinariamente mozos muy simpáticos. Divisamos uno en un establecimiento muy cerca de dónde estábamos. Hice reservar un baño para mí solo (Flaubert, 2004, p. 184).

Como exterioriza este Flaubert íntimo, con una mirada atravesada por el colonialismo, la homosexualidad era depositada en quien ejercía el rol pasivo, el “marica”, que recibía una paga por sus servicios y era un oprimido en la red de relaciones tejidas por los poderes patriarcales y los de las potencias coloniales, que se sostenían mutuamente en la sociedad capitalista.

Algunos artistas e intelectuales que fueron “descubiertos” en las ciudades donde vivían, fueron severamente reprobados y condenados como criminales. Expulsados de ellas, los más pudientes se instalaron con sus villas en Arcadia como una “Tierra Prometida”, atrayendo las visitas de las y los bon-vivants de la high society internacional, errantes por el Mediterráneo, el Egeo, el Adriático y el Tirreno, que contribuían a su regreso con relatos, dibujos, fotografías y diversos souvenirs a incrementar su mítico y pecaminoso prestigio.

En un principio, los desterrados eligieron la isla de Capri, frente a Nápoles, como lugar de residencia, como el alemán Paul Höcker (Oberlangenau, 1826-Munich, 1910), un importante pintor modernista que protagonizó la Secesión de Munich (1892), antecesora de las de Viena (1897) y Berlín (1898). Lo perseguía el escándalo, ya que en 1897 se lo acusó de pintar a la Virgen María tomando como modelo a un escort. En la isla, residía en una hermosa villa.

Imagen 28. Höcker, Nino Cesarini (óleo sobre lienzo, 200 x 332 cm), 1904. s/d

Imagen 29. Höcker, Portada de Jugend vol. 44, 1910. Esa publicación de Munich (1896-1940) fue portavoz del Modernismo, llamado en Alemania Jugendstil.

Imagen 30. Höcker, Nino Cesarini en Villa Lysis. s/d.

En Nápoles se instaló a mediados de la década de 1870 el fotógrafo Wilhelm Plüschow (Wismar, 1852-Nápoles, 1930), quien italianizó su nombre por “Guglielmo”, especialista en desnudos masculinos entre clasicistas y simbolistas claramente homoeróticos, al igual que los de su primo establecido en Taormina, el barón Wilhelm von Gloeden (Mecklemburgo, 1856-Taormina, 1931).

Imagen 31. Plüschow, Nino Cesarini como mártir. s/d.

Pero no todo era paradisíaco en Arcadia, ya que no era visitada exclusivamente por personas tolerantes y gay-friendly. La discriminación y el escarnio llegaban transportados como equipaje en las mentes de los viajeros “respetables”. Oscar Wilde (Dublín, 1854-París, 1900) había sido expulsado de la sociedad inglesa en la plenitud de su fama y luego de un célebre juicio, ignominiosamente encarcelado y condenado a trabajos forzados. El gran escritor irlandés había pasado dos años en la cárcel, condena que fuera el resultado de un famoso juicio en 1895.

Imagen 32. Oscar Wilde y Bosie, s/d.

Visitó Taormina en 1897, en busca del clima arcadio, que evoca en su poema Charmides, de 1881, quizás para redimir su fina sensibilidad atormentada por el escarnio y también para distanciarse de lord Alfred Douglas (Bosie), con quien sostenía una relación conflictiva y cuyo padre, el marqués de Queensbury, lo había denunciado y motivado su encarcelamiento.[5]

Imagen 33. Litografía de un periódico de la época sobre el juicio a Wilde.

Pronto llamó a su lado a su amante, quien llegó a Nápoles en septiembre de ese mismo año, instalándose ambos en Capri en la Villa Giudice, situada en la colina Posillipo. Poco duró la convivencia, pues en octubre Wilde regresó a Nápoles, mientras Bosie quedó en Capri. Poco después, Wilde se mudó a Taormina para visitar a Gloeden, con quien permaneció y asistió un mes, aprendiendo fotografía y adornando y maquillando a los adolescentes, que en general posaban para él como tableaux vivants, antes de ser tomada la foto. En 1898 se fue a París, donde escribió: “Cambiar mi vida hubiera sido equivalente a admitir que el amor uranio es ignorable. Para mí es noble, más noble que otra forma”. Regresó a Italia (esta vez a Génova), donde se enamoró de un joven, y en mayo de 1899 se encontraba nuevamente en París, donde murió en 1900, luego de un último viaje a Palermo; desde Roma escribió a su amigo Robbie el 16 de abril:

Has oído hablar de Monreale, con sus claustros y la catedral. A menudo, íbamos en carruaje, y los cocheros son muchachos maravillosamente esculpidos. En ellos, no en los caballos sicilianos, vemos la raza… También me hice amigo cercano de un joven seminarista que vivía en la catedral de Palermo, él y otros once, en pequeñas habitaciones bajo el techo, como pájaros (Wilde, 2003, p. 498).

Cuenta Roger Peyrefitte (Castres, 1907-París, 2000) una triste anécdota en su biografía novelada de Jacques d’Adelswärd-Fersen (París, 1880-Capri, 1923),[6] quien debe su reputación a sus espléndidas recepciones en el centro gay que era Villa Lysis y a su hermoso camarero Nino Cesarini (Roma, 1889-1943), a quien retrataron en numerosas oportunidades Paul Höcker, Guglielmo von Plüschow y otros homosexuales aglutinados por el rico escritor, cuyos méritos literarios eran tan mediocres como el paisaje de la isla, carente de panoramas y playas atractivas. Su principal encanto era y sigue siéndolo la Gruta Azul, descubierta en 1826, mítico escenario del desenfrenado apetito sexual y la sevicia de Tiberio, quien por instalar allí su Villa Jovis, hizo de la isla un centro relevante de Arcadia.

La biografía refiere un encuentro que Jacques, un adolescente bastante despabilado, tuvo con Wilde en 1897, en un viaje que hacía con su madre. Se encontraba dispuesto a comer en un restaurant de Capri con un señor muy culto que, en realidad, quería llevarlo a la cama (o donde fuese). En un momento, entró al local el autor de El retrato de Dorian Gray, acompañado por lord Alfred Douglas (Worcestershire, 1870-Saint Andrews, 1945).

Jacques, impresionado, miraba a esos dos personajes que la suerte le hacía encontrar en Capri. Se dirigían a una mesa libre cuando un inglés llamó al maître para decirle en voz alta: -Si esos señores comen aquí, me voy inmediatamente-. Hizo el ademán de levantarse; los otros ingleses lo imitaron. Hubo un momento de estupor. Oscar Wilde y Alfred Douglas vacilaban en sentarse. El maître se acercó a ellos con una resolución cortés.

-Discúlpenme, señores -les dijo- todas las mesas están reservadas (Peyrefitte, 1960, pp. 21-22).

Otro artista calumniado, ridiculizado y denigrado una generación anterior a la de Wilde por su “inversión” que se refugió en Arcadia, de la cual fue el principal referente, fue el poeta alemán August von Platen (Ansbach, 1796 -Siracusa, 1835), cuyo estilo articuló el romanticismo con un simbolismo clasicista. Debía su prestigio a su perfección en el manejo del soneto clásico, que le fue reconocida por escritores muy diversos, como Johann Wolfgang von Goethe (Francfort, 1749-Weimar, 1832), Thomas Mann (Lübeck, 1875-Zürich, 1955), André Gide (París, 1869-1900) y Julien Green (París, 1900-1998). Se atrevió a confesar públicamente su homosexualidad en 1818, aunque decía que su amor era platónico y asexual, una manera de protegerse de las sanciones legales a su “vicio”. Como dice Villena en el prólogo de una reciente edición de sus poemas, “ello hizo de él, por natural desdicha, un hombre melancólico, acusado y polémico. También un fracasado. Un ser doliente, un apasionado de la vida y el amor, condenado a la imposibilidad de amar” (en Platen, 1999, p. 9).

Thomas Mann (1975) le dedicó un ensayo en 1930, donde cita una visita hecha por Félix Mendelssohn (Hamburgo, 1809-Leipzig, 1947) a Platen durante un viaje a Nápoles realizado por el músico en 1831, que muestra hasta qué punto había sufrido Platen, quien a los 35 años (4 antes de su muerte), le pareció “un viejecito acartonado” (p. 186).

Se envolvió en un escándalo con Heinrich Heine (Düsseldorf, 1797-París, 1856), radicado en París, cuyo contexto era la polémica entre clasicismo y romanticismo, pero donde la discriminación tuvo un lugar descollante por parte de ambos antagonistas. En 1819, Goethe publicó Diván de Oriente y Occidente, su última antología crítica, dedicada a la poesía lírica persa, particularmente al poeta Hafez de Shiraz (Shiraz, actual Irán, 1325- 1389).

Platen, gran estudioso y admirador de Oriente, leyó esta obra cuando tenía 23 años. Había llegado a dominar formas poéticas amatorias de Hafez como el ghazel, originario de Arabia en el siglo VII y trasladado a Persia en los siglos XI y XII. Esto constituía una de las razones de la admiración que le profesaba Goethe, quien, aunque tuvo que referirse a la pederastía, tema habitual en la poesía persa, aclaró que se trataba de un amor ideal, seguramente por las mismas razones que llevaban a Platen a declararse asexuado.

El escándalo estalló en 1827, cuando Heine publicó una crítica al orientalismo en la poesía. Platen se sintió tocado, y escribió en 1828 una comedia satírica llamada El Edipo romántico, donde agredía y degradaba el origen judío de Heine. Éste replicó en 1830 en el último capítulo de Reisebilder, llamado “Baños de Lukka”, donde atacó ferozmente a Platen, “más hombre de culo que de cabeza”. Eso en un contexto donde, como muestra Laqueur (1994), se dibujaban más que nunca con argumentos “positivos” las diferencias entre dos sexos unívocos, y se negaba y condenaba a la inexistencia social lo que quedaba fuera o contradecía el binarismo:

Hacia 1800, escritores de toda índole se mostraron decididos a determinar diferencias fundamentales entre los sexos femenino y masculino. Se oponían a Galeno y Aristóteles. No sólo son sexos diferentes, sino que son distintos en todos los aspectos imaginables del cuerpo y del alma, en todos los aspectos físicos y morales (p. 23).

En 1824, Platen viajó a Venecia; en 1826 abandonó definitivamente Alemania, y luego de vivir en distintos lugares de Italia, especialmente Nápoles, se radicó finalmente en Siracusa, donde murió a los 39 años. Su bella poesía, atravesada por el homoerotismo, juega con la enigmática relación entre el conocimiento de la belleza y la muerte, temática que se vigoriza en Italia, donde descubre la plenitud de la vida, y donde produce, según muchos, los sonetos más perfectos escritos en alemán. Sus poemas transmutan la búsqueda romántica heterosexual de la Amada, inalcanzable por definición, por la del Amigo, cuyo amor es igualmente irrealizable, dado que lo concibe como lo vive, una mezcla de devoción por la belleza, sufrimiento erótico, culpa y persecución social. En Tristán, expone el tema que lo obsesiona, la relación de la belleza con la muerte.

Quien con sus propios ojos ha visto la Belleza,

se ha entregado en los brazos de la muerte;

para ningún servicio es apto ya en el mundo;

y temblará no obstante ante la muerte,

quien con sus propios ojos ha visto la Belleza.

Entre penas de amor permanecerá siempre,

pues sólo un loco puede esperar que, en el mundo,

se llegue a disfrutar de impulso semejante:

Aquel al que alcanzó Belleza con su dardo,

entre penas de amor permanecerá siempre.

Ah, deseará secarse como los manantiales,

en cada soplo de aire aspirar un veneno,

y oler la muerte en cada flor: Aquel

que con sus propios ojos contempló la Belleza,

ah, deseará secarse como los manantiales.

(Platen, 1999, p 73.)

A raíz de Tristán, Thomas Mann (1975) realizó el siguiente comentario: “esta pieza dice tanto sobre él, resulta tan reveladora de su naturaleza entera, que se puede identificar al poeta con el poema, con él y con su título” (p. 183).

La grandeza del poeta no reside para Mann sólo en su perfección formal, sino en la profundidad de su planteo, en la relación que Platen traza entre el espíritu y la vida, que se realiza en la belleza y la muerte. “La muerte, la belleza, el amor, la eternidad, son vocablos simbólicos del alma, esta maravilla psíquica platónica” (p. 185).

La biografía novelada (como la de Adelswärd, pero escrita en primera persona del singular, supuestamente por su personaje) llamada El barón de Gloeden de Roger Peyrefitte (1971) comienza con las siguientes palabras: “Hoy, 16 de setiembre de 1926, cuento la respetable edad de setenta años y, dado que estoy en Taormina desde los veinte, hace, pues, medio siglo que vivo en el mejor de los paraísos” (p. 63).

Ya me he referido al barón y su relación con su primo Guglielmo, instalado en Nápoles. Ambos fueron precursores de la fotografía al aire libre. Gloeden amaba a Platen tanto como Goethe y Mann. Prueba esta reverencia una fotografía, compuesta junto a la tumba del maltratado poeta, enterrado “en el mejor de los paraísos”, que retoma la idea de Arcadia como paraíso divino y como memento mori.

Imagen 34. Von Glöden, s/d, c. 1900.

En la biografía de Peyrefitte, “Gloeden” relata que aprendió la técnica fotográfica de Virgilio, su primer amante en Taormina. Con la intención de darle un oficio, le compró una cámara y le pagó lecciones, que a su vez le transmitió Virgilio, quien terminó estableciéndose de manera independiente como fotógrafo. Otras versiones que ya he mencionado al referirme a su primo Guglielmo dicen que aprendió la técnica de éste, con quien compartió modelos y experiencias en plein air.

El alemán fue el primer extranjero radicado en Taormina, un rincón de Arcadia que no tenía aún el prestigio de Capri o Nápoles, integrándose a su vida cotidiana; nunca se lo criticó por su relación con los jóvenes que fotografiaba desnudos, a veces también sus amantes. Las razones que explican la liberalidad de las costumbres, además de la legislación menos severa, eran la simple ignorancia y la generosidad del excéntrico extranjero, que precedió a quienes se instalaron en Sicilia años más tarde, estableciendo la costumbre de dejar a sus camareros como herederos. Convivían con ellos desde que eran muy jóvenes, como Moro, camarero de Gloeden desde los 14 años.

Desconozco el momento y el modo en que el barón conoció el cuadro Joven junto al mar de Jean Hippolyte Flandrin (Lyon, 1809-Roma, 1864). Alumno de Jean Dominique Ingres (Montauban, 1780-París, 1867), había ganado el Premio de Roma en 1832. Vivió cinco años en Italia, a la que retornó enfermo en 1863, luego de una carrera notable (fue elegido miembro de la Académie des Beaux Arts en 1856), para morir en Roma.

Esta pintura, que casi inmediatamente se convirtió en un ícono homosexual, fue parte de su producción de 1835-1836, que envió a París, donde fue exhibida y luego alojada en el Louvre.

Imagen 35. Flandrin, Joven junto al mar (óleo sobre lienzo, 98 x 124 cm), 1835-36.

París, Musée d’Orsay.

La composición se ajusta a cánones clasicistas. Domina el dibujo, al punto de contornear el cuerpo y cerrarlo, lo que contribuye a la separación entre la figura y el fondo, un paisaje marino visto desde un promontorio rocoso, pintado con esmero pero ignorado por la figura, que no lo contempla. El significado inquietante y ambiguo es romántico y anuncia el simbolismo, lo mismo que la presencia del círculo que forma el joven con su cuerpo desnudo. Éste fue utilizado por la iconografía para significar tanto el cielo como el tiempo. Su movimiento, que se asimila al de los astros, es perpetuo e inalterable. Como símbolo de los ciclos celestes, es el signo de la armonía, lo que lo identifica con Apolo, quien también es un dios celeste, como inaugurador de cada día con su cuadriga. Su dimensión temporal alude tanto a la muerte como a la regeneración.

Algunos han relacionado esta figura con El pensador de François-Auguste-René Rodin (París, 1840-Meudon, 1917) de 1888. El escultor la realizó para coronar La puerta del Infierno, inspirada en La Divina Comedia de Dante Alighieri, obra que quedó inconclusa. Representaba al Dante y se llamaba entonces Le Poète (El Poeta). La figura medía 76 cm de alto, y así fue exhibida. Fue ampliada a sus actuales dimensiones en 1904. Quienes percibieron parentescos formales y de contenido entre esta escultura con la obra de Flandrin, interpretaban que el joven se encontraba aislado en sus pensamientos, y que posiblemente inspiró a Rodin para representar al poeta.

Imagen 36. Rodin, El pensador (bronce, 180 x 98 x 145 cm), 1880/1904.

París, Musée Rodin.

Esto encierra una verdad a medias. El prestigio de la imagen, su “aura” y su incorporación al imaginario homosexual no se deben tanto a su relación con el pensamiento, sino a la belleza efébica y la ambigüedad sexual otorgada por el ocultamiento de los genitales, aunque sin duda se trata de un cuerpo masculino. Como dice Goldstein (1994), “el signo del cuerpo masculino es por supuesto el pene, o el falo hablando metafóricamente. Designa lo masculino, y su poder sexual habilita tanto el goce como la pena que llenan la literatura de todas las naciones” (p. 10).

No he encontrado menciones a las preferencias sexuales de Flandrin, aunque su gusto por Italia, al punto de decidir morir allí, lo mismo que otras obras suyas como la que nos ocupa nos hablan de ellas. Tendría razones de sobra para ocultarlas, siendo miembro de la Academia Francesa.

Imagen 37. Flandrin, Joven pastor sentado (óleo sobre lienzo, 173 x 125,5 cm), 1834. Lyon, Musée des Beaux-Arts.

Imagen 38. Flandrin, Polytes observando los movimientos de los griegos (óleo sobre lienzo, 295 x 148 cm), 1834. Saint-Étienne, Musée d’Art et d’Industrie.

Gloeden, que evidentemente conocía Joven junto al mar, lo reprodujo en una foto en Taormina.

Imagen 39. Gloeden, Caín, ca. 1900.

Sustituyó el paisaje marino, situando al modelo en un ambiente de montaña. Es notable la exactitud con que copió la pose de Flandrin, lo que hace suponer que el barón no solamente lo evocaba, sino que disponía de una copia del cuadro. La obra del francés perduró como ícono homosexual hasta nuestros días, como lo prueba su utilización en diversos soportes y circunstancias.

Imagen 40. Tapa de Los amores singulares de Roger Peyrefitte.

Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1971.

Imagen 41. Gloeden, s/d.

Imagen 42. Gloeden, s/d.

Imagen 43. Gloeden, s/d.

Thomas Mann escribió en 1911 una pequeña novela que tiene la clara influencia de Platen, La muerte en Venecia, que en 1971 sería llevada al cine por Luchino Visconti (Milán, 1906-Roma, 1976).

Mann se inspiró en un episodio en la vida de Gustav Mahler (Kaliste, 1860-Viena, 1911), cuyo arte admiraba. No es casual que la escribiera el mismo año de la muerte del músico, quizás como homenaje. No encontré ninguna referencia concreta a la experiencia veneciana de Mahler, pero ésta es dada por un hecho en todas las críticas escritas sobre el libro o el film, entre ellas la de Lino Micciché (1973). Hubo un encuentro de varias horas entre el escritor y el músico el año anterior, donde quizás la anécdota fuera contada. Fue cuando Mann asistió al estreno de la Octava Sinfonía en Munich en 1910, al que también concurrió el productor y director de cine y teatro Max Reinhardt (Baden, 1873-Nueva York, 1943) (Mendelssohn y Wiesner, 1975, p. 41).

Cuando Visconti decidió llevar el libro al cine, cambió la profesión de su protagonista, Gustav von Aschenbach, quien en la novela es escritor y en el film músico, para reforzar esta conexión. El Adagietto de la Quinta Sinfonía y el cuarto tiempo Misterioso de la Tercera Sinfonía son los fragmentos elegidos como banda sonora. Su alta presencia en el film de alguna manera introduce a Mahler como protagonista.

El libro comienza cuando Aschenbach decide emprender un viaje a Venecia, donde se aloja frente al mar en el Lido, en el Hotel des Bains; allí conoce entre los huéspedes a una familia polaca, integrada por una distinguida dama (Silvana Mangano), tres hijas, su institutriz y, según comprueba el artista con emoción y sorpresa, por Tadzio, el único hijo varón, un adolescente de belleza refulgente. Describen en el guion Visconti y Nicola Badalucco (Milán, 1929-Roma, 2015) el primer encuentro a la hora de la cena, en el gran comedor del Hotel des Bains. Es posible pensar que mezclasen el Tadzio imaginario con el actor que Visconti encontró luego de una prolongada búsqueda, el sueco Björn Andresen.

Aschenbach advierte con asombro que el muchacho tiene una cabeza perfecta. Su rostro, pálido y delicadamente austero, encuadrado por una fina cabellera color de miel; su recta nariz; su boca, fina, y una expresión de deliciosa serenidad, le recuerdan los bustos griegos de la época más noble. Y siendo su forma de clásica perfección, hay en él un cálido encanto personal tan extraordinario y turbador que el observador podía aceptar la imposibilidad de hallar nada más acabado (Visconti, 1976, p. 33).

Imagen 44. Tadzio (el actor sueco Björn Andresen) en el gran comedor del Hotel des Bains, dirige la mirada a Aschenbach, sentado a una mesa distante.

En la novela, alienta todo el tiempo Apolo, y Jacinto es evocado por Tadzio. “A veces, cuando el sol se ponía por detrás de Venecia, se sentaba en un banco del parque para contemplar a Tadzio. (…) Entonces creía estar viendo a Jacinto, el ser mortal por lo mismo que era objeto del amor de los dioses” (Mann, 1972, p. 68).

La admiración por la belleza efébica deriva en una vehemente adoración que abruma al músico, lo llena de gozo y angustia al mismo tiempo, en todos los momentos en que la rutina diaria del hotel le permite contemplar al objeto de su adoración, sobre todo la playa por la mañana, donde permanece embelesado durante horas de ensueño. El adolescente polaco sabe la admiración que despierta en el señor extranjero, y corresponde sus miradas con cierta coquetería, entre la inocencia y la satisfacción. En realidad, en el film las miradas predominan como lenguaje sobre las palabras dichas entre ambos. Aschenbach admira la perfección de Tadzio como si fuera una escultura clásica de mármol, como cuando Mann dice: “El sol y el aire marino no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de siempre” (p. 70).

Imagen 45. Tadzio describe círculos en torno a las columnas que sostienen los toldos de la playa del Lido ante un arrobado Gustav, personificado por Dirk Bogarde. Suena el cuarto movimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler, estrenada en 1902.

El culto y aristocrático Visconti, como en Arcadia, pone en contacto inseparable la música con lo erótico y lo tanático.

Las composiciones de Mahler, a veces, desalojan por completo los diálogos, como en esta escena en que Gustav, al ingresar a la playa protegida por toldos y casetas, se encuentra con el causante de su goce y de su pena, el hermoso adolescente, quien se desplaza pérgola tras pérgola, describiendo círculos con su cuerpo aferrado con un brazo a cada una de ellas.

Suena el movimiento de la Tercera Sinfonía llamado Misterioso, donde intervienen la orquesta y una contralto, quien canta un poema de Nietzsche proveniente de Así habló Zaratustra, escrito entre 1883 y 1885, un relato entre filosófico y poético donde el poeta persa Zaratustra (inspirado en Zoroastro) predica, en reemplazo de Dios, la idea del “superhombre”, valorizando el aquí y ahora en lugar del más allá.

¡Oh, hombre! ¡Atento!

¿Qué dice la profunda medianoche?

Yo dormía -

De un profundo sueño me desperté:

El mundo es profundo

Y más profundo de lo que el día pensó.

¡Oh hombre! ¡Atento!

Profundo es su dolor -

El placer - más profundo aún que la pena:

El dolor dice: ¡Para!

(Nietzsche, 2008, p. 56)

Aschenbach, no satisfecho con estas horas de contemplación, comienza a salir del hotel y a perseguir subrepticiamente a la familia en sus paseos por la ciudad. Descubre durante los mismos un secreto sotto voce, que Venecia está contaminada por la peste, y que la muerte que vino con ella ha sido ocultada por las autoridades, para no espantar a los turistas. Mientras la segadora avanza de manera encubierta por la ciudad y la infecta con olores fétidos, Aschenbach decide desafiarla y rejuvenecer, y realiza en su rostro una transformación: un locuaz profesional le tiñe el pelo y lo maquilla.

Aunque los huéspedes con el correr de los días se han ido yendo todos, pues los rumores sobre la peste han derivado en un pánico justificado, la familia polaca permanece aún en el hotel, y Gustav, a pesar de que su salud empeora de manera ostensible y alarmante, piensa que eso lo une aún más a Tadzio. “Pero Aschenbach, en su obsesión, imaginaba a veces que la huida y la muerte podrían hacer desaparecer toda la vida en derredor y dejarlos solos, a él y al hermoso mancebo, dueños de la isla” (Mann, 1972, p. 94).

En una embriaguez febril, donde se mezclan la enfermedad de la ciudad con la suya, repasa mentalmente el Fedón de Platón: “sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu” (Mann, 1972, p. 98).

Una mañana, cuando baja a desayunar, encuentra el equipaje de los polacos armado en el vestíbulo, y se dirige a la playa a ver una vez más al objeto de su adoración. Se sienta de cara al mar en su habitual poltrona. Tadzio juega con amigos de su edad y termina peleando con uno de ellos, a quien tanto Mann como Visconti muestran como su enamorado, Saschu, quien finalmente lo derriba y humilla frente a todos, hundiendo su perfecto rostro en la arena.

Mientras comienza a sonar el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, el efebo caído se levanta, y comienza a adentrarse en el mar. Aschenbach lo ve cada vez más borroso, se desploma de su asiento y ve al adolescente como tantas veces, con una mano en la cadera, como los efebos griegos en contrapposto. Ya envuelto en la bruma marina, y aunque se encuentra de espaldas, parece despedirse de él, mientras levanta el brazo, como señalando algo a lo lejos, quizás el infinito mundo de las Ideas, superador de la carne y sede del amor verdadero.

Imagen 46. Tadzio señala a lo lejos, mientras Gustav agoniza y termina desplomado en su poltrona. Suena el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler.

Aschenbach agoniza llevando este memento mori en la retina, mientras el implacable sol hace chorrear una línea de tintura sobre su rostro maquillado. 

Imagen 47. Dirk Bogarde personificando a Gustav von Aschenbach mientras agoniza en la playa del Lido. El Adagietto suena hasta el fin de la película, cuando unos apresurados empleados retiran el cadáver de la playa.

Pero junto con la muerte de Aschenbach (y la de la Belle Époque, y la de Venecia) está la constancia de la inevitable decrepitud y muerte de Tadzio, porque él también es mortal como Jacinto y el artista no puede ser un dios, como Zeus, raptarlo como a Ganimedes y convertirlo en una deidad, rescatándolo así de la verdadera tragedia humana, parecerse a los dioses pero no ser uno de ellos. Gustav y Tadzio, relación absurda, unidos por la flecha de la belleza (que es la de la muerte) son cuerpos abandonados al tiempo que transcurre sin volver, porque son efímeros, opuestos por los griegos a “quienes son incesantemente, los dioses instalados en la perpetuidad de su plena presencia” (Vernant, 1990, p. 24).

La perfección de Tadzio es efímera; por hermoso que sea en su estado actual, lo esperan como a todos la decrepitud y la muerte. La plenitud de la belleza del cuerpo dura un instante. “Al no ser en él nada inmutable, las energías vitales que despliega, las fuerzas físicas y psíquicas que pone en movimiento sólo pueden permanecer un instante en su estado de plenitud” (p. 24).

En la adoración del músico subyace, como en Fedón, el espíritu como punto de llegada imposible en este mundo. Lo que está en juego en el fondo de la búsqueda erótica y estética es la aclimatación del filósofo a la muerte, o su conformidad ante ella. La plenitud de la belleza de Tadzio es en sí un memento mori.

Esta actitud distancia al pensador o al artista (obviamente, no exclusivamente homosexual) de la gente vulgar, que no advierte que el encanto de la belleza no se encuentra en su carácter perenne, sino en la disolución y la muerte. Lo efímero define la belleza humana.

La mayoría no advierte la relación, o le teme e intenta alejarse de ella. Por eso la gente vulgar ve en los filósofos (y por extensión en los intelectuales y los artistas) unos “moribundos” y, en su existencia, el mórbido gusto de la muerte. “‘Los filósofos desean la muerte’, afirma el populacho; y se apresta a reservarles la suerte a la que aspiran: y los atenienses condenan a Sócrates” (Loreaux, 1990, pp. 23-24).

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* Bio del autor:

Dr. Marcelo Nusenovich es Profesor Titular Plenario categorizado “1” como Docente Investigador por el Ministerio de Educación de la Nación. Director entre 1989 y el presente de diversos proyectos y programas de investigación interdisciplinaria (artes visuales, cine, TV, teatro, música, danza, historia, psicoanálisis, antropología, sociología) subvencionados por SECyT (Secretaría de Ciencia y Tecnología) de la Universidad Nacional de Córdoba, la Agencia Córdoba Ciencia, MINCyT (Ministerio de Ciencia y Tecnología) de la Provincia de Córdoba, British Columbia University (Canadá), Universitat Jaume I (España) y Universitat Politécnica de Valencia (España).

Se ha radicado como investigador en el CIFFyH (Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades) de la UNC y actualmente en el CePIA (Centro de Producción e Investigación en Artes) de la Facultad de Artes de la misma Universidad.

Lic. y Prof. en Artes Visuales, estudió algunos años en las Facultades de Arquitectura y Urbanismo, Derecho y Ciencias Sociales y en las Escuelas de Letras y Psicología, siempre en la UNC. Realizó y completó adscripciones en “Historia de la Cultura” (Escuela de Historia) y en “Antropología Social” (Escuela de Trabajo Social) de la UNC. Es también Magister en Sociosemiótica por el CEA (Centro de Estudios Avanzados) y Dr. en Artes por la Facultad de Artes, todos títulos obtenidos en la Universidad Nacional de Córdoba. Ha dictado seminarios de posgrado y publicado tanto en nuestro país como en España, Brasil, Italia, Estados Unidos, Inglaterra y Canadá. Fue creador de las Jornadas de Investigación en Artes y de esta revista. Sus intereses en el campo de la producción intelectual han pasado por la articulación entre cuerpo, mito y ritual, por la performance y desde hace varios años por el arte de Córdoba entre la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX. Como artista produce desde la década de 1970 en pintura, fotografía y performance.

Ha realizado varias curadurías en instituciones públicas y privadas de Córdoba.

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Cómo citar este artículo:

Nusenovich, M. (2020). Et in Arcadia ego. El “arcadismo”: el humanismo homoerótico europeo y su relación con la muerte. AVANCES, (29), 267-318. Córdoba: CePIA, Facultad de Artes, Universidad Nacional de Córdoba. Recuperado de: https://revistas.unc.edu.ar/index.php/avances/article/view/28747 



[1] El concepto de “estructura de sentimiento” fue desarrollado a lo largo del proceso intelectual de Raymond Williams, como modo de superación del modo dualista de considerar la sociedad por el estructuralismo, y en general por el formalismo. Se trata de categorías de carácter afectivo, indeterminado e inefable, que definen la cultura de un pueblo o una generación y que permiten a menudo analizar discrepancias generacionales, aunque son más fluidas, lábiles y cambiantes que aquellas estáticas y ahistóricas, pensadas paradigmáticamente por el estructuralismo.

Se trata de aquellas zonas excluidas por ese paradigma, comprensivas de procesos formativos y formadores, una instancia de percepción emocional y experiencial “tan sólida y definida como lo sugiere el término ‘estructura’, pero que actúa en las partes más definidas y menos tangibles de nuestra actividad. En cierto sentido, esa estructura de sentimiento es la cultura de un período: el resultado vital específico de todos los elementos de la organización general. Y en este aspecto, las artes de un período (…) son de la mayor importancia” (Williams, 2003, p. 57). Esta estructura comprende “un grupo de relaciones internas, específicas, entrelazadas pero a la vez en tensión” (Williams, 2000a, p. 155).

[2] Consultar al respecto, y por su enfoque de la homosexualidad en la historia del arte, Saslow (1989).

[3] Afrodita Urania nació efectivamente sin madre de la espuma del mar fertilizada por el esperma de Urano, a quien había castrado su padre Cronos. En cambio, la terrenal Afrodita Pandemos había sido engendrada por el vehemente deseo de Zeus por la ninfa Dione.

[4] Wilde no pudo estrenar la obra en Londres por ser considerada inmoral y escabrosa. Lo hizo en París, sustituyendo el amor entre dos hombres por otro heterosexual. La obra no se estrenó en Londres hasta 1931.

[5] El padre de Alfred era John Douglas, marqués de Queensbury. Insultó a Wilde públicamente, acusándolo de “sodomita”. Wilde le entabló una querella, que luego de varias peripecias culminó con un juicio que le entabló el marqués en 1895, en el que Wilde fue encontrado culpable de “grave indecencia” y encarcelado por dos años. Luego de una estancia en Capri (es el momento que relata Peyrefitte), se instaló unos meses con Douglas en Nápoles, y finalmente en París, donde murió en la soledad.

[6] El barón Adelswärd-Fersen (París, 1880-Capri, 1923) era un escritor acusado en 1903 de realizar orgías con adolescentes. Cuando salió de la cárcel, se trasladó a Capri, donde vivía con Nino Cesarini, a quien había conocido en Roma cuando este último tenía 14 años. El joven era de extraordinaria belleza y fue retratado por los artistas del círculo de su amante, con quien convivió hasta su muerte.