El estudio de los líderes en las políticas exteriores de África: notas metodológicas y evidencia empírica[1]*

The Study of Leaders in Africa’s Foreign Policies: Methodology Notes and Empirical Evidence

Eduardo A. Carreño

https://orcid.org/0000-0002-5587-1116

Instituto de Estudios Internacionales

Universidad de Chile – Chile

ecarreno@uchile.cl

Fecha de envío: 3 de julio de 2023. Fecha de dictamen: 30 de setiembre de 2023. Fecha de aceptación: 9 de octubre de 2023.

Resumen

El objetivo de este artículo es evaluar la importancia de los líderes africanos en la política exterior de sus países. A partir de una revisión comprehensiva de literatura especializada, se evidencia la intrascendencia en África de los marcos teóricos tradicionales del análisis de política exterior, los cuales se basan principalmente en la experiencia diplomática de las grandes potencias. En el contexto de los países africanos, por el contrario, la unidad decisoria final no está institucionalizada, por lo cual la visión de mundo de los líderes se transforma en prácticamente la única referencia para la fijación de la estrategia internacional y el interés nacional.

Abstract

The purpose of this article is to evaluate the importance of African leaders in the foreign policy of their countries. From a comprehensive review of specialized literature, it can be inferred that traditional theoretical frameworks of Foreign Policy Analysis, which are mainly based on the diplomatic experience of great powers, are irrelevant in Africa. In the context of African countries, on the contrary, the final decision-making unit is not institutionalized, therefore, the leaders’ worldviews become practically the only reference for setting an international strategy and a national interest.

Palabras clave: África; análisis de política exterior; liderazgo; diplomacia; relaciones internacionales.

Keywords: Africa; Foreign Policy Analysis; leadership; diplomacy; international relations.

Introducción

Aun cuando existe un declarado interés en presentar la realidad de distintos rincones del mundo, el análisis de política exterior (APE)[2] continúa siendo predominantemente en o para un subcampo de las relaciones internacionales abocado al estudio de procesos decisorios occidentales. Al respecto, Margaret G. Hermann (2001) sostiene que, hasta la fecha, los modelos de análisis de política exterior han tenido un marcado sabor estadounidense, es decir, no han funcionado del todo bien cuando se han extendido a sistemas políticos no democráticos, en transición y menos desarrollados.

Esto se ha traducido en el desarrollo de muy pocas investigaciones y publicaciones académicas que aborden la situación de los países del Sur Global, particularmente, del continente africano. A juicio de Valerie M. Hudson (2015), el excesivo énfasis del APE en la realidad de Estados Unidos se debe, por una parte, a la proliferación en este país de investigaciones sobre procesos decisorios en materia diplomática y estratégica en contraste al trabajo llevado a cabo en otros contextos académicos; y por otra, a la naturaleza de las teorías, hipótesis y métodos utilizados en este subcampo. Se enfrenta, en definitiva, un etnocentrismo que obstaculiza la progresión teórica y empírica de todo este ámbito disciplinar.  

En el caso del estudio de las políticas exteriores de África, el enfoque dominante ha sido el realista, acotándose el nivel del análisis a la actuación internacional del Estado-nación. Este enfoque ha sido desarrollado por autores como Olajide Aluko (1977a), Stephen Wright (1999) y Peter J. Schraeder (2001). Su perspectiva permite evaluar el posicionamiento de los países africanos tras la descolonización en el concierto regional e internacional, así como la funcionalidad de sus diferentes sistemas de alianzas. Sin embargo, no considera en la reflexión el impacto de un conjunto de variables que determinan la relación entre política interna y política exterior. Destacan entre estas la cultura política, la naturaleza del liderazgo, las ideologías, la capacidad de movilización y los recursos organizacionales, entre otras.

En este escenario, tanto la psicología política como el constructivismo han intentado desafiar las principales corrientes teóricas en relaciones internacionales, destacando ambos enfoques la confusión que generan —habitualmente— aquellos análisis enraizados en fuerzas materiales, o supuestos de perfecta racionalidad. Aunque ambas corrientes adoptan una terminología específica, es sorprendente el interés que muestran tanto en la subjetividad humana como en la identidad política. Existen muy pocos estudios que hayan impulsado un diálogo entre estas perspectivas en el ámbito de las relaciones internacionales y el APE.

Al respecto, es posible identificar tres elementos que unen la psicología política y el constructivismo, y sobre los cuales se cimenta la alianza ideacional frente a los prevalecientes enfoques racionalistas/materialistas (Shannon, 2012). Primero, la psicología política y el constructivismo coinciden en sus críticas a los paradigmas dominantes, destacando tanto la naturaleza subjetiva de la realidad como también la importancia de los factores ideacionales sobre los materiales. Estos enfoques sostienen que la realidad no es tan relevante para comprender la acción, pero sí es imperioso estimar la comprensión del mundo que tienen las personas. Al respecto, Jutta Weldes (1996: 279) plantea lo siguiente:

“El interés nacional realista se basa en la suposición de que una realidad independiente es directamente accesible a los estadistas y analistas [...] La dificultad está en que los objetos y acontecimientos no se presentan sin problemas al observador [...] Determinar cuáles son las amenazas que enfrenta un Estado y corregir el interés nacional con respecto a esa situación requiere siempre una interpretación”.

En segundo lugar, los racionalistas se basan en la existencia de un proceso utilitarista orientado a objetivos que responden a preferencias exógenas, mientras que —por el contrario— la psicología y el constructivismo las desafían a través de un examen de las creencias e identidades que sitúan a las personas en un contexto político. Finalmente, la psicología política cuestiona también los modelos de toma de decisiones en virtud del concepto de racionalidad limitada, el cual implica asumir que la mente humana se encuentra cognitivamente condicionada, por lo cual los individuos simplifican la realidad para satisfacer necesidades y objetivos. Algunos constructivistas van más allá y cuestionan cualquier proceso orientado a objetivos, proponiendo en su lugar un modelo de comportamiento impulsado o lógicas de adecuación, es decir, la elección se ve determinada por estructuras sociales que definen los parámetros de lo posible.

En relación con este último punto, si bien las aportaciones de varios autores han sido fundamentales para el desarrollo del APE como también para el estudio de las estructuras burocráticas, subculturas y procesos decisorios, estas no pueden considerarse categorías universales aplicables a todos los Estados. Asumir ello condiciona la concreción de algunas investigaciones, ya que estos modelos y enfoques implican contar —necesariamente— con detallados y precisos datos acerca de lo que sucede dentro del gobierno; información que en muchos países es difícil adquirir. Del mismo modo, los factores burocráticos suelen tener más peso en Estados que cuentan con estructuras gubernamentales amplias y complejas, y no en países que muestran un débil entramado institucional (Adogambe, 2003).

En estos contextos, citando a Pierre Renouvin y Jean Baptiste Duroselle (2000), quien conduce la política exterior conoce la acción de fuerzas profundas que marcan la trayectoria diplomática de los Estados. Lo anterior cobra importancia en el momento en que estas presiones tienen un impacto en la variable psicológica de los procesos decisorios, es decir, sobre los aspectos, comportamientos y mecanismos que tienen su origen en las percepciones de los líderes políticos, cuya actuación —en parte— está determinada por su personalidad y sus emociones.

El análisis del liderazgo en política exterior contiene complejos e interrelacionados patrones de información, tales como creencias, actitudes, valores, experiencias, emociones, rasgos, estilos, memoria y autopercepciones. La mentalidad del estadista varía de acuerdo a su propia sociedad, es decir, factores culturales, históricos, geográficos, económicos, políticos, institucionales, ideológicos y demográficos configuran tanto el ambiente operacional del decisor como las estrategias y medios involucrados en el alcance de sus metas.

En el caso de África, la política exterior supone considerar necesariamente el rol de los líderes por cuanto estos, en la mayoría de los casos, se transforman en sinónimos de sus países. Nasser (Egipto), Nkrumah (Ghana), Nyerere (Tanzania), Mobutu (Zaire) y Mandela (Sudáfrica) han sido claros ejemplos de ello.

Su actuación alcanza tal relevancia que, si llega a cambiar el régimen, lo hace también de manera radical el estilo de conducción diplomática y los objetivos internacionales del Estado. En otras palabras, la política africana suele caracterizarse por gobiernos más bien personalistas, en donde el sistema se encuentra —en definitiva— condicionado por las disposiciones, actividades, habilidades, esfuerzos y fortunas de sus dirigentes (Jackson y Rosberg, 1982).

Apartado metodológico

Este artículo se desarrolla aplicando las técnicas del review-essay (revisión de literatura). Estas representan un método por cuanto quien lo utiliza escoge las referencias bibliográficas aplicando una variedad de estrategias y procedimientos que permiten identificar, registrar, comprender, significar y transmitir información pertinente sobre un tema de interés (Onwuegbuzie y Frels, 2016).

Es muy beneficioso para una comunidad científica recibir recopilaciones de trabajos publicados en forma de review-essay por cuanto en la actualidad los investigadores disfrutan el acceso a un cúmulo de libros y artículos académicos, ventaja que puede transformarse en una carga ya que existe la expectativa de mantenerse actualizado sobre un cuerpo de conocimiento que se acrecienta sin detención (Koons, Schenke-Layland y Mikos, 2019). Este tipo de trabajos plantea un debate en torno a un número significativo de publicaciones, el cual suele organizarse en las siguientes etapas: primero, identificación de las principales perspectivas y argumentos de cada obra; segundo, vinculación entre ellos, es decir, caracterización de los puntos en común y divergencias epistemológicas u ontológicas; y tercero, valoración de la consistencia teórica y/o empírica de los análisis presentes en la bibliografía escogida.

En el caso específico de este artículo, se propicia un análisis comprehensivo de gran parte de las obras referidas a las políticas exteriores de África que han sido editadas y publicadas desde los albores de la independencia del continente. Todo ello se cruza en términos reflexivos con los principales debates suscitados al interior del APE y que guardan relación con la aplicabilidad de enfoques y marcos conceptuales occidentales en los países del Sur Global.

¿Por qué descolonizar la teoría del APE?

Cuando en 1986 el investigador egipcio Bahgat Korany impulsó, en la International Political Science Association (IPSA), el trabajo de un grupo de expertos no estadounidenses en APE, el objetivo era analizar la aplicabilidad en el Tercer Mundo de los marcos teóricos y métodos desarrollados hasta entonces en este subcampo de las relaciones internacionales. Las conclusiones de esta instancia académica dan cuenta de la esterilidad de la literatura especializada al momento de estudiar los procesos decisorios de países no industrializados, como también del desinterés de los investigadores estadounidenses frente al desafío de revisar otros casos (Korany, 1986).

En este sentido, suelen argüirse como justificación las dificultades que enfrentan los investigadores a la hora de recopilar la información necesaria para llevar a cabo estos estudios. Sin embargo, a juicio de Korany (1986: 59), este argumento enmascara una problemática más profunda de orden epistemológico: “[…] para enfrentar las graves deficiencias que aquejan a los modelos establecidos, quienes examinan los procesos decisorios de política exterior en el Tercer Mundo deben recurrir a otras escuelas de análisis social”.

Casi 20 años después de la publicación de Korany, Jacqueline Braveboy-Wagner (2003) reinstala el debate en torno a la (real) contribución del APE en el estudio de la política exterior de los países africanos, árabes, asiáticos y latinoamericanos. En la introducción de este trabajo colectivo, destaca el sesgo de los investigadores, quienes aún no consideran en demasía los países del Sur en el desarrollo de sus marcos teóricos. Sin embargo, se muestra optimista frente a la reciente inclusión de perspectivas poscoloniales en el APE. Al respecto, destaca la contribución de Siba N. Grovogui (2003: 31), quien plantea una conclusión demoledora:

“Ya sea por negligencia benigna o arrogancia intelectual, la mayoría de los teóricos occidentales ha abandonado la idea de una conceptualización alternativa de la política exterior que podría diferir en fondo y espíritu de la surgida en la Europa moderna. Este descuido puede explicarse por el hecho de que los teóricos han cimentado el estudio de las relaciones internacionales y la política exterior en fundamentos ontológicos que dan por supuesto que los Estados poscoloniales inevitablemente convergen con los países occidentales en su formulación del interés, el valor y el poder. Así, los modelos predominantes de política exterior derivan de extrapolaciones de selectivas experiencias occidentales que postularon como tradiciones inmutables. Siendo este el caso, el estudio de la política exterior y las relaciones internacionales depende, en general, de una historiografía, hermenéutica y etnografía combinada que se opone a la posibilidad de imaginarios políticos no occidentales como base para cualquier conjunto coherente de valores y normas que puedan generalizarse”.

Grovogui (2003: 36) sostiene que el APE, como todos los enfoques teóricos procedentes de un Estado hegemónico, busca reproducir esa hegemonía: “[…] puede argumentarse razonablemente que los estudios de política exterior, como campo de investigación, defienden resueltamente instituciones parroquiales de orden político, jurídico, económico y moral como inherentes y legítimas”.

Este autor critica particularmente aquella tesis que sostiene que existen categorías universales aplicables a todos los Estados, lo cual simplemente contribuye a excluir —por ejemplo— perspectivas culturales, espirituales y sociales de la política exterior que podrían abordarse apropiadamente con metodologías, historiografías y enfoques éticos alternativos. Al respecto, en uno de sus trabajos más destacados, Steve Smith, Amelia Hadfield y Tim Dunne (2012: 214) coinciden con este argumento: “[…] tratar el APE como única aproximación al estudio de la política exterior es limitar nuestra discusión [...] por cuanto existen muchas otras teorías involucradas en su investigación”.

En esta misma línea, pero abordando la realidad específica de África, Paul G. Adogambe (2003) sostiene que la mayoría de los internacionalistas de este continente —en consideración de su formación académica— suelen tomar prestadas teorías y conceptos con el fin de formular paradigmas teóricos y modelos que se adapten al contexto africano, aun cuando estos tienen un fuerte arraigo en la cultura y las ciencias sociales de Occidente.

Al respecto, Scarlett Cornelissen, Fantu Cheru y Timothy M. Shaw (2012) sostienen que los estudios africanos han estado tradicionalmente plagados de una serie de incompletas y sesgadas representaciones, las cuales han transitado por un tratamiento del pensamiento intelectual poscolonial africano de los primeros proyectos nacionalistas; un discurso esencialista sobre África basado en una formulación particular de lo que es (o debe ser) este continente; y, por último, una forma de internacionalismo que ha tratado de contraponer la dinámica económica y política local frente a una cambiante realidad global. Además, generalmente, África se encuentra poco representada dentro de los principales debates teóricos surgidos en relaciones internacionales (Dunn y Shaw, 2001), asociándose este continente en la mayoría de los casos, en primer lugar, a un escenario de conflicto, sufrimiento y desorden; después, a un débil e ineficaz desarrollo institucional que no responde al tradicional orden westfaliano de soberanía estatal; y en tercer lugar, a una endémica marginalidad en la economía internacional (Cornelissen, Cheru y Shaw, 2012). En otras palabras, desde una perspectiva teórica, la realidad africana no encaja en los principales paradigmas ni tampoco en las tradiciones epistemológicas de la disciplina.

Del mismo modo, el lugar de África en el sistema internacional no solo puede comprenderse a partir de su desempeño diplomático, sino también en virtud de instituciones tradicionales y comportamientos políticos (p. ej., acción colectiva más que individual) que han impulsado en este continente la emergencia de formas alternativas de soberanía y estatalidad (Tieku, 2012). En este contexto, autores como Ulf Engel y Gorm Rye Olsen (2012) refutan el alcance explicativo de aquellos aforismos que resaltan la debilidad o fracaso del Estado poscolonial por cuanto los nuevos regímenes de territorialización a nivel estatal, subestatal y transestatal sí han logrado modelar la relación entre la autoridad y la sociedad.

En suma, la descolonización del APE es fundamental para destronar aquella producción científica basada en visiones particulares que condicionan la teorización y generación de un conocimiento alternativo. En efecto, desde una posición privilegiada y de poder, las propias circunstancias se transforman en la norma y a partir de ella suele marginarse todo aquello que es diferente al estándar. Esto lleva, en definitiva, a la invisibilización de ciertos fenómenos, como también al mantenimiento de ataduras metodológicas (Hudson, 2015).

¿Cómo analizar el liderazgo en política exterior?

En términos generales, el estudio del liderazgo en política exterior conlleva analizar la orientación diplomática de los gobernantes, en específico, su visión de mundo y el impacto de esta en el proceso decisorio. La visión de mundo de un líder no es espontánea, por el contrario, deriva de un conjunto de experiencias dentro de un sistema social que provee las bases para formular un modelo mental de operaciones (Jacobsen y House, 2001). Ahondar en ella implica desarrollar estudios psicobiográficos en el campo del APE, que permiten develar las actitudes, las creencias y los valores que condicionan las prioridades, las acciones y las estrategias de los estadistas durante su carrera política.

La psicobiografía implica, en general, desarrollar un perfil de la personalidad política del líder. Se trata de una metodología de orden cualitativo cuyo fin es proporcionar una representación psicológica integral de los decisores. Supone describir los hitos más importantes de sus vidas con el objetivo de estimar su impacto en el desarrollo de actitudes clave en una negociación diplomática, o bien en la gestión de crisis internacionales (Schultz, 2005).

De acuerdo a Jerrold M. Post (2008), las psicobiografías deben abordar dos cuestiones generales: primero, la psicogénesis, es decir, los acontecimientos y experiencias que ayudaron a modelar la personalidad del líder; y segundo, la psicodinámica, que se refiere a las fuerzas psicológicas dentro de la personalidad que impulsan el comportamiento político. Es importante señalar que no es posible determinar con absoluta certeza qué impulsa a un líder, sin embargo, entender los fundamentos de su psicología permite, por una parte, conocer los patrones del comportamiento político; y por otra, estimar la influencia en ellos de la variable psicológica.

Del mismo modo, esta metodología cualitativa permite analizar los fundamentos psíquicos de los lazos políticos. En otras palabras, adentrándonos en el pasado de un sujeto, en sus vínculos afectivos y relaciones personales, logramos rescatar el mundo de las emociones. Estas cobran importancia ya que suelen desencadenar fuertes afiliaciones, aversiones, miedos y deseos, todas ellas motivaciones que explican de manera convincente gran parte de los comportamientos aparentemente irracionales (Schultz, 2005).

A partir del desarrollo de psicobiografías se busca analizar comprehensivamente los fundamentos de la visión de mundo de los líderes, identificándose aquellos temas subyacentes que unifican diversos acontecimientos en sus vidas. La meta es determinar los patrones integrados de comportamiento que trascendieron en el tiempo, en especial, en la vida adulta, y que permiten —en definitiva— relacionar los rasgos de su personalidad con los resultados políticos.

En el marco del APE, parafraseando a Yaacov Y. I. Vertzberger (1990), las psicobiografías nos sitúan en el mundo de los historiadores intuitivos, por cuanto los decisores no abordan la historia de manera científica. En la construcción de su visión de mundo apelan, meramente, a un pasado práctico. Desde esta perspectiva, la historia adquiere un carácter fenomenológico, es decir, se basa en la percepción subjetiva y la comprensión de acontecimientos pasados (cercanos o más lejanos), cuya significación social condiciona una actuación presente o futura.

En este contexto, el uso o abuso de la historia por parte del decisor en la definición y consideración de su visión de mundo dependerá de sus rasgos de personalidad. En efecto, la tendencia a apoyarse en la historia es promovida por la naturaleza del estilo cognitivo, sus necesidades y los límites que impone el entorno operativo.

El rol del líder en la política exterior de los países africanos

Durante la década de 1960, se concibió el liderazgo como un elemento central en el desarrollo de África. En efecto, los líderes modelaron el carácter ideológico y el alcance de la actividad política, transformándose así estos factores en condicionantes de la estrategia diplomática de cada uno de sus países.

Tras la independencia, la infalibilidad del líder africano en la conducción diplomática no fue mayormente cuestionada, como tampoco el análisis ortodoxo que se hizo para describirlo y explicarlo. En efecto, el papel de los principales gobernantes (p. ej., Leopold Senghor, Julius Nyerere, Kwame Nkrumah, Abdel Gamal Nasser, Haile Selassie I) fue examinado desde una perspectiva historiográfica centrada en los personajes y su ideología; minimizándose así el peso sobre ellos del proceso decisorio y las estructuras políticas (nacional e internacional).

Una vez alcanzada la independencia del continente, los líderes africanos fueron reconocidos como actores relevantes en el escenario internacional. Tras aglutinar a las sociedades locales, entraron de lleno en la política mundial con el fin de buscar oportunidades económicas y afianzar su legitimidad. En efecto, en el marco de la Guerra Fría, Estados Unidos y la Unión Soviética, así como también Cuba, estaban dispuestos a recompensar a aquellos regímenes afines, incluso si optaban por actuar de manera opresiva con la población local.

Dado que muchos países africanos ejercían una soberanía negativa[3], este reconocimiento internacional fue un activo muy valioso de las élites políticas locales durante el período poscolonial. Se aseguró así la supervivencia de estos regímenes, por cuanto la entrega de recursos externos permitía a los gobernantes comprar su legitimidad interna, como también ampliar la capacidad coercitiva del Estado para reprimir a la oposición.

Por otra parte, en su gran mayoría, la independencia de los Estados africanos fue resultado de la acción de exitosos movimientos nacionalistas; razón por la cual tanto su política interna como la estrategia diplomática se encontraban muy condicionadas por el escenario poscolonial (Thiam, 1963). Además, para muchos líderes africanos lo más difícil fue alcanzar la emancipación psicológica, anotándose esos años en sus discursos repetidas alusiones a la exmetrópoli (Lystad, 1966). Destaca entre ellos, Séku Turé, líder de Guinea-Conakry, quien puso un acento constante en el partido como instrumento para reestructurar el pensamiento de los ciudadanos sobre el nuevo rol de su país en el sistema internacional (Adamolekun, 1977).

Los deseos de afianzar la independencia colisionaron tanto con la compleja realidad económica como también con el apego a Europa de algunos líderes africanos. El gran dilema de los decisores era cómo gestionar la ayuda exterior para el desarrollo económico, la cual simplemente no coincidía con los objetivos de la descolonización (Thiam, 1963). Los líderes africanos eran conscientes de que ningún país podía ser totalmente autosuficiente, pero la necesidad de asistencia en casi todos los aspectos de la economía nacional cristalizó en un fuerte sentimiento de dependencia de la ayuda externa (Kamarck, 1966).

En este escenario, emergieron con fuerza algunos líderes —muchos de ellos mesiánicos— que defendieron la necesidad de preservar los ideales y objetivos de la independencia africana. Sin embargo, entre ellos hubo diferentes grados de compromiso, como también discrepancias en torno a los medios y sacrificios que acarreaba esta lucha (Cowan, 1966). Así, por ejemplo, para los gobernantes más comprometidos con la revolución socialista, el objetivo no era alcanzar una rápida modernización, sino una profunda transformación social que devolviera la dignidad a las antiguas colonias (Lystad, 1966). Este proyecto debía promover la unidad de África, por cuanto el fracaso político y económico de un país amenazaba a todo el continente.

Gracias a la creciente personalización del poder, la visión e ideología del líder africano no solo modeló los destinos del país en el ámbito interno, sino también buscó influir a través de diversos instrumentos diplomáticos en los Estados vecinos. Así, por ejemplo, Nkrumah fue acusado de promover el derrocamiento de los gobiernos en Nigeria, Burkina Faso y Costa de Marfil. En este último caso, en febrero de 1965, el gobernante marfileño Félix Houphouët-Boigny presentó ante la Organización Común Africana y Malgache (OCAM) “pruebas irrefutables” de la intervención del régimen de Accra en sus asuntos internos (Delorme, 1977).

Del mismo modo, en una época marcada por el nacionalismo y el no alineamiento, los líderes africanos intentaron dar un sello particular a la política exterior, como también a la estrategia de desarrollo de sus países. Así, por ejemplo, Houphouët-Boigny abrazó un pragmatismo desconcertante; Senghor (Senegal), Nyerere (Tanzania), Modibo Keita (Mali) y Kenneth Kaunda (Zambia) abogaron por el socialismo africano; mientras Turé y Nkrumah defendían los postulados de un socialismo supuestamente científico (Young, 1982).

Por otra parte, la constitución de la Organización de la Unidad Africana (OUA) en 1963 fue escenario de la actuación de la primera generación de líderes africanos contemporáneos. Los debates entre los representantes de los bloques de Casablanca y Monrovia dieron cuenta de visiones internacionales contrapuestas, particularmente, en lo referido a su diseño institucional y atribuciones. En este sentido, los gobernantes del continente mostraron el mismo estilo de liderazgo —individualista/competitivo— en la ardua contienda por conseguir respaldos y promover sus principales concepciones.

Asimismo, ambos grupos de países mostraron diferentes estilos de conducción de la política, lo cual tuvo su correlato en cómo abordaron también la cuestión de la unidad africana. En efecto, ya en el seno de la OUA, la colisión de visiones trascendió lo meramente diplomático y estratégico, por cuanto el discurso panafricanista fue instrumentalizado para reforzar la legitimidad de los regímenes internos. Al respecto, Ira William Zartman (1966) destaca el ímpetu mostrado por el rey Hassan tras la reunión de Casablanca de 1961[4], lo que no solo es atribuible a su compromiso personal con el proyecto, sino también a la necesidad de encontrar un eficaz medio para frenar una oposición que abogaba por cambios más rápidos en la política interna de Marruecos.

En términos generales, los líderes africanos no debieron lidiar con la reacción de la población local frente a cuestiones de política exterior. Sin embargo, las opiniones del grupo de políticos más jóvenes sí lograron cambiar ciertas prioridades diplomáticas y/o estratégicas. Por ejemplo, el neutralismo más radical mostrado por Nyerere no derivó solo de un cambio de opinión, sino también de la presión ejercida sobre él por influyentes dirigentes tanzanos (Johns, 1977). En algunos casos, los grupos de presión locales que contaban con afiliaciones transnacionales (p. ej., grupos de estudiantes; Organización de la Unión Sindical Africana) lograban en determinados temas internacionales ejercer una limitada influencia, ya fuera de manera independiente o a través del partido.

La diplomacia africana tras la descolonización reflejó también las tensiones y presiones presentes al interior de los partidos políticos. Así, por ejemplo, la amplia difusión interna de la actuación internacional de los dirigentes se utilizó a menudo para reforzar las directivas del partido en el nivel más bajo (p. ej., Guinea-Conakry) (Adamolekun, 1977). Por el contrario, el desempeño diplomático de los líderes recibió poca o ninguna cobertura en la prensa local cuando no cumplió las expectativas.

Las cuestiones diplomáticas también fueron utilizadas por los líderes para desviar la atención pública de los fracasos políticos, o bien para contrarrestar las amenazas internas a la seguridad del gobierno. Nkrumah, por ejemplo, de cara a la grave crisis económica, utilizó la amenaza de un ataque externo para consolidar el apoyo interno; del mismo modo que Houphouët-Boigny, utilizó el tema de la agresión de Ghana para justificar la represión de la oposición en Costa de Marfil (Aluko, 1977b).

En muchos países africanos, fue muy importante la relación directa que se estableció entre política exterior y estabilidad interna. El impacto de la ideología del líder en ambas arenas es mucho más evidente cuando se trata de Estados revolucionarios. Sin embargo, regímenes más moderados tampoco han dudado en recurrir a la política exterior para reforzar su posición interna (Cowan, 1966). Así, por ejemplo, cuando el líder nigeriano Abubakar Tafawa Balewa fue acusado de servilismo ante su antiguo mentor, Sardauna de Sokoto, decidió aprovechar la desaprobación de la región norteña a la ayuda entrega por Israel para consolidar su posición en los estados del sur (Aluko, 1977c). Balewa mostró, así, independencia ante las presiones de grupos étnicos afines.

La transición de los años 1960 a la década siguiente, como también de una economía global en expansión a una en recesión, propició las primeras críticas a la (presunta) influencia de los líderes africanos en la definición de la política exterior de sus países. El optimismo de la independencia se esfumó al igual que las promesas de alcanzar altos niveles de desarrollo. Muchos de los líderes nacionalistas fueron derrocados o sustituido por figuras menos imponentes políticamente. Destacan entre estos nuevos rostros Kofi Busia Abrefa (Ghana), Idi Amin Dada (Uganda), Anwar el-Sadat (Egipto), Mengistu Haile Mariam (Etiopía), Moussa Traore (Malí) y Daniel Arap Moi (Kenia).

Estos liderazgos rompieron la red de “viejos amigos”, trayendo consigo nuevas perspectivas para el tratamiento de los asuntos continentales, aun cuando la perenne presencia de Houphouët-Boigny, Kaunda, Nyerere y el rey Hassan de Marruecos era un escollo difícil de superar. En este contexto, marcado por las complejidades internacionales, África acordó planes de acción en la OUA y también forjó un sistema de alianzas con otros bloques del Tercer Mundo.

El objetivo de estas alianzas era promover en Naciones Unidas un “Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI)” como respuesta a la frustración y fragmentación diplomática de los países más pobres. África logró movilizar un número considerable de votos, pero su reducida capacidad productiva evidenció los límites de su poder. En efecto, a pesar de la longevidad de ciertos padres fundadores y el ocasional éxito económico de Nigeria, Kenia o Costa de Marfil, el continente en su conjunto vivió por años una marginación de la economía mundial (Shaw y Chazan, 1982).

Por otra parte, creció la incidencia e intensidad de los conflictos interestatales (Chad, Nigeria, Sudán, Somalia), lo cual llevó a priorizar el gasto en cuestiones militares por sobre actividades diplomáticas o económicas. En paralelo, benignas y prometedoras coaliciones intra-regionales dieron paso a perjudiciales alianzas extra-continentales que facilitaron una vez más la injerencia de grandes potencias en África (p. ej., Francia). Además, la solidaridad entre los Estados africanos comenzó a desaparecer a medida que unos pocos gobernantes interactuaban en consideración de sus propios intereses y sin previa consulta a sus pares.

En este contexto, cambió también el rol de los líderes africanos en materia de política exterior. Durante estos años se valoró más su actuación como árbitro y coordinador, en desmedro de su determinación, visión e ideología. En otras palabras, la primera década tras la independencia demandaba a los líderes africanos capacidad de previsión e innovación, mientras la segunda les exigió mostrar habilidades más sutiles y menos sofisticadas. Aquellos líderes idealistas e ideológicamente comprometidos, como Nasser, Nkrumah y Ahmed Ben Bella (Argelia), fueron reemplazados —en definitiva— por figuras menos llamativas como Houari Boumédiène (Argelia) y Abdou Diouf (Senegal) (Shaw y Chazan, 1982).

Estos cambios impulsaron también un análisis más exhaustivo, ya que las estructuras internacionales comenzaron a incidir con más fuerza sobre África y el estudio aislado de los liderazgos era insuficiente en este escenario. De este modo, la historia diplomática se unió a la economía política (p. ej., teoría de la dependencia) a la hora de explicar el subdesarrollo y estancamiento del continente. El énfasis en la retórica fue sustituido (o complementado) por un enfoque que sostiene que solo sobreviven aquellos Estados con recursos y cuadros idóneos: Argelia y Nigeria caen dentro de la primera categoría; mientras Kaunda y Seretse Khama (Botsuana) en la segunda (Shaw y Chazan, 1982).

Durante la década de 1980, en la mayoría de países africanos el rol del líder se vuelve menos determinante, por cuanto las estructuras en que operan comienzan a asumir más protagonismo. Esto no quiere decir que el gobernante pierda su capacidad de influencia, simplemente deja de eclipsar el proceso decisorio.

La evolución del análisis y práctica diplomática en África se ha caracterizado desde entonces por una complejización del proceso decisorio. En un entorno habitualmente caracterizado por la incertidumbre, el líder —como unidad decisoria— pierde ciertos grados de autonomía, mientras, en paralelo, otros actores y estructuras ganan más influencia. En otras palabras, el liderazgo por sí solo ya no garantiza visibilidad ni alcance de los objetivos diplomáticos.

Esta transformación en el proceso decisorio en política exterior evidencia cuatro características: primero, cambios generacionales entre los líderes africanos; segundo, patrones distintivos en la determinación de coaliciones interestatales; tercero, nuevas prioridades temáticas (política, economía y/o seguridad); y cuarto, cambios estructurales en el sistema internacional, como también en la política interna (Shaw y Chazan, 1982).

Durante la década perdida, líderes africanos debieron enfrentar un entorno mucho más complejo y desigual en donde su capacidad de influencia se redujo al mínimo. Asimismo, la diplomacia individual y colectiva (o de coalición) de las décadas pasadas perdió su eficacia en un escenario en donde ningún foro o tema fue dominante.

En paralelo, el declive económico, la decadencia política y la inoperancia diplomática son indicativos de una crisis regional. Además, por esos años la mayoría de los conflictos africanos se caracterizan por su larga duración y baja intensidad (p. ej., Etiopía, Somalia, Chad, Sahara Occidental). Los escasos éxitos alcanzados por estos países tampoco fueron demasiado esperanzadores, por cuanto sus positivas consecuencias se diluyeron en el corto plazo (p. ej., rápido ascenso y caída del precio del petróleo la primera mitad de la década, lo cual favoreció a Libia y Nigeria) (Shaw y Chazan, 1982).

Por esos años, el posicionamiento internacional de los países africanos estuvo determinado por su situación macroeconómica, lo cual disminuyó la importancia del estilo de liderazgo ejercido en el ámbito diplomático. Así, por ejemplo, el estatus de Shehu Shagari derivó exclusivamente de su condición de líder de Nigeria y no de sus habilidades y/o rasgos de personalidad (Abegunrin, 2003). Por el contrario, Nyerere perdió protagonismo e influencia durante esta década por cuanto su lucha por la liberación de África parecía extemporánea.

La distinción entre moderados y radicales de los 60 reflejaba roles de liderazgo (p. ej., Nkrumah en Casablanca; William Tubman en Monrovia), al igual que el contraste hecho la década siguiente entre Estados confiables e impredecibles (p. ej., Kenyatta / Amin; Houphouët-Boigny / Bokassa; Senghor / Ahidjo) (Shaw y Chazan, 1982). Sin embargo, durante la “década perdida” los antagonismos no derivaron de la personalidad de los líderes, sino principalmente de las estructuras nacionales e internacionales, lo cual transformaba las discrepancias en crisis de difícil resolución (p. ej., tensión Nigeria-Chad; Nigeria-Libia; Nigeria-Sudáfrica).

Estos cambios influyeron también en el trabajo académico, privilegiándose durante estos años el estudio de la relación entre el Estado y la sociedad. Asimismo, las potencialidades de política exterior se conciben no solo en términos de un liderazgo astuto, sino también de interacciones de clases y coaliciones dentro de una economía política en particular. En este escenario, por lo tanto, es difícil aceptar la afirmación concluyente de Clapham (1977: 98-99) en torno al “carácter esencialmente común” de todos los países africanos:

“Los Estados de África Subsahariana tienen mucho en común para realizar análisis comparado de procesos de toma de decisiones en política exterior […] va más allá de una sencilla cuestión de conveniencia geográfica […] poseen características adicionales que los distinguen como “africanos”. A pesar de una variedad de arreglos constitucionales formales, tienen —además— similares estructuras políticas nacionales, marcadas por una centralización del poder político en el Estado y la debilidad de las instituciones capaces de convertir regularmente las demandas sociales —e incluso burocráticas— en políticas de gobierno. En el sistema internacional, la relación frecuentemente dependiente con la antigua potencia colonial asume una importancia particular […] Se crea un sentido de solidaridad continental a raíz de estas similitudes, como también gracias a una coincidencia racial que no está atada, en mayor parte, a enemistades históricas nacionales: el nacionalismo territorial se ha preocupado más por la creación de un sentido de unidad entre los pueblos de una antigua colonia, que por las rivalidades entre el Estado y sus vecinos”.

Esta realidad sirvió para socavar las similitudes y subrayar las desigualdades. Sin embargo, los líderes continuaron ejerciendo una influencia en distintas direcciones: los gobernantes de potencias regionales emergentes compitieron por alcanzar mayor visibilidad y una supremacía continental, mientras la mayoría de los líderes africanos intentó evitar caer en un perjudicial olvido político.

En este contexto, emergieron nuevos enfoques para explicar la influencia internacional de los países de África. La primera generación de africanistas consideró que dependía exclusivamente del carisma del estadista y su irresistible discurso ideológico, mientras la segunda y tercera, considerando el peso de las jerarquías y competencias de los sistemas africanos y mundial, vio necesario incorporar en el análisis los atributos nacionales y las condiciones estructurales (Swart, van Wyk y Botha, 2014). De este modo, el convincente idealismo de Nyerere se veía equilibrado ahora por el calculado realismo de Nigeria.

Por otra parte, más actores se unieron a las instituciones estatales en el tratamiento de cuestiones internacionales. Organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales, como la Comisión Económica de las Naciones Unidas para África (CEPA) o African Bar Association, ampliaron el alcance y visibilizaron aún más el trabajo diplomático y transnacional de varios líderes políticos y sociales. Destacan entre estos el sobresaliente liderazgo del profesor Adebayo Adedeji (Nigeria) en la CEPA y del reverendo Canon Burgess Carr (Liberia) en el Consejo Panafricano de Iglesias.

El resurgimiento de una multiplicidad de actores en el continente africano a finales de los 80, como también su creciente participación en el proceso decisorio de la política exterior, es un nuevo fenómeno que requiere una evaluación conceptual y teórica. En efecto, en palabras de Terhembe N. Ambe-Uva y Kasali M. Adegboyega (2007), los países de África Subsahariana deben reorientar constantemente su política exterior para reflejar o acomodar vicisitudes internas y externas.

Tras el fin de la Guerra Fría, los países africanos han fortalecido constitucionalmente las funciones y atribuciones de una serie de actores y agencias en el ámbito de la gestión diplomática, adquiriendo con ello una influencia directa e indirecta en el proceso decisorio. Destacan entre estos los partidos políticos, los grupos de presión e interés, las élites políticas y burocráticas, el Parlamento y los medios de comunicación (Schraeder, 2001).

En términos generales, los últimos 25 años los parlamentos nacionales desempeñaron un papel muy constructivo, aun cuando los enclaves autoritarios minimizan su capacidad de control de la actuación discrecional de los líderes en política exterior. Así, por ejemplo, en 1990 el Parlamento de Kenia cuestionó la decisión del Poder Ejecutivo de romper unilateralmente las relaciones diplomáticas con Noruega (Rono, 1999). Todo esto tras la airada protesta de Oslo por el arresto del disidente político Koigi Wamwere, quien había vivido gran parte de su auto-exilio en dicha capital europea (Fleming, 1990). En este caso es importante destacar que, además de impedir que esta decisión perdurara, el Poder Legislativo logró ejercer sus responsabilidades en un momento en que el país todavía funcionaba bajo un régimen de partido único.

Del mismo modo, es importante destacar, dentro del trabajo legislativo, la actuación de parlamentarios africanos que, a título personal, han criticado sin tapujos determinadas decisiones diplomáticas de sus gobiernos, aunque implicara para ellos la privación de la libertad (Anda, 2000). La detención de parlamentarios y activistas pro-democracia y derechos humanos que osaron criticar a los gobiernos de África fue muy común hasta mediados de la década de 1990, fecha a partir de la cual comienzan a desmantelarse las dictaduras de partido único. En tales casos, se evidenciaron los resabios de la omnipresencia e infalibilidad de los gobernantes en materia de política exterior, los cuales intentaron por todos los medios socavar las funciones constitucionales de otros actores internos (p. ej., Camerún, Gabón, Kenia, Malawi, Sudán y Zimbabue).

Los partidos políticos de oposición, por su parte, también desempeñaron un significativo rol en la toma de decisiones diplomáticas, particularmente, tras la instauración del multipartidismo, en países como Kenia, Ghana, Malawi, Nigeria y Tanzania. Una realidad diametralmente opuesta se vive en, por ejemplo, Camerún, Chad, Eritrea, Guinea, Guinea-Bissau, Madagascar, Sudán, Togo, Uganda y Zimbabue, en donde el proceso decisorio se mantiene bajo el control absoluto del líder (Adar y Schraeder, 2007; Adar y Ajulu, 2002; Khadiagala y Lyons, 2001; Adibe, 2001; Schraeder, 2001).

Esta visión más bien pesimista, sin embargo, no es representativa de todo el continente, como tampoco refleja la diversidad de actores que participan en la formulación e implementación de la política exterior en África. Así, por ejemplo, en África Occidental el personalismo disminuye progresivamente en los países francófonos a medida que estos mejoran la calidad de sus democracias (Schraeder, 2001). Lo mismo ocurre en Botsuana, Nigeria y Sudáfrica, en donde la democratización ha develado la complejidad de las cuestiones diplomáticas; más aún en un entorno que propicia la gobernanza global (Adar y Schraeder, 2007; Gambari, 2008; Becker, 2013).

En el caso de Kenia, por su parte, pudo apreciarse desde principios de la década de 1990 hasta 2010 cómo la acción transnacional de actores no gubernamentales fue capaz de impulsar reformas constitucionales en el país. Destaca particularmente el trabajo de la Coalición de Ciudadanos por el Cambio Constitucional (4C), que aglutinó organizaciones de la sociedad civil, partidos políticos de oposición e iglesias de distintos credos (Rono, 1999).

Por último, el impacto de la opinión pública y los medios de comunicación en el proceso decisorio de política exterior en África ha permitido también acotar el margen de acción de los líderes en la arena diplomática (Bratton, Mattes y Gyimah-Boadi, 2004). En Nigeria, por ejemplo, la decisión de Olusegun Obasanjo en 2003 de dar asilo al exgobernante liberiano Charles Taylor generó una condena generalizada entre los nigerianos. Debido a la presión de los medios de comunicación, la sociedad civil y la comunidad internacional, Obasanjo finalmente accedió a entregar a Taylor al Tribunal Especial para Sierra Leona de las Naciones Unidas (Ojione, 2008).

Reflexiones finales

Durante la década de 1970, emergieron los cuestionamientos al predominio de Estados Unidos en la disciplina de las relaciones internacionales, en particular, en el desarrollo de diferentes marcos teóricos. Ya no solo se difundían las críticas al conductismo de varios académicos europeos, sino que también ganaban espacio los planteamientos de algunos internacionalistas del Sur Global. Estos mostraron, principalmente, sus reparos a los postulados realistas, los cuales —a su juicio— eran aplicables solo al estudio del comportamiento internacional de las grandes potencias.

En África optaron, entonces, por incorporar en sus análisis las perspectivas marxistas y neo-marxistas, es decir, aquellos enfoques que responsabilizaban del subdesarrollo a actores coloniales, neocoloniales e imperiales. En estos casos, la teorización se ajustaba bien a la práctica, por cuanto los Estados africanos —junto a los países asiáticos y latinoamericanos— se encontraban en esos años en arduas negociaciones con las potencias del Norte con el fin de mejorar sus perspectivas económicas.

En este contexto, el desarrollo del APE cobró fuerza en los países del Sur Global, en particular, los estudios de política exterior comparada. Estos, al menos, reconocían la existencia de otras realidades estatales alrededor del mundo. Este enfoque propiciaba crear teorías generales que determinaran los cambios en el comportamiento internacional de los Estados, en consideración de factores como el tamaño, el nivel de desarrollo y las características del sistema político.

Tras superar la influencia del conductismo, la política exterior comparada perdió su espacio en los países en vías de desarrollo. Su propuesta teórica y metodológica fue reemplazada, entonces, por los postulados de la economía política internacional, con lo cual la reflexión académica se volcó al análisis de la estructura (interna y externa). Si bien esta perspectiva permite abordar las vulnerabilidades de estos Estados, así como sus estrategias para ganar mayor autonomía, no allana el camino para analizar las dinámicas políticas, burocráticas, sociales e individuales (psicológicas) esenciales para comprender los detalles del proceso decisorio. En otras palabras, para comprender realmente la política exterior, debemos ir más allá de la estructura y acercarnos a la agencia.

El desarrollo del “cuarto debate” en relaciones internacionales permitió abrir espacio a otras perspectivas y temáticas. Ello facilitó también la difusión de la crítica de teóricos africanos, asiáticos y latinoamericanos al desajuste que existe entre las teorías propias de la disciplina y las preocupaciones del Sur Global. En este sentido, es importante señalar que la hegemonía estadounidense en este ámbito responde a la arraigada concepción estatista de las relaciones internacionales que existe en estos países, así como —en algunos casos— a limitaciones institucionales que impiden la consolidación de comunidades epistémicas locales.

Quienes analizan las relaciones internacionales de África abogan por la inclusión de perspectivas que hayan sido desarrolladas en ese continente, por cuanto la teoría —simplemente— ha superado a la práctica. En otras palabras, la teorización en la disciplina se hace sin pensar en la aplicabilidad de sus postulados en la realidad de este continente. Se anhela una redefinición de teorías y conceptos que puedan encajar o convertirse en reflejo de las condiciones locales, a razón de los contextos y épocas.

Actualmente, la política exterior de los países africanos evidencia diferentes prioridades, por lo tanto, cada una debe evaluarse en consideración de sus estrategias diplomáticas, sus procesos decisorios y el entorno regional. En relación con este último, las agendas también varían, ya que cada región y subregión enfrenta de distinta manera su inserción en el sistema internacional, a la luz de sus condicionantes internos y sistémicos. Así, por ejemplo, en el caso de África, los temas más importantes de su agenda regional son la resolución de conflictos, el fortalecimiento de la democracia y el tratamiento de problemas sociales (p. ej., pobreza, epidemia del VIH/SIDA).

Del mismo modo, en la mayoría de los países del Sur Global prevalece una visión favorable de las organizaciones intergubernamentales, pero no así una tendencia a crear instituciones supranacionales. En términos generales, estos Estados se muestran más celosos de su soberanía que las grandes potencias, por lo cual no suelen proyectarse más allá de la mera cooperación funcional e interestatal (p. ej., Unión Africana).

Por otra parte, la discusión teórica muestra también otra importante consideración: en muchas partes del mundo, las relaciones internacionales son consideradas un sinónimo de la política exterior. Sin embargo, ello no implica necesariamente que los académicos abocados al análisis de estas cuestiones abracen sin más los lineamientos diplomáticos del gobierno de turno, o bien la visión de mundo de los líderes más influyentes. Así, por ejemplo, en el caso de Nigeria, durante el gobierno de Ibrahim Babangida (1985-1993), el Nigerian Institute of International Affairs (NIIA) fue marginado de muchas discusiones porque el canciller Bolaji Akinyemi cuestionaba la excesiva independencia de este centro de estudios.  

El mayor reto del APE en los países del Sur Global es impulsar un diálogo permanente entre la teoría y la práctica. En efecto, en términos generales, este subcampo dentro de la disciplina de las relaciones internacionales va más allá del reduccionismo de las grandes teorías. Permite, además, un acercamiento a los decisores, a sus visiones internacionales y a sus estilos de liderazgo. Por último, estos enfoques permiten integrar en la reflexión los diferentes condicionantes que afectan los procesos decisorios en cuestiones diplomáticas (nacionales, regionales, globales y transnacionales).

Tampoco debemos olvidar la importancia de las versiones no tradicionales del realismo, las cuales emergieron —precisamente— en los países del Sur Global y han permitido aumentar el alcance explicativo de esta perspectiva teórica. Entre estas corrientes destaca, por ejemplo, el realismo subalterno, que reconoce la inextricable relación entre política interna y política internacional.    

En definitiva, el APE puede mantener su orientación teórica sin perder de vista la realidad. La clave está en abordar aquellas cuestiones que ciertamente impulsan el comportamiento internacional de los Estados. Solo así podrán idearse conceptos alternativos que puedan enriquecer nuestra comprensión de cómo se percibe y se hace la política exterior en todo el mundo.

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[1]Notas

* Este artículo se basa en una tesis doctoral, desarrollada entre 2015 y 2017, en el Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Madrid, gracias a una beca de la entonces Comisión Nacional de Investigación Científica y Tecnológica de Chile (hoy ANID). Agradezco los valiosos comentarios y sugerencias que en su día me entregó el profesor Mbuyi Kabunda Badi (†).  

[2] La política exterior se relaciona con las decisiones que toman los Estados entre sí. En términos generales, remite a “la suma de relaciones externas oficiales realizadas por un actor independiente (generalmente, un Estado) en las relaciones internacionales” (Hill, 2003: 3) En otras palabras, se refiere “al conjunto de prioridades o preceptos establecidos por los líderes nacionales para servir como líneas de conducta para escoger entre diversos cursos de acción en situaciones específicas y dentro del contexto de su lucha por alcanzar sus metas” (Pearson y Rochester, 2000: 113).

En el caso de los países africanos, en los albores de la independencia, establecer los factores que determinaban sus políticas exteriores era una tarea compleja. Al respecto, Olajide Aluko (1977), sostiene que esta situación derivaba básicamente de tres factores: primero, la mayoría de estos Estados no había construido una tradición o patrón de intereses en su inserción internacional; segundo, las políticas exteriores de algunos de ellos oscilaban de un extremo a otro y viceversa, tanto en contenido como en estilo; y tercero, existía una importante dificultad a la hora de distinguir entre los aspectos declarativos y operativos, es decir, a menudo había enormes diferencias entre lo que decía un líder africano y lo que realmente se implementaba en el entorno externo.

[3] A juicio de Robert H. Jackson (1993), los Estados africanos sustentaron su existencia luego de la independencia no en el ejercicio efectivo de la soberanía en su territorio, sino en el reconocimiento internacional que hacían de ellos otros países, en particular, de una única autoridad política con capacidad de representación en la arena diplomática.

[4] Esta reunión fue convocada por el rey Mohamed V y tuvo lugar en enero de 1961, dos meses antes de su fallecimiento. Tras ello fue sucedido en el trono de Marruecos por su hijo Hassan II.