Un fantasma recorre África: es el Estado Moderno. Temores y esperanzas periféricas

A Spectre is Haunting Africa: It is the Modern State. Peripheral Fears and Hopes

Albert Roca

https://orcid.org/0000-0002-4101-1457

Universitat de Lleida – España

albert.roca@udl.cat

Fecha de envío: 29 de junio de 2023. Fecha de dictamen: 16 de octubre de 2023. Fecha de aceptación: 13 de noviembre de 2023.

Resumen

El texto da la vuelta al estudio habitual de las transiciones y evoluciones políticas en el África neoindependiente al cuestionar el patrón que se suele utilizar para evaluarlas, el modelo ideal de la democracia moderna. El texto contrasta las oscilaciones del optimismo experto respecto de los estados africanos con las reiteradas constataciones empíricas de la inadecuación del modelo de Estado legado por la colonización a la realidad y el potencial del tejido social africano. El autor propone que numerosas presuntas disfunciones africanas deberían ser analizadas como experimentos necesarios para garantizar la gestión de la diversidad en la sociedad global, una capacidad que no acumula el viejo modelo de Estado-nación europeo y que quizás implique abandonar o matizar el principio del individuo como única fuente última de soberanía.

Abstract

The text turns the usual study of political transitions and evolutions in neo-independent Africa on its head by questioning the standard by which they are usually assessed, the ideal model of modern democracy. The text contrasts the oscillations of expert optimism about African states with the repeated empirical evidence of the inadequacy of the state model bequeathed by colonisation to the reality and potential of the African social fabric. The author proposes that many alleged African dysfunctions should be analysed as necessary experiments to ensure the management of diversity in global society, a capacity that is not accumulated by the old European nation-state model, and that may imply abandoning or moderating the principle of the individual as the only ultimate source of sovereignty.

Palabras claves: África; Estado-nación; siglo XXI; neopatrimonialismo; pluralismo cultural; afroptimismo.

Keywords: Africa; nation-state; 21st century; neopatrimonialism; cultural pluralism; afro-optimism.

Pido excusas por echar mano de una enésima perífrasis del célebre inicio del Manifiesto comunista. Ocurre que, cuando se me invitó a participar en un dossier en español sobre las perspectivas de los estados africanos, la conexión retórica me alcanzó con tal fuerza que no me he querido resistir. Reclamo comprensión porque no solo uso, sino que retuerzo una frase mil veces interpretada y tergiversada.

¿Por qué lo digo? Uno puede imaginar que Marx y Engels quisieron invocar el horror catártico al ángel exterminador, destructor de toda explotación e iniquidad, encarnado en el movimiento obrero. Un espanto para las personas bienestantes, pero la promesa de un beatus ille social para aquellos y aquellas que habían sido desheredados: la “pesadilla comunista” devolvería a la vigilia a las conciencias adormecidas por la música de la religión o del nacionalismo burgués, obligando a todo el mundo a abrir los ojos a un nuevo orden socialista, más justo y próspero. Sin embargo, bien entrado el siglo XXI, tras quiebras y unificaciones siempre parcialmente fallidas de la vieja Europa, la mayor parte de quienes parafrasean a los padres triunfantes de la I Internacional invierten su uso de la retórica del fantasma: lo hacen para evocar una amenaza a conjurar, no un trauma justiciero y necesario. El fantasma del populismo, el fantasma del nacionalismo, incluso el fantasma del comunismo, convertido en el Coco irracional de esos cuentos que liberales y conservadores prodigan en tiempos de elecciones, al menos en España…

Y ahí viene mi doble excusa: no solo rompo el hielo de mi contribución con una referencia inevitablemente rancia, sino que encima invierto la valoración del espectro, como ha hecho tan a menudo el pensamiento contrarrevolucionario. Pues bien, en mi descargo debo hacer notar que, pese a todo, mantengo una parte de la intención original, ya que el fantasma al que me refiero, la sombra ominosa que veo cernirse sobre África, es el Estado Moderno (lo escribo una vez y no más con mayúsculas), hijo, nieto o biznieto, raigambre directa y universalizada, en cualquier caso, del modelo estatal que se va depurando en Europa y América desde el siglo XVIII. Es decir, el mismo estado moderno que protegía a las clases aterrorizadas por el fantasma comunista hace 175 años. Y digo solo “una parte” porque en modo alguno reivindico el camino que conduce de la vanguardia revolucionaria al partido para gestionar una dictadura del proletariado en tanto que desencadenante del elusivo paraíso socialista, “de cada un@ según su capacidad, a cada un@ según su necesidad”. Volveré a esta concatenación de paradojas, pero intentaré hacerlo desde la experiencia africana.

Un análisis de un autor muy cercano, Óscar Mateos (2023), me permite sumergirme en el sentir, el “momento del alma” que suscita este, y tantos otros, reiterados balances politológicos que miran más allá del Sáhara. El comentario de Mateos sitúa al África en uno de los epicentros regionales de una cadena de situaciones confusas, de desgobierno y contestación política más o menos violenta, que etiqueta, y no es el único que lo hace, como “policrisis”. El término describe y evoca, pero no explica. El tono del artículo se aleja de la actitud experta dominante respecto de los países al sur del Sáhara en las últimas décadas, incluyendo al propio autor, y se acerca a la proverbial desconfianza respecto al futuro africano que mantiene la opinión pública de los países ricos, el conocimiento lego, podríamos decir. Precisamente, antes de abordar la ya prolongada renovación del optimismo de las independencias, querría remitir a la sensación de déjà vu que desprende el desconcierto de Mateos ante la escasa materialización de la promesa africana, ante el eterno retorno de los golpes de estado (más de una docena desde el inicio de la pandemia de Covid-19), un estupor extraordinariamente repetido en los estudios políticos africanos poscoloniales…

La nueva esperanza en África se asienta sobre las cifras de los indicadores ortodoxos de desarrollo, tan cacareadas y traducidas en numerosas políticas específicas antes y durante la larga crisis financiera desencadenada en 2008, en programas como los llamados Planes África en España y Cataluña. Una fortaleza consistente desde mediados de los años 1990: en 2021, de los 49 estados reconocidos en el subcontinente, 25 mostraron un crecimiento superior al 4% (incluyendo Yibuti; Banco Mundial, s-f), vertiginosamente recuperados del colapso pandémico e inmunes a la eclosión de la variante ómicron, aparentemente originada en África y que tanto ha contribuido a diluir la alarma de la pandemia, que no su propagación. A esta bonanza de indicadores, se suma una exportación multiplicada de creatividad artística y comunicativa, asociada a una verdadera floración de redes sociales y movimientos de jóvenes (en el mundo hispanófono se han multiplicado iniciativas como la que muestra el portal de Wiriko.org.) Jóvenes que, a su vez, suponen el principal reservorio demográfico del planeta. Y toda esta proyección ha resultado compatible con una sorprendente “serenidad” en el actual “debate decolonial”. La interpretación de este cúmulo de buenos presagios apenas se ha visto empañada, y menos cuestionada, por otros signos, también y preocupantes: la “regresión” (volveré sobre esta apelación) de la situación política y, en particular, de la aceptación social y de la funcionalidad de los estados africanos, recalcitrantes en su incapacidad por reducir la desigualdad o la pobreza en todas sus caras…

¿El eterno déja vu africano?

Volviendo a los 49 estados subsaharianos y abundando en las sensaciones de Mateos (2023), nótese que, de acuerdo con los observatorios internacionales más consultados, apenas un puñado entre ellos asociaría estabilidad política con perspectivas inmediatas de un aumento altamente generalizado del bienestar. Hago notar que la mayor parte de estas ecuaciones se han formulada para microestados (en extensión o en población) como Botswana, Eswatini, Mauricio o Seychelles, escasamente representativos, dotados de economías de enclave y no del todo exentos en varios casos del perfil fuertemente autoritario que se ha atribuido a otros regímenes estables. Por otra parte, a pesar de tres décadas largas de democratización, países como Rwanda, Eritrea, Yibuti, Guinea Ecuatorial, Níger o incluso Angola tras el fin de la guerra o Níger han sido calificados de autocracias… Otro grupo comparable o mayor alberga conflictos armados irresueltos, verdaderas guerras, a menudo regionales, como Sudán, Sudán del Sur, Etiopía, Somalia, Uganda, RDC Congo, Mozambique, Camerún, Nigeria, Senegal, Mali, Chad o Burkina Faso. Aun otros (que a veces se solapan con la categoría anterior) viven una verdadera crisis de legitimidad permanente a pesar de su estabilidad aparente, como Senegal o Madagascar desde hace 20 años… En algunos países, pese a la adopción de la forma de democracias representativas, la oposición ha denunciado abusos de poder y derivas autoritarias, como en Sierra Leona, Kenia, Tanzania, las Comoras… Y podríamos seguir hasta presentar un cuadro general que más de uno señalaría como disfuncional y, sobre todo, estructural, dado la falta de homologación persistente de los aparatos estatales africanos.

Como he apuntado, el África neoindependiente al sur del Sáhara, el África Negra como gustan decir por igual much@s de sus habitantes y los funcionarios coloniales franceses, ha sido un objeto repetido de malos augurios y de perplejidades por parte de la expertise internacional. Baste recordar el famoso Pepito Grillo, René Dumont, y su obra El África Negra ha empezado mal (1962). Su actitud, hoy canónica (y bien ejemplificada por autores mediáticos y polémicos como Martin Meredith o Stephen Smith), resultaba contracorriente en el entusiasmo de las independencias de los años 1960. El crecimiento internacional combinado con la crispación de la Guerra Fría diluía fácilmente la preocupación sobre las violencias tempranas, que no fueron pocas: recuérdense las traumáticas independencias de las colonias belgas, Rwanda, Burundi y sobre todo el Congo, o españolas, con la huida y el “olvido” de Guinea Ecuatorial, las guerras anticoloniales en el África lusófona, el enquistamiento del apartheid que conmovía a toda el África Austral o el arranque de violentos conflictos internos, consagrados mediáticamente con el tratamiento de la guerra de Biafra…

Las variaciones respecto de los modelos estatales metropolitanos se fueron consolidando en formatos diversos que no pocos dirigentes africanos acabarían considerando como adaptaciones africanas obligadas. Estas variantes africanas del estado moderno incluían con frecuencia el monopartidismo —de hecho o de derecho—, el presidencialismo o la importancia de las adscripciones colectivas (etnicidad, región…) en la participación política, pero también el recurso sistemático a los golpes de estado y a la violencia simbólica. Estas tendencias desembocarían en el afropesimismo tras confluir con las crisis del petróleo de los años 1970: la recesión continuada durante casi dos décadas, hasta nutrir a unos otrora insólitos economistas del decrecimiento (léase Nicholas Georgescu-Roegen o Serge Latouche), la debilitación indefinida de los estados, hasta el extremo de ser etiquetados como “frágiles” o incluso “fallidos”[1]… La debacle de la planificación desarrollista produjo dos respuestas en apariencia contradictorias: la insistencia en la singularidad por parte de no pocos regímenes africanos (la célebre “autenticidad”); la imposición del enfoque “neoliberal”, a través de la adopción de los menos célebres y mucho más uniformizados planes de ajuste estructural. Visto con perspectiva, y más desde el momento actual, lo ocurrido fue muy aleccionador.

A largo plazo, el periodo recesionista se podría concebir como un episodio transitorio prolongado por una conjunción de condicionantes circunstanciales específicos (Oya, 2007). Quedaría subsumido, pues, en una tendencia continuada de crecimiento, mucho más tranquilizadora para l@s analistas: enmarcada, en un extremo, por los crecimientos variables, pero por lo general constantes hasta finales de los 70; y, en el otro, por los crecimientos actuales, a menudo pronunciados y sostenidos desde 1995. Ahora bien, esta normalidad aparente que contribuye a desmentir cualquier esencialismo antidesarrollista sobre el África no deja de poner en evidencia la incapacidad de la expertise. En primer lugar, los crecimientos recuperados han repercutido poco en el bienestar y en el desarrollo humano del conjunto de la población africana, fuera de algunas élites y de algunas coyunturas (quizás sobre todo “economías parásitas” dentro del sistema internacional, en general ubicadas en estados pequeños): los coeficientes de desigualdad y los porcentajes de pobreza y de pobreza absoluta se perpetúan de manera sobrecogedora. En segundo lugar, pese a que, desde la caída del Muro de Berlín, y en rápida sincronía con el repunte del crecimiento de los PIB, las democracias representativas multipartidistas han proliferado al sur del Sáhara, alentadas por el final del apartheid entre 1990 y 1994, estos cambios no se han visto acompañados por la homologación de los estados africanos en los análisis politológicos ni por la generalización de la paz política en el continente.

Al contrario, los años 1990 fueron testigos de un aumento del dolor de las poblaciones y de la dimensión de los conflictos: implosión de Somalia, genocidios de Rwanda y Burundi, guerras del Congo, conflictos civiles en Liberia y Sierra Leona, además del enquistamiento de beligerancias que habían incendiado el continente durante la década anterior, como en el Sahel o en Angola. En semejante escenario, la comunidad de observadores internacionales no entendió la extendida aceptación del lenguaje democrático en las instituciones políticas africanas como un signo de la asimilación del modelo de gobernanza global. Tampoco se apreciaron otros signos sociales que deberían acompañar la homologación de los estados africanos. La transición demográfica que permitiría reorientar las perspectivas domésticas y las tendencias de ahorro, la inversión y el consumo desde las bases, no acabó de arrancar de forma significativa. Por otro lado, el estado distaba mucho de monopolizar la esfera pública: las solidaridades “alegales”, “informales”, tradicionales, locales, consideradas a menudo como un obstáculo para la constitución de una sociedad civil, han continuado siendo básicas en la cotidianidad de muchas poblaciones, tal como se experimentó durante la pandemia de coronavirus SARS-Cov-2 (Covid-19).

No es de extrañar que la filosofía de la sospecha se diseminara en los análisis sobre el África. El concepto de neopatrimonialismo, acuñado en la década anterior, continuó proyectándose sobre la comprensión experta de las sociedades africanas y de sus aparatos políticos. Y, de hecho, tal como muestra la perplejidad actual, nunca ha dejado de hacerlo, ni siquiera cuando el optimismo volvió a envolver la imagen de África, relativamente inmune a la crisis de 2008.

Estado y afroptimismo en el siglo XXI

En 2008, a las puertas de una nueva crisis financiera, el Banco Mundial dedicaba su informe anual sobre el África a la agricultura, tras décadas de abandono sobre el tema: más allá de las recomendaciones dominantes, que giraban en torno a un eje entre una versión bien liberal de la “agricultura familiar” y la “agricultura de contrato”, el número apuntaba a una fuerte recuperación de una visión optimista no solo del futuro africano sino, quizá, sobre todo, de la función experta. Se volvía a una interpretación clásica en la que la secuencia del desarrollo se apoyaba sucesivamente en los tres grandes sectores, materias primas, industria y servicios… Este esquema fue adoptado tanto desde la economía liberal reformista (posconsenso de Washington) como por la economía política de estirpe marxista.

Ese mismo año, La Vanguardia, un conocido diario catalán, dedicó su Dossier (una publicación mensual con ecos de Le Monde Diplomatique) al continente africano. El estado de ánimo que sobrevolaba la publicación había variado ostensiblemente respecto a la década de 1990. Aunque se apreciaban muchas sombras, aunque los textos exudaban prudencia, su componente constructivo era innegable: larga marcha hacia la democracia (Otayek, 2008), renacer del desarrollo (Mills, 2008), recuperación del ideal panafricano (Nnanna, 2008), reivindicación de un estado sólido (Chabal, 2008)… La tendencia se vio ratificada 11 años más tarde, con la publicación de un nuevo Dossier dedicado al continente, abierto también por Greg Mills acompañado por Olusegun Obasanjo (2019), esta vez con un subtítulo que era una verdadera declaración de intenciones: “África. El continente del futuro”. Ya no había ningún artículo dedicado a un conflicto específico, mientras unos cuantos exploraban el potencial de la integración de África en el sistema de intercambio global.

Entre ambas ediciones, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, con su visión global e integral del desarrollo y el bienestar humano, habían substituido a los Objetivos de Desarrollo del Milenio, con su disposición táctica, defensiva, centrada en unas supuestas necesidades básicas de los países más pobres. El fracaso de los ODM en África y la infrautilización de sus potenciales fue, sin duda, uno de los revulsivos en este cambio de orientación. De hecho, ya tres años antes del estreno de la Agenda 2030, la Unión Africana había adoptado la Agenda 2063. La ambición de este documento, que marcaba un horizonte de progreso para el África a 50 años vista (!), da idea de la magnitud del cambio de actitud que estaba cuajando, y que se suele conocer como afroptimismo. El transcurso del tiempo se había pasado a ver como benéfico en sí mismo, favorable a la normalización africana, dado que ni las culturas ni las identidades tenían por qué constituir barreras para el progreso social. Lentamente, se oscilaba del temor a la presión demográfica a la valoración de la juventud africana, una fuente de riqueza de la que ningún otro continente dispone en la misma medida. Pero, lo que es más significativo, se había producido un vuelco en la confianza de las agencias internacionales en las poblaciones africanas. En un amplio espectro de literatura sobre el subcontinente, esta nueva confianza se depositaba, en primera instancia, en la juventud, en su creatividad y voluntad de participación política, en su emprendeduría, una nueva palabra a la moda, capaces de conquistar unas élites que inevitablemente iban a ser renovadas[2]. Y este giro se había producido a pesar de la persistencia de la visión liberal, que había ascendido en los 90.

Coalescencias periféricas

Antes de continuar abundando en este renovado optimismo, y compararlo con el que caracterizó el momento de las emancipaciones coloniales, querría hacer un inciso. Hay quien se preguntará si las publicaciones en español, que he tomado como referentes, pueden ser una fuente fiable de referencia en el análisis de las sociedades africanas y de su evolución. No es una interrogación baladí. Si bien no hay duda de que las miradas procedentes de África son imprescindibles para tratar de explicar las trayectorias del continente, por mucho que se las suela ignorar o interpretar desde intereses que les son ajenos, si bien también se entiende que el conocimiento experto acumulado por los centros de investigación de las antiguas metrópolis y de las potencias surgidas tras la II Guerra Mundial puedan resultar útiles, por sesgada que haya sido su producción, no está claro en qué pueden contribuir los estudios expresados en español (no digamos ya en catalán) ni científica ni políticamente, ya que no solo inquieta quién escribe sobre África en español —sabiendo de la debilidad y de la precariedad de los estudios africanos en este ámbito lingüístico—, sino también, y tal vez sobre todo, quién lee esos textos redactados en lengua española —vista la escasa inversión de todo tipo de las sociedades hispanófonas en África.

Pues bien, a la primera parte de la duda, se puede empezar respondiendo que los números aludidos de Dossier (y también en menor medida un tercero datado en 2021 al que me referiré más adelante) están plagados de firmas de prestigio internacional, sin un solo nombre “local”, ni siquiera en el sentido lingüístico. Ni siquiera la selección de autores ha recaído en uno de los centros africanistas españoles, sino que ha corrido a cargo de un diario bien conectado en Europa y con una muy sólida sección internacional; es decir, se ha primado la conspicuidad sociopolítica de los enfoques, la demostración de transferencia e incidencia, sobre la valoración interna de la comunidad científica. Esta marginalidad africanista de la comunidad hispanófona atenúa las cooptaciones y las inercias de transferencia de los medios asociados a poderosos centros y escuelas de investigación nacionales. Por otro lado, el consiguiente filtro de impacto —léase sesgo— experimentado, sin duda, por la selección refuerza también una cierta depuración de los elementos más marginales del análisis de la sociedad africanista, los más alejados de la “mediana exegética” que une opinión mediática y grandes políticas internacionales… Algunos signos ayudan a aquilatar hasta qué punto el texto se monta respecto de una selección significativa de los discursos predominantes sobre la articulación política africana en el sistema global.

En 11 años, no solo ha crecido la euforia por el sujeto de análisis, sino que también se ha homogeneizado la expresión de dicha aproximación. En el segundo Dossier, prácticamente ha desaparecido la expresión francófona, ya escasa en 2008, a pesar de que el francés es con diferencia la lengua “internacional” más hablada en África, tanto si se cuentan los países que la consideran lengua oficial como si intentamos contabilizar los hablantes reales (OIF, s-f). Y no me refiero tanto a la pericia lingüística de los autores como a la lengua con la que expresan sus análisis: incluso una antigua alta funcionaria francesa aparece integrada en la Fundación Mo Ibrahim, con sede en Londres. Este ocaso, que invisibiliza una gran masa de investigadores e investigadoras africanas, es revelador de una opción diáfana del Dossier a favor de los análisis procedentes de think tanks y otros laboratorios de ideas en detrimento del conocimiento producido en el seno de centros de investigación de tipo universitario o equivalente.

En este sentido, La Vanguardia sigue el signo de los tiempos, ciertamente coyuntural, pero que ratifica el carácter referencial de la selección elegida para aproximar no la verdad, sino las políticas dominantes respecto del orden político africano y sus discursos. Permítaseme que deje la segunda parte de la inquietud sobre el material de base (la cuestión sobre quién va a leer este artículo y buena parte de aquellos a los que alude) para más adelante, aunque todavía quiero añadir un apunte a este primer inciso. A más de uno y a más de una la purga que supone el recurso a medios hispanófonos les recordará un uso habitual en el análisis estadístico, con sus ventajas y desventajas metodológicas. Al descartar los casos más divergentes en la muestra, facilitamos la consistencia del análisis, pero sin que esta coherencia nos garantice por sí misma la fiabilidad científica de las conclusiones. Esta dependerá mucho más de factores de observación empírica externos al análisis estadístico, que nos permiten establecer una conjetura sobre el grado de representatividad de la muestra, sobre la población a la que se refieren las conclusiones, que puede no ser la población general. La propuesta para favorecer esta contrastación “empírica” será el recurso a conectar miradas periféricas, como intentaré mostrar al tratar sobre el rol de la comunidad internacional.  

Continuo, pues, con mi selección “local” de referencias. En 2021, en plena pandemia, un excelente artículo de Nic Cheeseman para el monográfico dedicado al África por la revista catalana Idees[3] ayuda a caracterizar el nuevo afroptimismo. El monográfico, publicado en catalán, castellano e inglés, se tituló “África. Epicentro de una realidad cambiante”, de nuevo un título cargado de significación que colocaba al continente en un lugar crucial en la evolución de la sociedad global. Si bien la mayor parte de los textos fueron escritos por colegas del estado español, la presencia africana, que rondó el 50% de las contribuciones, volvía a ser casi unánimemente anglófona, con un peso acentuado de Nigeria y Sudáfrica, las dos principales economías al sur del Sáhara.

El texto de Cheeseman (2021) abría el número, marcando en gran medida su preocupación general, la “calidad” de la vida democrática en el continente, en particular al sur del Sáhara. El texto, claro y bien estructurado, recoge lo que podríamos denominar una tradición analítica que se asienta sobre la articulación de indicadores y tipologías: el texto de Michael Bratton y Nicholas van de Walle, Democratic experiments in Africa (1997), ilustraba bien esta aproximación en la primera oleada de la democratización africana posterior a la caída del Muro de Berlín. A pesar del tono constructivo y orientado al futuro de todo el monográfico, y del propio artículo, el panorama que presentaba puede antojarse alentador: tras tres décadas de reformas democratizadoras, solo entre el 4% y el 17% de los estados africanos resultarían homologados internacionalmente como democracias “plenas”, mientras que entre el 4% y el 38% merecerían la calificación de “autocracias rígidas”. Y, lo que es peor, siguiendo las mismas fuentes de indicadores esgrimidas por Cheeseman, la calidad de la democracia habría descendido desde 2006, con la leve excepción del África occidental.

Claro que siempre se puede ver el vaso medio lleno, en vez de medio vacío. El dominio, entre el 45% y el 79%, de “regímenes mixtos”, formalmente democráticos con derivas autoritarias en algunos momentos, con algunas incoherencias funcionales y del marco jurídico, se puede leer como la perseverancia de los estados africanos en pos del ideal democrático, un proceso que ha requerido siglos en Europa y que nunca se puede dar por definitivo. De hecho, la transicionalidad africana podría no ser tan ajena a la realidad europea. A pesar de unas condiciones socioeconómicas netamente más favorables, incluso entre los países “de cola” de Europa, fenómenos recientes como la integración de los países del Este, la presión migratoria en el Mediterráneo, el ascenso de la ultraderecha, la pandemia o la guerra en Ucrania, por no hablar de desafíos internos como el llamado procés català en España, han suscitado muchas dudas sobre el devenir democrático. La vieja sentencia de Rousseau, uno de los padres del pacto social moderno, parece más vigente que nunca: “si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente, mas un gobierno tan perfecto no es propio de los hombres”. Claro que más de uno y más de una pensará que este es un pobre consuelo, ya que más que contribuir a homologar a los estados africanos, sugiere una crisis de la gobernanza democrática como patrón global. Pero no es esta la perspectiva desde la que se suele abordar el futuro de los estados africanos y ahí el texto de Cheeseman vuelve a ser ejemplar.

La palabra crisis designa la experiencia traumática o al menos incierta en una situación de cambio. Sin embargo, los análisis sobre la crisis africana dan por sabido, una y otra vez, cuál debe ser el resultado… si no ahora, más adelante. Y, aunque esta seguridad puede entenderse como optimismo, no dejaría de ser un optimismo etnocéntrico y, si se me permite, contraintuitivo.

Me explico. Los indicadores democráticos utilizados por Cheeseman responden a un patrón de “democracia plena” que se construye a partir de una visión idealizada por politólogos, juristas y pensadores éticos de la experiencia de las sociedades occidentales, con sus sistemas de representación parlamentaria, multipartidistas, asentados sobre el sufragio universal, la separación de poderes, el laicismo y la declaración igualmente universal de derechos humanos. El análisis homologador tiende a reificar este aparato ideológico y su materialización normativa y organizacional, así como a dar por inevitable —no solo deseable— la utopía de una sociedad de individuos equiparables sobre la que se asienta. Tiende, pues, a hacer caso omiso de los claroscuros y las irregularidades que presenta su historia. Restringiéndonos al escenario africano, es patente que ni la tradición cartesiana francesa ni el empirismo jurídico inglés ni el centralismo democrático socialista han generado una tecnología de gobierno que haya facilitado la participación de las poblaciones, ni en el periodo colonial ni tras las independencias[4].

Así, pues, ¿es realista la autosatisfacción del análisis internacional mainstream respecto del África? Y ¿qué decir sobre su esquizofrenia respecto al futuro africano?

El laboratorio de la pandemia: la tozudez de la visión imperialista y la “flecha” del optimismo global

La reciente e inesperada pandemia del coronavirus SARS-Cov-2, Covid-19, ha tensionado de tal forma las relaciones internacionales y las expectativas sobre los estados que ha convertido al planeta en una especie de laboratorio sobre la gobernanza en el siglo XXI.

Entre las muchas lecciones que va suscitando el estudio de la evolución de la pandemia, me limitaré a extraer algunas respecto de las impotencias de los estados africanos, en particular al sur del Sáhara. Por una vez, los estados africanos han estado en la posición de sacar pecho: incluso tras los ajustes de las estadísticas nacionales sugeridos por la OMS, con la excepción de Sudáfrica (precisamente el más poderoso de los estados africanos), las cifras de la pandemia han sido claramente mejores en el subcontinente que en cualquier otra región comparable (Roca, 2020 y 2021). Pero es bien probable que esta no sea la impresión que les ha quedado a muchas hipotéticas lectoras y lectores de estas líneas. De hecho, el optimismo experto respecto al África no se ha proyectado sobre el contexto pandémico… Vale la pena indagar por qué.

Aunque la relativa inmunidad africana tiene explicaciones diversas, todavía en discusión, que van más allá de la intervención de sus sistemas sanitarios, no se puede negar una cierta eficiencia a los estados. En muchos países, el cierre de fronteras y el aislamiento de poblaciones fueron tempranos y mantenidos, al tiempo que flexibles en el interior, mientras que la imposibilidad logística de una panvacunación suavizó el endeudamiento suicida de entramados asistenciales ya muy deficitarios. Naturalmente, se puede señalar que esto es hacer de la necesidad virtud, que la imposición de medidas de confinamiento ha contribuido a empobrecer y tensionar a la población, alentando quizás en algunos casos las derivas autoritarias apuntadas al principio, se puede insistir en el peso del efecto ambiental —“casual”— sobre las medidas gubernamentales en la citada eficiencia sanitaria, se constatan muertes asociadas directamente a los déficits de los sistemas nacionales de salud… Pero todos estos y muchos otros matices, con sus variaciones por países, son tanto o más aplicables a las regiones extrafricanas con cifras de morbilidad, mortalidad, letalidad y gasto sanitario mucho menos favorables, pese a tener mejores condiciones socioeconómicas.

Y no solo eso. Pese a la debilidad de los estados africanos en su papel de garantes de servicios de bienestar, no se debería ignorar su acción frente a la alerta internacional. Baste con señalar un puñado de ejemplos que, sin duda, se irán multiplicando a medida que los estudios estén menos condicionados por los imperativos sanitarios internacionales. Rwanda mostró una diligencia ejemplar en aproximarse al modelo de respuesta más eficiente, el de detección y separación de posibles personas afectadas, tal como hicieron países del sudeste asiático. La misma Rwanda, como Senegal o Zimbabwe, reclamó infructuosamente la posibilidad de producir vacunas, abaratando los costos. Laboratorios en distintas partes del continente, en particular Nigeria, pero también países normalmente fuera del foco global como Madagascar, promocionaron el estudio de remedios locales y asequibles, de tipo antiviral o simplemente dirigido a los síntomas colaterales. Aunque algunos de estos remedios provocaron usos populistas y la rechifla mediática, lo cierto es que a menudo apuntaban a eficacias comparables a la de los raros y caros fármacos aceptados por las agencias sanitarias en Estados Unidos y Europa, además de movilizar el estudio y la aplicación de las medicinas tradicionales y complementarias, un recurso por el que la OMS aboga desde hace décadas, pero que no activó en absoluto durante la pandemia. Por no hablar de las sugerencias, apenas tenidas en cuenta, de científicos y científicas africanas sobre la posibilidad de resistencias africanas al SARS-Cov-2 que valdría la pena investigar…

También hay mucho que aprender sobre la gestión social de las duras medidas impuestas por la OMS y la comunidad internacional, con independencia del riesgo real, que no supieron aquilatar. La calma social con que se aceptaron cierres escolares, que se extendieron prácticamente cursos completos, contrasta con la inquietud que generaron en los países ricos, como ocurrió en Estados Unidos, con incumplimientos flagrantes de las recomendaciones. Países como Rwanda generaron incluso sistemas de apoyo alimenticio y de otros tipos a las familias confinadas… Y la cartera de aprendizajes potenciales de las reacciones africanas se multiplica exponencialmente cuando la atención se dirige a lo que politólogos y periodistas llaman la sociedad civil. Autores como Paul Richards destacaron, desde el primer momento, la activación decisiva de la people science, el conocimiento local, a semejanza de lo que había pasado durante la crisis del Ébola de 2014. La capacidad de estas iniciativas para converger con los sistemas nacionales de salud en la construcción de un ámbito renovado de salud comunitaria merece, sin duda, investigaciones específicas (Roca, 2020 y 2021).

La insistencia de medios de comunicación y de no pocas instancias científicas en formular previsiones apocalípticas incumplidas para el África durante la pandemia es extraordinariamente reveladora. En primer lugar, pone de manifiesto el peso de los prejuicios frente a la contrastación empírica en relación con el continente, un fuerte condicionante negativo en las relaciones internacionales. Esta percepción tiende a justificar y perpetuar la presunción de pasividad de las poblaciones e instituciones africanas; da por hecha su dependencia, cuando en realidad la acción internacional no cubre en absoluto el día a día de las poblaciones, ni en pandemia ni fuera de ella.

En segundo lugar, la falta de rédito internacional de la buena gestión de los estados africanos —por mucho que se la deba matizar—, vuelve a tener efectos enormemente negativos. Cuestiona en profundidad ya no la solidaridad internacional, sino la confianza en la gobernanza internacional y la conexión con una comunidad internacional solo formalmente basada en las declaraciones e instituciones orquestadas desde Naciones Unidas. Y llueve sobre mojado. Como ocurrió con la aplicación de políticas de industrialización y de monetarización de las economías africanas o con los planes de ajuste estructural, el seguimiento de las recomendaciones internacionales no ha generado una contraprestación ni económica ni política que haya repercutido sobre las poblaciones africanas, pudiendo reforzar la legitimidad de los aparatos estatales. Y ello a pesar de la Agenda 2030, la renovación de los ODS y la suscripción del principio de salud global.

La pandemia ha vuelto a desvelar la falacia fundacional de la mal llamada “comunidad internacional” después de 80 años de existencia: la contradicción insuperable entre unos principios asentados sobre los derechos de los individuos y una soberanía internacional (o global, de momento la etiqueta poco ha cambiado) que reside en los estados y no en las poblaciones. Y la desigualdad entre estos estados, reconocida incluso por la normativa de la Asamblea de la ONU, y entre sus poblaciones, se ha materializado repetidamente durante la pandemia, bajo la supuesta égida de la OMS:

La OMS nació en 1948 como uno de los pilares de un sistema de gobierno planetario sin precedentes que se quería asentar sobre la declaración universal de los derechos humanos y dar carpetazo al colonialismo, a las guerras y a la desigualdad mundial. Sin embargo, y a pesar de la definición inclusiva y multidimensionalidad de salud que presidió su creación, desde un principio, su rol y sus competencias efectivas dieron continuidad al modelo de salud internacional generado por el último imperialismo moderno (ese que Lenin entendió como la fase madura del capitalismo) (de la Flor, 2021). La OMS heredó las funciones limitadas de las Conferencias Sanitarias Internacionales, creadas en 1851, para contener la llegada de enfermedades desde los confines de los imperios —sobre todo de los trópicos, reputados como insalubres— a sus centros. Y en esta polarización se gestará la falacia de la futura comunidad internacional. Mientras en las sociedades metropolitanas se ajustaba el estado democrático moderno, depositando la soberanía en la ciudadanía (progresivamente incluyendo a hombres y mujeres adultas), en las colonias, las poblaciones seguían siendo súbditos y súbditas, bajo tutela, por mucho que se pretendiese que, en última instancia, era por su bien, en una renovación selectiva del despotismo ilustrado.

La pandemia ha puesto de manifiesto que, pese a la apuesta por la salud global, la OMS continúa siendo una entidad “imperial”, que ni pretende ni puede promover efectivamente la salud de las poblaciones, pero que sí justifica la fijación de “fronteras sanitarias”, verdadera modernización e institucionalización de la idea de “cordón sanitario”, aparecida en el siglo XVIII. Estas fronteras definen distintos grados en la materialización del derecho a la salud, mucho más que áreas de ecología médica, quebrando de raíz toda noción de comunidad internacional a partir del que para mucha gente es el más basal de los derechos. El escándalo de las vacunas, la tergiversación de la evolución africana de la pandemia o la incapacidad de la OMS para generar medidas específicas a las singularidades africanas refuerzan el carácter imperialista del orden internacional.

En este escenario, y sin entrar en los vericuetos de cada caso, es fácil entender por qué la acción de la comunidad internacional ha sido tantas veces contraproducente en el África (basta recordar los 90) y, en todo caso, por qué no ha resultado un factor de fortalecimiento y legitimación de los nuevos estados africanos. Más aún, y volviendo a la imagen que encabeza estas reflexiones: se puede llegar a pensar que el fantasma del estado moderno no inspira terror solo en África, sino a lo largo y a lo ancho del planeta. Sin embargo, está claro que ni inspira el mismo temor ni las mismas expectativas: en ninguna gran región existe el nivel de divergencia que se puede apreciar al sur del Sáhara entre el funcionamiento del aparato estatal y las necesidades y potenciales de sus poblaciones. En Europa, cuna del estado moderno, porque su construcción se derivó en gran medida de la evolución sociopolítica; en América y en gran media en Oceanía porque los nuevos estados se adaptaron al dominio demográfico y político de poblaciones criollas, procedentes de y conectadas con Europa; en Asia porque una larga experiencia de estados altamente burocratizados facilitó la adaptación tanto al modelo liberal como al socialista de estado moderno.

Ahora bien, este déficit preadaptativo no implica inercia o inacción. Tampoco en ninguna otra gran región del planeta existe un número comparable de formas no estatales de gestión del bien común tan vigentes y con tanta incidencia en la cotidianidad de las poblaciones, hasta el punto de ser centrales en la vida de muchas gentes[5].

Experiencias y experimentos en las periferias, futuros abiertos

Los observadores coloniales no tardaron en darse cuenta de la citada divergencia, pero en general la consideraron como una disfunción o, en todo caso, como un callejón sin salida tras el encuentro modernizador de la colonial. Ciertamente, los autores y las autoras africanas tenían a menudo otra opinión. Como muestra un botón. Tanto Roland Oliver y John Fage, directores de la Cambrige History of Africa, como Cheik Anta Diop, el más influyente de los padres de la afrocentricidad (Kabunda y Roca, 2015), coincidieron en señalar la singularidad política africana con expresiones semánticamente muy próximas: los primeros hablaban de “estados sudaneses” (Sudán deriva de una expresión árabe que significa “tierra de los negros”), el segundo escribía sobre “naciones negras”. ¿Acaso alguien puede dudar de que esta segunda expresión resulta más directamente proyectable en la arena política poscolonial? Y es tal vez por ello que l@s analistas la han descartado generalmente y han preferido el concepto de “estado neopatrimonial”.

Con independencia de las discrepancias entre autores, el concepto de neopatrimonialismo se construye sobre una aplicación de las teorías sobre la modernización de Weber a la instalación del estado moderno en el mundo poscolonial, en particular después de la Segunda Guerra Mundial y sobre todo en África. Aunque la proyección se puede rastrear en autores como Schmuel Eisendstadt, el desarrollo y la propagación del enfoque se dio sin duda con Jean-François Médard (1991) y luego la “escuela francesa” (Jean-François Bayart [1991], Patrick Chabal y Pascal Daloz [2000], diversos investigadores del Centre d’Études de l’Afrique Noire —hoy LAM— como Daniel Bach…), que ha sido progresivamente ignorada por el mainstream africanista tal como comentábamos. En esencia, el neopatrimonialismo es una teoría que quiere explicar la “disfunción africana”, el “rechazo al desarrollo” de Axelle Kabou, a partir de una confusión cultural, la continuidad de las lógicas tradicionales (patrimoniales en terminología weberiana) en las instituciones modernas legadas por la colonización en África e indispensables para la integración en la comunidad internacional. Los productos de este “encabalgamiento” serían bien conocidos: la corrupción, el clientelismo, el tribalismo, el presidencialismo, la ausencia de una concepción consensuada de bien público o sociedad civil…

El recurso a Weber no suponía ni supone la desautorización de otros enfoques, como el marxismo o la teoría de centro y periferia, sino que quería y quiere completar estas aproximaciones, entender la adaptabilidad de las redes de relaciones y de las cosmovisiones africanas, su resiliencia en una terminología actual. La tan moderna tabula rasa del pasado premoderno (desde John Locke hasta Francis Fukuyama) es el punto de encuentro entre las distintas corrientes neopatrimonialistas y la mayoría de los acercamientos politológicos a la evolución africana, aunque no recurran a la jerga neopatrimonialista. Piénsese en alguien como Mahmood Mamdani (1996), en su momento el politólogo africano más influyente fuera del continente, con su condena a la supuesta herencia colonial de un estado multiétnico que considera incompatible con la democracia… En definitiva, una desvaloración del legado africano, que prescinde del pasado propio si no es como reservorio de signos de identidad resignificados socialmente. Frente a esta desautorización, el estado-nación moderno, producto de la historia política europea, por sombría que haya sido en los últimos siglos, se constituiría en referente universal.

Ahora bien, aunque el éxito del enfoque es palpable en analistas y políticas, son numerosas las voces que muestran su incomodidad ante este esquema interpretativo. Y, al hacerlo, socaban más o menos explícitamente el “monopolio” del patrón democrático liberal. El propio Cheeseman acaba pronosticando que los próximos años traerán más confusión que claridad en el África política. Ya desde los albores del neopatrimonialismo, autores bien cercanos a Médard, en el entorno del CEAN, han abordado las singularidades de la filiación política en África en positivo, en tanto que estrategias liberadoras y adaptativas. En este sentido, la obra de Christian Coulon, aun relativamente acallada hoy, tuvo un influjo que no se puede menospreciar, y que permite reentender las ambigüedades recogidas por autores como Patrick Chabal o Stephen Ellis. Ciertamente, la aproximación de Coulon a la adaptación política del sufismo en Senegal pone de manifiesto la superioridad de la sociedad civil sobre el estado, hasta el punto de abogar por su deslegitimación en los contextos colonial y poscolonial. Luego Coulon se sitúa casi sin querer bien lejos de la noción de “mal necesario” que se ha atribuido al estado colonial y su legado, y bien cerca del relativismo cultural, obligando de hecho a reentender la sociedad civil, admitir su heterogeneidad y explorar su autonomía respecto del estado. Ahora bien, y pese a la simpatía que Christian Coulon pueda sentir por la antropología anarquista de un Pierre Clastres, su cuestionamiento y otros similares no conllevan negar todo papel del estado, sino aceptar que no era el actor único. Nada que ver con algunos analistas ultraliberales —cuyo nombre me niego a recordar— que, durante la implosión de Somalia, defendían la mayor eficiencia económica y la mayor flexibilidad del mercado de agentes libres del estado fallido, aunque fuesen piratas o señores de la guerra, con independencia del dolor y la pobreza inmediata que pudiesen generar…

Una muestra particularmente elocuente de esta curiosidad la proporciona Michel Cahen (1994 y 2005). Defensor infatigable de la aplicación del materialismo histórico a la interpretación para el cambio de las sociedades en África, reconoció el estado neopatrimonial como una tipología de formación política susceptible de vehicular una vía africana hacia una democracia por redefinir. La necesidad de poner en valor solidaridades alternativas a las que regían el sistema parlamentario le llevó a sondear teóricamente nuevas categorías revolucionarias que pudiesen acompañar a la clase y su proyección en los partidos, como la plebs, que en África se perfilaba según aglutinantes culturales, lo cual le llevó a preguntarse por las bondades de un sistema bicameral con doble representatividad: ciudadana propiamente y étnica… Quizás esta abertura ante la forma y variabilidad de la democracia sea más esperable desde posiciones marxistas clásicas —que apuestan por la dictadura del proletariado— que desde el liberalismo o incluso desde la socialdemocracia. Aun así, vista la frecuencia del autoritarismo en las llamadas “democracias populares”, es lícito pensar que el factor dominante en la deriva teórica de autores como Cahen es su experiencia africana[6].

El bicameralismo de la política-ficción de Cahen remite inmediatamente a propuestas distintas pero comparables. Un ejemplo célebre. Cheikh Anta Diop (1974), en su tratadito sobre un hipotético estado federal panafricano, defendía también la funcionalidad democrática de dos cámaras: ¡una de hombres y otra de mujeres! La conveniencia de esta aproximación fue recogida por Ifi Amadiume (2018), antropóloga y figura crucial en la expresión de lo que se ha venido en llamar feminismos africanos.

En todos estos casos, y en muchos otros abordados desde la etnografía, la clave que ha asustado a investigadores y expertos, hasta el punto de que no han explotado sus intuiciones como sería esperable en un ambiente de rigor científico, es que todas estas reflexiones suponen aceptar una división o multiplicación de la soberanía. En lugar de un sumatorio de delegaciones de un tipo único de soberanía única, que residiría en los individuos, sujetos de derecho últimos del estado moderno en todas sus variantes, se conjugarían fuentes distintas de poder legítimo, asociadas a sujetos de derecho colectivos y sometidas con frecuencia a formas de representación jerarquizadas, no electivas ni igualitarias. Hablamos de linajes, clanes, sociedades iniciáticas, grupos de edad, cofradías religiosas… (Roca e Iniesta, 2013)

Esta quiebra de la soberanía ya existe de facto en muchos países (y no solo africanos), incluso se ha visto incrementada en algunas circunstancias. Ahora bien, suele aflorar en exámenes preocupados como el que abría este texto, que consideran el África como problema, asociando esta multisoberanía a situaciones de estrés y emergencias humanitarias, a la falta de garantía de los derechos de los colectivos más desfavorecidos, a la perpetuación perversa de su dependencia internacional... En todo caso, más allá de la comprensión de estas situaciones, lo que parece evidente, y sin embargo no se permite poner encima de la mesa, es la inadecuación estructural del estado moderno al tejido social africano, en toda su diversidad, su incapacidad para canalizar la promoción del bienestar o del desarrollo (se defina como se defina este concepto ampliamente discutido). Tras más de 100 años de experiencia directa (colonial y poscolonial), es razonable conjeturar que no es cosa de reformas y ajustes más o menos respetuosos con el esquema original.

Propongo revisitar el título de Michael Bratton y Nicholas van de Walle, hace casi tres décadas, Democratic experiments in Africa. África ya está experimentando formas de soberanía múltiple de hecho. Tal vez no nos estemos esforzando lo suficiente por entenderlas por sí mismas. No se trata de reminiscencias del indirect rule o la politique des races, a la manera del poco efectivo reconocimiento de las autoridades consideradas tradicionales por un Museveni en Uganda o incluso el FRELIMO en Mozambique. Son situaciones que no requieren el reconocimiento formal del estado, en ocasiones llamativas, como ha ocurrido con la realeza ashanti en Ghana desde Rawlings o en la Casamance con el rey de Oussouye, otras veces más discretas como el rol del vudú, religión no brujería, en Benin, o incluso cotidianas, como el papel de los linajes en tantas sociedades al sur del Sáhara. El destino de estas convivencias es incierto, pero, a medio plazo, no señala hacia soluciones cosmopolitas, donde unas reglas comunes del juego permitan integrar una diversidad limitada, donde la soberanía se dosifique o se despliegue parcialmente, pero sin cuestionar su origen último en la persona, sin matizar la utilidad de los indicadores politológicos al uso.

Las trayectorias de Madagascar y Senegal desde la recuperación de la independencia pueden resultar ilustrativas. En ambos casos, la diversidad que debe gestionar el estado moderno, sin duda su talón de Aquiles, está atenuada por sendas largas historias compartidas en nichos ecopolíticos perdurables. Esto se traduce en la existencia de lenguas “nacionales” africanas —malgache oficial y wolof— que se articulan para vertebrar el espacio público junto con la lengua estatal legada por el colonialismo, el francés. En ninguno de los dos países se han producido ni conflictos bélicos ni explosiones generalizadas de violencia política. En los dos, los procesos electorales han mostrado continuidad —con la excepción del breve intervalo del directorio militar en Madagascar, 1972-1975—, y nunca se ha legalizado un sistema monopartidista. Aunque no sin altibajos, ambos han preservado una relación privilegiada con la antigua metrópolis prácticamente en todos los campos, desde la investigación hasta la economía exterior. Y, sin embargo, el siglo XXI ha sido testigo de los límites de la gobernanza estatal: transiciones políticas interminables en Madagascar, reiterados intentos de prolongar el mandato presidencial en Senegal, ocupación de las calles de las ciudades para mostrar el descontento político, incapacidad para resolver los desafíos del gobierno territorial (la cuestión federalista en Madagascar, el conflicto de la Casamance en Senegal), recurso informal y sin continuidad a la mediación de autoridades tradicionales (cheikh en Senegal, raiamandreny en Madagascar)[7]

En ambos países, se percibe una notable asimilación de los principios de la democracia moderna, principios que circulan desde las élites más francófilas —cultural que no políticamente— hasta las asambleas locales más remotas. Precisamente esta circulación, que facilita desde la participación electoral al uso de los servicios sanitarios, se hace posible a través de redes y conexiones donde esos principios (las mayorías, la presunción de igualdad…) son irrelevantes o subsidiarios de otros, como consensos y jerarquías interiorizadas. Esta paradoja ofrece la clave para descartar o, mejor, resituar, los análisis de cualidad democrática o estatal y sus presupuestos neopatrimonialistas, confesos o inconfesos.

La experiencia occidental, hegemónica en la creación de un orden planetario desde el siglo XIX, no tiene una respuesta inmediata a semejante desafío. No se trata de refinar los marcos jurídicos y establecer microsoberanías con derechos y deberes bien fijados de sus detentores. Se trata de reconocer y conectar (en principio, sobre la base de intereses compartidos) ámbitos de soberanía autónomos, colectivos capaces de decidir, no fórmulas o principios. Como decía un jurista francés, desesperando en cumplir la misión que le había sido encomendada (incluir la costumbre sobre el medio en la legislación ambiental de Madagascar): À l’Afrique, plus de normes, pas de normes.

*        *        *

El escenario político africano no está dominado por lógicas y comportamientos neopatrimoniales, sino por una situación de pluralismo cultural, donde el equilibrio de fuerzas se reajusta en función de muchos factores y actores, entre ellos, el estado moderno. En general, el estado moderno ha actuado más como palanca represiva de acaparamiento faccioso del poder que como plataforma de redistribución en el ágora política. Esto se debe en gran medida a dos tendencias fatalmente articuladas. Por un lado, la imposición mimética de los estados modernos ha ninguneado los sistemas locales —léase tradicionales en muchas ocasiones— de fiscalización del poder, sistemas que en manera alguna se resumen en “los jefes” o las autoridades nativas; la consecuencia ha sido la des-responsabilización de la gestión pública detectada por los neopatrimonialistas. Por otro lado, la falta de un cálculo preciso del monto de la cooperación internacional, en tanto que método de compensación necesaria del intercambio desigual, ha generado una penuria crónica de los estados africanos, acentuada en los períodos neoliberales.  

Así, pues, para la mayor parte de las poblaciones, ni la salud del alma (legitimidad, identidad) ni la del cuerpo (bienestar) tienen en el estado moderno su principal referente y sí una amenaza latente, un espectro siempre al acecho. Ahora bien, como sabe cualquiera que se haya aproximado a la religiosidad vivida en África, el exorcismo no es la única reacción posible frente a una presencia espiritual no esperada, potencialmente ominosa. Ni siquiera la más deseable. Las alternativas pasan por el reconocimiento y ubicación social de esas presencias mediante la participación del entorno social, un conjunto de procedimientos muy diversos que se han agrupado bajo la rúbrica de “endorcismo”.

Algo parecido podría ser el mejor destino posible del “fantasma del estado moderno” en el subcontinente. De hecho, algunos experimentos ya parecen apuntar esta aglutinación, contraria a nuestra comprensión silogística, dicotómica, del entorno natural y cultural. Así transpira la opinión del historiador Manassé Esoavelomandroso (comunicación personal): “¿Cómo va a oponerse la etnia al estado cuando forma parte de él?”. La proclamación es a la vez respetuosa con la tradición política francesa y la mahafale: el corazón del estado no es el aparato de leyes sino la comunidad de decisión, formada por individuos y también por colectivos. Exige creatividad y, sobre todo, flexibilidad en la proyección del conocimiento experto. Un desafío de la sociedad global que se percibe en el recurso creciente a lógicas plurivalentes, no binarias, en mecánica cuántica, en comunicación digital o en identidad sexual. La aportación africana en política global requiere investigación y atesora promesas, no como fuente de protocolos, sino como materialización de la elasticidad requerida.

No hay Arcadia alguna en el reconocimiento de la diversidad vigente en África: la combinación de circunstancias desencadena a menudo en dolor y daños para grupos y colectivos específicos, pero también constituye una oportunidad en toda reconstrucción tras la catástrofe. La incapacidad habitual de la comunidad internacional para intervenir con presteza y efectividad en África (el genocidio de 1994, las guerras de los 90 o la pandemia ofrecen ejemplos palmarios) ha convertido involuntariamente al África en un laboratorio sociopolítico, periférico, pero potencialmente muy valioso para aprender cómo gestionar la diversidad global.

Esa lucidez, que podría llegar de la periferia, me lleva de vuelta al español y al catalán, en la periferia de los estudios africanos. Las ciencias sociales, sin posibilidades de experimentación, avanzan a partir de la contrastación de observaciones en el tiempo, en el espacio, en la cultura… no solo se ven obligadas a multiplicar las observaciones, sino también a diversificar a quienes observan: piénsese cómo, en la tierra de nadie de la etología, entre las ciencias de la naturaleza y de la sociedad, los estudios en primatología nunca han vuelto a ser los mismos desde que las mujeres han pasado a dominar la disciplina. Hace unos años, Christian Coulon definió el encuentro inesperado entre africanistas del CEAN y estudiantes en Cataluña como miradas que eclosionaban desde la talvera, los márgenes de los cultivos provenzales donde la pagesia gusta de plantar flores. Así, pues, las miradas periféricas, con sus sensibilidades marginales, desde el catalán o el occitano, hasta el español y cada vez más el francés, minorizadas en el contexto de los estudios africanos, podrían enriquecer y enriquecerse con las visiones propiamente continentales, como la mirada mahafale del profesor Esoavelomandroso ha matizado decisivamente la autocomprensión de Madagascar. Como más líneas se tiren desde más periferias, más posible es que una especie de trigonometría epistemológica aliente mejores y más útiles comparaciones en ciencias sociales.

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[1]Notas

 Para The Fund for Peace (2023), las tres cuartas partes de los 20 países más frágiles, a comienzos de 2023, eran africanos.

[2] El afroptimismo ha permeado desde los retomados programas nacionales e internacionales para el África (véase, en España, Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación, 2023; y Departament d'Acció Exterior i Unió Europea, s-f), hasta una porción relevante del propio tejido social de la juventud africana (IFF, 2020; aunque la edición 2022 atenúe un poco dicho optimismo).

[3] La revista Idees es una publicación del Departamento de Acción Exterior de la Generalitat de Catalunya, un organismo con vocación ministerial en el irresuelto horizonte federal del estado español de las autonomías, un ordenamiento sui generis comprensible en los acuerdos de la primera transición posfranquista. Nuevamente no es una publicación científica, aunque recurre a think tanks y grupos de investigación para organizar sus números.

[4] En Roca (2005), he analizado las distintas aproximaciones a la transición política africana. Continúa en gran medida vigente si se aplica al texto de Cheeseman (2021) y buena parte de la literatura actual sobre la “calidad” del estado y de las democracias africanas. En este sentido, el apunte de Clive Gabay (s.d.) sobre el “eurocentrismo” del concepto de “afroptimismo” es inspirador.

[5] La literatura de lo que podríamos llamar “antropología del desarrollo” en África, con su inevitable gradiente de relativismo cultural, ha generado una infinitud de ejemplos de esta alternativa, de esta mal llamada “informalidad”, contribuyendo también a generar valoraciones constructivas, incluso positivas (a diferencia de la aplicación de la métrica de los indicadores de “calidad”, sea democrática o económica). Un par de ejemplos entre mil referidos a Madagascar: Berger (2006) y Goedefroit (2003).

[6] En este sentido, vale la pena comparar el texto de Cahen con el de Mbuyi Kabunda (2005) sobre una relectura de los populismos africanos, con una preocupación bien cercana a la recuperación del concepto de plebs.

[7] Veáse Roca (2023) para un análisis comparado de las crisis y la transición política en Madagascar.