El método dialéctico: Althusser, Benjamin y Adorno

The Dialectical Method: Althusser, Benjamin, and Adorno

Gonzalo Ricci Cernadas

https://orcid.org/0000-0002-1727-0547

Universidad de Buenos Aires

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

goncernadas@gmail.com

Fecha de envío: 23 de diciembre de 2023. Fecha de dictamen: 24 de abril de 2024. Fecha de aceptación: 10 de junio de 2024.

Resumen

Podemos encontrar una serie de autores que, inscritos en la tradición marxista, hacen uso del concepto de dialéctica, pero refiriéndola en forma adjetivada, atisbando una operación teórica con dicho término. Así, la dialéctica entre bastidores de Louis Althusser, la dialéctica en suspenso de Walter Benjamin y la dialéctica negativa de Theodor W. Adorno señalan, por igual, que estos filósofos utilizan esta noción tan cargada de significación de una manera distinta, expresiva de sus motivos teóricos más importantes. De esta manera, en el presente trabajo, estudiaremos cómo aparece conceptualizada la dialéctica en la obra de estos tres filósofos.

Abstract

We can find a series of authors who, inscribed in the Marxist tradition, make use of the concept of dialectics, but referring to it in an adjective form, glimpsing a theoretical operation with said term. Thus, Louis Althusser’s behind-the-scenes dialectics, Walter Benjamin's dialectics in suspense, and Theodor W. Adorno’s negative dialectics alike point out that these philosophers use this highly charged notion in different ways, expressive of their ideas and major theoretical motifs. In this way, in the present work, we will study how the dialectic appears conceptualized in the work of these three philosophers. 

Palabras clave: Althusser; Benjamin; Adorno; Hegel; dialéctica.

Keywords: Althusser; Benjamin; Adorno; Hegel; dialectics.

Introducción

“La historia de la dialéctica, de las capturas y reinterpretaciones, de las valorizaciones y desvalorizaciones del término desde Platón, Aristóteles y los estoicos, luego en la modernidad, constituye en sí misma una buena historia de la filosofía”, argumenta Andrade Heymann (2018: 348-349) en su entrada a cuentas del término “Dialéctica”, que forma parte del Vocabulario de las filosofías occidentales. Diccionarios de los intraducibles, dirigido por Bárbara Cassin. La dialéctica, un buen nombre para referirse a la historia de la filosofía in toto, un término tan extenso que no sería posible describir de qué se trata sin explicar cómo la filosofía de Occidente se desarrolló desde su mismo comienzo en la Antigua Grecia. La dialéctica, así, parecería ser no un término esquivo o difícil de precisar, sino un concepto liminal, es decir, un concepto que se ubica en la periferia de la filosofía pero no en un lugar relegado o secundario, sino conformando sus propios contornos, vinculándose con la filosofía de una manera tan inextricable que sería imposible separar la una de la otra.

        Filosofía y dialéctica no pueden ser separadas ya que, como explica Popper (1991), ese amor por el saber es inescindible de una actividad que necesariamente implica verdad y error a través de una prueba o experiencia. De eso se trataba, precisamente, la dialéctica platónica, una práctica dialógica efectuada a través del lenguaje y de la utilización de argumentos y de contra-argumentos para dar con un conocimiento nuevo. Esta ligazón entre la dialéctica y el diálogo se encuentra constatada por la propincuidad etimológica entre ambos términos: dialektikḗ (διαλεκτική), esto es, la expresión “a través de” (dia) la “palabra” (lektikḗ, un adjetivo de légō —“hablar”—), no diferiría mucho de dialogos (διάλογος), es decir, manifestarse “a través de” (dia) la “razón” (lógos).

        Con la Modernidad, la dialéctica persiste como término, adquiriendo una especificidad en su utilización, pero no por ello deja de estar emparentada con sus raigambres griegas. Por un lado, y allí su anclaje en la Antigüedad, la dialéctica moderna refiere a la contraposición de sus posturas o proposiciones; por otro lado, y de allí su filiación principalmente germana a partir de Kant, la dialéctica pasa tanto a ser un instrumento para explicar los acontecimientos de manera objetiva como también un reflejo de la experiencia de la realidad. Pero si bien Kant (2007) ya había aludido a la dialéctica en su Crítica de la razón pura, lo había hecho para denunciar la tendencia innata de la razón de tomar como empírico o existente un elemento inteligible o una idea. Por eso es que debemos llegar a Hegel para contemplar una consideración innovadora sobre la dialéctica. Precisamente, para el idealista absoluto alemán, ese “movimiento dialéctico que la conciencia ejerce en ella misma, tanto en su saber como en su objeto, en la medida en que, a partir de él, le surge a ella el nuevo objeto verdadero, es lo que propiamente se llama experiencia” (Hegel, 2010: 157). La dialéctica sería, en este sentido, tanto la realidad como, a su vez, la herramienta o el método para conocerla y explicarla.

        La dialéctica parecería ser el método par excellence de la filosofía de corte materialista, en ocasiones constituyéndose ambos —dialéctica y materialismo— en sinónimos. Pero el materialismo desarrollado por su seguidor crítico Karl Marx debía retomar la dialéctica hegeliana no sin operar lo que parecería ser, prima facie, una profunda reconceptualización. Y es que la dialéctica no podía salir indemne de su utilización por parte del pensamiento de Marx: debía necesariamente ser redefinida ya que, inserta en el marco de un pensamiento idealista, se demostraba incapaz de estudiar y explicar los principales acontecimientos producidos por las personas. Esto es lo que Marx explica en el “Posfacio” a la segunda edición de El capital:

“Mi método dialéctico no es solo fundamentalmente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. […] Para mí lo ideal no es, por el contrario, más que lo material traducido y traspuesto a la cabeza del hombre. […] Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle vuelta, mejor dicho ponerla de pie”. (Marx, 2014: XXIV)

Semejante dialéctica mistificada es lo que Marx se apresuró a corregir, una dialéctica separada de lo real, ajena a las contradicciones de la sociedad capitalista, incapaz de devenir en el método de una filosofía revolucionaria. Pero para arreglar esto, decíamos, bastaba, a ojos de Marx, apenas con darla vuelta, invertirla en sus principios, no tomando ya como punto de partida las ideas y los conceptos, sino la materia y el movimiento de lo real. Así, recapacitando sobre el peligro de tirar al niño junto con el agua sucia del baño, Marx salvaba a la dialéctica que, ahora dada vuelta, ocuparía el rol de método insoslayable de cualquier estudio materialista. La dialéctica persistiría, solo que ahora vuelta material.

        Esa defensa realizada por Marx de la dialéctica como método de estudio privilegiado no pasará desapercibida para ningún autor que se digne a identificarse como marxista. Así pues, para Georg Lukács, en su Historia y conciencia de clase, “[l]a declaración del origen y la intención de estos artículos ha de servir menos de disculpa que de incitación en el sentido de su intención real: convertir en objeto de una discusión la cuestión del método dialéctico, como cuestión viva y actual” (Lukács, 2013: 87). Dicha revitalización, motivada por el filósofo húngaro, permitía dilucidar, inclusive, que el método dialéctico era el adecuado para estudiar los fenómenos sociales desde el punto de vista de la totalidad, estudiar la sociedad en su devenir mismo, su devenir histórico, puesto que “detrás de casi todo problema irresoluble se encuentra, como vía de resolución, el camino de la historia” (Lukács, 2013: 263-264). De hecho, para Lukács, resultaba imprescindible establecer filiaciones correctas y verídicas de Hegel con otros autores y movimientos, para lo cual Marx significaba la absoluta prioridad: “el estudio de las conexiones entre la economía y la dialéctica hegeliana ayuda a contemplar correctamente la relación de Marx a Hegel, tanto lo que une a ambos cuanto aquello en lo cual y por lo cual Marx supera las semiverdades y las inconsecuencias de Hegel” (Lukács, 1970: 9).

        De manera que, si queremos precisar qué ha de entenderse por marxismo occidental, parecería que la influencia de Hegel habría sido decisiva para determinar los pensadores que formarían parte de esa tradición. En cierta medida, esta fue la posición de Merleau-Ponty, quien, en Las aventuras de la dialéctica (1974), justamente daba a conocer la tradición del marxismo occidental como una de tipo humanista, subjetivista y de marxismo no dogmático (por contrapartida al soviético). Un marxismo occidental tal debía, por ende, reconocer la patencia de la dialéctica, sin negar su origen hegeliano, como una parte esencialmente constitutiva de su identidad. Pero, claro está, ese no es el único criterio para otorgar carta de ciudadanía a algunos autores para que pasaran a integrar a esta tradición. Los epicentros geográficos (Francia, Italia y Alemania), la forma de escribir (tendiente a un oscurantismo) y su contenido (basado en el reconocimiento del divorcio entre la teoría y la praxis) podrían ser rasgos definitorios del marxismo occidental (Anderson, 2012; Goode, 1979). De la misma manera, la centralidad del concepto de la totalidad podría ser otra de las piedras de toque para identificar a los miembros que pertenecerían a esta tradición (Jay, 1984).

        No es nuestra intención aquí hallar una definición alternativa sobre qué ha de entenderse por marxismo occidental como tradición teórica, pero sí actualizar las afirmaciones de Merleau-Ponty para afirmar que su definición sobre esta corriente filosófica, realizada ya hace tres cuartos de siglo, sigue expresando algo cierto, aun teniendo en cuenta las intervenciones de Perry Anderson y de Martin Jay recién mencionadas, como así también las de tantos otros especialistas (Anderson, 1995; Hansen, 1985; Jacoby, 2002; Losurdo, 2019; Merquior, 1986; van der Linden, 2007). Es imposible relevar un corpus tan extenso en este artículo, pero a partir de la selección de tres autores que han sido considerados como partes de la tradición del marxismo occidental podríamos encontrar un denominador común: la utilización de la dialéctica de diferentes formas en las obras de cada uno, pero de una dialéctica entendida, en cada caso, de una manera propia, ciertamente alejada de la conceptualización hegeliana, pero también de la simple inversión especular de Marx. Eso es justamente lo que Merleau-Ponty permitía evidenciar en Aventuras de la dialéctica: estos pensadores utilizan la dialéctica. Pero nos gustaría añadir que, precisamente, esa dialéctica dista mucho de la que puede hallarse en las obras de Hegel y Marx. Es por ello que podemos encontrar una serie de autores que hacen uso del concepto de dialéctica, pero refiriéndola en forma adjetivada, atisbando una operación teórica con dicho término. Así, la dialéctica entre bastidores de Louis Althusser, la dialéctica en suspenso de Walter Benjamin y la dialéctica negativa de Theodor W. Adorno señalan, por igual, que estos filósofos utilizan esta noción tan cargada de significación de una manera distinta, expresiva de sus motivos teóricos más importantes. De esta manera, en el presente trabajo, estudiaremos cómo aparece conceptualizada la dialéctica en la obra de estos tres filósofos.

Althusser: la dialéctica entre bastidores

¿Es la dialéctica desarrollada por Marx acaso una simple inversión de aquella heredada de Hegel? ¿En qué sentido podemos decir que la dialéctica de la tradición materialista inaugurada por el filósofo de Tréveris tiene una especificidad que le es propia, y cómo se diferenciaría de la idealista hegeliana?

        Si se trata de pensar esta cuestión, entonces Althusser habría hecho un gran aporte, tal como lo reconoce Alain Badiou (1983: 12) al sostener que se abocó a revisar un marxismo de corte vulgar que se caracterizaba por escamotear cierta diferencia, donde “[l]a forma aparente de esta diferencia suprimida, su forma de presentación en la historia empírica, es la antigua cuestión de las relaciones entre Marx y Hegel”. Althusser, hace notar Badiou, no cae en la trampa de continuar afirmando que la dialéctica materialista consiste en una simple inversión de la dialéctica materialista hegeliana.

        Tal como lo hace notar Althusser en “Sobre la dialéctica materialista”, Marx no elucidó nunca explícitamente los términos de una dialéctica propia. Empero, ello no nos obsta a encontrar, en la obra de Marx, esto es, en su teoría, en su desenvolvimiento y en su puesta en práctica, un concepto de dialéctica que se demostraría como asaz rupturista con el hegeliano. Así pues, aunque no encontremos jamás un escrito del pensador que verse solamente sobre la cuestión de la dialéctica, sí podremos hallar en la práctica teórica de Marx la dialéctica en su despliegue: “Esta práctica, esta dialéctica, existe en la práctica teórica de Marx donde se encuentra en acción” (Althusser, 2011e: 143). Puesto que la teoría es también una práctica, y, aún más, una muy específica, tiene, por tanto, un objeto de estudio que le es propio, como así también un producto propio: el conocimiento[1]. Así, si el materialismo trata de postular que existen objetos reales independientes de las conciencias individuales que pueden ser conocidos científicamente, entonces se trata de hacer de este postulado algo que pueda ser demostrable (Schwartzman, 1975). Eso es lo que Althusser querría hacer y, para ello, hace notar la patencia en El capital de la forma en que Marx opera sobre datos no puros, sino dados, ya fijados, ideológicos (Generalidad I), como lo es la teoría del valor en Smith y Ricardo, para, por medio de una teoría propia (Generalidad II), someterlos a crítica y elaborar un conocimiento propio, concreto, científico (Generalidad III)[2]. En este sentido, es menester aclarar que, como veníamos diciendo, no se trata de llegar a un conocimiento científico mediante la inversión de un hecho ideológico: no se llega, precisamente, a un concreto-de-pensamiento por medio de una mera inversión de un abstracto primero, de la misma manera en que no puede proclamarse el arribo de la ciencia cual parusía desde el campo de lo abstracto. Se trata, antes bien, de abandonar

“el campo en que la ideología cree tener que ver con lo real, es decir, si se abandona su problemática ideológica (el supuesto orgánico de sus conceptos fundamentales y, junto con este sistema, la mayor parte de los conceptos mismos), para fundar «en otro elemento», en el campo de una nueva problemática, científica, la actividad de una nueva teoría”. (Althusser, 2011e: 159)

Así, esta Generalidad III, este conocimiento científico[3], tendrá una especificidad: la contradicción desigual o sobredeterminada, bien distinta de la contradicción que podría hallarse en Hegel. En efecto, ¿cómo aparece la contradicción en Hegel? En la Fenomenología del espíritu, dice Althusser, la contradicción no aparece simple, sino que, por el contrario, se manifiesta muy compleja; empero, no hay que dejarse engañar: “[l]a contradicción hegeliana no está jamás realmente sobredeterminada aunque, a menudo, parezca tener todas las apariencias de ello, […] esta complejidad no es la complejidad de una sobredeterminación efectiva, sino la complejidad de una interiorización acumulativa, que no posee sino las apariencias de sobredeterminación” (Althusser, 2011a: 82). De manera que la matriz de la dialéctica hegeliana se encontraría animada por un principio originario simple, el cual se restaura, vez tras vez, en una unidad y en una totalidad cada vez más concreta. Para la dialéctica hegeliana, se trata todo el tiempo de unidad, identidad, simplicidad, abstracción, enajenación, superación, en la cual nunca adviene realmente una exasperación de las contradicciones. Y esta dialéctica se relaciona con un tipo de totalidad que le es concomitante:

“La totalidad hegeliana es el desarrollo enajenado de una unidad simple, de un principio simple, que a su vez es solo un momento del desarrollo de la idea, […] es el fenómeno, la manifestación propia de ese principio simple, que a su vez es solo un momento del desarrollo de la Idea: […] la enajenación misma que prepara su restauración”. (Althusser, 2011e: 168)

En esta totalidad hegeliana, animada por un principio dialéctico simple y abstracto, nunca podrá hallarse una verdadera complejidad, solo poseerá una unidad de tipo espiritual donde las diferencias jamás valdrán por sí mismas. La verdadera contradicción, compleja, desigual, siempre le será ajena, no habrá una real contradicción en la esencia de las cosas.

        En el entender de Althusser, así, la dialéctica materialista no puede consistir en una mera inversión de la dialéctica hegeliana: debe, en cambio, modificar un supuesto teórico por otro totalmente diferente. Ese mito ideológico del origen y de la falsa contradicción simple se ve derruido y reemplazado por el reconocimiento de una estructura compleja: no ya unidad simple, sino algo siempre-ya-dado de un todo complejo estructurado. De esta manera, cualquier resto teórico hegeliano que postulase una unidad originaria resultaría excluido al dar con este todo complejo estructurado, el verdadero supuesto teórico del marxismo. Pero todavía resta hallar cómo este supuesto se aplica en la práctica, puesto que, si nos atenemos a esto, veríamos que lo “esencial de esta práctica es la ley del desarrollo desigual de las contradicciones” (Althusser, 2011e: 166). La contradicción específica de la práctica marxista es, en efecto, compleja y sobredeterminada: dentro del todo complejo y estructurado, las contradicciones son condiciones necesarias para la existencia de la contradicción principal, de la misma manera en que esta es condición necesaria para la existencia de las demás. Hay, entonces, una “reflexión sobre las condiciones de existencia de la contradicción dentro de ella misma, una reflexión sobre la estructura articulada dominante que constituye la unidad del todo complejo dentro de cada contradicción” (Althusser, 2011e: 170-171). Dentro de este todo complejo, se presencia un desarrollo desigual de los fenómenos que concierne a su esencia misma, hechos condensados en lugares estratégicos del todo que producen desplazamientos distintos de la dominancia de las contradicciones. Damos así con la especificidad de la contradicción marxista: la “«desigualdad» o «sobredeterminación», que refleja en sí su condición de existencia, a saber, la estructura de desigualdad del todo complejo siempre-ya-dado, que es su existencia” (Althusser, 2011e: 180).

        ¿Pero podemos, acaso, contentarnos con esta elucidación? ¿Con esto agotamos todo lo que Althusser tiene para decir en relación con la dialéctica? No es fácil responder a estas interrogantes pues, como bien señala Steinberg (2020: 177), “[s]i existe un término esquivo en la producción de Althusser, ese es el de dialéctica”. Así, podríamos indicar dos tentativas de la empresa althusseriana con respecto a la dialéctica. En primer lugar, una refutación de la dialéctica hegeliana que comparte el mismo rechazo por su concepción de una contradicción simple y de una totalidad expresiva guiadas por una abstracción espiritual. Puede evidenciarse aquí que si Althusser se arriesgara a proponer una dialéctica propia, esta debería cuestionar fuertemente los preceptos de Hegel sobre el sujeto y el fin, pero sin necesariamente prescindir de ellos sino, más bien, poder articularlos de manera tal que permitiera concebir una dialéctica materialista, una dialéctica de carácter no teleológico (Balibar, 2000). La verdadera dialéctica materialista debería comportar las siguientes características:

“un complejo conjunto de contradicciones sobredeterminadas; una estructura en la dominación que está determinada, en última instancia, por la economía; el desarrollo desigual de las contradicciones; una forma de antihumanismo teórico que rechaza los conceptos de sujeto constitutivo, origen, esencia y mediación; una resistencia comprometida a la teleología asociada (con razón o sin ella) a la Aufhebung; y el concepto de un proceso sin Sujeto (esto se tratará más adelante). En conjunto, esto contribuye a un marxismo científico que está diseñado para superar diversas ideologías (humanismo y empirismo, por ejemplo) mediante la producción de una filosofía no especulativa capaz de conocer nuestras condiciones reales de existencia”. (Grant, 2009: 227)

En segundo lugar, podemos encontrar que en “El «Piccolo», Bertolazzi y Brecht” Althusser narra cómo, en la obra del italiano, se oponen dos tiempos: un tiempo vacío, carente de contenido, tendiente a la repetición, no dialéctico, y otro tiempo henchido de conflicto, pleno, que produce un desarrollo, dialéctico. En este texto, al cual Balibar (2005: VIII) califica como el “verdadero centro geométrico y teórico del libro entero [de La revolución teórica de Marx]”, Althusser afirma que en “El Nost Milan la dialéctica se juega, por así decirlo, lateralmente, entre bastidores [à la cantonade], en alguna parte, en un rincón del escenario y al final de los actos” (Althusser, 2011b: 113).

        Si afirmásemos simplemente que esta dialéctica entre bastidores tiene solamente un ámbito de aplicación en lo teatral, como lo sostienen diversos especialistas (Brandt, 1977; Montag, 2005; Regnault, 2024; Sibertin-Blanc, 2011), estaríamos limitando los alcances de esta concepción de la dialéctica[4]. La dialéctica entre bastidores althusseriana sobrepasa lo meramente teatral ya que, como correctamente señala Vittorio Morfino (2013: s-p), implica una complejización de la dialéctica operada por Althusser:

“la dialéctica se desarrolla en los rincones de la escena, a la salida de los actos; una suerte de «dialéctica en los márgenes». Una dialéctica en los márgenes que se imagina como centro. Pero, en realidad, la metáfora espacial de los márgenes es ella misma inadecuada, puesto que no hay ninguna relación entre la estructura dialéctica de ese tiempo, el tiempo del relámpago, el tiempo del drama, y el tiempo real, material, de la vida de las masas. Dialectique à la cantonade significa exactamente esta ausencia de relaciones”.

La temporalidad histórica, propiamente dialéctica, deja de palpitarse en carne propia, no se la presencia ni se la contiene, apenas se puede dar cuenta de ella a partir de sus efectos. Esta dialéctica entre bastidores refiere, así, a “los efectos de una «estructura latente» que actúa en su presencia como en una ausencia” (Althusser, 2010: 204). Ello es lo que justamente indica la expresión francesa “à la cantonade”, la cual, según Esteban Domínguez (2015: 254), “hace referencia a un acto de habla que no tiene un destinatario específico, y que al referirse a alguien o algo solo puede hacerlo de modo lateral”, esto es, como un mensaje que acontece entre bastidores, en un espacio incapaz de ser contemplado por la audiencia, aunque, sin embargo, sus resonancias pueden ser oídas por ella. Como el mensaje entre bastidores, pues, la dialéctica entre bastidores de Althusser opera en sus efectos, con causas difíciles, sino acaso imposibles, de localizar certeramente. Se trata de leer y de estudiar, en esa estructuración ya dada, que se percibe solo en su ausencia, la complejidad de lo real, las discontinuidades de las estructuras, sus múltiples contradicciones que se exasperan relativa y autónomamente.

        Y, aun así, Althusser señala una ambigüedad más con esta dialéctica entre bastidores, ya que no solo refiere a una totalidad como una interioridad, esto es, como una estructura o dinámica latente. Un todo nunca podrá ser únicamente inmanente, sino que requerirá que la estructura sea pensada también como una exterioridad ausente, tal como Sánchez Estop (2022) rescata de una epístola de Althusser dirigida a Pierre Macherey el 19 de febrero de 1966. Precisamente a ello se refiere Althusser cuando, en “Defensa de Tesis en la Universidad de Amiens”, introduce a Maquiavelo a cuentas de ilustrar la relación entre filosofía y política, en donde lo enunciado se encuentra ausente pero se practica permanentemente:

“¿Qué hace Maquiavelo? Para cambiar algo en la historia de su país, y así en el espíritu de los lectores a los que quiere provocar a pensar para querer, Maquiavelo explica entre bastidores que se debe contar con las propias fuerzas, es decir, en este caso, no contar con nada, ni con un Estado, ni con un Príncipe existente, sino con lo imposible inexistente: un Príncipe nuevo en un Principado nuevo”.[5] (Althusser, 1998: 205)

Una personalísima interpretación de una trascendencia, al menos en apariencia, que justamente alude al traspasamiento de los efectos respecto de las causas cuyas coordenadas son imposibles de ser determinadas sino a partir de los síntomas que ocasionan. Esa cuasi-trascendencia es propia de cualquier práctica filosófica y política, cuya lectura es inseparable de una opacidad, de una dialéctica entre bastidores que siempre opera en las sombras.

Benjamin: la dialéctica en suspenso

Con una simple frase, Benjamin (2009a: 72) logra sintetizar su concepción del tiempo que le es coetáneo: “Definición del presente como catástrofe”. Catástrofe, precisamente, que no es extensible solamente al tiempo presente sino que marca a toda la historia por igual; de allí la narración que el filósofo realiza desde la óptica del ángel, quien le otorga un sentido a lo que nosotros no: “En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies” (Benjamin, 2009b: 44). El ángel tiene la lucidez de ver un entramado catastrófico mientras que nosotros vemos hechos aislados, acontecimientos particulares de destrucción que en un entramado más grande y superador son reintegrados y adquieren sentido. La mirada del ángel nos permite descubrir la historia como la marcha del progreso animada por una lógica catastrófica. El progreso es, así, la catástrofe. Esa es una de las concepciones de la historia a las que Benjamin se enfrenta, la concepción progresista: el incondicionado optimismo en el futuro, que alentaría el espíritu de la mayoría de los comunistas y socialistas. “El «progresista» es un optimista contra viento y marea, que remite al futuro el sentido salvífico de todo revés y todo dolor, protegiéndose, así, de su inclemencia” (Oyarzún Robles, 2009: 24), justificándose cualquier condición trunca del pretérito por la justicia venidera. Epistemológicamente hablando, entonces, podría destacarse, en esta posición progresista, un idealismo, esto es, un principio apriorístico del desarrollo histórico que aparece como telos inmanente en cada acontecer histórico particular, un principio que bien puede considerarse como ya realizado o como asintótico en su despliegue prospectivo.

        Esta lógica progresista, junto con un historicismo que no hace otra cosa que inmanentizar la teleología, porta, de acuerdo con Oyarzún Robles, los presupuestos de una ontología del presente: ella postula una coincidencia entre ser y tiempo, es decir, el instante en el que el “es” coincide plenamente consigo mismo, cifrando su propia identidad, reduciendo la historicidad de lo histórico. Esta coincidencia del ser, que mantiene en él la diferencia tempórea, es en absoluto natural o azarosa, es, antes bien, producida:

“el predominio del presente no hace otra cosa que expresar la violencia de una dominación que busca coincidir consigo misma e hipostasiarse en el presente. Por eso, la coincidencia en cuestión supone la sostenida, la continua intervención de una «fuerza fuerte», que se despliega como dominio. Que la ontología del presente sea la expresión adecuada de una fuerza dominante en la historia y de ella revela en su fundamento un elemento político inextirpable, el elemento de un conflicto político —es decir, un conflicto de fuerzas— que tiene la envergadura de toda la historia”. (Oyarzún Robles, 2009: 27)

Es atacando la ontología política del presente que Benjamin puede entonces circunscribir y conmover a las diversas “filosofías de la historia” que portan esta ontología como fundamento. Lo que hace esta ontología del presente es consolidar una naturalización de la historia, derivando en su consideración como continuum. Así, a base de violencia, se forja una continuidad: la violencia del olvido, del olvido de aquello que no ha sido, de lo trunco; un olvido que ciertamente no es fortuito sino provocado, intencional, y mantenido por aquella fuerza fuerte que domina en el presente. A esto subyace, indubitablemente, una concepción del tiempo entendido como vacío y homogéneo.

        En “Parque central”, Benjamin (2008: 292) anotaba: “Que todo siga así, esa es la catástrofe”. Se trata, entonces, para evitar que esa ontología del presente siga su marcha victoriosa, de desarrollar otra concepción de la historia que logre hacer justicia a aquella violencia que ha imperado. Si de suspender la violencia se trata, entonces no debería llamar la atención que Benjamin afirme que “la dialéctica en suspenso; esa sea la quintaesencia del método” (Benjamin, 2011: 858). Pero, precisamente, ¿por qué retener entonces a la dialéctica como concepto? ¿Por qué, frente a la reivindicación del detenimiento, el reposo, seguir abogando por ese otro elemento que implica el movimiento, el despliegue en el tiempo, como bien alude la dialéctica? A esto apunta la imagen dialéctica, que, como la dialéctica en suspenso, conlleva una oposición en su seno: “Una imagen mantendrá en suspenso, en una relación de tensión, las antítesis inmanentes de sus conceptos gráficos” (Hillach, 2014: 644). De esta manera, como vemos, Benjamin rehúsa desechar sin más la dialéctica.

        Así pues, a Benjamin le interesa iluminar algo particular que el concepto de la dialéctica encierra, algo que se encuentra presente hasta en la manera en que Hegel la concibió. Al respecto, en el Libro de los pasajes, el filósofo dirá:

“Sobre la imagen dialéctica. En ella está escondido el tiempo. Ya en la dialéctica de Hegel está escondido el tiempo. Sin embargo, la dialéctica solo conoce el tiempo como tiempo mental propiamente histórico, si es que no psicológico. Todavía no conoce el diferencial de tiempo en el que únicamente es real y efectiva la imagen dialéctica. Hay que intentar mostrar esto en la moda. El tiempo real no ingresa en la imagen dialéctica a tamaño natural —y menos psicológicamente—, sino en su figura más pequeña. El momento temporal en la imagen dialéctica solo se puede indagar por completo mediante la confrontación con otro concepto. Este concepto es el «ahora de la cognoscibilidad»”. (Benjamin, 2011: 860)

Reteniendo la dialéctica, puede Benjamin hurgar y auscultar el tiempo que se esconde allí: es en ese lugar donde podrá avistar ese “diferencial de tiempo”, esa disyunción, ese desfasaje que muestra que hay una diferencia entre un tiempo presente consagrado, sellado y sostenido por una fuerza violenta, y otro presente latente, continuación soterrada de un pasado trunco que no ha sido. Tiempo presente consagrado y tiempo presente latente, de este modo, no deberían ser comprendidos como conceptos sincrónicos que habitan una misma temporalidad tal como líneas paralelas que no se intersecan, sino que, más bien, podrían suponerse como siempre ya contaminadas entre sí, tal como Agamben sugiere en una hipótesis sugerente. Amparándose en la novena tesis de Sobre el concepto de la historia, donde el ángel tiene su mirada puesta en el pasado pero avanza irremediablemente y contra su voluntad hacia el presente, Agamben aprehende la estructura paradójica de un presente que toma forma y se materializa en ese mismo presente, donde “el pasado no vivido se revela como lo que era: contemporáneo del presente, y de este modo deviene por primera vez accesible, se presente como la «fuente»” (Agamben, 2018: 144). Es por ello que ese pasado no sido, ese presente latente, es la condición de posibilidad de ese presente efectivizado e imperante, un razonamiento que se vuelve comprensible cuando se hace de la categoría de la redención en una suerte de a priori histórico, que Agamben menciona a cuentas del trabajo arqueológico de Foucault. Sin redención históricamente posible no hay, por ende, salvación, como así tampoco capacidad de percibir en esas ruinas carentes de importancia el índice secreto que posibilita el acceso a ese pasado obturado que, sin embargo, permite sostener —aunque contra su voluntad— el presente dominante. Precisamente, de eso se trata cuando conjuramos el pasado trunco si entendemos adecuadamente la doble acepción de “conjurar”: solo al evocar el pasado no sido, puede expelerse el presente parcial y falsificado que los dominadores han construido a través de fuerza y violencia. Aunque, cabe agregar, no se trata apenas de sustituir una historia (la de los dominadores) por otra historia (la de los dominados), sino de integrar ambas en una verdadera historia que dé cuenta de todos los acontecimientos humanos sin escamotear ningún hecho, tal como pretendía realizar el cronista que Benjamin menciona en su tercera tesis de Sobre el concepto de la historia (Benjamin, 2009b).

        Ahora bien, dentro de ese continuum, la propuesta benjaminiana tiende y apunta a detener la linealidad y la continuidad de la historia, entronización de la historia de los vencedores. Se trata así de efectuar una deconstrucción de la historia de los ganadores para construir otra, en ese sentido, “[l]a «construcción» supone la «destrucción»” (Benjamin, 2011: 472). No se trata de reconstruir con los mismos materiales del pasado, tal cual son considerados por los vencedores, empatizando, así, con la historia que ha devenido. En este sentido, afirma Benjamin, con un recaudo que el método debe tener en cuenta, puesto que puede resultar insuficiente: “Se dice que lo que se propone el método dialéctico es ser justo con la correspondiente situación histórica concreta de su objeto. Pero esto no basta” (Benjamin, 2011: 396). No basta, precisamente, porque el método dialéctico debe escapar de una posición progresista y teleológica de la historia:

“El método dialéctico no puede sin duda comprender esta pregunta desde dentro de la ideología del progreso, sino solamente desde una concepción de la historia que supere a aquella en todos sus puntos. Habría que hablar en ella de la creciente condensación (integración) de la realidad, en la que todo lo pasado (en su tiempo) puede recibir un grado de actualidad superior al que tuvo en el momento de su existencia. El modo en que, corno actualidad superior, se expresa, es lo que produce la imagen por la que y en la que se lo entiende. La penetración dialéctica en contextos pasados y la capacidad dialéctica para hacerlos presentes es la prueba de la verdad de toda acción contemporánea. Lo cual significa: ella detona el material explosivo que yace en lo que ha sido”. (Benjamin, 2011: 393)

Así, cual giro copernicano en la visión histórica, la política obtiene primado sobre la historia: es la imagen del pasado que se le presenta al sujeto en un instante de peligro, es el momento de la rememoración, manifestación de ese “secreto acuerdo entre las generaciones pasadas y la nuestra” (Benjamin, 2009b: 40). Gracias a esa débil fuerza mesiánica es que podemos redimir ese pasado que no fue, poniendo en tensión al presente actual de los victoriosos, rasgando ese tiempo que se presenta como continuo y homogéneo, mostrando la violencia ejercida y suspendiendo el acontecer.

“Dicha suspensión nada tiene que ver con una «dialéctica en suspenso» que sería una espacialización rígida de la dialéctica. […] Cuando Benjamin habla de la dialéctica en suspenso como la «quintaesencia del método» se refiere a la elaboración de una dialéctica, para hacerla productiva de tal modo, a través de una suspensión shockeante de un acontecer vacío y homogéneo como de la historia del progreso y su correspondencia ideológica en la concepción historicista de la historia, que se condicionan mutuamente en la apariencia de continuidad”. (Hillach, 2014: 699-700)

Y esa elaboración dialéctica que Hillach explica supone también reconocer, como se ha mencionado, que los objetos considerados como secundarios por la historia dominante puedan sean vueltos legibles ya que ellos son un índice (o una signatura, en el decir de Agamben [2018]), al que el investigador histórico materialista debe estar atento ante su más efímero atisbo de lectura. Hacer productiva la dialéctica, saturarla de tiempo-ahora, exasperando sus contradicciones, solo así puede manifestarse el pasado pendiente y ser redimido[6].

Adorno: la dialéctica negativa

De acuerdo con Adorno (2013: 34-35), la dialéctica es “un método del pensar que no se conforma con un orden conceptual, sino que lleva a cabo el arte de corregir el orden conceptual a través del ser de los objetos”. Así, la dialéctica, en tanto método del pensar, se corrige a sí misma, rectifica sus conceptos, lidia con la tensión que existe entre el pensamiento y lo que le subyace, y realiza esto a través del despliegue de un objeto en sus contradicciones.

        Al referirnos, pues, a la cuestión de la dialéctica qua método, Hegel se vuelve una referencia ineludible en tanto que en él vemos las características de cierta concepción de la dialéctica, en particular en la variante idealista que tanto caracteriza a este filósofo. Hegel

“consideraba la dialéctica como el constitutivo último de la naturaleza y estructura de la realidad, y por ende también del conocimiento. Según él, el conocimiento tenía estructura dialéctica porque lo real era dialéctico, es decir, en él razón y realidad se configuran y expresan dialécticamente”. (Barahona Arriaza, 2006: 218)

Así, a este respecto, Adorno (2013: 40) afirma que “la dialéctica hegeliana, en este último sentido, es una filosofía de la identidad, en última instancia enseña, precisamente, que el ser mismo, o como dice en el prólogo de la Fenomenología, que la verdad es sujeto”.

Pensar y ser, al menos en la versión hegeliana de la dialéctica, coinciden y dejan de contraponerse. Así, a ojos de Adorno, el impulso a dominar el objeto parecería ínsito a la lógica dialéctica de Hegel: el filósofo idealista alemán estaría preso de un pensamiento de tipo identitario que equipara sujeto y objeto, donde aquel se impone sobre este.

        Si la actividad de conceptualizar universales y de clasificar objetos de acuerdo a estos constituye un tipo de pensamiento de la identidad, entonces Hegel es deudor de este tipo de pensamiento: el idealista subsume un particular en un universal. Aun si Hegel se refiere a lo particular o a lo individual, estos términos le significan a él instancias particulares que encarnan universales, recayendo nuevamente en un tipo de pensamiento de la identidad: “el individuo particular, tan pronto como se reflexiona sobre él, siguiendo una forma conceptual universal, en cuanto el individuo, […] se convierte ya en algo universal, a semejanza del concepto idealista del sujeto” (Adorno, 2009: 147). Los conceptos universales se expanden y capturan el conjunto de objetos al que hacen referencia. Así,

“Adorno ve generalmente la dialéctica hegeliana como un mecanismo para que el pensamiento se expanda y cubra los objetos. Cada categoría encuentra su límite; el paradigma de dichos límites es la singularidad auténtica de las cosas, cuyo pensamiento conceptual confronta como antítesis. En respuesta, el pensamiento hegeliano crece, reapropiando sus antítesis al evolucionar en nuevas categorías sucesivas que hacia el final se cierra en un sistema completo, cubriendo plenamente los objetos”. (Stone, 2014: 16)

Así se realiza la expansión irrestricta del sujeto sobre el objeto: “por virtud del sistema [el de Hegel], se ve llevada a su identidad con el sujeto absoluto” (Adorno, 1974: 21), puesto que “la doctrina (inherente a tal idealismo) de la identidad del sujeto y el objeto, […] por su pura forma, va a parar siempre a la preeminencia del sujeto” (Adorno, 1974: 26). El pensamiento de la identidad es así la contraimagen de la primacía del sujeto, absolutización del sujeto que domina al objeto: el sistema de conceptos de Hegel, así, abarca en forma exhaustiva a los objetos. “El pensamiento identitario es, aunque lo discuta, subjetivista” (Adorno, 2011: 174).

        De esta manera, “[l]a crítica desarrollada de la identidad avanza a tientas hacia la preponderancia del objeto” (Adorno, 2011: 174). Frente la adecuación exigida por el sujeto hacia el objeto, “la violencia contra el objeto” (Adorno, 2009: 157), el objeto se revela demostrando la prioridad que detenta. Si Hegel recurría

“al principio de identidad para reconciliar la contradicción dialéctica, [donde] el absoluto se convierte en proyección de lo negativo de lo negativo [donde el…] entregarse al objeto desintegra al sujeto, la aparente reconciliación de sujeto-objeto se da a partir de una subjetividad elevada y ampliada, el espíritu absoluto, que reprime lo contradictorio, asimilando el ente al espíritu”. (Rodríguez, 2012: 214-215)

Para Adorno, se trata de no instaurar ningún equilibro entre el sujeto y el objeto, afirmar la primacía del objeto, aunque ambos se encuentran mutuamente imbricados:

“Nada es posible en cuanto la negación determinada de los momentos singulares por medio de los cuales sujeto y objeto se oponen absolutamente y, precisamente por ello, se identifican mutuamente. Ni el sujeto es nunca enteramente sujeto, ni el objeto nunca enteramente objeto”. (Adorno, 2011: 168)

Así cifra Adorno (2011: 10) su proyecto de dialéctica negativa[7], “un antisistema […] [que] trata de sustituir el principio de unidad y la omnipotencia del concepto soberano por la idea de lo que escaparía al hechizo de tal unidad”. La dialéctica negativa, así, recusa del pensamiento de la identidad, hace emerger lo falso que radica en ese principio de identidad, y para eso es necesario efectuar una crítica inmanente al concepto desde el concepto mismo:

“Cambiar esta dirección de lo conceptual, volverla hacia lo no-idéntico, es el gozne de la dialéctica negativa. La comprensión del carácter constitutivo de lo no-conceptual en el concepto acabaría con la coacción a la identidad que el concepto, sin tal reflexión que se lo impida, comporta. Su autorreflexión sobre el propio sentido aparta de la apariencia del ser en sí del concepto en cuanto una unidad de sentido”. (Adorno, 2011: 23)

El concepto no alberga una identidad o conceptualidad pura puesto que trata con casos u objetos que no responden a o que no portan tal conceptualidad: es necesario, pues, alterar la orientación del concepto, operar con él de otra manera, realizar una crítica inmanente, puesto que “a ella [a la filosofía] le compete el empeño de llegar más allá del concepto por medio del concepto. Incluso tras el repudio del idealismo, no puede […] prescindir de la especulación que el idealismo puso en boga y que con él cayó en desgracia” (Adorno, 2011: 26).

        Ante este panorama, la filosofía solo puede recurrir a la dialéctica: solo gracias a ella puede asegurar la primacía del objeto:

“La dialéctica desarrolla la diferencia, dictada por lo universal, de lo particular respecto de lo universal. […] Esta liberaría lo no-idéntico, lo desembarazaría aun de la coacción espiritualizada, abriría por primera vez la multiplicidad de lo diverso, sobre la que la dialéctica ya no tendría poder alguno”. (Adorno, 2011: 18)

La dialéctica procede en contradicciones, procediendo también contra las mismas contradicciones experimentadas por el objeto. Esa dialéctica, la dialéctica negativa, “sospecha de lo idéntico, la suya es una lógica de la desintegración” (Adorno, 2011: 141), es “la conciencia consecuente de la no-identidad” (Adorno, 2011: 17). La dialéctica, así, se hace del concepto para acceder a lo otro, a la diferencia, a lo diverso, de manera inmanente, busca leer la complejidad en la identidad que se manifiesta como inmutable y prístina. Se trata, de esta manera, de reactivar una dialéctica que demuestre la persistencia de lo no-idéntico en lo idéntico, que muestre que el círculo mágico del idealismo ya se encuentra inscrito en su figura y que apunta a una identidad pura puesta por el sujeto. “La dialéctica reconoce la diferencia escamoteada” (Adorno, 2011: 165).

Conclusión

En el presente trabajo, hemos querido analizar de qué manera los autores elegidos han conceptualizado la dialéctica como método propio de la filosofía materialista. En dicho estudio, ha resultado inevitable elucidar, a su vez, la opinión que nuestros autores tenían respecto del propio Marx, como así también respecto de Hegel y de su dialéctica de corte idealista. Pero nuestro principal interés ha consistido, como dijimos, en la aprehensión que cada filósofo ha hecho de la dialéctica.

        En el caso de Althusser, hemos visto que, buscando separarse de cualquier concepto de Marx como alguien que simplemente habría dado vuelta patas para arriba la dialéctica hegeliana, es posible encontrar algo más en la especificidad de la dialéctica materialista: esta implica una concepción de la totalidad social que difiere tout court con aquella otra concebida por Hegel. La totalidad marxista ya no remite a una pureza en el origen ni a contradicciones simples, sino que avistamos una sobredeterminación de distintas contradicciones al interior de un todo complejo y estructurado. Esa contradicción, en su complejidad, nunca parece hacerse carne ni visibilizarse a simple vista, sino que ocurre en los márgenes, à la cantonade: apenas se la percibe a través de sus efectos. La complejidad de una dialéctica que existe en su ausencia, en sus efectos, tal es la dialéctica tras bastidores que Althusser reconoce.

        Por su parte, Benjamin entiende que existe una temporalidad que se manifiesta como un continuum, es decir, como algo continuado y sin fisuras, la historia de los vencedores, verdadera expresión de un pasado que fue que se corresponde con el presente actual y dado. Esa es, precisamente, la historia de los dominadores, manifestación de aquella historia catastrófica que hace pasar lo particular, que es lo propio de los ganadores, por la historia entendida universalmente. Así, la historia de los oprimidos, de los vencidos, es dejada de lado en la medida en que una representación continua de la historia es forjada a costa del olvido de su historia. De esta manera, Benjamin conceptualiza una dialéctica entendida como en suspenso: la dialéctica es así la suspensión del tiempo histórico homogéneo y vacío característico del presente, una suspensión que permitirá analizar la complejidad y la saturación de la actualidad para poder atender a ese llamado que nos sale al paso y exige una redención, habilitando la construcción de otra historia que dé cuenta de la verdadera tradición basada en el discontinuum.

        Finalmente, Adorno ha mostrado cómo la dialéctica hegeliana se encontraba presa de un pensamiento de tipo identitario que identificaba el sujeto con el objeto, y el cual era, paradójicamente, subjetivista. En ese sentido, frente a cualquier violencia fundadora de una identidad entre elementos que son irreductibles entre sí, la postulación de Adorno de una dialéctica negativa es el corolario de una filosofía de la no-identidad que reconoce lo particular respecto de lo universal y que sospecha por doquier de lo idéntico, reconociendo allí mismo la presencia de lo diferente.

        Al repasar la forma en que estos tres filósofos conceptualizan la dialéctica, vemos algo singular: aparece adjetivada, dando cuenta de ciertos matices operados. Dialéctica, sí, pero entre bastidores —dirá Althusser—, en suspenso —dirá Benjamin—, negativa —dirá Adorno. Este uso propio que los autores hacen de la dialéctica permite, así, vislumbrar la operación por la cual la dialéctica, en tanto método, es complejizada como herramienta crítica: una dialéctica que se utiliza ahora para realizar una crítica a la totalidad, mostrando, en efecto, que ese todo escamotea diferencias, las cuales persisten y se articulan en forma desigual y diferenciada. Es esa complejidad que se pone de relieve a través de esa dialéctica que se ubica entre bastidores, signo de una estructura compleja que aúna contradicciones desiguales y que solo se percibe en su ausencia a través de sus efectos, es esa suspensión de la dialéctica exigida para auscultar, en ese shock, la totalidad como historia de dominio, es esa dialéctica a guisa negativa que incesantemente busca reactualizarse para dar con esa diferencia que se esconde en la identidad: ese es el esfuerzo perseverante que nuestros autores se proponen con la complejización de la dialéctica que cada uno lleva a cabo. Se trata de una dialéctica que no busca impugnar la totalidad para dar lugar a una pluralidad de singularidades sin articulación, de la misma manera en que tampoco redunda simplemente en elucidar que la totalidad encierra algo más de lo que ella aparenta: la operación que la dialéctica realiza es la de leer, siempre de manera inmanente, la complejidad que la totalidad encierra para así mostrar aquello otro que persiste en su especificidad, pero sin jamás abandonar el concepto de totalidad, pues esas diferencias solo son legibles y existen en tanto se encuentran inscriptas en ella.

        En su artículo “Dialéctica, diferencia y pensamiento débil”, Vattimo (1990: 20) afirma que “en el desarrollo del pensamiento dialéctico de nuestro siglo aparece una tendencia disolvente que el esquema dialéctico ya no consigue controlar, y que puede observarse en la micrología de Benjamin, en la «negatividad» de Adorno y en las utopías de Bloch”. Sabemos que a esa tríada podría añadírsele el nombre del Althusser. Lejos de postular que Althusser, Benjamin y Adorno serían los filósofos que facilitan la disolución de la dialéctica, labrando su acta de defunción, creemos, en cambio, que es más proficuo concebir la labor que estos tres autores han realizado en relación con el método dialéctico como una sumamente cauta, teorizando sobre la forma de llevar a cabo una labor crítica inmanente, y que, antes de recusar por entero el concepto de totalidad, lo mantiene porque sabe que es solo al interior del todo donde el conjunto de prácticas sobredeterminadas y desiguales, o esa otra historia no sida, o esa no identidad, se hace legible.

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[1]Notas

 Cuatro años más tarde, Althusser (1974) volverá a definir la dialéctica materialista, precisándola como “una intervención político-teórica”.

[2] Por razones de economía textual, no podemos extendernos y desarrollar de manera más clara ciertos conceptos de cuño althusseriano, como las mencionadas Generalidades u otros que aparecerán en las páginas subsiguientes (ideología, ciencia, sobredeterminación, concreto-de-pensamiento, concreto-real, materialismo dialéctico, materialismo histórico, todo complejo siempre-ya-dado, etc.). Recomendamos el esclarecedor glosario realizado por Ben Brewster (2005) y publicado como apéndice a la traducción al inglés realizada por él de La revolución teórica de Marx.

[3] El énfasis empleado por Althusser en los textos que integran La revolución teórica de Marx y Para leer El capital, sobre la posibilidad de alcanzar un conocimiento científico a través de una epistemología no ideológica, esto es, materialista, como así también la naturaleza imaginaria y falsa de la ideología (Althusser, 2011c y 2011d), ha implicado reparos por parte de Badiou y de Rancière. Badiou, quien rescataba el intento de Althusser por pensar una dialéctica materialista que no recaiga en los errores habituales, ha destacado, por un lado, cierta promesa en esta empresa en la medida que se efectúe una articulación coherente entre una “epistemología regional” (de corte kantiano y abocada a distinguir la ciencia de la ideología) y una “epistemología general” (de corte spinozista y abocada a precisar una causalidad estructural), como bien lo indica Esteban Domínguez Di Vincenzo (2023). Pero, por otro lado, Badiou también ha señalado que, por influjo del maoísmo de la época, este desarrollo althusseriano sobre la dialéctica materialista ha distado de completarse de forma acabada dado el desplazamiento realizado por Althusser a partir de la segunda mitad de la década de 1960, en donde la relación de la filosofía con la política ha pasado a ocupar un lugar más preponderante en detrimento de la ciencia (Badiou, 2003; Celentano, 2015/2016, para un estudio sobre la relación de Althusser con el maoísmo). Rancière, por su parte, le ha reprochado a Althusser su postura cientificista en tanto repite el movimiento clásicamente marxista por el cual son los filósofos o intelectuales quienes deben proveer las armas teóricas al proletariado, subestimando la potencialidad de las masas y reduciéndolas a un rol pasivo (Rancière, 1975; Vinuesa, 2022, para un análisis más pormenorizado sobre esta cuestión). Cabe añadir que el desplazamiento detectado por Badiou en Condiciones fue realizado de manera consciente por Althusser a partir de sus reflexiones sobre su propia obra escrita hacia 1965 en Elementos de autocrítica (Althusser, 2008), publicado en 1972, lo cual lo llevará posteriormente a centrar sus estudios en aspectos políticos de autores como, por ejemplo, Maquiavelo (Althusser, 2004), e incluso postular el fundamento contingente y vacío sobre el que toda necesidad o razón debe fundarse (Althusser, 2002).

[4] Puede consultarse también la reciente compilación de Fielbaum y Montenegro (2023), la cual reúne excelentes textos de distintos especialistas en Atlhusser que estudian las implicaciones dramatúrgicas de su artículo sobre el “Piccolo”, sus implicaciones a la hora de pensar conceptos propios como la ideología, la influencia de Spinoza, la estructura, etc., o ambos aspectos a la vez.

[5] “Que fait Machiavel? Pour changer quelque chose dans l’histoire de son pays, donc dans l’esprit des lecteurs qu’il veut provoquer à penser pour vouloir, Machiavel explique à la cantonade qu’il faut compter sur ses propres forces, c’est-à-dire en l’espèce, ne compter sur rien, ni sur un Etat ni sur un Prince existants, mais sur l’impossible inexistant: un Prince nouveau dans une Principauté nouvelle”. (Althusser, 1998: 205)

[6] Son este tipo de conceptos, como el de la redención, pero también el de la débil fuerza mesiánica y todo el bagaje terminológico y teológico que Benjamin despliega en sus diferentes escritos, lo que no dejó nunca de exasperar a Adorno, tal como se manifiesta en sus intercambios epistolares, los cuales, luego de centrarse sobre una serie de teorías y publicaciones de Benjamin (el surrealismo como experiencia estética para efectuar análisis filosóficos, el ensayo de Benjamin sobre Kafka de 1934 y su presentación del proyecto sobre el Libro de los pasajes), terminarán por un reproche de Adorno sobre una insuficiencia del desarrollo de una teoría no fragmentaria que permitiera articular la teología y el materialismo histórico. Sin dicha mediación teórica, según Adorno, no solamente implicaba una mistificación de la teología en magia y una positivización del marxismo, sino que también demostraba una despreocupación manifiesta por elaborar un materialismo dialéctico competente que pudiera abordar correctamente estas problemáticas (Adorno y Benjamin, 1988; Roggerone, 2019, para un racconto sobre dicho diálogo a través de las misivas entre los dos filósofos).

[7] Para Habermas (1988), el esfuerzo adorniano habría sido el más radical por pensar una dialéctica negativa que ponga en jaque el mismo concepto de dialéctica (al menos en su variante hegeliana). De cualquier manera, ante los achaques de Adorno contra la dialéctica y los límites de la Ilustración, Habermas busca rescatar la potencialidad todavía inherente a esta tradición iluminista. Aun así, especialistas como Sherratt (2013) sostienen la contundencia de los argumentos esgrimidos por Adorno contra la Ilustración y la capacidad de su dialéctica negativa de abrir horizontes utópicos y emancipadores que no recaigan en una mitología.