Mujeres campesinas de la agroecología popular: ¿una praxis emancipadora? La experiencia del MOCASE - Vía Campesina
Peasant Women in Popular Agroecology: ¿An Emancipatory Praxis? The Experience of MOCASE - Vía Campesina
Mariela Pena
https://orcid.org/0000-0001-6508-6691
Universidad de Buenos Aires, Instituto de Investigaciones en Estudios de Género
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Fecha de envío: 11 de noviembre de 2023. Fecha de dictamen: 23 de febrero de 2024. Fecha de aceptación: 22 de abril de 2024.
Resumen
En este artículo indago el accionar de mujeres campesinas en experiencias agroecológicas que se inscriben en proyectos de economía popular impulsadas desde programas estatales y, al mismo tiempo, en una trayectoria organizacional de tintes más autonomistas. Poniendo en diálogo diferentes líneas de trabajo y discusiones, complejizo el interrogante en torno a las posibilidades de reapropiación de proyectos económicos diseñados para una población pensada de modo homogéneo como “sectores populares”, en el marco de una territorialidad específica. En función de ello, recurro a un análisis etnográfico de la experiencia del Movimiento Campesino de Santiago del Estero - Vía Campesina (MOCASE-VC), en Argentina. Argumento que dicha organización posee una extensa trayectoria en torno a la agroecología como modo de vida que incluye aspectos culturales, políticos, ontológicos, identitarios y también económicos y técnico-productivos, en la cual el feminismo campesino y popular es parte de su estrategia integral de emancipación. Sobre este lienzo, los programas de subsidio estatal empleados durante los últimos años, con el Plan Potenciar Trabaja como ejemplo emblemático, son reinterpretados y utilizados de manera creativa, dentro de las posibilidades de una geografía marcada por las desigualdades que impone el capitalismo extractivo. De este modo, alejándonos de las clásicas dicotomías cooptación/autonomía entre el Estado o el poder económico real y los movimientos sociales, propongo expandir el conocimiento desde un abordaje situado que entrelaza diferentes dimensiones de análisis.
Abstract
In this article I address peasant women’s action in agroecological experiences that are framed, on the one hand, within “social economy projects” designed by the government, and at the same time that are part of a social movement with a trajectory of autonomous proclamations. Setting up a dialogue between different work lines and discussions, I explore the possibilities of (re) appropriation of economic projects originally designed for a population thought of homogeneously as “popular sectors”, within the framework of a specific territoriality. To this end, I use an ethnographic analysis of the Peasant Movement of Santiago del Estero (MOCASE-VC) experience, in Argentina. I argue that this organization has an extensive trajectory around agroecology as an alternative livelihood that includes cultural, political, ontological, identitary, economic and technical-productive aspects, in which peasant and popular feminism is part of its broader emancipation strategy. In this context, the state aid programs employed in recent years, having Plan Potenciar Trabaja as an emblematic example, are (re)interpreted and used creatively, within the possibilities of a geography marked by extractive capitalism imposed inequalities. In this way, moving away from the classic dichotomies of co-optation/autonomy between the state or real economic power and social movements, here I propose to expand knowledge from a situated approach that interweaves different dimensions of analysis.
Palabras clave: agroecología; mujeres campesinas; MOCASE - Vía Campesina; economía popular; movimientos socio-territoriales.
Keywords: agroecology; peasant women; MOCASE - Vía Campesina; popular economy; socio-territorial movements.
Introducción
En los últimos años, se han abierto varios debates en torno a la participación de las mujeres en la economía popular (EP), la mayoría de los cuales parten de la experiencia de organizaciones sociales de raigambre urbana y en menor medida de experiencias agroecológicas rurales, campesinas o indígenas. Fundamentalmente, estas discusiones se vinculan a la implementación y el desarrollo en la Argentina de iniciativas estatales desarrolladas a partir de 2003 orientadas al fomento de la economía social y del trabajo asociativo, incorporando a los movimientos sociales en tanto entes ejecutores de dichas políticas. Como tales, les fue adjudicada la responsabilidad de la distribución de cupos y de la implementación de proyectos socio-comunitarios, lo que dio lugar a la configuración de nuevos y complejos campos de poder con sus consiguientes procesos de negociaciones y disputas (Manzano, 2011; Natalucci, 2012). Estos fenómenos ya han sido pensados por el modo en que trascienden las lógicas desde las cuales han sido diseñados, proporcionando o fortaleciendo procesos de organización colectiva y generando bases para la construcción de nuevos sentidos políticos (Manzano, 2016).
De estas realidades, uno de los debates que nos interesa se vincula a las lógicas desde las cuales las mujeres que participan de estos programas actúan, se apropian, recrean y resignifican las herramientas que les brinda la política asistencial en el marco de sus propios territorios. En esta línea, varios trabajos han explorado cómo las mujeres que forman parte de la EP han logrado desempeñar distintos roles y funciones, negociando y articulando sus posiciones en el marco de las diferentes lógicas de poder locales (barriales, comunitarias, etc.) (Bottaro, 2010; Pacífico, 2020).
En el caso de las experiencias agroecológicas vinculadas a la EP, los ejemplos de análisis en Argentina son más recientes y aún escasos, vinculados a proyectos de extensión universitaria (Jara, Gutiérrez y González, 2019). Este trabajo abona esta discusión trayendo a colación una experiencia de lo que aquí denominaré agroecología popular, a partir de mi trabajo de campo con mujeres que pertenecen al Movimiento Campesino de Santiago del Estero - Vía Campesina (MOCASE-VC), una organización social campesino-indígena nucleada a partir de la defensa territorial. Este contexto empírico, precisamente, cristaliza el hecho de que los programas estatales destinados a los denominados “sectores populares” no recaen sobre una población homogénea.
El campesinado y las poblaciones indígenas en América Latina, y particularmente en Argentina, aún hoy son pensadas como inexistentes, “residuales” o bien en términos de desagregación: “pobres rurales”, “pequeños productores”, etc., y de sus carencias (de capacidad tecnológica, de tierras, de viabilidad comercial y productiva, etc.) (Paz y Jara, 2020; García Guerreiro, Hadad y Wahren, 2018). El modelo neoextractivo de desarrollo actual (Leff, 2006, 2009 y 2014; Svampa, 2019) se inscribe dentro de antiguas lógicas coloniales (Quijano, 2000; Plumwood, 2012), según las cuales se construyen jerarquías que naturalizan la desposesión de determinados territorios y poblaciones en pos de garantizar la producción capitalista. Dicho modelo, expresado en este enclave a partir de la expansión de la frontera agrícola, implica no solamente la incursión en territorios anteriormente considerados “improductivos”, sino la generación de una nueva escala de sobreexplotación y de consumo de recursos no renovables (agua, tierra fértil, biodiversidad), la incorporación de tecnologías de avanzada y el trastrocamiento de los ecosistemas y relaciones sociales en su integralidad (Ulloa, 2016). A su vez, los extractivismos también constituyen colonizaciones ontológicas: desvalorizaciones de los saberes, tradiciones y modos campesino-indígenas de organizar y comprender la producción, la economía y la vida (Jofré y Chacaltana-Cortéz, 2023).
La Provincia de Santiago del Estero ha sido estudiada por sus particularidades en cuanto a las estrategias de persistencia del campesinado y de los pueblos indígenas frente a diferentes ciclos del capitalismo[1] que tienen en común el intento de avance sobre las tierras y sus pobladores con marcada violencia, a la vez que no logran garantizar una propuesta de integración formal al mercado de trabajo (Paz y Jara, 2020). Frente a ello, el campesinado —entendido como una categoría histórica y dinámica— se ha ido configurando y recreando a partir de la tensión con dichos procesos, apelando a diferentes estrategias agropecuarias destinadas al autoconsumo y a los mercados informales, y en el caso del MOCASE-VC también a su organización como sujeto político (Jara, 2016). De allí mismo emergen también propuestas alternativas, tales como la agroecología (Gliessman, 2002) y el feminismo campesino popular (LVC, 2017), que se erigen conjuntamente como modos integrales de resistencia y como “comunidades epistémico-políticas de lucha” (Val, Rosset, Zamora, Giraldo y Rocheleau, 2019) para la disputa del modelo de producción agroalimentaria.
El MOCASE - Vía Campesina, que nace en 1990 como organización de defensa territorial de base, conformada por la población que sufría las consecuencias de la implantación de la agricultura transgénico-intensiva en la región (de Dios, 2010; Desalvo, 2015; Durand, 2006), hoy también forma parte de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP). A partir de allí, articulan y participan de una serie de subsidios que han sido exigidos al Estado nacional en tanto movimiento social. Un caso emblemático de programa estatal gestionado de manera colectiva y que se ha empleado frecuentemente durante el contexto de emergencia sanitaria por la pandemia de Covid-19 y hasta la actualidad es el Plan Potenciar Trabaja[2].
Desde este punto de partida, aquí analizo los vínculos entre las praxis agroecológicas llevadas a cabo de forma socio-comunitaria en el marco de la EP y la situación y acción de las mujeres. De allí nace la denominación de agroecología popular, que refiere al campo de tensiones/intersecciones en las cuales se enmarca dicha práctica: la EP, los movimientos campesino-indígenas y los feminismos también campesinos y populares. Me interesa abrir la reflexión sobre las posibilidades de negociar la redefinición de los horizontes de sentidos propuestos desde las políticas estatales en el marco de un movimiento socio-territorial (Mançano Fernandes, 2005) campesino-indígena, ¿cuáles son los márgenes para resignificar y crear nuevos sentidos a partir de políticas públicas pensadas desde lógicas ajenas? ¿Pueden pensarse dichas praxis actuales y concretas como ecologías “emancipadoras” (Giraldo y Rosset, 2021)?
La experiencia productiva agroecológica del MOCASE - Vía Campesina en clave popular, territorial y feminista
El MOCASE - Vía Campesina es una organización compleja y de extensa trayectoria. Originalmente, nace en 1990 como forma de defensa territorial de base conformada por la población que sufría las consecuencias de la expansión de la agricultura transgénico-intensiva hacia distintas regiones rurales de Santiago del Estero (de Dios, 2010; Desalvo, 2015; Durand, 2006).
Si bien supo ser una organización de defensa jurídica creada a raíz de conflictos con la propiedad de las tierras, que se proponía proteger o restaurar la tenencia de las familias que eran desalojadas mediante la lucha jurídica y gremial, hoy conforma un amplio y heterogéneo movimiento que se identifica como “campesino, indígena y popular”. En el marco de mi propósito aquí no es posible sintetizar toda la complejidad de su trayectoria[3], aunque sí es importante señalar que dicha organización sufre en 2001 una fractura debido a diferencias respecto de la forma organizativa y las estrategias de alianzas políticas, a partir de lo cual continúan dos agrupaciones distintas bajo los nombres de MOCASE y MOCASE - Vía Campesina. Mi trabajo se circunscribe al recorrido de este último, que va a asumir una estructura horizontal —sin dirigentes y con asambleas para la toma de decisiones— y un accionar en alianzas con otros sectores nacionales (especialmente los movimientos de desocupados) y globales, siendo clave la Vía Campesina. Es a partir de estos derroteros, alianzas y transformaciones políticas que al día de hoy también ha incorporado integrantes (principalmente jóvenes) pertenecientes a las periferias urbanas, considerados por ellos mismos como parte de la misma población marginada y excluida por el capitalismo neoliberal: los denominados sectores populares. Y desde esta misma lógica, también forma parte de la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP).
Sin embargo, desde esta perspectiva creo que aún es pertinente señalar la inscripción del movimiento que nos ocupa dentro de la categoría de movimiento socio-territorial (Mançano Fernandes, 2005; Halvorsen, Mançano Fernandes y Torres, 2021), en tanto que alude a las especificidades de los movimientos cuyo proceso identitario se centra en procesos de defensa territorial o territorialización. Esta categoría analítica resulta útil para aquellos que tienen como objetivo central la apropiación del espacio en pos de lograr su proyecto político, como es el caso del MOCASE-VC.
Desde 2016, vengo realizando viajes de manera periódica a Quimilí, en donde se ubica la Central Campesina de dicha localidad y la Escuela de Agroecología del MOCASE-VC, al menos dos veces al año (que se han visto interrumpidos durante la pandemia), en el marco de una etnografía en torno a la participación política de las mujeres y sus identidades feministas[4]. Las reflexiones que presento aquí se desprenden más específicamente de mis últimas dos visitas, realizadas entre fines de 2022 y 2023. Durante estas estancias, me dediqué durante períodos de una semana a observar clases y otros dispositivos pedagógicos, asistir a reuniones políticas y a visitar o acompañar actividades tales como huertas y fábricas de alimentos en comunidades cercanas. Además, dado que el objetivo era conocer aspectos de la participación de mujeres en proyectos agroecológicos, realicé un total de seis entrevistas semidirigidas (grupales e individuales) a mujeres que participan activamente del “Área de Producción”. Mis visitas forman parte de un vínculo construido con algunas referentas campesinas a lo largo de muchos años, con lo cual estas actividades se dieron en el marco de jornadas completas junto a ellas. Estas comenzaban con invitaciones sus hogares, a acompañarlas en distintas tareas cotidianas de trabajos y cuidados, y también en momentos de ocio y distracción. Estas instancias, como propone la etnografía feminista, también forman una parte clave de la construcción de datos (Gil Gregorio, 2006).
El MOCASE-VC, en tanto organización perteneciente a la Vía Campesina ha construido diferentes dispositivos al hacer de la agroecología (Desmarais, 2007; Susial Martín, 2020) una práctica emblemática dentro de un proyecto político y de la constitución del campesino/a como sujeto histórico-político globalmente vinculado. En este punto, es necesario remarcar que el concepto de agroecología posee una polisemia que ha dado lugar a disputas. En ciertas acepciones, se refiere a una serie de lineamientos y técnicas de base ecológica, sin la utilización de insumos externos o artificiales (tales como agroquímicos, fungicidas, plaguicidas, etc.). Por otra parte, también ha sido comprendida en términos más amplios haciendo alusión a la conformación de dinámicas más integrales para el manejo de los agro-ecosistemas. Esto incluye (re)configuraciones en torno a las producciones familiares de pequeña escala (campesinas e indígenas), la integración de conocimientos locales, formas organizacionales cooperativas, prácticas tradicionales e innovaciones tecnológicas que articulan lo técnico-productivo, lo político-ideológico y lo ontológico-epistémico-vivencial (Giraldo y Rosset, 2018; Rosset y Altieri, 2017). En la experiencia que analizamos, la agroecología se acerca más a esta segunda acepción; es decir, como una propuesta analítica vinculada a la ecología cultural y política, nutriéndose de las corrientes descoloniales y del giro ontológico.
Al igual que en otras experiencias vinculadas a la Vía Campesina en América Latina, en este caso también observamos que se emplean las metodologías denominadas “procesos de campesino/a a campesino/a” (PdCaC) (Val et al., 2019), basadas en la creación de diseños en red, capaces de autoorganizarse y de crear procesos emergentes de (re)territorialización[5] (Haesbaert, 2011 y 2013) agroecológica. De esta forma, no se replican procesos de manera idéntica o lineal, sino que se da lugar a que cada territorio geste sus propias experiencias locales y socio-ambientalmente específicas (Rosset, 2013; Giraldo, 2018). En otras palabras, estas prácticas se basan mayormente en la transmisión horizontal de conocimientos “de campesino/a a campesino/a” combinadas con “escuelas campesinas” y redes de cooperación locales, nacionales e internacionales (como encuentros o talleres). En estos dispositivos se practican pedagogías populares que aspiran a romper con la dependencia de expertos, promoviendo la coproducción, el intercambio y revalorización de los conocimientos locales, y la sistematización colectiva de los nuevos saberes. Dichos procesos no son meramente técnicos, sino que involucran prácticas organizativas que fomentan el cooperativismo, la solidaridad y el protagonismo de las y los campesinos, que son quienes se encargan de adquirir y replicar experiencias exitosas en sus propias comunidades. La agroecología, de este modo, forma parte de una propuesta política más amplia y transnacionalmente articulada, en la cual el horizonte es la transformación de los sistemas agroalimentarios y la justicia social y ambiental, sosteniendo la consigna de la soberanía alimentaria y la defensa de la biodiversidad y de los bienes comunes como banderas de lucha. En función de todo ello, han sido denominadas como “agroecologías emancipadoras” (Rosset y Altieri, 2017; Giraldo y Rosset, 2021). También desde el enfoque de la ecología política feminista se ha señalado que este paradigma, aunque desde muchas políticas y discursos institucionalizados refiera al “no uso de agrotóxicos”, en los movimientos campesinos e indígenas adquiere un significado distinto. Se trata de una concepción que busca restaurar la relación entre la vida, la producción y el conocimiento en una red diferente de relaciones ecológicas, incluyendo los vínculos sexo-genéricos (Lasdanta Lascanta, 2017; Plumwood, 2012).
Desde la implementación del Potenciar Trabajo, el área del MOCASE-VC que se ocupa de administrar y ejecutar los planes sociales e integrarlos a proyectos productivos existentes o de crear otros, se integra por cerca de 300 campesinos y campesinas. Ellos/as participan desde diferentes territorios distribuidos en 25 de los 27 departamentos que componen la Provincia de Santiago del Estero, que luego se articulan reuniéndose en unidades más grandes, las “Centrales”, que a su vez componen la “Secretaría de Producción” de la organización. El movimiento campesino, como Unidad Ejecutora, recibe determinada cantidad de “cupos” que distribuye de acuerdo a criterios conformados a partir de las dinámicas internas, fortaleciendo así su capital político al nivel territorial. Si bien esto se presta a la discrecionalidad, muchas de estas decisiones se elaboran y comunican durante asambleas de manera abierta. Existe consenso sobre la determinación de privilegiar a las mujeres que tienen personas a cargo y están sin pareja o con conflictos vinculados a cuotas alimentarias, divorcios o situaciones de violencia de género. A partir de esto es que de las más de 300 personas que integran el área de producción en calidad de destinatarias del programa estatal, aproximadamente el 70% son mujeres. Este dato concuerda con lo observado entre organizaciones pertenecientes a la EP en entornos urbanos, y al menos abiertamente se expresa un relativo consenso respecto de dichos criterios (Pacífico, 2020).
Desde esta área, se disponen, distribuyen y ejecutan los subsidios del Plan Potenciar Trabaja y de otros programas asistenciales a partir de la organización de distintos “proyectos productivos”, los cuales generalmente abarcan a una o varias comunidades cercanas —coordinando así las diferentes formas de contraprestaciones exigidas. En la mayoría de los casos, el modo típico de armar un nuevo proyecto parte de alguna forma de organización comunitaria preexistente, pero también se emplean los “planes” como modo de “llevar” alguna experiencia de una comunidad a otra, introduciendo conocimientos y trabajo humano en nuevos parajes rurales. La Escuela de Agroecología y la Universidad Campesina trabajan de manera estrechamente vinculada, a partir de la formación en las cuestiones técnicas y pedagógico-políticas que se consideran necesarias para llevar a cabo dichos emprendimientos. A su vez, dado que la organización MOCASE-VC viene desde hace años elaborando prácticas y saberes de la agroecología, y que han sabido construir sentidos políticos en torno a dicha categoría (Pena, 2022), muchos de estos emprendimientos se orientan desde el mismo paradigma. Es por ello que la mayoría de los proyectos enmarcados en el Potenciar Trabaja que son ejecutados desde el MOCASE-VC se caracterizan, en esta coyuntura, por tratarse de producciones de alimentos orgánicos.
Con la calificación de “orgánico”, los integrantes del MOCASE-VC se refieren, en primer lugar, a la ausencia de uso de paquetes tecnológicos o pesticidas, pero de manera más amplia también hacen referencia con ello a: (a) la utilización de productos de la biodiversidad local; (b) el empleo de saberes tradicionales junto con las técnicas que (re)aprenden los jóvenes en la Escuela de Agroecología; (c) la organización del trabajo en cooperativas; y (d) la comercialización de la producción con criterios que favorezcan al movimiento y a las comunidades. Ejemplos de estas producciones orgánicas locales son alimentos como miel de abeja, dulces o quesos, y también algunos productos textiles, como alpargatas de cuero caprino recuperado. Esto implica, además de la revalorización de saberes y recursos tradicionales, un trabajo político que es realizado por las personas que coordinan el área. Así, ellas también se ocupan de impartir formación tendiente a fomentar y fortalecer sentidos previamente construidos desde el MOCASE-VC. Básicamente, de acuerdo con mis observaciones, estos significados se apoyan en tres pilares: la reivindicación de la organización comunitaria y cooperativa, la producción orgánica y ecológicamente sustentable, y la defensa colectiva del territorio y la biodiversidad. Hilando más fino, estas concepciones pueden pensarse dentro de lo que Leff (2006) define como pedagogías ambientales, las cuales constituyen saberes que vinculan tanto los potenciales ecológicos y productivos de la tierra como la creatividad cultural de los pueblos que la habitan.
Al mismo tiempo, estos procesos y prácticas también pueden pensarse como procesos de (re)territorialización, no únicamente en el sentido de la creación de formas concretas de resistencia y formas de vida campesinas (Haesbaert, 2013), sino de la invención de “territorios inmateriales” para la defensa del territorio concreto (Val et al., 2019; Martínez-Torres y Rosset, 2014). Dichos territorios inmateriales referirían a la red de relaciones humanas y no humanas de cooperación que son creadas o resignificadas en el territorio. Así, las prácticas que se articulan a la EP en el marco de la organización campesina MOCASE-VC se inscriben en una propuesta sistémica alternativa sustentada en gran parte en la agroecología entendida como sistema integral (Giraldo y Rosset, 2021) y popular o construida desde abajo. Esto implica a su vez la construcción de identidades campesinas e indígenas en donde (re)emergen y se fortalecen interacciones de reciprocidad, solidaridad y co-existencia.
Por último, estos entramados y sentidos de contestación también disputan y recrean los vínculos basados en el género, tal como iré desarrollando, entendiendo dicha categoría como un modo de organizar y pensar la diferencia sexual que afecta y es afectada por todas las áreas de la vida (Piscitelli, 1995). Desde la academia feminista en América Latina (Cruz Hernández, 2019; Paredes, 2017; Ulloa, 2016) y más específicamente en nuestro país (Jofré, 2020), se viene señalando el papel de los feminismos periféricos (antiextractivistas, campesinos, indígenas y ecofeminismos) como un sujeto emergente desde la experiencia común del dolor y el despojo sobre sus territorios.
Tal como plantea Gamboa (2022: 77), “no se trata de una perspectiva con antecedentes teóricos precisos y organizados, sino que se ancla principalmente en las largas, heterogéneas y pluriversales genealogías de luchas contra el saqueo, la dominación y la violencia extractivista en toda Abya Yala”. También en trabajos que han abordado la cuestión de las mujeres en resistencias campesinas (Seibert, 2017; Susial Martín, 2020; Pena, 2017a y 2022) se ha señalado que son justamente ellas quienes están traccionando al campesinado a convertirse en sujeto protagonista en la actual coyuntura de crisis socioecológica y alimentaria a nivel global (Hoetmer, 2009; Rosset, 2013; Giraldo, 2014 y 2018).
El feminismo campesino y popular, mediante su propuesta integradora de reivindicación antipatriarcal con la lucha por la tierra y el territorio, la soberanía alimentaria y la defensa de los bienes comunes, se está convirtiendo en un sujeto político potente, capaz de generar alianzas transnacionales. Desde estas plataformas se han generado praxis y reflexiones teóricas que desmontan los mecanismos de dominación capitalistas y patriarcales, así como las formas específicas en que impactan en las vidas de las mujeres en enclaves rurales, conformando una “comunidad epistémico-política de lucha” (Val et al., 2019) para la disputa del modelo de producción agroalimentaria.
Potenciar otras formas de habitar: realidades precarias, horizontes utópicos y haceres situados
Es media mañana, en la primavera de 2022, y recorro junto a Daniela los diferentes espacios de la Escuela de Agroecología que funciona en el galpón del MOCASE-VC ubicado en la ciudad de Quimilí. Daniela tiene 26 años, creció en un hogar campesino y hace cinco años se acercó a la organización junto a su hijo pequeño para pedir ayuda en un contexto de violencia de género que la dejó sin vivienda. A partir de allí, su participación en el MOCASE-VC ha sido constante y hoy es una referenta clave en el área encargada de administrar los subsidios estatales que la organización destina a emprendimientos productivos, viajando asiduamente a comunidades de distintos territorios para organizar la producción, distribuir los recursos e impartir formación política vinculada a la relevancia de la producción cooperativa y agroecológica.
El Plan Potenciar Trabaja fue creado desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación en 2020 con el objetivo de mejorar la inclusión socio-productiva y el desarrollo local. Reemplazaba al previo programa Hacemos Futuro[6], implementado en el marco del gobierno de Mauricio Macri, y así reestablecía las lógicas implementadas en las décadas precedentes, consistentes en la conformación de cooperativas de trabajo integradas por personas sin empleos formales, las cuales debían llevar adelante obras con un fuerte impacto en los territorios locales. Incluía microcrédito y crédito para máquinas y herramientas, y “la creación y el fortalecimiento de unidades productivas para promover la inclusión social plena y el incremento progresivo de ingresos para alcanzar la autonomía económica”[7]. Los cinco sectores productivos sobre los cuales se ha centrado son la construcción, la producción de alimentos, el rubro textil, la economía del cuidado y la recolección y reciclado de residuos.
En el MOCASE-VC, estos programas han tenido un fuerte impacto ya que pudieron articularse con iniciativas preexistentes que necesitaban de fondos e impulso logístico, ya sea para ampliarse y replicarse en nuevos territorios, recuperarse o ponerse en marcha desde el inicio. De este modo, el nuevo programa de subsidio económico se imprimió sobre lógicas, vínculos, formas organizativas y especialmente objetivos políticos que largamente excedían su proyección desde el Estado y que tenían un recorrido de más de 30 años de organización.
La mayoría de los proyectos actualmente activos se asientan sobre estrategias de “producción comunitaria” que ya se realizaban entre las familias de los distintos parajes rurales, muchos de los cuales se conforman por menos de 20 o 30 hogares. Este modo de organización productiva ya la he descrito en una publicación previa basada en la comunidad de Rincón de Saladillo (Pena, 2017b) y también ha sido abordada en otros estudios (Durand, 2006; de Dios, 2010; Desalvo, 2015). En esencia, sus bases consisten en la tenencia familiar de animales que son utilizados para la subsistencia y en ciertos casos para la venta local, combinada con el uso comunitario de los espacios para el pastoreo, los recursos acuíferos (represas y pozos) y huertas agroecológicas. Dichas estrategias, en gran medida, continúan con saberes y prácticas campesino-indígenas en torno al cuidado de los animales y plantas heredadas de generación en generación. Al mismo tiempo, ciertos saberes se recuperan y/o se incorporan a partir de la participación de los/as jóvenes en la Escuela de Agroecología, en la cual aprenden y llevan nuevos aprendizajes a sus comunidades. Un claro ejemplo de esto son las técnicas para evaluar la calidad del agua, práctica que ya ha sido incorporada de forma habitual en las comunidades campesinas a partir de los conocimientos impartidos en la escuela.
Si bien muchas familias subsisten prácticamente a partir de estas actividades, los conflictos de tierras y las condiciones de aridez de la región (incrementada a partir de la práctica de riego para el agronegocio, las fumigaciones y el cambio climático) (Riera, 2018), complican cada vez más esta forma de autosustento. Estas condiciones, sumadas a factores socioeconómicos y culturales, han provocado que la combinación de estas actividades con otras de trabajo asalariado informal fuera de las comunidades y la migración hacia las zonas urbanas se convierta en la situación más frecuente de las familias campesinas desde hace más de una generación (Durand, 2006; Barbetta, 2009). En este marco, la estrategia política central del MOCASE-VC (Michi, 2010), que se resume en su propia formulación “si queremos la tierra ¿para qué la queremos?”, se centra en incentivar estrategias que fomenten la autonomía campesino-indígena respecto del modo de vida impuesto desde la lógica del mercado, desde distintos ámbitos (pedagógico, cultural, económico, etc.). Así, los nuevos programas estatales fueron implementados en continuidad con la propuesta política y pedagógica del MOCASE-VC, a modo de “medio” dentro de un horizonte de emancipación a largo plazo.
Si bien la contraprestación exigida a las familias y comunidades consiste en realizar un trabajo o servicio social y/o comunitario, la apuesta desde la articulación del MOCASE-VC consiste en generar formas organizativas, conocimientos específicos e insumos técnicos (herramientas, artefactos, espacios para la producción, etc.) que favorezcan a las comunidades para no tener que depender del empleo asalariado en condiciones de extrema precarización. En este sentido, en un principio los proyectos se destinaron a áreas sugeridas o más urgentes, como la construcción, refacción y limpieza de espacios comunitarios. En esta región son fundamentales los caminos, que suelen tornarse anegadizos e intransitables, las postas sanitarias y las escuelas cercanas a los parajes rurales. Sin embargo, prontamente se decidió reorientar los subsidios para destinarlos mayoritariamente a la generación de productos que luego puedan reincorporarse a estrategias de la EP y que a su vez sean agroecológicas, tales como el comercio interno mediante “precios justos” o el intercambio de productos entre comunidades pertenecientes a la misma organización, con el “objetivo grande de producir para quienes más lo necesitan” (cita extraída de notas de campo). De este modo, se eliminan intermediarios y redes de comercio, reduciendo costos y precios finales. Esto se practica actualmente, de manera concreta, con la producción de dulces, quesos, alpargatas de cuero caprino reciclado, pollos y huevos de campo, miel y vegetales orgánicos, entre otros emprendimientos que se intercambian y comercializan en ferias o mediante la difusión interna. Un ejemplo son los “pollos de campo” producidos por una de las comunidades que conocimos, los cuales se difunden con un precio fijo para “integrantes del MOCASE-VC” y la dirección del paraje donde se venden. En otros casos, las ganancias de las ventas de productos locales son reinvertidas para mejoras o para una nueva compra de insumos para renovar y aumentar la producción, con la finalidad última de que cada vez más comunidades y territorios “funcionen y se abastezcan solos, sin la ayuda de la administración del MOCASE-VC” (haciendo referencia con esto a la distribución de los subsidios). Un caso emblemático es el de la comunidad de Pampa Atu, en la cual varias familias han tenido la posibilidad de recuperar prácticas tradicionales de apicultura y aumentar la producción a partir de los subsidios del Potenciar Trabaja, siendo que actualmente se sustentan casi exclusivamente del ingreso proveniente de las ventas de miel orgánica.
También las dinámicas de la división de trabajo se han asentado sobre las claves culturales y políticas construidas a lo largo de la trayectoria de la organización, que fue incorporando de manera paulatina a las mujeres a la producción y resignificando los roles en las tareas de cuidados, desde la premisa de que las tareas no deben diferenciarse por género. Como ya ha sido señalado en otros trabajos sobre la agricultura familiar santiagueña, la cual conforma el 80% de la estructura rural provincial, la cuestión de la invisibilización del trabajo de las mujeres es un asunto persistente. Las jerarquías patriarcales continúan asignando a las mujeres la superposición de las tareas vinculadas a los cuidados y el mantenimiento de la unidad doméstica, a la vez que realizan otras tareas vinculadas a la producción, las cuales son consideradas secundarias o directamente ignoradas (Paz y Jara, 2014).
En este sentido, también ha sido marcado anteriormente el hecho de que la participación política de las mujeres, como en el caso de la organización de las ferias agroecológicas provinciales, genera espacios de interlocución, sociabilidad y capacitación que favorecen sus intereses de género (Jara et al., 2019). En la misma línea, en un trabajo previo he argumentado que un fenómeno similar podía observarse a partir de las instancias formativas nombradas como “talleres de género” internos de la organización que tratamos durante la década de 2000, siguiendo la influencia de otras experiencias regionales, principalmente del MST de Brasil (Pena, 2017b). En relación a esto, durante las visitas al campo realizadas para esta etapa, observé que desde el trabajo político actual que ejecutan las mujeres del área de producción aún se considera necesario combatir estas desigualdades asentadas en pautas tradicionales. Por ejemplo, la broma o la “chicana” se empleaban habitualmente como modos de fomentar el trabajo masculino en merenderos, en tareas de cocina o limpieza. En palabras de una de las entrevistadas, “la cosa es armar confianza y deconstruir de a poco, no espantar”. También, ante la realidad de que las destinarias eran en su mayoría mujeres, ellas asumieron varias tareas consideradas “masculinas”, tales como la tala de árboles para limpiar caminos o la administración del dinero. Otros de los cambios notados por las distintas mujeres con las que conversamos era la costumbre de “salir”, haciendo referencia a los viajes destinados a reuniones políticas o tareas de la organización, que son exigidos sin distinción de género y por tanto han alentado la participación de nuevas integrantes. En una de las conversaciones informales que tuvimos con algunas de las mujeres del área de producción de Quimilí, aludieron a la relación de pareja previa de una de ellas, la cual se había disuelto a partir de conflictos derivados de ello, frente a lo cual todas cuestionaban que “los celos” del varón eran incompatibles con ese “tipo de vida”.
Otra cuestión que fue incorporada en los programas de la EP más recientemente fue el emergente del Covid-19 y el abrupto crecimiento del hambre en los pueblos y urbanizaciones aledañas. En este contexto, las mujeres de MOCASE-VC organizaron ollas populares, comedores y merenderos, incluso desde sus propias casas, que crecieron de tres a 38 en total durante la pandemia, y aún continúan en funcionamiento. Esto les permitió, a su vez, fortalecer su rol político en tanto sujetas “proveedoras de alimentos sustentables”, una cuestión que he desarrollado en extenso en un artículo reciente (Pena, 2022).
En este punto, resulta pertinente inscribir estas experiencias en la línea de las perspectivas que sitúan a los movimientos sociales no como entidades constituidas en sí mismas sino dentro de espacialidades capitalistas (Álvarez, Dagnino y Escobar, 2018; Massey, 2012; Gaztañaga, 2009). De acuerdo con Manzano (2011, 2013 y 2016), si bien se trata de un entramado en el cual se ensayan nuevos vínculos, lógicas e incluso modos de producción, los movimientos sociales deben ser entendidos dentro de las geografías de poder existentes y de las desigualdades que ellas implican. Esta lente nos permite observar de qué modo las políticas estatales y las condiciones socioeconómicas de marginalidad son tensionadas, reinterpretadas y contestadas desde la acción social. La dicotomía autonomía/cooptación, que solía definir los análisis sobre los vínculos entre los movimientos sociales y el Estado, puede ser reemplazada por aproximaciones a los modos en que ambos se “co-construyen”, reconfigurándose mutuamente.
A su vez, recuperando la categoría de territorialidad como eje de análisis, es interesante pensar la agroecología como un dispositivo con la potencialidad de fortalecer procesos autónomos y de reducir la dependencia de las políticas y los programas estatales, así como de las lógicas y las relaciones de poder desde las cuales han sido diseñados. Recuperando análisis de otros casos de agroecología campesina en el marco de procesos organizativos vinculados a la Vía Campesina (Giraldo y Rosset, 2018 y 2021; Martínez-Torres y Rosset, 2014), resulta pertinente vincular mis observaciones a la idea de que dichos entramados disminuyen el riesgo de burocratización y cooptación. Dichas praxis políticas basadas en la territorialización y en la construcción de un ethos comunitario y cooperativo actúan como locus desde donde se elaboran y socializan otras epistemes en torno a la sostenibilidad y reproducción de la vida en su conjunto que, desde esta mirada, poseen gran valor y potencial transformador.
Parte de esto se evidencia incluso desde la enunciación. Si bien la noción de sustentabilidad ecológica es un concepto global y polisémico, en el contexto de las entrevistas y observaciones realizadas aparece en contraposición a las lógicas del cultivo de la soja y otros productos modificados que privilegian el rendimiento económico inmediato por sobre las capacidades del entorno de adaptarse y recomponerse. En este sentido, la categoría política de los/as campesinos/as como “productores de alimentos sustentables” refiere al posicionamiento de una producción y de un modo de vida que respete el equilibrio entre las necesidades sociales y el cuidado y la protección de la naturaleza, gestionando y preservando la biodiversidad.
Su potencialidad se agudiza si pensamos estos fenómenos en la coyuntura actual de “giro eco-territorial” (Svampa, 2019), aludiendo a la convergencia de diferentes luchas (campesinas, indígenas y ecologistas urbanas, entre otras) surgidas desde distintos enclaves de nuestro país y de la región que comparten la preocupación en torno a la dimensión socioambiental. Especialmente durante los últimos años (y potenciadas a partir de la pandemia por Covid-19), parecieran haberse agudizado las percepciones de crisis y agotamiento de los andamiajes económicos, políticos y ecológicos que conforman el mundo globalizado tal como lo conocemos hoy. Desde distintos sectores se han profundizado las preocupaciones en torno a las posibilidades que tienen las sociedades humanas de perpetuar a mediano plazo el actual modo de vida y las condiciones que lo sustentan, implicando elevados niveles de destrucción ecológica, desigualdades y sufrimiento humano. Estos procesos han traído aparejada la revalorización y revitalización de antiguos saberes y formas de vida como la agroecología, pero también las medicinas alternativas, el comercio justo o las tecnologías convencionales, entre otras. La mayor visibilización de la amenaza que representa para la humanidad la “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004) parece haber fomentado el interés desde las urbes hacia las propuestas de las organizaciones campesinas e indígenas y la empatía hacia sus demandas específicas (García Guerreiro et al., 2018; Pena, 2022).
En los apartados que siguen profundizo las implicancias de cara a las subjetividades de las mujeres organizadas en el MOCASE-VC, y el rol protagónico que poseen los feminismos campesinos en estos procesos de elaboración de estrategias de supervivencia (EP) enmarcadas en praxis políticas de resistencia (o emancipadoras) frente al avance del modelo neoliberal.
Las mujeres de la fábrica de dulces: puentes y dilemas entre la economía popular y las ecologías emancipadoras
En la Comunidad de Santa Rosa, perteneciente a la localidad de Quimilí, funciona desde 2005 una cooperativa de mujeres que produce dulces caseros. Si bien no se trata de una organización pensada exclusivamente para mujeres, esta unidad de producción surge a partir de redes familiares, vecinales y comunitarias tejidas entre un puñado de mujeres que han logrado sostener este proyecto durante casi dos décadas. Para Patricia, una de ellas, la fábrica de dulces caseros fue el modo concreto en el que se sintió parte del MOCASE-VC, y mediante la cual sostuvo su participación en la organización. Cuando visité su casa por primera vez en 2017, pude conversar y también compartir almuerzos, paseos y “mateadas” con ella, con otras mujeres de las cooperativas y también con generaciones previas de su familia, incluidos sus abuelos maternos. En el caso de la comunidad en la cual funciona la fábrica, Santa Rosa, el conflicto de tierras no se había manifestado de la manera violenta y explícita que supusieron los desalojos en otros territorios cercanos. Sin embargo, varias familias se persuadieron de la importancia de la participación política y de recuperar prácticas y saberes de la economía cooperativa y de la producción agroecológica que habían sido “desaprendidas” y reemplazadas por las lógicas del mercado de trabajo en condiciones de extrema precariedad. La memoria de las generaciones mayores guardaba recuerdos, conocimientos y recursos de otras formas de producción, de supervivencia y de sostenibilidad de la vida que habían sido posibles. Estas estrategias habían sido reemplazadas por la venta de la producción para “intermediarios” que usufructuaban productos obtenidos por las familias comprándolos a precios irrisoriamente bajos para la venta en el mercado.
En este marco, las posibilidades que les brindó una organización social como MOCASE-VC no se asentaron en la noción de recuperar un supuesto pasado perdido, sino más bien en construir nuevas formas de producir y de habitar el monte que acudían a viejas tradiciones, a la vez que dialogaban e incorporaban nuevos saberes, horizontes y formas de vincularse. Allí es donde comienza el camino disruptivo en el orden de las relaciones íntimas y de la división de tareas y roles entre varones y mujeres, ya que mediante diferentes dispositivos políticos y pedagógicos se fueron fomentando nociones de igualdad aprendidas y reapropiadas desde otros discursos globales, tales como la Vía Campesina (Pena, 2017b).
De esta forma, las familias que se incorporaban al MOCASE-VC fueron atravesando y también formando parte de la construcción de discursos y prácticas en torno a los géneros y las relaciones familiares. La cuestión de la participación de varones y mujeres a la par en todas las tareas productivas se convirtió en un asunto clave y fundamental para sostener el compromiso político, así como el entrenamiento en la oralidad y disposición a la participación en instancias públicas por parte de las mujeres. Esto trastocó la legitimidad del ordenamiento tradicional que subordinaba a las mujeres a la hora de tomar decisiones dentro de una estructura claramente patriarcal, alejándolas del ámbito de la administración económica y condicionando sus tiempos a partir de la asignación de las tareas de crianza y del hogar, en contextos de familias usualmente numerosas.
La fábrica de dulces de Santa Rosa, de este modo, forma parte de este horizonte que viene siendo construido desde fines de los años 1990. Los sentidos que sostienen esta práctica trascienden su aporte a las economías familiares (cuestión por supuesto fundamental) para formar parte del modo en que las mujeres productoras han logrado construir nuevas subjetividades. Las ganancias provenientes de las ventas, que no vuelven directamente a las mujeres, sino que se integran en el circuito de la economía comunitaria creada internamente, han contribuido, de acuerdo con sus palabras, a crear sentimientos de dignidad, orgullo y utilidad:
“Nosotras, a partir de la fábrica, tuvimos que aprender muchas cosas, porque antes se pensaba que la producción era cosa de los hombres, la mujer trabajaba, pero el dinero y eso, no manejaba nada, todo el hombre hacía. Incluso las recetas tuvimos que aprender, porque en mi casa el dulce de leche de cabra, por ejemplo, se hacía, pero al tiempo se te azucaraba, y para vender vos tenés que poner una fecha de vencimiento de un año al menos, así que con los técnicos fuimos mejorando la receta para poder vender más. Y así fuimos aprendiendo, de bromatología, de agregado de valor, de sacar las cuentas, de todo lo que nos costaba a nosotras hacerlo, el venir a la fábrica, transportarnos desde nuestra comunidad, que no es nada fácil, y además la mano de obra, y así contando todo, eso fuimos aprendiendo, cómo poner un valor justo, un precio a lo que nosotras hacíamos, que era trabajar”. (Fragmento de entrevista, 24/10/2022)
En el marco de los programas estatales implementados desde la pandemia (mayormente el Potenciar Trabaja), la fábrica de dulces recibió ayudas económicas para que cinco de las mujeres que trabajan allí desde 2005 reciban un salario concreto, de modo que las ganancias de las ventas puedan ir estrictamente al agregado de valor de los dulces y a aumentar su productividad. En otros términos, estos programas no modificaron de manera sustancial las prácticas y los significados dentro de los cuales se venía organizando la cooperativa, sino que llegaron para fortalecerlos y brindarles un mayor sustento económico, pero fueron reapropiados desde lógicas preexistentes. Este “trabajar” al que la entrevistada hace referencia, no solo alude a la visibilización del trabajo de las mujeres y su aporte a la economía familiar, sino también a la idea de trabajo autónomo, por fuera de las lógicas de explotación que proponía el mercado mediante el acaparamiento de tierras. Poder trabajar y comercializar en forma cooperativa y agroecológica los productos de la tierra defendida colectivamente entra dentro del proyecto agroecológico al que nos hemos referido, en tanto modo de vida que defiende, resignifica y actualiza los modos de vida campesinos, incluyendo la reexistencia (Leff, 2014) de la diversidad cultural, la biodiversidad y los bienes comunes.
Este camino implica lograr transformaciones en todos los planos de la vida social: desde el plano de las subjetividades y los vínculos íntimos a la articulación de nuevas oportunidades productivas, espacios de formación política y formas de protesta para conseguir mejores condiciones para habitar la tierra. Así, estas propuestas integrales también desafían las dicotomías generizadas modernas que niegan, epistemológicamente, el protagonismo y la participación de las mujeres, jerarquizando la diferencia sexual (García Roces y Soler Montiel, 2010; Gargallo Calentani, 2014). Al mismo tiempo, en nuestro campo, el rol político desempeñado por las mujeres enmarca el de los feminismos campesinos. Desde este paradigma, la noción de soberanía alimentaria es una reivindicación total, en el sentido de que parte de ontologías alternativas en contra de la destrucción de la vida producida por el monocultivo y el extractivismo en general. Como ya hemos hecho referencia, estos feminismos autónomos, periféricos o antiextractivistas dan cuenta de procesos emancipatorios que articulan las demandas de justicia ambiental, socioeconómicas y de género como parte de un modelo integral. En este marco, las mujeres del MOCASE-VC recrean, se reapropian y sitúan estos paradigmas en las posibilidades de sus propios territorios, posicionándose como sujetas estratégicas a la hora de proveer alimentos orgánicos y sustentables, y de garantizar la sostenibilidad de la vida en sus comunidades.
Reflexiones finales
El conocimiento de estos haceres, de estas praxis cotidianas, que a la vez enmarcan pero exceden y amplían los bordes de la EP, nos permite abrir nuevos interrogantes en torno a lo real y a lo posible. Tal como plantea Haraway (2019), en esta era (que ha sido propuesta como antropoceno) es fácil caer en el derrotismo, el cinismo y la idea de que es demasiado tarde para cambiar algo. Sin embargo, los haceres de seres humanos reales, sus configuraciones de cuidados, economías y formas de vivir, importan.
El mundo campesino-indígena que exploramos y la agencia de sus mujeres emergen desde una matriz de subordinación y violencias sistemáticas, pero también de estrategias de supervivencia frente a constantes intentos de exterminio, negación y/o asimilación. Es por ello que, a la hora de analizar las prácticas y lógicas desde las cuales se ejecuta la EP en el marco de programas estatales, no podemos olvidar que, en esta territorialidad concreta, se imprimen dentro de un horizonte previo de lucha de las comunidades por la subsistencia, el reconocimiento de sus derechos y la defensa territorial, organizadas desde fines del siglo XX en el marco de la globalización. El proyecto político del MOCASE-VC se inscribe en un proyecto campesino más amplio, articulado en gran parte desde la Vía Campesina y sus organizaciones miembros, que estructura nuevas relaciones entre seres humanos (en términos de equidad de género, de no explotación, de solidaridad y cooperación) y entre seres humanos y naturaleza (de ecodependencia y coexistencia). Estas propuestas han gestado a su vez al feminismo campesino popular, un sujeto político que se demuestra cada vez más potente a la hora de accionar, legitimar y articular a escala transnacional y tentacular redes de alianzas, pronunciamientos y praxis concretas que actualizan dichas ontologías de resistencia. Además, al nivel de las micro-políticas cotidianas en las comunidades, la propuesta agroecológica se crea y recrea de forma constante mediante los múltiples dispositivos pedagógicos, políticos y económicos desplegados, muchos de ellos encabezados por las mujeres campesino-indígenas, desde los cuales se entreteje la “mística solidaria”, se refuerzan valores comunes, se revalorizan cosmovisiones ancestrales y se construye la identidad colectiva que se requiere para sostener la organización.
Decimos que los procesos impulsados a partir de los subsidios estatales operan como “pilares” que son reapropiados para el desarrollo de una construcción política más amplia que abarca, reinterpreta y recrea todas las áreas de la vida, entendiendo la vida social y las interacciones humano-ambientales como un todo. Se trata de la (re)creación de un nuevo modo de habitar esa “tierra disputada” resistiendo y contestando al modelo neoliberal, al trabajo precarizado y a una salud y calidad de vida cada vez más afectadas por los efectos nocivos de los agrotóxicos en el agua y el ambiente, así como en los productos que se consumen para cubrir las necesidades alimenticias.
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[1]Notas
Ver en Paz y Jara (2020) una propuesta de secuenciación histórica que va desde la etapa de colonización en el siglo XVI hasta los más actuales ciclos del quebracho, del algodón y de la soja en los siglos XIX y XX.
[2] Información disponible en: https://www.argentina.gob.ar/desarrollosocial/potenciartrabajo [consulta: marzo de 2023].
[3] Debido a la extensa cantidad de estudios que reponen y problematizan esta trayectoria, referimos al lector a Barbetta (2009), de Dios (2010), Durand (2006), Michi (2010), Bonetti, Suárez y Franzzini (2022) y Pena (2017a y 2017b), entre otros.
[4] Se trata de un trabajo etnográfico financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Agentina (Conicet).
[5] En este trabajo, recuperamos la noción de territorio en tanto espacio geográfico atravesado por relaciones culturales, sociales, políticas y económicas en permanente proceso de resignificación y disputa. Mediante estas dinámicas, el territorio adquiere, además de su eminente cualidad espacial, un sentido eminentemente político (García Guerreiro et al., 2018).
[6] El programa Hacemos Futuro se implementó en el marco de un conjunto de transformaciones que propició Mauricio Macri desde su asunción como presidente, reemplazando la centralidad de las cooperativas y del trabajo asociativo por políticas de fomento de la empleabilidad que establecían articulaciones con empresas privadas (Pacífico, 2020).
[7] Fuente: https://www.argentina.gob.ar/noticias/lanzamos-el-programa-potenciar-trabajo-para-promover-la-inclusion-socioproductiva [consulta: marzo de 2023].