Aportes para pensar en urbanismos interespecies
Contributions to Thinking About Interspecies Urbanism
Gonzalo Perez Pejcic
http://orcid.org/0000-0002-9853-8014
Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires
Fecha de envío: 31 de agosto de 2023. Fecha de dictamen: 22 de marzo de 2024. Fecha de aceptación: 15 de abril de 2024.
Resumen
Los espacios urbanos responden a un modelo de sujeto hegemónico que es criticado por distintas corrientes que abogan por ciudades pensadas desde la diversidad humana. Sin embargo, esas objeciones suelen llevarse a cabo sin cuestionar que el primer rasgo de aquel sujeto es su pertenencia a la especie homo sapiens y que, en consecuencia, la cuestión tanto territorial como de la urbe se centra en él. Esto es problemático, ya que convivimos con individuos de diferentes grupos biológicos. A raíz de ello, mi objetivo es plantear la necesidad de un urbanismo crítico, interseccional y no antropocéntrico. Con ese fin, selecciono los cuestionamientos que recibe el modelo tradicional de habitante urbano por parte de las teorías de la discapacidad. Me detendré en el carácter capacitista del prototipo de referencia y las razones antropocéntricas que se emplean para su rechazo. Luego, argumentaré que esos motivos son especistas desde la perspectiva de la ética animal e interactúan con el capacitismo a la luz del enfoque animalista crip. Por último, daré paso al giro político para los derechos de los animales con la intención de exhibir sus implicancias en materia de urbanismo.
Abstract
The concept and design of urban spaces following the standard of hegemonic individuals is criticized by alternative lines of thought which conceive cities on the basis of human diversity. Such objections, however, disregard the fact that those individuals, as a primary distinctive feature, belong to the homo sapiens species, which has implications since the conception of territory and urban space is centered around those individuals. At the outset, this last aspect appears to be dilemmatic as we live among individuals forming part of different biological groups. Due to this fact, the aim of this essay is to analyse the concept of critical urban planning that takes a more intersectional and non-anthropocentric approach. I accordingly support the theories on disability which raise objections to the traditional urban planning framework based on city dwellers. I shall therefore critically consider the capacity-model reference, stating the anthropocentric reasons to reject the traditional way of thinking. I shall base my arguments on the reasons underlying the traditional framework, being speciesist in nature from the point of view of animal ethics, which actively interact with the notion of ableism based on a crip animal approach. Finally, I shall consider the political changes supporting the latest reflections related to animal rights, with a view to depicting their implications in the context of urban planning.
Palabras clave: urbanismo; capacitismo; especismo; ética animal; zoopolis.
Keywords: urban planning; ableism; speciesism; animal ethics; zoopolis.
Introducción
En el presente trabajo, estudio la ciudad desde la filosofía moral y política[1]. Es que su planificación y diseño no se desarrolla en el vacío, sino dentro de una cosmovisión que acepta determinadas concepciones filosóficas (cuya función es explicar el mundo y dotarlo de sentido) con sus consecuentes ideas morales sobre lo valioso, quiénes (o qué) merecen ser respetados en sus intereses o considerados en nuestras decisiones/acciones, cómo actuar de forma correcta frente a ellos, etc. Ideas que inciden en lo político, por ejemplo, a la hora de dilucidar quiénes son los que integran la comunidad con base territorial y que, por ende, importan a la hora de configurar la vida colectiva. Habida cuenta de esto es que las ciudades pueden beneficiar o perjudicar a sus habitantes. De ahí que en parte se hable de justicia espacial (y conceptos semejantes como el de justicia territorial). Es que “la justicia siempre tiene una dimensión espacial relevante y, al mismo tiempo, todas las geografías tienen expresiones de la justicia o la injusticia incorporadas a ellas” (Soja, 2016: 102). Las concepciones filosóficas en materia de urbanismo abordan el interrogante sobre quién es el que debe habitar en las ciudades, o sea, una pregunta por el sujeto. Así, la manera de diagramar los asentamientos se encuentra atravesada siempre por un sistema de creencias, ideas y valores que definen quiénes son los pares y lo que es considerado una cosa (Frasson, 2019). Sunaura Taylor (2017: 14) indica que “nuestros entornos se han construido sobre la base de suposiciones acerca de qué cuerpos participarán en ellos”. Los cuerpos en concreto son los que responden a un sujeto que es humano, adulto, neurotípico, física y sensorialmente hegemónico según nuestra especie, varón “cishetero”, adulto joven, blanco, no originario, letrado y de cierto nivel económico (González y Davidson, 2022; McRuer, 2021 y 2017; Mareño Sempertegui, 2021; Taylor, 2020 y 2017; Toboso Martín, 2017; Hamraie, 2017).
Distintas teorías que abogan por ciudades pensadas desde la diversidad humana critican aquel modelo por ser sexista, racista y clasista. No obstante, esas objeciones se llevan a cabo sin cuestionar que el primer rasgo del sujeto hegemónico es su pertenencia a la especie homo sapiens. Esto es problemático, ya que convivimos con individuos de diferentes grupos biológicos. A raíz de ello, mi objetivo es plantear la necesidad de un urbanismo crítico, interseccional y no antropocéntrico. Tomaré el caso de las teorías de la discapacidad para exponer el carácter capacitista del prototipo de referencia y las razones antropocéntricas que se aducen para rechazarlo[2]. Luego, argumentaré que esos motivos son especistas desde la ética animal y que interactúan con el “capacitismo”, a la luz de las teorías animalistas crip. Seguido, traeré a colación el giro político que atraviesa la ética animal, con la intención de exhibir sus implicancias en materia de urbanismo. En particular, utilizaré el enfoque político de Sue Donaldson y Will Kymlicka en Zoopolis. Finalizaré con una reflexión acerca de la necesidad de armar alianzas en dirección a la creación de ciudades libres de las opresiones que generaría lo humano como estructura de poder.
Urbanismos crip
Las ciudades no han sido pensadas para todos sus habitantes, lo que es fácil de advertir cuando dimensionamos las cualidades que precisamos para desplegar nuestras vidas en ellas. Fueron diseñadas, entonces, teniendo presente un tipo de habitante con determinadas capacidades. Este modelo se intensificó en el siglo XX, a través de la obsesión por la antropometría, el racionamiento tecnocrático y la creencia de que la planificación urbana es, de cierta manera, neutral (Stafford, 2022; Hamraie, 2017). Detrás de su elección hay razones éticas y políticas, pues aquel sujeto capaz nos importa desde los puntos de vista (1) moral, porque cumple con ciertos criterios (ej.: racionalidad, autonomía, lenguaje, agencia, aptitud para contraer obligaciones) que lo hacen moralmente considerable, en otras palabras, alguien cuyos intereses deben ser respetados en todas las decisiones que puedan afectarlos para bien o mal, y (2) político, por cuanto tiene lo necesario para unirse a la comunidad política, moldear las reglas de cooperación, deliberar y ser tenido en cuenta en las decisiones relativas al bien común (eso que posee suele coincidir con el fundamento de su consideración moral). Ambos puntos hacen que el sujeto capacitado sea una norma acerca de cómo debe ser alguien para que sus intereses sean respetados a nivel moral-político y, en consecuencia, cómo debe ser para habitar una ciudad.
Dicho modelo involucra una serie de barreras actitudinales, simbólicas, institucionales, físicas, tanto en la comunicación como en la educación, en el transporte, para ejercer derechos, obtener información, etc. (Solano Meneses, 2022; Ramírez Martínez y Jaliri Castellón, 2021; Hamraie, 2017; Palacios, 2008). Me interesan aquí las de carácter físico que refieren a estructuras materiales de la ciudad y que incluyen barreras urbanas y arquitectónicas. Para comprenderlas, Yolanda Bojórquez (2006: 44) recuerda que tanto el urbanismo como la arquitectura
“conforman el paisaje construido espacialmente para albergar todas las actividades de las personas que habitan el asentamiento humano: viviendas, edificios públicos y privados, calles, aceras, plazas, puentes, equipamiento urbano, escuelas, hospitales, templos, en fin, todos los objetos y espacios diseñados por una cultura para satisfacer sus necesidades de vida cotidiana [… De esta forma, las barreras son los…] obstáculos que presenta el entorno construido tanto en lo arquitectónico como en lo urbanístico para la libre movilidad y la total accesibilidad a los espacios y circulaciones”.
Ambas clases de barreras son “impedimentos físicos y psicosociales que perturban la habitabilidad de nuestras ciudades, impiden la libre transitabilidad y hacen de difícil o imposible utilización los enseres urbanos y aun los edificios” (Farias, 2004: 1). Juan C. Ríos Agudelo (2013) define las barreras arquitectónicas como obstáculos físicos que dificultan la integración asociada a la movilidad en un entorno social, las que pueden ser urbanas (se encuentran en las vías y espacios públicos: aceras, pasos a distinto nivel, obstáculos, parques no accesibles) o arquitectónicas, puntuales en la construcción (están en cada edificación, en su interior, en los accesos de los edificios: escalones, pasillos y puertas estrechas, ascensores reducidos, servicios de pequeñas dimensiones).
A la luz de esas barreras, surge la pregunta acerca de si estamos obligados a eliminarlas. La respuesta depende de si tenemos obligaciones morales con quienes no se ajustan al modelo de sujeto capaz, y en ese caso por qué, qué clase y tipo de deberes poseeríamos. Para dilucidar el tema es necesario pensar si las propiedades que construyen la imagen que suele compartirse de sujeto capaz pueden operar de criterios morales válidos, es decir, criterios bajo los cuales se justifica que los intereses de alguien deban ser respetados. Un criterio moral es válido si es relevante: exhibe relación directa e inmediata con la satisfacción de cierto interés. Las teorías de la discapacidad denuncian que no todos los seres humanos son homogéneos respecto de las características que se eligen como criterios relevantes. A su vez, respetar los intereses básicos (ej.: no morir, no sufrir, no ser privado de la libertad, obtener placer) carecen de conexión directa a inmediata con capacidades cognitivas sofisticadas o con determinadas formas de los cuerpos humanos. Entonces, el sujeto capaz es moralmente considerable sobre la base de criterios que son irrelevantes en términos morales y, por lo tanto, arbitrarios. De manera que las distinciones morales entre humanos apoyadas en ellos constituirán casos de discriminación moral llamadas capacitismo. Para Mario Toboso Martín (2017: 73), el término denota, en general, “una actitud o discurso que devalúa la discapacidad (disability), frente a la valoración positiva de la integridad corporal (able-bodiedness), la cual es equiparada a una supuesta condición esencial humana de normalidad”; así, el capacitismo traduce la discapacidad como “una condición devaluante del ser humano”. Taylor (2017: 5) afirma que estamos ante “un prejuicio contra las personas discapacitadas que puede dar lugar a innumerables formas de discriminación […] pero también informa sobre cómo definimos qué personificaciones son normales, cuáles son valiosas y cuáles son «inherentemente negativas»”. Lisa Stafford (2022: 107) afirma que el capacitismo “existe en la planificación urbana y regional, pero en gran medida se desconoce, no se enseña ni se controla en la educación y la práctica de la planificación. Está arraigado en la política urbana, los códigos, los sistemas de transporte y en los diseños de nuestras calles y comunidades”. Además, en las decisiones sobre planificación y diseño se omite el diseño universal “debido a déficits presupuestarios o porque la inclusión es «demasiado difícil» (código de demasiado costoso), una narrativa que revela para quién no se realizan inversiones” (Stafford, 2022: 107).
La justificación más usual —pienso incluso fuera de la filosofía moral—, en orden a respetar los intereses de aquellos humanos que desbordan los límites normativos del sujeto capaz, es que en términos biológicos son seres humanos[3]. Thomas M. Scanlon (1998: 185) asevera que “el mero hecho de que un ser es «de nacimiento humano» proporciona una razón importante para otorgarle el mismo estatus que a otros humanos”. Gerald H. Paske (1991: 285) asevera que los “humanos «marginales» son humanos. Son miembros de la familia humana. Son «de los nuestros» de una forma que ningún no humano puede serlo. Este hecho puede tener un peso moral legítimo”. La noción de “familia humana” se ha ofrecido como una categoría moral que reemplaza a “especie”[4]. Figura ella en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006; en adelante, la Convención): “Recordando los principios de la Carta de las Naciones Unidas que proclaman que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad y el valor inherentes y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana” (Preámbulo, inc. a; el resaltado me pertenece)[5]. Sin perjuicio, otros prefieren descartar dicha categoría y apelar a la norma de la especie. Adela Cortina (2009: 185), en este sentido, parte de reconocer la importancia moral de la noción de persona como un término aplicable al que posee capacidades para “la autoconsciencia, para el mutuo reconocimiento de la dignidad, para actuar desde la libertad y para asumir su responsabilidad”. Ella admite que los “discapacitados psíquicos” o “enfermos mentales” no ejercen esas capacidades, pero “ese es un defecto que es necesario superar al máximo desde la comunidad humana. No se trata de que la comunidad humana sea una gran familia que deba proteger a sus miembros […] La especie humana no es una familia en modo alguno” (Cortina, 2009: 186; el resaltado me pertenece). Sí es verdad, dice la autora, que las capacidades de la persona se desarrollan “desde la especie humana y en comunidades humanas” (Cortina, 2009: 186). Es que, en el caso de los individuos mencionados, a diferencia de los animales, “la carencia no es una simple característica” (Cortina, 2009: 188). Por eso, es una obligación moral de la comunidad humana que cuando se encuentre frente a un individuo de su especie que no pueda ejercer sus capacidades de persona, deba ayudarla para que lo haga: “[e]se es el sentido de la norma de la especie” (Cortina, 2009: 188).
El punto común de las posiciones precedentes es el significado moral atribuido al hecho de ser homo sapiens, pues es lo que permite ingresar a la “familia humana” o activar la “norma de la especie”. Desde allí debemos rechazar el capacitismo, lo cual entraña obligaciones morales y políticas con todos los seres humanos, entre ellas repensar las ciudades elaboradas bajo esa forma de discriminación. Ese último deber se enlaza con dos conceptos: accesibilidad universal (o acceso) y diseño universal. Por el primero se entiende, en general, la garantía relativa a que todas las personas accedan a su entorno con el fin de beneficiarse de él e involucra reducir o eliminar las barreras que les impiden a las personas con discapacidad participar de aquel medio en igualdad de condiciones que las demás. Consiste en una noción amplia que abarca varias dimensiones que van más allá de lo urbano y lo arquitectónico. No se circunscribe al espacio físico, “sino también con los sistemas económicos y sociales que estructuran la sociedad” (Taylor, 2017: 14). Por otro lado, el diseño universal “toma como punto de partida hacer las cosas bien desde el principio, teniendo en cuenta todos los actores que convergerán en determinado escenario físico para no tener que «eliminar barreras» que previamente se han creado y construido” (Ríos Agudelo, 2013: 10). Aimi Hamraie (2017: XIII) afirma que el diseño universal apunta a “una filosofía de diseño de finales del siglo XX destinada a crear entornos construidos que sean accesibles tanto para usuarios discapacitados como no discapacitados”. Esta se nos presenta como una cuestión de sentido común, el diseño inclusivo nos beneficia a todos, o sea, “el mundo debería diseñarse pensando en todos nosotros” (Hamraie, 2017: XIII). Ahora, el valor que se le ha otorgado tanto a la accesibilidad (hasta llegar a ser considerada un bien en sí mismo) como al diseño universal los ha situado en el ámbito legal. Ergo, son más que deberes morales, son obligaciones legales correlacionadas con derechos de igual carácter. Incluso la accesibilidad es concebida como un principio jurídico en el marco de la Convención (“Principios Generales”, art. 3, inc. f).
La forma de proyectar urbanismos accesibles y con diseño universal está atada a lo que se entienda por discapacidad. Se vuelve preciso, entonces, abordar las teorías sobre el origen de la discapacidad, su significado y el trato que deben recibir las personas con diversidad funcional. Como explica Hamraie (2017: 260), el conocimiento de la accesibilidad “es la historia de cómo se ha definido, estudiado y utilizado la discapacidad como concepto, ya sea en el mundo académico, la industria, el derecho o el activismo”. La heterogeneidad de teorías (a las que suele llamarse modelos) hace que no resulte posible definir la discapacidad “en forma unívoca”, pues, justamente, ella es “abordada desde diferentes modelos y perspectivas que se conforman a partir de características estructurales y hegemónicas en momentos históricos determinados” (Campero, García, Heredia y Rusler, 2019: 22). Sin perjuicio, se suele promover el modelo social como paradigma de inclusión. Agustina Palacios afirma que él, en mayor parte, centra las causas de la discapacidad en razones sociales y no religiosas (modelo de prescindencia) o científicas (modelo rehabilitador o médico). Bajo este modelo “la discapacidad es en parte una construcción y un modo de opresión social, y el resultado de una sociedad que no considera ni tiene presente a las personas con discapacidad” (Palacios, 2008: 27). De ahí que fomente su autonomía para “decidir respecto de su propia vida, y para ello se centra en la eliminación de cualquier tipo de barrera, a los fines de brindar una adecuada equiparación de oportunidades” (Palacios, 2008: 27). Así, “pueden aportar a la sociedad en igual medida que el resto de las personas —sin discapacidad—, pero siempre desde la valoración y el respeto de la diferencia” (Palacios, 2008: 26). El modelo social es el que refleja la Convención cuando reconoce que “la discapacidad es un concepto que evoluciona y que resulta de la interacción entre las personas con deficiencias y las barreras debidas a la actitud y al entorno que evitan su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás” (Preámbulo, inc. e). Con todo, para el modelo aludido la mejora del ambiente y la superación de sus barreras conducen a eliminar las discapacidades.
Una de las alternativas críticas al modelo social son las teorías crip. Robert McRuer (2021: 101) explica que crip fue una palabra peyorativa (derivada en inglés de cripple), de hecho, no “hay forma de decir «discapacitado» sin escuchar «crip» (o anormal, o retrasado) como su eco”, pero fue “recuperada por la misma gente a la que la palabra ofende, es decir, las personas con discapacidad […] ha funcionado para muchas de ellas como una marca de fuerza, de orgullo y de desafío”. Así, crip “ofrece un modelo cultural de la discapacidad” que se opone tanto al modelo médico como al social, pues este último sugiere que la discapacidad “debe ser entendida como situada, no en los cuerpos (o mentes) de las personas, sino en un entorno inaccesible que es el que tiene que adaptarse a ellas (según este modelo, una persona que usa una silla de ruedas, por ejemplo, no sería «discapacitada» si todos los lugares tuvieran rampas)” (McRuer, 2021: 101). Entonces, el modelo social —explica Hamraie (2017: 12)— es cuestionable “por hacer excesivo hincapié en la construcción ambiental de la opresión de la discapacidad por encima de las experiencias corporales de la discapacidad”; así, “[e]n lugar de centrarse exclusivamente en la desigualdad ambiental, el giro crítico hacia la discapacidad aborda la ideología, la economía política y los sistemas culturales responsables de la caracterización de la discapacidad como descalificación”. Esto para contribuir, entre otras cosas, a que “la discapacidad sea una identidad cultural valiosa, una fuente de conocimiento y una base para la relacionalidad” (Hamraie, 2017: 12). Se agrega que hay personas que se encuentran en los cruces de los sistemas de opresión y a raíz de ello enfrenan barreras únicas. Las teorías crip son interseccionales, advierten que la discapacidad y otras categorías (ej.: sexo, género, etnia, clase social) concurren en las identidades de muchos individuos que son oprimidos por la convergencia de las discriminaciones que usan como criterio de diferenciación moral y político dichas categorías[6]. Esas intersecciones hacen que las injusticias no se vivan por igual, como lo reflejan las personas discapacitadas de color, o del sur global, mujeres, queer, niñas, adultos mayores, etc. De hecho, las teorías crip son fruto de la intersección entre queer y Disability Studies, ambas se revelan “contra la obligatoriedad de cumplir con una serie de normas, que aparecen como universales, respecto a tener un cuerpo perfecto según los cánones vigentes. Es decir, impugnan el dominio del cuerpo normativo que establece un estándar sobre la inteligencia, la morfología corporal, los comportamientos sexuales y sociales” (Mareño Sempertegui, 2021: 392).
La accesibilidad parece un campo ganado en gran parte por el modelo social, quizá porque sus premisas lucen intuitivamente correctas. Sin embargo, este modelo no es revolucionario, sino más o menos reformista (McRuer, 2017). No hace foco en los violentados de manera interseccional, entonces: la accesibilidad interpretada sobre la base de aquel modelo solo será reformista al no tener en mira las experiencias de esos individuos. Desde una perspectiva crip, la accesibilidad es interseccional, no se reduce a una cuestión exclusiva de la discapacidad, incluye, por ejemplo, los baños no binarios (Taylor, 2017). Hamraie (2017: 13) observa que muchas opiniones sostienen que el problema no descansa en los cuerpos no rehabilitados, sino en la falta de accesibilidad, con lo cual reproducen el modelo social como “una especie de sentido común y el diseño universal como una metáfora del acceso significativo”. Pero no estamos ni cerca de ese sentido común, puesto que ambas nociones mutan según la idea que se posea de discapacidad. Por eso, Hamraie se pregunta si el objetivo es diseñar para “todo el mundo”, “quién es todo el mundo y cómo lo saben los diseñadores” (Hamraie, 2017: XIV). Sumado a que los discursos del diseño universal “suelen hacer referencia a las nociones de rehabilitación del rendimiento humano y la limitación funcional, dando por sentado que la restauración de la función mejora la productividad y es, por tanto, un bien evidente”; el diseño universal es descifrado como “una característica de los entornos construidos que mejora la productividad” (Hamraie, 2017: 13). De esta forma, se reduce el conocimiento del acceso a una tecnología cuya función es rehabilitar usuarios discapacitados y mejorar personas que no lo son. Así, estos conceptos producen una “percepción «despolitizada» de la discapacidad que considera de sentido común la idea de que la discapacidad es un «problema que hay que erradicar». Paradójicamente, los enfoques despolitizados y neutralizados de la discapacidad permiten imaginar un mundo sin discapacidad” (Hamraie, 2017: 13). Las teorías crip, alejadas de aquello, proyectan un mundo desde el valor de las discapacidades, cosa que dota de nuevos sentidos a la accesibilidad y el diseño universal. Se cuestiona así la autoridad de los profesionales no discapacitados a la hora de conocer y elaborar para personas divergentes, las que se posicionan como expertas para rehacer el entorno a través de sus vivencias. De manera que la reconstrucción ambiental deja de tener como finalidad eliminar las discapacidades. Eska E. Solano Meneses (2022: 96) advierte que los activistas crip superan en su reclamo lo que es un acceso técnico y logístico al demandar “un acceso liberador mediante el cual las personas con diversidad funcional no solo puedan ser parte de los espacios, sino participar plenamente en ellos […]. Su lucha propugna comprensión y participación, y no solo tolerancia, cortesía y respeto”.
Resalto cuatro cuestiones de lo expuesto: (1) la inclusión de las personas con diversidad funcional se asienta en que a todos los seres humanos se les debe respeto porque, precisamente, son humanos; (2) la proyección de ciudades crip debe partir de la discapacidad como una condición valiosa y no a suprimir; (3) las urbes basadas en la diversidad tienen que diseñarse utilizando el marco conceptual de la interseccionalidad, puesto que el capacitismo —al no ser la única clase de discriminación existente ni en juego— escapa al abordaje lineal; y (4) las personas con discapacidad tienen que formar parte de la planificación y del diseño. Esto supone un rol activo (no pasivo como meros receptores de lo que hagan profesionales sin discapacidad) en el que aportan sus conocimientos y experiencias, son ellos mismos urbanistas que dialogan —de ser necesario a través de apoyos y lenguajes compartidos— con otros urbanistas.
Urbanismos interespecies
El primero de los cuatro puntos anteriores oculta que el sujeto normativo que se utiliza como modelo para la urbanización pertenece a la especie homo sapiens. Al mantener ese rasgo invisible se lo acepta como incuestionable o de legitimidad evidente, pues coincide con nuestra arraigada lógica antropocéntrica con la que interpretamos lo que nos rodea, identificamos quiénes son los demás y nos relacionarnos con ellos. Micaela Anzoátegui (2023: 178) explica que el antropocentrismo es una “construcción de sentido, un modo posible de dotar de significado el mundo y habitarlo” y se conforma por narrativas de lo humano que generan ese sentido. Estos relatos (y metarrelatos) ubican al humano como eje explicativo del mundo, y de ahí como medida de todo aquello que lo rodea. Se debe eso a que este es una excepción entre los seres, ya que su singularidad (o esencia propiamente humana) “reside en el hecho de que en su mismo ser es irreductible a la vida animal como tal. En este sentido ella implica un postulado de ruptura óntica, es decir, la tesis de una separación radical entre los seres humanos y las otras formas de vida” (Schaeffer, 2009: 24). Si bien se citan en la literatura varias propiedades (ej.: lenguaje, agencia, autonomía, libertad, cultura, alma, espíritu) que justifican esa excepción, todas están atravesadas por la racionalidad en mayor o menor grado y de manera más o menos explícita. Hasta se defiende el antropocentrismo invocando la importancia moral de ciertas relaciones, como las derivadas de pertenecer a la especie humana o vínculos familiares/sentimentales, es decir, lazos entablados con agentes morales (Horta Álvarez, 2007). Así, la ética antropocéntrica aglutina todas las teorías que al defender la relevancia moral de esas características o relaciones justifican que solo los intereses humanos sean tenidos en cuenta o al menos que siempre sean satisfechos en primer lugar.
Sin embargo, como expliqué al tratar el supuesto de las personas con diversidad funcional, las propiedades que el antropocentrismo eleva al rango de criterios morales son irrelevantes para la consideración que merecen los intereses básicos de alguien (ej.: no es un criterio moral válido la racionalidad si lo que está en juego es respetar el interés en no sufrir, porque no hay relación directa e inmediata entre ambos). Frente a esto queda el simple hecho de integrar la especie humana. Pero el argumento no puede demostrar por qué la especie es trascendente en términos morales para atender y preferir los intereses de sus miembros y no, por ejemplo, las “razas” (en rigor etnias) en su interior. Ergo, se trata de un límite arbitrario (Deckha, 2021; Suárez, 2020; Horta Álvarez, 2007; Singer, 2006; Ryder, 1970). A su vez, la propia noción de especie nace por razones de conveniencia taxonómica y no hay unanimidad respecto de los criterios utilizados para agrupar individuos bajo una misma especie, sumado a que es un concepto variable desde el punto de vista evolutivo (Perez Pejcic, 2019). Por eso, la especie de un ser solo es importante en el campo de la biotaxia (no de la moral), en la medida en que favorezca o facilite la comunicación entre los taxónomos. Además, la “norma de la especie” adolece de varios inconvenientes, entre ellos, es capacitista, trata a las personas discapacitadas como portadoras de un “defecto que es necesario superar al máximo desde la comunidad humana” (palabras de Cortina). No salva el asunto hablar de “familia humana”, pues ella carece de anclaje en la realidad, ya que no todos los seres humanos creen, se sienten ni se comportan como parte de una misma familia (Horta Álvarez, 2007). Además, como se verá enseguida desde un enfoque crítico, muchos humanos son destratados a pesar de ser homo sapiens porque ser humano no se reduce a un asunto biológico. De este modo, tener en cuenta a un ser en las decisiones que puedan afectar sus intereses básicos no depende de la especie de la que este es miembro. El respeto exige, dentro de lo practicable, beneficiar al individuo y no dañarlo, lo cual acontece cuando sus intereses son satisfechos. Entonces, resulta hasta intuitivo imaginar que, a la hora de tomar una decisión con el potencial de influir positiva o negativamente en aquel, lo importante sea cómo las consecuencias repercutirán en ese sujeto, es decir, si puede verse favorecido o perjudicado. Así, lo moralmente relevante no es la especie a la que pertenece, sino si tiene la capacidad de experimentar subjetivamente lo que le sucede, en pocas palabras, si es un ser sintiente (Perez Pejcic, 2023). Por lo tanto, la sintiencia es un hecho adecuado para cumplir el rol de criterio moral válido cuando lo que está en juego es la consideración de intereses básicos. Con todo, el respeto que debemos a las personas con diversidad funcional (y a todo miembro de nuestra especie) descansa en ese rasgo y no en su condición biológica humana.
Ahora, los humanos no son los únicos seres sintientes: la sintiencia es una propiedad de los animales vertebrados y de ciertos invertebrados (Perez Pejcic, 2023). Invocar, entonces, como criterio moral atributos ajenos a dicha capacidad para diferenciar moralmente, entre seres sintientes, al momento de adoptar decisiones que puedan afectar sus intereses básicos, dará lugar a situaciones de especismo: discriminación en razón de la especie (Singer, 2023; Perez Pejcic, 2023 y 2019; Pezzetta, 2018; Horta Álvarez, 2007; Ryder, 1970). No obstante, al igual que acontece con el capacitismo, Anahí G. González y Martina Davidson (2022: 18) sostienen que el especismo no puede “ser entendido meramente como una forma de discriminación moral o como un prejuicio irracional, sino que debe ser abordado como una estructura de dominación en toda su complejidad” porque
“no se basa en una mera elección individual y deliberada de discriminación mediante la cual los seres humanos ejercen poder sobre la vida de los animales, sino que es un artificio que persiste como ordenador social conjugando saberes, instituciones, espacios, técnicas y gestos que delimitan fronteras y criterios jerárquicos de diferenciación entre cuerpos y subjetividades”.
Bajo esa postura crítica, ellas afirman que “el dispositivo especista nunca ha privilegiado a la «especie humana» en su conjunto”, sino que lo ha hecho conforme con “cierto modelo de lo Humano” (González y Davidson, 2022: 18). A partir de la división humano-no humano, el especismo —como estructura de dominación— no solo violenta a los demás animales, sino también a los cuerpos que, siendo biológicamente homo sapiens, no son considerados humanos plenos (menos que humanos). Esto acontece porque el especismo “permite marcar «como animales» a aquellas vidas que, al no responder a la normatividad humana, quedan excluidas de las protecciones legales, culturales y materiales que gozan quienes sí son reconocidos como sujetos legítimos” (González y Davidson, 2022: 18-19)[7]. Por eso, advierte Maneesha Deckha (2021: 285), “poseer la identidad de especie «humana» es la justificación ampliamente aceptada e incontrovertida para recibir respeto y derechos”, de ahí que los individuos “oprimidos por una u otra jerarquía cultural enmarcan a menudo sus reclamos de igual valor y dignidad en términos de humanización o, más específicamente, de deshumanización”.
Entender el especismo desde una mirada crítica permite articular un animalismo comprometido con la interseccionalidad. Taylor (2017: 57) sienta la necesidad de una ética animal crip que incorpore “una política de la discapacidad a nuestra forma de pensar sobre los animales”, pues es esencial examinar “los sistemas e ideologías compartidos que oprimen tanto a los humanos discapacitados como a los animales no humanos, porque el capacitismo perpetúa la opresión animal”. Capacitismo y especismo están íntimamente relacionados porque desvalorizamos a los animales en función de las capacidades que tienen o no en comparación con el ser humano. Se argumenta así que los animales “son incapaces de realizar una miríada de procesos cognitivos que los seres humanos llevan a cabo, lo que demuestra hasta qué punto el especismo utiliza lógicas capacitistas para funcionar” (Taylor, 2017: 58). En este sendero, ciertas capacidades “son fundamentales en las definiciones de lo humano; se cree que marcan los límites entre la humanidad y el resto del mundo animal. De este modo, el capacitismo da forma a lo que consideramos humano y animal” (Taylor, 2017: 59). Ahora, no afecta de la misma forma a las personas con diversidad funcional y a los animales, ambos experimentan la marginación y la dominación de formas muy distintas, pero “el capacitismo ayuda a construir los sistemas que hacen que las vidas y experiencias tanto de los animales no humanos como de los seres humanos discapacitados sean menos valiosas y desechables, lo que conduce a una variedad de opresiones que se manifiestan de manera diferente” (Taylor, 2017: 59). Entonces, Taylor (2020: 28) habla de animales crip para exhibir la opresión capacitista bajo la cual “[t]odos los animales —tanto los que los seres humanos llamaríamos discapacitados como los que no— son devaluados y maltratados por muchas de las mismas razones básicas por las que lo son las personas discapacitadas”. De esta manera, se los juzga “incapaces, carentes de las diversas habilidades y capacidades que durante tanto tiempo se ha considerado que hacen que las vidas humanas sean especialmente valiosas y significativas. […] El cuerpo capaz que el capacitismo perpetúa y privilegia no solo es siempre capaz, sino también humano” (Taylor, 2020: 28).
Descartar tanto el capacitismo como el especismo implica que todos los individuos sintientes, sin distinción de especie, poseen intereses que deben ser respetados. Ello se traduce en prestar atención moral-política no solo a las condiciones de habitabilidad de los seres humanos, sino también de otros animales cuyos intereses, de igual manera, se ven comprometidos, para bien o mal, a causa de cómo están concebidas las ciudades. Así, con los demás animales tenemos obligaciones que demandan pensar la accesibilidad y el diseño universal por fuera del antropocentrismo. Esas obligaciones son correlativas a derechos morales, lo cual significa que los animales tienen derechos relativos a los entornos urbanos en donde despliegan sus vidas. La manera más adecuada de trabajar estos derechos es dentro del giro político de la ética animal. Si bien el asunto animalista siempre ha sido una lucha política, se habla de giro político a partir de la propuesta de reconstruir los vínculos que mantenemos con los animales a la luz de derechos positivos (enlazados con deberes de hacer) y no solo de derechos negativos (correspondientes con deberes de abstención), con el fin de lograr una sociedad política basada en relaciones de justicia. Es que, en los hechos, las sociedades enteramente humanas son fantasía, pues convivimos con animales domesticados, liminales e incluso silvestres que de manera transitoria (o no) se encuentran en las zonas urbanas o suburbanas. Compartimos el territorio con todos ellos formando comunidades mixtas, multiespecies, interespecies o interespecíficas (Coccia, 2021; Westerlaken, 2020; Donaldson y Kymlicka, 2018; Willett, 2018; Pezzetta, 2018; Meijer, 2017; Instone y Sweeney, 2014; Pluhar, 1995).
Bajo el mencionado giro, los animales son agentes políticos. Una muestra de ello se encuentra en la obra Zoopolis: A Polítical Theory of Animal Rights (2011), de Sue Donaldson y Will Kymlicka. Aquí, los autores observan que, tradicionalmente, la atención sobre los derechos de los animales ha sido colocada en los derechos negativos que les corresponden a todos por su condición de seres sintientes (ej.: no ser propiedad, no ser asesinado, confinado, separado de la familia, etc.) descuidando sus derechos positivos. Así, Zoopolis se inserta en el giro político con el objetivo de complementar y ampliar la teoría clásica, defendiendo la necesidad de reconocer derechos positivos a los animales, pero diferenciándolos por grupos (animales domesticados, liminales y silvestres) según las clases de relaciones que entablan con nosotros y nuestras comunidades políticas. Así, una vez garantizados los derechos negativos, las relaciones entre humanos y animales (vínculos que difieren según distintos factores) tienen relevancia moral, puesto que fueron desarrolladas bajo circunstancias geográficas e históricas (no solo pasadas, sino también presentes) que exhiben un significado moral. Su importancia hace que se originen diversas clases de deberes positivos (en materia de salud, alimentación, cuidado, hospitalidad, socialización, vivienda, movilidad, uso del espacio público, propiedad, etc.), deberes que no estamos constreñidos a cumplir por igual, en virtud de que no interactuamos con todos esos animales de la misma manera. Este es el fundamento de por qué los miembros de cada grupo tienen un núcleo de derechos positivos que difieren entre ellos. Con el propósito de ordenar esta trama de interacciones ya existentes, e identificar los reclamos legítimos que tendrían ciertos animales hacia nosotros y los tipos específicos de injusticia que les infligimos, Donaldson y Kymlicka emplean las categorías de la teoría de la ciudadanía: ciudadanos, residentes, extranjeros, soberanos, etc. A continuación, sintetizo el uso de esas categorías para animales domesticados y liminales:
(1) Los animales domesticados son los modificados o creados para que sus rasgos se ajusten mejor a la satisfacción de los intereses humanos y por eso requieren cuidado continuo. Les corresponden los derechos positivos que derivan de considerarlos miembros plenos de nuestra comunidad, pues fueron traídos a ella privados de otras formas de existencia. Por lo tanto, el marco para delinear aquellos derechos es el de ciudadanía, categoría compuesta de: (a) residencia, un hogar al que pertenecer; (b) inclusión dentro del pueblo soberano, ser tenido en cuenta a la hora de determinar el bien común; y (c) agencia política, la capacidad de moldear las reglas de cooperación. Los animales domesticados son aptos para ser ciudadanos porque poseen un bien subjetivo (intereses) que pueden comunicar, capacidad de cumplir con las reglas sociales, cooperar y participar en la coautoría de las normas. Respecto de la participación política, estos animales, con su “presencia física y sus acciones”, tienen “un rol clave en el proceso político, resultando no solo en la participación en el espacio y la vida pública sino en un cambio más general en el activismo de base en la ciudad” (Donaldson y Kymlicka, 2018: 190). Además, “[n]o son agentes que deliberan. Pero son agentes —liderando sus vidas, haciendo las cosas que hacen— y es gracias a esa agencia ejercitada en el espacio público que se convierten en un catalizador de la deliberación política” (Donaldson y Kymlicka, 2018: 189). Nótese que “no son participantes activos o coaccionados. Son agentes, haciendo lo que quieren hacer […] y por medio del estar presentes, y llevando adelante sus vidas, ayudan a moldear la comunidad compartida con los humanos […]”; participación política que “también incluye la protesta y el disentimiento” (Donaldson y Kymlicka, 2018: 190-191).
El estatus político de los animales domesticados involucra el derecho positivo a la libertad en la ciudad más allá de su derecho negativo a la libertad que poseen por ser sintientes. Así, en principio, tienen derecho a compartir el espacio público con nosotros y a que este se adecue a sus características, lo cual exige remover las actuales barreras físicas que obstaculizan su pertenencia a la sociedad. Donaldson y Kymlicka subrayan el gran confinamiento al que están sometidos con el fin de controlarlos y tenerlos “en su lugar”. Este último es el ámbito privado de quienes deciden convivir con animales. Un reciente análisis bibliométrico ilustró cómo la literatura sobre estudios urbanos ignora la sostenibilidad de los espacios públicos para los gatos que no integran una familia con humanos específicos y que desarrollan sus vidas en esas zonas (Abusaada y Elshater, 2021). Lesley Instone y Jill Sweeney, en relación con la presencia de perros en las ciudades, cuestionan la arraigada distinción entre lo público y lo privado en la organización espacial de la vida urbana, separación que influye en los cuerpos y los movimientos. Esto es importante, pues “[c]uando lo que se considera «privado» ocurre en público, se considera fuera de lugar (Instone y Sweeney, 2014: 778). No obstante, ambas categorías a veces ostentan límites borrosos y solapados. Pero bajo aquel dualismo los perros son presentados en el discurso social como propiedad privada pertenecientes a la esfera doméstica, por lo tanto su acceso al espacio público es concebido como “un privilegio más que como un derecho” (Instone y Sweeney, 2014: 778). En este sentido, son algo privado, pertenecen a alguien que los ha traído a la esfera pública, esa “conexión humana” hace que aquellos sean o no aceptables en el espacio público. Serán admitidos siempre que sus acompañantes “muestren los comportamientos sociales esperados que se consideran apropiados para «el público»”, es decir, formas de proceder que moldean al perro como seguro para el encuentro público y a su humano como un “propietario y ciudadano responsable (Instone y Sweeney, 2014: 778). Esta concepción también provoca que para muchos los parques caninos no sean esenciales y que constituyan un gasto innecesario para la sociedad, además de crear resentimiento y miedo en torno al lugar de los perros en las áreas compartidas. Así, algunos ven esos parques como una extensión del ámbito doméstico y esperan de los perros maneras domesticadas de actuar, mientras que otros los perciben como un espacio “para que el «perro sea un perro», donde puede correr libre y actuar de formas que pueden no ser adecuadas o aceptables en casa” (Instone y Sweeney, 2014: 779). De cualquier manera, el control humano aparece tanto en las historias negativas como positivas sobre perros en lugares públicos.
Como advierten Donaldson y Kymlicka, hoy el trato que reciben los animales domesticados es contrario tanto a la regla de prohibir cualquier forma de reclusión o restricción (salvo excepciones) como al deber de proveerles movilidad para que tengan acceso a opciones que hagan al florecimiento sus vidas, y también a la oposición ante restricciones a la movilidad que decanten en segregación más las surgidas a causa de la omisión de los urbanistas que no tuvieron presente el acceso de esos individuos. Claro que hay condicionamientos justificados a la movilidad, como ocurre con los seres humanos: “los animales necesitan movilidad suficiente, no movilidad ilimitada” (Donaldson y Kymlicka, 2018: 212). Dichas restricciones pueden descansar, por ejemplo, en la propia protección de los animales contra depredadores o para evitar daños producto del tráfico. A su vez, este principio de suficiente movilidad varía según los rasgos de cada animal, pudiendo ser mutable la dificultad de su aplicación. Sin perjuicio, la ciudadanía conduce a incorporar a los animales domesticados en el radio de los estudios sobre accesibilidad y diseño universal. Donaldson y Kymlicka (2018: 214) afirman que si comenzamos a pensar en cómo están elaboradas nuestras ciudades (en sintonía con lo desarrollado en este trabajo) advertiremos que fueron construidas para ser recorridas en dos piernas, medir más del metro sesenta y privilegiar el sentido de la vista, ergo, las cuestiones en torno a ella “no se alinean en dos grupos: animales y humanos”. Es que tanto unos como otros son vulnerables por su altura a experimentar accidentes de tránsito, por su forma de desplazarse a padecer la presencia de escaleras o por sus maneras de comunicarse a sufrir la incomprensión del lenguaje inscripto en las ciudades. Pero todos poseemos otras clases de capacidades fuera del modelo de habitante utilizado en el urbanismo tradicional. De manera que “integrar a los animales domesticados a la polis involucra repensar nuestros espacios comunes en múltiples niveles —no solo removiendo las barreras de movilidad sino pensando acerca de qué aportan las habilidades especiales de los animales a esta conjunción” (Donaldson y Kymlicka, 2018: 215)[8].
(2) Los animales liminales son los que viven entre nosotros en zonas urbanas o suburbanas y que por sus rasgos generales pueden ser agrupados en una categoría intermedia entre animales domesticados y silvestres —sus características hacen que no sea adecuado ni conveniente considerarlos conciudadanos, como acontece con los domesticados, sino residentes. Para delinear los términos de la residencia justa, Donaldson y Kymlicka apelan a tres reglas, cuyas proyecciones prácticas varían de acuerdo con el tipo de animal liminal: (1) principio de seguridad o garantía de residencia. Se cristaliza en el derecho a residir, el cual abarca: (a) el derecho de quedarse en el lugar donde radica el centro de vida y en consecuencia no ser tratado como extranjero o perteneciente a otro lugar; y (b) el derecho de ser incluido en la comunidad. A medida que el tiempo transcurre, los animales liminales que arribaron a nuestras ciudades, por la causa que fuera, fortalecen o incrementan su derecho a habitar allí debido a que paulatinamente decrecen sus chances de poder morar y desplegar sus vidas en otro sitio; (2) principio de términos justos de reciprocidad o reciprocidad equitativa. Supone garantizar un número reducido de derechos y obligaciones que se enlazan con el deber del Estado de proteger a todos sus habitantes de las amenazas básicas de la vida. Este set de derechos y responsabilidades —más restringidos en comparación con la ciudadanía— es un acuerdo equitativo porque respeta y refleja el deseo de humanos y animales liminales de tener un nexo más débil; y (3) principio anti-estigmatización o de protección antiestigma. Su finalidad es impedir que la residencia sea causa o motivo de estigmas, pues precisamente su concesión supone que dejen de lucir las marcas que hoy pesan sobre ellos (ej.: plagas).
Existen ciertos lugares olvidados y evitados donde resisten algunos animales liminales (ej.: gatos, perros, ratones, ratas, palomas). Son ámbitos que al interrumpir el ordenamiento normal de la ciudad “se los tipifica como sitios especialmente peligrosos y carentes de valor; estigmatizados como terrenos ideales para la cría y multiplicación de alimañas, que invaden y perjudican al resto de la ciudad” (Borsellino, 2015: 81). Pero estas, y otras áreas, deben adecuarse a los principios que hacen a la residencia justa. A modo ilustrativo, las palomas urbanas son objeto de medidas de control poblacional apoyadas en estigmas, estereotipos y prejuicios que llevan a su muerte (Perez Pejcic, 2020). Frente a esto, Nuria Kojusner (2022) cimenta las bases de una convivencia pacífica con ellas a través de palomares en los que especialistas en bienestar animal, profesionales de otros campos, el Estado y organizaciones no gubernamentales monitoreen y gestionen tanto las interacciones allí ocurridas como el bienestar animal y humano. Para los animales liminales en general, Pablo Frasson (2018: 131) imagina, por ejemplo, en los bordes de las ciudades, clausuras urbanas, o sea, “un espacio físico en la ciudad donde a los animales no humanos se les reconoce su derecho al hábitat digno de acuerdo a sus intereses […] el interés reconocido es el lugar de residencia en el marco de un orden establecido sin la participación directa de los humanos”. Se diferencia de las reservas naturales en que estas representan una “guarda de vida silvestre, autóctona en general, desde un enfoque antropocéntrico y especista” y se alejan de las reservas naturales urbanas en que ellas son “superficies dentro de las ciudades que se destinan a la conservación de determinado hábitat para animales no humanos, pero abiertos al público para que los humanos puedan interactuar con la vida silvestre” (Frasson, 2018: 130). Lo valioso de la clausura urbana, según el autor, es que constituye un lugar físico (que podría llevarse a cabo como una no-intervención o la construcción de un límite fijo para la consolidación de una superficie destinada a uso exclusivo de los animales) que respeta que algunos liminales necesiten de la ausencia humana para alcanzar su plenitud, lo que es vulnerado en la reserva natural urbana por las constantes visitas que recibe.
Considero que la propuesta de Frasson sobre clausuras urbanas es válida también para los animales silvestres, ya que pueden constituir espacios donde se asiente su derecho de soberanía. Estos animales son los que viven en sus propios hábitats y evitan el contacto con nosotros, manteniendo así en la medida de lo posible una existencia separada e independiente. Para Donaldson y Kymlicka, la clave es tratarlos como ciudadanos de sus propias comunidades que ejercen soberanía territorial. La soberanía no es un premio a sociedades preexistentes que logran alguna clase de cooperación institucional, sino que es un derecho que protege los intereses relacionados con el mantenimiento de formas valiosas de organización social, vinculadas a un territorio determinado contra la amenaza de la conquista, la colonización, el desplazamiento y el dominio extranjero. Desde esta mirada, la expansión de las ciudades arrasa y parte esos territorios, de manera que quedan reducidos a pequeñas islas que lesionan el centro de vida de los animales silvestres al comprometer, entre otras cosas, rutas migratorias y circulación cotidiana. Partes que terminan hasta separadas entre sí por nuestros asentamientos cuando muchos animales silvestres no son sinantrópicos, no se adaptan a las ciudades. Así, es necesario generar conectividad entre los parches aislados de hábitat a través de corredores apropiados (ej.: con vegetación y/o canales de agua). Esos corredores biológicos atravesarán distintos inmuebles y hasta pueden ser diseñados teniendo como guía la clausura urbana de referencia. Por otro lado, existen proyectos que buscan incluir a los animales liminales y silvestres a las ciudades, solo que sus argumentos se alinean con la ética ambiental. Sin embargo, sus ideas para intervenir las ciudades pueden ser útiles, solo que, si deseamos alcanzar urbanismos interespecies no antropocéntricos, su fundamentación deberá apoyarse en la ética animal con lo que ella implica (ej.: asumir la relevancia moral de la sintiencia y, según mi postura, también de las relaciones con las comunidades políticas). Un caso es el protocolo de Diseño Urbano Sensible a la Biodiversidad, el cual tiene como objetivo “crear áreas urbanas que brinden beneficios in situ a las especies y ecosistemas nativos mediante la provisión de hábitat y recursos alimentarios esenciales” (Kirk, Garrard, Croeser, Backstrom, Berthon, Furlong, Hurley, Thomas, Webb y Bekessy, 2021: 2)[9]. También las investigaciones sobre “urbanismo de coexistencias”, llevadas a cabo por el grupo Animalesque (2020: 37), cuyo propósito es “investigar el significado y el potencial de la vida silvestre en la ciudad y estimular un diseño que sea beneficioso para todas las especies”[10].
En sintonía con lo concluido respecto de las personas con diversidad funcional, la creación de ciudades debe comenzar a valorar la animalidad dejando detrás que ella es una condición a eliminar o encasillar en zonas fijas. La tarea involucra la interseccionalidad, dado que el especismo es estructural y dialoga con otras formas de discriminación y opresión como el capacitismo. A su vez, los animales tienen que ser parte de la planificación y el diseño con lo cual se vuelve necesaria una teoría de la comunicación política con ellos. Indica Eva Meijer (2012: 85) que “si consideramos a los animales como actores políticos, ya sean ciudadanos, habitantes [residentes] o miembros de comunidades soberanas, también debemos pensar en cómo pueden tener voz en las cuestiones que les conciernen, dentro y entre comunidades”; ese diálogo, en determinadas situaciones, “será similar a la comunicación humana (política) e inmediatamente clara para todas las partes involucradas; en otras situaciones, necesitará interpretación y/o traducción”.
Conclusión
Examiné parte de las críticas que recibe el urbanismo tradicional, que estudia, proyecta y diseña ciudades desde un modelo de habitante que coincide con el prototipo de humano que merece atención moral-política. Quiero subrayar, por último, que elegí los cuestionamientos que le dirigen las teorías de la discapacidad sin la intención de emplear el argumento de superposición de especies. Un razonamiento así hubiera tenido por fin señalar que, en aras de la coherencia, la consideración de las personas con diversidad funcional por parte de los urbanistas depende de rechazar los criterios que justifican el destrato de los animales. Lejos de ello, mi estrategia fue mostrar, mediante la interseccionalidad, que es problemático objetar el modelo de sujeto utilizado en el urbanismo clásico a partir de reforzar y reproducir el antropocentrismo. Pienso que visibilizados los problemas que entraña dicha cosmovisión podrán florecer alianzas —comprometidas contra las opresiones desde la mutua solidaridad— hacia la concreción de formas no antropocéntricas de abordar la cuestión urbana. En ese florecer, las teorías de la discapacidad y las animalistas conseguirán cruzarse en la tarea de dar fundamentos para la creación de ciudades libres de las violencias que origina lo humano como dispositivo de poder. Cruces que exigirán intervenciones democráticas (con lenguajes compartidos y apoyos, si es necesario) de individuos crip en los procesos del urbanismo, de cara a la coproducción de ciudades interespecies sin barreras capacitistas ni especistas.
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WILLETT, Cynthia. (2018). Ética interespecie. Alejandro Korn, Buenos Aires: Editorial Latinoamericana Especializada en Estudios Críticos Animales.
[1]Notas
Las zonas urbanas pueden analizarse desde distintos enfoques, pero un problema común es precisar qué se entiende por ciudad. Un obstáculo adicional es que la dicotomía urbano/rural se ve rebalsada por la existencia de áreas fronterizas que son posibles de captar a través de distintas ideas, como la de paisaje. Sin perjuicio de ello, en este trabajo, cuando hablo de ciudad tengo en mente los espacios que de manera habitual (incluso para el común de la gente) reciben ese nombre. Aunque ello no impide que las reflexiones volcadas se extiendan con sus propios matices a las áreas “intermedias” y rurales.
[2] La selección no pretende desmerecer otras importantes corrientes que critican el urbanismo tradicional, como aquellas que ubican su atención, por ejemplo, en las mujeres, niñas, niños y adolescentes, adultos mayores, personas racializadas o de bajos ingresos.
[3] La obligación de respetar los intereses de las personas con diversidad funcional puede ser: (1) directa, debida a ellas mismas, en razón, por ejemplo, de que son parte de nuestra especie o de la “familia humana”; o (2) indirecta, porque se debe en realidad a consecuencia —o como parte— del respeto que merecen los que importan moralmente por sí mismos: los humanos típicos.
[4] Alfredo Marcos (2001: 113) la introduce y explica que “[e]n contextos éticos cuentan principalmente los individuos y las poblaciones, que son entidades concretas. Cuando queramos referirnos a los seres humanos en su conjunto es preferible utilizar una expresión con claras connotaciones morales, como «familia humana». Esta expresión no trae consigo toda la confusa complejidad de la noción de especie”. Así, la categoría de “familia humana” lleva consigo lazos que la especie no, porque esta última “no es una relación que conlleve necesariamente vínculos emotivos, sociales, afectivos y morales, mientras que la pertenencia a una familia sí”.
[5] La misma fórmula antes aparece en el primer párrafo del Preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948).
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad fue aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 13 de diciembre de 2006. Disponible en: https://bit.ly/4avOJPa [consulta: agosto de 2023].
[6] Kimberle W. Crenshaw (1991: 1.244) recupera la idea de intersección y la introduce en la teoría feminista para “denotar las diversas formas en que la raza y el género interactúan para dar forma a las múltiples dimensiones de las experiencias laborales de las mujeres negras”. Su objetivo era ilustrar que muchas de las experiencias que enfrentan ellas “no se subsumen dentro de los límites tradicionales de la discriminación por raza o género […] y que la intersección del racismo y el sexismo influye en las vidas de las mujeres negras de formas que no pueden captarse en su totalidad examinando las dimensiones de raza o género de esas experiencias por separado”.
[7] Recuerda Pablo Suárez (2020: 204) que las personas con diversidad funcional “fueron exhibidas en la Inglaterra victoriana como animales, y luego la ciencia del siglo XIX legitimó esa práctica al rotular sus condiciones con referencias a una inferioridad animal: elefantiasis, síndrome de garra de simio, síndrome de garra de langosta, pecho de paloma, pie equino […] «Animal» también es una metáfora de inhábil, de anormal, de monstruo”.
[8] En ese repensar, Instone y Sweeney (2014: 782) procuran disolver categorías fijas como las que forman humano/animal y público/privado a través de la idea de “animalización de la ciudad”. La noción de animalización como estrategia queer deshace categorías “normales”, es una “práctica del espacio más que la definición de un lugar concreto para perros/animales”. Involucra una perspectiva relacional donde el espacio público no es algo delimitado o fijo, sino que se crea y se configura bajo el dinamismo propio que supone el encuentro con el otro y la interacción entre cuerpos e identidades particulares en tiempos y lugares concretos. Se desplaza el foco de atención sobre el lugar que deben ocupar los animales y su control hacia la agencia de ellos, de cara a la “coexistencia múltiple […] que se materializa a través de la actuación de actores heterogéneos en diversos lugares urbanos”.
[9] Sus cuatro requisitos fundamentales son: (1) conservar la vegetación existente, porque proporciona recursos instantáneos (como huecos de árboles para las aves que anidan) que los animales pueden utilizar y obtener beneficios inmediatos (ej.: refrescarse o descansar); (2) crear un enlace de transporte activo verde, o sea, un corredor para garantizar la conectividad ecológica (ej.: una cadena de pequeños parques con vegetación y cuerpos de agua efímeros); (3) mejorar los espacios/infraestructuras verdes existentes, para aumentar la función ecológica de cualquier espacio verde que presente usos diversos (ej.: campos deportivos); y (4) facilitar la dispersión a través de barreras importantes. Se requieren pasos elevados/puentes biodiversos en las autopistas para mitigar las barreras significativas al movimiento de animales que presentan las carreteras principales que dividen las áreas de la ciudad.
[10] Animalesque (2020: 29) considera que un punto de partida son las calles, veredas, fachadas, techos, azoteas, balcones, jardines, pues son “todos espacios en latencia para la proliferación de nuevos hábitats y formación de biotopos o microecosistemas”; tienen en vista, entonces, un modelo que sea capaz de operar “dentro de lo ya existente, atrayendo y acercando diferentes especies de plantas, insectos, aves o mamíferos a los medios urbanos en los cuales normalmente nos desenvolvemos”.