Corazones de hierro: ¿los neodarwinistas contra Darwin? Disputas sobre antropocentrismo y progreso en la biología evolutiva del siglo XX[1]

Hearts of Iron: Neo-Darwinists against Darwin? Disputes about Anthropocentrism and Progress in 20th Century Evolutionary Biology

Micaela Anzoátegui

https://orcid.org/0000-0003-1273-619X

Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,

Universidad Nacional de La Plata

Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales,

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

micaeanz@gmail.com

Fecha de envío: 14 de febrero de 2024. Fecha de dictamen: 3 de mayo de 2024. Fecha de aceptación: 15 de mayo de 2024.

Resumen

En obras fundamentales como On the Origin of Species (1859), The Descent of Man (1871) y The Expression of the Emotions in Man and Animals (1872), Charles Darwin establece un claro posicionamiento anti-antropocéntrico basado en la continuidad evolutiva entre animales-humanos, y entre todos los organismos incluyendo a la especie humana. No obstante, diversos teóricos de la síntesis evolutiva moderna, los neodarwinistas, entre ellos George Gaylord Simpson y Bernhard Rensch, vuelven a instaurar el antropocentrismo en el corazón de la teoría de la evolución, aun a expensas de ideas darwinianas fundacionales, restauradas por Stephen Jay Gould. Analizaré el caso para intentar comprender cómo lo que se ha llamado la “segunda herida narcisista” infringida por Darwin a la humanidad opera en este intento que busca hacer coincidir biología y antropocentrismo en el siglo XX, a costa del propio pensamiento del padre de la biología. Para dar sentido a esta reformulación del antropocentrismo contemporáneo, seguiremos algunas pistas para comprender cómo en la cultura occidental se produce una antinomia entre dos ideas producidas en diferentes momentos de su historia intelectual: que el hombre es el centro de la naturaleza y que no lo es, escapando en ciertos aspectos a su biología mediante la excepcionalidad. La tesis de la continuidad biológica presentada por Darwin es una de las marcas más importantes de la revolución epistemológica que lleva su nombre, y aun así los herederos de su revolución la traicionan.

Abstract

In fundamental works such as On the Origin of Species (1859), The Descent of Man (1871) and The Expression of the Emotions in Man and Animals (1872), as well as in minor writings, Charles Darwin established a clear anti-anthropocentric position based on the evolutionary continuity between animals and humans, and between all organisms, including the human species. Nevertheless, several theorists of the modern evolutionary synthesis reinstated anthropocentrism within the theory of evolution, even at the expense of foundational Darwinian ideas. I will analyze the case to try to understand how what has been called the “second narcissistic wound” inflicted by Darwin on humanity operates in this attempt to make biology and anthropocentrism coincide in the twentieth century, against the thought of the father of biology. To understand contemporary anthropocentrism, we will follow some clues to know how, in our culture, there is an antinomy between two ideas produced at different moments of intellectual history: either that man is the center of nature or the exact opposite idea, escaping in certain aspects to his biology through exceptionality. Precisely, the thesis of biological continuity presented by Darwin is one of the most important marks of the epistemological revolution that bears his name, and yet the heirs of his revolution betray this thesis.

Palabras clave: antropocentrismo; progreso; excepcionalidad humana; Charles Darwin; neodarwinismo.

Keywords: anthropocentrism; progress; human exceptionality; Charles Darwin; neo-Darwinism.

But words are things, and a small drop of ink,

Falling like dew, upon a thought, produces

That which makes thousands, perhaps millions, think.

Lord Byron, Don Juan (1819)

El mito de la “especie elegida”

Uno de los problemas de la teoría de la evolución actual es cómo quitar del imaginario colectivo no solo la negación o minimización de la importancia de la teoría evolutiva ―que como esfera de significación tiene su propia dinámica― sino algo mucho más complejo. Es decir, opera una extendida y errada aceptación de una evolución biológica de tipo lineal, jerárquica, que refuerza creencias antropocéntricas anacrónicas que no se ajustan al actual estado de la propia teoría evolutiva y de los conocimientos vinculados. Esta aceptación condicionada “donde se iba del mono al ser humano en la larga marcha de la evolución humana” se condensaba en “la célebre frase «el hombre desciende del mono» [como] la explicación más básica que se puede dar sobre el asunto la gente de la calle” (Arsuaga y Martínez, 2000: 30).

Estamos ante una de las maneras subrepticias en las que aún el antropocentrismo opera en la época contemporánea por medio de la asunción de una escala de progreso que conduce hasta la especie humana. Y esto se produce no solo en la asimilación parcial, incompleta, sesgada y anacrónica que puede circular en la comprensión no-técnica de la teoría, sino que también se manifiesta de forma tácita aun en los medios científicos y académicos actuales (Arsuaga y Martínez, 2000). ¿Cómo es esto posible? Parece paradójico, pero podemos remitirnos a un ejemplo clásico. Incluso en los cursos de grado de teoría de la evolución, o en el diseño de los museos de historia natural, subrepticiamente se cuela el imaginario del ascenso de la vida desde la tierra primitiva hasta la aparición del Homo sapiens. En ese punto, nuestra especie se presenta en último lugar, como una culminación o estadio final de desarrollo, en lugar de transmitirse lo que la teoría evolutiva da cuenta: una especie transitoria en el locus de la biosfera, entre millones de otras especies también actualmente existentes. Esto es algo que resulta evidente a la vista de distintos fósiles en las exposiciones museísticas, quedando la percepción trunca y marcando una cierta incongruencia científica.  

Existe una tensión entre la narración de lo humano de tipo antropo-excepcionalista dentro de una perspectiva científica que asume la continuidad evolutiva y la contingencia como inherentes al propio desarrollo de la vida como tal (Landau, 1984 y 1993). Entre las ideas que marcan este lugar representacional se encuentran “el largo camino del hombre”, “la aventura del hombre”, “la especie elegida para culminar la evolución”, “la más evolucionada”, “la especie que hace posible que el universo se conozca a sí mismo”[2], etc. Eso vuelve complejo el problema en tanto no se trata solo de una deficiente recepción del público en torno a la teoría. Por el contrario, siguiendo a Misia Landau (1984 y 1993), opera un esquema narrativo en la propia ciencia que motoriza un sesgo epistemológico en la comprensión, el estudio y la educación sobre estos temas. Según Arsuaga y Martínez (2000: 64):

“También los libros de paleontología que tratan de la evolución sitúan los orígenes de nuestra especie en el último capítulo, después de los organismos unicelulares y, en riguroso orden, los invertebrados, los anfibios, reptiles, aves y el resto de los mamíferos. En estas circunstancias es difícil que alguien se sustraiga a la idea de que con nosotros termina la evolución, quizá para siempre”.

Justamente, “Las especies vivientes no se ordenan en una secuencia. No se aprecia una escalera hacia ninguna parte, sino un árbol con numerosísimas ramas, y sin ningún tronco o eje principal. La evolución no es lineal, sino divergente” (Arsuaga y Martínez, 2000: 66). Opera aquí una larga trayectoria en la comprensión de lo humano donde la manera de categorizar a los entes responde a una jerarquía ascendente, considerando capacidades/habilidades gnoseocéntricas, que culmina con “el hombre” en un sentido paradigmático, normativo. La matriz de esta conceptualización es la definición aristotélica de hombre como ser racional. Sigue apareciendo la antigua escala natural de manera solapada en el pensamiento científico contemporáneo del siglo XX y el presente (Schaeffer, 2009).

Revisando la síntesis moderna

La pregunta que hacemos aquí es por la breve vida del intento de acoplar desde la ciencia antropocentrismo y evolución, en la perspectiva de la síntesis evolutiva. ¿Cómo fue posible que un siglo marcadamente antropocéntrico, como lo fue el siglo XX, finalizara con la proliferación de perspectivas diametralmente opuestas en diversos campos del saber? Es decir, que el consenso de la hegemonía se resquebrajara. Y finalmente, podamos identificar la emergencia del giro animal en filosofía y ciencia, cuya formulación explícita en realidad se rastrea con precisión hasta el pensamiento de Darwin.

En un punto, frente a la prosperidad de la teoría evolutiva —al dejar atrás el “ocaso del darwinismo” a comienzos del pasado siglo—, la resignificación de la jerarquía humanocéntrica opera introduciendo un principio de trascendencia biológica de manera subrepticia. La perspectiva antropocéntrica se reactualiza, retoma aspectos del dualismo, adaptándose al nuevo medio teórico, donde la complejidad en la vida se mide a partir de la capacidad mental, y como criterio, de la humana. ¿Quizás es el regreso de la antigua scala naturae? Sin embargo, como una ironía epistemológica, el antropocentrismo es nuevamente negado, haciendo posible el regreso de las propuestas más simples del darwinismo —pero a su vez las más potentes―, como la unidad de la vida, la continuidad evolutiva, las emociones animales, la negación de la discontinuidad humano/animal, junto con los nuevos avances de la teoría de la evolución y sus impactos.

¿Evolucionismo antropocéntrico?

No siempre aparecen las marcas del sesgo antropocéntrico de manera tan evidente como en el caso de la estructura narrativa de Landau o en el modelo de la especie elegida de Arsuaga y Martínez. Una manera más naturalizada de presentar la cuestión es entender que, en nuestra especie, opera algún tipo de especificidad que no se encuentra en otras. Aunque, igualmente, implica una meta-narrativa, con líneas que podemos identificar en los marcos teóricos precedentes.  

Landau analiza cómo se produce la narrativa del héroe en la paleantropología (1984 y 1993). Sin embargo, encontramos una versión interesante de relato evolutivo con sesgo epistemológico excepcionalista en el marco teórico del sentido del mundo, que proporciona The Meaning of Evolution (1949), del conocido paleontólogo, biólogo y geógrafo George Gaylord Simpson (1902-1984). En esta obra de divulgación científica sobre la teoría sintética o neodarwinismo, introduce algunas hipótesis ad hoc metafísicas sobre el “significado” de la evolución. Pero esto no es una rareza entre los evolucionistas: el biólogo alemán Bernhard Rensch (1900-1990) publicó un libro de propósito y eje similar, denominado Homo sapiens. Vom Tier zum Halbgott (1959)[3] [Homo sapiens. De animal a semidiós (1980)], donde se propone divulgar los avances del campo, a la vez que presenta una explicación evolutiva del fenómeno humano a partir de, explícitamente, entender la diferencia antropológica como excepcionalidad[4].

Más aun, en el prólogo de la edición española de El origen de las especies realizado por el reconocido biólogo español Faustino Cordón (1909-1999) encontramos igual espíritu:

“[] la selección natural es un mecanismo que conduce a la etapa más alta de la evolución biológica terrestre, la evolución humana. En esta etapa, el sustrato de la evolución —lo que evoluciona— ya no son las especies animales en el marco de la fauna y de la flora, sino el hombre en el marco de la sociedad humana”. (Cordón, 2007: 21; el resaltado es nuestro[5].)

Tanto Simpson como Rensch son figuras reconocidas de la nueva síntesis, junto a otros científicos de la talla de Dobzhansky y Mayr, lo que resulta curioso en términos de cómo se construye el lugar de lo humano en este momento. Ambos libros lograron una gran circulación con múltiples reediciones. Muestran la ambivalencia de una época, donde los propios autores parecen responder al avance en la naturalización de la imagen humana; o, al menos, intentan repensarlo, interpelados por lo que entienden es “la situación anfibológica” en la que se encuentra la humanidad en tanto fenómeno biológico.

En la actualidad puede resultar paradójico, aunque es pasible de comprenderse como: (a) una reorganización de las ideas evolutivas sin dejar de lado el antropo-excepcionalismo, entendido como promesa de la nueva síntesis; por tanto, (b) la centralidad humana no quedaría cuestionada, sería reforzada, ya que la teoría sintética moderna se legitimaría gestando una base nueva para el antropocentrismo sin profundizar su revisión. También funciona como una estrategia de legitimación simbólico-argumental frente a la antigua crítica que sentenciaba que la teoría evolutiva socavaba ideas fundacionales de la tradición occidental dejando al hombre expuesto, sin sentido alguno, en un mundo en el que ya no se reconocía. Lo cual es cierto porque sale a buscarse con la otra imagen en lugar de entenderse desde una nueva.

Freud (1979) ha llamado segunda herida narcisista a la infringida por Darwin a la humanidad, al desplazarnos del centro de la naturaleza, perdiendo “nuestra” caracterización de seres excepcionales. Establece un paralelismo con la revolución copernicana, que sería la “primera herida narcisista”, porque la teoría heliocéntrica desplaza a la Tierra del centro del universo; y la tercera le correspondería al propio Freud, quien desplaza al sujeto de sí mismo, mediante la opacidad de la conciencia.

La pregunta aquí es, a mediados del siglo XX, cuál es el lugar del hombre, según el panorama teórico del neodarwinismo.  

George Gaylord Simpson: el sentido evolutivo. George Gaylord Simpson distingue entre el conocimiento de que existe un proceso al que llamamos evolución de la explicación sobre “cómo y por qué ha tenido lugar” (Simpson, 1987: 11):

“En el cómo y por qué se encuentran los problemas que aún se discuten y que concentran la atención de los investigadores de todo el mundo. El estado actual de estos estudios y la evaluación de su significado son, por lo tanto, temas importantes para una moderna introducción a la evolución”.

The Meaning of Evolution tiene por objetivo responder tres problemas: qué sucedió en el curso de evolución de la vida; explicar cómo aconteció, y “¿Qué significado tienen estos hechos en función de la naturaleza humana, sus valores y normas morales, y su posible destino?” (Simpson, 1987: 11). El libro se divide en dos secciones, una referida a la historia natural y a los mecanismos de la evolución, con todos sus detalles técnicos; la otra exclusivamente dedicada al caso del hombre, su especificidad y lugar.

Simpson reconoce la continuidad evolutiva, la unidad de la vida y el parentesco con los demás organismos. Bajo la óptica de la nueva síntesis evolutiva, entonces, sostiene que “El significado de la vida humana y el destino del hombre no pueden separarse del significado y el destino de la vida en general. El interrogante ¿qué es el hombre? es un caso particular de otro más amplio ¿qué es la vida?” (Simpson, 1987: 12). No obstante adherir a la unidad de la vida, a la continuidad evolutiva, Simpson añade una interpretación, que se desancla de los fines y métodos propios de una teoría evolutiva biológica. Se pregunta cuál es el sentido de la evolución, desembocando en una interpretación retrospectiva del proceso evolutivo hasta la emergencia humana. Pondera sus características y “logros” (la ciencia, la moral, la “civilización”) como cumbre de la evolución; allí encuentra sentido el “viaje natural” desde los confines de la naturaleza primitiva hasta el presente. En el capítulo “La posición del hombre en la naturaleza”, afirma:

La primera gran lección que recibimos de evolución fue la unidad de la vida. […] No solo son Hermanos los hombres [según distintas doctrinas], lo son todos los seres vivos en el verdadero sentido material del término, ya que todos provienen del mismo origen y se han desarrollado en el seno de las complejidades divergentes de un mismo proceso”. (Simpson, 1987: 219; el resaltado es nuestro.)

Paulatinamente, Simpson realiza precisiones hasta finalmente postular un tipo de discontinuidad especial que mella la continuidad evolutiva propia de su marco teórico. A pesar de que “El hombre es parte de la naturaleza y está emparentado con todo lo viviente” (Simpson, 1987: 219), afirma que la metáfora fraternal tiene límites: “El hombre está emparentado con todos los organismos que existieron, existen o existirán sobre la tierra, pero es perfectamente claro que está más estrechamente vinculado a unos que a otros” (Simpson, 1987: 219-220). Afirma que, taxonómicamente, se presentan distinciones relativas a semejanzas estructurales y funcionales, mostrando una mayor relación de parentesco con algunas que otras formas de vida. El hombre es un animal, no un vegetal, vinculado a su origen material con esa línea de organización vital. A la vez, entre los animales, es un vertebrado y no un invertebrado, y entre estos es mamífero en lugar de reptil, pez o ave. Es miembro del orden de los primates y no de cualquier otro de los muchos órdenes de mamíferos existentes. Estas distinciones resultan necesarias para comprender nuestra clasificación biológica, pero no es ese el problema:

“A medida que se van estrechando los grados de parentesco, las diferencias disminuyen y su significación se hace menos evidente. Se requieren datos más detallados y su interpretación es más difícil. La posición general del hombre en el seno del reino animal, dentro del Subphylum de los vertebrados y en la clase Mammalia, está firmemente establecida sin ninguna duda. Su posición exacta dentro del orden de los primates y su relación detallada con cada uno de los otros primates, vivientes y fósiles, están en la actualidad demostradas en forma aproximada, pero aún no se las conoce con toda certeza y completa precisión. Queremos y necesitamos conocer estos últimos detalles y, realmente, hay pocos temas que sean más atractivos. Estos detalles, sin embargo, no tienen una importancia en particular para los grandes problemas filosóficos y morales. (Simpson, 1987: 220; el resaltado es nuestro.)

¿Quizás las diferencias merman y su significación se vuelve menos evidente porque es necesario el reconocimiento de las similitudes, en lugar de seguir buscando una bifurcación ontológica? ¿La teoría evolutiva, pese a sus avances, no logró proveer un marco para hallar estas deseadas diferencias discontinuas? Pareciera que esto es lo que ocurrió. En el exacto punto en que nos enfrentamos a la indistinción, a la problemática barrera humano-animal y primate-humano, crucial en su indagación, sostiene que no son de tanto interés desde una perspectiva filosófica.  

Resulta una afirmación contradictoria: parece que al hombre le alcanza con saber que científicamente posee una determinada clasificación dentro de los seres vivos, es parte del reino animal (tomado, en esta oportunidad, como un conjunto indiferenciado frente a “lo humano”). A ello agrega que “El conocimiento del hecho de que la vida es única y que, dentro de esta vasta unidad, el hombre pertenece a una subdivisión particular conocida como orden de los primates, es la base fundamental que permite responder a todas las preguntas esenciales” (Simpson, 1987: 220).

Insistir en que el hombre en definitiva es un animal resulta problemático en el pensamiento simpsoniano, quien advierte que ya “La demostración del hecho que el hombre es un primate, con todas sus inferencias evolutivas, dio lugar inicialmente a sofismas” (Simpson, 1987: 221). Con “sofismas” se refiere a ideas donde, malintencionadamente, se direccionan los conocimientos naturales, en tanto “Se sentía o se decía que, ya que el hombre es un animal, un primate, no es nada más que un animal o nada más que un mono con algunas mañas adicionales” (Simpson, 1987: 221). Por eso, prefiere zanjar la discusión distinguiendo el equívoco: “Que el hombre es un animal es un hecho, no así que no sea nada más que un animal” (Simpson, 1987: 222). Así, contrapone las definiciones humano-animal: el conjunto “animales” aparece de un modo parcialmente antagónico, como mundos emparentados/disyuntos, en base a ciertas disparidades.  

Para Simpson (1987: 222), “Decir que el hombre no es nada más que un animal es negar, implícitamente, que tiene atributos esenciales distintos de los de todos los animales”. Existirían determinados atributos humanos que son constitutivos de manera esencial: nos distinguen de todos los animales (tomados en bloque). Tal como vimos, ese tipo de afirmaciones remiten a una interpretación antropológica que depende de un núcleo identitario esencialista; es decir, que caracteriza de forma necesaria, no transitiva y estática la naturaleza humana. Algo absurdo desde el marco evolutivo y uno de los principales cambios en la manera de comprender las especies, desde Darwin.

Si bien Simpson intenta matizar esta postura, apelando a la pluralidad biológica, pues sostiene que sería falso para todo animal sostener que es nada más que un animal, parece no quedar del todo claro el motivo, dado que bajo esta lógica los animales son animales y es el hombre quien mantendría una diferencia esencial constitutiva[6]. A continuación, indica:

“Aplicado al hombre, el sofisma del «nada más que», va aún más lejos que para cualquier otro tipo de animal, ya que el hombre es una especie de animal completamente nueva en campos profundamente fundamentales para la comprensión de la naturaleza. Entender que el hombre es un animal es importante, pero más aún lo es comprender que la esencia de su naturaleza excepcional reside precisamente en las características que no comparte con ningún animal. La posición del hombre en la naturaleza, con la suprema significación que para él tiene, no está definida por su animalidad sino por su humanidad”.[7] (Simpson, 1987: 222; el resaltado es nuestro.)

Así,

“El hombre tiene ciertos rasgos fundamentales característicos que lo diferencian netamente de cualquier otro animal y que comprenden ciertos desarrollos que, además de incrementar esta neta distinción, la transforman en una diferencia de cualidad y no solo en una referencia relativa de grado. En la caracterización del Homo sapiens, los rasgos más importantes probablemente sean los factores interrelacionados de la inteligencia, flexibilidad, individualización y socialización. Estos cuatro rasgos se hallan ampliamente distribuidos en el reino animal como desarrollos progresivos y todos ellos definen tipos diferentes, pero vinculados, de progreso evolutivo. En el hombre alcanzaron un grado incomparablemente mayor que en cualquier otro tipo de animal”. (Simpson, 1987: 222-223; el resaltado es nuestro.)

Aquí delata una distinción fundamental sobre la propuesta darwiniana original. Para Darwin, la diferencia mental entre animales humanos y no-humanos puede ser considerada inmensa, pero nunca deja de ser de grado. Jamás se compromete con un salto cualitativo. Mientras que en Simpson hay un deslizamiento: lo que es producto de la mecánica de clasificar en especies, no necesariamente debe ser una propiedad del objeto clasificado, sino de la dinámica de clasificación del objeto. Indica:

“Todos ellos [los rasgos distintivos] tienen, como base y elemento indispensable, un progreso evolutivo aún más fundamental que actúa «en la dirección de un aumento de amplitud y variedad de la adaptación del organismo a su ambiente» […] lo que implica el incremento y desarrollo de los medios de percepción del ambiente y el particular de los de integración, coordinación y reacción apropiados a estas percepciones”. (Simpson, 1987: 222; el resaltado es nuestro.)

Lo humano aparece como el estadio animal más desarrollado, representante indiscutible del progreso biológico. Muchas son, además de las anteriores, las características que lo diferencian, marcando este “grado inhabitual o único de progreso en la evolución” (Simpson, 1987: 222). Entre ellas, el dominio del planeta, como forma de vida globalmente presente, que representa la culminación de la aventura evolutiva, en tanto única especie viva entre linajes de homo semejantes:

“[La especie humana] Representa una masa inusualmente grande de materia viviente y lleva a cabo una parte importante del metabolismo vital de la tierra. Es una de las formas actualmente dominantes de vida, la última en aparecer y ya la única en la secuencia particular de dominancia a la que pertenece”. (Simpson, 1987: 222; el resaltado es nuestro.)

Para Simpson, aunque al hombre se lo entiende dentro del agregado animal, demuestra por múltiples criterios observables ser de estirpe “particularmente compleja”, un tipo especial de organismo:

“Aun encuadrado dentro del reino animal y juzgado de acuerdo con los criterios de progresos aplicados a este reino en conjunto y no propios del hombre, este es el animal más avanzado. Se ha dicho a menudo […], que si un pez, por ejemplo, estudiara la evolución, se burlaría de un animal que se pretende superior y es tan desmañado en el agua y carece de rasgos de perfección tales como las branquias o una aleta caudal […]. Creo que, por el contrario, la reacción del pez sería de asombro ante la existencia de individuos que ponen en duda el hecho de que el hombre es el animal más avanzado. No nos apartamos del tema si agregáramos que el «pez» que emitiera estos juicios ¡tendría que ser un hombre!”. (Simpson, 1987: 222; el resaltado es nuestro.)

Nos lleva, tal como él mismo Simpson reconoce, al antropocentrismo:

“¿Es necesario seguir insistiendo sobre la validez del punto de vista antropocéntrico que muchos científicos y filósofos parecen despreciar? El hombre es el animal más avanzado. El hecho de que sea el único capaz de emitir tal juicio es, en sí mismo, parte de la evidencia de que esta posición es correcta. Aun si fuera el menos desarrollado de todos los animales, el punto de vista antropocéntrico seguiría siendo con seguridad el único correcto por adoptar para estudiar su posición en el esquema natural y para buscar una guía en la cual basar sus acciones y juzgarlas. (Simpson, 1987: 224-225; el resaltado es nuestro.)

Como argumento subsidiario para sostener que tal tesis es correcta, indica que “Esta posición está también reforzada por el absurdo de suponer que un animal inferior al hombre, o el mismo hombre si no fuera el más avanzado, podría ser capaz de estudiar el esquema natural o buscar en él una guía” (Simpson, 1987: 225). El antropocentrismo simpsoniano se funda en una tesis gnoseocéntrica que dota al hombre de excepcionalidad a partir de lo que entiende como una característica exclusiva. No se funda en una completa ruptura en el orden de lo viviente. Lo reconoce según el marco evolutivo; no obstante, pese a ese marco y partiendo de él, sostiene que la especie Homo sapiens implica un “nuevo tipo de evolución”. No resultaría problemático, inclusive, si Simpson entendiera que en todo caso el humano representa simplemente el ser más evolucionado; sin embargo, no adhiere a esa tesis: “También es falso llegar a la conclusión de que el hombre no es nada más que el animal más avanzado, o el producto más progresista de la evolución orgánica” (Simpson, 1987: 225). Queda aún más en evidencia que entiende lo humano más allá de la teoría evolutiva, como existiendo “algo” que lo hace “extraordinario” y lo aleja de la unidad viviente pese a las similitudes compartidas. Simpson (1987: 225) indica que el hombre es “un tipo fundamentalmente nuevo de animal en el que, si bien sigue estando sujeto a la evolución orgánica, apareció un tipo fundamentalmente nuevo de evolución”. Algo, aunque no resulte completamente discernible, escapa a la animalidad del hombre y le otorga un sentido superior.

Para Simpson (1987: 225), la base de esta “otra categoría” de evolución es lo que entiende como una “nueva forma de herencia: la transmisión de los conocimientos”. Se la puede reconocer en otros seres, dado que “Este tipo de herencia aparece modestamente en otros mamíferos e incluso en animales menos avanzados […], pero que, en el hombre, alcanzó un desarrollo incomparablemente mayor combinándose con otras características”.  

La clave interpretativa para entenderlo no es solo su necesidad de compatibilizar una caracterización antropológica esencialista y excepcionalista, sino también una jerarquía que él —junto con parte de los evolucionistas de la época— logra ver reflejada en el proceso evolutivo. La evolución indicaría entonces que el hombre es “su corolario”, donde se potencian, conjugan y maximizan características dispersas en otros seres “menos desarrollados”. En esta tensión que detecta entre antropocentrismo y anti-antropocentrismo[8], se registra la emergencia de perspectivas alternativas. El científico sostiene que

“Esta nueva evolución es […] el resultado de la evolución orgánica, pero es de naturaleza esencialmente diferente. Si bien es correcto, desde el punto de vista de la semántica, y aclaratorio desde el científico, llamar a ambas «evolución», es importante comprender que la diferencia de naturaleza hace que esto sea en gran parte una analogía y no una equivalencia directa. Podemos esperar hallar, y en efecto hallamos, que muchos principios generales de la evolución se aplican análogamente a ambas, pero no es válido, e incluso es peligroso, suponer que en ellas operan principios evolutivos equivalentes y que los principios descubiertos para una se puedan aplicar directamente a la interpretación de la otra. Dado que actualmente se conoce mucho mejor la evolución de los organismos que la de la sociedad[9], se intenta por lo general realizar este tipo falaz de transposición del campo de la biología al de la sociología”. (Simpson, 1987: 228; el resaltado es nuestro.)

Admite que la especie humana no es el producto predilecto de la naturaleza, se ha dado circunstancialmente mediante los mismos mecanismos presentes que en los demás seres: “Los objetivos y los planes son precisamente nuestros, no los del universo, del que están ausentes según evidencias convincentes” (Simpson, 1987: 233). Así,

“El hombre no era, evidentemente, el objetivo de la evolución, la que, con certeza, carece del mismo [sic]. No podía estar planeado en una operación totalmente desprovista de planes. No es el elemento último de una tendencia única y constante hacia algo más elevado, ya que en la historia de la vida se encuentran innumerables tendencias, ninguna de las cuales es constante, algunas dirigidas hacia lo inferior y no a lo superior. ¿Su posición en la naturaleza es, pues, un mero accidente sin sentido? La respuesta afirmativa que algunos se creyeron obligados a dar es un ejemplo más del sofisma del «nada más que». Considerar al hombre como un mero accidente da una idea tan falsa de la situación y revela que la lección está tan mal aprendida, como considerarlo la cúspide predestinada de la creación. Su aparición no fue inevitable ni carece de sentido. El hombre surgió después de una sucesión extraordinariamente larga de acontecimientos en los cuales tanto el azar como la orientación tuvieron su parte. Su aparición no fue favorecida por todos los factores fortuitos, ninguno hubiera podido causarla, pero hubo bastantes que contribuyeron a ella. La orientación no se manifestó totalmente en su dirección, ni condujo indefectiblemente hacia lo humano, pero parte de ella llevó ese camino”. (Simpson, 1987: 233)

Con excesivo optimismo, propio de su posicionamiento antropocéntrico, Simpson afirma que el Homo sapiens

“[Es] la expresión más elevada de organización de la materia que haya existido en la Tierra hasta el presente, y realmente carecemos de buenas razones para suponer que exista otra más avanzada en el universo. Pensar que este resultado está desprovisto de sentido sería indigno de esa elevada organización que incluye entre sus riquezas un criterio de valores”. (Simpson, 1987: 233-234; el resaltado es nuestro.)

Bernhard Rensch: el hombre, animal excepcional. El biólogo y ornitólogo alemán Bernhard Rensch advierte que a mediados del siglo XX el público manifiesta interés en “los problemas del origen del hombre y el puesto especial que ocupa entre los seres vivos” (Rensch, 1987: 11), tema principal de su obra. Circunscribe el tópico (Rensch, 1980: 13) a las preguntas:

“¿Quiénes somos nosotros los humanos? ¿A dónde conduce nuestra historia? Estas preguntas se las han planteado los hombres desde que adquirieron conciencia de sí mismos, desde que crearon culturas y fueron evolucionando dentro de firmes tradiciones”. (Rensch, 1987: 13)

El humano aquí es creador de cultura como un atributo que despliega, que le pertenece. Cada cultura humana ha dado respuesta a estas preguntas; las tradiciones animistas vinculan al hombre con los animales, encontrando parte de su origen en ese punto, mientras que otras, como budistas e hinduistas, lo entienden encarnando un principio metafísico, y para los cristianos el humano aparece como imago dei. Simultáneamente, “El hombre moderno, conocedor de las ciencias naturales, reconoce que es un descendiente de antepasados animales y que, debido a la evolución única de su cerebro, se ha convertido en el primer y exclusivo ser creador de valores” (Rensch, 1987: 13), dado que “entre millones de otras especies de seres vivos surgió un Homo sapiens, [la pregunta es] cómo llegó a ocupar un puesto singular frente a animales superiores muy semejantes somáticamente a él […]”.

Ante los desarrollos del siglo XX, escapando del eclipse del darwinismo durante sus primeras décadas y avanzando hacia la síntesis evolutiva moderna, el panorama teórico-técnico se muestra especialmente fuerte para presentar nuevas aproximaciones a la pregunta antropológica: “Nuestra época invita a reflexionar sobre estos problemas elementales de la existencia humana, porque es indudable que la humanidad se encuentra en un punto crucial de su evolución cultural” (Rensch, 1987: 14).

El biólogo distingue entre la evolución física del hombre y la evolución mental. En el quinto capítulo del libro, denominado “El especial puesto biológico que ocupa el hombre entre los seres vivos”, sostiene que existe una peculiaridad en nuestra especie (Rensch, 1987: 146):

“Si deseamos comprender a fondo la aparición y el especial puesto biológico de la especie homo sapiens, hemos de admitir en primer lugar al hombre que, al igual que todos los seres vivos, ocupa un muy determinado orden según su tamaño entre las dimensiones de los átomos y las de las estrellas […]”

Rensch (1987: 146-147) enumera las características que distinguen a nuestra especie, su marca de singularidad entre millones de otras formas orgánicas:

“Dentro de los mamíferos de gran tamaño, el hombre posee un cerebro más intensamente diferenciado, y por ello es desproporcionadamente grande en relación con el cuerpo. Ya que los rasgos humanos esenciales —lenguaje, pensamiento reflexivo y actos reflexivos— están determinados por la estructura cerebral, hemos de preguntarnos si estas peculiaridades no habrían podido formarse también con otro tamaño corporal completamente distinto. Al parecer no pudo ser así”.

El cerebro aquí es determinante de lo que se entiende como propiamente humano según una perspectiva gnoseocéntrica, a partir del índice de encefalización vinculado a los “rasgos humanos esenciales”. Estos rasgos son aquellos que lo determinan de manera universal, ahistórica y no resultan aleatorios o circunstanciales. Pero esto resulta contradictorio: un marco evolutivo no remite a cualidades esenciales. Retomando los aportes exegéticos de Landau, en este enclave opera una marca narrativa.  

Unidas a la perspectiva gnoseocéntrica, aparecen otras cualidades que configuran este lenguaje de la excepcionalidad, que habla del hombre en el juego de la vida:

Tan solo la especie Homo sapiens, sobre la base de una gran capacidad de abstracción, ha sido capaz de comprender plenamente el propio Yo como un importante complejo de representaciones y distanciarse así netamente del mundo extrasubjetivo. De este modo resultó posible contemplar racionalmente la materia, el espacio y el tiempo y reconocer leyes causales, lógicas y psíquicas. (Rensch, 1987: 176; el resaltado es nuestro.)

En una vena kantiana, recupera la idea de “Yo” representativa de la constitución del antropocentrismo moderno. Un “Yo” como modalidad interna capaz de contemplar y conocer una externalidad que es el mundo, abstraer las leyes de esta otra dimensión. Cuestiones que derivan en otras afirmaciones construidas desde la excepcionalidad:

“El Homo sapiens ha sido también, al mismo tiempo, el único ser vivo que ha llegado a apreciar el placer estético e intelectual y que ha creado valores estéticos, éticos, científicos y religiosos. Tales valores se convirtieron en ideales determinantes del modo de vida”. (Rensch, 1987: 176)

Estas cualidades de un modo de ser, en el caso humano, vinculadas al conocimiento, son universales para Rensch, tal como afirma:

“[…] en esta enumeración de las características humanas no hemos de pensar exclusivamente en el moderno hombre civilizado. Para un papú de Nueva Guinea son válidas de modo muy limitado […]. Un campesino europeo […] fuera de las grandes vías de tráfico se diferencia mucho [respecto] a su nivel psíquico de una persona que goza de una formación universal. También esta enorme gama de variedades mentales constituye a su vez un rasgo típico de la especie única y polimorfa que es el Homo sapiens. Se podrían mencionar aun otros rasgos característicos, su «historicidad» consciente, su apertura al mundo, etcétera. Sin embargo, estas peculiaridades son en su mayoría consecuencias de las características ya mencionadas. Señalaremos, por último, una peculiaridad muy esencial del hombre y que junto a muchos aspectos positivos ofrece también algunos negativos. El Homo sapiens el único ser vivo que ha logrado modificar en gran medida la naturaleza de la superficie de la tierra. En el transcurso de la historia de la civilización se ha ido creando así su propio ambiente. Han sido sus hábitats artificiales, con todas sus instalaciones técnicas, los que han posibilitado el desarrollo de la civilización actual. Mas paralelamente a la creación de un nuevo medio ambiente ha quedado suprimida, en amplia medida, la selección natural”. (Rensch, 1987: 177-178; el resaltado es nuestro.)

Destaca la comparación humana con lo divino, considerando las cualidades que caracterizarían esencialmente a nuestra especie[10]. En el apartado titulado “El hombre como semidiós” sostiene:

“Para aquellos individuos que no han entrado aún en contacto con la civilización moderna o en los que […] ha sido muy escaso, como ocurre con ciertas tribus papúes, melanesias y brasileras, el mundo está lleno de fuerzas misteriosas e incomprensibles. El rayo y el trueno, los terremotos y las erupciones volcánicas, la enfermedad y la muerte son atribuidos a la acción de los dioses, los espíritus o los demonios. Un ser que comprenda todos estos fenómenos en cuanto a sus relaciones causales, que sea además capaz de descifrar una historia universal que comprende centenares de millones de años, que estudia los mundos más lejanos y el interior de los átomos, que sabe aplicar sus amplios saberes para poner a su servicio a todas las fuerzas de la naturaleza mediante instalaciones técnicas sumamente complicadas, ha de aparecérsele al animista primitivo como un semidiós”. (Rensch, 1987: 179)

Proporcionando apoyo al paralelismo:

“Ya en el Génesis cristiano, la serpiente le dice a Eva, refiriéndose a los frutos del conocimiento: el día que comáis de ellos se abrirán vuestros ojos y seréis como Dioses […]. Desde entonces, el hombre ha comido muchos frutos del conocimiento. Y a pesar de la distancia que le separa mentalmente de nosotros, el primitivo actual es un Homo sapiens: dispone de un cerebro igual al de la persona que posee una cultura universal y tiene, por tanto, la capacidad de convertirse él mismo en un semidiós si se le proporciona la oportunidad de asimilar los frutos de una milenaria tradición cultural mediante la enseñanza adecuada. (Rensch, 1987: 180; el resaltado es propio.)

Pero todo lo que podamos imaginar atestigua las cualidades excepcionales del hombre como especie:

“Este extraño Homo sapiens no solo fue capaz de conocerse a sí mismo y a las leyes universales, sino que desplegó capacidades similares a las de un dios al crearse un mundo complejo y absolutamente nuevo, al modificar casi toda la superficie de los continentes mediante cultivos y construcciones, al exterminar parcial o totalmente a numerosos animales y plantas, fomentando la propagación de otros y creando nuevas formas vegetales y animales, en especial plantas de cultivo y animales domésticos. El hombre es, además, el único ser vivo que puede trazar planes a largo plazo para el futuro, relativos a su propia existencia y al desarrollo de sus instituciones y de otras metas supraindividuales. Estos proyectos dominan de tal modo al hombre civilizado, que, curiosamente, vive menos en el presente que en el futuro y, debido a sus recuerdos, en el pasado. Esto tiene para muchos, pero sobre todo para él intelectualmente, una consecuencia importante. Como todo proyecto, todo plan implica una meta, un sentido, se presupone que la vida que crea entera tiene también un sentido de la existencia”. (Rensch, 1987: 180; el resaltado es propio.)

También asociado al hombre, reconoce la finitud como condición inalienable, pero en el esquema propuesto de la temporalidad, al paso fluido entre conciencia del pasado, del presente y del futuro, le añade otra peculiaridad al Homo sapiens, que lejos de mostrar la comparación como efecto espurio del antropocentrismo, lo refuerza:  

“[…] se añade que el hombre es el ser vivo que sabe sobre la muerte, su inevitable final, y que precisamente debido a que su pensamiento se halla referido al futuro, puede temer también el fin”. (Rensch, 1987: 181; el resaltado es propio.)

Adelantándose a posibles objeciones, indica que, bajo los nuevos conocimientos biológicos, puede encontrar una fundamentación adecuada a la idea de que el hombre, en verdad, es casi como un semidiós…. Y no debe extrañarnos, si es una figura a la que se ha apelado en otros contextos:

“El título de este capítulo [El hombre como semidiós], que quizás les parezca a algunos inadecuado, se justifica también por el hecho de que los hombres se calificaron con frecuencia a sí mismos de dioses o semidioses, por ejemplo los soberanos egipcios, romanos, chinos, japoneses o incas, o bien, como los sacerdotes supremos de diversas religiones, de representantes de Dios en la tierra o encarnación de un Buda, como sucedía con el Gran Lama del Tíbet […]. Señalemos, por último, un paralelismo que quizás posea una cierta importancia teológica. […] El hombre habrá de evolucionar aún, hasta cierto punto, en el futuro, mas no es de prever que prosiga la línea evolutiva que ha conducido hasta el Homo sapiens, es decir, que se modifiquen esencialmente las estructuras corporales y cerebrales. En este sentido, el ser vivo más altamente evolucionado ha alcanzado, al parecer, un final filogenético. (Rensch, 1987: 181; el resaltado es propio.)

Ve en la constitución actual de la especie su destino filogenético, la culminación del camino que derivó en el hombre. Continúa, entonces, afirmando que:

“Habida cuenta de que los modernos teólogos cristianos consideran todo el conjunto de la filogénesis como un proceso determinado por Dios y que según nuestros conocimientos biológicos hay que considerarlo además como un proceso sometido a leyes universales, es decir, causalmente determinado, el hecho de que la secuencia evolutiva más elevada termine en cierto modo con la aparición del Homo sapiens reviste interés porque según el Génesis el hombre está hecho por Dios a su imagen y semejanza”. (Rensch, 1987: 181-182; el resaltado es propio.)

“A este ser vivo más elevado se le revelaron las leyes universales y la comprensión de su propia esencia. Existen, pues, ciertas convergencias entre el pensamiento teológico cristiano y el biológico, convergencias que ciertamente no han de sobrevalorarse, pero que han de tener en cuenta los teólogos. (Rensch, 1987: 182; el resaltado es propio.)

La idea de que la secuencia evolutiva más elevada termina con la aparición del Homo sapiens es un prejuicio. Rensch, inmediatamente, remite a la mitología cristiana. La ciencia, la vía de la razón, puede ver en el hombre a un semidiós. Esta caracterización relaciona al conocimiento científico-técnico con la potencia divina, llevándonos al mito platónico de la adaptación de los animales:  

“Así, pues, y en el sentido de la convicción personal del autor [aquí Rensch se refiere a sí mismo en tercera persona], podemos concebir al hombre como el admirable nivel de integración más elevado de la materia o bien de la estructura témporo-espacial de energía, determinada por leyes universales. Y en los últimos milenios de su historia, que abarca centenares de miles de años, el Homo sapiens ha llegado finalmente a comprender su propia esencia, su evolución filogenética y las leyes del mundo, y ello debido a las complejísimas capacidades de su cerebro y de su saber, enriquecido por la tradición. Lo cual le permitirá también controlar el futuro del género humano, futuro en el que hay que resolver aún multitud de problemas. Si bien de cara a un futuro final de nuestro planeta no puede existir una meta «última», el sentido de la existencia reside en la aspiración a una estructura social racional del mundo y a un modo de vida ideal en el sentido de un auténtico humanismo”. (Rensch, 1987: 224; el resaltado es nuestro.)

Finalmente, sostiene que “Saber que el hombre está incluido en una larga cadena evolutiva, determinada por leyes universales, puede servir también, ciertamente, como fundamento para una sublime imagen del mundo” (Rensch, 1987: 224). Pero esta “sublime imagen del mundo” es aquella donde la interpretación de la naturaleza, gracias a la teoría evolutiva, habla necesariamente del hombre como un animal especialmente dotado entre el conjunto orgánico. Esta “larga cadena evolutiva” parece más bien quedar emparentada con la larga cadena del ser antes que con el árbol de la vida de Darwin: Rensch rearma una jerarquía de entes vivientes antes que dar cuenta de la continuidad evolutiva.

Se tensionan las perspectivas en disputa por el lugar de lo humano en el interior de la tradición científica para dar cuenta de qué es el hombre, puesto que parece no ser solo eso:

“Independientemente de que se admita o no la concepción monista […], de que se presuponga un dualismo cuerpo-alma, o que se esté convencido de la validez de una creencia religiosa, el hecho es que nos tenemos que considerar un producto de la continua corriente de la vida, cuyas últimas ramificaciones[11] somos los miembros de nuestra especie que actualmente vivimos. Todo individuo humano es, en cierto modo, tan solo una fase evolutiva transitoria, constituida por multiplicación celular diferenciada, altamente compleja, de vías germinales continuadas a través de las generaciones”. (Rensch, 1987: 224; el resaltado es nuestro.)

El principal inconveniente de esta concepción de la biología evolutiva y del emplazamiento del fenómeno humano, es que “Su discurso indica que la condición de elegidos no pasa de ser un curioso tópico” si consideramos que

“[…] por un lado se plantea la actividad azarosa con la que funcionan los mecanismos evolutivos y por otro el hecho de que ciertas características que, en la visión clásica, eran de nuestra exclusividad, parecen también estar presentes en otras especies ya extintas e igualmente, desde ese punto de vista, humanas”. (Arsuaga y Martínez, 2000: 14)

El relato que posiciona al Homo sapiens como culminación biológica a partir de capacidades consideradas únicas elude el hecho de que estas no aparecieron espontáneamente: se encuentran compartidas con especies homo ya extintas y con otros animales, tal como indica la vieja teoría darwiniana y los estudios cognitivo-emocionales en etología.

Stephen Gould: adiós al progreso. Las investigaciones de Stephen Jay Gould derivan en el cuestionamiento de la escala evolutiva basada en la idea del progreso biológico lineal y jerárquico, algo presente en el ambiente intelectual de su época. En Wonderful Life: The Burgess Shale and the Nature of History (1989), estudia cómo se categoriza e interpreta la historia natural, a partir de un caso testigo. Pone en jaque no solo el supuesto de “progreso” en el proceso evolutivo, sino el supuesto mismo de que una especie se encuentre más avanzada que otra, base de la jerarquización interior de lo viviente. Ya anteriormente en Ever since Darwin. Reflections in natural history (1977) había afirmado:

“Sí, el mundo ha sido diferente ya desde Darwin. Pero no menos excitante, constructivo o enaltecedor; ya que si no podemos encontrar un propósito en la naturaleza, tenemos que definirlo nosotros. Darwin no era un moralista tonto; simplemente se resistía a cargar sobre la naturaleza todos los profundos prejuicios del pensamiento occidental. De hecho, yo sugeriría que el verdadero espíritu darwiniano podría aún sacar adelante nuestro mundo vacío dando el mentís a un tema favorito de nuestra arrogancia occidental —que nuestro destino es disfrutar del control y el dominio de la tierra y su vida dado que somos el más elevado producto de un proceso predeterminado. (Gould, 1983: 7)

Gould proporciona un caso completo sobre cómo se produce el deslizamiento de estos preconceptos en ciencia analizando el caso de la una de las formaciones geológicas más conocidas por sus fósiles, ubicada en el Parque Nacional Yoho (Columbia Británica, Canadá), llamada Burgess Shale. Allí se produjo un momento fundamental de la historia de la vida, hace 530 millones de años, la explosión de vida del Cámbrico, un registro de la fauna de cuerpo blando, que conforma la única panorámica del inicio de la vida moderna. Gould relata que el descubrimiento e interpretación de estos fósiles se extiende a lo largo de casi 80 años, a partir de la confrontación de las tesis tradicionales con fósiles que no encajan en las ideas clásicas. Gould analiza el primer descubrimiento de Walcott (1909) con una interpretación más tradicional, llamada posteriormente “el calzador”, que no aporta ninguna novedad hasta el estudio contemporáneo de Whittington. Así, se reconstruye una historia vital que no es un “continuo desarrollo”, desde las formas simples hacia las complejas, sino un registro interrumpido por episodios breves, a veces instantáneos geológicamente, de extinciones en masa y subsiguiente diversificación. ¿Los organismos que se extinguieron, cuyos modelos estructurales no subsistieron, eran formas “menos desarrolladas” que las subsiguientes registradas en el estrato geológico?  

Gould identifica un problema: contamos con la teoría de la evolución como marco teórico para el análisis de los fósiles, pero en el registro geológico de la historia de la Tierra, la mayor parte está vacío, apareciendo luego la vida que entendemos como de “mayor complejidad”. Se han conservado muy pocos fósiles del Precámbrico. Entonces, hay que arribar a una nueva comprensión de la vida, ya que, en primera instancia, Walcott trató los fósiles como si fueran láminas planas, cuando se habían conservado de manera tridimensional, y seleccionó los que estuvieran conservados en la orientación menos confusa. Por su parte, Whittington revalorizó los fósiles de “formas raras” para acceder a mayor información de los planos corporales y conocer la anatomía completa de un individuo.

Gould destaca que la primera interpretación implicó forzar los registros, encajándolos en modelos previos: los primeros estudios se realizaron en una época y contexto científico en los que se tendió a incluir los fósiles descubiertos como variaciones primitivas de phila ya conocidas. Se suponía que la variedad de los seres vivos fue siempre aumentando y que los animales de ese periodo necesariamente debían ser más simples y menos variados que los posteriores; también, que correspondían a los grandes tipos o phila ya conocidos. Gould indica que escapaba al pensamiento científico epocal que seres complejos, de tipos desconocidos hasta ahora, pudieran haber evolucionado en un periodo relativamente corto, sin dejar descendientes reconocibles en etapas ulteriores. Es decir, el supuesto del ascenso gradual en complejidad-variabilidad creciente guiaba las investigaciones sobre los organismos primitivos. Medio siglo después, advierte Gould, se reinterpreta este conjunto de fósiles desde una nueva perspectiva, revisando supuestos con una tecnología que posibilitó resultados alternativos. Gould afirma:

“La historia de la vida no es un continuo de desarrollo, sino un registro interrumpido por episodios breves, a veces instantáneos geológicamente de extinciones en masa y diversificación subsiguiente. La escala de tiempo geológico cartografía esta historia, porque los fósiles nos proporcionan el principal criterio para fijar el orden temporal de las rocas”. (Gould, 1999: 51)

“[…] Los tres artífices de la revisión de Burgess Shale [Whittington, Briggs y Conway-Morris] empezaron con la idea tradicional de que los ganadores conquistaron a fuerza de adaptación superior, pero acabaron llegando a la conclusión de que no tenemos ninguna prueba que relacione el éxito con un diseño predeciblemente mejor. […] Reconstruyeron unos veinticinco planes anatómicos básicos. Cuatro de ellos condujeron a grupos cuyo éxito fue enorme, entre ellos animales dominantes en la actualidad en nuestro mundo; todos los demás murieron sin dejar descendencia. […] Estos animales no estaban destinados al éxito de ninguna manera conocida. No eran más abundantes, más eficientes o más flexibles que los demás. […] No tenemos pruebas de que los ganadores gozaran de superioridad adaptativa. (Gould, 1999: 241-242; el resaltado es nuestro.)

Pensar la posibilidad de la emergencia y destrucción de los seres vivos, sin que medie un plan preestablecido, una “larga marcha evolutiva”, un continuo desde lo más rustico a lo más desarrollado, y que en su lugar solo encontremos azar…  la superioridad adaptativa es un mito a desarmar, una idea tranquilizadora que oculta el anhelo humano de sentido.

Las ideas más allá de… las ideas

La perspectiva de progreso antropo-excepcionalista divulgada por los neodarwinistas no es una onto-epistemología ingenua, meramente ideológica: derivó en consecuencias científicas-práctico-ético-políticas de toda índole. Ninguna idea que recorra el discurso social con la fuerza de la hegemonía pueda ser inocua (Angenot, 2010). La Biología evolutiva adquiere a través del siglo XX gran prestigio y toca una fibra especial: un relato que también habla sobre “nosotros”, investiga qué somos, nuestro origen y lugar en el planeta.  

Podemos ver su reflejo en diversos ejemplos, por mencionar algunos:

(a) Las investigaciones biomédicas realizadas en otros animales, pero también sobre humanos “animalizados” en determinados contextos epocales o situaciones de vulnerabilidad.

(b) La crisis ecológica global que derivó en la sexta extinción masiva de especies de origen antrópico (Ferrari y Anzoátegui, 2023).

(c) La inmunización epistémica entre ciencias humanas y ciencias naturales que dificultó hasta recientemente la interdisciplinariedad (Schaeffer, 2009; Anzoátegui, 2019).

(d) Los estudios sobre mente, conciencia y cognición desde Darwin se vieron entorpecidos por consideraciones acientíficas basadas en la superioridad intelectual del hombre (Lázaro y Ferrari, 2020).

(d) El sesgo epistemológico-metodológico antropocéntrico en ciencias naturales, donde se reproducen representaciones y prácticas anacrónicas o no-éticas con los objetos (sujetos) de estudio e investigación (Anzoátegui, 2021b y 2022).

(e) El sesgo pedagógico en todos los niveles educativos: se transmiten acríticamente nociones sobre lo humano/animal y la biosfera basadas aun en la jerarquía, dominio y progreso de lo humano sobre lo considerado no-humano (Anzoátegui, 2021b y 2022). Predomina la idea de la disponibilidad instrumental y la fantasía de la sumisión voluntaria.

(f) Este imaginario recorre el cuerpo social, repercutiendo en decisiones políticas.  

(g) El sesgo antropocéntrico aparece en las ciencias humanas y sociales, donde se habilita la teorización sobre la animalidad o la humanidad abstractamente, utilizando prejuicios de apariencia teórica. Los expertos no ven la necesidad de recurrir a conocimientos provenientes de campos alternativos, considerando que implicaría necesariamente “un reduccionismo biológico” (Schaeffer, 2009).

(h) La división entre Biología y Antropología: se presentan escindidas, cuando, técnicamente, la Antropología es parte de la Biología (el Homo sapiens integra la biodiversidad). Así, la Antropología sería una “Biología especista”, el único caso donde se estudia la biología de una sola especie de forma exclusiva, algo que excede la esfera científica, con fuertes raíces ideológicas en la excepcionalidad humana y la dicotomía humano/animal[12].

(i) Psicología darwiniana: presenta un antropocentrismo paradójico, emplea parte de la teoría de la evolución sin considerar ancestros no-humanos, presentando nuevamente que somos una excepción que se explica desde sí misma, y no en un contexto histórico/filogenético (Buss, 2021).

Conclusiones

Si bien Darwin establece un posicionamiento anti-antropocéntrico basado en la continuidad evolutiva, sus herederos neodarwinistas vuelven a instaurar el antropocentrismo en el corazón de la teoría. Traicionan la tesis de Darwin, quien realiza un fuerte andamiaje teórico en sus obras fundamentales desarmando el antropo-excepcionalismo. Resulta paradójico que, poco tiempo después, aparece esta operación de restauración del “significado” ya deslegitimado científicamente, cuyo objetivo es lograr hacer coincidir biología y antropocentrismo, pero ahora en el siglo XX. Así vemos la potencia del pensamiento original del padre de la biología, mucho más osado que el de sus seguidores. La tesis de la continuidad biológica es una de las marcas más importantes de esta revolución epistemológica, sin la cual hubiera sido imposible sostener realmente la propuesta evolutiva. Y aun así, es una idea tan rebelde que sigue guardando las huellas de la disputa por el sentido humano/animal, al punto tal que célebres científicos de la síntesis moderna, como Simpson y Rensch, la contradicen. Sus obras, erradas en ese punto central, siguen conservando eco hasta el presente, aún más que la tesis del propio Darwin y la reparación de Gould, quien más fielmente recobra su pensamiento. Este eco, incluso hoy, repercute en la praxis científica, pedagógica y ético-política.

Referencias bibliográficas

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[1]Notas

 Bajo financiación del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Cuenta con atentas observaciones de Héctor Ferrari y Aurelia Di Berardino, siempre agradecida de su cálido y firme apoyo.

[2] Concepto que aparece en distintos pensadores, y luego se popularizó con Carl Sagan.

[3] La primera edición corresponde a 1959, pero la publicación que tomaremos es de 1965 correspondiente a la tercera edición alemana, ya actualizada y ampliada dado el gran interés tras agotarse la segunda edición original (Rensch, 1987). En 1970, se publicó la edición inglesa sobre esta versión y en 1987, la española. Marca su interés, disponibilidad y exhaustiva divulgación, aun cuando 20 años después (en el caso de la publicación española) ya se encontraba desactualizada a nivel científico y reproducía un antropocentrismo rechazado por otros evolucionistas.

[4] Realizamos un recorte temático, considerando la tesis de la excepcionalidad humana desde un enfoque onto-epistemológico. También posee una impronta ético-moral vinculada a la inferiorización de los demás animales (Anzoátegui, 2017, 2021a, 2021b y 2022) y de ciertos grupos humanos. Se recomiendan los estudios de la especialista Anahí Gabriela González para este caso (2019, 2021 y 2024).

[5] Pese a que este prólogo se encuentra desactualizado, sigue acompañando la edición española de distintas editoriales hasta el presente.

[6] Es decir, solo del hombre en un punto puede decirse que hay algo que nos habla de que no es solo aquello identificado con la animalidad.

[7] Si lo deseáramos, bajo este esquema, lo mismo vale para la perridad, la gatidad, etc., pero la diferencia está en que le damos un valor supremo a la humanidad y le conferimos un significado especial, mientras que a la especificidad de los demás seres no.

[8] Sobre el uso de los términos antropocentrismo y anti-antropocentrismo, Droz (2022) y Anzoátegui (2020).

[9] La sociedad, no un individuo darwiniano.

[10] Esta vinculación también se encuentra presente en un libro reciente del historiador Yuval Harari, cuyo título en español es: Sapiens, de animales a dioses (2014), pero la traducción correcta del título original es Sapiens, una breve historia de la humanidad (se preserva en la edición inglesa y la portuguesa).

[11] Una ambivalencia, entre la imagen del árbol de la vida y los preconceptos que introduce.

[12] Agradezco esta idea a Héctor Ricardo Ferrari (doctor en Biología, magister en Antropología, licenciado en Biología con orientación en Zoología, especialista en Etología, Facultad de Ciencias Naturales y Museo, Universidad Nacional de La Plata).