Migrantes y políticas de contención: el caso de Libia al acabar el régimen de Gadafi[1]

Migrants and Policies of Containment: Libya’s Case in the Wake of Qaddafi’s Fall

Antonio M. Morone

https://orcid.org/0000-0003-2072-9301

Universidad de Pavia – Italia

antoniomaria.morone@unipv.it

Fecha de envío: 26 de junio de 2023. Fecha de dictamen: 15 de setiembre de 2023. Fecha de aceptación: 3 de noviembre de 2023.

Resumen

Desde finales de los años 1990, Libia ha experimentado una fase de crecimiento económico muy rápida y se ha convertido, gradualmente, en destino privilegiado de importantes flujos migratorios internacionales procedentes de otros países árabes, de varios países africanos al sur del Sahara e, incluso, de países asiáticos, como Bangladesh, India y China. Contrariando la visión de Libia como un país de tránsito, la realidad es que muchas personas migrantes se quedan en el país. Sin embargo, el espacio libio ha representado en las últimas tres décadas un auténtico laboratorio para las políticas migratorias aplicadas en la relación entre Libia y los países europeos, en primer lugar, Italia. En los 90 y en la primera década del siglo XXI, Libia se caracterizó por dos tendencias opuestas: por un lado, las políticas del régimen de Gadafi encaminadas a abrir el país a la importación de mano de obra barata del África subsahariana y los países árabes; y por otro, las políticas de contención aplicadas por Italia para detener los flujos migratorios irregulares a través del Mediterráneo, que eran relativamente pequeños en comparación con el número total de migrantes en Libia. Este artículo trata de analizar la génesis y el desarrollo de las políticas de contención de la inmigración, centrándose especialmente en las relaciones entre Italia y Libia, analizando sus efectos a mediano plazo y debatiendo cómo estas políticas no solo han ido en detrimento de los derechos de las personas migrantes, sino que también han sido la premisa para su explotación económica y marginación social en Libia e Italia.

Abstract 

Since the late 1990s, Libya has experienced a phase of rapid economic growth and gradually become a preferred destination for significant international migration flows from other Arab countries, various sub-Saharan African countries, and even Asian countries such as Bangladesh, India, and China. Contrary to the perception of Libya as a transit country, many migrants actually stay in the country. Over the past three decades, Libyan territory has served as a true laboratory for experimenting migration policies between Libya and European countries, especially Italy. In the 1990s and the early 2000s, Libya was characterized by two opposing trends: on one hand, Qaddafi’s policies aimed at importing cheap labour from sub-Saharan Africa and Arab countries, and on the other, containment policies implemented by Italy to halt irregular migration flows across the Mediterranean, which were relatively small compared to the total number of migrants in Libya. This article aims to analyse the genesis and development of immigration containment policies, focusing especially on the relations between Italy and Libya. It examines their medium-term effects and discusses how these policies have not only undermined the rights of migrant individuals, but also served as a premise for their economic exploitation and social marginalization in both Libya and Italy.

Palabras clave: Libia; Italia; migraciones; contención; detención.

Keywords: Libya; Italy; migration; containment; detention.

Desde finales de los años 1990, Libia ha experimentado una fase de crecimiento económico muy rápida y se ha convertido, gradualmente, en destino privilegiado de importantes flujos migratorios internacionales procedentes de otros países árabes, de varios países africanos al sur del Sahara e, incluso, de países asiáticos, como Bangladesh, India y China. En relación con una realidad compleja, cambiante y no siempre fácil de estudiar debido a las condiciones de acceso al país, la prensa italiana e internacional se ha centrado, a menudo, en las personas migrantes definidas como irregulares o ilegales que se desplazan desde Libia hacia Italia y Europa. Por este motivo, se ha presentado a Libia como un país de tránsito, en detrimento del hecho objetivo de que durante los años de gobierno de Muamar Gadafi “la mayoría de las personas migrantes se quedaron en Libia” (Paoletti y Pastore, 2010: 11) y, en su mayor parte, siguieron allí incluso después de la caída del régimen en 2011 (Morone, 2017). A pesar de su creciente dependencia de la lógica depredadora vinculada al conflicto civil iniciado en 2011, la economía del país ha seguido creciendo, a un ritmo del 116% en 2012, según cifras del Fondo Monetario Internacional (St. John, 2013): Libia, tras la caída de Gadafi, de hecho, ha seguido atrayendo mano de obra barata de países subsaharianos y de otros países asiáticos o árabes. Al mismo tiempo, sin embargo, el conflicto ha creado un margen de maniobra antes impensable para individuos u organizaciones criminales libias en conexión o no con redes internacionales que se benefician del paso de migrantes irregulares de África a Europa, lo que también ha provocado un aumento de la migración irregular a través del Mediterráneo. De hecho, ambos procesos no son autónomos, sino que están interconectados, ya que a menudo la residencia y el trabajo (o el desempleo) en Libia durante cierto periodo de tiempo, más o menos largo, constituye la fase de selección entre una primera experiencia migratoria en Libia y una segunda en Europa.

En este marco, las personas migrantes determinadas a solicitar asilo político o protección humanitaria en Europa, desde el principio del propio proyecto migratorio, suelen ser la parte minoritaria, como ocurre por ejemplo con muchos somalíes y eritreos. En estos casos, las personas migrantes se mueven a través de redes fuertemente estructuradas y financiadas por amigas y/o amigos, parientes o simples compatriotas ya residentes en Europa —especialmente en el norte—, que invierten en un viaje relativamente rápido de sus seres queridos o conocidos, identificando a Libia como el “pasillo” más favorable para acceder al espacio europeo. En muchos otros casos, sin duda la mayoría, las personas migrantes que se dirigen a Libia no tienen un plan migratorio predeterminado ni disponen de los recursos necesarios para llegar a Europa, por lo que suele ser durante la estancia en Libia cuando acaba madurando la decisión de intentar la travesía del Mediterráneo, dependiendo principalmente de los recursos y oportunidades disponibles. Por el contrario, se puede optar por prolongar la residencia en Libia, o embarcarse en una migración de retorno exitosa si se ha conseguido ahorrar suficiente dinero en comparación con las expectativas previas, o bien darse cuenta del fracaso del proyecto migratorio. Desde el verano de 2014 hasta la actualidad, la dinámica del conflicto ha crecido de forma exponencial, provocando la fragmentación y multiplicación de las últimas instituciones centrales en funcionamiento y generando una crisis económica y del sistema bancario que ha causado rápidamente el empobrecimiento de gran parte de la población libia. En esta nueva fase, no solo disminuyeron las perspectivas de las personas migrantes internacionales de trabajar y ganar dinero en Libia, sino que los libios también empezaron a abandonar su país.

Debido a este complejo marco migratorio, el espacio libio ha representado en las últimas tres décadas un auténtico laboratorio para las políticas migratorias aplicadas en la relación entre Libia y los países europeos, en primer lugar, Italia. En los años 1990 y en la primera década del siglo XXI, Libia se caracterizó por dos tendencias opuestas: por un lado, las políticas del régimen de Gadafi, encaminadas a abrir el país a la importación de mano de obra barata del África subsahariana y los países árabes; y por otro, las políticas de contención aplicadas por Italia para detener los flujos migratorios irregulares a través del Mediterráneo, que eran relativamente pequeños en comparación con el número total de migrantes en Libia. En consecuencia, las relaciones bilaterales ítalo-libias se vieron fuertemente condicionadas por la cuestión del control libio de los flujos, que se intercambió por el compromiso italiano de apoyar el fin del embargo internacional sobre Trípoli y la plena readmisión de Libia en la comunidad internacional (Paoletti, 2011). Desde la caída del régimen en 2011, Italia y cada vez más Europa han seguido ejerciendo presión directa e indirecta sobre las nuevas autoridades libias para que reanuden el ciclo de las políticas de contención de la migración. Sin embargo, la inestabilidad política y la persistencia del conflicto han limitado seriamente la eficacia de este intento, orientando los esfuerzos europeos e italianos hacia una mayor extensión de las políticas de contención a otros países africanos al sur de Libia, de donde proceden las personas migrantes. Este artículo trata de analizar la génesis y el desarrollo de las políticas de contención de la inmigración, centrándose especialmente en las relaciones entre Italia y Libia, analizando sus efectos a medio plazo y debatiendo cómo estas políticas no solo han ido en detrimento de los derechos de las personas migrantes, sino que también han sido la premisa para su explotación económica y marginación social en Libia e Italia.

De la política de “puertas abiertas” a la contención de la inmigración

Durante la década de 1990, la política exterior de Gadafi pasó gradualmente del panarabismo al panafricanismo, con la idea de convertir a Libia en una potencia regional en el continente africano y especialmente dentro del proceso de reforma de la Organización para la Unidad Africana (OUA), que culminó con la creación de la nueva Unión Africana (UA) en la Cumbre de Durban (Sudáfrica), en 2002. Libia misma fue uno de los países más comprometidos con la promoción de la reforma de la organización continental, apoyándola tanto con un rico programa de cooperación internacional, financiado con los ingresos del petróleo, como con la apertura de su mercado laboral a la mano de obra barata del África subsahariana. Ya en 1998, Gadafi había promovido la creación de la Comunidad de Estados Sahelosaharianos (Cen-Sad), que estableció una amplia zona de libre comercio y libre circulación de trabajadores entre los países adheridos (en breve, todos los países del norte de África y del África Sahelosahariana, a excepción de Argelia y Etiopía). En 2002, el mismo año en que se fundó la nueva UA, Gadafi lanzó lo que se denominó el programa de desarrollo de Libia a través de la mano de obra africana, abriendo así literalmente la frontera sur del país a los trabajadores africanos, que no solo podían entrar en territorio libio con solo un pasaporte y, en algunos casos, un simple documento nacional de identidad, sino que también podían encontrar trabajo sin estar sujetos a regulaciones contractuales, sindicales y de seguros precisas. Obviamente, esto iba a prefigurar un marco de explotación sustancial de la mano de obra extranjera en ausencia de la más mínima protección de los derechos de los trabajadores, pero para muchas personas migrantes pobres o muy pobres la posibilidad de encontrar fácilmente un trabajo en Libia, relativamente bien remunerado, se convirtió en un factor muy atractivo. Durante la primera década del siglo XXI, las personas migrantes irregulares en el país crecieron mucho más rápido que las regulares, hasta alcanzar un número estimado de 1,5 millones, tal vez 2 millones, sobre una población libia de unos 6,5 millones (Migration Policy Centre, 2013).

La política de “puertas abiertas” de Libia se vio acompañada, como reacción, por la progresiva estructuración de las políticas promovidas por Italia para contener la migración irregular a través del Mediterráneo. Aunque el número de personas migrantes que se dirigían a Europa era relativamente pequeño en comparación con el número total de personas migrantes en Libia[2], la necesidad política de controlar los flujos migratorios convirtió a las personas migrantes irregulares en moneda de cambio en la relación entre Italia y Europa y Libia. El 13 de diciembre de 2000, Italia y Libia firmaron un acuerdo de cooperación contra el terrorismo, la criminalidad organizada, el narcotráfico y la inmigración irregular. Este convenio fue la premisa para el subsiguiente acuerdo secreto de 2003, nunca hecho público, según el cual se permitía a las patrullas italianas entrar en aguas libias y se enviaban policías italianos a los puertos libios, mientras que Trípoli obtenía medios y equipos militares para el control de las fronteras. En los meses siguientes, Libia se mostró dispuesta a readmitir a las personas migrantes irregulares que habían llegado a Italia. En 2007, el ministro del Interior italiano y su homólogo libio firmaron un Memorandum of Understanding (MoU) que establecía, al menos en teoría, patrullas de unidades navales italianas con tripulaciones mixtas en aguas territoriales libias con la intención de detener las embarcaciones de las personas migrantes en el mar. Lo previsto en 2007 se aplicó finalmente en 2009, tras la ratificación por el Parlamento italiano del Tratado de Amistad, Asociación y Cooperación entre Italia y Libia, firmado en 2008, en Bengasi. El tratado marcó una página histórica en las relaciones entre los dos países debido a la disculpa italiana por los crímenes y responsabilidades coloniales, que, sin embargo, acabó siendo “insincera” porque funcionó “como una tapadera mutua de los dos líderes ante sus respectivas opiniones públicas” para intereses completamente diferentes (Labanca, 2011: 42): fue Silvio Berlusconi, de vuelta de Bengasi, quien anunció triunfalmente a la prensa italiana que el tratado significaría pronto “menos personas migrantes ilegales y más gas y petróleo” (Di Carlo, 2008). El tratado de 2008 preparó el terreno para las llamadas operaciones push-back de personas migrantes en el mar. Las personas migrantes, de hecho, empezaron a ser devueltas por la fuerza a las costas libias en mayo de 2009, justo después de la ratificación del tratado por el Parlamento italiano. En pocos meses, los desembarcos en las costas italianas se redujeron casi a cero.

Esas mismas devoluciones, que en 2008 fueron presentadas por los responsables del Ministerio del Interior italiano como la herramienta más eficaz “para la cooperación internacional contra la inmigración ilegal y la trata de seres humanos” (Ministero dell’Interno, sin fecha), en realidad vulneraban los derechos de las personas migrantes a solicitar eventualmente asilo o protección humanitaria en Italia, constituyendo una excepción al Estado de Derecho hasta el punto de que Italia fue condenada por tales actuaciones el 6 de junio de 2012 por los jueces del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La parte resolutiva de la sentencia se refería a que las devoluciones en el mar no respetaban el principio de non-refoulement e impedían a las potenciales refugiadas y a los potenciales refugiados solicitar asilo (Conseil de l’Europe, 2012). La sentencia internacional puso de manifiesto toda la hipocresía de Italia al acusar a Gadafi de no haber firmado nunca la Convención de la ONU sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y de no respetar los derechos humanos de las personas migrantes, cuando fue la propia Italia la que delegó a Libia la tarea de recibir, alojar y evaluar el posible derecho de asilo o protección de las personas devueltas en el mar. Por otra parte, fue el propio Gadafi quien no quiso dejar lugar a dudas sobre este punto: en 2010, no mucho tiempo después de la firma del Tratado de 2008 y del inicio de las devoluciones, el líder libio procedió a cerrar las oficinas del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, que hasta entonces habían operado en el país sin reconocimiento oficial, precisamente porque Libia no era signataria de la Convención de 1951. Gadafi no dejó ninguna coartada a sus partners europeos, Italia en particular, sobre el hecho de que les correspondía enteramente proteger los derechos de las personas migrantes, ya que del lado libio el concepto mismo de derechos humanos no estaba reconocido en el pensamiento de la Revolución Libia, que “no garantizaba los derechos civiles y políticos porque no contemplaba el concepto de ciudadanía” (Baldinetti, 2009: 232).

Las políticas de devolución en el mar se basaban en un mecanismo de control securitario del Mediterráneo y en un proceso de externalización de la frontera sur de Italia y de la UE en suelo libio que representaba un verdadero salto cualitativo en las políticas de devolución hasta entonces planificadas y aplicadas en el contexto de las relaciones Norte-Sur en la región mediterránea. De hecho, desde los años 1990, Italia había promovido una diplomacia migratoria encaminada a concluir una serie de acuerdos con varios Estados mediterráneos, no solo Libia, con el objetivo de contrarrestar el flujo de personas migrantes irregulares. En 1998, se firmó el acuerdo ítalo-tunecino, que entró en vigor al año siguiente, en virtud del cual Italia ofreció a Túnez medios y tecnología para el control fronterizo por un valor de 20 millones de euros para el trienio 1999-2001, a los que posteriormente se añadieron fondos de cooperación (Cuttitta, 2006); a cambio, Túnez se comprometió a una cláusula de readmisión. Asimismo, en 1998 se firmó un acuerdo de readmisión similar con Marruecos. En 1999, Italia firmó un tratado de cooperación policial con Argelia y, en 2000, un tratado de readmisión. El mismo año, Italia firmó otro tratado, esta vez con Egipto, que preveía una estrecha cooperación policial y estaba especialmente dirigido al control del flujo de personas migrantes irregulares a través del Canal de Suez, procedentes de India, Pakistán y Sri Lanka. Una vez más, la cooperación en materia de seguridad estaba vinculada a una cláusula de readmisión firmada en 2007 (Cuttitta, 2006).

Por lo tanto, los instrumentos fueron diferentes y variaron según los casos: cooperación en materia de seguridad entre la policía italiana y las fuerzas del orden de los países partners, concesión de medios y tecnología, y voluntad de readmitir las personas migrantes irregulares de forma individual o colectiva. Las razones que explican la voluntad de Libia de cooperar tan a fondo con Italia pueden encontrarse sin duda en la importancia de la contrapartida que el acuerdo aseguraba a Libia, es decir, el apoyo garantizado de Italia para poner fin al embargo internacional. También contaba el hecho de que, a diferencia de Túnez y Egipto, las personas migrantes incluidas en el ciclo de las políticas de contención eran ciudadanas y ciudadanos de terceros países, desde luego no libios, mientras que, en el caso de los acuerdos negociados por Italia con Túnez y Egipto, parte importante de las personas migrantes implicadas eran ciudadanos tunecinos y egipcios. El hecho de que se tratara obviamente de nacionales de terceros países eximió a las autoridades libias de cualquier posible reacción en términos de disidencia política interna. De hecho, fue precisamente un discurso público contrario a la inmigración masiva procedente del África subsahariana el que se desarrolló en Libia en la primera década de los 2000, reproduciendo una serie de estereotipos similares a los que caracterizaron y siguen caracterizando ciertos discursos sobre la migración también en Europa, donde se mezclan tintes de racismo con representaciones identitarias y nacionalistas. Cabe recordar los estereotipos según los cuales las personas migrantes en Libia son consideradas delincuentes peligrosas, responsables de la propagación de enfermedades infecciosas, así como su hipotético papel en la “africanización” de la supuesta nación árabe libia. En este contexto, se explica entonces que las políticas en cuestión no solo no despertaron la oposición de los libios, porque no concernían a ellos sino a extranjeros, sino que encontraron cierto favor en los estratos de una opinión pública a menudo desconcertada, cuando no abiertamente hostil, ante un número tan elevado de personas migrantes extranjeras.

Las políticas de contención descritas no solo tenían por objeto controlar los flujos migratorios en el Mediterráneo, sino que también produjeron una serie de efectos directos e indirectos en territorio libio. En primer lugar, como consecuencia de la presión italiana, Libia procedió a revisar, al menos parcialmente, su política de “puertas abiertas” hacia los trabajadores subsaharianos, introduciendo una regulación más estricta de los visados de entrada, obligando a los trabajadores extranjeros a contratar un seguro obligatorio y a obtener un permiso de trabajo y residencia en el país. Además, se introdujo en la legislación libia el delito de inmigración ilegal, castigado con hasta tres años de cárcel. A partir de lo que ya se ha escrito sobre la introducción del delito de inmigración ilegal en los casos tunecino y marroquí, en el caso libio puede afirmarse que este delito respondió en primer lugar a necesidades relacionadas con la “inmigración irregular en Europa” (Perrin, 2009: 251) y produjo un amplio proceso de criminalización de la migración. El efecto combinado de estas medidas fue, de hecho, transformar en poco tiempo a una masa de trabajadores extranjeros que habían entrado regularmente en el país en personas migrantes irregulares, con el resultado de aumentar su vulnerabilidad y la posibilidad de que fueran explotados, al tiempo que se satisfacían las demandas italianas de una legislación más estricta en materia de migración internacional (Drozdz y Pliez, 2005).

En el marco de la cooperación ítalo-libia, a partir de 2004 también se facilitaron fondos y herramientas técnicas para la construcción de campos de tránsito, de facto, centros de internación, auténticas prisiones donde se retenía a las personas migrantes irregulares a la espera de ser deportadas a sus países de origen o a terceros países. Los principales campos destinados a este fin se construyeron en Cufra y Sebha, con un total de 18 o quizás 19 instalaciones por todo el país (Ceccorulli, 2014). De hecho, el cierre del Mediterráneo al tránsito de personas migrantes irregulares era solo una parte del complejo mecanismo de contención de flujos pactado entre las autoridades italianas y libias. Una vez devueltas a Libia, con la ayuda de funcionarios italianos destacados en Trípoli, las personas migrantes eran enviadas a los campos, junto con otras irregulares, detenidas y encarceladas antes de intentar embarcar desde Libia. Para todas las personas migrantes, al menos en teoría, se abrió la vía de la llamada repatriación a sus países de origen. Se puede cuestionar con razón la pertinencia del término repatriación, utilizado a menudo en los documentos oficiales, porque presupone una decisión voluntaria por parte del repatriado. Sin embargo, la voluntariedad parece difícil de creer en un contexto de encarcelamiento, explotación y violencia; entonces sería más correcto hablar de deportación, ya que la situación es de coacción, más que de voluntariedad. En cualquier caso, la expulsión de Libia acabó adoptando los contornos de un asunto mucho más indefinido de lo que habían previsto las políticas internacionales.

Las así llamadas repatriaciones a menudo eran muy difíciles de llevar a cabo, tanto por la falta de acuerdos de readmisión entre Libia y los países africanos de los que procedían las personas migrantes como por la falta de interés político mutuo. La política panafricana de Gadafi presuponía buenas relaciones con muchos de los gobiernos de los que eran ciudadanas las personas migrantes: reconocer sus peticiones de asilo político o, al revés, expulsarlas de Libia podía comprometer estas relaciones. En el primer caso, se habría cuestionado la legitimidad del gobierno del Estado partner, mientras que, en el segundo, se habría puesto en peligro el recurso estratégico que representan las remesas de las personas migrantes a sus Estados de origen. También hubo casos límites en los que la llamada repatriación no fue realmente posible, debido al estado de guerra y conflicto en el país de origen, como Somalia. Debido a la falta de acuerdos e intereses políticos bien definidos, muchas personas migrantes simplemente acabaron siendo llevadas a Níger a través de la frontera sur de Libia: la gran mayoría de las personas deportadas se encontraron así en otro país extranjero, sometidas a nuevas formas de explotación y violencia, pero con la diferencia sustancial de que en Níger no había la misma disponibilidad de trabajo que en Libia.

A lo largo de los años, por tanto, las políticas de contención han producido un verdadero ciclo en el que las devoluciones en el mar o desde territorio italiano constituían solo una primera etapa de contención, seguida (o precedida) por la internación en centros de detención y luego, posiblemente, por la deportación final de las personas migrantes a sus países de origen o a un tercer país fuera de Libia. Tal sistema ha sido el origen (no el efecto) de la situación irregular de tantas personas migrantes y, por tanto, la verdadera causa de su explotación económica, más que de su supuesta protección humanitaria. De hecho, tales políticas han negado el derecho de las personas nacidas y criadas en contextos más desfavorecidos o marginados en comparación con otras zonas del mundo a perseguir un proyecto de movilidad humana, con el efecto último de alimentar las desigualdades sociales a escala mundial.

Continuidades y rupturas en la Libia pos-Gadafi

La caída del régimen de Gadafi en 2011 y el inicio de la guerra civil que aún hoy divide el país entre Oeste y Este provocaron inmediatamente el colapso del sistema de control de los flujos irregulares puesto en marcha durante los diez años anteriores de colaboración entre Italia y Libia. La consecuencia directa fue una crisis migratoria de enormes proporciones: según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la crisis afectó a más de 750.000 nacionales de terceros países solo en los primeros meses de la guerra, de febrero a mayo de 2011, así como a más de 100.000 ciudadanos libios que se habían refugiado en Egipto y 150.000 en Túnez (UNHCR, 2011). En menos de un año, con el fin de las operaciones militares internacionales dirigidas por la OTAN y el declive del conflicto en el país, Libia volvió rápidamente a atraer importantes flujos procedentes de los países vecinos, en particular de África al sur del Sahara. En Libia, de hecho, no faltaba demanda de trabajo y para las personas migrantes potenciales el país seguía evocando la representación de un territorio donde era relativamente fácil alcanzar las propias aspiraciones de movilidad social, en lugar de un espacio en guerra donde era probable que la propia vida corriera peligro.

Según una encuesta realizada en Libia en 2015 por un centro de investigación gubernamental, la Junta Nacional de Desarrollo Económico y Social, el 40,3% de los encuestados afirmaron que querían quedarse en Libia en busca de trabajo. Para el 36% de ese 40,3%, el empleo podía ser simplemente un jornalero no cualificado, a pesar de que el conflicto en el país se había intensificado rápidamente desde el verano de 2014. Por el contrario, el 37% de la muestra dijo estar dispuesto a marcharse a Europa, mientras que el 22,7% restante no tenía ningún plan definido[3]. Otras investigaciones realizadas con anterioridad, antes del reinicio de las operaciones bélicas, indicaban que en 2014 solo el 15% de otra muestra de migrantes afirmaba tener intención de marcharse a Europa (Danish Refugee Council, 2014), menos aun según los datos de otra encuesta realizada entre 2012 y 2013 (Morone, 2017). En conjunto, por tanto, puede afirmarse que los desembarcos en las costas italianas han crecido rápidamente en la última década, pasando de una media de 30.000-35.000 personas a principios de la década a más de 180.000 en 2016 (Ministero dell’Interno, 2017); sin embargo, esto sigue siendo una parte muy pequeña de los flujos globales en Libia. Además, es sumamente indicativo que, según los datos europeos, de un total de 929.000 personas migrantes que entraron en Europa en 2015, solo el 16% (unas 154.000 personas) utilizó Libia como base de partida para cruzar el Mediterráneo (EUNAVFOR Med, 2015).

Sin embargo, las decisiones políticas italianas y europeas no se basaron en una lectura atenta y ponderada de las cifras migratorias, sino en su representación a menudo en tonos exageradamente de emergencia: Italia, de hecho, se embarcó inmediatamente en una política de renegociación de las políticas de contención con las autoridades libias. El 21 de enero de 2012, la ministra del Interior italiana, Annamaria Cancellieri, de visita en Trípoli, firmó un MoU con su homólogo libio expresando la intención de renovar la cooperación para la formación de la policía y los guardacostas libios, la construcción de infraestructuras para contener a las personas migrantes, coordinar programas para repatriarlas a sus países de origen y reforzar el control conjunto de las fronteras (International Federation for Human Rights, 2012). Se trataba de una vuelta directa al pasado que, sin embargo, se reveló inmediatamente difícil porque el gobierno de Mario Monti se vio obligado a anunciar oficialmente, el 20 de junio de 2012, la renuncia a las devoluciones en el mar como medio de control de los flujos tras la condena impuesta a Italia por los jueces europeos por las operaciones en el mar que siguieron al tratado ítalo-libio de 2008 (ANSAmed, 2012). A pesar de todo, un segundo MoU ítalo-libio, firmado el 2 de febrero de 2017, abrió nuevas operaciones de devolución de personas migrantes en el mar. Sin embargo, en comparación con 2009-2011, esta vez las operaciones fueron llevadas a cabo de forma autónoma por la Guardia Costera libia, gracias a la formación y los medios italianos. Evidentemente, Italia intentó de esta forma protegerse de una nueva condena por parte de los jueces europeos, renunciando a participar activamente en las devoluciones, aunque en cualquier caso es posible hipotetizar una responsabilidad indirecta de Italia (Giuffré, 2012), además del hecho sustancial de que desde la perspectiva de las personas migrantes nada cambia. Además, el acuerdo reiteraba la voluntad de cooperar en la gestión de “temporary hosting camps” en Libia para repatriar a las personas migrantes (Uselli, 2017), sin que, no obstante, el Parlamento italiano fuera consultado al respecto, ya que los MoU son acuerdos de nivel ejecutivo que no requieren ratificación parlamentaria. La decisión de situar las políticas de cooperación bilateral en el nivel de los acuerdos ministeriales, suprimiendo las respectivas competencias parlamentarias, no puede considerarse casual: ello facilitó, sin duda, la nueva puesta en marcha de las operaciones en el mar.

El intento italiano de reactivar el proceso de externalización del control de los flujos migratorios se ha movido en todos los ámbitos: no se ha limitado a controlar las salidas, sino que también ha reanudado las operaciones de deportación a los países de origen o a terceros países. Según datos publicados por Amnesty International (2013), al menos 25.000 personas fueron conducidas a la frontera sur de Libia, cerca de Gatron, al lado de la frontera con Níger, entre mayo de 2012 y abril de 2013. También sobre la base de algunos datos registrados por el autor en 2014 en Khums, Libia, 110 kilómetros en la costa al este de Trípoli, a finales de 2012 las autoridades libias comenzaron a trabajar para recuperar el control sobre los flujos migratorios en la región mediante el control de los diversos centros de detención[4]. Además, en 2013, bajo presión internacional, se reconstituyó en el Ministerio del Interior libio el departamento especial de lucha contra la migración irregular (Department for Combating Illegal Migration, DCIM), que consiguió en poco tiempo poner bajo control de Trípoli, al menos nominalmente, una serie de campos y prisiones más o menos informales, así como coordinar el control y la deportación de personas migrantes. En un contexto como el libio, en el que el Estado y las instituciones atravesaban, y atraviesan, un periodo de especial debilidad y fragilidad, el asunto del DCIM contradice el estereotipo del Estado fallido y, de hecho, pone de manifiesto la enorme capacidad de presión externa y de influencia sobre la situación en Libia que tienen actores internacionales como Italia, la Unión Europea y otras agencias internacionales. En el marco descrito, es evidente que se está produciendo un intercambio de naturaleza política muy similar al que Italia llevó a cabo con Gadafi: la voluntad libia de participar en el control de los flujos a cambio del reconocimiento internacional, que promete ser aun más importante para las nuevas autoridades libias que para el régimen anterior.

Sin embargo, el conflicto, la fragilidad institucional y la inestabilidad política en Libia han reducido enormemente la eficacia de las políticas de contención en cooperación con Italia. Por este motivo, las autoridades italianas, cada vez más en estrecha coordinación con las europeas, han intentado controlar los flujos en el Mediterráneo, o más bien en toda la franja sahelosahariana al sur de Libia, con el objetivo declarado de frenar a las personas migrantes antes de que lleguen a Libia. De octubre de 2013 a diciembre de 2014, la operación Mare Nostrum de la Marina italiana operó en aguas del Mediterráneo central y, al rescatar a personas migrantes hasta las aguas territoriales libias, hizo que se hablara de un cambio en la política italiana: de las devoluciones a los rescates en el mar. De hecho, el giro impartido por Mare Nostrum “ha sido más cuantitativo que cualitativo” (Cuttitta, 2015: 133), en el sentido de que las acciones emprendidas “no han sido mucho más humanitarias que las anteriores actividades de patrulla llevadas a cabo en el estrecho de Sicilia” (Cuttitta, 2014: 36). De hecho, el objetivo siempre ha sido la repatriación de las personas migrantes tras rescatarlas en el mar, con la excepción de aquellas reconocidas como titulares de asilo político o protección humanitaria. Desde el otoño de 2014, la misión naval italiana ha sido sustituida gradualmente por una nueva operación naval, esta vez europea, denominada Triton, bajo la dirección de la Agencia Europea de Control de Fronteras (FRONTEX).

Las operaciones de Triton se redujeron considerablemente en comparación con la misión italiana y, de hecho, se trasladaron fuera de las aguas territoriales libias después de que una serie de acusaciones invistieron al mando de Mare Nostrum porque, al operar por debajo de la línea de costa en aguas territoriales libias, habría producido un efecto perverso de empuje a la emigración. Aunque no puede descartarse totalmente que tal efecto se produjera al menos en parte, sigue siendo indiscutible que el principal factor del aumento de los flujos de las costas libias fue el crecimiento exponencial de las actividades delictivas de las redes de tráfico de migrantes a través del Mediterráneo. La reducción de las operaciones de rescate en el mar, por lo tanto, produjo principalmente un aumento de las muertes en el mar, no una reducción de las salidas. Precisamente con la intención de atacar las redes, las infraestructuras y los operadores del comercio de seres humanos a través del Mediterráneo, en abril de 2015 se puso en marcha una segunda misión naval europea denominada European Union Naval Force Mediterranean (EUNAVFOR Med) “Sophia”, seguida en marzo 2020 de la nueva misión “Irini” con una contribución sustancial de Italia y otros países europeos. Según un informe confidencial de 2015 del comandante de “Sophia”, el objetivo era desmantelar un negocio valorado en 250, tal vez 300, millones de euros interviniendo en aguas territoriales libias por “invitación del gobierno de unidad nacional libio” y “reforzando las capacidades operativas de la marina y los guardacostas libios”, es decir, prefigurando lo que realmente ocurrió con la ratificación del MoU en febrero de 2017 (EUNAVFOR Med, 2015). De hecho, la presión ejercida desde el exterior sobre las autoridades libias evidentemente logró obtener, en menos de dos años, la cobertura formal de las operaciones para frenar las salidas, logrando la implicación directa de Trípoli que aún faltaba en 2015.

En la parábola de las diversas políticas y operaciones emprendidas para controlar los flujos migratorios a través del Mediterráneo, es evidente cómo Italia ha buscado con éxito la progresiva implicación de la UE. El resultado ha sido la europeización de su agenda para contener los flujos migratorios, que, al penetrar en el espacio europeo, ha puesto a prueba la resistencia del “espacio Schengen”. El creciente conflicto entre los Estados miembros para asumir la carga de la acogida de personas migrantes empujó rápidamente a la UE no solo hacia un mayor control de sus fronteras exteriores, sino también hacia un mayor compromiso con una serie de políticas destinadas a contener los flujos incluso antes de que lleguen a sus fronteras. Durante la presidencia semestral italiana de la UE, Italia fue la impulsora de la cumbre de Jartum, celebrada en Sudán del 13 al 16 de octubre de 2014, que puso en marcha la EU-Horn of Africa Migration Route Initiative, que se lanzó oficialmente los días 27 y 28 de noviembre siguientes, durante la IV Conferencia Ministerial Euroafricana en Roma. Con lo que se denomina coloquialmente el “Proceso de Jartum”, Italia y la UE pretendían, como se afirma en la declaración final de la conferencia, “mejorar las capacidades a nivel nacional” de los países de tránsito en el “control de la migración” y, en última instancia, ampliar o reforzar aquellos instrumentos de control de flujos ya experimentados en el área mediterránea, especialmente en países considerados estratégicos como Níger, Sudán, Etiopía y Eritrea (Rome Declaration, 2014). Una vez más, por tanto, las migraciones fueron situadas en el marco de las políticas de seguridad, que resultaba en la demanda de control de la migración irregular, en lugar de centrarse en políticas de acceso legal al territorio europeo, por ejemplo, reformando las políticas de visados, facilitando las remesas o abriendo corredores humanitarios. De hecho, el Proceso de Jartum se movió en el marco de una mayor externalización del control de los flujos migratorios cada vez más al sur, replicando las políticas y estrategias implementadas en Libia: además de los acuerdos policiales y de readmisión, se hacía referencia específica a la creación de “centros de recepción y gobierno” que debían abrirse a partir de “una petición individual y voluntaria de un país de la región” con el objetivo de controlar los flujos y llevar a cabo la eventual identificación de las personas migrantes con derecho a solicitar asilo político en Europa (Rome Declaration, 2014). Ese país se ha ido convirtiendo paulatinamente en Níger, no por casualidad la puerta de entrada a Libia.  

En este marco de rápida extensión de las políticas de contención desde la región mediterránea a otras del continente africano, la cooperación al desarrollo está asumiendo cada vez más una clara agenda migratoria. En el caso de Libia, la contrapartida del control de los flujos ha sido y sigue siendo de naturaleza puramente política, ya que Libia es un país relativamente rico gracias a sus ingresos petroleros. Por el contrario, en las relaciones con los nuevos partners africanos, la ayuda al desarrollo tiene una importancia primordial, además del reconocimiento internacional, que sigue siendo un objetivo estratégico para países que durante años fueron calificados de regímenes autoritarios y por eso condenados por Occidente, como es el caso de Sudán y Eritrea. Así, en los últimos años, la cooperación internacional se ha caracterizado cada vez más por una condicionalidad migratoria que ha prevalecido sobre la condicionalidad vinculada al respeto de los derechos humanos. En la cumbre europea celebrada en La Valeta el 12 de noviembre de 2015, se creó un Emergency Trust Fund for Africa, que asignó un presupuesto inicial de 2.800 millones de euros a proyectos de cooperación al desarrollo directa o indirectamente relacionados con las cuestiones de los flujos migratorios, las políticas de contención y la “reintegración” de las personas migrantes repatriadas desde Europa u otros terceros países. La contribución de Italia a una externalización global en África fue reafirmada por el llamado “Migration Compact. Contribution to an EU strategy for external action on migration”, que se hizo público el 15 de abril de 2016[5], al que siguió otra importante financiación bilateral de la cooperación italiana en el capítulo migratorio a países como Níger, Nigeria, Etiopía y Eritrea. Es evidente la contradicción de conceder ayudas estratégicas a gobiernos como los de Sudán o Eritrea, que según los parámetros de la cooperación condicionada al respeto de los derechos humanos habían sido excluidos, o su participación fue muy reducida, de los programas de desarrollo en los años anteriores. Para obtener la voluntad de esos mismos países de cooperar en las políticas de contención, los actores europeos trascienden el respeto de los derechos humanos al mismo tiempo que van afirmando que la protección de los derechos de los migrantes es una prioridad. Quizás corra el riesgo de ser una política insostenible la que pide a gobiernos reconocidos internacionalmente como culpables de graves violaciones de los derechos humanos que protejan los derechos de las personas migrantes, que reconozcan el posible estatuto de solicitantes de asilo o de protección internacional, convirtiéndolos así en “países seguros”, no por una realidad objetiva sino en función de su voluntad de cooperar para impedir la movilidad humana de sus propias ciudadanas y sus propios ciudadanos o de las y los de otros países.

Resultados contradictorios de las políticas de contención

En conclusión, echando la vista atrás, durante casi 30 años, desde los 90 hasta hoy, países del Norte geopolítico del mundo como Italia han diseñado, negociado y aplicado diversos instrumentos y políticas para contener los flujos migratorios con otros tantos países del Sur geopolítico del mundo. Libia ha sido un laboratorio no solo para experimentar con tales instrumentos y políticas, sino también para exportarlos a otros países africanos. Si el objetivo de las políticas de contención es impedir la llegada del mayor número posible de personas migrantes a Italia y Europa, son precisamente las cifras, cada vez más elevadas, las que confirman que su eficacia es limitada y parcial. Si el objetivo es, mucho más discretamente, seleccionar a las personas migrantes con derecho a protección humanitaria o asilo político permitiéndoles el acceso al espacio europeo y restringiéndolo severamente para todas las demás, incluso en este caso los resultados corren el riesgo de ser más bien modestos ya que el concepto de contención se combina con el de “protección preventiva”. En este sentido, cabe destacar cómo la identificación de países considerados seguros, muchas veces al margen de la realidad objetiva, acaba llevando a una mayor preocupación por garantizar no tanto el derecho a partir, sino el derecho a quedarse y ser protegido allí, salvaguardando la seguridad de las potenciales personas refugiadas más que sus derechos. El resultado puede ser entonces muy negativo, en términos de un nuevo concepto de devolución, conocido como “neo-refoulement” o “refoulement preventivo”, que elude la prohibición de devolución consagrada en la Convención sobre los Derechos de los Refugiados de 1951 y se aplica devolviendo a las personas solicitantes de asilo u otras personas migrantes a países de tránsito o regiones de origen antes de que puedan llegar al país en el que pueden solicitar protección o amparo (Hyndman y Mountz, 2008; Marchetti, 2010). El caso de Libia ilustra bien cómo las personas migrantes con derecho a solicitar asilo o protección se han visto privadas de esta posibilidad durante años como efecto de las políticas de contención. En cambio, lo que sin duda ha alimentado las políticas de contención, de forma tan eficaz como contradictoria, es el flujo de personas migrantes irregulares y su exposición a una explotación múltiple, sobre todo por parte de organizaciones delictivas que se aprovechan del paso de personas migrantes.

A este respecto, resulta esclarecedor el discurso de un funcionario libio representante del gobierno de unidad nacional, Mohamed Karwad, durante un foro sobre migración organizado, en abril de 2016, en Túnez, por el Centre Maghrébin d’études sur la Libye (CMEL), al que también asistió el autor de este artículo. El conferenciante confirmó la reanudación a gran escala de las políticas de deportación fuera de Libia a partir de 2013 y el paso de las operaciones terrestres a las aéreas debido a los “numerosos delitos contra migrantes que tuvieron lugar en las rutas terrestres” (Karwad, 2016). Según las cifras del orador, al menos 100.000 personas migrantes fueron repatriadas entre 2013 y 2015 a varios países africanos, entre ellos Eritrea, donde la migración irregular se equipara a la deserción y se castiga con penas de prisión y trabajos forzados o incluso con la pena capital. El conferenciante concluyó su discurso de forma provocativa, señalando que “enviamos a estas personas de vuelta a Níger, pero al cabo de 15 días regresan con otras 20 porque, al haber hecho ya el viaje una vez, conocen el camino y se convierten ellos mismos en passeurs para otras personas migrantes que nunca han viajado a Libia” (Karwad, 2016). Por tanto, no se trata solo de cuestionar esas categorías, de las que a menudo se abusa, que distinguen de forma demasiado tajante entre “traficantes criminales” y “personas migrantes explotadas”, sino sobre todo de admitir una contradicción de fondo: esas categorías acaban siendo más útiles para justificar las políticas de contención que para explicar la realidad humana de las migraciones. En lugar de razonar sobre categorías y tipos de personas migrantes, otra perspectiva es reflexionar críticamente sobre el abuso de las políticas de contención y sus consecuencias en términos del régimen de excepción del Estado de Derecho (Augusti, Morone y Pifferi, 2017). Si lo que mueve a una parte importante de las personas migrantes internacionales, probablemente la parte numéricamente más grande, son aspiraciones legítimas de movilidad social y no razones atribuibles a violaciones de los derechos humanos, entonces hay que concluir que la retórica de la protección humanitaria internacional pretende en la práctica obstaculizar, si es posible detener, una movilidad mucho más “normal” vinculada a aspiraciones individuales de mejorar el propio estatus social a través de un proyecto migratorio sedimentado en representaciones positivas e idealizadas del mundo occidental, transmitidas a través de la globalización.

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[1]Notas

 Agradezco a Federica Ferrero, María José Becerra y Diego Buffa la revisión del artículo en castellano.

[2] La media anual de llegadas a las costas italianas, entre 1997 y 2004, asciende a unas 26.000 personas, teniendo en cuenta no solo las llegadas desde Libia, sino también las procedentes de otras rutas, como Túnez y Egipto (Papavero, 2015).

[3] Otras cifras revelan que el 23% de la muestra se declaraba analfabeta, el 24,5% tenía un diploma de enseñanza secundaria y el 4% un título universitario. En el 30% de los casos, las personas migrantes ya tenían familiares o amigos cercanos en Libia en el momento de viajar al país. A menudo, quienes abandonan su país han cometido delitos que no pueden ser perdonados ni recompensados y otras personas han sido condenadas por un tribunal (Hani al-Tarhouni, 2016).

[4] Entrevista anónima del autor con un agente de policía libio, Khums, 20 de abril de 2014. Khums y Gasr Garaboulli son dos de las principales zonas de salida hacia Italia a lo largo de la costa oriental de Tripolitana.

[5] El documento puede descargarse en el siguiente enlace: http://www.governo.it/sites/governo.it/files/immigrazione_0.pdf.