¿Racismo o una modalidad de biologicismo? Un fenómeno saturado de relaciones

Racism or a Modality of Biologicism? A Phenomenon Filled with Relationships

Juan Manuel Zeballos

https://orcid.org/0000-0002-0038-7626

Universidad Nacional de Córdoba

juan.manuel.zeballos@unc.edu.ar

Fecha de envío: 7 de junio de 2023. Fecha de dictamen: 28 de setiembre de 2023. Fecha de aceptación: 29 de setiembre de 2023.

Resumen

La intención de este artículo es proponer un término más adecuado para la nominación de las prácticas racistas y brindar una perspectiva analítica netamente relacional mediante la determinación y sistematización de las articulaciones intervinientes. Se trata de un trabajo de discusión teórica construido a partir de tres problemas, a saber: ¿cómo denominar un fenómeno social (racismo) que parte de una noción (razas humanas) carente de sustento biológico?, ¿qué relaciones comprende? y ¿a qué se debe su permanencia? Son tres las hipótesis que los responden. En primer término, la contradicción enunciativa se resuelve introduciendo la expresión biologicismo. En segundo lugar, los relacionamientos que comprende son tres: el “técnico”, entre la dimensión física y las demás esferas humanas; el jerárquico, en función de las valoraciones diferenciales (mediante la dialéctica de las categorías norma-ideal/anomalía-degradante); y el instrumental, a partir de los intereses que propicia y encubre. Finalmente, la pervivencia se basa en tal instrumentalización por parte de las clases hegemónicas. Dos son los aportes. Por un lado, y desde una posición en alguna medida interdisciplinar, la justificación del uso de un concepto con mayor precisión. Y por el otro, el esclarecimiento de las relaciones acopladas intervinientes. Metodológicamente se procede examinando fuentes históricas y bibliografía sociológica y antropológica pertinente.

Abstract

The intention of this article is to propose a more appropriate term for the nomination of racist practices and provide a purely relational analytical perspective, through the determination and systematization of the articulations involved. It is a work of theoretical discussion built on three problems, namely: How to name a social phenomenon (racism) that is based on a notion (human races) lacking biological support? What relationships does it include? And what is the reason for its permanence? There are three hypotheses that answer them. Firstly, the enunciative contradiction is resolved by introducing the expression “biology”. Secondly, the relationships it comprises are three: the technical one, between the physical dimension and the other human spheres; the hierarchical one, based on differential evaluations (through the dialectic of the norm-ideal/anomaly-degrading categories); and, the instrumentality one, based on the interests that it promotes and conceals. And, finally, survival is based on such instrumentalization by the hegemonic classes. There are two contributions. On the one hand, and from a somewhat interdisciplinary position, there is the justification of the use of a concept with greater precision. And, on the other, there is a need for clarification of the coupled relationships involved. Methodologically, we proceed by examining historical sources and relevant sociological and anthropological bibliography.

Palabras clave: razas; esfera somática; conceptualizaciones; jerarquía; instrumentalización de clase.

Keywords: Races; somatic sphere; conceptualizations; hierarchy; class instrumentalization.

 

Introducción

El presente es un artículo de síntesis y de reflexión teórica en el que, teniendo por insumo diversas fuentes históricas, variada literatura sociológica y antropológica e inclusive bibliografía de antropología biológica, se intentan responder tres interrogantes. En primer lugar, teniendo en cuenta que las razas humanas no poseen asidero biológico, la designación racismo resulta en alguna medida contradictoria, por lo que emerge la pregunta: ¿cómo denominar las prácticas racistas? La hipótesis propuesta es mediante el término biologicismo. En segundo término, ¿qué involucra el biologicismo? En este caso, se sostiene que este fenómeno se caracteriza por tres relaciones sincrónicas —aunque separables analíticamente. Y, por último, ¿en qué radica tanto la presencia histórica como la supervivencia del fenómeno? La hipótesis es que responde a la funcionalidad clasista que encubre —su empleo en alguna medida de casos (tales como el estadounidense, el alemán, el argentino, el mexicano y el brasileño) apuntala específicamente esta aseveración.

El escrito está dividido en dos partes. En la primera, se realiza una exploración crítica de la noción de razas. Se contextualiza su origen al tiempo que se muestra una variedad de autores que la postularon, fundamentalmente desde las postrimerías del siglo XVII hasta el XIX, llegando inclusive hasta el siglo XX. Además, se esgrimen las falencias insalvables que presenta el concepto y, de modo consecuente, se propugna la expresión biologicismo como reemplazo del nombre racismo. Mientras que, en la segunda, se presentan y examinan las tres características relacionales que el biologicismo involucra. Primeramente, la articulación entre la esfera física y las restantes dimensiones humanas. Esta relación “técnica” o “mecánica” se puede considerar como biologicismo en un sentido estricto. Seguidamente, el vínculo jerárquico que se instaura a partir de las valoraciones diferenciales atribuidas a los diversos rasgos somáticos, las que actúan mediante la dialéctica (y polaridad) norma-ideal/anomalía-degradante. Se trata de una relación poder y, como tal, excede al biologicismo en el sentido estricto conformando una especie de puente a la postrera articulación. Finalmente, el biologicismo en un sentido extendido, su carácter instrumental: medio para objetivos que se enlazan con las necesidades de las clases hegemónicas.

Las razas humanas: una categoría biológicamente endeble

En un plano estrictamente teórico, la voz racismo resulta problemática. Mas no por el vocablo en sí mismo, sino por la inconsistencia de la noción de la que parte: la de razas humanas. Este concepto implica una peculiar manera de entender la variedad física, segmentándola y tipificándola caprichosamente. Para luego hiperbolizar o, más bien, absolutizar de manera falsaria cada grupo, dando lugar a pretendidas diferencias cualitativas, por lo tanto excluyentes e incompatibles entre sí. Las razas emergen en la ciencia y el pensamiento europeo de finales del siglo XVII, adquieren mayor consistencia entre los siglos XVIII y XIX, y prolongan su formulación hasta mediados del siglo XX. Es decir, en sustancia dan cuenta de una coyuntura en la que algunas potencias europeas comienzan sucesivamente a expandirse sobre el resto del globo —de allí, pues, que H. Arendt (1998: 252) sostuviera que raza es “una ideología de fabricación doméstica en Europa”[1]—, en función de una política de carácter imperial/colonial, jalonada por las necesidades del emergente modo de producción capitalista[2].

Las razas no solo eran aparentes datos empíricos inobjetables, sino que conjuntamente devenían en categorías de análisis; además de ser tenidas como válidas, también eran consideradas epistemológicamente objetivas, y por lo tanto neutrales, infalibles e incuestionables a la hora de clasificar a los seres humanos.

Hacia 1685, el francés F. Bernier dividía la humanidad “en cuatro o cinco grupos especies o razas” (en Hering Torres, 2007: 20). El naturalista sueco C. Linneo propuso, hacia 1758, en Systema Naturae, un esquema de cuatro razas a partir de la geografía: “Americanus, Europeus, Asiaticus y Afer” (en Gould, 2007: 525), con sus pretendidos y respectivos colores, “rofus”, “albus”, “iuridicus” y “niger”. I. Kant, en 1775, en Sobre las diferentes razas humanas, sostuvo la existencia de cuatro razas: “blanca”, “negra”, la “de los hunos (mongólica o Kamúnica)” y “la hindú o hinduística”, y una década después agregó la de los “indios americanos” —anteriormente la consideró una variedad de la “raza mongólica” (en Hering Torres, 2007: 22)[3]. Mientras que J. Blumenbach, otro naturalista nacido en lo que actualmente es Alemania, partiendo del ordenamiento anterior, exponía en 1795 uno de cinco: “caucásico, indio americano, malayo, oriental y africano” (en Gould, 2007: 533). G. Cuvier, también en las postrimerías del siglo XVIII, sostuvo la existencia de tres razas: “caucásico”, “mongólico” y “etiópico”. Por su parte, el geógrafo francés M. Crozat, en 1827, en Geografía Universal volvía a la taxonomía de Linneo al señalar la presencia de cuatro grupos: “chinos”, “negros”, “habitantes de América” y europeos (en Jacquard, 1987: 83). Mientras que el estadounidense S. Morton, hacia 1849, publicó un esquema de seis razas: “caucásica moderna”, “caucásica antigua”, “mongólica”, “malaya”, “americana” y “negra”, las que, a su vez, fueron subdivididas, llegando hasta “22” (en Hering Torres, 2007: 23-25). Otro francés, J. de Gobineau (1937), entre 1853 y 1855, establecía “tres grupos primordiales”: “blancos” (“arios”), “amarillos” y “negros”. Este tipo de clasificaciones continuó a lo largo del siglo XIX, incluso hasta pasada la primera mitad del XX: el antropólogo francés H. Vallois constituye un ejemplo, hacia 1944 estableció “4 razas principales y 25 secundarias” (en Jacquard, 1987: 81).

Cada raza está erigida en función de una pretendida serie de características somáticas distintivas (de las otras) y comunes (a sus integrantes), estableciendo tipos o más bien estereotipos.

Sin embargo, esta construcción es ampliamente defectuosa, ya que colisiona con la gran variabilidad registrada. En primer lugar, desde lo estrictamente observable —“universo de los fenotipos” (Jacquard, 1987: 81)—, al interior de cada supuesto grupo existe diversidad. Esta es, por un lado, de orden individual. Quienes conforman cada conjunto no son absolutamente homogéneos: “las características morfo-anatómicas como el color de la piel, forma y color de cabello, rasgos faciales, etc., también tienen variación individual, aunque a nosotros nos parezca que «los otros son todos iguales»” (Acreche, Albeza, Caruso y Acosta, 2003: 21); más aún, los individuos “típicos” son sumamente “escasos” (Mazettelle y Sabarots, 1997: 350). Y, por el otro, de carácter grupal. En este sentido, algunos grupos fueron incluidos, mientras que otros excluidos de determinadas razas, a partir de una “lectura” en mayor o menor medida antojadiza de sus rasgos —esto se verifica en el número variable de razas que diferentes investigadores propusieron a lo largo del tiempo, llegando incluso a ascender a “29” (Acreche et al, 2003: 22).

Es decir, “la idea de considerar la existencia de razas omite gran número de individuos que no encajan en ninguna de ellas” (Acreche et al, 2003: 22). Dicho de otro modo y como indicara A. Langaney, hay continuidad entre las personas de piel más clara y las de piel más oscura, ya que también existen quienes poseen coloraciones intermedias (en Jacquard, 1987). Los límites físicos taxativos, los compartimentos estancos corporales que estipula el concepto de razas, constituyen un empirismo arbitrario que hasta se encuentra repleto de subjetividad.

En tal dirección, los rótulos cromáticos de esta modalidad taxonómica son una fabulación. Como indicaran, por un lado, A. Grimson (en Adamovsky, 2008: 157), “los negros, como es sabido, jamás son negros, ya que ningún ser humano tiene ese color de piel; ni tampoco piel blanca; en el lenguaje racial, hasta los colores son inventados”, y, por el otro, M. Hering Torres (2007: 21), “la piel oscura, con referencia a la menos oscura, no es negra; al igual que la piel clara, con referencia a la menos clara, tampoco es blanca; y hablar de piel amarilla o roja, ya es más ficción racista que tergiversación de la otredad”.

La gran paleta de matices en la pigmentación humana tiene su equivalente en cuanto a las formas y tamaños corporales: estos también implican un todo continuo de variaciones cuantitativas —aunque son heredables y estuvieron sometidos a la adaptación climática, el factor cultural (alimentación) asimismo influye (Cavalli-Sforza, 2017).

Y, en segundo lugar, a partir de mediados del siglo XX, la ciencia genética determinó que “el rasgo más notable de la evolución y de la historia humana ha sido el mínimo grado de divergencia que existe entre las poblaciones geográficas en comparación con la variación genética entre los individuos” (Lewontin, Rose y Kamin, 2009: 174); la variación intrapoblacional es mayor que la interpoblacional. Lewontin et al., (2009: 174) indicaron:

“de toda la variación genética humana que conocemos en relación a las enzimas y a otras proteínas, cuando ha sido posible calcular realmente las frecuencias de diferentes formas de los genes y conseguir así una estimación objetiva de la variación genética, se desprende que el 85 por 100 tiene lugar entre los individuos de la misma población local, tribu o nación; un 8 por 100 se da entre tribus o naciones de las grandes «razas», y el 7 por 100 restante, entre las grandes «razas»”.

Y explicaban: “resulta que el 75 por 100 de los diferentes tipos de proteínas son idénticos en todos los individuos examinados, independientemente de la población y con la excepción de alguna rara mutación ocasional” (Lewontin et al., 2009: 168) —de allí, pues, la aseveración acerca de “la notable falta de diferencia genética entre los grupos humanos”, lo cual “es un resultado contingente de la evolución” (Gould, 2007: 459).

“Sin embargo, el otro 25 por 100 son proteínas polimórficas. Es decir, existen dos o más formas alternativas de proteínas, codificadas por formas alternativas en un gen, que son comunes pero que tienen unas frecuencias variables en nuestra especie. […] Un hallazgo importante del estudio de estos genes polimórficos es que ninguno de ellos discrimina perfectamente un grupo «racial» de otro. Es decir, no hay ningún gen conocido que sea 100 por 100 de una forma en una raza y 100 por 100 de una forma diferente en alguna otra raza. Recíprocamente, algunos genes que varían mucho de individuo a individuo no presentan en absoluto ninguna diferencia media entre las grandes razas”. (Lewontin et al., 2009: 170)

En este sentido, por caso, si se tiene en cuenta el sistema sanguíneo AB0, “la diferencia entre las poblaciones africanas, asiáticas y europeas solo existía en cuanto a la proporción de los cuatro grupos sanguíneos” (Lewontin et al., 2009: 166) —de lo que se concluye que una persona puede ser receptora y donante de otra al margen de la supuesta pertenencia racial de cada una, mientras que en simultáneo puede que esta relación sea imposible incluso con miembros de sus familias. Otros ejemplos avanzan en la misma dirección. Tomando los grupos sanguíneos tales como Duffy, Rhesus y P, la frecuencia relativa de sus alelos ostenta una alta diferencia entre los grupos mencionados y, aunque algún alelo puede estar presente únicamente en un grupo, ningún grupo puede ser vinculado exclusivamente a un gen. Por su parte, al interior de estos grupos las proteínas Auberger, XG y Secretor varían mucho —son muy polimórficas—, aunque las diferencias son pequeñas entre los grupos (Cavalli-Sforza y Bodmer, 1981).

Asimismo, y paradójicamente, la pigmentación de la piel, elemento por excelencia tomado para la formulación de razas, ayuda a dimensionar doblemente la cuestión cuantitativa. En primer lugar, además de poseer un origen poligénico (Gould, 2007), está relacionada con una porción minúscula: alrededor de una veintena de genes, de los aproximadamente 21.000 que forman el genoma humano (Rocha, 2020). Mientras que, en segundo término, “los distintos colores de piel resultan esencialmente de la densidad en la epidermis de un único pigmento, la melanina, presente tanto en los blancos, como en los amarillos, como en los negros, pero con dosis muy variables. […] las diferencias encontradas son esencialmente cuantitativas, y no cualitativas” (Jacquard, 1987: 92) —cabe agregar que esta variación es de carácter adaptativo vinculándose con las diferentes condiciones climáticas a las que estuvieron sometidos los grupos humanos (Cavalli-Sforza, 2017; Jablonski y Chaplin, 2000).

En la misma línea, L. Mazettelle y H. Sabarots (1997: 353), parafraseando al genetista Cavalli-Sforza, afirmaron:

“si se comparan los genes de las diferentes poblaciones no se encuentran diferencias netas, tajantes, sino una gama continua de variaciones. Por ende, niega la existencia entre los hombres de razas puras […] raza pura es algo que podría ser producto de una investigación de laboratorio […] Esto no existe entre los hombres, pues siempre hay cierta dosis de mezcla”.

Y, precisamente, de estos intercambios entre las poblaciones dan cuenta algunos ejemplos suministrados por Lewontin et al. (2009: 173-174):

“¿son europeos los húngaros? […] parecen […] europeos, aunque (como los finlandeses) hablan una lengua que no está en absoluto emparentada con las lenguas europeas y que pertenece al grupo de lenguas uraloaltaico (turanio) del Asia central. ¿Y qué hay de los turcos actuales? ¿Son europeos o deberían ser agrupados con los mongoloides? Y luego están los urdu e hindiparlantes de la India. Son los descendientes de una mezcla de invasores arios del Norte, de persas del Oeste y de las tribus védicas del subcontinente indio. […] Incluso los aborígenes de Australia […] se mezclaron con los papúes y con inmigrantes polinesios del Pacífico mucho antes de que llegaran los europeos. Ningún grupo es más híbrido en su origen que el de los europeos actuales, que son una mezcla de hunos, ostrogodos, vándalos del Este, árabes del Sur e indoeuropeos del Cáucaso”.

Del mismo modo que no se pueden establecer cortes en el aspecto exterior de las personas, sin que sean en mayor o menor grado caprichosos o inconsistentes, tampoco se los pueden realizar a nivel genético. A la luz de estos señalamientos, sostener actualmente la idea de razas equivaldría de algún modo a practicar una “seudociencia” (Horkheimer, 2007: 93).

Pero si las razas humanas no poseen base biológica —J. Troyano (2010) planteó su inexistencia—, ¿cómo nominar las prácticas que hasta ahora se denominan racistas? Aunque E. Menéndez (2002: 176-177) no se planteó este interrogante, la respuesta puede ser construida a partir de dos de sus sucesivas precisiones: en la primera afirma que “el biologicismo supone la explicación del comportamiento humano, incluyendo sus padeceres, por estructuras biológicas innatas” —“explicaciones biologicistas” (Lewontin et al., 2009: 33); mientras que en la segunda estableció la supeditación conceptual del racismo para con el biologicismo, que “constituye el núcleo manifiesto en torno al cual se legitima por lo menos una parte de las concepciones y acciones racistas, que sigue estando presente, reaparece o comienza a desarrollarse durante los setenta en numerosos contextos tanto de países centrales como periféricos”.

Esto es, si en la primera puntualización formulada por Menéndez la caracterización del biologicismo puede ser extendida al racismo, mientras que, en la segunda el biologicismo incluye necesariamente al racismo, se puede concluir que lo actualmente mencionado como racismo es una modalidad de biologicismo que se ampara en determinados rasgos somáticos tales como la pigmentación de piel, cabellos y ojos, tipo de cabellos y la forma de ojos, narices y labios, etc. En síntesis, la atribución de valoraciones a ciertos caracteres corporales observables constituye una forma de biologicismo.

En esta dirección, la craneometría —desarrollada entre los siglos XVIII, XIX y XX, con el estadounidense S. Morton y el francés P. Broca como algunos de sus exponentes más destacados—, la frenología —vigente durante el siglo XIX, iniciada por el alemán F. Gall, y continuada por el escocés G. Combe—, la antropología criminal —expuesta por el italiano C. Lombroso a partir de la segunda mitad del siglo XIX— y la eugenesia —difundida por el británico F. Galton y que se extendió desde finales del siglo XIX hasta las postrimerías del XX—, son otras modalidades biologicistas. La actual sociobiología constituye una muestra más. Todas estas prácticas tienen en factores biológicos los cimientos a partir de los cuales se instauran diversas valoraciones, evaluaciones, proposiciones y hasta líneas de acción, dando cuenta así de cierta unicidad del fenómeno.

Este refinamiento teórico permite la no-reproducción —indirecta— de la noción de razas, que necesariamente implica el término racismo; cabe recordar que, aunque se trata de un uso netamente pragmático a efectos explicativos, desde la antropología social (Menéndez, 2002 y 2017; Frigerio, 2006; Restrepo y Arias, 2010; Blázquez, 2011) se continúa empleando dicha expresión.

También se debe tener presente que la sustitución terminológica no implica la erradicación de las prácticas biologicistas. Evidenciar la incoherencia, lo antojadizo de la idea de razas, no necesariamente conlleva la extinción del fenómeno históricamente conocido como racismo. A pesar de la ficcionalidad de las razas, de la “ilógica de las razas” (Hobsbawm, 2007: 276), se continúa pensando en función de ellas[4] —aún más, en algunos países se conserva su utilización explícita[5]— y, precisamente por ello, las características físicas mencionadas mantienen el rol atribuido de significante[6] —lo que demuestra, parafraseando a W. Hund (en Hering Torres, 2007), que las razas son condición de posibilidad de las prácticas biologicistas[7] (aunque también son biologicistas en sí mismas), a diferencia de A. Haider (2020: 23), quien invertía el orden señalando que el “racismo […] produce una ideología de la raza”.

Primera relación

En un sentido estricto o “técnico”, el biologicismo es una especie de relación causa/efecto entre las diferentes esferas humanas en la que componentes de la dimensión biológica actúan como origen determinante de las particularidades que adquieren las restantes dimensiones, pasando a ser estas últimas meros efectos o reflejos de la primera. Dicho de otra manera, es el establecimiento de valoraciones, conceptualizaciones, justificaciones, etc., que tienen por punto de partida factores orgánicos. A lo biológico se lo hace actuar mecánicamente como razón causal y objetiva tanto de aptitudes (capacidades) como también de actitudes (“formas de ser”): especie de razón última (argumento definitivo) de la conducta humana. No solo se establece una lineal y especialmente falsaria “continuidad entre lo físico y lo moral” (Todorov, 2007: 117), “una unidad consolidada” entre “los rasgos animales del ser humano y las característica sociales” (Echeverría, 2018: 7), sino que además se remite y reduce la multidimensionalidad o totalidad humana —ese “todo sintético” y por lo tanto “en situación” (Sartre, 1948: 55)— a una supuesta naturaleza biológica —un “determinismo biológico”: “una explicación reduccionista de la vida humana en la que las flechas de la causalidad van de los genes a los humanos y de los humanos a la humanidad” (Lewontin et al., 2009: 32).

En esto se desenmascara que la esfera biológica ha sido elevada al estatuto de “régimen de verdad” (Hering Torres, 2011: 50), algo absoluto y eterno en sí mismo y, en tanto tal, indiscutible e inapelable: “la biología […] es siempre invocada como una expresión de la inevitabilidad: lo que es biológico lo es por naturaleza y es demostrado por la ciencia. No puede haber ninguna discusión con la biología, porque es inmodificable” (Lewontin et al., 2009: 17-18). De manera que este relacionamiento espasmódico arroja pretendidas conclusiones no solo heredables, sino también inmutables.

Como se indicó, en esta primera relación la pigmentación del órgano exterior de las personas es el aspecto preponderante, aunque el color y el tipo de cabellos, el color y la forma de los ojos, el tipo de nariz y el tamaño de los labios, pueden también formar parte, apuntalándola.

Esta articulación puede ser reconocida a través de propuestas paradigmáticas. En su esquema cromático, Linneo —quien clasificó por primera vez a los humanos desde el punto de vista biológico, insertándolos en el reino animal— incorporó, aunque mínimamente, ciertas caracterizaciones. Por un lado, “colérica, erecta”, para las personas de piel “roja”; “sanguínea, musculosa”, para las de piel “blanca”; “melancólica, rígida”, para las de piel “amarilla”; y “flemática, relajada”, para las de piel “negra”. Y por el otro, con relación a la forma de dominación (gobierno) inherente a cada grupo: los americanos por “hábito”, los europeos por “costumbre”, los asiáticos por “creencia”, mientras que los africanos por “capricho” (Gould, 2007: 526).

Blumenbach (en Gould, 2007: 522), por su parte, empleó un criterio llamativo en la correlación: la belleza. La “raza blanca”, la denominada caucásica, era particularmente “hermosa”, y ello la diferenciaba del resto, al tiempo que la consideraba el grupo originario: “he tomado el nombre de esta variedad de los montes del Cáucaso, tanto porque sus vecindades […] producen la raza de hombres más bella como porque… en estas regiones […] podemos situar con las mayores probabilidades las autóctonas [formas originales] de la especie humana”.

Estas dos ulteriores ideas sobre la “raza blanca”, con cuanto menos una coincidencia sorprendente, también estuvieron presentes en el citado estudio de de Gobineau (1937: 120-121): “solo en los comienzos más nebulosos de las crónicas humanas es cuando podemos entrever, en ciertos puntos, a la especie blanca en aquel estado que en ningún sitio parece haber durado mucho”; “he observado ya que, de todos los grupos humanos, los que pertenecen a las naciones europeas y a su descendencia son los más bellos”.

El diplomático francés además especificó las correspondencias. A los “pueblos blancos”, también mencionados como “arios” y “nobles” (de Gobineau, 1937: 155), los caracterizó como poseedores de:  

“energía reflexiva, o […] inteligencia enérgica; […] una perseverancia que se da cuenta de los obstáculos y encuentra, a la larga, los medios de salvarlos; junto con una mayor energía física, un instinto extraordinario del orden, no ya solo como garantía de reposo y de paz, sino como medio indispensable de conservación, y […] un gusto pronunciado por la libertad, incluso extrema; una hostilidad manifiesta contra aquella organización formalista en la cual se adormecen de buen grado los Chinos, así como contra el altanero despotismo, único freno eficaz entre los pueblos negros”.

Mientras que del “negro” (de Gobineau, 1937: 154) marcó: “si sus facultades pensantes son mediocres o incluso nulas, posee, en cambio, en el deseo y, por consiguiente, en la voluntad, una intensidad a menudo terrible”. Por último, de “la raza amarilla” (de Gobineau, 1937: 155) dijo:

“escaso vigor físico, propensión a la apatía. En lo moral, ninguno de esos extraños excesos, tan comunes en los Melanios. Deseos débiles, una voluntad más bien obstinada que extrema, un gusto perpetuo pero apacible por los goces materiales; una rara glotonería, se muestra más exigente que los negros en los alimentos destinados a satisfacerla”.

En una línea semejante, Crozat (en Jacquard, 1987: 83), indicó:

“Los chinos tienen la frente ancha, el rostro cuadrado, la nariz corta, orejas grandes y cabellos negros… son naturalmente dulces y pacientes pero egoístas y orgullosos… Los negros son generalmente robustos y bien formados, pero perezosos, astutos, borrachos, glotones y desaseados… Los habitantes de América son ágiles y ligeros en las carreras; la mayoría son perezosos e indolentes, algunos son crueles”.

Con un salto temporal y geográfico, un caso proveniente de Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XX debe ser mencionado:

“los psicocirujanos Mark y Ervin argumentan […] que, como solo algunos negros participaron en las numerosas revueltas de los años sesenta y setenta en los guetos norteamericanos, las condiciones sociales, a las que todos estaban expuestos, no podían ser la causa de su violencia. Los casos de violencia procedían de aquellos individuos que tenían cerebros enfermos […]”. (Lewontin et al., 2009: 35-36)

La novedad relativa de este último ejemplo es, simplemente, la directa apelación y responsabilización al cerebro como aparente origen de la protesta social.  

Segunda relación

Como resulta fácil de reconocer en las transcripciones previas, a partir de la primera relación se suelda una segunda: la implementación de un orden jerárquico en función de las calificaciones diferenciales adjudicadas a cada grupo[8]. Tal ordenamiento opera —básicamente— en función de dos polos que pueden ser denominados bajo las fórmulas de: norma-ideal y anomalía-degradante biologicista[9]. Ambos se oponen punto por punto y son irreductibles.

Concretamente, por una parte, a determinados rasgos físicos se le atribuyeron valoraciones positivas y supremacistas. Expresan una pretendida normalidad erigida en ideal. Y por la otra, rasgos diferentes, implican avalúos negativos e inferiorizantes. Además de escapar de la “normalidad”, están ubicados en un figurado estadio subhumano —de modo que el biologicismo es más amplio que las lógicas de diferenciación e inferiorización, indicadas por M. Wieviorka (1992).

De acuerdo a ello cabe una observación. Las caracterizaciones “racistas y racializados” (Menéndez, 2017: 55) y “grupos racializados” (Haider, 2020: 106) son incompletas toda vez que la articulación es, en sí misma, biologicista. Quien biologiza, en simultáneo y como consecuencia lógica —tácita o manifiestamente—, se ha biologizado, ya que se expresa desde las valoraciones atribuidas a las peculiaridades biológicas que ostenta —o que supuestamente ostenta. No puede escapar del tipo de vinculación que establece.

Este maniqueísmo instaura una relación similar a la de dos participantes de un juego de suma cero: la tenencia de ciertas características físicas suma, siendo “virtudes” innatas, mientras que su carencia y, por lo tanto, la posesión de otras, resta, conformando “defectos” también innatos, asemejándose a un “lenguaje cerrado” dado que, al definir, realiza una “separación de lo bueno y lo malo” (Marcuse, 1993: 132), siendo la norma-ideal y la anomalía-degradante equivalentes respectivos a las oposiciones “bien-mal, bello-feo” (Fanon, 1973: 151) —y en analogía con las prácticas eugenésicas, siguiendo a A. Negri (2009: 93-94), la primera corresponde al “bien nacido” mientras que la segunda al “monstruo”.

Norma-ideal (epidermis clara) y anomalía-degradante (epidermis oscura y demás rasgos físicos que corresponden a grupos humanos no-europeos), reproduciendo la “ley de mutua penetración de las antítesis polares” (Engels, 2020: 2), constituyen opuestos que se implican formando, pues, una relación dialéctica. Si se ha establecido una anomalía-degradante es porque algo ha sido instituido en norma-ideal. Esta necesariamente precisa de la primera para justificar su presencia —algo así como, de acuerdo con C. Castoriadis (2008: 71), “una denegación, en el sentido freudiano del término: negación que, en el acto mismo de formularse, demuestra lo contrario de lo que afirma explícitamente”.

La anomalía-degradante representa lo que la norma-ideal en algunos casos descarta, patologiza y silencia, mientas que, en otros, reflota y menciona. Más que exponer una inhabilitación “para una plena aceptación social” (Goffman, 2006: 7), la anomalía-degradante pone en evidencia una aceptación, pero en inferioridad, en subalternidad. Por lo que, si bien es formalmente “un atributo profundamente desacreditador” (Goffman, 2006: 13), sustancialmente lo es en términos relativos, no absolutos. La producción en la América colonial basada en mano de obra africana esclavizada es un excelente ejemplo de ello: estructuralmente y en términos generales, la piel amarronada, imposibilitaba que su portador tuviese otra participación en la sociedad por fuera de dichas relaciones de producción. Esto indica que, para ser fuerza de trabajo esclavizada, el aspecto exterior oscuro no era un “atributo profundamente desacreditador”, sino lo contrario: su condición necesaria —o, cuanto menos, su condición de posibilidad. Si bien algunos autores han planteado “que la persona que tiene un estigma no es totalmente humana” (Goffman, 2006: 15), que se le ha negado “la posibilidad de ser hombre” (Fanon, 1973: 73), o, en términos colectivos, son considerados “probables no-humanos” (Echeverría, 2018: 9) —todas expresiones coincidentes e intercambiables—, desde una mirada dialéctica la anomalía-degradante ubica a determinadas personas en un plano de ostensible inferioridad pretendiendo excluirlas de la condición humana para algunas cuestiones, aunque no para todas, lo que equivale a, directa o indirectamente, ubicarlas en, y excluirlas de, ciertas actividades, labores y posiciones sociales.

Con todo, aunque esta relación involucra necesariamente una norma-ideal, puede que incluya simultáneamente más de una anomalía-degradante, generando una especie de escala vertical con gradaciones en función de las disímiles valoraciones adosadas a cada una de las anomalías-degradantes. Mas dado que este degradé se da al interior del polo anomalía-degradante, la relación con la norma-ideal se conserva maniqueamente.

Expuesto lo anterior, conviene observar algunos casos. Retomando tanto a Blumenbach como a de Gobineau, y en función de los dos criterios aludidos, se puede reconocer la jerarquía que, al interior de la humanidad, tenían en mente. El primero aseveró (en Gould, 2007: 533):

“en primer lugar, ese linaje exhibe… la forma más hermosa de cráneo, a partir de la cual, como de un tipo medio y originario, las demás divergen mediante las gradaciones más naturales… Además, es de color blanco, que podemos asumir legítimamente que ha sido el color primitivo de la especie humana, puesto que es muy fácil que este degenerase en pardo, pero mucho más difícil que lo oscuro se convirtiera en blanco”.

De Gobineau (1937: 114), por su parte, señaló: “las desviaciones que condujeron los caracteres primitivos de la especie humana hacia las variedades hoy establecidas, resultaron inmensamente más fáciles que lo que sería hoy, por ejemplo, para la raza negra llegar al tipo blanco, o para la amarilla al tipo negro”.

Aunque las nociones de belleza y primogenitura brindan la apariencia de poseer escasa importancia y hasta cierta ingenuidad, especialmente si se tienen en cuenta calificaciones aun más explícitamente peyorativas, en rigor, son cruciales ya que constituyen los cimientos teóricos del concepto de degeneración/desviación, a su vez, piedra angular toda vez que hace explícita la tipología de jerarquía establecida: una de orden cualitativo y, por lo tanto, imposible de revertir —la noción de degeneración/desviación solo es un antecedente rudimentario de la mencionada patologización de orden cerebral realizada por los psicocirujanos estadounidenses.

Según esta idea, a medida que las epidermis se van oscureciendo, perdiendo su rosado original, la degradación se va haciendo evidente. Y ello se traduce en los diferentes grados de desarrollo alcanzados por los distintos grupos. Asimismo, a pesar del proceso hacia la degradación, el movimiento contrario, la mejora, es irrealizable. Los “blancos” pueden devenir en “negros” y, en una especie de estación intermedia, en “amarillos”, aunque ni los “amarillos” ni los “negros” pueden encumbrar en “blancos”. Sin más prueba que la mera suposición propia, lo antojadizo del razonamiento queda expuesto.  

Agregó de Gobineau (1937: 155):

“La variedad melania es la más humilde y yace en lo más bajo de la escala. El carácter de animalidad impreso en la forma de su pelvis le impone su destino, a partir del momento de la concepción. Nunca saldrá del círculo intelectual más restringido. Ese negro de frente estrecha y huidiza, no es, sin embargo, un bruto puro y simple que ofrece, en la parte media de su cráneo, los indicios de ciertas energías groseramente poderosas. […] Varios de sus sentidos se han desarrollado con un vigor desconocido en las otras dos razas: el gusto y el olfato sobre todo. Pero en esto, principalmente, en la avidez misma de sus sensaciones, se encuentra el sello manifiesto de su inferioridad. […] La raza amarilla resulta ser la antítesis de ese tipo. El cráneo, en vez de ser echado hacia atrás, se inclina precisamente hacia adelante. La frente, ancha, huesuda, a menudo saliente, desarrollada en altura, pesa sobre una faz triangular, en la que la nariz y el mentón no muestran ninguno de los salientes groseros y rudos que distinguen al negro. Una tendencia general a la obesidad no es un rasgo verdaderamente propio de ella, aunque se encuentra con más frecuencia en las tribus amarillas que en las otras variedades. […] En todo, tendencia a la mediocridad; comprensión bastante fácil de lo que no es ni demasiado elevado ni demasiado profundo […] Los amarillos […] no sueñan, no aman las teorías, inventan poco, pero son capaces de apreciar y adoptar lo que sirve. Sus deseos se limitan a vivir lo más tranquila y cómodamente posible. Se ve que son superiores a los negros. La raza amarilla posee un populacho, una pequeña burguesía que todo civilizador desearía escoger como base de su sociedad; no es, sin embargo, el elemento adecuado para crear esa sociedad ni darle nervios, belleza y espíritu de acción”.

Mediante recursos descriptivos que, por un lado, ensayan la animalización, y, por el otro, constituyen anticipos en frenología y antropología criminal lombrosiana, el escritor francés sub-humanizaba a quienes portaban pieles amarronadas. Mientras que, en el caso de los asiáticos, sin prescindir de la perspectiva frenológica, y aunque eran ubicados por encima de los africanos y podían incorporar adelantos de los europeos, jamás podrían conformar una sociedad como las de Europa; después de todo, el color era un límite infranqueable. Asimismo, pretendiendo resaltar un carácter civilizatorio de los europeos, para ellos de Gobineau establecía una relación inversamente proporcional. El desarrollo intelectual era destacado, al tiempo que subestimaba el de las sensaciones y el de la acción física, a pesar de ser superiores en fuerza: “la inmensa superioridad de los blancos, en la esfera total de la inteligencia, se asocia a una inferioridad no menos manifiesta en la intensidad de las sensaciones. […]. Se siente menos solicitado y menos absorbido por la acción corporal, aunque su estructura sea notablemente más vigorosa” (de Gobineau, 1937: 156)[10].

Haciendo un avance en lo temporal, deben destacarse un par de casos ilustrativos provenientes de Estados Unidos y Gran Bretaña: A. Jensen, un psicólogo estadounidense, publicó en 1969 un artículo afirmando que “la mayor parte de las diferencias entre blancos y negros en el papel desempeñado en los test de CI eran genéticas”; por su parte, el psicólogo H. Eysenck promovió en Gran Bretaña la idea “que hay diferencias biológicas en el CI entre las razas”[11] (Lewontin et al., 2009: 33-34).

Estos extractos también ayudan a enfatizar que esta especificidad del biologicismo siempre involucró valoraciones de orden intelectual —por lo que la caracterización “racismo de la inteligencia” (Bourdieu, 1990) no representa novedad alguna. Y ello se plasmaba pretendidamente en los diversos grados de desarrollo alcanzados tanto por las sociedades como por los distintos grupos que las conformaban.  

Como se señaló, esta ordenación es producto del proceso histórico, siendo no una circunstancia ineluctable sino, más bien, una de las maneras posibles mediante la cual se expresó. Algunas naciones europeas, en franca expansión en virtud del régimen productivo que despuntaba, establecieron este esquema jerárquico a su imagen y semejanza, por lo tanto se ubicaron a sí mismas en algo así como una cúspide inalcanzable —el concepto de “blanquitud” fue una forma enunciarlo[12]. La inferiorización de lo africano, de lo americano y de lo asiático fue en lo cualitativo inversamente proporcional a la jerarquización que concitaba lo europeo —desde la filosofía ha sido denominado como el “paradigma trascendental del auto-desvío” europeo (Paget, 2008: 89)[13], algo también explicitado por J. Mariátegui (2009: 57) (“el concepto de las razas inferiores sirvió al Occidente blanco para su obra de expansión y conquista”) y F. Fanon (1973: 76) (“la inferiorización es el correlativo indígena de la superiorización europea”).

De modo que el biologicismo es la manifestación ideológica de una serie de conquistas europeas sucesivas: quiénes las llevaron adelante y triunfaron y quiénes las sufrieron[14]. Y, en parte, de la conservación de dicha hegemonía: en la medida que en términos generales se mantiene la relación de preminencia económico-política de países, por un lado, cuyo origen se identifica con Europa, y por el otro, de europeos propiamente dicho, y la dependencia de la mayoría de las otroras colonias, este esquema biologicista se perpetúa tanto al interior de los primeros como de los segundos.  

Esta segunda articulación trazuma dominación, control social, siendo una relación colmada de poder —“poder explícito” (Castoriadis, 2008: 97)[15]. Como retóricamente marcara Lévi-Strauss (1999: 10): “¿Esas ideas no proveen simplemente una envoltura ideológica a oposiciones más reales fundadas en la voluntad de avasallamiento y en las relaciones de fuerzas?”.

Y, precisamente, dando muestra de esta última característica, cuando en algún modo o grado las relaciones de poder se modifican o atenúan a consecuencia de las luchas políticas, puede que el biologicismo también sea apropiado y utilizado por quienes fueron anormalizados-degradados, invirtiendo los términos. Menéndez (2002) expuso algunos ejemplos que van desde ciertas lecturas de las obras de Fanon hasta producciones de intelectuales del movimiento afro en Estados Unidos en los años 1950 y 1960, enmarcadas en los procesos de descolonización y reivindicación del colectivo afro, respectivamente. En estos casos, la norma-ideal y la anomalía-degradante intercambian sus lugares[16]. Incluso, puede que quienes no conformen o no conformen absolutamente la norma-ideal europea, pero ostenten una posición de poder, se erijan en representantes de una nueva norma-ideal y ejerzan el dominio sobre otros grupos que integran la anomalía-degradante —se debe recordar que hacia fines del siglo XIX en México se desarrolló un marcado rechazo a trabajadores provenientes de China, llegando en 1911 al paroxismo que consistió en el exterminio de cientos de estos obreros (Monteón González y Trueba Lara, 1988).

De modo que las coordenadas de la génesis del biologicismo no invalida ni impide que pueda ser acondicionado y empleado por sus víctimas originales o por cualquier otro grupo. Lo que demuestra que, como indicara P. Bourdieu (1990: 277), “hay tantos racismos como grupos que necesitan justificar que existen tal y como existen, lo cual constituye la función invariable del racismo”.

Teniendo en cuenta que la relación de poder, estructuralmente, no es un fin en sí mismo, esta segunda relación puede ser considerada un puente entre la primera y la tercera.

Tercera relación

Si entre las personas hubiese jerarquías ontológicas, no habría necesidad de desarrollo teórico alguno que las explique o justifique. Mas, ¿en qué radica la instauración de una (pseudo) teoría que establece jerarquías entre los humanos? Por una parte, su mera producción, aunque de manera tácita, connota que las relaciones de “infrahumanidad y superhumanidad” (Balibar, 1988: 318) no son algo dado por la cultura ni mucho menos por la naturaleza, sino que más bien son construcciones socio-histórico-políticas; y por la otra, consecuentemente, obedecen a, o dan cuenta de, causas específicas y objetivos determinados.

Así, pues, el biologicismo presenta una tercera relación: es una herramienta que en última instancia encubre motivaciones materiales o de clase social; en un sentido extendido, mediante la “ficción ideológica” (Meillassoux, 1990: 11) inferioridad-superioridad, muestra un carácter instrumental, siendo un medio para fines económicos o de clase —abstraerlo de esta relación es enajenarlo de las condiciones materiales en las que emerge y para las que actúa, simplificándolo en un mero “pensamiento abstracto” (Marx y Engels, 1966: 112).

La diversidad somática dejó de ser anodina y fue instituida en indicador de diferencias esenciales, las cuales a su vez justificaban o legitimaban relaciones de producción. La variedad física fue asociada a incompatibilidades taxativas, a jerarquías insalvables, cuando determinadas formas de dominación y explotación colonial e imperial a gran escala en América, perpetradas por potencias europeas, que involucraron tanto la esclavitud de la fuerza de trabajo procedente de África como la semi-esclavitud de población que habitaba América, convivían con ciertas nociones en torno a los derechos del hombre propio de la Ilustración. La contradicción entre estos regímenes productivos, que abastecían un mercado cada vez más amplio y diversificado, y el ideario igualitarista de la emergente burguesía se administró mediante las supuestas e intrínsecas inferioridad de los explotados y superioridad de los explotadores, las cuales se “expresaban” fundamentalmente en los cromatismos de sus tegumentos oscuros y claros, respectivamente (Hardt y Negri, 2005; Menéndez, 2017; Echeverría, 2018).

Pero esto continuó. Por un lado, en las sociedades que paulatinamente se fueron independizando de sus lazos coloniales, las élites de origen europeo prolongaron su dominio. La esclavitud de la fuerza de trabajo de origen africano se conservó por algún tiempo hasta que finalmente fue abolida. Aunque se debe tener presente que, en algunos casos, esta fuerza de trabajo fue sustituida por otra que sufrió condiciones semejantes o peores, y que también se la consideró una anomalía-degradante: a mediados del siglo XIX llegaron a Cuba aproximadamente 125.000 trabajadores chinos, los “coolies”, los cuales fueron sometidos a regímenes de esclavitud y semi-esclavitud (Elfasi, 2016; Yun, 2008). No obstante, en general las posiciones sociales de los exesclavos y de sus descendientes se mantuvieron en la subalternidad, engrosando las porciones más bajas de la clase trabajadora, a lo que le correspondió la persistencia de las valoraciones negativas. Lo propio acaeció con la población americana. Así, pues, el biologicismo perduró a lo largo de los siglos XIX y XX —e incluso en el actual—, siendo naturalizado y reproducido en diferentes grados —asemejándose a una “metaley” (Castoriadis, 2008: 124)[17]—, en la medida que pasó a encubrir la explotación burguesa al interior de los Estado-nación contemporáneos.

Y, por el otro, el imperialismo capitalista propiamente dicho —de finales del siglo XIX y principios del XX— apeló al biologicismo una vez más. M. Weber (1958: 58) aseguró: “la lucha política y comercial de las naciones entre sí por el dominio del mundo se está librando con encarnizamiento creciente: está difundida la creencia en que, «en última instancia», todo acaecer histórico es resultado de la acción recíproca de «cualidades raciales» innatas”.

Volviendo a la cuestión de clase, Weber (1974: 320-321), a partir del caso de Estados Unidos, indirectamente dio cuenta de la instrumentación del biologicismo en tal sentido. Básicamente, a pesar de la miopía de no reconocerlo en los dueños de las plantaciones, de la división y el enfrentamiento al interior de la clase trabajadora, “los poor white trash, los blancos pobres de los estados del Sur que, cuando escaseaba el trabajo libre, llevaban una existencia miserable, fueron en la época de la esclavitud los verdaderos inventores de la antipatía racial, ajena a los mismos plantadores, porque su «honor» social dependía de la descalificación de los negros”.

Lo propio, con mayor exactitud y profundidad, fue indicado por Haider (2020: 106):

“se evitó que los trabajadores euroamericanos se unieran a los afroamericanos en una rebelión, a través de una forma de control social impuesta por la clase social dirigente euroamericana. A cambio del privilegio blanco, los trabajadores euroamericanos aceptaron la identidad blanca y se convirtieron en agentes activos en la brutal opresión de los trabajadores africanos. Pero también rebajaron fundamentalmente sus propias condiciones vitales.

El biologicismo posibilitó tanto la fragmentación como la oposición entre los trabajadores, las cuales facilitaron la degradación de las condiciones existenciales de los obreros de origen europeo mediante el pago de salarios deprimidos. Y ello, a su vez, fue tolerado gracias al sentimiento que los aunaba con sus explotadores: el de “superioridad” por sobre la población de origen africano; los asalariados con ascendencia europea se apropiaron del biologicismo introducido por las élites sin percatarse que, a cambio de ciertas prerrogativas, eran pauperizados, y por lo tanto homogeneizados materialmente a la porción trabajadora de la cual se sentían superiores y procuraban separarse. Una porción de la clase asalariada reproducía una ideología que en última instancia obedecía a los intereses, y redundaba en el beneficio, de la clase explotadora.

De lo que se desprende que la norma-ideal —la supremacía “blanca”— no es una identidad meramente corporal, sino que, además, es, aunque de modo celado, profundamente de clase social burguesa (Echeverría, 2018; Zeballos, 2016) —encumbrar las características del propio cuerpo connota conciencia de clase (Foucault, 2002). Mas cabe una observación: aunque la norma-ideal es una forma de encarnación de la burguesía, la pertenencia a esta no tiene por requisito la posesión de la norma-ideal sino de los medios de producción; la burguesía también puede incluir a quienes poseen pieles oscuras, del mismo modo que quienes poseen epidermis claras también engrosan las filas del proletariado.

Pero, más allá de la identificación de la norma-ideal con la clase explotadora, en particular, el biologicismo, en general, dado su carácter funcional, está supeditado a los intereses de clase social, por lo que son estos últimos los que determinan tanto la exacerbación como la disipación del primero. Se volverá sobre este último caso.

S. Frondizi (1957: 53-54) diagnosticó explícitamente la instrumentalización que presentaba el biologicismo —que en ocasiones se asocia con la xenofobia— para el capitalismo en Estados Unidos a mediados del siglo XX, en la que se destacaba la formación de un segmento de trabajo depreciado —o doble mercado de trabajo—:

“constituye a la vez un resultado fatal y un instrumento necesario de la dictadura de los monopolios sobre la sociedad norteamericana. Sus víctimas son las minorías negra, judía, mexicana, portorriqueña, filipina, italiana, etc., pero es en relación a la primera que el problema adquiere sus perfiles más monstruosos […] El racismo permite al Gran Capital mantener divididas a las masas explotadas, lanzándolas unas contra otras para impedir su unificación en un frente común de lucha contra los explotadores. Permite, asimismo, mantener en la masa de color un reservorio de fuerza de trabajo barata y sumisa. La discriminación anti-negra se manifiesta y perpetúa, en primer lugar, mediante una gama de artimañas destinadas a impedir que los negros intervengan realmente en la vida política, sobre todo en los actos electorales: sistema de impuestos electorales o poll tax, terrorismo puro y simple, etc. […] La discriminación se manifiesta también, y con igual intensidad, en la vivienda, los hoteles, y restaurantes, el transporte, los espectáculos, la enseñanza, la sanidad, la ocupación, la inseguridad personal, la parcialidad hostil del aparato estatal —justicia, policía, etc.—, la legislación, v. gr., prohibición legal en ciertos estados de los matrimonios inter-raciales. […] En Estados Unidos, la tasa de mortalidad infantil es 69% más elevada entre los negros que entre los blancos […] El salario horario medio era en julio de 1942: 44,4 y 65,3 centavos para obreros negros y blancos, respectivamente”.

En esta línea, el aludido artículo, publicado por Jensen, en relación con el gasto social del gobierno estadounidense durante la presidencia de Nixon, concluía que “ningún programa de educación podría equiparar el estatus social de blancos y negros y que los negros debían ser educados preferentemente para los trabajos más mecánicos a los que les predisponían sus genes”. Mas ello sería extendido: “muy pronto la invocación a la inferioridad genética de los negros fue ampliada a la clase obrera en general y dotada de gran popularidad por otro profesor de psicología, Richard Herrnstein, de Harvard” (Lewontin et al., 2009: 33).

El biologicismo, mediante la reunión de las esferas somática y genética, era esgrimido para, además de ubicar disimuladamente en determinadas franjas laborales a los asalariados afroamericanos, concretar recortes en materia de educación. Posteriormente, la apelación a los genes hacía lo propio con la clase trabajadora en términos genéricos. Así, pues, y nuevamente, relucía el perfil de clase del biologicismo: en este se vehiculizaban, incluso desde las políticas estatales, los objetivos de las clases sociales dominantes, lo que impactaba directamente en la calidad existencial de los explotados.

Ahora bien, un ejemplo paradójico permite retomar y demostrar la preponderancia que adquieren los intereses de clase por sobre el biologicismo. Estados Unidos, un país con un frondoso pasado y presente biologicista, no solo llegó a tener como presidente del Estado Mayor Conjunto y, posteriormente, secretario de Estado a Colin Powell —quien además fue general de cuatro estrellas-, y como secretaria de Estado a Condoleezza Rice, ambos afro-estadounidenses, sino también y por dos períodos a un presidente con ascendencia africana, Barak Obama. A pesar de sus pigmentaciones llegaron a los cargos de mayor importancia dentro de la estructura estatal, ya que el tegumento no gravitaba negativamente para las necesidades del gran capital. Más aún, el acceso a estos puestos encumbrados tenía el plus de operar como propaganda de un supuesto progresismo, el cual no alteraba en absoluto la estructura de clases de aquel país, toda vez que las relaciones sociales de producción capitalista no formaban parte del ámbito de lo discutible, sino más bien todo lo contrario; el biologicismo momentánea y formalmente fue escamoteado en estas instancias, pero lo que no se desvaneció fue la propiedad privada de los medios de producción y sus corolarios —durante las presidencia de B. Obama, la represión a las porciones más deprimidas de la clase trabajadora, visibilizada en los asesinatos de afro-estadounidenses a manos de la policía, continuó, mientras que la expulsión de trabajadores inmigrantes que no contaban con el permiso estatal se agudizó.

La operativización del biologicismo por parte del nazismo también puede ser registrada. B. Echeverría (2018: 33, 34 y 35), en alusión al exacerbado antisemitismo nazi, afirmó que se debió a la confluencia de dos razones. Por un lado, la intención de enmascarar a los trabajadores alemanes “con una retórica revolucionaria” su profunda “tendencia contrarrevolucionaria” mediante “una acción relativamente inofensiva para el sistema, irrelevante grosso modo para el funcionamiento capitalista de la economía y la sociedad alemanas”. Y por el otro, a la “opinión pública pequeño-burguesa” que “veía en los alemanes de origen judío” los responsables de la pauperización “de las masas trabajadoras”, al tiempo que los asimilaba a la “élite plutocrática” que se había enriquecido. En este caso, el biologicismo, mediante la reedición de un sempiterno “chivo expiatorio”, servía tanto para distraer a la clase obrera como para, y especialmente, encubrir a la gran burguesía, quien era responsable de su pauperización.

Más aún, siguiendo a C. Meillassoux (1989: 197), esta clase empresarial fue la que se benefició en gran medida del antisemitismo, el antigitanismo, el antieslavismo[18] —y de la persecución a comunistas y homosexuales— mediante la explotación de la fuerza de trabajo esclavizada en los campos de concentración; el biologicismo era empleado de acuerdo con las necesidades productivas del capitalismo imperial alemán:

“Reducido a sus fronteras nacionales por el tratado de Versalles, el imperialismo alemán trató de colonizar Europa y aplicarle los métodos imperialistas de superexplotación del trabajo, con una fuerza tanto mayor por cuanto se aplicaban a poblaciones industrializadas y así más aptas para organizarse, en una circunstancia histórica —la guerra total— que mostró así su verdadera esencia. Una parte de la fuerza de trabajo de la Alemania nazi era reproducida según el sistema de migraciones temporarias, mediante el régimen del servicio obligatorio del trabajo; otra parte por una migración definitiva y fatal. Los campos de concentración, de los que a veces se olvida que eran campos de trabajo, fueron lugares de la explotación capitalista llevada a su extremo lógico. Proveedores de mano de obra casi gratuita para los Krupp, Thyssen, I. G. Farben y otros, dichos campos eran alimentados por hombres, mujeres y niños reclutados a través de una Europa colonizada, explotada hasta la usura física y liquidados físicamente desde el momento en que eran incapaces de trabajar, ahorrándole al capitalismo alemán el costo del mantenimiento y la carga de los trabajadores enfermos, impedidos o demasiado viejos”. (Meillassoux, 1989: 197)

 

También Meillassoux (1989: 170, 171 y 172) prueba, una vez más, aunque para otros países y luego de la Segunda Guerra Mundial, tanto la funcionalidad burguesa del biologicismo como su reproducción por una porción de la clase trabajadora:

“Ya sea en los países abiertamente racistas como la Unión Sudafricana, o en los países europeos, las condiciones de empleo de los trabajadores migrantes son del mismo orden. La extracción capitalista de la renta en trabajo exige, en efecto, la constitución de instituciones, de mecanismos y de ideologías determinadas que son universales. Se trata, por una parte, del doble mercado de trabajo, y, por la otra, de rotación de la mano de obra de origen rural obtenida mediante su periódico envío al sector doméstico. Esta política es sostenida por una necesaria ideología racista […] Diversos procedimientos son utilizados para reforzar, controlar y facilitar el funcionamiento de este doble mercado: entre ellos, y de manera especial, el mantenimiento, en la población del país de recepción, de prejuicios racistas y xenófobos, prejuicios que permiten considerar a los trabajadores de origen extranjero como menos calificados a priori, y dirigirlos así arbitrariamente, […], hacia los empleos peor pagados y menos estables. […] El racismo tiene una segunda función […]: la de producir terror en una fracción del proletariado que, al estar superexplotado, tiene suficientes razones como para rebelarse y recurrir a la violencia. Rodeados por una población hostil, expuestos a los prejuicios de sus compañeros de trabajo, los obreros inmigrados se encuentran situados en un clima social desfavorable a la expresión de sus reivindicaciones. Por último, el racismo contribuye a retrasar la conciencia de clase al oponer los inmigrados a los autóctonos o a otros inmigrados, sobre la base de sus particularismos étnicos o de su pertenencia nacional a la que son remitidos para reconocerse, identificarse y organizarse”.

Esto, de algún modo, se corrobora en Argentina, especialmente para trabajadores/as provenientes de Bolivia, sobre quienes confluyen tres registros degradantes: el xenofóbico, el biologicista y el clasista (Zeballos, 2020). Aunque, y también en este país, el biologicismo es una forma de expresión del clasismo (Zeballos, 2022). Es empleado discursivamente para exponer y legitimar las diferencias de clase social —lo que no obsta que también sea utilizado por miembros de la clase trabajadora—: la alocución “negro”, en alusión a los/as trabajadores/as, no expresa tanto objetivas relaciones de explotación como más bien el modo degradante en que “de arriba hacia abajo” se verbaliza a la clase explotada en general, y a los estratos más deprimidos al interior de ella, en particular, dada la connotación negativa que aún ostenta la piel oscura.

Otra muestra de la instrumentalización material del biologicismo lo conforma el informe realizado en Brasil, a principios de 2000, por el Instituto de Investigaciones Aplicadas (IPEA), que especificó “que los trabajadores negros ganan la mitad del salario percibido por los blancos” (Menéndez, 2002: 187).

También en México se observa la disminución del valor económico de la mano de obra y la orientación hacia ciertas ramas laborales a determinados grupos —por ejemplo, el “servicio doméstico” e incluso la criminalización de la subalternidad son los objetivos del biologicismo (Menéndez, 2017: 16).

Wallerstein (1988: 57-58) lo planteó desde una perspectiva macro. Se trata, centralmente, de la reducción del costo de la fuerza de trabajo:

“permite ampliar o contraer […] el número de individuos disponibles para los cometidos económicos peor pagados y menos gratificantes […]; hace nacer y recrea permanentemente comunidades sociales que en realidad socializan a sus hijos para que puedan desempeñar […] las funciones que les corresponden […]; ofrece una base no meritocrática para justificar la desigualdad […] ayuda a mantener el capitalismo como sistema, pues justifica que a un segmento importante de la fuerza de trabajo se le asigne una remuneración muy inferior a la que podría justificar el criterio meritocrático”.

Así, pues, la “sobredeterminación constante del racismo por la lucha de clases” (Balibar, 1988: 314) puede ser formulada mediante otros términos: estructuralmente, el biologicismo es un instrumento de los intereses fundamentalmente económicos, pero también político-ideológicos de las clases explotadoras hegemónicas.

Conclusiones

La utilización del término racismo resulta problemática dada la fragilidad de la noción de la que parte: la de razas humanas. La expresión biologicismo, que alude a conceptualizaciones que abrevan en factores de la dimensión biológica, constituye una opción superadora ya que no invoca a las “razas”.

En tanto fenómeno social, el biologicismo está colmado de relaciones. A la primera vinculación entre lo somático y las demás esferas, le acompaña la instauración de un orden jerárquico en función de las calificaciones diferenciales establecidas a las disímiles particularidades corporales. Opera maniqueamente mediante las categorías norma-ideal y anomalía-degradante, manifestando una modalidad de control social producto de procesos históricos.

Mas existe una tercera articulación. Los mencionados procesos colonialistas-imperialistas desenvueltos, por un lado, por sociedades europeas desde fines del siglo XV hasta el siglo XIX, y por el otro, por Estados-nación también europeos desde las postrimerías del siglo XIX hasta los inicios del XX, y que derivó en las guerras mundiales, obedecieron a las necesidades (productivas y comerciales) de las relaciones sociales de producción emergentes y consolidadas, respectivamente; el biologicismo actuó en pos de tales intereses materiales.

Tomando el caso de Estados Unidos, resulta palmario el rol legal y legitimante que cumplía el biologicismo durante el período de explotación esclavista de la fuerza de trabajo extraída de África. Pero con la implementación de las relaciones asalariadas el biologicismo mantuvo su presencia. Por una parte, normalizando nuevamente la ubicación, en líneas generales, de dicha fuerza de trabajo, a la que se debe agregar la inmigrante que tampoco participa de la norma-ideal, en las labores peor remuneradas. Y por la otra, propiciando/ahondando la atomización de la clase obrera, ya que brindaba a los trabajadores de origen europeo razones aparentes para alejarse del resto de los asalariados. Las clases explotadoras resultan favorecidas tanto en lo económico como en lo político, pero también en lo ideológico: la relación biologicista, al obturar la conciencia de clase, impacta justificando directa o indirectamente las relaciones de explotación en curso. Incluso el Estado se hacía eco de estos intereses recurriendo al biologicismo, presentándolo como elemento objetivo y fiable a partir del cual se decidían las políticas sociales. Así, pues, tanto el statu quo capitalista —la estructura de clases, la propiedad privada de los medios de producción, etc.— como la hegemonía de sus élites eran apuntalados por el biologicismo.

En el régimen nazi también se puede reconstruir la instrumentalización biologicista. La gran burguesía fue favorecida, por un lado, solapando su responsabilidad y beneficio, por la profunda crisis económica que se encarnó en el empobrecimiento de los trabajadores. Y por el otro, en virtud de la explotación extrema de la mano de obra esclavizada en los campos de concentración, que, como consecuencia lógica de los regímenes de trabajo impuestos, perecía en ellos.

El encastre de implicancias económicas, políticas e ideológicas también se verifica luego de la Segunda Guerra Mundial, tanto en Estados Unidos como en los países económicamente más desarrollados de Europa[19].

El biologicismo en Argentina es ejercido especialmente sobre los trabajadores de origen boliviano, en quienes los rasgos corporales que los vinculan con los primeros pobladores de América se hacen en muchos casos reconocibles; pero también en este país es un modo de expresión del clasismo descendente.

Asimismo, en México determinadas ramas laborales, con sueldos deprimidos, serán ocupadas por quienes no participan de la norma-ideal. Asimismo, el biologicismo es empleado para criminalizar y patologizar a las porciones sociales más deprimidas.

Por su parte, en Brasil se documentó que los asalariados con origen africano reciben remuneraciones inferiores a los de ancestros europeos.

La supremacía-inferioridad biologicista se vincula estrechamente a la organización socio-productiva. Es un medio empleado en función de intereses que responden a las clases hegemónicas. Aunque reproducido también por el proletariado, o una parte de él, fundamentalmente encubre objetivos propios de las clases explotadoras. Y en ello radica la pervivencia del fenómeno. La persistencia de las distintas connotaciones que se les atribuyen a los diferentes rasgos físicos obedece, en última instancia, a la funcionalidad que posee en las sociedades de clases. El esencialismo del biologicismo no solo está subordinado al clasismo de las élites, sino que además es una manera, disimulada, en que este último se manifiesta.

 

Referencias bibliográficas

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[1]Notas

 El por entonces imperio español desarrolló una especie de equivalente en la idea de “castas”, conformadas por indígenas y africanos, en las que el factor biológico indudablemente estaba presente. A partir de tres grupos ordenados jerárquicamente: “blanco” (español) —“peninsular”— e hijo de españoles nacido en América —“criollos”—, “indio” (nativo americano) y “negro” (nativo africano), estableció para sus colonias en América una exhaustiva taxonomía en función de los grados de mixtura entre sí. En esta sociedad estamental, el color —pero también el grado (o porcentaje) de mezcla más o menos apreciable somáticamente— determinaba la ocupación y, por lo tanto, el lugar en aquella —aunque con el paso del tiempo comenzó a ser flexibilizado e incluso había diferencias en el celo de su aplicación dependiendo de que el ámbito fuese urbano o rural. Esta forma de organización social era heredera de los “Estatutos de pureza de sangre” vigentes en España desde 1449 hasta 1865, por los cuales se exigía a quienes deseaban ingresar a determinadas instituciones demostrar no tener ascendencia judía ni musulmán: se “prohibían el acceso a colegios mayores, órdenes militares, monasterios, cabildos catedralicios y a la propia Inquisición, a aquellos cristianos a los que se les pudiese comprobar sangre «judía, mora o hereje» en sus antepasados” (Hering Torres, 2007: 18). Hering Torres (2011: 42) lo plantea como un “racismo antijudío”, aunque más precisa sería la fórmula antijudaísmo y antimusulmanismo biologicista desde la estructura eclesiástica. Se debe recordar que en la expulsión de los “moriscos” de España hacia el 1600, además del rechazo religioso se apeló a la “sangre” (Vázquez García, 2009). De allí, pues, el señalamiento de Menéndez (2017: 56): “los españoles utilizaron criterios biológicos que fueron aplicados por lo menos desde el siglo XV a musulmanes, judíos y más tarde a los indígenas americanos, a través de la llamada «limpieza de sangre»”. Al parecer, si en la cultura, en general, y en lo cultual, en particular, el linaje podía ser ocultado, en la “sangre” ya no. De modo que, más allá de la metáfora que involucra las ideas de limpieza de/mancha en sangre (Hering Torres, 2003), la sangre misma era indiscutiblemente el elemento biológico invocado a partir del cual supuestamente se transmitían las pretendidas características de cada linaje: el origen común que implica el linaje se conserva mediante la transmisión de la “sangre” que pretendidamente lo constituye y caracteriza. Asimismo, esta utilización de, o apelación a, este tejido conectivo indica que hacia los siglos XV, XVI y XVII, en la península ibérica, no se podían percibir caracteres físicos “diferenciadores” y, al mismo tiempo, la noción de razas en el sentido contemporáneo no estaba aún formalizada. Con todo, tanto la idea de “pureza de sangre” como la de “race”, esgrimida por la nobleza francesa entre los siglos XVI y XVII, que alude a un linaje en común y en el que se conservan ciertas virtudes (Hering Torres, 2007), pueden ser consideradas los antecedentes biologicistas de la noción de razas propiamente dicha, algo así como la genealogía propuesta por Foucault (1996). Algo parecido sostuvo Wade (2014), aunque con una fecha más temprana; para este investigador, el término raza aparece en España e Italia en referencia al linaje, pero hacia el siglo XIV.

[2] Esta noción debe ser comprendida en el marco de dicho proceso y, por lo tanto, enlazada a otras expresiones ideológicas compatibles. Durante el siglo XVII, desde el campo de la teoría política también se contribuyó al pensamiento supremacista de parte de Europa. Por ejemplo, en Locke se conjugaban lo que actualmente se consideraría eurocentrismo y evolucionismo. De la Cadena (2008: 8) afirmó: “John Locke pensaba que «en el principio el mundo era América» […] con lo que quería decir que la América del Norte que tenían que gobernar los ingleses representaba el estadio más incipiente de la evolución humana. Como tal, no tenía gobierno propio; todo en ella era naturaleza, y las relaciones a través de las cuales los pueblos indígenas que las habitaban producían y creaban sociedad no tenían valor histórico ni político. Lo mejor que podían hacer los ingleses era introducir sus propias instituciones y crear gobierno”.

[3] Pensadores como Hume y Hegel produjeron esquemas semejantes (Paget, 2008).

[4] Esto se puede reconocer en los movimientos en torno al reconocimiento de ciertas identidades étnicas en países americanos. En Argentina, por ejemplo, en la reivindicación, por un lado, de lo afro, además de las diversas prácticas culturales, también se apeló concretamente a la “visibilidad de la población negra” (Frigerio, 2009: 25), esto es, a la observación de la particularidad somática. Y, por el otro, de la genealogía indígena, recientemente se comenzó a emplear la “identidad marrón” (Vivaldi y Cossio, 2021), la cual alude al cromatismo de la pigmentación. Es decir, en ambos casos se recurrió en alguna medida, aunque no únicamente, a la esfera observable.

[5] En Estados Unidos, los censos estipulan el ítem “raza” (especificando las siguientes categorías: “blanco”, “afroamericano”, “nativo americano”, “asiático”, “nativo hawaiano y del Pacífico”, “de dos o más razas”; si bien la especificidad “latino o hispano” refiere al origen nacional, quienes provienen o cuya genealogía implica un país derivado de la conquista española, y puede ser subsumida en alguna de las “razas” mencionadas, también invoca, en alguna media, a las características físicas). También en este país la Salud Pública emplea la categoría “raza” “para describir y codificar enfermedades y la mortalidad (Menéndez, 2002). En Brasil, por su parte, existen programas de becas de estudio destinados a estudiantes “negros” (Trinchero, 2007).

[6] Benedict (1941: 144) lo consideraba, por su aceptación social, un “dogma”.

[7] Como sostuviera Arendt (1998: 249), “el pensamiento racial demostró ser una poderosa ayuda para el racismo”.

[8] Wade (2014) también lo reconoce.

[9] Goffman (2006) planteó una relación similar.  

[10] Cabe indicar que apenas unos años antes, en 1850, el anatomista escocés R. Knox, en The race of man, afirmó que africanos y judíos eran inferiores (en Hering Torres, 2007).

[11] En estos casos, se puede observar la unicidad/continuidad del fenómeno biologicista. Las razas continúan siendo construidas a partir de ciertas características físicas. No obstante, los genes son presentados como elementos irreductibles en los que se reconcentran las cualidades innatas asignadas a cada raza. Si la ciencia en un primer momento recaló en la “coloración”, durante el siglo XX, y sin abandonarla, se concentró en la esfera genética.  

[12] Esta noción fue explicitada, entre otros, por Echeverría (2018: 24): “el rasgo identitario que queremos entender por «blanquitud» se consolida, en la historia real, de manera casual o arbitraria sobre la base de la apariencia étnica de la población europea noroccidental, sobre el trasfondo de una blancura racial-cultural”.

[13] Paget (2008: 116) aseveró: “el paradigma vuelve disponibles oposiciones binarias («nosotros» / «ellos») y sus respectivas transformaciones forzadas para la construcción de imágenes de otros que justificarán y legitimarán el auto-centramiento […] El resultado de este cambio epistémico fue una mirada racial que representó erradamente a los otros con la misma liviandad con la que erradamente se colocó en el centro del mundo”.

[14] De algún modo, esto también está presente en la reconstrucción genealógica del racismo realizada por Foucault (1996). Bajo la fórmula “guerra de razas”, que aludió a la recuperación de la memoria histórica sobre la relación primigenia entre dominadores y dominados —aunque no expresada en términos raciales modernos—, producto de invasiones guerreras, las que dieron lugar a las configuraciones nacionales de Francia e Inglaterra, se manifestó la oposición entre, por un lado, francos y galos, y por el otro, normandos y sajones.

[15] Esto también fue puesto de manifiesto por Restrepo y Arias (2010: 58): “la racialización apuntaría a ese proceso de marcación-constitución de diferencias en jerarquía de poblaciones (en el sentido «foucaultiano») a partir de diacríticos biologizados que apelan al discurso experto, e independientemente de que su inscripción sea en el cuerpo-marcado o en el sujeto moral, pero siempre apuntando a la gubernamentalización de la existencia de las poblaciones así racializadas”. No obstante, cabe señalar que, como se indicó, quienes biologizan simultáneamente también se biologizan.

[16] Resulta fundamental un debate profundo sobre las posibles derivaciones de las luchas en torno a la cuestión somática, luego de superadas ciertas instancias. Si bien es necesario en un primer momento tal reivindicación, luego debería dar lugar a una visión superadora en la que se muestre lo arbitrario e intencional de cualquier parcelación física de la especie humana.

[17] Ello puede ser reconocido en un video realizado en el marco de la campaña “Racismo en México”, publicado en internet el 11 de enero de 2012. Consiste en una investigación con niñas y niños mexicanos, replicando el experimento diseñado por Kenneth y Mammie Clark en los años 1930 en Estados Unidos. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=zvCqzjm0-Kg. [consulta: noviembre de 2022].

[18] A pesar de que poseían pieles claras, estos grupos fueron considerados razas inferiores a la “aria”, por lo que conformaron la anomalía-degradante biologicista. Si bien, y, por ejemplo, a “los judíos” se los estereotipó y caricaturizó mediante la atribución de ciertas características físicas (orejas y nariz grandes, cabellos enrulados, etc.), su epidermis rosada hacía imposible el reconocimiento, por lo que se les impuso el distintivo de la Estrella de David en amarillo. En este sentido, la supuesta raza judía estaba definida por su sangre: en ella se alojaban y transmitían las pretendidas características judías. Las Leyes Antisemitas confirman esta apreciación. Con todo, esta apelación erige a la acción en una modalidad de biologicismo.

[19] La alusión directa a ciertos países europeos se debe a la bibliografía empleada. Sin embargo, la afirmación puede ser extendida a otros que no necesariamente son los más desarrollados.