Erotismos en disputa: un diálogo entre eróticas heterosexuales, BDSM, poliamorosas y neopentecostales en Uruguay
Disputed Eroticisms: a Dialogue between Heterosexual, BDSM, Polyamorous and Neopentecostal Erotica in Uruguay
Laura Mercedes Oyhantcabal
https://orcid.org/0000-0001-8983-7592
Universidad de la República, Uruguay
Fecha de envío: 31 de octubre de 2022. Fecha de dictamen: 23 de febrero de 2023. Fecha de aceptación: 18 de marzo de 2023.
Resumen
El siguiente trabajo busca entrecruzar algunos hallazgos de tres investigaciones antropológicas en Uruguay de las que he formado parte: una abordó las negociaciones sexuales y las estrategias que las mujeres ponen en práctica para gestionar las diferencias que se dan en los encuentros heterosexuales; otra, las significaciones y vivencias de lo erótico en practicantes de amor libre y de BDSM; la tercera los modelos de sexualidad y amor que se vienen construyendo y reafirmando desde iglesias neopentecostales en base a discursos antigénero.
El propósito será construir un diálogo entre estas investigaciones para visualizar las distintas formas que adopta el erotismo en estos contextos, considerando las prácticas y discursos de diverses actores sociales. En particular, el interés estará puesto en identificar de qué forma el erotismo puede ser útil para cuestionar o reafirmar los modelos sexo-afectivos dominantes, caracterizados por el patriarcado, la heterosexualidad y la monogamia como sistemas, y el binarismo y la complementariedad sexo-genérica. Las voces de les distintes actores darán cuenta de cómo se encarnan, resisten, modifican, desmontan, reconstruyen o reafirman estos modelos sexo-afectivos a través de sus prácticas y discursos.
Abstract
This work seeks to intertwine some findings from three anthropological investigations in Uruguay of which I have been a part: one addressed sexual negotiations and the strategies that women put into practice to manage the differences that occur in heterosexual encounters; another the meanings and experiences of the erotic in practitioners of free love and BDSM; the third, the models of sexuality and love that are being built and reaffirmed from neo-Pentecostal churches based on anti-gender discourses.
The purpose will be to build a dialogue between these investigations to visualize the different forms that eroticism adopts in these contexts, considering the practices and discourses of various social actors. In particular, the interest will be in identifying how eroticism can be useful to question or reaffirm the dominant sex-affective models, characterized by patriarchy, heterosexuality and monogamy as systems, and gender-sex binary and complementarity. The voices of the different actors will give an account of how these sexual-affective models are embodied, resisted, modified, dismantled, reconstructed or reaffirmed through their practices and discourses.
Palabras clave: erotismo; heterosexualidad; poliamor; BDSM; iglesias neopentecostales.
Keywords: eroticism; heterosexuality; polyamory; BDSM; neopentecostal churches.
Introducción
En la década de 1990, Judith Butler irrumpió en la academia y el activismo a nivel internacional con su libro El género en disputa: feminismo y la subversión de la identidad. Apoyándose sobre postulados teóricos feministas y posestructuralistas de autores como Michel Foucault, Julia Kristeva, Jacques Lacan, Monique Wittig y, en particular, Simone de Beauvoir[1], buscaba superar las lecturas sexogenéricas binarias de los cuerpos. Pero aquí no comenzaron las disputas. Décadas antes, los textos de la antropóloga Esther Newton también hicieron su aporte y fueron de influencia y asidero para la teoría butleriana de la performatividad de género: en su etnografía Mother Camp: un estudio de los transformistas femeninos en Estados Unidos (Newton, 1972), indagó sobre las actuaciones de drag queens y sobre las construcciones simbólicas de lo femenino que producen, dando cuenta de que la feminidad es producida artificialmente tanto por une[2] transformista como por una mujer. La antropóloga trazaba, de esta forma, una posible teoría de la desviación, sin dejar de preguntarse si en realidad no habría que desarrollar una teoría de la normalidad. Pocos años después, a través del “sistema sexo-género”[3], Gayle Rubin (1986), quien también encontró inspiración en las obras de Newton (Rubin, 2018), desarrolló una teoría sobre la opresión de las mujeres en base a los planteos de Freud y Lévi-Strauss. Para Rubin, el feminismo no debía tener como meta la mera erradicación de la subordinación femenina, sino que debía ir más allá y abogar por la erradicación de los roles sexuales y de género obligatorios:
“El sueño que me parece más atractivo es el de una sociedad andrógina y sin género (aunque no sin sexo), en que la anatomía sexual no tenga ninguna importancia para lo que uno es, lo que hace y con quién hace el amor”. (Rubin, 1986: 135).
Poco después, Rubin (1989) publicó un artículo en el que profundizaba sobre la diversidad de formas en que la sexualidad se torna un territorio disputable.
En definitiva, hablar de disputas en relación a todo aquello que a golpe de vista pareciera ser tan privado, tan íntimo y tan propio, no es nada nuevo. Así como el género y la sexualidad, los cuerpos, los territorios, las emociones y muchas otras cosas se disputan; entre ellas, el erotismo. Aunque las humanidades y las ciencias sociales han buscado abordar esta temática, el carácter inasible y de difícil definición del erotismo ha hecho que muchas veces quedara como una mera categoría colocada como sinónimo de, o en estrecho vínculo con, la sexualidad. Sin embargo, aquí busco demostrar que el erotismo tiene una gran potencia explicativa de los hechos sociales, por lo que es una categoría relevante que no debiera quedar como simple sinónimo.
Este artículo busca entrecruzar algunos hallazgos obtenidos a partir de tres investigaciones antropológicas sobre sexualidad de las que he formado parte. La primera (Oyhantcabal, 2020a), aborda las negociaciones sexuales y las estrategias que mujeres uruguayas jóvenes ponen en práctica para gestionar las diferencias respecto del deseo, el placer y el erotismo en los encuentros heterosexuales. La segunda[4] fue de carácter exploratorio y tenía como propósito aproximarse a diversidades eróticas a través de prácticas afectivo-sexuales que desbordan la normatividad; para ello trabajamos con practicantes de amor libre y de BDSM[5] (Oyhantcabal y Recalde, en prensa). Por último, la investigación que estoy llevando a cabo busca analizar los modelos de sexualidad y amor que construyen, proponen y reafirman desde sus discursos los grupos neoconservadores[6] y antigénero en Uruguay; en particular, me interesa ver cómo estos discursos impregnan las prácticas afectivo-sexuales de las personas que forman parte de estos grupos, modificándolas o interpelándolas.
A partir de la conversación entre estas investigaciones, mi objetivo es profundizar en aquello que entendemos por erotismo y en las formas y significaciones que adquiere en contextos diversos, a partir del análisis de las prácticas y los discursos de diverses actores sociales. Con este fin, la idea es, por un lado, identificar de qué forma el erotismo puede ser útil para cuestionar los modelos sexo-afectivos dominantes, caracterizados por el patriarcado, la heterosexualidad y la monogamia como sistemas, y el binarismo y la complementariedad sexo-genérica. Por otro lado, busco visualizar las formas en que el erotismo puede ser utilizado como estrategia para reafirmar estos modelos. Por último, pondré el foco en dar cuenta de las maneras en que les distintes actores y colectivos encarnan, resisten, modifican, desmontan, reconstruyen o reafirman estos modelos sexo-afectivos y eróticos a través de sus prácticas y discursos.
Aspectos metodológicos
Realicé las tres investigaciones desde una perspectiva antropológica, buscando una construcción de conocimiento conjunta a partir de la comprensión de ciertos hechos sociales, así como de la significación que estos adquieren para las personas que son parte de ellos (Peirano, 2014). Carmen Gregorio Gil (2006) sostiene que siempre hay algo de nosotres en las pesquisas que llevamos adelante. En estos casos, los contextos de investigación fueron bastante diversos y no todos ellos cercanos a mi identidad y mis prácticas. Sin embargo, todos me son útiles para responder algunos grandes interrogantes que me movilizan como investigadora: ¿cuál es el rol de la sexualidad en la conformación de las subjetividades?, ¿cómo los distintos contextos atraviesan nuestras subjetividades moldeando y controlando nuestras prácticas afectivo-sexuales?, y ¿de qué forma la sexualidad puede convertirse en un espacio de subversión personal y colectiva? Para responder estas preguntas, desarrollé las investigaciones desde una perspectiva feminista e interseccional (Viveros Vigoya, 2016) que reconoce al género, a la clase y a la raza como categorías fundamentales para comprender las subjetividades, las relaciones sociales y el ordenamiento jerárquico y desigual de la sociedad. Este abordaje implica, a su vez, generar conocimiento a partir de una preocupación por erradicar la subordinación de los sujetos feminizados y hacer más justa la sociedad en la que vivimos.
Los interrogantes de la primera investigación (Oyhantcabal, 2020a) partieron de una serie de experiencias personales como mujer cis heterosexual que, desde una perspectiva autoetnográfica, operaron como disparadores. En soledad y en círculos de amigas, reflexionaba recurrentemente sobre las diferencias respecto a cómo vivenciábamos nuestro goce y placer solas y con varones, sobre cómo experimentábamos las relaciones sexuales con ellos, lo difícil que nos resultaba sentirnos cómodas en algunos de esos encuentros y las estrategias que desplegábamos para zafar de esas situaciones. A partir de esto, las preguntas clave emergieron en torno a las negociaciones sexuales en el encuentro con varones, es decir, a las estrategias, más o menos camufladas, para “enfrentar las diferencias vinculadas a la práctica sexual” (Carmona, 2011: 806). Esta propuesta era original para la antropología uruguaya, pero vinculada a dos de las líneas de investigación que veníamos desarrollando desde el Programa Género, Cuerpo y Sexualidad (UdelaR, Uruguay): una sobre masculinidad, reproducción y prácticas afectivo-sexuales (Rostagnol, 2011; Grabino, 2016; Gandolfi, 2020; Camacho, Gandolfi y Oyhantcabal, 2021); y otra sobre trayectorias afectivo-sexuales de adolescentes (Calisto, Gandolfi y Rostagnol, en prensa).
Cabe mencionar que investigar prácticas afectivo-sexuales implica “observar lo inobservable” (Bozon, 1995), y no contamos con ningún manual que detalle cómo etnografiar esos campos (Díaz Benítez, 2013). Por tanto, muchas veces culminamos basándonos en el mero relato de lo que las personas dicen que hacen o que desean, lo cual puede conducirnos a silencios, incomodidades, pudores, temores, mentiras y hasta exageraciones, tal como relatan Silva y Barrientos (2008). Esto fue un desafío no solo en las tres investigaciones que considero en este artículo.
Para el trabajo de campo, opté por contactar mujeres de entre 25 y 35 años de la ciudad de Montevideo que quisieran participar de la etnografía. Elegí esta franja etaria con el objetivo de identificar si en sus trayectorias afectivo-sexuales aparecía algún impacto de los planteos feministas que venían teniendo gran auge en Uruguay desde la segunda década del siglo XXI. Las mujeres que se ofrecieron eran todas cis, en su gran mayoría blancas, de clase media, profesionales, estudiantes o trabajadoras, y feministas o cercanas al feminismo. Esto mostró un panorama respecto de quiénes son algunas de las mujeres dispuestas a abordar la temática y, en particular, a problematizar y hasta politizar aspectos de su sexualidad. Llevé a cabo varias entrevistas en profundidad y me mantuve en contacto con ellas durante un período de algunos meses a fin de seguir conversando sobre el tema. Asimismo, realicé observación participante en talleres de sexualidad y erotismo en clave feminista dictados en la escuela Affidamento por la investigadora y comunicadora uruguaya Sabrina Martínez. Llegué a este taller a través de una de las mujeres contactadas.
La segunda investigación, realizada en dupla (Oyhantcabal y Recalde, en prensa), también se abordó desde una metodología etnográfica y fue de carácter exploratorio en torno a prácticas que podrían ser entendidas como diversidades eróticas —siguiendo a Oscar Guasch (2006), quien usa el término para referirse a las prácticas afectivo-sexuales marginales a las prácticas normativas. Tuvimos varias reuniones para decidir dónde realizaríamos el trabajo de campo; queríamos desapegarnos de una asociación que creíamos podría surgir a priori: diversidad erótica es igual a diversidad sexual. Al alejarnos de las identidades sexuales para acercarnos a las prácticas eróticas diversas, y al reconocernos ambas como mujeres cis —una heterosexual y otra lesbiana— que practicábamos sexo vainilla[7], nos dimos cuenta de la dificultad que nos suponía definir un campo para etnografiar. Fue así que apelamos a nuestros contactos: “yo tengo una amiga que practica BDSM”, dijo Laura, y yo tenía varies conocides que mantenían relaciones abiertas. Eso nos dio un primer impulso.
El contacto con personas que mantenían vínculos poliamorosos fue sencillo. Realizamos varias entrevistas con algunas personas y eso nos condujo rápidamente al colectivo Libres Para Amar Uruguay (LPAU). Nos invitaron a participar de su grupo, por lo que asistimos a algunas de sus reuniones para hacer observación participante y mantener conversaciones informales con otres asistentes. Por otro lado, a través de la amiga de Laura conocimos una pareja practicante de BDSM que entrevistamos en varias ocasiones. Lamentablemente, no quisieron otorgarnos otros contactos para ampliar la investigación. Asimismo, debido a la pandemia de Covid-19, los eventos BDSM en los que participaban se habían suspendido o eran de acceso muy restringido. Esto significó la imposibilidad de adentrarnos a la comunidad para hacer observación participante, o mejor dicho “observación acompañante” (Díaz Benítez, 2013). Sin embargo, las entrevistas dejaron ver características similares a las que describe Agustín Liarte Tiloca (2019) a partir de su trabajo de campo en eventos BDSM en la ciudad de Córdoba. A fin de compensar estas dificultades, parte del trabajo de campo se hizo en formato virtual, complementándolo con el seguimiento de algunos sitios web de venta de indumentaria y accesorios para prácticas BDSM. A pesar de que las medidas y restricciones de la pandemia no permitieron que el trabajo de campo se desplegara como nos los habíamos propuesto en un principio, los hallazgos obtenidos fueron valiosos y suficientes para una primera aproximación exploratoria a un tema que la antropología uruguaya no había abordado aún.
Por último, la investigación etnográfica que estoy llevando a cabo versa sobre sexualidad y prácticas afectivo-sexuales de personas que han estado vinculadas a grupos neoconservadores y antigénero. En ella, me propongo hacer trabajo de campo en grupos e instituciones laicas y religiosas cuya construcción identitaria y política incluya posturas contrarias a lo que denominan “ideología de género” (Faur y Viveros Vigoya, 2020). Es decir, grupos que se oponen a la adopción de la categoría analítica “género” como útil para comprender el entramado social. Estos grupos poseen discursos que acusan al género de ir en contra de la ley natural de los sexos y del orden social que se establece a partir de ella. Desarrollan el concepto de ideología de género como “pegamento simbólico” (Bracke y Paternotte, 2018), que les permite englobar como enemigo compacto a una diversidad de actores sociales con posturas políticas y teóricas diversas a les que acusan de generar una crisis de valores a nivel social que estaría destruyendo las familias. Rostagnol (2020) lo sintetiza al decir que el concepto “ideología de género” condensa todo aquello que desestabiliza el statu quo liberal-patriarcal y la heteronormatividad. González Vélez, Castro, Burneo Salazar, Motta y Amat y León (2018) sostienen que el propósito de estos grupos es controlar la sexualidad y la reproducción de las mujeres como estrategia para mantener el patriarcado y su dominación de género.
El trabajo etnográfico de esta investigación se está desarrollando en distintas etapas. Una primera, vinculada a actividades de observación participante en iglesias evangélicas neopentecostales[8] de Montevideo y Rivera[9] (ciudades de Uruguay), debido a que son instituciones que se pronuncian públicamente como contrarias a la agenda de derechos sexuales y reproductivos y al género, incluye algunas entrevistas en profundidad a personas que han sido parte de estos espacios e instituciones. En una segunda etapa, me propongo hacer trabajo de campo con colectivos políticos que se autodescriben como laicos, es decir, no necesariamente vinculados al ámbito religioso. Alguno de ellos podría ser “Con mis hijos no te metas”, el cual ha cobrado relevancia en Sudamérica (Meneses, 2019). Al igual que en el ámbito religioso, además de la observación participante en las reuniones de estos grupos, procederé a entrevistar en profundidad a personas que hayan participado de ellos. En este artículo, solo consideraré el trabajo de campo realizado desde fines de 2021 hasta fines de 2022, que se desarrolló en dos iglesias evangélicas neopentecostales de la ciudad de Montevideo y una de la ciudad de Rivera[10]. He participado en los cultos y servicios principales de estas iglesias; en servicios específicos, que abordan temas relativos a la vida familiar y los roles de cada miembro, el amor, la sexualidad y las relaciones de pareja; y en un grupo de “amigos evangélicos” de una de las iglesias, que se reúnen semanalmente para aprender lecciones bíblicas.
Hacer trabajo de campo para investigar sexualidad tiene características particulares. Investigar estos temas nos interpela, nos atraviesa, nos moviliza y nos involucra, pero también nos expone, nos coloca bajo sospecha. A su vez, la sexualidad es parte de todas las personas, por lo que es imposible colocarnos como seres neutros, sin sexualidad. Reconocernos como seres sexuales y eróticos nos ayuda a comprender las lecturas y análisis que hacemos, cómo nos acercamos al tema a investigar, y las estrategias que adoptamos en el campo, tanto para cuidarnos de ciertas violencias como para acceder a algunos espacios más rápidamente. Además, nos ayuda a identificar el porqué de ciertas empatías, identificaciones y hasta distancias con nuestres interlocutores (Newton, 2022; Díaz Benítez, 2013). En definitiva, estamos implicades en el campo (Althabe y Hernández, 2005).
Las preguntas que esboza Rodrigo Parrini (2018: 25) son claves para pensar el campo:
“¿Cómo puedo utilizar mi subjetividad en un campo de estudio como una herramienta de investigación? [...] ¿cómo se vincula mi deseo con el de los otros?, ¿qué reverbera en mi deseo y en mi subjetividad a partir del trabajo de campo, durante y después de él?”.
En mi caso, como mujer cis heterosexual, feminista, joven y universitaria, la primera investigación me condujo a un trabajo de campo en el que yo era una más, estaba casi a la par con las mujeres etnografiadas; las empatías y complicidades facilitaron muchísimo el contacto y el entendimiento. Fue un ejercicio casi terapéutico de politización y problematización conjunta de lo que vivimos en el encuentro con varones. La investigación con practicantes de BDSM y amor libre se dio en términos similares, pero se configuró desde un comienzo como una instancia de interpelación constante que me llevó a desnaturalizar prácticas incorporadas, a imaginarme en otros escenarios, pero a su vez a reconocerme e identificarme en muchas de las problematizaciones y cuestionamientos que elles hacían. En algún lugar, podría identificar en elles alguna expectativa de conversión, tal como describe Newton (2022) para referir a la intención de les interlocutores de que algo en una se transforme. Lo cierto es que ambas investigaciones me obligaron a, como señala Lacombe (2009), lidiar con mi sexualidad como investigadora: me hicieron revisitarme, repensarme y cuestionarme en mi trayectoria, en mi subjetividad y en mis vínculos. Es menester mencionar que entre les interlocutores de ambas investigaciones manejábamos un lenguaje común: hablar de sexualidad, prácticas afectivo-sexuales, placer, erotismo, goce, etc., era parte de la cotidianeidad.
Las instancias de campo en las iglesias neopentecostales vienen teniendo otro tinte. Ser mujer feminista y universitaria me coloca de por sí en un lugar distinto, yo simbolizo ese “enemigo” del que tanto hablan. A su vez, investigar sexualidad en estos espacios es algo que genera suspicacia, por lo que debo mantenerme vigilante en relación a lo que digo y cómo lo digo a fin de evitar que se obture el campo. He optado por la estrategia de presentarme como una antropóloga que investiga amor y relaciones de pareja en diversos ámbitos, entre ellos las iglesias. Las categorías sexualidad, prácticas afectivo-sexuales, erotismo, las introduzco tardíamente y pocas veces son traídas por les interlocutores directamente[11]. Es la continuidad de encuentros y la confianza que voy construyendo con mis interlocutores lo que me habilita a abordar estos temas en mayor profundidad y hasta exponer con más tranquilidad algunas de mis ideas y opiniones. Como señala Ginsburg (1999), son estos espacios de confrontación y reflexión entre alteridades políticas los que habilitan la creación de conocimiento conjunto. El resultado es un campo que se construye en un proceso más paulatino y precavido y que tiene que lidiar, al mismo tiempo, con los constantes e insistentes intentos de parte de elles de convertirme en una fiel de sus instituciones.
El erotismo: ¿desde dónde pensarlo?
Definir erotismo es una tarea por demás compleja: no solo ha sido escasamente abordado en profundidad desde las ciencias sociales y las humanidades, sino que se lo ha concebido de formas discontinuas y hasta disímiles. A comienzos del siglo XX, Sigmund Freud lanza su libro El malestar de la cultura (1929) en el que asocia el erotismo a un impulso vital que preserva la vida a través de la vinculación sexual de los individuos. Para él, la sociedad occidental ha tendido a reprimir y controlar el erotismo mediante códigos morales estrictos que han ordenado las prácticas dicotómicamente entre lo prohibido/inapropiado y lo permitido/apropiado. Para el psicoanalista, el proceso civilizatorio ha requerido la sublimación de dicha energía erótica para redireccionarla hacia otras dimensiones de la vida social[12] (Schaufler, 2014).
Se ha tendido a colocar al erotismo en estrecha vinculación con lo sexual, sin embargo no podemos coincidir en reducir su definición como mero sinónimo, tal como pareciera sostener Pierre Bourdieu (1999: 35) cuando habla del deseo sexual masculino como un deseo de posesión y dominación erótica y del deseo sexual femenino como el deseo de dominación masculina y de subordinación erotizada. Eva Illouz (2012) entiende esto como expresión de una concepción patriarcal de lo erótico, donde hay roles de género definidos jerárquicamente y relaciones desiguales de poder entre hombres y mujeres, visión que profundiza cuando enfatiza que hablar de erotismo en relación con lo sexual exige problematizar el orden desigual de los géneros, ya que la estructura social viabilizará determinadas expresiones de lo erótico.
“El erotismo, tal como se desarrolló en la cultura patriarcal de Occidente, está predicado sobre la base de una dicotomía entre hombres y mujeres [...] es decir que se concibe a unos y otras como seres radicalmente distintos que ponen en acto identidades densas. Esta diferencia densa es la que viene erotizando tradicionalmente las relaciones entre hombres y mujeres”. (Illouz, 2012: 244).
Con Laura Recalde (Oyhantcabal y Recalde, en prensa), hemos denominado a la asociación erotismo-sexualidad como la “trampa de lo erótico”, ya que así se reduce lo erótico a lo sexual, una de sus expresiones posibles y quizá la más fácil de vincular. En línea con lo que señala José Gilberto Castrejón (2003), el encuentro sexual aparece como un momento relativamente[13] legítimo de entrega al placer, al éxtasis, a otras personas, a otro cuerpo. De esta forma, se configura como uno de los momentos más claros de expresión erótica, pero no el único y hasta podríamos decir que estas esferas no son necesariamente vinculantes; cabría hablar de sexualidad sin erotismo y de erotismo sin sexualidad. La sexualidad puede ser sensación sin emoción, y eso suprime lo erótico, sostenía Audre Lorde (2003), cuando reflexionaba en torno a la pornografía[14].
Profundizar en lo erótico exige adentrarnos en la lectura de un clásico, El erotismo (1957), del antropólogo francés Georges Bataille[15]. Sus lecturas en relación a lo erótico están íntimamente ligadas a las nociones de vida y muerte, y de discontinuidad y continuidad. La vida instaura el orden de la discontinuidad de los seres, que se constituyen como fragmentarios, individualizados. La muerte, por otro lado, es la continuidad, es el retorno a ese todo previo al nacimiento. Desde su perspectiva, el erotismo es ese puente que funciona como nexo entre la vida y la muerte, que fusiona las discontinuidades. Ubica el erotismo en el vértigo del abismo que nos separa de la muerte para entenderlo como “[...] la aprobación de la vida hasta en la muerte” (Bataille, 2009: 15). El erotismo tiene como propósito “alcanzar al ser en lo más íntimo, hasta el punto del desfallecimiento” (Bataille, 2009: 22). A través de lo erótico, el sujeto, entendido como ser fragmentario, alcanza la disolución, rompe con las fronteras del yo para convertirse en el todo. “El paso del estado normal al estado de deseo erótico supone en nosotros una disolución relativa del ser, tal como está constituido en el orden de la discontinuidad” (Bataille, 2009: 22). Es ese momento de profunda conexión, de expansión, de fusión, de eterna continuidad, de suspensión de la vida por un instante, pero sin morir, en otras palabras, “esa muerte que es vida al mismo tiempo” (Bataille, 1970: 9).
Décadas más tarde, el filósofo Byung-Chul Han retoma nociones similares para pensar las sociedades actuales, a las que caracteriza como individualistas y por tanto narcisistas. Para este autor, el erotismo es la ruptura de la individualidad, es la muerte del yo en pos de la unión, los impulsos eróticos destruyen las fronteras del yo, “inundan y deshacen los límites de su identidad narcisista-imaginaria” (Han, 2014: 42). Desde el posestructuralismo, Butler (2006 y 2017) cuestiona la individualidad que caracteriza a las sociedades actuales, al enfatizar la interdependencia que hace posible nuestra existencia. Existimos porque existen otras personas; personas que, de distintas formas, no solo hacen posible que estemos en el mundo y que reproduzcamos nuestras vidas cotidianamente, sino que nos reconocen y posibilitan nuestra existencia. Es la mirada externa la que me hace como sujeto. A partir de esta reflexión, Butler nos invita a pensarnos no como cuerpos individuales, sino como cuerpos vulnerables, como una condición propia de la humanidad que nos liga con otras personas. Esta ruptura del yo individual es la que posibilita la vida; posibilita también la unión y la resistencia. Por otro lado, Butler (2006) hace hincapié en la precariedad de los cuerpos, haciendo referencia a la exposición al daño, al sufrimiento y al aniquilamiento a los que estamos expuestes como cuerpos. Necesitamos del otre para existir, pero ese otre puede dañarnos o hacer que dejemos de existir también. La precariedad, así como la vulnerabilidad, motivan la unión de los cuerpos políticamente para reivindicar una transformación.
Alberto Canseco hace una lectura desde el cuerpo tomando estos aportes de Butler para introducir su concepto de “eroticidades precarias”. La eroticidad, para él, tiene que ver con la posibilidad de que un cuerpo sea reconocido como incitador de la pasión sexual, un capital que se distribuye de forma desigual entre las personas según elementos como el género, la clase y la raza, entre otros. No todos los cuerpos incitan al placer sexual de la misma forma ni en las mismas dimensiones. De esta forma, Canseco (2017: 232-233) vincula estrechamente el erotismo al deseo sexual, y propone el concepto de justicia erótica como “la conjugación de dos derechos: el derecho al placer sexual y el derecho a la protección contra la violencia sexual”.
Ante la tendencia de leer el erotismo de forma tan íntimamente ligada a lo sexual, me propongo aquí no despreciar este vínculo, pero ampliar la perspectiva a fin de habilitar otras lecturas que puedan ser útiles para pensar la realidad social desde otras aristas, retomando a Bataille (1970 y 2009), que vincula el erotismo a la muerte, pero su planteo va más allá del desfallecimiento y la disolución del sujeto deseante. En línea con lo que planteaba Freud, Bataille va a decir que el erotismo es también esa fuerza transgresora que desborda los límites de las normas sociales, que burla las prohibiciones. La sexualidad estaría, para él, encarnando las prohibiciones, restricciones y prescripciones, mientras que el erotismo sería parte del terreno de las transgresiones. “Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas. Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos” (Bataille, 2009: 23). Lo erótico se convierte en problema, en un problema social, que debe ser regulado ya que, como indica Oscar Guasch (2016: 43), “El deseo erótico crea un conflicto de intereses entre la persona que desea y el orden social”.
En estos términos, resulta claro cuando Guasch (2016: 43) define la sexualidad como la canalización de lo erótico: “es una estrategia de control social que busca regular el deseo erótico de manera que este no ponga en cuestión el orden social vigente”. La sexualidad es, entonces, la solución al problema de lo erótico, ya que es un dispositivo que busca construir una forma normalizada, elaborada y poco espontánea de lo erótico convirtiéndolo en producto social. La sexualidad propone las condiciones de existencia de lo erótico; delimita los tipos de vínculos posibles y su legitimidad. Construye el parentesco, la familia, la legitimidad de la descendencia, la herencia, define los vínculos potencialmente y legítimamente sexuales —generalmente vínculos heterosexuales extrafamiliares—, y aquellos que no lo son —vínculos homosexuales, intrafamiliares, no-reproductivos, etc. Como señala Jacinto Choza (2006), la sexualidad configura un orden político y social que distribuye de forma desigual el poder para asegurar su estabilidad. Lo erótico es la transgresión; la sexualidad, la garantía del orden ante el caos (Choza, 2006). Es claro: lo erótico desborda e interpela lo sexual, no son sinónimos.
Con su propuesta, Bataille (1970 y 2009) no solo supera “la trampa de lo erótico” (Oyhantcabal y Recalde, en prensa), sino que da cuenta del rasgo polisémico de lo erótico. Él va a identificar tres dimensiones de la vida erótica: el erotismo de los cuerpos, el erotismo de los corazones y el erotismo sagrado. Al primero lo entiende como la entrega de los cuerpos, una experiencia que parte de la materialidad, que encuentra en el cuerpo un locus de expresión, pero que no se queda en él, sino que rompe sus fronteras para recrearse en una otra forma. Es el momento en el que “la desunión de los cuerpos busca mediante una desesperada unión la continuidad del ser” (Bataille, 1970: 10). Esta dimensión sería la más fácil de identificar y la que tiende a colocar lo erótico y lo sexual como sinónimos.
El segundo está vinculado a la experiencia del amor puro; un amor altruista que se entrega a lo otro. El erotismo de los corazones busca la continuidad mediante la pasión amorosa, a través de un ser amado que imaginariamente se convierte en esa unidad anhelada.
El último está asociado a lo religioso y a sus ritos, a la experiencia de exaltación que deriva de allí. Es en la experiencia de lo sagrado, de lo místico, que se hace posible la continuidad del ser.
Desde el feminismo negro, Lorde (2003) nos invita a pensar el erotismo desde otra aproximación, que también complejiza ese vínculo necesario con lo sexual. Ella propone pensar lo erótico en tanto recurso. Lo caracteriza, entonces, como un recurso que provee energía transformadora, poder e información, como una fuerza provocativa y renovadora, y como potencia creadora que reafirma la vida. “Para mí, lo erótico es como una semilla que llevo dentro. Cuando se derrama fuera de la cápsula que lo mantiene comprimido, fluye y colorea mi vida con una energía que intensifica, sensibiliza y fortalece toda mi experiencia” (Lorde, 2003: 43). De esta forma, amplía lo erótico para vincularlo a una unión y conexión íntima y plural que parte del yo y se dirige hacia el mundo y hacia otros seres. Lo asocia a un compartir gozoso que se puede dar desde distintas dimensiones: emocional, intelectual, política, física, sexual, etc.
“Así pues, para mí lo erótico es la afirmación de la fuerza vital de las mujeres; de esa energía creativa y fortalecida, cuyo conocimiento y uso estamos reclamando ahora en nuestro lenguaje, nuestra historia, nuestra danza, nuestro amor, nuestro trabajo y nuestras vidas”. (Lorde, 2003: 40)
Ahora bien, para cerrar este apartado cabe preguntarse qué sucede con otro tipo de prácticas que podríamos leer como eróticas y que, sin embargo, no implican a une otre. Rodrigo Parrini (2018: 19), en sus propuestas para elaborar una antropología del deseo, va a introducir algunas claves para pensar esto: sitúa al erotismo entre el deseo y la sexualidad, “entre la potencialidad de los cuerpos y las constricciones de los diversos órdenes sociales y culturales y todas sus expresiones normativas o coercitivas”. A su vez, el deseo es colocado como el entre, como una intensidad que rompe con el pensamiento dicotómico: dentro-fuera, sujeto-colectivo, intimidad-exterioridad. El deseo está entre el sujeto y lo otro: subjetivo o simbólico. En esta línea, podemos pensar también al erotismo como un fundirse en una otra cosa, en una idea o en une misme. Esto habilita pensar en prácticas como el autoerotismo, que configuran soledades erotizadas motivadas por un deseo que surge entre el yo y una idea, un objeto, una sensación, una sustancia, o una parte del cuerpo.
Parrini (2018: 20) sostendrá que el erotismo es, entonces,
“Un interludio que atraviesa un momento social, una relación que cruza a uno o muchos sujetos, que los vincula o los desvincula de determinado modo, que permite ciertas prácticas sociales y que se diluye con rapidez, sin más rastros que los cobijados por la imaginación y la fantasía. Pero creo que el erotismo es, también, una alteración profunda del orden institucional: se alimenta de sus definiciones y sus diferencias, las intensifica mediante investimentos específicos, pero también las turba, las desencaja”.
Eróticas heterosexuales feministas
El feminismo ha sido transformador para muchas mujeres. Eso es innegable. Sin embargo, al adentrarnos al terreno del placer y la sexualidad, las posturas no han sido siempre coincidentes en relación a qué es empoderante y qué no. Hemos asistido a grandes debates con posiciones encontradas en torno a temas como trabajo sexual, pornografía, transexualidad, masculinidades y sadomasoquismo. Existen posiciones prosexo que entienden la liberación sexual como una forma de empoderamiento, frente a otras más conservadoras, biologicistas y transexcluyentes que ponen el foco en la explotación y objetualización sexual de las mujeres. En contundentes palabras, Rubin (1989: 47) señala esa contradicción no despreciable:
“La liberación sexual ha sido y continúa siendo uno de los objetivos feministas. Aunque el movimiento de las mujeres haya quizá producido parte del pensamiento sexual más regresivo a este lado del Vaticano, ha elaborado también una defensa clara, innovadora y apasionante del placer sexual y la justicia erótica”.
Teóricas feministas, como Lorde (2003), han llamado la atención sobre el poder de lo erótico y la importancia de recuperarlo como recurso de emancipación política. Sin embargo, otras lo han colocado en el terreno de la sumisión, o le han restado importancia ante otros elementos vinculados al espacio público y político como dimensiones que posibilitarían un empoderamiento femenino real. Lo cierto es que lo erótico no ha sido tan explorado desde el feminismo, por lo que aún hay terreno fértil y no cabe despreciar su potencial. En este apartado, me interesa articular diversos aportes de los feminismos en lo que tiene que ver con el erotismo y su abordaje, para entrecruzarlos con algunas de las vivencias de mujeres en encuentros heterosexuales obtenidas a partir de la investigación sobre las negociaciones y estrategias sexuales que despliegan (Oyhantcabal, 2020a).
A mediados del siglo XX, de Beauvoir (2016), influida por el pensamiento freudiano, hablaba de la cuestión del erotismo de forma diferencial en varones y mujeres. En las mujeres vinculaba el deseo clitoridiano a un “erotismo activo”, propio de la infancia y la adolescencia, que luego será suplantado por un “erotismo pasivo”, asociado a la sexualidad vaginal, al coito y por tanto a la reproducción como destino social de las mujeres de la mano del matrimonio. A su vez, señalaba que el erotismo de las mujeres es de mayor complejidad debido al anclaje a la anatomía reproductiva: “las fuerzas específicas de la mujer están dominadas por la especie, y los intereses de la especie se disocian de sus fines singulares; esa antinomia alcanza su paroxismo en la mujer; se expresa, entre otras cosas, por la oposición de dos órganos: el clítoris y la vagina” (de Beauvoir, 2016: 480). Es decir, un órgano del placer y un órgano reproductivo. Rubin (1986) criticó esta postura tildándola de biologicista, ya que configura un esquema que superpone los estereotipos culturales a los órganos genitales. Enfatizó, a su vez, que “cualquier órgano —pene, clítoris o vagina— puede ser la sede de erotismo activo y pasivo” (Rubin, 1986: 128).
Por otro lado, es de destacar que de Beauvoir tiene por momentos una aproximación al tema muy similar a la que años después dejará por escrito Bataille (2009). Ella hablaba del erotismo como una experiencia disruptiva desde distintas dimensiones: “Hay en el erotismo una revuelta del instante contra el tiempo, de lo individual contra lo universal; al querer canalizarlo y explotarlo, se corre el riesgo de matarlo” (de Beauvoir, 2016: 26). En particular, se enfocaba en el erotismo como una transgresión a la mera actividad reproductiva, al mandato reproductivo en las mujeres. El erotismo irrumpe en las construcciones morales en torno a las mujeres para ampliar las posibilidades en relación con sus cuerpos, sus sexualidades y sus placeres. En una línea similar, Kate Millet y Shulamith Firestone identificaron el origen de la opresión femenina en la capacidad reproductiva, por lo que interpretaron los encuentros heterosexuales como instancias de relacionamiento político, ya que necesariamente se da allí una relación de poder (Sánchez Reche, 2020). En este sentido, el erotismo independiza la sexualidad de la reproducción, posibilita un erotismo sin sexualidad. Sin embargo, también enfatiza una sexualidad erótica sin reproducción, en línea con la ars erótica de Michel Foucault (1977), la concepción griega de un arte y una práctica encarnada que involucra al cuerpo, el goce y el placer como fin en sí mismo. La erótica aparece nuevamente como una transgresión, como un acto de resistencia al mandato reproductivo y al patriarcado.
En las entrevistas realizadas, muchos discursos feministas aparecían como una especie de hito, operaban como bisagra en las trayectorias de las mujeres abriendo paso al placer como posibilidad. Habilitaba el acceso al placer y reconocía su importancia en la vida de las mujeres. Tal es la situación que presenta Flor, una de las chicas entrevistadas, cuando señala:
“Yo nunca viví la sexualidad con absoluta entrega, estoy en un tránsito en relación a eso, porque he llegado al lugar que no solamente no lo tengo que sufrir, no tengo que angustiarme, sino que me merezco sentir placer, gozar mi cuerpo, [...] pero saltan resortes que tienen que ver con la culpa, con el miedo, con la no entrega, con tantas cosas. [...] Lo considero algo personal pero también lo considero colectivo. [...] Lo que me pasa a mí no es azaroso y solamente por mi historia de vida, tiene que ver con cómo nos construimos como mujeres. [...] Una construcción muy desde la mirada del otro hacia mí y no de yo estar colocada en mi placer. [...] El feminismo me ha ayudado mucho en todo esto. Esto de descubrir el cuerpo, de darle espacio [...] de cada vez más caminar hacia la propia potencia, de descentrar la sexualidad, de que no todo sea orgasmo, o coito”.
La sexualidad femenina ha sido colocada entre el placer y el peligro, como señalaba Carole Vance (1989). Una tensión muchas veces inhabilitante, ya que el cuerpo y el goce de sus placeres tiene una contracara negativa. La sexualidad implica riesgos y violencias normalizados y legitimados en una sociedad desigual en términos de género. En este sentido, habitar el terreno sexual puede colocar a las mujeres tanto en el placer, la exploración y el disfrute como en el riesgo, la represión, el recato y la necesidad de protección ante el peligro. Conectar con el erotismo y el placer sexual, entregarse a une otre, no libera de las autovigilancias y el cuidado ante las amenazas de la sexualidad. Empero, es pertinente señalar que muchos discursos feministas propios del cambio de siglo han hecho énfasis en el empoderamiento femenino respecto de lo sexual, del cuerpo y del erotismo, rompiendo así con concepciones morales, sobre todo las vinculadas a valores judeocristianos, que condenan la sexualidad a ser un mero medio reproductivo a sucederse en el marco del matrimonio o la pareja estable, que penalizan el autoerotismo y que inculcan un comportamiento recatado en las mujeres. “El patriarcado nos ha enseñado, a través de la religión y la moral, a desconfiar de nuestro potencial erótico, a sufrirlo, a avergonzarnos y, finalmente, a usarlo al servicio de los varones” (Sánchez Reche, 2020: 250). En esta línea, Rebeca (Oyhantcabal, 2020a: 65) enfatizaba que “hay que empezar a cambiar y a pensar más en nosotras mismas. En nuestro disfrute, en nuestro placer y en cómo nos sentimos. Y los hombres también lo tienen que entender”. De Beauvoir (2016: 512) dirá que es en el respeto y reconocimiento de la libertad femenina por parte de los hombres que se soluciona el problema de la diferenciación entre el erotismo del “macho” y de la “hembra”: “Entonces los amantes pueden conocer cada uno a su manera un placer común”.
Además de estos discursos feministas, otros elementos aparecían recurrentemente en lo que tiene que ver con una especie de transformación generacional en pos de una sexualidad más justa y emancipada para las mujeres. Nadia, otra de las entrevistadas, lo pone en términos claros cuando señala:
“Ciertas ideas del feminismo me han hecho problematizarme en las situaciones en las que estoy o en las que estuve y en dónde quiero estar. Yo creo que me ha ayudado en eso de poder hablar más las cosas. Cuando el movimiento feminista puso sobre la mesa varios temas como el placer sexual, me ayudó a que lo pudiera hablar mucho más con mis amigas en un ámbito descontracturado, o probablemente a que lo pueda estar hablando acá ahora, por ejemplo. Y bueno, eso nos ha llevado a poner en común cosas que tenemos, a plantear situaciones que te pasan o que descubrís. Hablar abiertamente de la masturbación, por ejemplo, que lo hice durante muchísimo tiempo y recién ahora puedo hablarlo con mis amigas”. (Oyhantcabal, 2020a: 67)
En definitiva, la investigación evidenció que tres hitos fueron los que marcaron generacionalmente a estas mujeres jóvenes en relación con sus trayectorias afectivo-sexuales: el feminismo y sus discursos, legitimando y reivindicando el placer sexual femenino; el diálogo entre amigas o mujeres, como instancias de puesta en común que favorecen la politización de sus experiencias sexuales; y la habilitación del autoerotismo, de la autoexploración corporal y la reivindicación de los placeres propios para poder gestionarlos y negociarlos en los encuentros con otras personas. Esto último recuerda ese erotismo “activo” del que hablaba de Beauvoir (2016) situándolo en el clítoris, pero siguiendo la crítica de Rubin (1986) puede ser ampliado al cuerpo como vehículo del placer y de un relacionamiento erótico con le otre. Se rompe así con la concepción erótica de la receptividad y la pasividad.
El desafío de la negociación con un otro varón radica muchas veces en que en los procesos de socialización se introyectan guiones sexuales[16] (Simon y Gagnon, 1973 y 1986) con prescripciones específicas por género que terminan configurando conductas sexuales y eróticas que responden a esquemas hegemónicos y normativos. Bourdieu (1999: 34) habla de que las mujeres han sido socializadas para vivir la sexualidad como una experiencia íntima cargada de afectividad y marcada por las caricias, los abrazos, los besos, las palabras, etc. Sin embargo, los varones han sido inculcados a mirar la sexualidad como un acto de conquista enfocado en la penetración y en la eyaculación. Araceli Barbosa Sánchez (1996: 14) asocia estos modelos de sexualidad al proceso de conquista y colonización europea: el violento acceso sexual al cuerpo de las mujeres nativas genera dos arquetipos sexuales, el del invasor sexualmente activo pero alienado por su misma violencia, y el del invadido negado en su sexualidad que es pasivo receptor de esa violencia.
En definitiva, las mujeres y los cuerpos feminizados quedan ubicados en un lugar de vulnerabilidad y pasividad frente a la violencia sexual de los varones. Recuperar lo erótico es retomar ese poder anulado, es habilitar esa acción a partir de un sentimiento de placer que no ha sido reconocido: “Cada grupo opresor, para perpetuarse en el poder, debe corromper o distorsionar aquellas fuentes de poder dentro de la cultura de los oprimidos, las que pueden proveer la energía del cambio” (Lorde, 2003: 37). La conciencia sobre el poder que otorga lo erótico es un potencial transgresor del orden social patriarcal, capitalista y racista, por lo que ha sido separado de las mujeres y canalizado únicamente, y en algunos contextos particulares, a través de lo sexual. Sin embargo, a través de guiones sexuales específicos.
En la investigación que realicé, se identificaban con claridad estos guiones o sus resabios al momento del encuentro sexual. Las mujeres manifestaban verse colocadas o colocarse ellas mismas en un lugar pasivo y receptor de violencias. Ante esto desarrollaban estrategias, como las de fingir orgasmos o transar con prácticas menos invasivas, para cuidarse o protegerse ante situaciones que podrían ser riesgosas o poco placenteras. Mientras, apostaban también a la construcción de otras formas de encuentro sexual y reivindicaban otras formas de placer; exigían mayor comunicación, establecían límites claros, no se mostraban siempre disponibles al encuentro sexual exigido por los varones, se animaban a solicitar ciertas prácticas sexuales y a negarse a realizar algunas cuando no lo deseaban, entre otras cosas. En definitiva, surcaban las prescripciones normativas y generizadas de la conducta sexual, en busca de encuentros heterosexuales con mayor justicia erótica (Canseco, 2017): garantizar el placer y la ausencia de peligros.
La construcción de justicia erótica conduce a identificar otras zonas erógenas del cuerpo y otras sensaciones. Claudia (Oyhantcabal, 2020a: 79) asocia el placer a la piel: “A mí con la piel me dejás y soy feliz, eso es el mejor sexo para mí, cuando te amás entero y es todo una cosa de sensaciones diversas, de toda la piel, y de un despertar de la sensibilidad”. Se separa así de lo coitocéntrico: “la penetración por el hecho en sí, a mí no me gusta, tipo apretás el botón y ya te la meto”. Esa salida de la mera penetración despierta en ella otras sensaciones, entre las que describe lo erótico como una expansión y entrega hacia la otra persona. “Tiene que haber algo más, la emoción, el ser y ahí hay entrega y siento que me puedo liberar, expandir totalmente en el erotismo, en la sensación de que él está erotizándose conmigo. Podés ser lo que quieras, sentir todo, podés sentir todo”. De esta manera, el erotismo y la entrega descentrada del coito desarma parte del guion sexual masculino que está marcado por la agresividad, por la posesión. “Eso está de más, no tener que andar pensando que..., cuidando que..., controlando que... ¡No! Es esa expansión. Eso es el placer”. Aparece el otro término de la justicia erótica: la protección ante la violencia sexual que mantiene a la persona fuera de esa sensación de alerta constante. Lo sexual no tiene por qué implicar un riesgo.
Sin embargo, el coito en sí puede ser una experiencia por demás placentera una vez que se supera su vínculo necesario con la reproducción y se lo ata al placer. La vagina puede ser una zona de experimentación erótica, como señalaba Ana en nuestra entrevista: “yo con la penetración puedo experimentar un montón. [...] he logrado orgasmos con penetración bien adentro. Bien adentro. Mi punto G está más arriba y adentro”. La diferencia está puesta en el conocerse y saber lo que se quiere, desea o cómo se experimenta el placer; algo que, como señala, Lorde (2003), ha sido negado a las mujeres a partir de la represión y condena erótica femenina. Podríamos construir un continuo heterosexual con dos extremos enfrentados: en un polo, la sexualidad femenina y el cuerpo de las mujeres se colocan al servicio del placer y goce de un otro, los hombres, o en función de un mandato social reproductivo que no reconoce un deseo propio; en el polo opuesto, el erotismo femenino es colocado como un fin en sí mismo, donde el placer, la emocionalidad, la satisfacción y el compartir con le otre se da desde el deseo, el reconocimiento, el respeto y la gratitud.
El orgasmo es otro territorio a recuperar erótica y políticamente. El fingir un orgasmo puede aparecer como una estrategia política para culminar un acto sexual, para protegerse de la presión de una masculinidad que mide su performance sexual a partir de la cuantificación de orgasmos femeninos, para contentar a un varón, para potenciar una experiencia erótica con une otre, para fantasearse no frígida, entre otras muchas formas. Pero el orgasmo puede ser una expresión erótica potente que ha de gozarse en su capacidad de diluir las fronteras del yo y romper con lo establecido, en su posibilidad de desarmar por unos instantes la temporalidad y la productividad impuestas, en su potencial creativo y transformador de moralidades. Dana (Oyhantcabal, 2020a: 85) vivencia esa recuperación erótica a través del orgasmo:
“Los orgasmos eran como una expansión, parecía que reventaban las paredes, era como ascendente, lento, y en un momento yo sentía que la onda expansiva de los orgasmos, reventaba todo [...] era un momento en el que sentís que algo se acaba, expansión y paf, revienta y deja de existir [...] por un momento se acaba algo, que después vuelve a iniciar [...] el impulso de la creación, la vida y la muerte. Entonces uno tiene unos deseos así medio morbosos de estar muerto y vivo, y como que la vida y la muerte siempre van como agarradas así y jugar con los límites también es algo que te da la adrenalina”.
La referencia a Bataille (2009) es inevitable cuando concibe las operaciones eróticas como un momento de desfallecimiento del ser, pero también cuando habla del erotismo como nexo entre las discontinuidades, como retorno al todo. Ahora bien, ese nexo, en términos de Lorde, se expresa como una conexión que, como ya dijimos, supera lo sexual para volcarse hacia lo otro. Lo erótico aquí ya no estaría ligado a lo sexual ni a su metáfora o celebración, se trata más bien del acto de compartir profundamente con otras personas, seres o cosas cualquier actividad (Lorde, 2003). La conexión erótica enfatiza la búsqueda de sentido y el goce en las actividades cotidianas y en el compartir con otras personas. Lo erótico se manifestará en esa conexión entre mujeres y otros sujetos feminizados cuando se contienen emocionalmente, cuando tejen redes afectivas, cuando toman la calle para marchar exigiendo justicia e igualdad y reivindicando sus derechos, cuando se potencia en un abrazo colectivo, cuando construyen comunidad, cuando se da el éxtasis, cuando se desgarran las mismidades y se vuelcan al común sin perder las diversidades y los deseos propios. El erotismo aparece como una experiencia radical y transformadora de las subjetividades y del colectivo.
“Es menester entonces, reconocer que la cultura europeo-occidental ha logrado adoctrinar nuestros cuerpos y nuestra capacidad de sentir el goce, sin embargo, esos saberes están en nuestro inconsciente y serán despertados cuando aceptemos nuestras necesidades internas, es decir, cuando logremos conectar con nosotras mismas lejos del temor que nos mantiene obedientes a los mandatos patriarcales”. (Sánchez Reche, 2020: 252)
Eróticas diversas: BDSM y amor libre
En cuanto a la discusión respecto de las distintas significaciones que asume lo erótico en aquellas prácticas afectivo-sexuales, como el BDSM y el amor libre, que pueden entenderse como interpelantes de la heteronorma (Oyhantcabal y Recalde, en prensa), me remitiré a resumir algunos de los hallazgos con el propósito de nutrir el debate que estoy proponiendo.
En las entrevistas que realizamos a Noel y Daniel[17], una pareja practicante de BDSM, narraban que desde el amor y la confianza habían comenzado a experimentar nuevas prácticas sexuales. Enfatizaban que iniciarse a practicar BDSM había sido un punto de inflexión en sus vidas respecto de las formas de vivir su sexualidad y su erotismo. No había marcha atrás. A su vez, la experiencia BDSM en la pareja les ha implicado un punto de inflexión en su relación, ahora se sienten más conectades, con confianza y complicidad por permitirse compartir en estos términos. Ella dejaba en claro que, a pesar de practicar BDSM con su compañero, era “una madre que hornea galletas”. Noel nos transmitía así que, aunque practicara BDSM, no dejaba de cumplir con su mandato de género: ser una madre abnegada que se dedica a sus hijes. En su descripción, el BDSM aparecía como una heterotopía (Foucault, 2008), es decir, como una práctica que se da en un espacio-tiempo otro, por fuera de la rutina cotidiana. Sin embargo, desde la complicidad a veces integraban ese mundo-otro a la vida cotidiana, por ejemplo, mediante juegos sutiles y disimulados en algún almuerzo familiar. En esa heterotopía, Noel se permitía la experimentación corporal sin límites predefinidos ni moralidades prefijadas, empero, dentro de una lógica reglada que le garantizaba el cuidado de los cuerpos, el sentimiento de seguridad y la protección del daño, así como el placer. De esta forma, siguiendo su descripción, podríamos decir que su práctica de BDSM estaría dentro de la conceptualización de justicia erótica (Canseco, 2017). Una justicia erótica intersubjetiva que no buscaba una transformación política colectiva.
Daniel, por otro lado, hablaba del BDSM como una posibilidad de exploración de su cuerpo y de sensaciones distintas a fin de descubrir nuevos placeres. En ocasiones, son placeres que no están inscriptos en los esquemas cognitivos de los guiones sexuales aprendidos, que se separan de la asociación sexualidad-genitalidad. Un ejemplo es el relato de Daniel:
“[...] me pasó con Noel que una vez empezó a jugar quemándome con cera de vela, algo que nunca me había resultado atractivo, creo que antes alguna vez me lo habían hecho y no, no me había resultado muy atractivo, esa vez me excité tanto que solamente sintiendo la cera sobre mi cuerpo tuve una erección y casi que llegué, no sé si llegué al orgasmo, pero estuve ahí, jeje, para mí fue una revelación en ese momento porque nunca pensé que podía llegar a tener placer solamente con eso. [...] Muchas veces no necesito practicar sexo, con practicar eso ya obtengo más placer todavía que teniendo relación”.
Las prácticas BDSM les permiten acercarse al placer y hasta alcanzar el orgasmo: para Noel, estas prácticas pueden sustituir la relación genital-coital, “no necesito lo otro”; para Daniel, ambas prácticas son de importancia. Las prácticas trascienden lo meramente sexual para colocar la centralidad en el cuerpo. Mediante lo lúdico, construyen una geografía corporal erógena, de placer y de experimentación, que supera la norma heterosexual centrada en la genitalidad. Preciado (2011: 23) hablaría en términos de contrasexualidad: “como posibilidades de una deriva radical con relación al sistema sexo/género dominante”. Como señala Liarte Tiloca (2019: 110), es un “desterritorializar y reterritorializar las fuentes del placer, en tanto implicaría la descentralización de la genitalidad como locus privilegiado del goce”. Podríamos leer esto como experimentaciones eróticas, ya que desbordan las normativas sexuales; es más, exceden lo meramente sexual a la vez que lo reconfiguran.
La práctica de BDSM se estructura sobre roles específicos con comportamientos considerablemente guionados: dominante, quien está en control y mantiene el poder en el encuentro; sumise, quien está bajo dominación y recibe órdenes y castigos; switch, quien alterna entre el rol sumise y dominante; bondager, quien ata a otras personas; bondagee, quien es atade; sádico, quien infringe dolor sobre otra persona; masoquista, quien desea que le infrinjan dolor; kinky, quien disfruta de la práctica BDSM sin ocupar un rol predeterminado (Marcet, 2017). Noel y Daniel se definían como switch en relación a los roles que ocupaban en su práctica. Sin embargo, a lo largo de las entrevistas dejaban ver que Daniel se inclinaba mayormente por roles de sumisión, mientras que Noel por aquellos de dominación. Siguiendo a Weinberg (2008), ambos roles no son opuestos, sino complementarios, son construidos cooperativamente. Aunque tiende a pensarse el rol dominador como activo y el sumiso como pasivo, en la práctica ambos roles participan activamente diseñando y construyendo la escena.
Noel y Daniel participan de eventos BDSM junto a otras 20 personas que son parte de su grupo. El suyo es uno de los dos grupos BDSM que existen actualmente en la ciudad de Montevideo. Al describir los eventos, hacen énfasis en las reglas que rigen el funcionamiento y que es imprescindible conocer para poder asistir: es un encuentro entre personas mayores de edad donde se prohíbe la ingesta de alcohol o drogas, la utilización de objetos que puedan infligir daño y la toma de fotos o realización de videos. Todo ello se estipula a fin de garantizar la seguridad y el cuidado de quienes asisten. A su vez, las personas llevan distintos colores que indican la disposición a participar de juegos: con “el rojo no participás; si tenés el naranja o amarillo, previa consulta —si querés jugar con otras personas—; y si tenés el color verde te prestás para cualquier cosa”, describe Noel y agrega que mediante palabras de seguridad se garantiza el consenso de las personas involucradas. Se puede salir de la práctica en el momento que se desee.
Estas descripciones nos remiten a una práctica que se funda en un conjunto de reglas que la hacen posible, que construye escenarios en los que la fantasía se pone en juego. De forma controlada se producen espacio-tiempos alternativos donde la conducta sexual rompe con las prescripciones normativas para reformularse y construirse cooperativa y consensuadamente. Esto no implica que las relaciones de poder se desdibujen. Es más, en el BDSM las relaciones de poder son fundamentales, es sobre ellas que se construyen las fantasías. Sin embargo, son fantasías que pueden tomar como base la realidad misma, a la vez que distorsionarla. Es decir, el BDSM consigue parodiar las relaciones de poder de la sociedad, recrea las desigualdades de forma lúdica sin por ello caer en su reificación. Illouz (2014) sostiene que las prácticas BDSM ofrecen la posibilidad simbólica de superar los roles propios de la heterosexualidad; son prácticas que borronean los guiones sexuales hegemónicos y los roles de género al actuarlos o transformarlos a partir de un consenso explícito entre las personas que interactúan. “Cualquier desigualdad presente en la relación BDSM es lúdica y no está inscrita en una ontología de los géneros” (Illouz, 2014: 91). ¿Supera de esta forma la erótica patriarcal, la cual se funda sobre una estructura fija y desigual de género? No podemos caer en la ilusión de que el BDSM se deslinda totalmente de las dinámicas sociales, que suspende la norma genérica patriarcal; no es la solución a las relaciones desiguales de género. En principio, ya que muchas veces opera de forma acrítica, sin complejizar ni problematizar la estructura subyacente a las inequidades. Posibilita, sin embargo, dislocaciones y reapropiaciones, y promueve una parodia, aunque no necesariamente mueva las bases materiales y simbólicas del statu quo capitalista, patriarcal y racista (Felliti y Spataro, 2018: 24).
El trabajo de campo con personas practicantes de amor libre nos dejó ver una configuración distinta a la del BDSM. Primero, cabe destacar que las prácticas poliamorosas en Uruguay han gozado de mayor visibilidad, probablemente porque han sido teorizadas desde el siglo XIX en círculos de intelectuales y anarquistas que se oponían a las formas más institucionalizadas de relacionamiento sexo-afectivo, y porque han sido practicadas por personajes reconocides como Delmira Agustini, Roberto de las Carreras y Clara García de Zúñiga (Ehrick, 2000; Wasem, 2014). Sin embargo, en la actualidad estas prácticas no aparecen solo de forma aislada e individual o como un elemento más en espacios políticos mayores. En Uruguay emerge, también, el colectivo Libres Para Amar Uruguay (LPAU), organizado en torno a una identidad política poliamorosa en pos de promover otros vínculos afectivo-sexuales que escapen al sistema de amor romántico (Esteban, 2020) y al sistema monogámico (Vasallo, 2019). LPAU toma como base al colectivo Amor Libre Argentina para definir el amor libre como “una forma de relacionarse sexoafectivamente de manera honesta y consensuada en la que no se presupone la propiedad de las personas con quienes nos vinculamos, ni de sus sentimientos, acciones o pensamientos”[18].
En línea con la investigación de Constanza Ferrario (2020), en el colectivo observamos diversas formas de vincularse: el poliamor —mantener varias relaciones amorosas estables—, la relación abierta —establecer vínculos sexuales o sexo-afectivos por fuera de la pareja principal—, y el monoamor —vincularse sexo-afectivamente con una única persona por el tiempo que ambas lo elijan libremente—. Sofía, Eduardo, Valeria y Lucía fueron las personas entrevistadas. Todes elles cis, de entre 30 y 46 años. Sofía y Eduardo son pareja hace más de 15 años y juntes crían a su hijo de 8 años. Valeria es amiga de Sofía y mantiene un vínculo sexo-afectivo estable con Eduardo desde hace varios años. Lucía mantiene varias relaciones abiertas, incluso desde antes de ingresar a LPAU.
Conversando con Sofía, una de las fundadoras del colectivo, nos contaba el perfil de personas que participan y el alcance del colectivo:
“Rondan entre los 25 y 45 años, principalmente entre 30 y 40, clase media universitaria, por lo general blanca y heterosexual. Hay un perfil bastante marcado. Es gente que tiene la capacidad, en términos culturales y educativos, digamos, y económicos, por supuesto, de pensar estas cosas. Soy muy consciente de que es un privilegio muy grande el hecho de que yo pueda sentarme a hablar de amor”.
En las entrevistas que realizamos, pudimos ver que, más que una práctica fuera de la rutina, el amor libre para estas personas se configura más bien como un modo de vida, la elección libre de un proyecto de vida individual que integra prácticas, disposiciones, apariencias y discursos específicos (Oyhantcabal, 2017). Un modo de vida con una identidad política que interpela la monogamia, el patriarcado y el amor romántico: “Es una práctica y una filosofía de vida subjetiva. [...] un camino de ida, no se vuelve” (Valeria). Y, como evidencia Sofía, la posibilidad de elegir un determinado modo de vida está atravesado por factores como la clase, el género, el capital social y cultural.
En el colectivo se juntan una vez por semana en reuniones abiertas a debatir en torno a temas o preguntas específicas. En general, Sofía lleva lecturas para compartir y así promover instancias de formación teórica: “esto no es solo una práctica, hay un trasfondo político que tenemos que desentrañar”; Vasallo, con su libro Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (2019), es una de las favoritas. A su vez, dedican la última hora del encuentro a reflexionar en torno a sus experiencias personales, una suerte de instancia terapéutica en la que colectivamente se ayudan a gestionar las emociones que hacen parte de los polidramas —los dramas vinculados a la práctica del amor libre que giran mayormente en torno a los celos—. “Aprendimos a vincularnos en un sistema cisheteropatriarcal, no sabemos cómo vincularnos horizontalmente y libres”, destacaba Valeria.
En efecto, el amor libre se funda en una serie de principios éticos que rigen la práctica. Sofía enumeraba: “no presuponer propiedad y hacerlo desde el consenso y la honestidad”;y Eduardo agregaba: “no queremos lastimarnos, vamos a tratar de comunicarnos”. Estos serían algunos de los elementos que garantizarían un amor libre. La noción de amor se toma desde una crítica al amor romántico hegemónico que, según Sofía, promueve vínculos posesivos de dominación y que está atado a la monogamia, la heterosexualidad, el matrimonio y la reproducción, el patriarcado y el capitalismo. El término libertad refiere a la posibilidad de que cada persona explore y elija cómo vincularse sexo-afectivamente por fuera de los mandatos sociales, sostuvo Eduardo. La reflexión crítica es lo que conduce a esa libertad, por ello consideran fundamental el trabajo colectivo y político y la revisión constante. En definitiva, desde la denominación del grupo y desde su presentación excluyen lo sexual como un elemento central en su disputa. Lo central, según mencionaron Valeria y Lucía, es mantener vínculos desde una perspectiva amplia que considere la libertad y el amor; la sexualidad es una forma más de socialización, de relacionamiento con otra persona, por eso no tiene por qué darse exclusivamente en el marco de una pareja estable. “A diferencia de lo que se cree, esto no tiene que ver con la cantidad de personas con las que cogés, sino con la forma en que te vinculás. Obviamente, no todas las necesidades afectivas y sexuales las puede atender una persona”, resumió Sofía para explicar por qué necesitan trabajar constantemente sobre sí mismos a fin de evitar la posesión y amar libremente.
En definitiva, como en el BDSM, la exploración desprejuiciada y por fuera de las normativas, al igual que el principio de no violencia, aparecen como elementos centrales que se practican mediante acuerdos y consensos. Sin embargo, en el amor libre, la sexualidad, el cuerpo y sus placeres no parecieran ocupar un lugar tan central, sino que se consideran una forma más de relacionamiento socio-afectivo, relevante pero no determinante. En LPAU, el foco está en las relaciones amorosas; en las formas de amar y de querer a las personas y de construir vínculos afectivos y redes de contención, donde puede existir o no un encuentro sexual. El principio fundamental es romper con las desigualdades (sexo)afectivas.
La desacralización de lo sexual y el énfasis en lo político, en lo ético y en lo racional que hace este colectivo, podría leerse en términos de deserotización ya que, como indica Illouz (2012: 246), “la experiencia erótica/sexual se contrapone con el pensamiento analítico racional que fragmenta la experiencia, la encasilla y altera su carácter fluido e inmediato”. En definitiva, el erotismo y la racionalidad parecieran movimientos contrapuestos: mientras el primero potencia las conexiones y las continuidades entre los seres y las cosas, la segunda busca fragmentar para construir categorías analíticas que le permitan comprender la realidad. Empero, también podemos comprender su práctica como una apuesta por la construcción de una erótica-otra que exige una redefinición del erotismo sobre una base más igualitaria y una reconceptualización del deseo, la sexualidad, el amor y las prácticas sexo-afectivas. El pensamiento analítico actuaría como fuerza propulsora que les lleva a cuestionarse cuáles son las prohibiciones y prescripciones sociales, a identificar de dónde vienen y por qué se producen, y a buscar alternativas.
En esta línea, Han (2014) sostiene que puede erigirse una erótica desanclada de la sexualidad. La desacralización y desnaturalización sexual promueve su profanación, suprimiendo la excesiva moralización, represión y control de la sexualidad para liberarla y transformarla en una forma más de relacionamiento interpersonal. El erotismo aquí no se fundaría sobre una asimetría de género, como lo hace el patriarcal, sino que se erigiría sobre una relación de horizontalidad. Teóricamente, podría hablarse de una erótica fundada sobre un deseo compartido de un relacionamiento político más justo e igualitario entre las personas. Lo erótico opera entonces como una fuerza transgresora de lo dado, en pos de una construcción distinta de lo social. Esto no implica que en la práctica no aparezcan violencias, relaciones de poder y desigualdades; es más, las reuniones sobre los polidramas buscan generar conciencia sobre esto y trabajarlo.
Eróticas neopentecostales
Hablar de religión y erotismo podría verse a primera vista como una contradicción, como dos polos opuestos y hasta irreconciliables que poco tienen en común. Sin embargo, hay mucho que decir al respecto. El objetivo de este apartado será poner el foco en el vínculo religión-erotismo para comprender algunos aspectos de lo producido hasta el momento en el trabajo de campo con iglesias evangélicas neopentecostales y lo visto en algunas de las entrevistas realizadas. La idea será intentar identificar qué características adopta el erotismo en estos contextos.
En el continente latinoamericano, el cristianismo ha cargado muchas de las prácticas sexuales con connotaciones estigmatizantes vinculadas al pecado, la vergüenza, la aberración, la perversión, la culpa. Esto es parte de la configuración histórica de nuestros territorios, atravesados por la conquista, la colonización y la imposición de un sistema religioso que edificó una moral que, entre otras cosas, se derramó sobre todo aquello vinculado a las conductas y prácticas sexuales. La Iglesia y el Estado han tutelado moralmente la sexualidad (Nugent, 2010), en particular la de las mujeres[19], fomentando ciertas prácticas y reprimiendo, censurando y vigilando otras. Tutelar la sexualidad tiene relación directa con el control del orden público, es decir, el control de las personas y de las poblaciones (Foucault, 1977; Nugent, 2010). Por esta razón, la Iglesia construyó un orden moral que ha transmitido a través de las prédicas, de los sacramentos, de las confesiones, etc. Se han generado discursos normalizadores, señala Sánchez Reche (2020), en relación a las prácticas homosexuales, de fornicación[20] y de masturbación, a las fantasías y pensamientos eróticos, etc. Todo ello debía ser confesado, como muestra Barbosa Sánchez (1994: 19) en un fragmento que toma del clérigo y cronista Cristóbal de Molina respecto de las preguntas que se les hacía a las mujeres en ámbitos eclesiásticos: “¿Porventura palpaste a alguno, o permitiste ser palpada? ¿Porventura tú misma é tu cuerpo hiciste algo por deleytarte? ¿Porventura alguna vez con enojo y yra negaste el débito a tu marido no le admitiendo? ¿Tomaste algo para hacerte estéril?”.
Aunque con los procesos de secularización la Iglesia pierde el monopolio discursivo en relación con la sexualidad, este es retomado por el Estado a través del lenguaje de la ciencia, el derecho, el saber médico —lo que Foucault (1977) sintetizaría como biopoder. De esta forma, se deja de hablar de pecado para traducirlo a términos de lo normal o anormal, lo saludable y lo peligroso, lo higiénico y lo nocivo. En definitiva, en la modernidad/colonialidad se ha buscado vertebrar el orden social sobre el control de la sexualidad, aspecto fuertemente interpelado en la segunda mitad del siglo XX por la revolución sexual y los activismos y producciones teóricas feministas y LGTBIQ+. Estos evidenciaron que, como indica Lorde (2003), lo vinculado a la sexualidad, al cuerpo y sus placeres, como algunos de los locus de expresión erótica, han sido históricamente suprimidos, controlados o negados.
Las iglesias católicas y evangélicas no han quedado ajenas a este proceso. Ante estos cambios, han venido alertando sobre una supuesta crisis de valores sociales generados a partir de la revolución sexual y en particular desde la incorporación del género como categoría analítica que desnaturaliza el orden sexual y por tanto el social (Bracke y Paternotte, 2018). Ante el riesgo de perder el tutelaje moral que han edificado históricamente sobre la sexualidad y los cuerpos, han desatado una avanzada neoconservadora en pos de reconquistar el dominio sobre estas dimensiones de la vida de las personas. Sus discursos han cobrado relevancia mediática y el número de fieles ha venido creciendo en las últimas décadas, en particular en las iglesias neopentecostales (Semán, 2021). Los planteos de Rubin (1989: 2) no pierden actualidad: “el sexo es siempre político, pero hay períodos históricos en los que la sexualidad es más intensamente contestada y más abiertamente politizada. En tales períodos, el dominio de la vida erótica es, de hecho, renegociado”.
Los momentos de transformación político y sexual vienen acompañados de lo que Rubin denomina “pánico moral”, la reacción de un grupo de personas fundada en una percepción falsa o exagerada de que ciertos comportamientos, considerados peligrosos, anormales o desviados, puedan implicar una amenaza para los valores y principios de la sociedad. En el caso de la avanzada neoconservadora neopentecostal, la apuesta será censurar ciertas conductas eróticas para proteger las fronteras de lo que consideran como conducta sexual aceptable. Sus discursos retoman la valoración jerárquica de los actos sexuales y estigmatizan las prácticas que se ubican por fuera de la normatividad heterosexual, en nombre del peligro sexual y del pecado. En definitiva, se promueve una visión pecaminosa de la práctica sexual, que solo puede ser aceptada si se realiza dentro del matrimonio con propósitos de procreación, despojándola del disfrute, el placer y el goce.
Como señala Rubin (1989: 22), se construye una frontera que “parece levantarse entre el orden sexual y el caos, y es una expresión del temor de que, si se le permite a algo cruzarla, la barrera levantada contra el sexo peligroso se derrumbará y ocurrirá alguna catástrofe inimaginable”. La pregunta surge, entonces, ¿cómo es posible sostener discursos con tal censura y control sobre la sexualidad? Como lo señaló Foucault (1977), el poder no solo reprime, sino que produce. En las diversas instancias de trabajo de campo en los servicios en iglesias y en las reuniones, pude constatar que lo que se produce son otras experiencias que sí podrían canalizar la energía erótica. Siguiendo el planteo de Wilhelm Reich (1973), una de las maneras de someter a alguien es seducirlo y redireccionar su erotismo para, de esta forma, erradicar en el sujeto lo espontáneo, libre, creativo, transformador y revolucionario. Entonces, cabe preguntarse de qué forma está operando lo erótico en este proceso.
Castrejón (2003) dirá que las religiones cristianas se han encargado de suprimir el dominio de las transgresiones, espacio asociado al erotismo, por lo que la expresión erótica quedará asociada a la experiencia de lo sagrado o lo místico, como un éxtasis incomunicable e íntimo que trasciende la vida posibilitando una sensación de continuidad a través de lo divino. La hierofanía aparece, entonces, como una experiencia que posee rasgos eróticos. Siguiendo la línea de Bataille, identificará una analogía entre erotismo y religión: “Es posible, por tanto, identificar que los arrebatos, el éxtasis implícito en la experiencia mística de las religiones, en cierto sentido también la cristiana, forman o se reconocen en una unidad que la vida erótica conlleva” (Castrejón, 2003: 3). En efecto, Castrejón sostendrá que existe una convergencia entre lo sagrado y lo erótico en tanto ambas experiencias son perturbadoras y manifiestan las condiciones de vulnerabilidad de las personas ante el poder de seducción místico y humano. El erotismo corresponde a una especie de distorsión del ser humano que busca restablecer la continuidad perdida, diría Bataille (2009), ante la angustia de la muerte. “Si la muerte es esa ruptura de la discontinuidad, lo sagrado es aquella instancia que precisamente ofrece y garantiza esa continuidad del ser, y que por medio de un rito le es revelado a los que participan de tal experiencia” (Castrejón, 2003: 4).
El rito sagrado de relacionamiento con Dios que se da en los cultos y servicios de las iglesias neopentecostales podría operar como instancia de seducción y transferencia erótica. En mi cuaderno de campo escribí lo siguiente (julio de 2022):
“Las iglesias neopentecostales son todas muy similares. Los carteles a la entrada son grandes y llaman la atención. En general, la entrada se dispone como una serie de puertas de vidrio, cual ingreso al cine o al teatro. Es más, aprovechan este tipo de sitios para instalarlas. Cada vez que entro, algo en mí me lleva a la idea de que estoy yendo a un espectáculo: un show, un concierto. Nada me recuerda a una iglesia católica tradicional. En general, luego del hall de ingreso, se disponen una serie de butacas tipo cine que miran hacia una pantalla o escenario.
Los cultos comienzan con un grupo musical que toca desde un escenario diversidad de ritmos, desde rock y pop hasta cumbias y baladas. La banda tiene batería, guitarra, bajo, teclado y vocalista; las letras de las canciones hacen referencia a Dios o incluyen versículos de la Biblia. Además de la banda hay una serie de bailarinas jóvenes, vestidas con calzas, mallas de danza y polleras brillantes, que con banderas o cintas ondulantes acompañan coreográficamente el ritmo de la música. Ellas plasman a través de expresiones en sus caras las emociones que aparecen en las letras de canciones.
Imagen tomada de las redes sociales de una iglesia neopentecostal de Montevideo
Quien canta anima también a las personas que van llegando; las invita a pasar, les pide que canten, bailen o aplaudan al ritmo de la música. Las letras de las canciones son fáciles y se repiten una y otra vez tipo mantras; se proyectan en las pantallas que están sobre el escenario. El fondo de las pantallas es un humo rojo que se diluye en el aire o un océano que se mueve en olas suaves.
Muchas personas bailan y cantan cerrando los ojos, levantan las manos con las palmas hacia adelante en señal de rendición y absoluta confianza. Los cuerpos abandonan la autovigilancia y el control de lo que sucede para entregarse a una masa de gente desconocida que canta al unísono y danza rítmicamente. Los límites entre las subjetividades y el entorno se difuminan, se genera una especie de sentimiento de colectividad, como el sentimiento oceánico del que habla Sigmund Freud, esa sensación de inmensidad y completitud, de comunión, de ausencia de límites y barreras, de pertenencia inseparable al mundo exterior, de fundirse en él. Es la ruptura de las individualidades a través de una fuerza erótica transgresora, como dice Georges Bataille. Los cuerpos están erotizados. Nada muy distinto a lo que experimento cuando voy a ver alguna de mis bandas favoritas, o cuando marcho en una manifestación feminista cantando y saltando junto a mis compañeras. Algo me dice que la sensación de éxtasis, de comunión y de placer es similar.
Imagen tomada de las redes sociales de una iglesia neopentecostal de Montevideo
La banda va cerrando su última canción en una repetición constante de los mismos versos; versos que tienen una clara alusión emocional, sensual y hasta erótica. «Yo soy La Sunamita que te dice: Vive aquí. / Mi amado, Mi amado / Todo lo que ves lo he preparado para ti. / No importa todo lo que cueste / Tu presencia vale mucho más / Solo quiero estar contigo / Una y otra, y otra, y otra vez». La música se va silenciando y solo quedan las voces de les feligreses sonando al unísono y repitiéndose una y otra, y otra vez. «Oh señor, rebosa mi copa de ti», se escucha y al abrir los ojos el apóstol se encuentra ya en el escenario, como en una especie de invocación divina. Comienza, entonces, la prédica de la Biblia; las enseñanzas de la palabra divina, del plan que Dios tiene para cada fiel.
El culto termina con la ministración del Espíritu Santo; es el momento de la «quebrantación». Les fieles pasan delante para que el pastor les quite los malos espíritus y les llene con el Espíritu Santo; pone su mano en la frente de le fiel, quien mantiene los ojos cerrados mientras el pastor le repite palabras al oído, muchas veces en lenguas. Las personas se quiebran, rompen en llanto, gritan y hasta pierden la estabilidad y caen al suelo. Cuando vuelven a levantarse, son recibidas con un abrazo contenedor y las palabras «Dios te ama»”.
A partir de este fragmento del diario de campo, puede verse cómo se genera una especie de communitas, siguiendo la definición de Victor Turner (1988: 103): “comunidad, o incluso comunión, sin estructurar o rudimentariamente estructurada, y relativamente indiferenciada, de individuos iguales que se someten a la autoridad genérica de los ancianos que controlan el ritual”. Es el momento en que las estructuras se diluyen, lo cual es necesario, ya que “la acción estructural no tarda en volverse árida y mecánica si quienes participan en ella no se sumergen periódicamente en el abismo regenerador de la communitas” (Turner, 1988: 145). Es decir, en el trabajo de campo me resulta claro que en las instancias de culto y servicio neopentecostales se consolida una communitas a partir de una erotización y seducción de los cuerpos que se da a través del éxtasis del canto, el baile, la entrega a Dios y la ministración del Espíritu Santo. Hay una intención de conectar con las vulnerabilidades de las personas, de construir un fuerte sentimiento de colectividad y grupalidad, así como de entrega individual en cuerpo y alma a Dios. Los sujetos se vuelven un todo indiferenciado y erotizado, por tanto, sometido a la autoridad del pastor. Esto se enfatiza con la insistencia de abandonar lo racional para volcarse pasional y visceralmente a lo que dice la palabra de Dios a través de la Biblia y de la prédica del pastor.
“Esto no es de pensar mucho, de preguntarse por qué. Si necesitas pensarlo es porque dudás, porque no creés en Dios, porque no confiás en el plan que Él tiene para ti. Él quiere hacer el bien contigo, pero si no hacés lo que Él te dice, Él no puede amarte. ¿Cómo podría amarte Dios si desconfías de su existencia y de su plan para ti?”. (Prédica de un pastor. Cuaderno de campo.)
Lo erótico funciona; es lo que torna a los cuerpos vulnerables y potencia su perceptividad para que ingresen los mensajes con las prescripciones y las enseñanzas que el pastorado quiere transmitir. En estos mensajes, aparece muchas veces una clara intención de modificar las prácticas afectivo-sexuales de las personas, así como los modelos, los roles y la performatividad de género en base a prescripciones divinas que siguen estructuras heteropatriarcales y capitalistas. Los siguientes testimonios dan cuenta de la interiorización de estos discursos moralmente conservadores por parte de quienes asisten a las iglesias. La palabra erotismo no fue mencionada por ningune de les interlocutores.
Amalia, una de las fieles entrevistadas, líder de una iglesia evangélica neopentecostal de Montevideo, cuenta que su primera experiencia sexual la tuvo una vez casada, a los 39 años. Ante mi pregunta respecto de si existieron otro tipo de prácticas que no fuera el coito, o si en algún momento no se sintió motivada a tener algún encuentro sexual, ella respondió enfáticamente que no lo necesitaba. “Dios creó el matrimonio como el espacio en el que se practica la sexualidad, ¿por qué habría de necesitarlo o quererlo antes si Dios lo dispuso así?”. Nuestra charla continuó y, ante mi pregunta respecto del abordaje de la sexualidad desde la iglesia, me contestó con firmeza: “Hay que hablar más de sexualidad. Desde la iglesia tenemos que hablar más y mejor sobre sexualidad. Porque Dios fue muy claro respecto de lo que espera de nuestra sexualidad, y la palabra de Dios no está llegando a todos lados”. Desde su lugar de líder de iglesia, Amalia reafirmaba un tipo de discurso que aparecía también en las prédicas de pastores de esa y otras iglesias. La heterosexualidad se presenta como valor sagrado y la práctica sexual está siempre inscripta en el marco de una pareja consolidada y validada por una unión matrimonial dada en la iglesia. La sexualidad aparece, entonces, como un terreno a prescribir bajo instrucciones concretas basadas en lo que “debe ser”, en un orden “natural” brindado por el texto bíblico.
Lucrecia, integrante de la misma iglesia, tiene 27 años y, por el contrario, no contrajo matrimonio, pero tiene una hija de 9 años. Una noche, luego de una reunión me pidió que nos alejáramos para que pudiera prender un cigarro. Cuando le comenté que no sabía que fumaba, comenzó a decirme insistentemente y con un dejo de angustia:
“Yo hago todo mal, sé que hago todo mal. Fumo, tomo alcohol, salgo de noche, me junto con las pibas, salgo con pibes. Yo sé que Dios no lo quiere, pero Él me hizo así. ¿Por qué me hizo así, entonces? No me da vergüenza, pero sé que en la iglesia no todos pueden saberlo porque te miran con mala cara”.
Aunque no seguía con exactitud las prescripciones de la iglesia, manifestaba culpa por no hacerlo. En su discurso se podía identificar la introyección de un juicio moral sobre sus conductas; lo que ella hacía estaba mal, no era lo esperado, y la comunidad se lo haría notar.
Agustina asiste a esa iglesia desde hace unos pocos meses y comenzó a vivir en el hogar que la iglesia ofrece para personas en situación de vulnerabilidad. En uno de los servicios, antes de comenzar con la prédica, el pastor le pidió que pasase al frente y subiera al estrado. Orgullosa subió y se colocó a su lado, ya sabía que él la invitaría a contar su historia. Sin embargo, apenas la dejó hablar y enfáticamente comenzó a relatar él su vida:
“Ella llegó a la iglesia pidiendo ayuda desesperadamente y la recibimos con los brazos abiertos. Cuando la vi llegar con la cabeza rapada, le pregunté su nombre: «Agustín», me dijo, y supe que el diablo la había tomado, quedaba un gran trabajo por liberarla. Así es que la escuché y le conté que pronto aprendería las palabras y el camino del Señor, que obviamente ni conocía. Hoy, ya es parte de nuestra familia. Cambió su vestimenta, usa caravanas y se arregla como le corresponde a una mujer. El cabello aún le está creciendo, pero cuando le llegue a los hombros sabremos que el Espíritu Santo está en ella y que por fin tenemos a la verdadera Agustina”.
Mauro, Alicia, Micael y Sonia, por “consumo problemático” de drogas o alcohol, viven hoy en hogares de iglesias neopentecostales en la ciudad de Rivera. Aunque no son originarios de esta ciudad, fueron trasladados allí para evitar vínculos o contactos con personas conocidas que pudieran “llevarlos por el mal camino”. Mauro ingresó hace varios años al hogar; su compañera debió ingresar también y casarse con él por esa iglesia para que él pudiera vivir junto a ella y sus hijos. Alicia conoció a su pareja en el mismo hogar; sin embargo, vivían en casas separadas y solo pudieron vivir en una casa matrimonial una vez que el pastor aprobó su casamiento. Hoy, ya casados, están pensando en “hacer crecer la familia”. Micael, por otro lado, lleva varios años en el hogar, no está casado ni tiene una relación de pareja ya que dice no estar preparado para ello. Primero debe renunciar a sus deseos carnales, como hizo Jesús, para direccionarlos a Dios, “porque Dios quiere que seamos su deseo”. Comenta angustiado que lucha cotidianamente contra su deseo de “fornicar”.
Sonia tiene 50 años, tiene un hijo de 25 años y un nieto. Mantuvo una relación de pareja con el padre de su hijo durante 20 años; sin embargo, hoy dentro del hogar califica su vínculo anterior como un juego poco serio. Con la intermediación del pastor, ha establecido un nuevo vínculo de pareja con una persona que lleva casi 20 años dentro del hogar. Cuenta que aún no ha mantenido ningún contacto físico con él: “Capaz le doy un beso y huele a pata, pero eso no lo sabré hasta casarme, y el casamiento es una decisión irreversible, no hay marcha atrás. Eso no me tiene que importar”. Recibe, a su vez, enseñanzas y consejos de la iglesia sobre cómo llevar adelante un vínculo sexo-afectivo; los roles de género son claros y bien diferenciados: “Él debe amarme como Dios ama a la Iglesia. Yo debo respetarlo, él es la cabeza de la familia”. En el culto que realiza su iglesia, Sonia se sentaba delante junto a su pareja. Toda la iglesia estaba separada por sectores: parejas casadas en las primeras filas, parejas consolidadas próximas al casamiento en las filas siguientes, mujeres solteras detrás y varones solteros en las últimas filas. Todo tenía un orden en base a un control sexual y de género. Una de las canciones que repetían en el culto decía una y otra vez “Las cadenas fueron rotas / libre soy”; sin embargo, nada estaba librado al azar, ni a la decisión individual, todo tenía un orden preestablecido e incuestionable.
Cierre: entrecruces y disputas eróticas
Este artículo es una invitación a retomar lo erótico como categoría útil para pensar la realidad social desde diversas dimensiones. El erotismo debe ser pensado por fuera de lo meramente sexual, como ya sostienen varies autores. El cuerpo y sus placeres sexuales es un locus posible de expresión erótica, pero existen otros. Ampliar esta mirada sobre lo erótico puede permitirnos ver esas otras posibilidades de experiencias de goce que de otra forma quedan invisibilizadas, y los usos que de ella se hacen.
El erotismo puede transformar radicalmente la experiencia. Su ausencia puede convertir hasta una caricia en una experiencia tortuosa, mientras que su presencia puede hacer de una mordedura o una lesión una experiencia placentera y fervorosa. El erotismo, a su vez, consigue desdibujar las fronteras, diluir los límites de los cuerpos y de las identidades, forjar nuevas formas, posibilitar nuevas uniones. En la entrega erótica se rompen los límites del yo, tornando poroso al cuerpo, vulnerable, susceptible de ser dañado y dominado. Sin embargo, la percepción de esos riesgos se desmorona ante la experiencia erótica; lo otro deja de ser una amenaza porque dejamos de pensarlo como otredad. Lo otro se convierte en un sí mismo, se consolida en una experiencia y vivencia de comunidad. El erotismo se vuelca hacia lo otro. Soy con lo otro y lo otro es conmigo; existo por lo otro y lo otro por mí.
En las relaciones heterosexuales pensadas desde mujeres cercanas al feminismo, lo erótico puede operar de diversas formas. Por un lado, es un erotismo que devuelve el cuerpo y su soberanía a las mujeres, que recobra sus placeres y el goce. El erotismo aparece como una potencia que exige justicia, a través de la puesta de límites, de la reconfiguración de los guiones sexuales hegemónicos y normativos, de la elección en relación a qué se quiere, con quién y cuándo. Es un erotismo que fisura la estructura desigual del género, que busca una transformación política.
Por otro lado, es un erotismo que construye una colectividad, una continuidad política entre los cuerpos en pos de una sociedad más justa, tal como lo enfatiza la noción de sororidad en el activismo feminista —“Tocan a una, tocan a todas”—, como reafirmación de esa unidad política de los cuerpos. En el feminismo, el erotismo aparece como una experiencia que empodera las individualidades, pero trasciende sus fronteras para construir una nueva forma comunitaria que siente conjuntamente, que reacciona conjuntamente, que existe y resiste conjuntamente. El erotismo se torna político. Desborda lo meramente sexual, se escapa de lo íntimo y privado para volcarse hacia un nosotres, público y político.
En el BDSM y el poliamor, el erotismo hegemónico se pone en cuestión para diversificarse, para ampliar sus posibilidades. Al igual que en el feminismo, el erotismo aquí configura esa potencia que invita a explorar, a buscar nuevas formas, a desmantelar las prescripciones normativas en torno a lo que se debe hacer en un encuentro sexual. En particular, en las prácticas BDSM se reapropian, suspenden y parodian las desigualdades de género y el erotismo patriarcal en pos de una erótica de la experimentación desde lo sexual, desde el cuerpo y sus placeres. Es un erotismo que construye nuevas arquitecturas corporales, que identifica nuevos territorios erógenos, de placer. Sin embargo, en la etnografía aún no aparece una construcción colectiva que politice lo social, permanece en lo individual. Propongo hablar de un erotismo de la dislocación que construye consensos para erigir una justicia erótica individual que se sostiene en la búsqueda del placer y en la ausencia de violencia sexual.
El colectivo de amor libre etnografiado, por otro lado, se vuelca a lo político, cuestiona, interpela, racionaliza y teoriza las desigualdades de género y el erotismo patriarcal en pos de una transformación erótica fundada en la igualdad. Como en el feminismo, se genera una grupalidad motivada por el deseo de transformar lo individual y lo social para propiciar nuevas formas de vinculación sexo-afectiva que desmonten los imperativos monógamos y de amor romántico. Propongo hablar de un erotismo de la igualdad, una erótica-otra que construyen colectivamente desanclándose de lo meramente sexual para proponer una transformación social de las prácticas afectivo-sexuales.
Por último, en las iglesias neopentecostales asistimos a la utilización de lo erótico para generar una unidad a partir de la dilución de sus partes, de las individualidades que la componen, de las voluntades que puedan emerger. No es un colectivo conformado por individualidades como en los casos anteriores, es una communitas, una unidad indiferenciada, separada del resto, que no puede dividirse ni fragmentarse sin generar su destrucción. Esto opera como mecanismo de control de las individualidades y como medio para prescribir un orden social y sexual particular: heterosexual y patriarcal. En este caso, propongo hablar de una transferencia erótica, siguiendo los aportes de Reich. La energía erótica se desvía del cuerpo y sus placeres con el fin de subordinarlos; se coloca entonces en la experiencia libidinal, tanto individual como colectiva, de un encuentro sagrado con Dios. El erotismo se transfiere como fuerza disruptiva que supera la vida, que trasciende la muerte, que escapa de lo profano para construir una continuidad con lo divino. Es un erotismo que no solo deja intactas las estructuras sociales, sino que las refuerza; en contraposición con los erotismos anteriores que interpelan la norma sexo/genérica y resquebrajan sus prescripciones.
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[1]Notas
A partir de los aportes de Simone de Beauvoir con su libro El segundo sexo (1949), y en particular con su reconocida cita “No se nace mujer: se llega a serlo” (de Beauvoir, 2016: 371), Butler (1998) pone en cuestión la distinción entre sexo y género que el pensamiento feminista de los años 1970 había desarrollado en analogía con el binomio naturaleza-cultura, asumiendo al sexo como natural y al género como cultural. Butler (2007) reconocerá que los cuerpos son leídos a través de una serie de distinciones consideradas como naturales que, en realidad, son meramente culturales (Oyhantcabal, 2020b).
[2] En este artículo, utilizaré el lenguaje inclusivo siempre que sea necesario a fin de evitar el uso de un lenguaje sexista que reproduce el binarismo y que invisibiliza y excluye a personas de determinado género, identidad u orientación sexual. (Utilizaré el plural inclusivo con “e” para expresar indeterminación genérica.) Sin embargo, en los casos en que utilice el plural masculino o el plural femenino será a propósito para hacer referencia a varones cis o mujeres cis, respectivamente.
[3] Rubin (1986: 97) define el sistema sexo/género como el “conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en producto de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas”.
[4] El proyecto “Cuerpos sexuados, sexualidad y reproducción en el Uruguay del siglo XXI” ha sido llevado a cabo desde el programa Género, Cuerpo y Sexualidad de la Universidad de la República, Uruguay, en el que participo.
[5] BDSM hace referencia a las prácticas de Bondage, Dominación, Disciplina, Sumisión, Sadismo y Masoquismo. Al término lo introdujo el sociólogo Thomas Weinberg (2008).
[6] Basándome en Morán Faúndes (2023), identifico a estos grupos como neoconservadores ya que se erigen como una renovación estratégica de históricos discursos conservadores que, siguiendo a Mujica (2007), buscan vigilar y promover la permanencia de aquellos aspectos de la estructura social que les resultan funcionales a sus intereses. En un principio, el foco lo ponían en la raza y la clase, hoy incorporan al género en su disputa por mantener el statu quo capitalista, racista y patriarcal.
[7] El término sexo vainilla fue utilizado por varies de nuestres interlocutores para referirse a las prácticas sexuales convencionales o normativas.
[8] Existen una serie de aspectos que distinguen las iglesias neopentecostales del resto de iglesias evangélicas. Algunos de estos son la teología de la prosperidad, que es la idea de que la prosperidad financiera individual es una bendición divina que se logra a través del ofrecimiento de diezmos; la creencia en la existencia de espíritus demoníacos que se encaran en las personas; la realización de cultos y servicios en formato show al que puede asistirse o que puede ser seguido tanto por las redes sociales como los medios de comunicación, entre otras. A su vez, es de destacar el estrecho vínculo que construyen entre política y religión. (Goldstein, 2020; Semán, 2021)
[9] Rivera es una ciudad ubicada al norte de Uruguay, en la frontera con Brasil. La gran presencia de iglesias evangélicas en el país vecino impacta en la dinámica de esta ciudad, constituyéndose en un enclave fundamental de acceso al Uruguay para este tipo de iglesias.
[10] De momento, he preferido no nombrar estas instituciones ya que el foco no está puesto en las instituciones en sí, sino en el tipo de discurso que enuncian y en la forma en que se encarnan en las personas que asisten.
[11] En muchas ocasiones, aparece el pudor cuando hablan de su sexualidad. Algunos pastores hasta se refieren a la sexualidad propia como “el lado físico del amor”. Sin embargo, todes hablan recurrentemente de “ideología de género”, pornografía, masturbación, adulterio, etc., desde una noción más política y como algo a erradicar socialmente.
[12] Gayle Rubin (1986: 119) destaca el innegable potencial del psicoanálisis como teoría explicativa de la subordinación femenina, la heterosexualidad, la reproducción sexogenérica y el moldeado del deseo, el placer y el erotismo; empero, identifica que la clínica culmina siendo un mecanismo de reproducción social cuando, en pos de corregir o civilizar las subjetividades “desviadas”, impone la convención social haciendo de la ley moral una ley científica: “El psicoanálisis es una teoría feminista frustrada”.
[13] Coloco la palabra relativo en tanto podría depender de elementos vinculados a la clase, a la raza y sobre todo al género.
[14] Audre Lorde (2003: 38) afirmó que “la pornografía es la negación directa del poder del erotismo, ya que representa la supresión de los sentimientos verdaderos. La pornografía pone el énfasis en la sensación sin sentimiento”. Hoy, esto puede ser problematizado a partir de las producciones de posporno queer y feminista, que buscan disputar el sentido de lo erótico y lo sexual, la reivindicación de otras formas de goce y placer, y la visibilización de otros sujetos sexuales. “A partir de la puesta en escena de prácticas contrasexuales, los cuerpos pospornográficos muestran los múltiples usos del placer y las potencialidades eróticas que pueden conquistarse en nuestros cuerpos” (Milano, 2012: 8).
[15] A pesar de que, desde una perspectiva feminista, algunos de los planteos del autor pueden ser leídos como reproductores de las jerarquías de género, tomaré aquello que resulte útil para pensar y problematizar lo erótico desde posturas críticas que intenten no reproducir esas desigualdades.
[16] Al concepto de “guiones sexuales” lo introdujeron William Simon y John Gagnon (1973) para pensar la conducta sexual en el marco social desde la perspectiva de las interacciones y negociaciones entre las personas. Permite conceptualizar la sexualidad desde el entrecruce de la trayectoria de vida de un sujeto con la realidad sociohistórica en que se sitúa, al entenderla como una conducta aprendida y rutinizada, que en la constante repetición se naturaliza, constituyendo un guion. La conducta sexual se organiza en torno a los guiones sexuales aprendidos, los cuales se ponen en práctica en las interacciones sociales. En este sentido, el guion sexual es un esquema cognitivo organizado que les permite a los sujetos identificar cuáles son las situaciones potencialmente sexuales. Esto implica una interacción compleja entre la persona y el contexto, y no una respuesta sexual automática; es decir, la conducta sexual es generada por el contexto más que motivada por impulsos internos. Según la teoría propuesta, estos guiones penetran y se efectúan en tres dimensiones: (1) La de los escenarios sociales y culturales, que son las prescripciones que se dan a nivel de la vida colectiva. Estas anuncian las diversas posibilidades, requisitos y roles esperados en lo vinculado a lo sexual, y especifican cuáles son los propósitos, lugares, momentos y gestos, entre otras cosas, que las personas deberían sentir y asumir en el encuentro sexual. (2) La dimensión interpersonal, que tiene que ver con cómo, a través de acuerdos, negociaciones, aceptaciones o imposiciones, se desarrolla y organiza la conducta sexual en el encuentro con las otras personas. Este nivel posibilita que los sujetos no sean meros repetidores de un rol en función de las prescripciones sociales, sino que, finalmente, en la puesta en práctica en contextos específicos, las adapten, reafirmen o transformen total o parcialmente. (3) El nivel interno o intrapsíquico, es decir, relacionado con la subjetividad y trayectoria de la persona. Aquí aparecen elementos vinculados a las motivaciones, deseos, fantasías y significaciones que determinadas experiencias despiertan en relación con lo sexual.
[17] Pareja cis-heterosexual de poco menos de 40 años. Hace aproximadamente ocho años que están juntes y hace seis que practican BDSM.
[18] Tomado de la página web: https://amorlibreargentina.org/2019/10/24/que-es-el-amor-libre/.
[19] La sexualidad de las mujeres ha sido más fuertemente controlada, ya que es la que podría afectar el orden patrimonial. Como señala Jacinto Choza (2006: 92), a partir del principio romano Mater certa est, se ha buscado vigilar la sexualidad femenina con el fin de poder tener certezas respecto de la descendencia paterna: “Por eso el adulterio femenino podía considerarse más grave que el masculino y por eso estaba sancionado en el código penal cuando el masculino no lo estaba. El orden social dependía en buena medida de la fidelidad femenina”.
[20] En las religiones cristianas se habla de fornicación para referir a aquellas prácticas sexuales que se dan por fuera del matrimonio. Aquí encontramos el adulterio, en referencia a prácticas sexuales extra-maritales, y cualquier práctica sexual que pueda darse previo a establecer un vínculo matrimonial.