Las palabras y los tiempos. La crisis de 2001 en los discursos políticos (1999-2003)

Words and Times. The Argentine Crisis of 2001 in Political Discourse (1999-2003)

Mariana Cané Pastorutti

https://orcid.org/0000-0003-1926-8923

Centro de Estudios Sociopolíticos,

Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales,

Universidad Nacional de Gral. San Martín

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad de Buenos Aires

cane.mariana@gmail.com

Fecha de envío: 30 de setiembre de 2022. Fecha de dictamen: 23 de febrero de 2023. Fecha de aceptación: 15 de marzo de 2023.

Resumen

Este artículo revisita la crisis argentina de 2001 a través de un análisis de las disputas en torno al significante “crisis” en los discursos de los dirigentes políticos del periodo 1999-2003, desde una perspectiva que articula el pensamiento político posfundacional y el análisis del discurso argumentativo. Como resultado, se identifica allí un proceso desarticulación-rearticulación de consensos sobre lo posible y lo deseable en relación con la propia crisis (causas, alcances, soluciones) y con la configuración del tiempo de lo común (en dos niveles, el de la narrativa histórica y el del tiempo ontológico). Finalmente, se ofrece una clave interpretativa que vincula el proceso de pérdida de legitimidad de la palabra política que caracterizó al periodo con el carácter anti-política que comporta la forma inevitabilista de concebir el tiempo de lo común.


Abstract

This paper re-examines the Argentine crisis of 2001 by means of an analysis of discursive disputes over the “crisis” signifier in political discourse of the period 1999-2003. The theorical-methodological approach adopted articulates the post-foundational political thought and argumentative discourse analysis. As a result, we identify a process of disarticulation-rearticulation of the consensus on the possible and the desirable in connection with the diagnosis of the crisis (causes, scopes, solutions) and with the configuration of the time of the common (and this, in two levels: the one of the historical narrative, and that of the ontological time). Finally, we provide an interpretative key to account for the process of loss of legitimacy that the political word suffered in that period together with the antipolitical quality that characterizes the conception of time as inevitable.

Palabras clave: crisis argentina de 2001; tiempo; inevitabilidad; discursos anti-política.

Keywords: Argentine crisis of 2001; time; inevitability; antipolitical discourse.

La crisis como objeto

Este artículo revisita la crisis argentina de 2001 a través del análisis de las disputas en torno al significante “crisis” en los discursos de los dirigentes políticos del periodo 1999-2003. El objetivo es identificar los diversos diagnósticos que pugnaron por dar forma a la crisis (y los modos de conjurarla) para, finalmente, ofrecer una clave interpretativa que vincula el proceso de pérdida de legitimidad de la palabra política con el carácter anti-política que signó al campo discursivo de lo político.

Pero, ¿cómo estudiar una crisis sociopolítica? Nuestra respuesta se distancia de tres enfoques íntimamente asociados al estudio de las crisis: la política comparada, la comunicación política y la historia conceptual. En el nivel analítico, la primera se enfoca en el conocimiento de las medidas de política pública adoptadas por un gobierno con miras a la resolución de una crisis, mientras que la segunda estudia los mensajes políticos en términos estratégicos, partiendo de la voluntad del enunciador y considerando posible medir su eficacia para “comunicar” la crisis. Si una soslaya los procesos de construcción de una cierta legitimidad política (que son los que permiten poner en práctica las políticas analizadas, de modo que encuentren cierto acatamiento en la ciudadanía)[1], la otra supone sujetos de la enunciación que hacen las veces de demiurgos discursivos, individuos que aparecen como dueños de un decir que pueden manipular a voluntad[2]. En definitiva, aunque la comunicación política dirige la mirada hacia los procesos semióticos de construcción de sentidos (que permiten comprender una dimensión de la construcción de legitimidad que la primera perspectiva parece soslayar), lo hace desde un cierto individualismo metodológico que coloca en el nivel individual la clave de bóveda de los procesos colectivos.

Finalmente, encontramos en la historia conceptual un abordaje teórico-político surgido al calor del estudio de “crisis” como uno de los conceptos políticos por excelencia: “«crisis» es expresión, desde aproximadamente 1780, de una nueva experiencia del tiempo, factor e indicador de una ruptura epocal” (Koselleck, 2007: 241). El carácter de factores e indicadores del cambio histórico que detentan los conceptos políticos deriva de que en ellos “se encuentran siempre sedimentados sentidos correspondientes a épocas y circunstancias de enunciación diversas […] que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos” (Palti, 2004: 72). Aunque este enfoque nos permite llamar la atención sobre “crisis” como un concepto privilegiado para comprender lo político, ha tendido a privilegiar tres tipos de fuentes —aquellas asociadas a los intelectuales o letrados de un cierto periodo histórico, a los usos corrientes de los conceptos y, finalmente, a diccionarios (Aguirre y Morán, 2020)— que no permitirían dar respuesta (o, al menos, no exclusivamente) a nuestra pregunta por los discursos de los actores políticos en las postrimerías del siglo XX argentino[3].

Esta investigación recompone las disputas que soportó el significante “crisis” entre 1999 y 2003. Pero no abordaremos los discursos en la crisis, como si esta fuera un mero contexto en el que se producen unos discursos que le son ajenos y externos; una óptica tal le atribuiría a la crisis una materialidad (y, con ello, una cierta eficacia) que a los discursos no. Por el contrario, proponemos estudiar los discursos sobre la crisis, es decir, los conjuntos de materiales significantes en los que tomaron forma una variedad de diagnósticos que pugnaron por definir qué era la crisis, quiénes eran sus responsables y cómo ella debía ser conjurada. En definitiva, entendemos que es allí a donde debemos orientar la mirada para comprender los alcances y derivas de la consigna “que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, una de las más coreadas en las jornadas del 19 y el 20 de diciembre de 2001. Protagonista del punto más álgido de la protesta social en calles y plazas de todo el país (pero especialmente en los centros urbanos más populosos), esta fórmula ha pervivido como el nudo en el que cristalizaron no solo las más heterogéneas demandas ciudadanas hacia “los políticos” (desde la apertura del “corralito” bancario hasta el aumento del empleo o un bolsón de alimentos), sino también las mutaciones que sufrió el lazo entre representantes y representados.

En las ciencias sociales tomaron forma al menos tres claves de lectura sobre la crisis de 2001: una enfocada en las dinámicas de la política institucional, otra dirigida a indagar el surgimiento de nuevas formas de acción colectiva y las transformaciones de las identidades sociales, y, finalmente, la que investiga la dimensión simbólica y discursiva de la crisis (Montero y Cané, 2017). En esta última se enmarca la presente investigación, porque entiende que es allí donde se materializan las disputas sociopolíticas por definir los contornos de lo legítimo en una comunidad política dada. Dicha clave de lectura es, en cierta medida, compartida con otras investigaciones que, como las de Pérez (2008 y 2013), Rinesi y Vommaro (2007) y Muñoz (2010), también se centraron en las mutaciones sufridas por las creencias y los significados sociales en relación al vínculo entre sociedad y política. Por un lado, Pérez (2013: 104) llamó la atención sobre el quilombo[4] que vivió la Argentina entre 2001 y 2002, al caracterizarlo como una “forma abismal de destitución de los vínculos que regulan la convivencia social”: la propiedad, la autoridad política y el dinero. Por su parte, Rinesi y Vommaro (2007: 425) advirtieron que en aquellos años nuestro país asistió a un proceso de pérdida de representatividad de la palabra política: algo del lazo representativo se había ajado y ya no daba “la impresión, esa sensación” de que “esos representantes nuestros [tenían] algo que ver con nosotros, de que [eran] representativos de nuestros propios valores”. La palabra de “los políticos” había visto mermada su capacidad para construir sentidos configuradores de la vida social que pudieran ser vividos como propios, si no por todos, al menos por una gran mayoría. Si algo de esos sentidos se había transformado hacia 2001, cabe preguntarse sobre qué procesos significantes se sostuvo esa mutación que adquirió la forma de un quiebre en el lazo representativo. En ese sentido, mientras la investigación de Muñoz (2010) llama la atención sobre el “efecto político” de los movimientos sociales en la institución de nuevas formas de comprensión del orden social, aquí nos interesa poner el foco en el rol que tuvieron los discursos de los políticos. En tanto “la realidad política, esto es los objetos y las prácticas políticas, es significada y hecha inteligible a través del discurso político” (Groppo, 2009: 47), no podemos comprender el proceso de pérdida de legitimidad de la palabra política sin estudiar el papel que allí jugaron los propios discursos (de los) políticos.

Nuestra hipótesis es que la crisis de 2001 se configuró en la disputa entre múltiples claves de lectura sobre el proceso crítico circulantes en el campo discursivo de lo político, que derivó en una mutación de los sentidos sobre lo común de la comunidad, esto es, los principios que configuraban y regían el funcionamiento social. Aquí, comunidad no debe ser entendida como “una serie de atributos que todos sus integrantes comparten o deben compartir, sino más bien como una definición de aquello que permite hablar de algo común” (Barros, 2012: 143). En este sentido, lo común no existe como tal, “no es algo esencialmente definido a priori”, sino el efecto de una serie de “articulaciones contingentes que definen la legitimidad de la pertenencia” (Barros, 2012: 143). Lo que este abordaje de Barros —revisitando a Jacques Rancière— nos permite advertir es que lo que constituye la comunidad son las disputas políticas que se producen por definir sus propios contornos. En el caso que analizamos, la disputa por y la mutación de esos contornos (siempre inestables) no se produjo exclusivamente el 19 y 20 diciembre de 2001 o en las elecciones del “voto bronca”, ni tampoco cesó luego de la renuncia de de la Rúa o de la asunción de Duhalde. Fue, antes bien, un proceso extenso —y esta temporalidad “larga” resulta crucial para entender aquello que conocemos como “la crisis de 2001”— de desarticulación-rearticulación de consensos sobre lo posible y lo deseable en torno a dos cuestiones: el diagnóstico sobre la crisis (causas, alcances, soluciones) y la configuración del tiempo de lo común. En este proceso de mutación (de desarticulación-rearticulación), identificamos tres articulaciones de argumentos en pugna: la fiscalista, la mercadointernista y la asistencialista, subsidiaria de la primera.

La crisis como objeto de los discursos

Como señalamos, la pregunta respecto de qué fue lo que entró en crisis en 2001 ha sido respondida por las ciencias sociales desde múltiples prismas. Luego de una primera oleada de trabajos y reflexiones producidos al calor de los hechos, durante estos 20 años la crisis ha despertado interés en investigaciones alimentadas por abordajes diversos, unos más institucionalistas y otros más societalistas, enfocados en el surgimiento de nuevas formas de subjetividad y de acción colectiva. A diferencia de aquellas, este trabajo estudia la dimensión discursiva del proceso; más que explicar en qué consistió la crisis de 2001, da cuenta de cómo se significó la “crisis” en los discursos de los dirigentes políticos de aquel periodo.

Desde la perspectiva del análisis del discurso político, en los últimos años han proliferado diversas investigaciones enfocadas en las etapas previa (los 90) y posterior (2003 en adelante)[5]. Las voces de dirigentes políticos que, aunque con perfiles disímiles, tuvieron estilos marcados —como Menem, Kirchner o Fernández de Kirchner— han despertado un interés que la palabra de de la Rúa, Duhalde o Lavagna no, ya por atribuirle cierta debilidad a sus liderazgos, ya por considerar a sus gobiernos una simple transición, ya por colocar únicamente el foco en la cúspide del Poder Ejecutivo. La crisis de 2001 “larga” —es decir, el periodo comprendido por el gobierno aliancista (1999-2001), la sucesión de dirigentes al frente del Poder Ejecutivo de fines de 2001 y el gobierno de Eduardo Duhalde (enero de 2002 - mayo de 2003)— exige ser revisitada desde una perspectiva teórico-metodológica que dé cuenta de la multiplicidad de voces políticas que, al tiempo que configuraron el quilombo, disputaron por encauzarlo. ¿Qué tipo de análisis del discurso puede contribuir a esta tarea? La respuesta a esta pregunta tiene dos aristas: una, anclada en la teoría del discurso político, como la formularon Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2010) y la revisitaron posteriormente investigadores como Gerardo Aboy Carlés; y otra, sostenida sobre la teoría de la argumentación en el discurso, inaugurada por Ruth Amossy (2000), revisitando las investigaciones de Jean-Claude Anscombre y Oswald Ducrot (1994). Con los primeros, entendemos al discurso como el terreno primario de constitución de la objetividad. Lejos de lo que algunas lecturas han sugerido, esta perspectiva no niega “la realidad” ni la existencia de los objetos por fuera del discurso, sino que sostiene que esos objetos, prácticas, actores e instituciones se constituyen como tales en y por los sentidos que les son imputados en ciertas condiciones discursivas de emergencia. Dicho proceso de significación se produce en un terreno intrínsecamente desnivelado (es decir, atravesado por relaciones de poder), de modo que no puede ser sino constitutivamente conflictivo. Es por ello que nos interesa dar cuenta de las claves explicativas que pugnaron por orientar sentidos públicos, comunes, en torno al significante “crisis”; con este norte, entenderemos a este último como significante flotante. Este concepto permite pensar la “crisis” como significante nodal que articula y da unidad a una serie de diferencias, a la vez que sus sentidos aparecen disputados entre múltiples cadenas de argumentos retomadas por diversos actores y articuladas a diferentes tradiciones en distintos momentos. Más allá de la emergencia de un significante vacío, el estudio de su condición flotante permite capturar las dinámicas de cambio y las continuidades, y dar cuenta de la naturaleza porosa de las fronteras (Aboy Carlés, 2013) entre las cadenas de argumentos que lo sostienen[6].

Por su parte, la teoría de la argumentación en el discurso permite recomponer esas cadenas de argumentos que los discursos políticos configuraron en torno al objeto “crisis”. Desde esta perspectiva metodológica, el discurso “siempre responde a algún interrogante explícito u oculto, o al menos sugiere un modo de mirar el mundo circundante” (Amossy, 2009: 254), de modo que orienta percepciones y puntos de vista más allá de la voluntad del enunciador, cuya palabra está siempre atravesada por la de los otros. Distanciándose de la retórica clásica —en la que quedaba ceñido a lo lógico o racional—, aquí lo argumentativo aparece como una condición constitutiva de la discursividad que excede la intención del enunciador.

Si la significación —entendida, entonces, como un proceso de orientación hacia una cierta conclusión— es resultado de la disputa entre múltiples discursos que ponen en escena articulaciones de argumentos, en este caso, sobre la crisis, ¿cómo capturar esa polémica? Podríamos partir de un corpus conformado por la palabra de un solo enunciador (para luego identificar allí la polifonía de voces por ella escenificada) o bien intentar recomponer un campo discursivo de lo político (Verón, 1987); esto último supone reponer el juego de los discursos que, en su interrelación, pugnan por definir algo de lo que es común a una comunidad (o, lo que es lo mismo, por definir cuáles son los límites de esa comunidad). La primera vía (que ha sido la preponderante en el estudio de las discursividades kirchnerista o menemista) habría implicado estudiar, por caso, un discurso “delarruista” (o, quizás, “aliancista”) o uno “duhaldista”. La segunda nos arroja al análisis de un abanico de enunciadores e intervenciones públicas y permite dar cuenta —limitadamente, porque siempre supone un cierto recorte— de las disputas discursivas a partir de la identificación de las operaciones de retome, refutación y reformulación de ciertos objetos de discurso y argumentos entre aquellas voces. El principal antecedente de un abordaje como este es el de la sociología de las identidades políticas formulada por Gerardo Aboy Carlés (2001), en la que se analizan múltiples enunciadores políticos, al tiempo que, para hacerlo, se recurre a un amplio abanico de fuentes trianguladas. La confluencia de este abordaje y las herramientas del análisis del discurso argumentativo es una vía para recomponer el dialogismo constitutivo del campo de la discursividad y captar la capacidad performativa de los discursos más allá de las enunciaciones individuales al analizar, por ejemplo, el retome o la reformulación de un objeto discursivo (e. g. “crisis”, “deuda”, “modelo”). Al reponer las mutaciones que sufren en diferentes voces los argumentos en torno a esos objetos, es posible dar cuenta de su capacidad para instalar diagnósticos y claves de lectura sobre ellos.

Con este enfoque, se recompusieron las disputas en torno al significante “crisis” a partir del estudio de una serie de materiales compuestos, principalmente, por tres conjuntos de fuentes: alocuciones presidenciales oficiales; notas periodísticas de los tres principales periódicos de tirada nacional (La Nación, Clarín y Página/12[7]); y documentos varios, entre los que sobresalen los documentos “Construyamos otro modelo” y las transcripciones del programa radial Conversando con el Presidente, protagonizado por Duhalde y emitido por Radio Nacional entre enero de 2002 y mayo de 2003. A partir de estos materiales, se construyó un corpus de análisis[8] compuesto por aquellas piezas discursivas de enunciadores políticos que tematizaron la “crisis” entre el 10 de diciembre de 1999 y el 25 de mayo de 2003. Dicho objeto de discurso —aquello sobre lo que se dice algo en una formación discursiva dada (Foucault, 1969; Sitri, 2006; Arnoux, 2013[9])— ha sido el criterio central para la construcción del corpus.

Los varios porvenires (no todos): los tiempos y las crisis

El estudio de los discursos políticos en la crisis de 2001 “larga” permite identificar un proceso de mutación de los sentidos sobre lo común de la comunidad que adoptó la forma de una desarticulación-rearticulación de consensos sobre lo posible y lo deseable en dos dimensiones: los diagnósticos sobre la crisis y la configuración del tiempo de lo común. En este apartado se repondrá este proceso de forma cronológica, identificando cinco etapas y dos grandes periodos —el primero signado por el consenso fiscalista y el segundo, por el mercadointernista. Este formato de presentación busca reflejar el doble movimiento (en paralelo, no lineal) de desarticulación del primero y rearticulación del segundo.

En cuanto a la primera dimensión, “crisis” devino en el punto de anudamiento (de confluencia y conflicto, al mismo tiempo) de un conjunto de diagnósticos en pugna respecto de cuáles eran las causas que se le adjudicaban a la situación crítica, quiénes eran sus responsables, qué era lo que estaba en crisis y, finalmente, qué prospectiva de acción debía seguirse para conjurarla. Los principales actores de la escena política pusieron en escena tres grandes articulaciones de argumentos: la fiscalista, la asistencialista y la mercadointernista. Entre 1999 y 2003, dichos conjuntos de argumentos sufrieron mutaciones que implicaron, en el campo discursivo de lo político, la desarticulación de un marco argumentativo fiscalista y la paulatina estructuración, y posterior consolidación y fragmentación, de uno mercadointernista.

De esta primera mutación se desprende la segunda: aquella producida en el modo de construcción del tiempo de lo común en el campo discursivo de lo político. Al delinear los contornos del significante “crisis” —en la disputa por marcar la pauta comunitaria respecto de qué era la crisis y cómo debía tramitarse—, el tiempo de lo común sufrió dos transformaciones. Por un lado, en el nivel de la temporalidad histórica se configuró una narrativa de la historia nacional que trazaba una nueva frontera respecto del pasado. Por el otro, se delinearon dos modos de concebir el tiempo: uno inevitabilista y uno multiforme. En pocas palabras, mientras que un conjunto de voces políticas presentaba el camino de las políticas públicas como único e inexorable, otro ponía en primer plano la existencia de alternativas (cuestionando aquella inevitabilidad) o evidenciaba la imposibilidad de conocer el desenlace o el efecto del camino decidido. Esta divergencia no se correspondió exactamente con el clivaje gobierno/oposición en términos institucionales (si consideramos al PJ como el partido de oposición a la Alianza) ni tampoco con una u otra fuerza política.

Estas mutaciones solo se vuelven evidentes al realizar un análisis paradigmático del periodo, considerando los gobiernos de la Alianza y de Duhalde en forma conjunta y señalando los puntos de inflexión que le dieron forma. En una etapa inicial (primeros seis meses del gobierno aliancista), identificamos los principales argumentos sobre una crisis que ya protagonizaba la escena política[10] y, en las subsiguientes, reconocimos sus inflexiones; así, finalmente, narramos la mutación en cinco etapas: (1) diciembre de 1999 (asunción de Fernando de la Rúa, Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación) – mayo de 2000 (aprobación de la reforma laboral y ajuste); (2) junio de 2000 – marzo de 2001 (explosión social y política con plan de ajuste de Ricardo López Murphy); (3) 20 de marzo de 2001 (retorno de Domingo Cavallo a la cartera de Economía) – 18 de diciembre de 2001; (4) 19 de diciembre de 2001 (explosión de la protesta social, renuncia de de la Rúa, sucesión de presidentes) – junio de 2002 (asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán); (5) julio de 2002 (adelantamiento de las elecciones presidenciales) – mayo de 2003 (elecciones 27 de abril 2003, asunción de Néstor Kirchner).

Este recorrido cronológico permite rastrear las transformaciones que sufrieron los argumentos en torno a la crisis y dar cuenta de cómo, en ese proceso, se desarticuló paulatinamente un consenso sobre lo posible y lo deseable y, en el mismo movimiento, se fue articulando uno (fiscalismo) mientras cobraba legitimidad otro (mercadointernista). Denominaremos a estos diagnósticos articulaciones de argumentos o articulaciones tópicas y los concebimos conformados por un conjunto dado de cadenas de argumentos (topoï[11]) y presupuestos. Esta noción propuesta busca dar cuenta de las posibles variantes en las articulaciones entre diversos argumentos y presupuestos (en este caso, sobre la configuración del tiempo común) y sus posibles retomes parciales y refutaciones en distintas voces. En ese sentido, un mismo argumento articulado en diferentes cadenas (junto a otros argumentos y otros presupuestos) puede ver transformado su sentido. En resumen, dirigir la mirada a las articulaciones y no a los argumentos en forma aislada permite observar las mutaciones a nivel paradigmático y las tensiones en el plano sintagmático.

En el periodo analizado, las articulaciones tópicas fiscalista y mercadointernista conformaron los dos grandes diagnósticos sobre la crisis, circulantes en las voces de “los políticos”; y, a pesar de que hallaron su formulación inicial durante los primeros meses de 2000, fueron adquiriendo nuevas modulaciones, dadas por modificaciones en los propios argumentos que conformaban la articulación, como en las voces que los escenificaron. En los próximos apartados se ofrece un recorrido por cada etapa para dar cuenta de las inflexiones del proceso.

La política de la inevitabilidad. Diciembre de 1999 – mayo de 2000

Durante esta etapa, la articulación fiscalista tomó forma en las principales voces de la Alianza (especialmente, las figuras de mayor peso dentro del Poder Ejecutivo[12]) y en las de dirigentes de relevancia del Partido Justicialista (PJ), como los gobernadores de las tres provincias “grandes” (Carlos Reutemann, de Santa Fe; Carlos Ruckauf, de Buenos Aires; y José Manuel de la Sota, de Córdoba). Este marco argumentativo explicaba la implementación de ciertas medidas de política pública (el aumento de impuestos de diciembre de 1999, las leyes de emergencia de enero y el recorte de salarios y la reforma laboral de mayo de 2000) por la necesidad perentoria e inevitable de reducir “el déficit fiscal”, en un marco de estricto sostenimiento del tipo de cambio convertible. Al colocar el origen del déficit en la corrupción e ineficiencia del gobierno previo (Carlos Menem – PJ), este abordaje trazaba una frontera respecto de un pasado que debía dejarse atrás promoviendo una “nueva política” no corrupta; ello reduciría el déficit del Estado y permitiría enfrentar el que era identificado como el principal problema: el desempleo.

“Ajustar fiscalmente es claramente reactivante. Es el único camino que hay hoy para asegurar la reactivación”. (M. Vicens, secretario de Hacienda - Clarín, 10/12/99)

“El déficit es hoy nuestro peor enemigo. […] La nueva ley que enviaré al Congreso será la herramienta para terminar con el déficit, es la ley de emergencia contra el déficit. Así volverán las inversiones, así bajarán las tasas de interés, así volverá el crédito y, en muy poco tiempo, estaremos disfrutando la reactivación económica y, como consecuencia directa, volverá el empleo”. (F. de la Rúa - La Nación y P/12, 24/12/99)

“Hay que transparentar el gobierno, porque la corrupción es un problema que va más allá de una cuestión ética; se trata, además, de un gran problema económico”. (J. L. Machinea - La Nación, 29/1/00)

El “ajuste” era un esfuerzo excepcional, transitorio y necesario, pero que, como reconocía la identificada por la prensa como el “ala política” del gobierno, tendría consecuencias sociales negativas que sería necesario atenuar. Con Álvarez, Meijide, Storani y Alfonsín a la cabeza, este sector se reconocía portador de cierta “sensibilidad” que le permitía adscribir al diagnóstico del déficit como principal causa de la crisis y, al mismo tiempo, promover ciertas políticas sociales paliativas, no para evitar, sino para morigerar su impacto negativo. Estos argumentos asistencialistas fueron subsidiarios de los fiscalistas porque compartían el corazón del diagnóstico: la inevitabilidad de las medidas de ajuste[13].

“[Pregunta del cronista a la ministra Meijide: “Varios ministerios aparecen como la cara del ajuste. ¿El que usted maneja será la cara simpática del Gobierno?”] Sí[14], el lado claro de la luna. Yo le digo a (José Luis) Machinea: «vos sos el lado oscuro», como el disco de Pink Floyd. En esta gestión hay dos etapas y una va incluida en la otra. La pobreza vino, está y se va a quedar un tiempo y no va a ser erradicada en corto plazo. […] Estamos defendiendo a nuestro Gobierno, porque creemos que son medidas que hay que tomar. No nos dejaron otra posibilidad. Incluso mintieron descaradamente cuando hablaron del déficit que nos dejaban”. (G. Fernández Meijide - Clarín, 24/1/00)

La articulación fiscalista no fue simplemente un argumento economicista respecto de la crisis, sino un modo de configurar el tiempo comunitario del que todo aquel que sugiriera una vía alternativa para conjurarla no podía sino quedar expulsado. La excepcionalidad de la situación (originada en un pasado de corrupción, de exceso de gastos y mentiras) había llevado a la inevitable adopción en el presente de medidas impuestas por ese calamitoso estado de cosas; siguiendo esa misma concepción unanimista y teleológica del tiempo (“es el único camino que hay hoy”), frente al cual nada podía hacerse más que constatar lo evidente, el futuro sería positivo como resultado de la implementación de esas medidas: del sacrificio actual se derivaría inexorablemente la mejora de las cuentas fiscales y, con ello, la reducción del desempleo (“Así, volverán las inversiones, así bajarán las tasas de interés, así volverá el crédito”). El consenso fiscalista se erigió como un diagnóstico que concebía al déficit fiscal como única causa de la crisis y al tiempo, como estructurado sobre un triple dispositivo excepcional, inevitable e inexorable.

Hacia mayo de 2000, se consolidó en la escena política un marco argumentativo diferente para explicar la “crisis”, que denominamos mercadointernista. Además de estar presente en figuras provenientes del sindicalismo (e. g. Víctor De Gennaro, de la Central de Trabajadores Argentinos – CTA, y Hugo Moyano, de la Confederación General del Trabajo – CGT), esta articulación mercadointernista emergió en la escena pública en las voces de dirigentes/as provenientes de la propia Alianza (como Elisa Carrió, Alicia Castro, Jorge Rivas y Enrique Martínez), pero también del PJ, como Eduardo Duhalde.

“[El dinero que se necesita podría] surgir fácilmente de recuperar los aportes patronales graciosamente regalados por el menemismo a las empresas privatizadas monopólicas y hacer cumplir sus obligaciones a los concesionarios de servicios [… Si se] reducen salarios […] todos los efectos previsibles contradicen los objetivos buscados y muestran que los ajustes sobre un modelo pierden todo sentido. Se necesita un nuevo modelo que cambie los protagonistas de la política poniendo las acciones del Gobierno al servicio de cada compatriota sin subordinarnos a la especulación financiera internacional”. (documento “Construyamos otro modelo”[15] - 30/5/00)

Proponían un modo de conjurar la crisis diferente, sostenido en el desarrollo del consumo, el mercado interno y la producción nacional que tenía, a diferencia del reduccionismo economicista del fiscalismo, una perspectiva integral: no solo buscaba pensar políticas específicas diferentes, sino que proponía producir un cambio de “modelo” socioeconómico, pero también político y de ideas. Al difundir una alternativa que polemizaba con la temporalidad del “camino único” fiscalista y no solo simplemente una inversión de sus argumentos, la articulación mercadointernista se posicionó en una relación antagónica respecto de aquella, refutando sus argumentos, resemantizando los alcances de la “crisis” y ofreciendo a la sociedad todo un nuevo marco interpretativo de la coyuntura. En el seno de esta articulación tomaría forma, con un creciente poder de tracción, el cuestionamiento de la convertibilidad, eje central del fiscalismo e institución que configuraba la vida comunitaria en nuestro país desde 1991 (Heredia, 2011).

¿La nueva política? Junio de 2000 – marzo de 2001

Hacia fines de setiembre y principios de octubre de 2000 (en el punto más álgido del episodio de los sobornos en el Senado[16]), la construcción del objeto “crisis” supuso la emergencia de más puntos de resquebrajamiento en la Alianza y el surgimiento de nuevos discursos políticos que se sumaban a los cuestionamientos en clave del “modelo”. Este desplazamiento resulta significativo porque desde ese momento “la nueva política” era arrancada del conjunto argumentativo fiscalista-asistencialista y rearticulada con elementos novedosos.

“Esta batalla [contra la corrupción] es la continuidad de la que explicó mi ida del menemismo y del Partido Justicialista: no aceptamos la política colonizada por los grupos económicos, por lo que se llamó desprolijidades de las privatizaciones. En el ‘97 hicimos una alianza para plantear un modelo alternativo de país. Y en el ‘99 le planteamos a la gente una nueva política para diferenciarla de la vieja […]”. (C. Álvarez - P/12, 24/9/00)

Estas declaraciones representaron un cuestionamiento abierto de los resultados de la política económica vigente por parte de miembros del mismo gabinete, como Álvarez y Storani. Al sostener el tópico de “la herencia recibida” (según el cual, los problemas vigentes se derivaban del pasado menemista) y, al mismo tiempo, poner en duda la legitimidad de ciertos enunciadores del gobierno para diferenciarse de aquel pasado demonizado, de corrupción y de políticas económicas inequitativas (ahora asociados ellos a esas mismas prácticas corruptas), la frontera política sufría un corrimiento. De la Rúa y sus allegados aparecían ahora en estos discursos como parte de aquel pasado denostado, de modo que la frontera sobre la que se sostenía la conformación de la Alianza desde la Carta a los argentinos quedaba desplazada hacia el presente; ese “otro” corrupto y productor de injusticias ya no estaba anclado en los 90, sino que su amenaza estaba vigente en la contemporaneidad e, incluso, dentro del propio elenco gobernante. Si dos años antes Álvarez había afirmado que “no alcanza con hacer lo mismo, pero más prolijo” (La Nación, 25/1/1999), los cuestionamientos que tomaron fuerza en octubre de 2000 dejaban entrever que no solo se estaba haciendo “lo mismo” que durante el “modelo menemista”, sino que, además, ni siquiera se hacía de modo “más prolijo”.

El conflicto por los sobornos distribuidos por el Poder Ejecutivo para la aprobación de la reforma laboral en el Congreso Nacional tuvo más derivas que la sola renuncia del vicepresidente. Junto con la negación de la existencia de cohecho, la cúspide del Ejecutivo nacional profundizó la senda de política pública vigente. El 5 de octubre, el Presidente anunció su decisión de realizar cambios en el gabinete con “el propósito [de] reforzar la marcha de la economía” (Clarín, 6/10/00). Mientras los dos miembros del Poder Ejecutivo sospechados (Alberto Flamarique y Fernando de Santibañes) mantuvieron o robustecieron sus posiciones, dos radicales como Gil Lavedra y Terragno —ambos con perfiles cuestionadores del rumbo del gobierno— fueron desplazados por referentes del círculo íntimo del Presidente[17]. Lejos de lo que se ha descripto como el “método delarruista […] para no decidir” (Novaro, 2002: 26), el Presidente seguía tomando decisiones que no hacían más que apuntalar el camino de la inevitabilidad iniciado en diciembre de 1999.

Durante los dos años de gobierno aliancista, la dinámica que establecieron las tres articulaciones se mantuvo: la asistencialista funcionó en forma subsidiaria de la fiscalista; y ambas, como antagónicas respecto de la mercadointernista. Esta dinámica estructuró el campo discursivo de lo político sobre la base de agrupamientos que eran transversales a las pertenencias institucionales de los actores. Solo por referir algunos ejemplos, en una primera etapa, el fiscalismo incluyó a dirigentes del PJ (como Ruckauf y Reutemann), al tiempo que el mercadointernismo jugó un rol crucial en los sucesivos desgajamientos de la coalición gobernante, que, finalmente, encontraron a Alfonsín y Duhalde compartiendo el diagnóstico del cambio de “modelo”. Del mismo modo, a partir de 2001, algunos elementos del mercadointernismo fueron incorporados por voces del Ejecutivo, por ejemplo, durante la etapa “heterodoxa” inicial de la gestión de Cavallo al frente de Economía, con su fugaz intento de reactivación del consumo. A pesar de ello, el fiscalismo inevitabilista fue el armazón de sentido de casi todas las políticas públicas llevadas a cabo por la Alianza: desde la reforma laboral hasta el “déficit cero”, desde el “blindaje” hasta el “corralito”. La contracara de este proceso fue el reforzamiento de la polarización con la articulación mercadointernista y el paulatino fortalecimiento de esta última. Como veremos a continuación, para octubre de 2001, aquellos argumentos alimentaron las campañas de todos los candidatos en las elecciones legislativas.

Más allá del voto bronca: “el modelo” como sintagma adversarial. Marzo – diciembre de 2001

Junto al “voto bronca”, los comicios legislativos del 14 de octubre de 2001 encontraron a todas las candidatas y candidatos (incluso dos radicales, como Terragno en Ciudad Autónoma de Buenos Aires y Alfonsín en Provincia de Buenos Aires) buscando diferenciarse del gobierno, en general, y de de la Rúa, en particular, a partir del cuestionamiento del “modelo” vigente. Este objeto de discurso se convirtió gradualmente en la fuerza impulsora de la desarticulación del consenso fiscalista y de la consolidación del consenso mercadointernista. El siguiente cruce de declaraciones posterior a las elecciones es ilustrativo:

“Los resultados de las elecciones indican que la mayoría del pueblo está en contra de este modelo económico”. (Duhalde - La Nación, 17/10/01)

“Hay crisis porque hay un modelo económico fallido, que ha regido durante el gobierno de Menem y de de la Rúa. Para mí, el corazón del modelo está en esa idea según la cual si uno controla artificialmente las variables macroeconómicas, todo lo demás viene por añadidura. No podemos seguir repitiendo ese error. (Terragno - La Nación, 16/10/01)

No sé qué significa cambiar el modelo. Yo tengo que resolver temas concretos”. (De la Rúa - P/12, 20/10/01)

Más allá de los votos negativos (blancos y nulos), el estudio del comportamiento de los votos positivos a partir de los discursos de los candidatos que más votos obtuvieron permite iluminar un aspecto central de aquellos comicios: la consolidación de un cuestionamiento al fiscalismo (y no solo al gobierno de la Alianza), en el que “el modelo” (el cambio integral y la conformación de un orden nuevo) pasó a ser la clave explicativa privilegiada de la crisis (Cané Pastorutti, 2021b). Las y los dirigentes del sistema político definieron sus perfiles como candidatos/as gracias a la polémica por definir, con ese prisma del cuestionamiento integral, qué estaba en crisis, quiénes eran sus responsables y cómo debía ser conjurada. En ese escenario, “el modelo” se erigió como un sintagma adversarial, compartido por los discursos de campaña de gran parte de los candidatos/as y, a la vez, punto de polémica frente un gobierno que rechazaba la demanda de cambio integral. La noción de sintagma adversarial nos permite identificar aquellos sintagmas nominales (conformados por un artículo y un sustantivo[18]) que cumplen tres funciones: (a) explicar, (b) definir una frontera identitaria nosotros/ellos, a partir de (c) inscribirlos en una temporalidad histórica (un pasado repudiado, un presente que abre la puerta al cambio y un horizonte de futuro promisorio). Dicha noción mixtura dos de aquellas entidades que Verón (1987) definió como características del discurso político, esto es, las formas nominalizadas con valor metafórico en relación con el conjunto de la doctrina del enunciador o de su adversario y las formas nominales que tienen poder explicativo en sí mismas y que funcionan como operadores de interpretación.

La política como pugna entre “modelos” fue característica de aquellas elecciones y pasaría a ser la clave de bóveda de la escena política de los años venideros, porque jugó un rol crucial tanto en la construcción del liderazgo de Duhalde como presidente provisional como en el posterior surgimiento y consolidación de la identidad kirchnerista (cuando “el modelo” se transformó en “el proyecto”). En ese sentido, a partir de 2002 y con la llegada de Duhalde a la presidencia provisional, cristalizó en la cúspide del Ejecutivo una narrativa histórica que hasta ese momento solo recorría otros espacios sociales: el “modelo” a abandonar ya no era únicamente el de los gobiernos menemistas, sino el iniciado por la última dictadura militar en 1976. Escenificando la pluralidad de opciones, rechazando el inevitabilismo y legitimando una nueva temporalidad narrativa de la historia nacional, Duhalde afirmaba en marzo de 2002:

“Señores legisladores: ante esta espiral de derrumbe del sistema financiero y del tipo de cambio fijo, solo quedaban dos opciones: la dolarización plena de la economía, como reclamaban y reclaman quienes sostuvieron el anterior modelo económico, o un nuevo modelo, orientado a un desarrollo sustentable, lo que supone no anclar toda la economía a una sola variable […] la dolarización significaba el triunfo definitivo del proyecto económico, social, político y cultural, cuyos cimientos fueron impuestos a sangre y fuego en marzo de 1976”. (Duhalde, Asamblea Legislativa, 1/3/02)

La renuncia de de la Rúa —“corralito”, protesta y represión mediante— marcó la etapa final del proceso de desestructuración del consenso fiscalista en el campo discursivo de lo político. El gobierno de la Alianza no solo dejó tras de sí un 38% de la ciudadanía por debajo de la línea de pobreza y un 14% por debajo de la indigencia, sino que también coronó un proceso de pérdida de legitimidad de la palabra política inédito, al que, sin lugar a dudas y como señalamos, una amplia porción del arco político también había contribuido. Creemos que en el modo inevitabilista de concebir el tiempo se halla una de las claves para dar cuenta del papel jugado por los discursos políticos en su propia pérdida de legitimidad (Cané Pastorutti, 2019). Nuestra clave de lectura sostiene que este tipo de discursos de la inevitabilidad no deslegitima solamente a las voces de quienes ocupan el lugar de la alteridad sino, y sobre todo, a “la política” (y “los políticos”), en general. Al presentar una política pública como la única posible, en un escenario excepcional que la justificaría, y proyectando su resultado como indefectiblemente positivo (sin considerar que dichas decisiones involucran a una multiplicidad de actores, cuyas acciones y reacciones son, en no poca medida, imprevisibles), los discursos políticos expulsan de lo posible, de lo pensable y, por tanto, del tiempo-espacio comunitario a quienes formulen propuestas alternativas. Este puede ser un recurso polémico del debate político, pero es preciso advertir que al suponer un tiempo de lo común único y teleológico, se desconoce la legitimidad de las posiciones alternativas; en pocas palabras, esto supone que en el dispositivo temporal inevitabilista el lugar de la alteridad es considerado imposible.

El segundo efecto de este tipo de discursos impacta en la escena política en general. Si hay un único camino inevitable, un tiempo de lo común siempre-ya definido, ni nosotros ni ellos parecen poder hacer nada para torcer el devenir comunitario, modificar sus principios configuradores o producir alguna transformación del estado de cosas; no queda, así, más que la posibilidad de entregarse al desarrollo teleológico irrefrenable de lo que ya está dado. Este modo de concebir el tiempo atenta no solo contra el reconocimiento de la legitimidad de las posiciones-otras —esto es, de la alteridad constitutiva del pluralismo político democrático—, sino también contra el reconocimiento de la capacidad de “la política” de erigirse como el terreno legítimo en que actores, instituciones y prácticas disputan por definir lo común de la comunidad. En el periodo analizado, esto implicó que quienes enunciaron la inevitabilidad no solo “se ataron de manos” a sí mismos, sino que hicieron lo mismo para todos los actores políticos (un ejemplo muy elocuente de estos efectos es el de las dificultades —cuando no la censura[19]— que sufrieron quienes intentaron debatir públicamente alternativas a la convertibilidad).

Por un lado, esto conlleva un efecto desresponsabilizador para los propios actores políticos. Si entendemos que el/la político/a cabal (Franzé, 2009) es aquel/la que “[tiene] en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción” (Weber 1979: 164)[20] y responde por ellas, el tiempo-uno inevitabilista no constituye una configuración fértil para su surgimiento, porque al ser el presente y el futuro los únicos posibles no hay más responsable de las consecuencias que el devenir propio del desenvolvimiento de las cosas (Milner, 2007)[21]. Por otro lado, la política resulta deslegitimada en su potencia mediadora porque ya no puede ser el tiempo-espacio de la disputa (que queda virtualmente anulada porque no hay conflicto posible si no hay alternativas en pugna) y ni siquiera el del consenso (porque, como tal, el consenso supone algún tipo de acuerdo entre partes y si hay una única posibilidad no hay nada sobre qué acordar ni partes diferenciables: las cosas son todo lo que debe ser). La política parece perder, así, toda capacidad productiva-creativa porque no puede ofrecer más que la mera contemplación de un tiempo que ya está escrito. Esta concepción del tiempo-uno —parafraseando a Lefort[22]— se configura como un discurso anti-política. Sin embargo, esto no implica que carezca de politicidad; no tiene un cariz anti-político en tanto no deja de delinear un otro frente al cual se traza un vínculo antagonista que es expulsado del espacio/tiempo comunitario porque su voz, sus propuestas y su cosmovisión son consideradas imposibles de antemano[23].

Consolidación y fragmentación del mercadointernismo. Diciembre de 2001 – abril de 2003

En este apartado analizaremos las dos últimas etapas de la cronología construida para dar cuenta de un doble proceso de consolidación y fragmentación del consenso mercadointernista. Para ello, volveremos brevemente a fines de 2001 y a la sucesión de dirigentes al frente del Poder Ejecutivo posterior a la renuncia de de la Rúa.

Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde, electos por la Asamblea Legislativa siguiendo los procedimientos constitucionales ante la renuncia del Presidente y la vacancia de la vicepresidencia, hicieron propia la clave de lectura mercadointernista, pero con dos diferencias que serían determinantes para la pronta salida del primero y el relativo éxito del segundo para sostenerse en el poder a pesar de su débil legitimidad de origen. En su discurso de asunción, Rodríguez Saá declaró el default de la deuda, definió la continuidad de la convertibilidad (corazón institucional del consenso fiscalista) y se presentó como un dirigente enérgico, con un ímpetu refundacional que despertó suspicacias en todo el arco político. La multiplicidad de medidas, de reuniones con actores políticos y sociales y de actividades públicas le valieron la adjetivación de “hiperquinético” en la prensa y la desconfianza de sus pares políticos, quienes sospechaban que buscaría extender el lapso de 90 días por el que lo habían llevado a la presidencia (Zícari, 2012; Cané Pastorutti, 2021a). A pocos días de asumir, algunos nombramientos asociados a la corrupción del menemismo despertaron protestas sociales que no pudieron ser contenidas; cuando Rodríguez Saá más necesitó el apoyo de sus pares, estos se lo quitaron.

A diferencia del dirigente puntano, Duhalde asumió la presidencia provisional con un consistente apoyo de la Asamblea Legislativa (87% de votos favorables). Luego de dar por tierra con el tipo de cambio convertible y proyectando una imagen de pastor-docente —que conoce el camino y guía a su congregación por él, preocupado por explicar y hacer-saber a la ciudadanía el porqué de sus decisiones (Cané Pastorutti, 2021c)—, el dirigente bonaerense se sostuvo hasta mayo de 2003 en el poder. En ese periodo, la articulación mercadointernista atravesó dos procesos paralelos: se consolidó y, al mismo tiempo, se fragmentó en dos formulaciones, una productivista y otra redistributiva. El gobierno provisional gestionó la multiplicidad de demandas que proliferaron desde fines de 2001 con diversos mecanismos, y sobre dos de ellos enfocaremos las siguientes páginas: la novedosa forma de mediatización de la palabra presidencial y la forma pendular de tramitar las disputas tanto entre las vetas productivista y redistributiva del nuevo consenso mercadointernista como entre los diferentes modos de construcción del tiempo. Ambos elementos conformaron parte de aquello que se ha denominado “recomposición política” y que aquí propongo redefinir como un proceso de configuración de una nueva legitimidad para “la política”.

Respecto del primer punto, el programa radial Conversando con el Presidente [CCEP, de aquí en más] se presentó como una vía de acercamiento a la ciudadanía “sin intermediarios”. Siguiendo la senda inaugurada (al menos, en la América Latina de fines del siglo XX) por el Aló, Presidente de Hugo Chávez, CCEP se presentaba como

“un programa radial que abre un canal directo de comunicación entre el Presidente y los ciudadanos. Un programa para que la gente conozca cada semana y sin intermediarios lo que el gobierno va realizando para encauzar la situación, resolver dificultades y construir un nuevo país”. (CCEP, 26/1/2002)

Esta propuesta permitía al Presidente “ingresar” a la casa de cada argentino y argentina en forma regular, sin necesidad de ser invitado por periodistas o medios, y con un registro no institucionalizado y una dinámica menos rígida que la de las cadenas nacionales. Sin embargo, del análisis de la escenografía (Maingueneau, 2004) construida en sus envíos, sobresale el hecho de que las intervenciones de los y las oyentes se desarrollaban en forma indirecta o mediada —introducidas por Mario Giorgi, presentador del programa y director de Radio Nacional—, como recortes grabados o como discurso referido, instaurando una lógica no interactiva. En este sentido, CCEP fue un escalón hacia el proceso de consolidación del formato representativo de proximidad (Annunziata, 2012), pero de un modo limitado (si lo comparamos con el que prima en las sociedades hipermediatizadas actuales) y que hemos denominado como de proximidad no interactiva[24]. Este aspecto de la construcción del liderazgo de Duhalde formó parte de un lento proceso de configuración de una nueva legitimidad de la política, de la cual el formato representativo de proximidad es hoy constitutivo.

Como ya indicamos, el consenso mercadointernista atravesó un doble proceso de consolidación (primero con Rodríguez Saá y luego con Duhalde) y de fragmentación. Mientras los argumentos productivistas sostenían que el camino para la salida de la crisis requería, en primer lugar, una mejora de la producción y, luego, mejoras en la distribución de los ingresos, los redistributivos proponían el camino inverso. En este sentido, compartían un marco argumentativo (mercadointernismo) pero establecían entre sí polémicas sostenidas por formas opositivas —pero no por mecanismos de refutación/resemantización (Montero, 2012)[25]. Si durante los primeros meses de su gobierno provisional, Duhalde gestionó la tensión entre las dos formulaciones del consenso mercadointernista de modo pendular, desde mediados de 2002, y en coincidencia con el nombramiento de Roberto Lavagna en Economía, tendió a inclinarse hacia los argumentos productivistas sobre la crisis.

En cuanto a las formulaciones del tiempo de lo común, el péndulo duhaldista entre el discurso inevitabilista y el del tiempo multiforme alcanzó su punto máximo en el marco de las negociaciones con el FMI.

Inevitablemente aplicaremos una política fiscal muy dura porque el crédito está cortado. Arrastramos un déficit fiscal de 11.000 millones de pesos anuales y una deuda flotante de 5.000 millones”. (O. Lamberto - Clarín, 6/1/02)

El que diga que la única salida para el país es acordar con el Fondo se equivoca. Creo que es lo menos doloroso, es advertir que todos los países que han sufrido crisis graves en la última década han sido apoyados por Fondo y eso les ha permitido salir más fácilmente, como México, Brasil y Chile”. (Duhalde - P/12, 23/4/02)

Haciendo convivir en tensión argumentos inevitabilistas con otros que atendían a la complejidad inherente a la mediación política, el gobierno de Duhalde logró, aunque no sin conflictos, procesar la multiplicidad de expectativas diseminadas luego de la salida de la Alianza. Ello le permitió a este gobierno con débil legitimidad de origen lidiar con la proliferación de demandas de difícil procesamiento en un contexto de inestabilidad. El dirigente bonaerense dedicó ingentes esfuerzos a presentar su gobierno como uno de “transición”, con un objetivo claro —“sentar las bases de un nuevo modelo capaz de recuperar la producción, el trabajo de los argentinos, su mercado interno y promover una más justa distribución de la riqueza” (Duhalde, 1/1/02)—, pero con tiempos de concreción laxos y metas intermedias fluctuantes. Lejos de constituirse como una falencia, la “transición” aparecía como un sintagma regulador de expectativas (Lesgart, 2002) que permitía que pasado y futuro convivieran con límites difusos en un presente complejo. El péndulo inevitabilismo-tiempo multiforme reforzaba ese efecto y permitía devolverle —al menos parcialmente— a “la política” su capacidad mediadora y creativa. La presentación de su gobierno como uno de “transición” amplió sus márgenes de maniobra.

Este último aspecto nos lleva a interrogarnos por el proceso de reivindicación de la política que gran parte de la bibliografía especializada atribuye al gobierno de Néstor Kirchner. Si lo que afirmamos es en alguna medida atendible, es dable pensar que algunos esbozos del proceso de construcción de una nueva legitimidad para la política habían comenzado a trazarse ya durante 2002. Dicho proceso supuso una redefinición de parte de los parámetros de legitimidad de los actores, prácticas y discursos en los cuales se disputaba y definía lo común de la comunidad. Al respecto, un análisis de la campaña presidencial de 2003 (Cané Pastorutti, 2022) permite ver que la contracara del cuestionamiento explícito a la mediación político-institucional que se registró en los discursos de los y las candidatas fue la reivindicación de “la política”, asociada ahora a lo ético-valorativo (convicciones, ideas, valores) y a lo programático (proyectos de país). Ambos elementos solo eran posibles en un campo discursivo de lo político que consideraba como legítimas a una variedad de alternativas, es decir, que concebía un tiempo comunitario en el que pasado, presente y futuro no estaban ya escritos de antemano.

Observaciones finales y discusión

El análisis de los modos de construir el objeto “crisis” en los discursos políticos del periodo 1999-2003 permitió identificar dos grandes diagnósticos antagónicos: una articulación fiscalista (y la asistencialista, subsidiaria de ella) y otra mercadointernista. La primera evaluaba que la crisis (ya desde fines de 1999) y su principal efecto —el desempleo— se habían originado en la corrupción y la ineficacia de los años menemistas, respecto de los cuales trazaba una frontera política (Aboy Carlés, 2001) para consignarlos como un pasado que debía ser dejado atrás, pero que aún amenazaba el presente. Estos argumentos se articulaban con una concepción inevitabilista del tiempo de lo común, sostenida sobre un triple dispositivo temporal: excepcionalidad de la situación causada por aquel pasado ominoso, inevitabilidad de las medidas a tomar en el presente, inexorabilidad de un futuro promisorio originado en las consecuencias positivas de esas medidas. Asimismo, se consolidó en el campo discursivo de lo político una articulación de argumentos que denominamos mercadointernista y que no solo cuestionaba ese inevitabilismo (subrayando la posibilidad de caminos alternativos), sino que también entendía que la salida de la crisis requería una mejora en la distribución de los ingresos y el consumo, sobre la base de la producción nacional orientada al mercado interno. Al tiempo que el fiscalismo y su modo de concepción del tiempo-uno hegemonizó relativamente el campo discursivo de lo político hasta fines de 2001, se consolidó un nuevo consenso mercadointernista que se plasmó finalmente en la política del gobierno provisional de Eduardo Duhalde. Este reunió al mercadointernismo con dos elementos que serían cruciales como superficie discursiva de emergencia de la identidad política kirchnerista: la política en clave de pugna de “modelos” (económicos, políticos, sociales, culturales) y una narrativa que trazaba una nueva frontera política en la historia argentina. Esta última permitió al gobierno de Duhalde diferenciarse del pasado del “modelo neoliberal” que —se advertía ahora— había sido inaugurado por la última dictadura militar y profundizado por los gobiernos de Menem y de la Rúa.

Identificamos una mutación de los sentidos de lo común con dos aristas: una, vinculada al diagnóstico de la crisis y otra, asociada a las temporalidades de dicho proceso. En este último nivel, distinguimos, a su vez, dos dimensiones analíticas: la de la temporalidad narrativa y la del tiempo ontológico. Mientras la primera dimensión responde a la pregunta “¿cómo se narra la historia en la que se inscribe la crisis?”, la segunda hace lo propio con los interrogantes “¿cómo se concibe el tiempo que rige lo comunitario?, ¿transcurre en forma lineal o espiral, es predeterminado o abierto, comporta una lógica regresiva o progresiva?”. En cuanto al primer aspecto, advertimos —junto a la consolidación del consenso mercadointernista— el surgimiento de una nueva frontera política: el “modelo” neoliberal que debía ser abandonado no había comenzado con los gobiernos menemistas, sino en 1976 con la última dictadura militar. Así, el viejo “modelo” abarcaba —al menos potencialmente— a gobiernos dictatoriales y democráticos, lo que permitiría luego reactivar memorias discursivas asociadas a ambos periodos (Montero, 2012). En cuanto al segundo aspecto, observamos el desplazamiento de una concepción del tiempo común inevitabilista a otra multiforme. Pero antes de establecer algunas derivas de esta conclusión, es preciso retomar el centro de nuestro argumento: teniendo en cuenta las mutaciones identificadas, ya no podemos decir que la “crisis” fue una sola. En cierto modo, fue la propia crisis la que sufrió las mutaciones: no fue la misma en 1999 que en 2001 o 2002, y esto no solo porque podamos reconocer condiciones que se hallaban presentes en un momento y no en otro, sino también porque los discursos de los políticos la formatearon, la moldearon también de diferente modo en cada momento.

Volvamos, finalmente, sobre la cuestión del tiempo en los discursos políticos. Del análisis del caso se desprende la pertinencia teórica y analítica de rastrear ya no solamente los diversos modos de configurar el espacio social (esto es, las formas del límite entre los agrupamientos dentro de un campo político y, con ello, la propia frontera con su exterior), sino también los modos de concebir el tiempo que allí se producen; en pocas palabras, me interesa llamar la atención sobre la relevancia de estudiar lo común como configurado por espacialidades y temporalidades en disputa. Las investigaciones de Aboy Carlés respecto de la dimensión de la tradición en la conformación de las identidades políticas revela, así, una productividad que excede el estudio de estas últimas. Más precisamente, erige a su teorización como un programa de investigación de más largo alcance que supone un acercamiento analítico a la política como no reducida a lo institucional, y a lo social como atravesado por las dimensiones del tiempo y el espacio, en las que se definen los límites de los agrupamientos colectivos y de lo comunitario mismo.

Identificamos en nuestro periodo de estudio dos modos de construcción del tiempo de lo común. Sostuvimos que en la formulación inevitabilista se hallaba una de las claves de bóveda para comprender la pérdida de legitimidad de la palabra política. El inevitabilismo favorece dos deslegitimaciones: la de las voces de quienes ocupan el lugar de la alteridad política (frente a quienes, al ser expulsados de lo posible, se traza un vínculo antagónico) y la de “la política” y “los políticos”. Este tiempo-uno presenta ciertas políticas públicas como las únicas posibles, arguye que lo excepcional de la coyuntura las justifica (lo que —no tan— en el fondo supone un reconocimiento solapado de sus consecuencias negativas) y proyecta su resultado como indefectiblemente positivo. Al sustraer ciertos temas de la disputa pública, el inevitabilismo opera una expulsión de quienes formulen propuestas alternativas del tiempo/espacio de lo pensable y, por tanto, de lo comunitario, de modo que el pluralismo político no puede sino verse malherido. Pero, al mismo tiempo, se atenta contra la legitimidad de la propia política; en este escenario, ella parece perder su potencia mediadora porque ya no aparece como el lugar de la disputa ni del consenso, sino como el de la constatación de que lo que es es todo lo que puede y debe ser. Creemos que esta concepción del tiempo-uno configura un discurso anti-política porque daña la legitimidad de la política en su condición de tiempo-espacio de instituciones, actores, discursos que disputan y arriban (más o menos precariamente) a consensos sobre lo que constituye los lazos comunitarios. Sin embargo, no comporta un carácter anti-político porque el conflicto constitutivo de lo social no deja de tomar allí la forma de un otro (i. e., el que propone la vía alternativa, un devenir-otro) que es deslegitimado porque su propuesta o punto de vista es ajeno al presente/futuro que inevitablemente sucederá.

Por último, y si se concede alguna capacidad heurística a la tesis del carácter anti-política del tiempo inevitabilista, es preciso preguntarse por el estatuto de aquellos otros discursos que han merecido la etiqueta de anti-política por su crítica de la política (“los políticos son todos iguales”, “la política es siempre corrupta”, etc.). Nuestra hipótesis es que ambas constituyen modulaciones de la anti-política. Esta no es sino en sus modulaciones; no es una formulación única, sino que puede conformarse de distintos modos, según con qué elementos se articule. Al igual que todo elemento discursivo, puede ser articulado con otros, de modo que —y siguiendo la definición de articulación de Laclau, en su relectura de Gramsci— la identidad de todos los elementos resulta modificada por el proceso. Esto permitiría entender su aparición en discursos engarzados en diferentes tradiciones políticas, estilos, tipos de liderazgo, etc. En este trabajo, por caso, verificamos al menos dos modulaciones: encontramos el elemento anti-política en la formulación fiscalista de la crisis durante el gobierno de la Alianza y como uno de los extremos del péndulo duhaldista, en articulación con argumentos mercadointernistas.

Diversos interrogantes se abren sobre estas hipótesis, entre los que sobresalen los que preguntan por vínculos entre las modulaciones de la anti-política y los discursos denominados populistas, y entre aquellas modulaciones y las nuevas y desafiantes formas de las derechas. Reconociendo que los discursos que han incluido esta concepción anti-política del tiempo en sus formulaciones son múltiples, ¿es la anti-política constitutiva de todos los discursos políticos? A 21 años de 2001, y en tiempos de una renovada desconfianza respecto de la política y lo público en general, esta agenda de investigación no puede sino traer más preguntas que respuestas.

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[1]Notas

 Los trabajos de Gourevitch (1993: 17) son un exponente de este tipo de abordajes: al caracterizar las crisis como “estímulos” a los que todos los actores deben responder, subraya que son “tiempos difíciles” en los que se hace evidente que la elección entre propuestas conflictivas para reencauzar la situación “surge de la política”; y aunque reconoce que “la interpretación triunfante será aquella cuyos partidarios tengan el poder suficiente para dar a su opinión la fuerza de ley”, no brinda suficientes herramientas teórico-metodológicas para dar cuenta de los procesos de construcción de dicha legitimidad.

[2] La principal preocupación de estos enfoques es cómo resolver las crisis, y se resume en una tesis tan evidente como de difícil ejecución: “gestionar crisis es aportar certidumbre” (Riorda, 2012; Riorda y Bentolila, 2020). Como advierte Montero (2021), aquí el foco está puesto en la intención que origina los discursos políticos, entendidos como mensajes con objetivos mentados y con resultados mensurables.

[3] Cabe realizar dos digresiones que ameritan un desarrollo que excede los alcances del presente artículo. En primer lugar, debemos preguntarnos por el estatuto de intelectuales de “los políticos”; aquí indagamos en su condición de integrantes de la política entendida en su sentido restringido (esto es, como política institucional, foco de las críticas encarnadas en el “que se vayan todos” de fines de 2001). En segundo lugar, es preciso ahondar en los puntos de diálogo y divergencia entre la reapropiación crítica de la historia conceptual de los trabajos de Elías Palti (Aguirre y Morán, 2020) y la teoría política del discurso laclausiana, por un lado, y las teorías del discurso (especialmente la teoría de la argumentación en el discurso de Ruth Amossy), por el otro. Las advertencias de Palti respecto de la relevancia del estudio de los dispositivos argumentativos que subyacen a los lenguajes políticos —a partir de los cuales se vuelve posible (y necesario) dar cuenta de “las condiciones de producción-desarticulación de los discursos” (Palti, 2005: 31)— deben ser mojones de una agenda de investigación por venir.

[4] Africanismo retomado por el lunfardo rioplatense para designar una situación desordenada, caótica.

[5] En lo que respecta al primer grupo, cabe destacar las investigaciones de Aboy Carlés (2001), Barros (2002 y 2005), Canelo (2003) y Fair (2016 y 2008); en cuanto al segundo, sobresalen las de Muñoz y Retamozo (2008), Montero (2012), Barros (2013) y Dagatti (2019).

[6] Ambos tipos de significantes son nodales por su condición privilegiada en la fijación parcial del sentido de ciertas cadenas de significantes. Según la formulación de Laclau (2005: 166 y 167), los significantes vacíos permiten explicar “la construcción de una identidad popular una vez que la presencia de una frontera estable se da por sentada”, mientras que los flotantes permiten “aprehender conceptualmente la lógica de los desplazamientos de esa frontera”: la distancia entre ambos “no es tan grande” porque si bien el significante flotante “se vuelve más visible en periodos de crisis orgánica”, una situación en la que “solo la categoría de significante vacío fuera relevante, con exclusión total del momento flotante, sería una […] en la cual habría una frontera completamente inmóvil, algo difícil de imaginar”.

[7] El recurso a la prensa gráfica como fuente implica tener en consideración que los medios de comunicación constituyen “dispositivo[s] tecnológico[s] de producción-reproducción de mensajes asociado[s] a determinadas condiciones de producción y a determinadas modalidades (o prácticas) de recepción de dichos mensajes” (Verón, 1997: 4) y que, por ello y en tanto instituciones, ocupan un rol de relevancia desde fines del siglo XX, en una coyuntura signada por el proceso de mediatización de la política (Verón, 1998). Por lo tanto, el vínculo entre el sistema de medios de comunicación y el sistema político constituye una parte fundamental de las condiciones de producción de los discursos analizados. Así, las “áreas discursivas finales” (1998: 223) (e. g. las entrevistas analizadas) pueden ser consideradas como el resultado de procesos de negociación entre diferentes intereses que se producen en “la interfaz político/medios” (1998, p. 223), donde se ponen en juego diferentes estrategias (la de la institución mediática, la del periodista, la del político) y que, sin embargo, dan como producto final algo “que, como tal, nadie buscó” (1998: 224). Más allá de este señalamiento sobre los límites de la agencia en los efectos que tal o cual pieza periodística pueda tener, nos interesa subrayar que, teniendo en cuenta estas complejidades y dentro de las limitaciones que todo trabajo de campo supone, se ha recurrido a dos estrategias: (a) rastrear las piezas discursivas en más de un periódico (para lo cual se han incorporado tres que cuentan con diferentes perspectivas y abordajes) y dar cuenta de ello en los casos en que fuere posible; y (b) recurrir a fuentes adicionales en las se consigne el texto o declaración completa en que la pieza discursiva se inscribió (tal es el caso del programa radial Conversando con el Presidente).

[8] Esta distinción entre materiales y corpus es retomada del estudio de los objetos del discurso de Elvira Arnoux (2013).

[9] No asimilamos aquí el conjunto de los discursos políticos analizados a una formación discursiva in toto, dado que esta remite a un nivel de agregación más amplio que el que aquellos suponen. Pese a ello, sostenemos que la construcción discursiva del objeto “la crisis” comporta, en el periodo analizado, una cierta regularidad (del objeto) junto a una relativa dispersión (de la forma en que fue construido por diversos discursos) que permiten pensar que forma parte de una formación discursiva más amplia.

[10] “Vamos a afrontar esta crisis con coraje; vamos a superarla porque así vamos a crecer y vamos a crear las condiciones de vida dignas para todos” (discurso de asunción de de la Rúa, 10/12/1999).

[11] Los topoï, según Ducrot (1988), son los operadores que garantizan el pasaje de un argumento a una conclusión, es decir que conforman encadenamientos argumentativos y pueden presentarse esquemáticamente como la combinación de dos predicados escalares [+ P + Q]; se prescinde de la presentación en este formato para simplificar la exposición (para un desarrollo detallado, ver Cané Pastorutti, 2020).

[12] Aludimos al vicepresidente Carlos “Chacho” Álvarez; al Jefe de Gabinete, Rodolfo Terragno (Unión Cívica Radical - UCR); al ministro del Interior, Federico Storani (UCR); al ministro de Economía, José Luis Machinea; y a la ministra de Desarrollo Social, Graciela Fernández Meijide (Frente País Solidario - Frepaso), entre otros.

[13] Estas voces explicaban también el excesivo gasto fiscal a partir del clivaje vieja/nueva política. Del lado de la primera —alimentada por el gobierno previo— colocaban la “ineficiencia” y la “corrupción”, y, junto a la “nueva política”, la “transparencia” y la “modernidad”. Reconocían así “la falta de credibilidad” que despertaba “la política” en “la gente” (Mauro, 2012), y le adjudicaban dos causas que el fiscalismo concebía como conexas: la corrupción y la ineficiencia. Sobre esta base, el “ala política” de la Alianza promovió la conformación de una Auditoría Ciudadana de la Calidad Institucional y, luego, de un “Plan de Modernización del Estado” para “reducir los costos de la política” (Álvarez, La Nación, 8/8/00).

[14] La respuesta de la ministra responde a la pregunta del cronista: “Varios ministerios aparecen como la cara del ajuste. ¿El que usted maneja será la cara simpática del Gobierno?”.

[15] Este documento llevaba la firma de 11 diputados aliancistas, como Alicia Castro, Enrique Martínez (Frepaso), Alfredo Bravo, Jorge Rivas (Partido Socialista) y Elisa Carrió (UCR). Se difundió en la prensa gráfica luego del anuncio del Plan de Reformas Económicas en mayo de 2000, cuyo objetivo era “bajar el gasto” a través de reducciones en los salarios públicos de entre el 12% y el 15%. En noviembre de 2000, aquellos/as referentes/as difundieron un segundo documento homónimo.

[16] El 6 de agosto de 2000, los editoriales de La Nación y Clarín advertían sobre el conflicto en ciernes entre Álvarez y el titular de la Secretaría de Inteligencia —Fernando de Santibañes— por los rumores que vinculaban al secretario con los sobornos a senadores para aprobar la reforma laboral. En junio, Morales Solá ya había sugerido que “habrían existido favores personales de envergadura a los senadores peronistas […] después de que estos aprobaran la reforma laboral” (La Nación, 25/6/00). La denuncia coincidía con la acusación de Hugo Moyano, quien sostuvo que el ministro de trabajo Flamarique había sugerido que la ley iba a ser aprobada porque “para los senadores tenemos la Banelco” (Página/12, 23/8/00). El conflicto estalló cuando, a raíz de aquellos editoriales, el senador Antonio Cafiero (PJ) presentó una cuestión de privilegio en la Comisión de Asuntos Constitucionales.

[17] Quisiera insistir en este punto: el desplazamiento de estos dirigentes significó el reforzamiento de la senda política del gobierno aliancista. Aunque como toda significación, esta también es disputable, interesa subrayar que nuestra indagación no se reduce al lenguaje oral/escrito: analizar discursos supone abordar materialidades significantes que no se reducen a lo lingüístico.

[18] En el caso analizado, la formulación básica es “el modelo”, pero, como se observa en los fragmentos citados, admite modulaciones: “este modelo”, “un modelo”, etc.

[19] Sobre este punto es esclarecedor el trabajo de Federico Lorenc Valcarce (2002) sobre las elecciones de 1999.

[20] Los alcances de esta afirmación se comprenden en la descripción de la ética de la convicción: quien se guía por ella “no se siente responsable de [las consecuencias de su accionar], sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así” (Weber, 1979: 164).

[21] Jean-Claude Milner afirma, y nos permitimos citar in extenso: “El gobierno de las cosas ofrece efectivamente grandes ventajas a quien quiere imponer el silencio. Dispensa de toda política. Dispensa a todo el mundo; especialmente a los políticos. Si tanto quieren continuar existiendo bajo el gobierno de las cosas, deben hacer de la necesidad virtud y reservarse, como un privilegio, el residuo de misión que las circunstancias les dejan: traducir en lenguaje humano las obligaciones no-humanas. […] Sea cual sea su estilo, unos y otros comparten el mismo proyecto: presentarse como fieles intérpretes, limitarse a explicar a los pueblos asombrados lo que son las exhortaciones de las cosas” (Milner, 2007: 20-21).

[22] Según Lefort (1985), el “fantasma del pueblo-uno” es una de las sendas posibles que pueden resultar de la, aunque deseada, angustiante indeterminación de la pluralidad democrática, es decir, una respuesta al deseo de erigir una identidad plena-con-sí-misma, absoluta, un “Estado libre de división”.

[23] Esta distinción retoma aquella entre la política y lo político (Marchart, 2009). Si la política remite a un sentido restringido, que atañe a los actores, instituciones y prácticas que disputan por definir lo común de la comunidad, lo político reenvía a la dimensión del antagonismo constitutivo de lo social. Este tipo de discursos, sostenemos, deslegitima a la primera, pero sin dejar de trazar un antagonismo (en este caso, respecto de aquellos que, al promover un “nuevo modelo”, se quedaban por fuera de la temporalidad teleológica del “único camino posible”).

[24] María Cecilia Lascurain (2021) advierte, de modo similar, la construcción de un lazo de proximidad “no intimista” en el discurso del gobernador santafesino Carlos Reutemann. Mientras su conceptualización llama la atención sobre la (no) intimidad del lazo, la nuestra —enfocada en la mediatización de la palabra política— hace lo propio en relación con la condición de la interacción construida por el dispositivo de CCEP.

[25] Como señalamos líneas atrás, esa dinámica refutativa era la que habían establecido entre sí el fiscalismo y el mercadointernismo en los meses previos.