Autoritarismo y blanquitud: ultraderechas contemporáneas en Occidente[1]

Authoritarianism and whiteness: contemporary ultra-rights in the West

Ricardo Orozco

http://orcid.org/0000-0001-9067-6001

Universidad Nacional Autónoma de México

ricardorozco@live.com.mx

Ahora que la muerte había recobrado su ritmo normal, en un tiempo que solo aceleraban ciertas fiebres peculiares, levantadas por las lluvias, los colonos se daban al aguardiente y al juego, maleados por una forzada convivencia con la soldadesca.

Alejo Carpentier

A Bolívar Echeverría, in memoriam.

Fecha de envío: 15 de diciembre de 2021. Fecha de dictamen: 13 de junio de 2022. Fecha de aceptación: 11 de julio de 2022.

Resumen

El presente texto tiene por objeto contribuir a las discusiones en curso en torno de la emergencia de nuevos movimientos de ultra o extrema derecha en todo el mundo, en general, y en Occidente, de manera particular. Se recuperan, por un lado, los aportes elaborados por las lecturas materialistas (no-metafísicas) de la cultura y del racismo modernos, a partir del rescate del discurso crítico de Marx hecho por el pensamiento social americano; y por el otro, las teorizaciones formuladas por la filosofía social alrededor de las formas que adopta el autoritarismo moderno dentro de los márgenes de reproducción del capitalismo contemporáneo. En ese sentido, la exposición se divide en tres apartados. El primero tiene el propósito de sentar las bases de la discusión sobre la reemergencia de fenómenos de extrema y ultraderecha en Occidente, identificando, sobre todo, cómo el recuerdo sobre el fascismo y el nacionalsocialismo europeos, propios de las primeras décadas del siglo XX, hace su aparición en el debate colectivo para designar a personajes, movimientos y dinámicas políticas, históricas y culturales tan diversas, heterogéneas y divergentes entre sí. En el siguiente apartado lo que se busca es abrir la discusión sobre una lectura no moralizante de las derechas históricas y contemporáneas y, asimismo, situar sus especificidades espacio-temporales concretas. Para finalizar, se hace una propuesta de lectura de estas nuevas derechas recentrando la discusión sobre del concepto de blanquitud, desarrollado por el filósofo mexicano Bolívar Echeverría.

En términos expositivos, es importante señalar que el texto se compone por un diálogo permanente entre dos niveles de análisis (no solo por la naturaleza misma del problema expuesto, sino debido al necesario reconocimiento del vínculo dialéctico entre ambos niveles). A saber, el estrictamente analítico-filosófico, en el cual se exponen los contenidos ideológicos elementales que alimentaban a las viejas derechas y que distinguen a las nuevas de aquellas; y el histórico-político, encargado de situar históricamente (historizar) a ambos fenómenos (las viejas derechas y las nuevas), no solo como proyectos ideológicos sino como programas políticos diferenciados. Ello explica por qué, a lo largo del documento, existen pasajes con un fuerte contenido reflexivo de tipo teórico-conceptual, en los cuales se clarifica el instrumental categorial que es necesario para abordar el problema en cuestión, articulados a pasajes histórico-expositivos, tendientes a diferenciar, más que a homologar, los fenómenos contemporáneos con los pasados.

Abstract

The present text aims to contribute to the ongoing discussions around the emergence of new ultra or extreme right-wing movements around the world, in general, and in the West, in particular, recovering, on the one hand, the contributions made by materialist readings (non-metaphysical) of modern culture and racism, from the rescue of Marx's critical discourse by American social thought, and on the other, the theorizations formulated by social philosophy about the forms that modern authoritarianism takes within the margins of reproduction of contemporary capitalism. In this sense, the following exhibition is divided into three sections. In the first, the purpose is to lay the foundations of the ongoing discussion on the re-emergence of extreme and ultra-right-wing phenomena in the West, identifying, above all, how the memory of European fascism and National Socialism, typical of the first decades of the twentieth century, makes its appearance in the collective debate to designate characters, movements, and political, historical, and cultural dynamics that are so diverse, heterogeneous, and even divergent from one another. In the following section, the aim is to open the discussion on a non-moralizing reading of the historical and contemporary rights and, likewise, to situate their concrete space-time specificities. To conclude, a proposal is made for a reading of these new rights, refocusing the discussion around the concept of whiteness, developed by the Mexican philosopher Bolivar Echeverria.

In expository terms, it is important to point out that the text is composed of a permanent dialogue between two levels of analysis (not only because of the nature of the problem itself, but also due to the necessary recognition of the dialectical link between both levels). Namely, the strictly analytical-philosophical one, in which the elementary ideological contents that nourished the old rightists and distinguish the new ones from them are exposed; and the historical-political one, in charge of historically situating (historicizing) both phenomena (the old rightists and the new ones) not only as ideological projects, but also as differentiated political programs. This explains why, throughout the document, there are passages with a strong reflective content of a theoretical-conceptual type, in which the categorical instruments necessary to approach the problem in question are clarified, articulated with historical-expositional passages, tending to differentiate rather than homologate contemporary phenomena with those of the past.

Palabras clave: ultraderecha; extrema derecha; blanquitud; excepcionalismo; nacionalismo.

Keywords: ultra-right wing; extreme right wing; whiteness; exceptionalism; nationalism.

Reactualizaciones discursivas

Si hay una discusión, en el terreno de la política, que en el contexto vigente, a partir de la segunda década del siglo XXI, brilla por su presencia cada vez más voraz en el análisis de las condiciones que imperan en la vida cotidiana de las sociedades occidentales, y que, además, en los últimos años, en particular, ha tendido a ganar mayor proyección en la definición del debate cultural, económico, histórico, político, etc., desplazando, inclusive, a los discursos que se habían afirmado como dominantes desde 1989 (en torno de la globalización, la transnacionalización y la realización del cosmopolitismo kantiano), esa es la controversia sobre el nacimiento, la presencia o el ascenso de corrientes políticas de extrema derecha alrededor del mundo, pero con especial profusión y potencia al interior de Occidente.

De ese auge alrededor de la problematización de la política de derecha dan cuenta, por ejemplo, esos tres campos de disputa ideológica identificados con: (a) la reencarnación de las problematizaciones acerca del populismo, los movimientos de masas y las personalidades carismáticas conquistando posiciones de control y dirección en los aparatos de Estado y sus respectivos andamiajes gubernamentales; (b) la crítica liberal a una serie de dinámicas sociales y políticas gubernamentales, dentro y fuera de Occidente, que a lo largo de los últimos años han cuestionado los principales postulados que sostienen el mantra del libre mercado de estirpe neoliberal; y (c) la multiplicación y la radicalización de la polaridad política, cultural, identitaria, sexogenérica, racial, etc., tanto al interior como al exterior de los límites formales de las entidades estatales-nacionales modernas.

Y es que si bien es verdad que el grueso de esas temáticas tiene una añeja historia en el caso de regiones periféricas de la economía-mundo capitalista, también lo es que, a manera de especificidad contextual, en esas tres disputas lo que es novedoso encontrar es que los objetos privilegiados de estudio y de preocupación colectiva ya no son únicamente aquellas sociedades como las africanas y sus señores de la guerra, sino que, por lo contrario, ahora también son las sociedades europeas y la estadounidense las que se hallan en el núcleo de cada una de ellas. Es decir, mientras que en América, producto ya sea de sus dictaduras de seguridad militar, en auge durante la segunda mitad del siglo XX, o de sus gobiernos progresistas, hegemónicos en la región durante el primer decenio del siglo XXI, existe una larga y rica tradición de pensamiento social enfocado en ofrecer explicaciones, desde la izquierda, para el caso de las dictaduras, y desde la derecha, para el de los gobiernos progresistas, lo que hoy día se aprecia como una novedad de la situación es que esos fenómenos que en ciertas narrativas coloniales se apreciaban como intrínsecamente propios del tercermundismo, del subdesarrollo o del atraso modernizador, empiezan a aparecer como los rasgos definitorios de la cultura política en Occidente.

Así, por ejemplo, derivado tanto de la presencia que conquistaron en el espacio público cuanto de las posiciones de dirección y control estatal y gubernamental de las que se hicieron figuras como las de Santiago Abascal Conde, presidente del partido político español VOX; del italiano Matteo Salvini, líder de La Lega; de Viktor Orbán, primer ministro de Hungría y líder del FIDESZ - Magyar Polgári Szövetség; de Marion Anne Perrine Le Pen, presidenta de Rassemblement National (ex Front national), en Francia; de Alice Elisabeth Weidel y Eberhardt Alexander Gauland, principales figuras del partido alemán Alternative für Deutschland; de Jussi Kristian Halla-aho, dirigente del partido finés Perussuomalaiset; o de Jarosław Aleksander Kaczyński y Andrzej Duda, actuales presidente de Polonia y líder del partido Prawo i Sprawiedliwość; en Europa no se hicieron esperar las voces que ya vaticinaban un resurgimiento de las peores expresiones de esos espectros históricos que son el nacionalsocialismo, el franquismo y el fascismo.

Y la realidad de las cosas es que aquellas alertas no eran para menos, pues aunque es cierto que en cada caso es posible argumentar que apenas se trata de un par de individuos para nada representativos de la multiplicidad y la diversidad de actores políticos en cada escenario nacional, también lo es que, al identificar a esas personalidades, a sus partidos y/o movimientos políticos y sus puestos de dirección, lo que aparecía en el primer plano de la discusión era la articulación de tres fenómenos sociales específicos: primero, la emergencia de una figura o un par de figuras carismáticas con discurso mesiánico, en referencia clara al caudillo, Duce o Führer de principios del siglo XX; segundo, la integración de esas personificaciones en un movimiento colectivo, de masas, con grandes capacidades de aglomeración de una heterogeneidad poblacional poco frecuente en los partidos nacionales tradicionales; y tercero, el fortalecimiento, tanto de la figura líder cuanto del movimiento colectivo, en grados suficientes como para desplazar a la oferta política tradicional en distintos frentes del campo político deviniendo, a su vez, en un fortalecimiento recíproco de las expresiones del espectro ideológico de derecha ubicadas en posiciones de extrema, ultra o radicales.

Hacia mediados de la segunda década del siglo XXI, además, de acuerdo con la posición discursiva sostenida por el liberalismo occidental, en general, y anglosajón, en particular, la única nación de esa región del mundo que nunca se había encontrado en una situación similar a la de la Alemania nacionalsocialista, la Italia fascista o la España franquista, Estados Unidos, vio emerger y ascender vertiginosamente la figura de Donald J. Trump, como presidente de la Unión, y a un renovado Partido Republicano, que no únicamente lograron mayorías aplastantes en diversos niveles de la gestión política sino que, aunado a ello, conquistaron posiciones históricamente hegemonizadas por el ala demócrata de la política estadounidense.

Ambas situaciones, por lo tanto, observadas en un panorama de conjunto, lograron establecer en el debate público la idea de que la derecha está en ascenso en Occidente. Y los peligros de dejarla crecer, sin duda, serían, sobre todo, el permitir a la historia de los fundamentalismos del siglo XX repetirse, con las catastróficas consecuencias que eso significa para una región cultural del mundo que hace poco más de medio siglo apenas se encontraba escapando de ese destino. La salida del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte de la Unión Europea —el adalid de la concordia, la cooperación y la integración cosmopolita, de acuerdo con el liberalismo occidental— vendría a confirmar, en esa lectura, los diagnósticos ofrecidos.

Lo que no quedaba claro (ni al comenzar a establecerse esa discusión ni mucho menos ahora, a pesar del tiempo transcurrido y de observados los efectos tan diversos desencadenados en cada situación nacional mencionada) era, sin embargo, la respuesta dada para explicar cómo fue que y por qué, en primera instancia, las expresiones políticas de derecha crecieron, se esparcieron y se fortalecieron tanto, a menudo sin haber atraído, de antemano, una fuerte carga de atención pública, en un área cultural que históricamente ha proclamado y ha presumido de haber alcanzado modelos institucionales, procesos productivos y consuntivos, contenidos culturales y prácticas políticas y de convivencia lo suficientemente refinadas como para sostener periodos prolongados de estabilidad, paz, seguridad y fraternidad entre las naciones y al interior de los estados nacionales.

De ahí que, a pesar del inmenso cúmulo de lecciones y aprendizajes que la “filosofía social” alemana (Horkheimer, 2015), a través de figuras como las de Herbert Marcuse (2001), Max Horkheimer y Theodor Adorno (2016), le heredó a Occidente, acerca de la necesidad de pensar a los totalitarismos no como un fenómeno en situación de exterioridad respecto de la modernidad, o como la corrupción y/o la perversión de su racionalidad ilustrada, sino, antes bien, como una de sus formas histórico-concretas, producto del enseñoramiento y la tiranía de la instrumentalización capitalista de la vida; a pesar de ello, pues, las primeras respuestas que se ofrecieron ante tales cuestionamientos optaron por hacer de las figuras de las ultraderechas contemporáneas personalidades anti-ilustradas, irracionales y retrógradas, sin alcanzar a captar que ellas mismas y las tendencias populares que les sirven de base son producto del “autoritarismo estructural de la sociedad moderna, dominada por la monopolización capitalista” (Echeverría, 2006a: 18).

En una primera instancia, por ejemplo, se buscó ensayar respuestas que, retomando las lógicas imperantes durante el contexto de la Guerra Fría (y aprovechando el enorme impulso que la presidencia de Vladimir Putin imprimió al rol de Rusia en el plano internacional), optaron por colapsar toda explicación sobre el fenómeno de las derechas en Occidente como el resultado de un sistemático proceso de intervención ideológica por parte de la cultura rusa y los servicios de inteligencia de ese gobierno dentro de sociedades como la italiana, la alemana y gran parte de las que conforman a Europa del Este y los Balcanes (Cerulli, 2019). Lo plausible de aquella respuesta, en teoría, se daba por mediación de las filiaciones culturales históricas entre la Rusia zarista decimonónica y las poblaciones eslavas de aquellas zonas de Europa; relato que luego fue sustituido por el marcado énfasis que la Rusia de Putin colocó en el proyecto geopolítico de la construcción de una esfera cultural euroasiática con epicentro en esa potencia militar (Sánchez Ramírez, 2010). En una línea de ideas similar —proporcionalmente creciente en la medida en que los conflictos bélicos y las crisis económicas causadas por Occidente en Oriente Medio y el Norte de África incrementaban los flujos migratorios desde esas dos regiones hacia Europa—, también se apeló al argumento sobre el enemigo interno (los inmigrantes), en tanto que portadores de valores, prácticas culturales, principios políticos y formas de vida no compatibles con los propios de las sociedades europeas, siendo así causantes de fragmentaciones políticas, económicas, históricas y culturales en las sociedades de acogida (Davis y Deole, 2017).

En cada una de esas expiaciones de culpas, por supuesto, Occidente omitió analizarse a sí mismo y su rol alrededor del mundo: la indefendible inocencia de su discurso y sus prácticas civilizatorias, que no dejan de ser coloniales.

¿No son, después de todo, las intervenciones neocoloniales en las que se embarca a menudo Occidente, desde su óptica, precisamente intervenciones de carácter preventivo ante lo que percibe como amenazas conservadoras, autoritarias y fundamentalistas? ¿No fue, justo, la fórmula de Samuel P. Huntington (2001) —adalid de la democracia procedimental anglosajona—, sobre la necesidad de empujar el espíritu democratizador de Occidente alrededor del planeta, lo que, con el pretexto de salvar al mundo de un apocalíptico choque de civilizaciones, condujo a sus potencias militares a desatar guerras globales (como aquellas en contra del terrorismo y del narcotráfico) para prevenir escenarios como los experimentados durante la Guerra Civil Europea (1914-1945)? ¿Y no es, acaso, el discurso contemporáneo en torno de la modernización, del desarrollo económico y del progreso civilizatorios —basados en la asimilación global de los valores, los principios, las instituciones, las formas de gobierno, los modos de producción y la cultura de Occidente— el principal bastión ideológico de esa región cultural para sostener sus empresas coloniales en aquellas sociedades a las que hace 500 años les adjudicó las condiciones ontológicas de la barbarie y del atraso? (Quijano, 1988)

Las respuestas periféricas dadas ante tal excepcionalismo civilizatorio, a lo largo de la historia, han sido, desde luego, múltiples, diversas y heterogéneas. Sin embargo, a mediados del siglo XX, en tiempos no muy distantes a los de mayor virulencia del fundamentalismo nacionalsocialista, desde América, Aimé Césaire (Ollé-Laprune, 2008: 316 y 317) le señaló a la cultura occidental que si el fascismo y el nacionalsocialismo fueron posibles ello se debe a que “el muy distinguido, muy humanista y muy cristiano burgués del siglo XX” siempre llevó en su interior a “un Hitler que no se conoce”, pero conocido y reconocido desde cinco siglos atrás por las periferias globales, debido a que los crímenes de aquel en nada se distinguen de los de este, salvo por el hecho de que aquello que el occidental no le perdona a Hitler “no es el crimen en sí, contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, y haberle aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta este momento no concernían más que a los árabes de Argelia, los coolies de India y los negros de África”.

Césaire, en su Discurso sobre el colonialismo, apuntaba al reconocimiento temprano de que el pretendido humanismo universalista de Occidente —el mismo en nombre del cual había emprendido la cruzada, el destino manifiesto de civilizar a imagen y semejanza a la totalidad de la población global— no únicamente se encontraba atravesado por una lógica de tipo colonial que impedía a esos humanistas reconocer en sus empresas coloniales un acto de barbarie genocida, sino que, además, era en su nombre que las cualidades concretas de la vida y del Ser-humano habían sido sistemáticamente aniquiladas, reducidas a meras abstracciones. De ahí que si Hitler y la barbarie del nacionalsocialismo (y sucedáneos) habían sido posibles, era porque dicho acontecer de la historia había tenido ya, durante cinco siglos, como condición de posibilidad, la maduración de una idea de humanidad despojada de todas sus cualidades y sus concreciones, aunque de ello escasamente se hubiesen dado cuenta los civilizados, los modernos, las personificaciones del progreso.

Demandaba así el martiniqués colocar en su justa dimensión el análisis de las causas profundas (filosóficas) de las experiencias totalitarias y fundamentalistas occidentales, asimilando al comportamiento humanista normal, civilizatorio, de Europa el observado y experimentado durante ese espacio-tiempo que fue la primera mitad del siglo XX; mostrando, pues, que lo que para ese entonces Europa percibía como una excepcionalidad, como una experiencia radical y exógena al curso de su devenir histórico natural, era, en realidad, para el grueso de las culturas del mundo, la condición de su normalidad y su cotidianidad. De ahí que, para Césaire, la barbarie concebida por Occidente no sea la barbarie en sí misma, sino la estrictamente cometida en contra de las naciones portadoras de la alta cultura, la civilización, el progreso y los valores supremos de la humanidad.

Desde un registro discursivo distinto, con implicaciones anticolonialistas específicas, en el fondo, Césaire había abierto el camino para explorar, desde la experiencia colonial de la modernidad, algo que en esos mismos años la filosofía social alemana también comenzaba a problematizar, como una suerte de transvalorización de los valores y de los principios de la modernidad que la habían conducido, y a su proyecto de civilización emancipada, por el sendero de su autodestrucción, de su aniquilamiento por sus propios medios (Horkheimer y Adorno, 2016); sendero en el que la guerra y la destrucción totalitaria son apenas “elemento[s] esencial[es] del proceso capitalista en su conjunto” (Marcuse, 2001: 264), no su antítesis o negación.

Ambas propuestas de problematización e intelección, en la medida que piensan al totalitarismo, al fascismo y al nacionalsocialismo no como experiencias históricas externas a la modernidad ilustrada sino, antes bien, como fenómenos cuyo germen se halla en la valorización y la instrumentalización dentro de las cuales el capital subsume a la totalidad de la vida en sociedad, apuntaron al imperativo de abandonar el recurso moralino que pretende explicar a esos fenómenos apelando al estudio de la maldad y de la perversidad individual de quienes terminan convirtiéndose en líderes de movimientos colectivos, de masas, similares y/o derivados. Es decir, adelantándose a su tiempo, le mostraron a la humanidad que sobrevivió a la primera mitad del siglo XX que el racismo intrínseco al capitalismo moderno es aquel que demanda que “la lógica de la acumulación del capital [sea la que] domine sobre la lógica de la vida humana concreta y [la que] le imponga día a día la necesidad de autosacrificarse” (Echeverría, 2016: 86).

Y es que, en efecto, en las lecturas que se hicieron con posterioridad a la finalización de la Guerra Civil Europea, por ejemplo, en lo que respecta al espectro del nacionalsocialismo de principios del siglo XX, los Juicios de Núremberg y el juicio de la historia que sobre el nazismo se hizo en Occidente, en los años del auge de la hegemonía estadounidense en el mundo, las lecturas moralizantes de la primera mitad del siglo XX jugaron un rol exonerador que, además de exculpar al pueblo alemán y a los pueblos colaboracionistas con el hitlerismo por los crímenes que el Führer y sus generales cometieron, terminaron por hacer del nazismo “un acontecimiento de orden moral cuya explicación no requiere que se sospeche, como lo exigía Horkheimer, de ninguna posible «maldad» del capitalismo ni del Estado que él anima ni de la política que este consagra” (Echeverría, 2006b, sin paginación).

Para el caso de las ultraderechas contemporáneas, por otra parte, siendo tributarias de dicha exoneración del capitalismo en tanto que explicación sociogenética de ese fundamentalismo, las respuestas esgrimidas no distan de endorsar dicha lectura de la historia. De ello dan cuenta, sin ir más lejos, posturas como las del filósofo alemán Jürgen Habermas (2018), para quien la descomposición de la unidad europea, con todo y sus valores, por un lado, y el levantamiento y rápido fortalecimiento del populismo de derecha, por el otro, son consecuencia sí de la falta de voluntad política de la Unión, pero, sobre todo, de esas exterioridades envenenantes que son Donald J. Trump y el trumpismo. O, en una línea de análisis adyacente, también, los discursos que recurren a la amenaza civilizatoria de Oriente y el Islam —como en Huntington (2001)—, buscando la manera en que la islamofobia estructura los nuevos nacionalismos en boga (Traverso, 2018).

Cualquiera sea el caso, en ambas situaciones lo que se expresa y se sostiene en tanto causa original de un eventual viraje hacia la derecha en la vida contemporánea de las naciones occidentales es esa relación de pretendida exterioridad que tendrían los núcleos identitarios de las sociedades de Occidente respecto de toda experiencia de excepcionalidad y radicalidad segregacionista y fundamentalista, independientemente de su nombre y de sus características. En el contexto estadounidense bajo la presidencia de Trump, por ejemplo, ello se ve reflejado en las explicaciones que individualizan los fenómenos colectivos en la personalidad del mandatario en turno, de tal suerte que el giro hacia la derecha en aquel Estado, en última instancia, terminaría siendo el producto de una anomalía (siempre susceptible de ser corregida por los cauces institucionales tradicionales) que tendría que ver con el estilo personal de gobernar y la psicología singular del jefe del Ejecutivo federal.

Ahora bien, uno de los muchos elementos en común que es sencillo percibir entre las exploraciones que se hacen sobre las nuevas derechas en Occidente es que la propia dificultad para delimitar el objeto de observación, las características del fenómeno y la denominación que le debe de corresponder para categorizarlo dan cuenta, de hecho, de lo precaria que es su compresión y de las múltiples dificultades que supone el pensar a esas nuevas derechas a contraluz de los totalitarismos y los fundamentalismos nacionalsocialistas o fascistas. Y es en parte por ese mismo motivo que no sorprende apreciar cómo, en el debate contemporáneo, las nociones de fascismo y de nazismo tienden cada vez más a ser empleadas con soltura pretendiendo que una y otra cosa, aun en sus manifestaciones clásicas, de principios del siglo XX, fueron dinámicas políticas, culturales y económicas idénticas o similares (asimilables, en última instancia, la una en la otra) eliminando de un plumazo las distinciones entre ambas y, en consecuencia, de igual manera, pensándolas como fenómenos en verdad totalizantes, sin fisuras, tensiones y/o contradicciones internas (Wachsmann, 2017).

Piénsese, para no ir más lejos, en la abundante discusión que desató la pregunta sobre si Donald J. Trump es un fascista o no (Matthews, 2020; Szalai, 2020; Uekötter, 2020; Robbins, 2020). Y, en términos similares, aunque en el lado opuesto del espectro ideológico, repárese, asimismo, en la manera en que históricamente el nacionalsocialismo terminó siendo reducido al problema de la cuestión judía, de tal suerte que, en la actualidad, para referir a una supuesta reactivación o reencarnación del nacionalsocialismo, condición imprescindible de esa reactualización tendría que ser el experimentar una nueva Shoá.

Para las izquierdas —más que para las derechas—, todas estas problemáticas les han dificultado ofrecer respuestas satisfactorias tanto en lo concerniente a la caracterización de las nuevas derechas en Occidente cuanto en lo referente a la identificación de sus tendencias históricas y la dialéctica de su desdoblamiento en el marco de la vida social cotidiana en cada nación. En el intento de asimilar la figura de Trump a la de Hitler, por ejemplo, a pesar de presentarse como un esfuerzo permanente y consistente en el debate público —por lo menos de la prensa estadounidense y parte de la de Europa Occidental—, una de las principales dificultades apreciadas tiene que ver con la radicalidad con la cual el presidente estadounidense decidió apoyar la causa israelí en problemáticas que históricamente habían quedado irresueltas, como la campaña por el reconocimiento internacional de Jerusalén bajo el estatus de capital política, histórica, religiosa y cultural indivisible solo del pueblo de Israel; empuje que, de hecho, llevó a Trump a reconocer a dicha ciudad en tal calidad a partir de 2017.

Y es que, en efecto, puesta en perspectiva esa cercanía del presidente estadounidense con los circuitos políticos y culturales más conservadores del judaísmo, y de cara, sobre todo, a la manera en que se construyó la historia del nacionalsocialismo (tomándolo por un fenómeno monolítico con el único propósito explícito, durante todo el tiempo de su vigencia histórica hasta antes de mediados del siglo XX, de exterminar a los judíos y las judías de Europa), la comparación entre ambas personalidades, Trump y Hitler, se vuelve poco más que contradictoria, pues si la historia del hitlerismo es la de la Shoá, en y por sí misma, cualquier analogía de su estilo personal de gobernar con el del actual mandatario estadounidense necesariamente tendría que conducir por un camino similar en el trato cotidiano y la comprensión histórico-cultural que del judaísmo se tenía en la Alemania del Tercer Reich.

Por irónico que parezca —pues la comunidad judía, en general, y en particular la que es altamente sensible a cualquier expresión que denote o connote por igual algún síntoma de antisemitismo, ha insistido en que la comparación entre ambos personajes es un despropósito y un exceso que relativiza y caricaturiza el trauma vivido por el judaísmo durante el holocausto—, esa diferencia en la relación del jefe del Ejecutivo federal estadounidense respecto del pueblo de Israel, sin embargo, no ha impedido que las analogías entre esas dos figuras continúen y proliferen en espacios que van desde los privilegiados para configurar la opinión pública de las naciones (medios como la prensa, la radio y la televisión, sumados al auge de las redes sociales) hasta los de mayor rigor analítico y menor concurrencia popular, como las revistas académicas disciplinares y otras publicaciones especializadas, de difícil acceso tanto por la naturaleza y el tipo de medio cuanto por el lenguaje empleado en ellas.

Es justo en ese sentido que, por ejemplo, para saltar el grueso de las dificultades que suponen las contradicciones propias del trumpismo y la figura de Donald Trump, por un lado, y su analogía general con el hitlerismo y Hitler, por el otro, una parte importante de las comparaciones establecidas entre ambos sujetos y sus respectivos fenómenos de masas han tendido a centrarse, sobre todo y de manera privilegiada, en el análisis del discurso de los dos mandatarios, resaltando los rasgos compartidos en lo que se refiere a la recurrencia de las palabras, la entonación discursiva y el lenguaje corporal (Wyckhuys, 2019). Acá, por supuesto, el problema principal que se presenta es que si bien es verdad que dichas analogías distan mucho de ser fútiles o simplemente absurdas, además de disociar discurso y praxis terminan reduciendo al nacionalsocialismo a un fenómeno eminentemente discursivo (lo mismo que con el trumpismo) y, de igual manera, omiten que, en el caso de la presidencia de Trump, un hecho a menudo presente en su discurrir era la disociación entre lo que el mandatario decía que hacía y lo que realmente hacía —dinámica que llevó a poner en el centro del debate político al problema de la posverdad, en tanto que especificidad discursiva histórica de los tiempos que corren en el siglo XXI— (Silva-Herzog Márquez, 2017); siendo esto último, lo que hacía, con frecuencia lo opuesto o, por lo menos, divergente de lo que expresaban sus palabras.

En trazos generales, otras comparativas, cuando no recurrieron al ámbito del análisis discursivo, lo hicieron poniendo de manifiesto los rasgos compartidos que existen en algunas políticas públicas implementadas por la administración de Trump en temáticas como las de inmigración, en lo relativo a las detenciones arbitrarias y generalizadas que se implementaron en los primeros meses de su mandato para incrementar las deportaciones de indocumentados (sobre todo de América) en territorio estadounidense, de tal suerte que dicha dinámica se asimiló a las detenciones iniciales que el Reich implementó, a través de la Sturmabteilung (SA) y la Schutzstaffel (SS), en los primeros meses de la gestión de Hitler en la cancillería alemana, en contra, sobre todo, de comunistas y socialistas, conduciendo a la instauración de los primeros guetos y Lagers en territorio alemán (Serwer, 2019).

El establecimiento de espacios de contención y de concentración de migrantes (particularmente niños), a manos del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas estadounidense, debido al enorme número de inmigrantes indocumentados capturados en tiempo récord, se convirtió, en distintos imaginarios colectivos de América, en la forma reactualizada de los campos de concentración nazis y los gulags estalinistas (analogía ya presente, aunque con debilidad, en el contexto europeo, a partir del incremento de los flujos migratorios que el continente recibió desde Oriente Medio y el Norte de África) (Majcher, Flynn y Grange, 2020).

Otras estrategias de comparación se centraron, en un registro adyacente al anterior, en identificar las similitudes en materia de seguridad y control fronterizo, libertad de prensa y ataque a medios de comunicación, independencia de poderes del Estado (en especial del Poder Judicial), alcances y límites de facultades presidenciales y poderes ejecutivos, políticas sesgadas por raza y nacionalidad (en temas de salud, acceso a la justicia, goce de servicios públicos, garantía de libertades y derechos civiles y políticos), contenidos culturales y de identidad nacional, las relaciones con la religión, etcétera. Ya fuese que todas esas analogías se esgrimiesen para afirmar que personajes como Trump son idénticos a un Hitler en formación (de juventud), un Hitler en potencia, o distintos, pero con prácticas, discursos y/o comportamientos similares, al final del día, en cada situación, el propósito final es el mismo: actualizar el nacionalsocialismo y el fascismo (insistiendo en que ambos fenómenos fueron idénticos en su configuración, despliegue y objetivos, a pesar de nunca haberlo sido) en un contexto distinto, pero sirviendo a los mismos propósitos y, sobre todo, siendo producto de una misma raíz del mal en la naturaleza humana (Rosenfeld, 2019). Sobra aclarar que a menudo se omitió, en esas explicaciones, discernir lo que resultaba ser una novedad, lo específico del régimen político inaugurado por el trumpismo, frente a los rasgos estructurales propios de la construcción nacional estadounidense, irreducibles a la coyuntura actual (Whitman, 2017; Zinn, 1999).

Especificidades históricas

Ahora bien, ¿cómo, entonces, habría que caracterizar a las derechas del siglo XXI, especialmente en sus expresiones más radicales, extremas y/o conservadoras, distinguiéndolas en sus particularidades históricas propias?, ¿supone alguna utilidad analítica, explicativa o política asimilar los fenómenos de derecha observados en el presente con los vividos durante el siglo XX o, por el contrario, habría que decantarse por diferenciar las extremas derechas contemporáneas de las experiencias clásicas del fascismo y el nacionalsocialismo?, ¿qué lugar ocupa, dentro de esta reinscripción histórica de las ultraderechas del siglo XXI, la especificidad del excepcionalismo estadounidense, de cara, asimismo, a las notas propias del fascismo y del nacionalsocialismo?, ¿de qué manera pensar al colonialismo y su matriz racial en el seno de esta discusión?

Por principio de cuentas, aunque parezca ocioso, habría que comenzar partiendo del entendido de que las distintas manifestaciones de las extremas derechas alrededor del mundo, en general, y en Occidente, en particular, no son meros epifenómenos de una suerte de tendencia ideológica global de naturaleza monolítica y totalizante, sin fisuras, sin contradicciones internas y sin elementos diferenciales y diferenciados de unos respecto de los otros. Pero ello, por supuesto, no con el propósito de negar que cada expresión de la extrema derecha comparte con las demás ciertos principios ideológicos o determinados rasgos de una misma matriz histórico-política (pretendiendo, en ese sentido, atomizar el análisis en un relativismo abstracto que no dé cuenta de la inscripción de cada una de esas experiencias en la forma y los contenidos vigentes del momento histórico actual de la modernidad capitalista). Se trata, antes bien, de hacer esa distinción para lograr captar lo que de particular tienen esas formas locales de ultraderecha, aunque siempre observándolas a través del crisol de la totalidad.

Solo así, por ejemplo, podría esclarecerse que, aunque los “neonazis en Grecia, Alemania y Ucrania; [los] franquistas en España; [los] supremacistas blancos en Estados Unidos y el Reino Unido; y [los] regionalistas xenófobos en Inglaterra, Italia, Francia y Escandinavia”, en el primer mundo, y el “oscurantismo fársico del bolsonarismo en Brasil, [el fascismo] de la derecha hindú transnacional, el etnonacionalismo conservador turco […], el gangsterismo genocida del gobierno de Rodrigo Duterte en Filipinas, el régimen ultraseguritario de Bukele y [la] ultraderecha reaccionaria, clasista, católica y racista en México” (Kent Carrasco y Bautista Páez, 2020), en el tercer mundo, abrevan de rasgos compartidos, se valen de prácticas políticas, doctrinas económicas y contenidos culturales e ideológicos comunes, hacer abstracción de sus especificidades para diluir a todas esas experiencias en una misma categoría como lo son la de fascismo y la de nacionalsocialismo contribuye a pensar y poner en marcha alternativas y resistencias incapaces de disputarles los sentidos comunes que las sostienen en el contexto corriente. En segunda instancia, asimismo, hacer abstracción de sus especificidades coadyuva a pasar por el alto el hecho de que lo que ahora se observa en cada caso no son situaciones acabadas, definitivas y por completo cristalizadas, sino que, por lo contrario, son dinámicas sociales que se hallan en movimiento, con alcances en escalas espaciales y temporales distintas para cada situación, pero que en general dan siempre cuenta de las transformaciones o mutaciones cualitativas y cuantitativas que van experimentando.

Dicho en otras palabras, sobre la primera precaución valdría la pena recuperar una advertencia que ya desde mediados del siglo XX se hacía desde el pensamiento crítico americano, respecto de las formas de contrainsurgencia adoptadas por el Estado-nación moderno a lo largo y ancho del continente, en el entendido de que si bien es verdad que tener al fascismo y al nacionalsocialismo como términos de referencia para pensar lo particular de las dictaduras cívico-militares de América, en su carácter de movimientos contrarrevolucionarios singulares, resulta útil, ello no debía conducir a tomarlos a todos por igual y pasar por inadvertidas las formas concretas adoptadas por la contrarrevolución en unos casos y en los otros. Pensando en esa clave, por ejemplo, se advertiría la especificidad que en las ultraderechas de América juegan, por un lado, el estatuto dependiente de sus economías y las formas culturales y políticas “abigarradas” (Zavaleta Mercado, 2015) que la heterogeneidad estructural del capitalismo despliega en estas sociedades; y por el otro, el proyecto geopolítico estadounidense en la región (Marini, 2014).

Sobre la segunda cuestión, por su parte, habría que colocar en el centro de la discusión —para tomarlo en toda su radicalidad— el problema de la crisis sistémica por la que atraviesa la totalidad de la economía-mundo capitalista en sus dos sentidos: (a) en aquel que observa en dicha crisis un proceso de bifurcación, en el cual las contradicciones internas del sistema hallan cada vez menos condiciones de posibilidad de solución dentro de la lógica misma del sistema en cuestión, derivando, a su vez, en que los desequilibrios producidos por esa incapacidad creciente de las fuerzas tendientes a su estabilización causen un mayor impacto en su reproducción (Wallerstein, 2005); y (b) en ese otro que apunta hacia el agotamiento del liberalismo en tanto que ideología hegemónica (facilitadora y soporte) del proceso de reproducción, acumulación, concentración y centralización de capital (Wallerstein, 1996).

En términos generales, anotaciones de método —precauciones— como las anteriores permiten, entre otras cosas, apreciar los distintos procesos que tuvieron cabida en Europa occidental y Estados Unidos, por una parte, en donde las capas medias de la sociedad, a lo largo de la última década, vieron cómo sus condiciones materiales de vida eran arrastradas de manera sistemática por el camino de la pauperización, la inmovilidad vertical, el ensanchamiento de las diferencias de clase entre ellas y la superiores a sus deciles respectivos, así como la aproximación cada vez más palpable de su situación a la históricamente vivida por los deciles inferiores de la estratificación socioeconómica de sus sociedades; y por la otra, los que en efecto se experimentaron en América, donde, en poco más de tres lustros de gobiernos progresistas, las fuerzas de izquierda a lo largo y ancho de la región se vieron envueltas en una dinámica de ensanchamiento de la brecha entre las izquierdas institucionales (la mayoría de las cuales estaban en posiciones de control y dirección del Estado y de su aparato gubernamental), tributarias de programas modernizadores de las economías nacionales del continente como método predilecto de redistribución de la riqueza entre las capas sociales tradicionalmente despreciadas por el neoliberalismo, y las izquierdas populares, a menudo siendo ellas mismas parte de las bases sociales que condujeron a los gobiernos progresistas a sus éxitos electorales, pero que en última instancia se distanciaron de ellos en la medida que sus programas de modernización se tradujeron en ofensivas abiertas hacia sus modos de vida, en una mayor mercantilización de la cultura y de la vida cotidiana de las masas, grados mayores de devastación ambiental, proyectos extractivistas más voraces que los propios del neoliberalismo, etcétera (Wallerstein, 2015).

Rasgo común en ambos lados de la ecuación occidental es, no obstante, que las respuestas ensayadas por las masas en cada caso para hacer frente a sus específicas situaciones continentales se centraron en: (a) reaccionar ante los shocks y las constricciones en el corto plazo, obviando o simplemente ignorando otro tipo de estrategias, centradas en constituirse en programas políticos, económicos y culturales cualitativamente distintos de las apuestas ofrecidas por el capitalismo moderno (más allá del neoliberalismo y del welfare state); y (b) reactualizar una serie de principios identitarios (de clase, de raza, de género, de nacionalidad y confesión religiosa, etc.) de corte sustancialista para articular en ellos los sentidos comunes que habrían de operar a manera de sustrato ideológico de cualesquiera que fuesen la agenda programática, las políticas públicas y los recursos institucionales destinados hacer frente al nuevo escenario vivido.

Ambas reacciones son, de hecho, lo que explica que el contexto presente esté marcado por la profusión de movimientos de masas (heterogéneos, informes, sin agendas programáticas definidas y carentes de un sentido claro sobre la dirección en la que deben ser conducidas las respuestas globales de cada sociedad nacional y en escala continental). Es decir, son parte de los síntomas que explican que, justo por la intensidad, la amplitud espacial-temporal y lo intempestivo de los shocks económicos y las constricciones políticas en general de los cambios en las condiciones materiales de vida de las sociedades occidentales, en sus diferentes gradaciones cualitativas, la polarización de las alternativas a ensayar se terminase configurando entre lo que en el debate público se presenta lo mismo como una dicotomía entre populismos de derecha y populismos de izquierda, o entre corrientes fascistas, por un lado; y populismos de izquierda y movimientos socialistas y/o comunistas, por el otro (nótese, a propósito, lo corrientes que vuelven a ser las acusaciones en contra del socialismo y del comunismo, luego de haberse hecho concesiones enormes a las tesis del fin de la historia y el auge del cosmopolitismo de la globalización neoliberal tras el desmoronamiento del campo cultural soviético).

Ahora bien, si en un sentido relativamente amplio, tanto en América como en el resto de Occidente, para los movimientos sociales de izquierda el tema de fondo, el móvil de su masificación, es que los tiempos que corren significan un retroceso brutal en sus condiciones de vida, de cara a las costosas —y en muchas ocasiones precarias— victorias sociales obtenidas en las últimas décadas, lo mismo en el terreno de la política que en el del mercado, en el otro lado de la operación, para las derechas contemporáneas, el elemento estructural de su masificación y radicalización hacia polos extremos tiene que ver, por oposición al reclamo de las izquierdas, con la creencia firme de que los últimos 20 o 30 años han significado, para ellas, el tener que soportar una ofensiva directa en contra de sus propias condiciones de vida, justificada en discursos defensores de la justicia social, la redistribución de la riqueza social, la integración multicultural en el seno de la nación, la corrección política, etc., que, en conjunto, habrían operado en favor de minorías y sectores subalternos de todo tipo: culturas urbanas marginadas, sectores con preferencias sexuales no heteronormadas, nacionalidades consideradas inferiores (o atrasadas) respecto de la propia, cultos religiosos distintos de la religión oficial (de facto) de la nación, clases desposeídas, etnias y razas distintas de la blanca, etcétera[2].

Este dato, en el que se da cuenta de la heterogeneidad de Otredades de las cuales se valen las derechas contemporáneas para erigir sus regímenes de exclusión (más que de concentración), por cierto, es asimismo indicativo de que intentar distinguir a las nuevas expresiones de la ultraderecha respecto del fascismo clásico por medio de la identificación del chivo expiatorio del cual se valen para retrotraer los contenidos culturales, históricos y políticos de su propia identidad, es una estrategia de análisis poco menos que útil si en ella se opta por reducir el quid de la cuestión, en primera instancia, a un ejercicio de sistemática subestimación del rol que en la actualidad juegan los discursos anticomunistas, en uso corriente dentro de esos círculos de extrema derecha, para aniquilar con radicalidad todo intento de las masas más explotadas de la sociedad por reivindicar cualquier grado de justicia social y redistribución de la riqueza social acumulada; y en segunda instancia, si ello significa, de igual manera, el apenas realizar un ejercicio de analogía retrospectiva entre el antisemitismo antijudío (ya que el semitismo no se restringe al judaísmo) y el anticomunismo clásicos, por un lado, con la islamofobia contemporánea, por el otro, pretendiendo conceder que la función que a principios del siglo XX cumplían aquellas dos figuras para el fascismo, el franquismo y el nacionalsocialismo, hoy, respectivamente, lo hacen el ciudadano y la ciudadana que buscan mayor justicia social o el musulmán emigrado de sus territorios de origen.

Y es que sí, sin duda la islamofobia contemporánea, vista a contraluz de la discusión sobre las ultraderechas del siglo XXI, reviste la importancia de un fenómeno en sí mismo singular y de vital importancia cuando se trata de pensar la manera en que Occidente, a través de imágenes como la del choque de civilizaciones, se decanta por opciones de tipo fundamentalista para reafirmar su identidad, sus principios y valores culturales e históricos ante Otredades por él constituidas para tal fin (la justificación del repliegue propio y el exterminio ajeno) (Traverso, 2016). La cuestión es, no obstante, que, a pesar de ese carácter particular de la islamofobia como un fenómeno propio de la vuelta de siglo, en dicha lectura, la comprensión de las nuevas extremas y ultraderechas se reduce a la relación que con el Islam tienen, sobre todo, Europa (particularmente la del Norte) y Estados Unidos, obviando aspectos tan fundamentales como la comprensión de la manera en que esas mismas derechas han reaccionado, en los últimos tres o cuatro lustros, a la movilización, por ejemplo, de las mujeres políticamente organizadas, con todo lo que ello implica en términos de la amplia agenda que dicho movimiento empuja tanto en el espacio público como en el privado.

Sobre el tema singular de la islamofobia, por lo tanto, sin llegar a considerarla como una exterioridad de las reacciones y la reactivación de las ultraderechas contemporáneas, habría que destacar, antes que cualquier otra lectura, el valor y el rol estratégico que su despliegue internacional cumple en agendas geopolíticas específicas, relativas a las capacidades de Occidente de intervenir, penetrar, desarticular y reconstituir sociedades, espacios-tiempos, culturas, identidades, matrices económicas y formas políticas en aquellas regiones del planeta que hoy (y desde hace tres o cuatro décadas) tienen una importancia coyuntural relativa esencial para solventar las necesidades de reproducción del capital, en un contexto de disputas hegemónicas entre potencias ubicadas en ambos extremos (geográficos) de esas locaciones.

Valgan, pues, todas estas consideraciones, precauciones y precisiones de método sobre el abordaje y la lectura que se hace de las formas tan variadas que en la actualidad adoptan las nuevas derechas radicales en Occidente para apuntalar, como réplica a todos esos sentidos comunes hoy dominantes en la mayor parte de sus imaginarios colectivos nacionales, la idea de que no basta con la simple condena moral que se les erige para dar cuenta de la radicalidad de sus proyectos y de las tendencias que estos comienzan a trazar en sus ascensos individuales y colectivos. Es decir, valgan y sirvan, pues, para orientar el análisis en otra dirección: una, por lo demás, que parta y transite (si bien no se agote) en la aprehensión cognitiva de estos fenómenos excepcionales que con insistencia pretenden ser la regla del presente y del futuro inmediatos, como experiencias cuyo germen y condiciones de posibilidad, de maduración y de desenvolvimiento no se hallan ni en una situación de exterioridad respecto de la lógica de reproducción del capitalismo moderno ni, mucho menos, apenas presentes en los momentos de crisis, supuestamente excepcionales, de su funcionamiento.

Ello, en principio, partiendo, por supuesto, de la constatación de hechos de que los momentos de normalidad del capitalismo no son aquellos en los que dicho sistema global no se halla en situación de crisis, sino que son, por lo contrario, los momentos de crisis los que constituyen la regla de su funcionamiento y la lógica de su reproducción, toda vez que las contradicciones que le son inherentes son las que tienden a rebasar los márgenes de su contención que determinadas fuerzas, intereses, actores, políticas, instituciones, etc., procuran edificarle para, en efecto, lograr grados aceptables de estabilidad en ciertos espacios-tiempos, siempre relativos en sus escalas y duraciones (Wallerstein, 2004). Y en segundo lugar, avanzando en la demostración de que es “la destructividad homicida «cósica», propia de la acumulación capitalista” (Echeverría, 2006b, sin paginación) la que demanda formas políticas y estatales específicas, extremas y/o radicales, aunque estas se oculten detrás del velo ideológico de las guerras justas, las guerras preventivas, los destinos manifiestos, los excepcionalismos raciales y coloniales, las misiones civilizatorias, las demandas de progreso y modernización, etcétera.

Autoritarismo y blanquitud

Uno de los rasgos que resulta más problemático cuando se trata de identificar y de caracterizar a las extremas derechas del siglo XXI tiene que ver con el hecho de que, si bien es verdad que al presenciar y prestar atención a los discursos que emiten en el espacio público —lo mismo en protestas colectivas por parte de las masas que operan como sus bases sociales de apoyo que en la personificación singular de sus voceros y/o representantes individuales—, lo primero que se hace evidente es la virulencia y la saturación que hay en su discurrir de contenidos de odio y de desprecio por una multiplicidad y una diversidad de identidades sociales. Al mismo tiempo, cuando se hace lo propio con el estudio de las prácticas concretas emprendidas por esos mismos actores, contrario a lo que se podría esperar de entrada, dada la radicalidad discursiva con la que las derechas se mueven en los imaginarios colectivos nacionales de Occidente, los matices, las contradicciones y las heterogeneidades son los atributos más palpables.

Muestras de lo anterior son fáciles de hallar, sin ir más lejos, en, por ejemplo, la experiencia histórica de la presidencia de Donald J. Trump, donde el racismo y la xenofobia son considerados, por sus críticos y críticas, las notas elementales de su ideología política y rasgos estructurales de su gestión al frente del Ejecutivo federal de aquel Estado y, sin embargo, cuando se observan los saldos que tuvieron sus políticas en materia de empleo durante cuatro años o, en una línea de ideas adyacente, el apoyo electoral que recibió en su segunda campaña electoral (para reelegirse), los resultados son que, en temas de empleo, antes que experimentarse un fenómeno masivo de exclusión de identidades racializadas como negras, lo que se dio fue una mayor integración de estas a la matriz productiva del mercado doméstico; y en lo relativo a su reelección, el sostenimiento de su base electoral, incluidos los márgenes relativamente amplios de votación obtenidos entre las comunidades latina y afrodescendiente, que al final, en conjunto, le sumaron alrededor del 50 por ciento de la votación efectiva emitida en los sufragios de noviembre de 2020 (Pew Research Center, 2020).

Y es que, en efecto, si se presta atención a su discurso, Trump es un personaje que a lo largo de los últimos cinco años (incluido el de su campaña electoral) se caracterizó por proferir toda clase de insultos y descalificaciones en contra de la comunidad latina, y en especial en contra de la población mexicana en territorio de la Unión. En los hechos, además, los primeros dos años de su administración se distinguieron por la puesta en marcha de una agresiva campaña de detención de inmigrantes de procedencia latina en las grandes ciudades de la federación y un régimen de deportaciones masivas a sus países de origen. ¿Cuál es, entonces, la complicación analítica?

Por un lado, respecto de la relación que sostuvo la administración de Donald Trump con la comunidad latina, una rápida comparación entre las cifras de deportaciones efectuadas por su presidencia y la de su antecesor demócrata, Barack Obama, muestra que en cuatro años de gobierno de Trump se deportaron alrededor de un 79 por ciento menos personas que en los cuatro años de Obama; no pasando de los 700.000, el republicano, y habiendo alcanzado poco más de tres millones, el demócrata (Gramlich, 2020). Es decir, sin haber hecho uso de un discurso virulento de contenidos antimigrantes, racistas y/o xenófobos, uno de los presidentes estadounidenses considerado (en la política doméstica) entre los más progresistas, liberales y demócratas (en el sentido no partidista del término) en la historia reciente, comprometido con la defensa de los derechos humanos, en los hechos, llevó a otro nivel la política antimigratoria que en el discurso Trump profiere una y otra vez como bandera electoral de tipo chovinista.

Si a ello se suman los contrastes entre el despliegue militar emprendido por Obama alrededor del mundo y el repliegue relativo apoyado por Trump; el incremento de incursiones militares e intervenciones bélicas emprendidos por Obama y la reducción de ambas dinámicas en la era Trump; o, en otra línea de ideas, las similitudes en gastos militares, de defensa y armamentistas entre ambas administraciones y el soporte dado a la expansión de los intereses petroleros y la industria fósil overseas; al final, lo que queda son menos distancias y más proximidades entre uno y otro mandatario: menos polarización y más comunión de intereses. No debe olvidarse, después de todo, que el movimiento Black Lives Matter nació, se expandió, desarrolló y radicalizó durante la presidencia de un mandatario negro al frente de la federación. Y lo mismo sucedió con los golpes de Estado respaldados en Paraguay, Honduras y Brasil, con las intervenciones armadas y diplomáticas en Bolivia, Venezuela y Ecuador, con los bloqueos geopolíticos a los gobiernos progresistas en la región, con la balcanización del Magreb (mal llamada Primavera Árabe), con el desastre de la guerra en contra del narcotráfico en México (con todo y operaciones dedicadas a armar a los cárteles nacionales, como Fast and Furious), etcétera. En cada caso no hubo necesidad de emitir discursos radicales, extremistas o ultras para lograr los objetivos trazados por el intervencionismo estadounidense.

Por el otro lado, en lo relativo a la relación de Trump con la comunidad afrodescendiente en el país, también es un hecho que esta no resultó ser menos problemática que en el caso de la población latina. Es más, acá, incluso podría afirmarse que la virulencia racista mostrada por el presidente fue, al mismo tiempo, más persistente en su trato con las y los latinoamericanos y mucho más presente y profusa en el discurso que en la práctica misma. Y es que, en efecto, a pesar de que la segunda mitad de 2020 estuvo acaparada, en los medios de comunicación, lo mismo por la gestión de la epidemia en el país que por la violencia observada en las protestas convocadas por el movimiento Black Lives Matter —consolidando la percepción de que el conflicto racial en Estados Unidos había llegado a un nuevo fondo—, si la cuestión racial en ese país es observada con mayor detenimiento, y los acontecimientos del segundo semestre de 2020 son leídos como un momento más dentro de una historia de larga duración, es decir, por encima de lo impactantes que pudiesen ser los acontecimientos coyunturales, lo primero que se observa es que lo acontecido en el último año de la presidencia de Trump, si bien tuvo rasgos específicos, producto, por ejemplo, del contexto pandémico (el que la letalidad del virus fuese mayor entre poblaciones racializadas como negras que entre las blancas), en el fondo no es algo que esté desligado de un proceso de descomposición de las condiciones de vida de esa población que hunde sus raíces en gobiernos anteriores a los del magnate de la industria inmobiliaria. Lo segundo es que la geografía de las movilizaciones, las protestas y la violencia dan cuenta de las escalas espaciales y temporales dentro de las cuales maduraron las tensiones, los conflictos y las contradicciones raciales en el seno de la Unión, mostrando, a su vez, los grados relativos de autonomía que atraviesan dicha problemática en los planos locales.

Pero más aún, vista esa relación en su justa dimensión, los vínculos entre republicanos y demócratas, por un lado, y poblaciones afrodescendientes, por el otro, deja de parecer tan mecánica, sustancialista e invariable como se pretende que sea desde ciertas lógicas y discursos culturalistas e identitarios en los que el voto negro termina siendo concebido como propiedad privada de las filas demócratas, habida cuenta de su histórica tradición práctica y discursiva progresista, integracionista y multiculturalista. Conclusiones de tal naturaleza, además de partir de supuestos que sustancializan la identidad, dan por sentado que las expresiones más radicales del supremacismo y el nacionalismo estadounidense se han dado bajo mandatos de corte republicano, cuando en realidad la experiencia histórica está plagada de ejemplos en los que las administraciones demócratas han actuado con igual o mayor radicalidad que sus pares republicanos, aunque con discursos menos beligerantes y más políticamente correctos (Hackbarth, 2020).

En ambos casos, por supuesto, lo que se pierde de vista es el fenómeno de la enajenación y, sobre todo, el estudio de las formas que adopta la alienación ideológica e identitaria a partir de los cuales el ser negro/negra no es impedimento alguno para adoptar posturas nacionalistas y racistas radicales promovidas por supremacismos blancos como el propio de Donald Trump. Esto es, lo que se ignora por completo al acudir a explicaciones de tipo biologicista y/o sustancialista en temas de identidades raciales es aquello que el filósofo mexicano Bolívar Echeverría (2016) denominó como blanquitud: un fenómeno de alienación de orden existencial (epistemológico, práctico, ideológico, cultural, histórico, etc.) en el cual identidades raciales distintas de la blanca se enajenan de sí para aceptar su subsunción formal y real en las demandas y exigencias éticas, de orden civilizatorio, desplegadas por esas otras identidades raciales blancas.

En efecto, si se presta atención al discurso empleado por Donald Trump para construir su campaña política y su idea de nación (make America great again!), a pesar de que parece concentrar una multiplicidad de contenidos, de referencias y sentidos comunes en todo aquello en lo que se puede ser supremacista (el género, la clase, la raza, la confesión religiosa, el lenguaje, la cultura, etc.), en el fondo, la idea nuclear que lo vigoriza y alrededor de la cual gravita la totalidad de los esfuerzos del presidente por reconstruir a esa nación imaginada y por hacer de Estados Unidos una gran potencia de nuevo está dada por la primacía que en el discurrir y en la práctica juega la demanda o exigencia que hace de un tipo determinado de comportamiento práctico, de una postura ética, una noción de la política y una experiencia de la cultura organizadas todas ellas alrededor de la producción capitalista de la riqueza social: en torno de la aceleración y profundización de la lógica de reproducción, acumulación, centralización y concentración de capital.

No sorprende observar, por eso, que aunque su discurso es en efecto virulento, agresivo y violento para toda aquella identidad que se presente ante el supremacismo blanco, anglosajón, heterosexual, protestante y burgués como una identidad subalterna, en su práctica política, sin haber puesto jamás en duda o haber intentado suprimir las diferencias histórico-estructurales raciales y/o sexogenéricas presentes en el desenvolvimiento de la vida económica en sociedad, la radicalidad de sus palabras, sus posturas excluyentes y fundamentalistas a menudo se veían matizadas en sus efectos por causa de una política económica centrada en hacer de las masas trabajadoras seres gregarios, pura y simple fuerza de trabajo abstracta, al margen de otras consideraciones, como la raza. En parte, eso es lo que explica que, a pesar de todo, los índices de desempleo entre la población afrodescendiente se mantuviesen estables en relación con lo observado durante la presidencia de Barack Obama; que fuesen las entidades gobernadas por plataformas políticas republicanas las que mayor recuperación laboral lograsen en medio de la epidemia nacional causada por el SARS-CoV-2 (Orozco, 2020); y que, históricamente, tanto las comunidades afro como latina, en la medida que logran afianzar sus condiciones materiales de vida en el país, transiten de posiciones relativamente más radicales en el espectro ideológico de la izquierda hacia otras más de centro o abiertamente conservadoras.

Y respecto del supuesto fascismo y/o nacionalsocialismo personificado por el presidente estadounidense, es la captación de esas mismas exigencias productivas/consuntivas lo que clarifica que enunciar un discurso conservador, virulento y supremacista no es condición suficiente para insertarlo a él o a su gobierno dentro de los registros históricos del nacionalsocialismo y del fascismo clásicos. Tampoco basta con sumar a esa particularidad discursiva la forma populista de hacer política de este mandatario o de sus homólogos en la Europa continental para hablar de neofascismo o neonazismo. Menos aún es suficiente el poner de relieve que las nuevas derechas transgreden, en el discurso y/o en la práctica, los límites y los estándares morales contemporáneos de tolerancia, multiculturalidad e integrismo social vigentes.

Sin duda esos tres rasgos son fundamentales para comprender la naturaleza de las extremas derechas contemporáneas. Sin embargo, su comprehensión debe darse sobre la base del supuesto de que son rasgos particulares que de ninguna manera deben ser homologados con dinámicas y fenómenos similares observados en el fascismo italiano, el nacionalsocialismo alemán o el franquismo español de principios del siglo XX, como si fuesen notas intercambiables entre un contexto y otro. Y es que, en efecto, habría que insistir que la naturaleza del franquismo, del nacionalsocialismo y del fascismo clásicos no está dada por una suma de diferentes rasgos, concediendo que se es más o menos fascista, franquista y/o nacionalsocialista en la medida que se adicionan o restan más variables a la ecuación final.

Estos tres fenómenos históricos, por lo contrario, deben ser comprendidos en su especificidad espacial-temporal como síntesis singulares, hasta ahora irrepetibles, en las que, además de estar presentes: (a) un discurso fundamentalista (excluyente, violento, virulento), (b) una forma populista (de masas) de hacer política y (c) contenidos ideológicos negativos (en el sentido de que niegan a la Otredad: la raza, la clase, el género, la nacionalidad, las filiaciones religiosas, las preferencias sexuales, etc.), se conjugan —precisamente en una síntesis— con otros elementos como: (d) “el culto a la modernidad técnica” (Traverso, 2012: 114), (e) la asimilación o subsunción de la forma y del contenido de la política dentro del lenguaje y las prácticas de la lucha armada (Gramsci, 1979), (f) la progresiva masificación disciplinada, militarizada (no cualquier tipo de masificación) de la sociedad civil y su vida cotidiana[3], (g) la reproducción de una estética particular, condicionada, asimismo, por las representaciones artísticas de tipo heroicista que se tienen de la milicia (Echeverría, 2016), (h) el desdoblamiento de la política como una dimensión más de la vida religiosa, (i) la construcción de un mito nacional —que va más allá de la simple pretensión de recuperar la grandeza de algún pasado próximo o remoto— en el que se juegan el carácter sagrado, la fe, la ritualización y la comunión política (Traverso, 2012), (j) el condicionamiento ideológico que introduce la experiencia del decadentismo en la configuración del presente, (k) la realización de un nuevo ideal de humanidad (en clave sexogenérica: un nuevo ideal de hombre), etcétera (Traverso, 2012).

Rasgos, todos estos, pues, que si se los rastrea en las sociedades contemporáneas, en pleno siglo XXI, seguro se encuentran, y a menudo más de un par coexistiendo en el seno de un mismo Estado-nación (como es el caso de las nuevas extremas derechas en ascenso, pero también en algunos ejemplos de extracción ideológica de izquierda). Por eso, la cuestión es que, antes que hacer un estudio centrado en sumar rasgos individuales para ver cuántas variables más o menos se presentan en cada caso, lo que debe primar en este momento es el entendimiento de las relaciones (mediaciones) en las cuales se encuentran imbricados esos rasgos en determinada colectividad y, sobre todo, su comprensión en tanto que síntesis específica, no como una simple adición de variables independientes construyendo un collage.

Al final, pues, lo que queda no es la renuncia a analizar las particularidades de las nuevas derechas en Occidente, solo porque las síntesis que ellas despliegan no son idénticas a las del nazismo, el fascismo y el franquismo, sino que, antes bien, queda precisar que sus rasgos no son menos perniciosos y monstruosos que los de aquellos, pues lo que las hace ser experiencias aún más radicales que las de principios del siglo XX es que se dan sobre la base de la aniquilación de todas las cualidades concretas de la vida sin tener que exterminar la vida física, biológica, por sí misma, para realizarse.

A manera de cierre

Aunque en los circuitos académicos es una suerte de tradición cerrar textos reflexivos como el presente estipulando una serie de conclusiones lógicas que, en última instancia, lleven a cerrar la discusión abierta por el propio texto, es claro, en el contexto actual por el cual atraviesan las sociedades americanas, que el tema general y las problemáticas particulares aquí expuestas no tienen aún una conclusión unívoca: de entrada, porque el fenómeno que aquí se delineó es un proceso histórico que aún sigue abierto, cuya duración se halla, todavía, en una absoluta indeterminación.

Si se tuviese que ofrecer algún argumento —mas no una conclusión, como a ciertos academicismos positivistas les gusta hacer—, a manera de cierre, por eso, quizá valdría la pena rescatar, de manera sintética, las tres ideas generales que recorren de principio a fin estas líneas. A saber:

1. Es fundamental comprender que la reflexión en curso sobre las nuevas derechas —o como se las quiera nombrar—, en América y en el resto de Occidente, lejos de ser un mero problema de coyuntura que sirve para alimentar los circuitos del productivismo editorial en las academias contemporáneas, es un problema real, concreto, históricamente determinado que atraviesa, en este preciso momento, la vida de millones de personas en ambas zonas geoculturales. De ahí que, aunque la reflexión acerca de este fenómeno hoy aún parece demasiado confusa y caótica, además de profusa y poco meditada, ello se deba a que el problema en sí es, por completo, un asunto del presente, que corre de manera paralela (y a menudo a mayor velocidad de lo que es capaz de avanzar la reflexión que busca hacer su crítica) a las investigaciones que han procurado asumir su estudio no solo como un desafío reflexivo, sino, a su vez, como un reto político que amerita ser combatido lo mismo en la teoría que en la práctica. En los tiempos que corren, sería un absurdo seguir creyendo con fe ciega (más aún al interior de la academia) que en esta vida y en este sistema social histórico específico existe conocimiento alguno que no sea al mismo tiempo un manifiesto (o un posicionamiento) político e ideológico. Y es que si algo demuestra precisamente el auge de estas nuevas expresiones de extrema derecha en América, ese algo es que los mayores errores que han cometido las izquierdas históricas en las últimas décadas ha sido blanquear a los espectros de la derecha renunciando a la disputa ideológica por los sentidos comunes dominantes. Eso es lo que hace, de hecho, que a menudo resulte complicado distinguir tan nítidamente a una apuesta que se hace llamar a sí misma de izquierda de una de derecha cuando se trata, por ejemplo, de aplicar políticas de ajustes presupuestarios o de disciplina fiscal, para no ir tan lejos.

2. Igual de importante es saber historizar al fenómeno, distinguiendo lo que tiene de particular en los tiempos que corren, para no hacer de él un problema de simple actualización o recuperación contemporánea de viejos discursos y mitos o de viejas prácticas políticas y sus estilos de gobernar. Lograrlo, por supuesto, no es algo sencillo, toda vez que, en el marco discursivo de las derechas que proliferan en el presente, se desarrolla una fuerte tendencia a recuperar (e incluso imitar) ciertos contenidos (ideológicos, políticos, discursivos, míticos, etc.) y formas de las experiencias límite del pasado (fascismo, nazismo, franquismo, etc.). Hoy, esa mímesis o identidad que buscan establecer las derechas del presente con las del pasado, sobre todo en el caso de la Europa occidental, suele volver difícil la tarea de desentrañar qué tanto de esas recuperaciones son simples formulaciones aparentes y qué tanto en verdad son actualizaciones del pasado en el curso actual de la historia. Es, en este sentido, de lo más elemental, para arrojar claridad sobre las dificultades del problema aquí planteado, comprender que no basta con que una figura política de actualidad cite a Hitler, a Mussolini o Franco para afirmar de esa figura que es neonazi, neofascista o neofranquista únicamente por ese hecho. Es cierto que en América no se presenta esa dificultad (por la distancia histórica, geográfica y cultural entre sus sociedades y las de Europa Occidental). Y, sin embargo, las precisiones históricas deben de ser hechas si lo que se busca es captar lo novedoso en la identidad de estas derechas contemporáneas. Muchas de ellas, de hecho, en los contenidos ideológicos que les son medulares para construir nuevos sentidos comunes entre las masas, se distancian por completo de lo que propusieron en su momento las viejas derechas.

3. Es imperioso comprender a este fenómeno en, por lo menos, tres niveles de análisis, diferenciados en dos escalas. A saber: los niveles de análisis son el estrictamente analítico-filosófico, encargado de clarificar el instrumental teórico y las herramientas categoriales que son necesarias para comprender los núcleos ideológicos de las viejas y de las nuevas derechas; el histórico-expositivo, necesario para situar contextualmente y diferenciar ambos fenómenos, en lugar de construir falsas continuidades históricas entre el pasado y el presente; y el político-ideológico, importante para mostrar que los peligros de la derecha no son solo ideológicos, sino políticos; cualquier izquierda que pretenda triunfar sobre las extremas derechas debe de combatirlas ideológica y políticamente, para no blanquearlas. Respecto de las escalas, estas son las condicionantes internacionales y regionales (particularmente en Occidente) y las determinaciones locales o nacionales, entendiendo que ambas se hallan en relaciones retrovertibles o dialécticas.

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[1]Notas

 Este trabajo se produjo en el marco del Grupo de Trabajo Geopolítica, Integración Regional y Sistema Mundial, del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

[2] A propósito de las nociones de etnia y raza (siendo la primera una derivación de la segunda que pretende enmascarar el racismo a través de discursos políticamente correctos), es importante señalar que en este texto se parte de la idea de que la raza (y la etnia) son invenciones de la modernidad capitalista que operan, que jerarquizan, poblaciones enteras, colectividades e individualidades, con base en supuestas superioridades de carácter biológico, genético, fisiológico, etcétera. Partiendo de dicha idea, pues, es importante subrayar que las razas humanas no existen. Sin embargo, es importante hacer referencia a ambas nociones, emplearlas en la exposición y el análisis aquí propuesto, porque a pesar de que las dos son invenciones sociales de naturaleza colonial, cobrar conciencia de ello no debe conducir a desconocer que en la realidad social vigente siguen operando discursos y prácticas racializadoras que se valen de narrativas, dispositivos, discursos y tecnologías, ejercicios de poder y de violencia específicos, justificados en la noción de raza, que tienen como resultado la instauración y el sostenimiento de jerarquías, exclusiones, opresiones, silenciamientos, etc., para personas y colectividades con rasgos fenotípicos distintos de aquellos que comparten quienes los y las racializan.

[3] La figura particular adoptada por la masificación no es accesoria, pues, como lo señalaron en su momento los intelectuales de la Escuela de Fráncfort, en tiempos del nacionalsocialismo, el franquismo y el fascismo, el capitalismo estadounidense avanzaba por una cuarta vía hacia la masificación de la sociedad.