Los trabajos que valen. Diálogos a partir de dos etnografías junto a organizaciones de trabajadores de la economía popular
The jobs that are worthwhile. Dialogues based on two ethnographies together with organizations of popular economy workers
Dolores Señorans
https://orcid.org/0000-0002-4352-8863
British Academy Newton International Fellow
Departamento de Antropología Social, Universidad de Cambridge, Reino Unido
Florencia Daniela Pacífico
https://orcid.org/0000-0001-8925-3984
Centro de Innovación de los Trabajadores,
Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Fecha de envío: 19 de julio de 2021. Fecha de dictamen: 18 de octubre de 2021. Fecha de aceptación: 18 de octubre de 2021.
Resumen
En este trabajo, se analizan los modos en que se define, vivencia y valoriza el trabajo en experiencias de organización colectiva de la economía popular. Partimos de poner en diálogo resultados de dos investigaciones etnográficas desarrolladas junto a dos organizaciones nucleadas en la Confederación/Unión de Trabajadores de la Economía Popular. Mientras que los estudios sobre estas experiencias señalaron que la apelación a un sujeto trabajador constituyó la base del proceso de formulación de demandas por derechos hacia el Estado, aquí buscaremos dar cuenta del modo en que la construcción de una definición ampliada del trabajo permea las prácticas cotidianas de quienes integran las organizaciones. Recuperando perspectivas antropológicas que propusieron repensar el trabajo más allá de modelos económicos hegemónicos y aportes de la economía feminista, buscaremos mostrar que tanto las prácticas desarrolladas en las unidades productivas como sus modos de interactuar con el Estado evidencian la imbricación de lo que habitualmente se conceptualiza como productivo y reproductivo, laboral y comunitario, y dan lugar a una reinvención de aquello que se entiende como “trabajo” y en particular como trabajos que valen o son considerados “productivos”. Sostenemos que estas formas de valorizar, jerarquizar y disputar qué es trabajo y qué trabajos son socialmente relevantes constituye la base de la reivindicación del valor de quienes los llevan adelante en su lucha por el reconocimiento de sus derechos.
Abstract
This article analyses how work is defined, experienced and valued in experiences of collective organization in the popular economy. It establishes a dialogue between the results of two ethnographic studies with two organizations that form a part of the Popular Economy Workers Union/Confederation. While academic inquiries on these experiences have pointed out that the appeal to an identity as workers lay the foundations of their claims for rights to the State, here we will seek to show how the construction of an expanded definition of work permeates the daily practices of those who belong to these organizations. Drawing on anthropological perspectives on labor that moved beyond the limited definitions of hegemonic economic models and contributions of feminist economics, we seek to show that the practices developed in these productive units and their interactions with the State evidence the overlap of what is usually conceptualized as productive and reproductive, related to labor and the community, giving rise to a reinvention of what is understood as “work” and in particular as worthwhile or “productive” work. We contend that these ways of valuing, ranking and disputing what work is and what jobs are socially relevant assert the value of those who perform them in their struggle for the recognition of their rights.
Palabras clave: Economía Popular; Trabajo; Reproducción de la vida; Organización colectiva; Etnografía.
Keywords: Popular Economy; Work; Reproduction of Life; Collective Organization; Ethnography.
Introducción
En diciembre de 2019, un multitudinario acto en el microestadio de Ferro coronó la conformación de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP), un sindicato único para los trabajadores de la economía popular, aquellos, que siendo “excluidos” del mercado laboral (formal), “se inventaron el trabajo para sobrevivir”: cartoneros, costureros, vendedores ambulantes, cooperativistas y horticultores, entre otros[1]. Este hecho selló la confluencia de un conjunto de organizaciones —la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), Barrios de Pie, la Corriente Clasista y Combativa (CCC) y el Frente Popular Darío Santillán—, que desde 2016 habían iniciado un proceso de articulación y demanda conjunta por el reconocimiento de derechos laborales —aportes jubilatorios, vacaciones, obra social, etc.— para este sector de la clase obrera sin posibilidades de acceder a un empleo asalariado y estable. Esta confluencia entre diversas organizaciones tuvo lugar en un contexto atravesado por un profundo deterioro de las condiciones de vida y trabajo de grandes porciones de la población y de recrudecimiento de las desigualdades sociales. Estos procesos se aceleraron a partir de 2016, con la asunción de la alianza Cambiemos al gobierno nacional y la implementación de una serie de medidas económicas de corte regresivo, tales como la apertura de los mercados, la devaluación monetaria, el aumento de las tarifas de los servicios públicos y la búsqueda por disminuir el déficit fiscal a través de la reducción del gasto público (García Delgado y Gradin, 2016; Neffa, 2017)[2]. Como se ha señalado, estas medidas económicas redundaron en la retracción del consumo y del sector industrial en la economía, el aumento de las tasas de informalidad laboral y la caída del salario real (Santarcángelo, Padin y Wydler, 2019).
La demanda por derechos como trabajadores, construida desde las organizaciones y movimientos que confluyeron en la UTEP, recupera una larga trayectoria de creación de iniciativas de trabajo relacionadas, aunque no de manera exclusiva, con la gestión de programas estatales[3]. En efecto, desde comienzos de los 2000, las organizaciones sociales ocuparon un lugar protagónico y ganaron experiencia en la gestión de programas sociales dirigidos a intervenir sobre la problemática del desempleo, en el marco de una demanda por trabajo digno y genuino (Cross, 2012; Fernández Álvarez y Manzano, 2007). Desde el surgimiento de la CTEP en 2011, y posteriormente con el lanzamiento de la UTEP, las reivindicaciones de estas organizaciones pusieron énfasis en una mirada crítica sobre los procesos actuales de distribución de la renta señalando el lugar central de la economía popular en los procesos de acumulación de capital. Así, parte de su accionar se volcó a demandar políticas que promovieran mejores condiciones laborales y de acceso a derechos para los trabajadores no asalariados, impulsando la creación de políticas de transferencia de ingresos —como el Salario Social Complementario[4]— y la puesta en marcha de acciones de registro y relevamiento de estos sectores.
Este proceso de organización, que tuvo a la economía popular como eje de construcción política, ha dado lugar a interesantes reflexiones académicas. Un eje nodal de debate giró en torno al proceso de surgimiento de la CTEP y a la caracterización de sus principales demandas. En este sentido, se destacó que la CTEP ha logrado convertir la creciente heterogeneidad de la clase trabajadora de la Argentina contemporánea en una potencialidad para la organización política y gremial (Fernández Álvarez, 2018). Así, algunos caracterizaron a la CTEP como el “otro movimiento obrero”, cuya emergencia puso en evidencia el modo en que la antinomia incluidos/excluidos (del mercado formal del empleo) había representado un límite para el sindicalismo durante los gobiernos kirchneristas (Abal Medina, 2016). Esta caracterización se inscribe en una reflexión más amplia que puso el foco en su relación con el resto del movimiento obrero a partir de su pedido de incorporación a la CGT (Abal Medina, 2016; Natalucci y Morris, 2019; Serra, 2017), enfatizando que sus demandas y formas de construcción política tensionaron el modelo sindical tradicional al plantear la necesidad de construir nuevas instituciones de negociación y regulación de las relaciones laborales que abarcaran al mundo del trabajo en su conjunto y no solo a los asalariados (Maldovan Bonelli y Melgarejo, 2019). Un punto de coincidencia en estas investigaciones radicó en señalar que la reivindicación de una identidad como trabajadores de la economía popular y la disputa por la garantía de derechos laborales supuso un desplazamiento respecto de las demandas y trayectorias precedentes de las organizaciones como parte del movimiento de trabajadores desocupados (Bruno, Coelho y Palumbo, 2017; Forni, Nougués y Zapico, 2020; Muñoz, 2019; Natalucci, 2018) o de la economía social (Amova y Vuotto, 2019). Por otra parte, numerosos autores se focalizaron en el proceso de demanda que condujo a la sanción de la Ley de Emergencia Social en 2016 y la implementación del Salario Social Complementario enfatizando que se trató de un importante avance en la institucionalización de la economía popular (Maldovan Bonelli, Fernández Mouján, Ynoub y Moler, 2017). En relación con dicho programa, algunos trabajos lo inscribieron en el marco de una serie de transformaciones operadas en las políticas sociales por el gobierno de la alianza Cambiemos desde su asunción en 2015. En este sentido, sostuvieron que la promoción de trabajo asociativo, que había tenido una gran centralidad en los lineamientos de las políticas de los años precedentes, fue perdiendo peso a favor de un discurso ligado a la empleabilidad y a la interpelación individualizada de los titulares de programas estatales (Arcidiácono y Bermúdez, 2018; Hopp, 2017 y 2018; Hudson, 2018).
Este artículo tiene por objetivo contribuir a estos debates a partir del análisis etnográfico de las experiencias de trabajo desarrolladas por dos organizaciones sociales que integran la CTEP/UTEP. Mientras que los estudios actuales sobre el tema han tendido a señalar cómo la apelación a un sujeto trabajador constituyó la base del proceso de formulación de demandas por derechos hacia el Estado, los de carácter etnográfico pusieron el foco en las prácticas cotidianas que cimentaron la construcción de formas de gremialidad que permitieron producir colectivamente derechos y ampliar el horizonte de posibilidades para sectores de la población históricamente desposeídos (Fernández Álvarez, 2016 y 2018). Siguiendo estos aportes, aquí buscaremos dar cuenta del modo en que la construcción de una definición ampliada del trabajo permea las prácticas cotidianas desarrolladas en las unidades productivas de las organizaciones. Nos interesa subrayar que las modalidades de organización gremial y la disputa por mejores condiciones laborales para los trabajadores de la economía popular se articula con una forma particular de construcción política que da lugar a una reinvención de aquello que se entiende como “trabajo”, y en particular como trabajos que valen o son considerados “productivos”. Este análisis se inscribe en una articulación entre perspectivas antropológicas que propusieron repensar el trabajo más allá de modelos económicos hegemónicos y aportes de la economía feminista. Queremos señalar el modo en que las experiencias de organización colectiva, generadas en el marco de la economía popular, no solo ponen en evidencia un sentido del trabajo que lo desplaza de su histórica asociación con el salario, abarcando una variedad de prácticas reproductivas no remuneradas, sino que las prácticas desarrolladas en estos espacios también evidencian la imbricación de lo que habitualmente se conceptualiza como productivo y reproductivo, laboral y comunitario.
Organizaremos nuestro argumento en tres apartados y las reflexiones finales. En el primer apartado, pondremos en común el enfoque teórico y metodológico que recuperamos para nuestras investigaciones y describiremos las experiencias en las que centramos nuestro análisis fundamentando de qué manera aportan a una reflexión común acerca de las prácticas de trabajo y organización producidas desde la economía popular. En el segundo apartado, presentaremos una serie de reconstrucciones etnográficas dirigidas a mostrar cómo, en el día a día de las organizaciones, acciones comúnmente asociadas a la “producción” —confeccionar prendas de vestir, sostener huertas, construir viviendas— se superponen con trabajos que suelen ser definidos como “reproductivos”, tales como la asistencia alimentaria, la organización de espacios recreativos y de cuidado y la generación de estrategias colectivas para acceder a derechos como educación, salud y vivienda. Sostendremos que estas conexiones productivo/reproductivo ponen en evidencia una problematización de formas tradicionales de definir qué es trabajo tensionando aquellos modelos que lo reducen a la percepción de un salario o a la generación de ingresos monetarios. En cuanto al tercer apartado, allí exploraremos los modos en que estas tensiones en torno al trabajo se expresan en interacciones cotidianas con el Estado a partir de intercambios entre militantes, trabajadores y funcionarios o técnicos estatales. En las conclusiones, propondremos una reflexión en torno al modo en que estas definiciones sobre qué es el trabajo y qué trabajos deben ser considerados valiosos constituye la base de la reivindicación del valor de quienes los llevan adelante en su lucha por el reconocimiento de derechos.
Métodos y perspectivas
En este artículo proponemos poner en diálogo los avances de nuestras investigaciones junto a quienes integran iniciativas de trabajo nucleadas en la CTEP procurando abonar una reflexión común en torno a la producción de procesos de organización de trabajadores de la economía popular. La primera investigación (Señorans, 2018) se focalizó en las formas de organización gremial de trabajadores costureros en el Área Metropolitana de Buenos Aires, a partir del acompañamiento de los polos textiles que integran el Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE) y la Federación de Costureros - CTEP/UTEP. Los polos son espacios comunes de trabajo conformados por trabajadores —en su mayoría migrantes— que previamente desarrollaban sus tareas en los propios domicilios. Se trata de espacios con condiciones dignas y seguras que fueron registrados como cooperativas de trabajo y permitieron que se trasladasen las actividades laborales fuera del hogar familiar. La investigación reveló que la creación de los polos se apoyó en relaciones familiares, comunitarias y de vecindad que previamente habían marcado su inserción en la industria textil tercerizada, y dinamizó formas de organización colectiva orientadas a mejorar sus vidas en un sentido amplio que incluyeron, entre otras cosas, el sostenimiento de espacios comunitarios y de cuidado. Así, puso de relieve la centralidad que tuvieron una multiplicidad de prácticas y relaciones que desafían los límites asumidos entre lo económico, lo político y lo íntimo o familiar, tanto en los modos de acumulación del capital como en las dinámicas de organización gremial y política que buscaron resistirlos.
Por su parte, la segunda investigación (Pacífico, 2019) focalizó en las experiencias cotidianas de mujeres integrantes de cooperativas creadas a partir del Programa Argentina Trabaja y pertenecientes al Movimiento Evita, también dentro de la CTEP. Estas cooperativas vienen desarrollando un conjunto de proyectos de trabajo que van desde el mejoramiento de viviendas, el mantenimiento y refacción de la infraestructura en espacios barriales e instituciones educativas y de salud, la puesta en marcha de prácticas de asistencia alimentaria, la producción de alimentos y el desarrollo de proyectos de carpintería, herrería, bloqueras, entre otros. En particular, se trata de iniciativas que, nacidas al calor de un programa social, recuperan experiencias y trayectorias más amplias de militancia vinculadas con la posibilidad de mejorar las condiciones de vida en los barrios populares y el reconocimiento de derechos para quienes forman parte de la economía popular. Así, la investigación se focalizó en los modos en que las titulares de programas sociales construyeron formas de organización colectiva ampliando los alcances de las políticas y generando procesos de politización que problematizan los límites entre lo político y lo doméstico, lo productivo y lo reproductivo, lo público y lo privado.
Ambas investigaciones fueron realizadas desde una perspectiva etnográfica, entendida como un trabajo analítico que parte de interacciones establecidas a partir de la experiencia prolongada en el campo (Rockwell, 2009). Así, el desarrollo de reflexiones etnográficas trasciende lo meramente descriptivo para apuntar hacia la elaboración de formulaciones teórico-etnográficas que tienen como base la “acción vivida” considerando intercambios verbales y no verbales, acciones y silencios (Peirano, 2014). En consonancia con este enfoque, la estrategia textual de este artículo busca recuperar la riqueza analítica que brindan las reconstrucciones etnográficas, sin partir del establecimiento de una distinción tajante entre “los datos” —o “el material recolectado” a través de registros y entrevistas— y la conceptualización[5].
Recuperaremos reconstrucciones etnográficas que surgen del trabajo de campo realizado junto a dos organizaciones diferentes dentro de la CTEP/UTEP, procurando poner ambas experiencias en diálogo a partir de una pregunta y reflexión común referida a los modos en que se vivencia y valoriza el trabajo y se producen estrategias organizativas enmarcadas dentro de la economía popular. Estos interrogantes se inscriben dentro de un proyecto de investigación más amplio, dirigido al estudio de las prácticas de organización colectiva de trabajadores no asalariados y a los modos en que sectores populares construyen arreglos dirigidos a producir y reproducir sus vidas[6]. La reflexión colectiva llevada adelante desde el equipo recupera articuladamente dos núcleos analíticos centrales. Por un lado, retomamos las perspectivas antropológicas que permiten conceptualizar los modos en que las personas construyen “vidas que valgan la pena ser vividas” poniendo el foco no solo en el trabajo remunerado, sino también en una multiplicidad de prácticas de cuidado, formas de aprovisionamiento y relaciones sociales que usualmente no se consideran “económicas” (de L’Estoile, 2014; Fernández Álvarez, 2018; Narotzky y Besnier, 2014). Esta perspectiva habilita una mirada amplia de la reproducción de la vida que atiende no solo a lo material, sino también a aquello que se considera valioso más allá de la valorización en el mercado. Por otro lado, ponemos en diálogo esta reflexión con aquellos abordajes feministas de la economía que propusieron una definición ampliada de trabajo, descentrada de las visiones ortodoxas que focalizaron en los mercados, para incorporar la totalidad de actividades y relaciones necesarias para reproducir y sostener la vida (Benería, 2006; Carrasco, 2013; Pérez Orozco, 2014; Picchio, 2009). Al reivindicar la interdependencia como condición general de la existencia humana, estos aportes abren camino a complejizar miradas restringidas de los cuidados y tensionar la escisión entre autonomía y dependencia, recuperando el valor del trabajo y las experiencias de aquellos sujetos cuyas vidas no se ajustan al modelo ideal de autosuficiencia vía inserción en el mercado (Carrasco, 2013; Herrero, 2013; Pérez Orozco, 2014).
Estos aportes conceptuales brindan interesantes pistas para desarrollar un abordaje etnográfico de las formas de organización colectiva impulsadas por sectores populares, permitiendo trascender miradas dicotómicas sobre los límites entre “economía” y “política” y revelando el modo en que estos procesos organizativos no solo generan “trabajo” o demandan derechos laborales, sino que permiten la reproducción de la vida, articulando producción y reproducción para dar lugar a la resolución de necesidades que son tanto materiales como afectivas y emocionales, y redefinen incluso los sentidos otorgados a las nociones de “vida digna” o “buena vida” (Fernández Álvarez, 2018; Señorans, 2020a y 2020b; Fernández Álvarez y Pacífico, en prensa)[7]. Si bien los dos procesos organizativos en los que nos centramos en estas páginas se encuentran ambos nucleados en la CTEP/UTEP, cada uno presenta particularidades que permiten tensionar algunas divisorias comúnmente puestas en juego a la hora de reflexionar sobre las experiencias de la economía popular, tales como las de productivo/reproductivo y laboral/comunitario. Si en un caso se trata de experiencias organizativas conformadas por trabajadores que comparten su experiencia laboral en el oficio de la confección de indumentaria, en el otro, en cambio, la formación de una cooperativa de trabajo deriva de la implementación de un programa estatal. Un supuesto subyacente al modo en que frecuentemente se piensa y debate sobre estas experiencias organizativas radica en que aquellas surgidas en el marco de programas estatales suelen ser asociadas a lo comunitario/reproductivo, mientras que respecto de las generadas en torno a un rubro ocupacional u oficio prima el señalamiento de prácticas y sentidos vinculados a lo productivo o laboral. En este sentido, el cruce entre los resultados de investigaciones realizadas en contextos etnográficos diferentes permite aportar un argumento común vinculado a la problematización de los límites entre lo productivo y lo reproductivo apostando a poner en tensión miradas binarias sobre el trabajo y las experiencias de organización de los trabajadores. Como buscaremos señalar, el diálogo entre ambas investigaciones pone de relieve cómo se construyen no solo definiciones sobre aquello que debe ser entendido como trabajo, sino fundamentalmente formas de valorizar y jerarquizar aquellos trabajos que deben ser considerados socialmente relevantes, impugnando procesos de concentración de la renta y reivindicando el valor de las personas y los grupos que los llevan adelante.
Del trabajo a la reproducción de la vida: prácticas, relaciones y espacios
“Nosotros hacemos refacciones sociales”, me dijo Silvia cuando quise saber a qué se dedicaba la cooperativa Juntos Podemos, en la cual ella ocupaba el puesto de presidenta. Corría el mes de junio de 2016 y Silvia me comentaba que las entregas de materiales y herramientas de trabajo por parte del Programa de Ingreso Social con Trabajo eran cada vez menos frecuentes. Según ella, el modo que habían encontrado para lidiar con esos obstáculos había sido “generando el propio trabajo”. “Decidimos dedicarnos al mejoramiento de viviendas. Vamos yendo a las casas de los compañeros que necesitan arreglar, y tienen los materiales y arreglamos” (registro de campo, Pilar, 27/6/16). Las categorías con las que Silvia definía su accionar no eran casuales. Por un lado, su respuesta recuperaba la definición de la economía popular propuesta por entonces por la CTEP que, tal como describimos en la introducción, define a los trabajadores de ese sector como aquellos que, excluidos del mercado laboral, sobreviven gracias a “inventarse el propio trabajo”. Además, según fui comprendiendo a lo largo del tiempo, lo que definía el sentido de su trabajo era menos las acciones en sí —revocar paredes, pegar ladrillos, hacer un contrapiso o una losa— que las personas a las que dichas labores estaban destinados. Las casas que refaccionaban pertenecían a integrantes de la cooperativa y a vecinos de sus mismos barrios, con necesidades similares a las suyas. Se trataba de personas que necesitaban mejorar sus viviendas, pero que difícilmente podrían juntar dinero suficiente como para costear la mano de obra. “A nosotros, siempre nos falta algo para mejorar nuestras casas, los que tenemos casa de material, nos falta revocar o nos falta la instalación de agua, de luz” (entrevista realizada el 12/10/17, Pilar), dijo alguna vez Silvia evocando una serie de privaciones materiales que identificaba como comunes a las “casas de los pobres”.
En la primera jornada de trabajo que acompañé, se tornó visible el modo en que las tareas que ocupaban a la cooperativa diariamente excedían ampliamente lo vinculado con la construcción y el mejoramiento de viviendas. Habían pasado pocas semanas de mis primeros encuentros con Silvia y ella me había invitado a compartir una mañana de trabajo, destinada a refaccionar la casa de una de las integrantes de la cooperativa que había sufrido un incendio. En la breve caminata que hicimos hasta la vivienda donde estaban trabajando, Silvia fue indicándome una escuela que habían pintado, una salita en la que habían hecho reparaciones y una cancha que mantenían periódicamente y en donde solían poner en marcha actividades recreativas para los niños y niñas del barrio. Al llegar a la casa en la que ese día trabajaban los 13 integrantes de Juntos Podemos, encontramos a dos de sus integrantes revocando la habitación principal, otro cortaba unos troncos, mientras el resto se dividía entre preparar la mezcla, alcanzar materiales y cebar algunos mates. En una breve reunión, se organizaron las actividades pendientes para la jornada, que incluían amasar las tortas fritas y buscar maderas para prender el fuego en el merendero que esa tarde tendría lugar en la casa de Silvia, cortar el pasto de la canchita, continuar el revocado de las paredes, preparar el almuerzo. La organización de las tareas del día se alternaba con diálogos acerca de qué acciones llevar adelante en el futuro. Armar un frente vecinal para reclamar cosas para el barrio, disponer del terreno trasero de las casas de algunos integrantes para poner en marcha huertas, una agenda de movilizaciones de las que se votaba a cuáles adherir, fueron algunos de los temas de esa charla y de otras reuniones que presencié durante el tiempo que los acompañé.
La caminata junto a Silvia, el relato de las actividades llevadas adelante en el pasado y la breve reunión en la que se organizaban tareas y se proyectaban perspectivas a futuro me permitió visualizar rápidamente que los trabajos de la cooperativa comprendían un conjunto diverso de actividades que variaban de acuerdo a las posibilidades y necesidades registradas en cada momento. Además de construir y refaccionar casas, colaborar en el mejoramiento de espacios públicos barriales y producir alimentos en huertas dispuestas en sus viviendas, los integrantes de la cooperativa sostenían en ese momento un merendero tres veces por semana y promovían actividades recreativas durante los fines de semana y para eventos especiales como el día del niño, reyes o las vacaciones de invierno. Específicamente, intervenir sobre las condiciones habitacionales mediante las refacciones sociales suponía para los y las integrantes de la cooperativa un trabajo relevante en tanto permitía “mejorar las vidas” de los compañeros. A menudo, las reuniones y jornadas de trabajo incluían conversaciones en las que se compartían planes respecto de las obras que realizarían en sus casas, dando lugar a intercambios de consejos sobre la compra de materiales y el orden de las refacciones. En estas interacciones, se compartían fotos del “antes y después” de las obras, felicitaciones por los resultados alcanzados y mensajes de ánimo a quienes buscaban iniciar un proceso de construcción. En una oportunidad, registré una escena particularmente ilustrativa en esta dirección. Un integrante de la cooperativa comentó que había logrado comprar una tanda de 200 ladrillos y luego de que Silvia y sus compañeros lo felicitasen por dar ese primer paso, Silvia arrojó cálculos en el aire: “Con eso, ya podés levantar una primera pared, para armar la piecita”. Le aconsejó utilizar esa primera habitación como espacio para dormir y así pasar menos frío por la noche, ejemplificando con su propia trayectoria: “Cuando tenía a mi hija bebé era así, tenía mi piecita, toda de material y la cocina era de madera. De todo esto que ven ahora acá, había solamente una piecita de chapa”, dijo, señalando la vivienda de ladrillos y cemento en la que actualmente estaban reunidos (registro de campo, Pilar, 10/8/16). La importancia que Silvia le otorgaba a las refacciones sociales trascendía el hecho de constituir una estrategia para sortear la falta de materiales que permitieran realizar otro tipo de obras en el barrio, como la construcción de veredas, el mejoramiento de instituciones públicas de salud y educación o el mantenimiento de espacios verdes. En los trabajos que cotidianamente ponían en marcha desde Juntos Podemos, se articulaban el desarrollo de un proyecto laboral enmarcado en un programa de transferencia de ingresos con el despliegue de una construcción política que reivindicaba derechos para los trabajadores de la economía popular, y la posibilidad de modelar aquello que sus integrantes proyectaban para sí mismos y sus familias en los espacios domésticos contribuyendo a mejorar sus condiciones de vida a partir de la transformación de los espacios materiales utilizados como vivienda.
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Cuando sonó el timbre, Fany, presidenta del Polo Textil Miró y de la Federación de Costureros de la CTEP/UTEP, dejó la remera que estaba doblando sobre la mesa de corte y se apuró a abrir. Del otro lado de la puerta esperaban para entrar una joven y una de las trabajadoras del Polo. Ambas se conocían porque eran vecinas de un barrio popular cercano, se habían acercado juntas para hablar con Fany. Tras una breve presentación, la joven le explicó que era costurera y estaba sin trabajo. Había recurrido a contactos en la Capital para conseguir trabajo en un taller de costura, pero no le resultaba fácil porque le exigían trabajar de 7 a 7 y eso no le permitiría retirar a sus hijos de la escuela. Fany le respondió, sin mediar mayores explicaciones: “Bienvenida. Para eso armamos la cooperativa, para trabajar más tranquilos, con más libertad” —y agregó—, “sin esclavos, ni excluidos" (registro de campo, Lomas de Zamora, 21/9/16). Con precisión y pocas palabras, Fany sintetizó en ese breve intercambio el espíritu y los objetivos que habían llevado a la conformación del polo. Inaugurado en marzo de 2016, había sido el primero en conformarse en el marco de la Federación. Y Fany fue una persona clave en ese proceso. Oriunda de Paraguay, en 2006 había sido una de las primeras vecinas del barrio Gabriel Miró, en el que residen buena parte de los trabajadores del polo y que se encuentra a unas pocas cuadras del espacio de trabajo. Fany había conseguido el reconocimiento de sus vecinos como referente barrial por su defensa cotidiana de un espacio comunitario “para los chicos” en el que hoy funciona un espacio de cuidado para los hijos e hijas de quienes integran las unidades productivas de la Federación en el distrito. Cuando los militantes del MTE —a quienes conocía desde los tiempos en los que apoyaron la resistencia de los vecinos al desalojo de las tierras— le propusieron conformar un polo textil, no dudó. Convocó a sus vecinos, paisanos y parientes a las asambleas, y meses después alquilaron el galpón donde hoy se reúnen para trabajar cada día. Hicieron la instalación eléctrica nueva, pintaron, colocaron matafuegos y de a poco fueron mudando al nuevo espacio las máquinas de costura que cada uno tenía en su propio domicilio.
Tal como Fany le había descripto el espíritu de la construcción de este espacio a la joven que se acercó interesada aquella mañana, muchos otros integrantes del Polo me relataron su experiencia enfatizando que desde su creación trabajaban “más tranquilos”, en la medida que los protegía de la persecución de la policía y los inspectores que amenazaban con decomisar su mercadería y clausurar los talleres en sus domicilios, dejándolos sin su fuente de trabajo. Pero, además, habitualmente asociaban esa tranquilidad a la reorganización del tiempo de trabajo y de la vida, así como también de sus hogares. El trabajo en el Polo había permitido dejar de trabajar hasta altas horas de la noche y liberar espacio en sus casas para la vida familiar. Para las mujeres en particular, la creación del espacio de cuidado en el sitio donde solía funcionar el centro comunitario había sido una condición de posibilidad para poder integrarse, y la flexibilidad de los horarios permitía compatibilizar el trabajo con las tareas de cuidado.
Sin embargo, la “tranquilidad” no era el único aspecto que solían destacar en relación con el Polo. Los vínculos construidos a partir de la conformación de un espacio común de trabajo también habilitaron la generación de una multiplicidad de arreglos para sostener sus vidas y afrontar situaciones difíciles para las familias que eran sumamente valorados por sus integrantes. Una tarde, mientras nos dirigíamos a hacer un trámite junto a una de las trabajadoras del Polo, Fany le insistió: “Es muy grande la cooperativa, tenés que entender que es muy importante porque nos ayudamos entre nosotros” (registro de campo, Lomas de Zamora, 24/8/16). La insistencia de Fany sobre la importancia de valorizar el trabajo realizado y cómo se realizaba venía a colación de una reciente rifa que habían organizado para juntar dinero para una costosa operación de su hijo. Por supuesto, no había sido la única vez. En numerosas oportunidades, se organizaron otras rifas o “polladas”, ventas de comida para vecinos y conocidos, que permitieron recaudar el dinero necesario para ayudar a sobrellevar problemas de salud o solventar viajes urgentes a sus países de origen. Además, periódicamente los trabajadores “jugaban” un pasanako o ronda, un sistema de ahorro colectivo que consiste en que cada integrante aporta una vez por mes una suma fija de dinero para conformar un fondo que se entrega rotativamente a cada participante. Vale destacar que el uso más difundido del dinero obtenido mediante este sistema era solventar mejoras o ampliaciones en sus casas.
Asimismo, durante mi trabajo de campo observé de manera recurrente que el espacio del Polo era también un lugar de encuentro para llevar adelante un sinnúmero de tareas requeridas para sostener actividades comunitarias o para dinamizar acciones que buscaron mejoras en los barrios cercanos donde residían sus integrantes. Allí, por ejemplo, los trabajadores se capacitaron para llevar adelante un censo en sus barrios que habilitó, entre otras cosas, la construcción de veredas en sus calles y se organizaron eventos como el día del niño que se realizaba cada año en el espacio de cuidado recibiendo donaciones y preparando churros y rosquitas para la jornada. En este sentido, las relaciones construidas para mejorar el trabajo, incrementar sus ingresos y disputar derechos en tanto trabajadores también habilitaron el desarrollo de prácticas que trascendieron el espacio laboral, o más bien, articularon el espacio laboral con formas de sostener la vida más allá de él. Por ello, podemos afirmar que en la cotidianidad del Polo se producían prendas de vestir, una remuneración económica para sus integrantes, pero también formas colectivas de atender a la reproducción de la vida y —tomando los términos propuestos por María Inés Fernández Álvarez (2016)— producir “bienestares”.
* * *
Tanto en la cooperativa Juntos Podemos como en el Polo Textil Miró, la construcción cotidiana del trabajo se encontraba atravesada por la generación de arreglos colectivos para reproducir y mejorar las vidas. Reconstruir el día a día de estas cooperativas permite poner de relieve la necesidad de problematizar el dualismo entre producción y reproducción, complejizando la distinción entre acciones orientadas al intercambio mercantil y aquellas orientadas a la reproducción de la vida. De manera reciente, la antropología ha realizado importantes contribuciones al debate sobre cómo repensar el trabajo —y fundamentalmente la relación capital/trabajo—, más allá de su forma asalariada y su articulación con el capital industrial (Fernández Álvarez, 2020; Harvey y Krohn‐Hansen, 2018; Kasmir y Carbonella, 2008). En esta dirección, Narotzky y Besnier (2014) han sugerido desplazar la mirada de los modelos económicos abstractos y producir conocimiento acerca de los modos en que las personas construyen formas de “ganarse la vida” articulando prácticas y relaciones que suelen ser pensadas como “no económicas” o “no productivas”. En este sentido, los autores proponen una mirada que descentra el foco del intercambio mercantil y de la ganancia como principal esfera de “lo económico”. Este abordaje habilita análisis etnográficos que mapean cómo se reproduce la vida a partir del entramado de relaciones de afecto, confianza y redes de reciprocidad que permiten tanto el acceso a recursos vitales para la subsistencia como la posibilidad de proyectar mejores condiciones de vida a futuro en contextos atravesados por la precariedad estructural e incertidumbre (de L’Estoile, 2014; Narotzky y Besnier, 2014). Sin lugar a dudas, esta problematización de visiones duales —y jerarquizadas— de la economía presenta importantes puntos de coincidencia con los aportes realizados desde abordajes feministas. Como concepto nodal en estos debates, la noción de trabajo reproductivo ha permitido no solo dar cuenta del aporte de aquellos trabajos no remunerados para la consecución del bienestar y el sostenimiento de la vida (Benería, 2006; Carrasco, 2003; Picchio, 2009). La problematización del tinte androcéntrico que había tenido la ortodoxia económica llevó a complejizar aquellos modelos basados en la presunción de existencia de un sujeto ideal y autosuficiente para señalar que la vida humana es siempre vulnerable y precaria y que se sostiene a partir de redes de interdependencia (Herrero, 2013; Pérez Orozco, 2014). Esta mirada no solo permite descentrarse de los mercados y discutir nociones restringidas del trabajo, sino que también evidencia la existencia de procesos de jerarquización de las vidas concretas que toman como patrón de referencia aquellas actividades asociadas a lo masculino, al espacio público y a la remuneración (Pérez Orozco, 2014).
En sintonía con estas perspectivas, las reconstrucciones etnográficas presentadas más arriba permiten poner de relieve el modo en que nuestros interlocutores tramaron relaciones y desarrollaron prácticas para alcanzar el mantenimiento de la vida y el bienestar que eluden clasificaciones dicotómicas en términos de trabajo/no trabajo, laboral/comunitario. En estos procesos de organización colectiva, la generación de trabajo en la economía popular se apoyó en, pero también dinamizó, formas de interdependencia que buscaron revertir experiencias previas de explotación o desempleo, problemáticas habitacionales o acceso desigual a las formas de protección social y derechos, salud, educación. En la cotidianeidad de estas cooperativas, aquello que llamamos productivo y reproductivo/comunitario se entremezclaba conectando personas y espacios. Si en el caso del Polo Textil Miró, poner en marcha un proyecto de trabajo colectivo requirió el sostenimiento de un espacio de cuidado comunitario y promovió formas de organización por el barrio, en el caso de Juntos Podemos las refacciones sociales tenían sentido tanto como parte del “trabajo” que definía a la cooperativa así como en relación a su relevancia para “mejorar las vidas”. El carácter difuso de los límites entre la producción y la reproducción hace parte de una construcción política que no solo posee la potencialidad de hacer emerger la pregunta acerca de qué es trabajo, sino que también visibiliza las condiciones necesarias y deseables para su realización, interviniendo sobre cuestiones que derivan de asimetrías estructurales de clase y género, tales como la experiencia de exclusión del mercado laboral formal, las situaciones de explotación y las injusticias derivadas de la distribución del cuidado infantil. En ambos casos, se desarrollaron formas de organización que, sin desligarse del trabajo, se orientaron a la producción de mejores condiciones de vida para sí mismos y para otros (vecinos, compañeros, familiares) reconectando el trabajo con el proyecto común de construir “vidas que merecen la pena ser vividas” (Narotzky y Besnier, 2014). Así, organizar y producir trabajo desbordó la búsqueda de una remuneración material para constituirse en una forma de producir y reproducir buenas vidas. Como mencionamos en la introducción, el sostenimiento de estas iniciativas de trabajo se articuló cotidianamente con la gestión de programas y políticas. A continuación, nos detendremos en cómo durante las interacciones con funcionarios o técnicos estatales se pusieron en juego entredichos sobre aquello que se entendía por trabajo, despertando reflexiones sobre la valorización de las actividades realizadas.
El trabajo en debate: controversias en los encuentros con el Estado
Cuando llegué al Polo, una helada mañana de julio de 2016, Fany estaba preparando café y Api —una bebida boliviana elaborada a base de maíz en polvo— para recibir a los interesados que vendrían al “operativo” de inscripción al monotributo social. Este régimen tributario subsidiado por el Estado fue creado en 2004 como parte de las políticas de fomento a la “economía social”, y permitió registrar actividades laborales hasta entonces desarrolladas de manera informal para darles a dichos trabajadores acceso a aportes jubilatorios y obra social. Además, permite obtener un talonario de facturas, algo muy valorado por quienes trabajan fabricando prendas en sus domicilios o vendiendo en la feria ya que los protege de los decomisos de mercadería por parte de la policía. En un primer momento, los militantes acompañaban a los trabajadores en grupos al Ministerio de Desarrollo Social de la Nación (MDSN) para que se inscribieran, “formalizacen” su actividad y tuvieran más derechos. Después del segundo viaje a la Capital para anotarse, y viendo la cantidad de interesados, el Ministerio aceptó enviar directamente al Polo a los técnicos para que realizasen las inscripciones en el lugar. Estos operativos se organizaban cada tres meses aproximadamente y la convocatoria despertaba un considerable interés entre los vecinos de la zona. Durante cada jornada se anotaban entre 20 y 30 personas.
Aquella mañana, Fany recibió a los interesados que iban llegando. Mientras ofrecía las bebidas, también repartía los números que había elaborado un momento antes: unos cuadraditos de papel escritos a mano. Cuando llegaron los técnicos, los recibió junto a Danilo —militante de la organización— y los invitaron a que acomodaran sus computadoras y formularios en la mesa que habían dispuesto de frente al ingreso. Uno de ellos les explicó a todos los presentes en qué consistía el monotributo social y cómo se desarrollaría el procedimiento de inscripción. Comenzaron a llamar por número mientras se acumulaba una nutrida cantidad de personas en la pequeña sala. Ya promediada la jornada, Danilo se acercó a conversar con tres mujeres y un hombre que estaban sentados a un costado. Habían llegado y, luego de un muy breve intercambio con el encargado de repartir los números, se sentaron a esperar, lo que le había llamado la atención:
“—¿Les explicaron?
—Sí, pero no sabemos muy bien porque ella, por ejemplo, no trabaja —dijo la joven.
—Pero, ¿por qué vinieron? ¿Quién les avisó? —volvió a preguntar él.
—Nos dijeron en el barrio, el boca en boca, digamos, que estaban anotando, pero nos dijeron que vengamos a averiguar para qué es.
—Bueno, les explico: la idea del monotributo es regularizar, blanquear el laburo que uno hace. Ese es el espíritu de esta herramienta. Por ejemplo, si vendés en la feria o en la calle y te quieren sacar, podés mostrar ese papel de que lo tenés pago y no te pueden sacar. Y se puede regularizar cualquier actividad, ¿ustedes que hacen? —Tres de ellos respondieron que estaban “desocupados”.
—¡Qué bien! Entonces tenés campos, ¡vivís de rentas! —le respondió bromeando a uno de los hombres que decía estar desocupado.
—No, no —dijo riendo—, hago changas.
—Bueno, ¡entonces tenés un laburo! ¿Changas de qué haces?
—Y, de lo que haya, pero principalmente soy carpintero.
—Perfecto. Bueno, te podés anotar como carpintero, entonces. Le decís eso a los que están inscribiendo”.
(Registro de campo, Lomas de Zamora, 21/7/16)
Luego, le comentó que ya se habían inscripto allí mismo varias personas que se dedicaban a su mismo oficio y tenían sus datos registrados: “Nos podemos juntar todos y capaz que entre ustedes se pueden dar una mano”. Insistió que no tenían que inscribirse en ese momento si no estaban convencidos y les anotó su número de celular en el papelito que les habían entregado como número. “Es para que me llamen, cualquier cosa, cualquier duda y nos podemos juntar acá a tomar un mate y charlar tranquilos, pensar un poco porque quizás hay otras cosas que les vienen mejor en función de su situación. Tampoco es anotarse por anotarse” (registro de campo, Lomas de Zamora, 21/7/16).
Estos operativos formaban parte de una de las tantas instancias de encuentro cotidiano con la burocracia estatal que requirió la puesta en marcha de los polos y la construcción de la rama textil en el marco de la CTEP/UTEP. Como analizamos en otros trabajos (Señorans, 2021), en estos encuentros los militantes jugaban un rol central en la medida que acercaban las políticas a las personas realizando un trabajo de traducción del lenguaje burocrático. Se trataba de una tarea no lineal que implicaba movilizar saberes aprendidos en torno al funcionamiento de la burocracia estatal y a las categorías que estructuran sus documentos, planillas o formularios para promover sus propios proyectos y formas de imaginar políticamente. Lo que aquí quisiera destacar es el modo en que durante aquella jornada esta tarea de traducción se centró en torno a las “categorías ocupacionales” que prevé el monotributo social. Los propios técnicos tenían un largo listado de aquellas categorías que eran admitidas y cada una se correspondía con un código que debían ingresar al formulario del interesado. Por ejemplo, “ama de casa” o “remisero” —algunas de las ocupaciones referidas por quienes concurrieron aquel día— no formaban parte de las opciones posibles. Pero, además, tal como pone de manifiesto el intercambio referido más arriba, ciertos oficios ni siquiera eran considerados como un trabajo por quienes los realizaban. Por ello, Danilo había conversado con el hombre para señalar que las “changas” también podían ser definidas como un trabajo y podían traducirse en una de las tantas categorías admitidas por los formularios que los técnicos debían completar. De hecho, durante aquella jornada, en varias oportunidades, Danilo intervino frente a los técnicos cuando los interesados en inscribirse manifestaban ser “desocupados” y, consecuentemente, les rechazaban la inscripción. En la mayoría de los casos, luego de conversar con las personas y que le contaran cómo se ganaban el sustento y por qué querían anotarse en el monotributo, los acompañaba a hablar nuevamente con los técnicos para que tuvieran la oportunidad de explicitar las actividades que desarrollaban, aunque fueran esporádicas. Y tal como él creía, “al final todos tienen alguna ocupación”. Sobre esto reflexionó unas horas después: “Es típico de la economía popular […] en realidad hacen algún laburo en negro, pero ni siquiera consideran que lo que hacen es un laburo de verdad” (registro de campo, Lomas de Zamora, 21/7/16).
En definitiva, esta traducción ponía en juego y buscaba dirimir un debate en torno a qué es el trabajo y a qué ocupaciones o en qué condiciones dichas ocupaciones pueden ser consideradas como tal. A su vez, esta tarea implicaba una apuesta por intervenir sobre las condiciones en que se realizan dichos trabajos y garantizar derechos. En este sentido, durante las reuniones de preparación para la realización de los operativos, Danilo solía enfatizar que “más allá del beneficio para el compañero, es una forma de consolidar también, de que se vaya contagiando la organización en el barrio”. Por ello, los militantes se esforzaban en relevar ellos mismos información sobre quiénes se acercaban y se inscribían —fundamentalmente sus actividades laborales y sus datos de contacto— para poder establecer una relación y proponer cursos de acción y organización comunes.
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En setiembre de 2016, las cooperativas creadas a partir del Programa de Ingreso Social con Trabajo fueron convocadas por el Ministerio de Desarrollo Social a una jornada de “Empadronamiento y actualización de datos”. Se trataba de un trámite anual que venía llevándose a cabo desde hacía tiempo y consistía en una breve encuesta, realizada a cargo de funcionarios estatales, acerca de varias cuestiones vinculadas tanto a las condiciones de vida, la situación educativa y familiar como a las opiniones que las personas tenían con respecto al programa y a sus proyectos futuros. Según me contó Silvia, en esa oportunidad, el agente estatal que estaba a cargo de llevar adelante la encuesta, les dio a entender que era importante para las cooperativas la puesta en marcha de proyectos productivos, lo cual eventualmente se podría convertir en una condición para continuar en el programa. Ella le comentó los proyectos que llevaban adelante desde su cooperativa. Habló específicamente de la refacción de viviendas y de las huertas. “A nosotros lo que nos gustaría es capacitarnos en producción agroecológica. No queremos que nos vengan a explicar qué se planta en cada estación porque eso ya lo sabemos. Queremos aprender sobre compost orgánico”, le dijo. El funcionario estatal se mostró interesado en este punto y agregó que las verduras orgánicas podían ser comercializadas con facilidad ya que se estaban vendiendo a precios muy elevados en los barrios privados de la zona noroeste del Gran Buenos Aires, allí donde la cooperativa realizaba sus trabajos. Silvia me relató ese intercambio sin disimular su indignación: “¿Por qué tiene que ser para los ricos? ¿Por qué la gente pobre no puede comer verdura de buena calidad, sin pesticidas? Todo me lo quería llevar para el lado de venderlo, de hacer plata, y yo quiero que hagamos para la gente del barrio”.
El funcionario estatal priorizó la ejecución de proyectos cuyos productos pudieran venderse a un buen precio y, en este sentido, sugirió como posibles consumidores a personas de altos ingresos residentes en los barrios privados de la zona. En contraste con esta definición, las palabras de Silvia y las prácticas cotidianas de la cooperativa que reconstruimos en el apartado anterior interpelaron la categoría de producción ampliando sus límites al incorporar la importancia de hacer un trabajo que sea con y para el barrio y que sea durable más allá del tiempo de la jornada laboral. En varias oportunidades, escuché a los integrantes de distintas cooperativas creadas a partir del Argentina Trabaja construir valorizaciones acerca de las distintas tareas que habían realizado a lo largo del tiempo en que venía implementándose el programa. Eran frecuentes las alusiones a las primeras etapas de su implementación, en las que una abundante mayoría de los grupos de trabajo se había orientado principalmente hacia la realización de tareas de mantenimiento y limpieza de espacios públicos barriales. Estas tareas eran a menudo consideradas “menos productivas” o incluso “menos satisfactorias de realizar” que otras desarrolladas posteriormente, como el mejoramiento de viviendas o instituciones barriales, la puesta en marcha de huertas y la generación de talleres de herrería, bloqueras o carpinterías.
“Nosotros veíamos que las cooperativas se ocupaban principalmente de servicios y eso era algo que no estaba bueno, no le servía a nadie. Nos parecía que las cooperativas eran una buena oportunidad para crear organización, que no sean sólo programas sociales”, me dijo en una de nuestras primeras conversaciones una de las referentes del Movimiento Evita de Pilar, antes de pasar a relatar los distintos trabajos que en ese momento realizaban las cooperativas de su distrito. Expresiones similares se repitieron al contactar a distintas cooperativas de los distintos distritos de la zona noroeste del Gran Buenos Aires, donde realicé el trabajo de campo. De forma recurrente, el trabajo realizado en estas cooperativas creadas a partir de programas de transferencia de ingresos era vivenciado por sus integrantes como algo a construir cuya realización dependía de que las personas pusieran en común ideas y conocimientos, movilizasen relaciones y analizaran el aporte de determinadas actividades. Volviendo al intercambio de Silvia con el agente estatal durante la jornada de empadronamiento, vale la pena detenernos brevemente en el contexto en que tuvo lugar la interacción. Como mencionamos en la introducción y como ha sido señalado por una serie de trabajos previos, las formas de intervención estatal en relación con la economía social y la problemática del desempleo, dieron un giro a partir de 2016, cuando recuperaron un enfoque más centrado en el fomento de la empleabilidad y el capital humano, característico de las políticas asistencialistas de la década de 1990 (Arcidiácono y Bermúdez, 2018; Hopp, 2017). Específicamente, en lo que refiere al Programa de Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”, durante los primeros meses de la nueva gestión gubernamental hubo una serie de transformaciones en sus lineamientos, entre los que se incluyó el cese de la obligatoriedad de integrar cooperativas como parte de los criterios de permanencia en el programa, la incorporación de nuevos entes ejecutores y la redefinición de las formas de contraprestación, que pasaron a orientarse hacia el fomento de instancias de capacitación individual. Estas transformaciones se fundamentaron en el argumento de que las cooperativas no habrían llegado a “consolidarse”, alcanzando su inserción al mercado, ni habrían favorecido la “inclusión laboral” de las personas que las integraban[8] (Resolución MDSN Nº 592/16). Tal como desarrollamos en otra oportunidad, el trabajo de campo realizado junto a cooperativas creadas a partir del Programa de Ingreso Social con Trabajo pertenecientes a la CTEP/Evita evidenció que la construcción política de estas organizaciones y las trayectorias recorridas por las personas que las integraban habilitaron bases desde las que apropiarse de las cooperativas y responder a las reconversiones establecidas en los programas sociales (Pacífico, 2020). De hecho, el sostenimiento de los trabajos de refacciones sociales y otras tareas realizadas en los barrios bajo una dinámica de organización colectiva, aun en un contexto en que las cooperativas ya no constituían un requisito formal establecido desde el Estado para la permanencia en el programa, constituye una evidencia en esta dirección.
Si los cambios en los programas estatales evocaban una visión más restringida del “trabajo” y la “productividad”, asociándolos mayormente al empleo y a la “inserción laboral” o a la elaboración de productos de alto valor mercantil, los proyectos que quienes integraban las cooperativas ponían en marcha cotidianamente no reproducían estas mismas definiciones. De las interacciones durante el trámite de empadronamiento, se infiere que, según Silvia, la producción agroecológica de verduras podía considerarse un trabajo productivo siempre y cuando permitiera transmitir un conocimiento a vecinos y vecinas y favorecer el consumo de productos de mejor calidad, colaborando en la organización del barrio.
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Tomadas en su conjunto, las reconstrucciones etnográficas precedentes dan cuenta de los modos en que integrantes de organizaciones de la economía popular interactúan con las definiciones de “trabajo” y “productivo” que surgen de la intervención estatal. Los procesos abiertos a partir de la gestión cotidiana de programas estatales ha sido un interesante eje de análisis en la literatura etnográfica sobre los movimientos sociales en la Argentina reciente. Estos trabajos han analizado las tramas de relaciones y sentidos que se articulan en torno a la demanda de planes y la puesta en marcha de prácticas de contraprestación (Colabella, 2012; Ferraudi Curto, 2011; Manzano, 2013; Quirós, 2011; Vommaro y Quirós, 2011). Desde la perspectiva de los movimientos, los programas de empleo transitorio que se aplicaron en nuestro país luego de la crisis de 2001 constituyeron, más que beneficios otorgados por el Estado, objetos de demanda y conquistas producto de la lucha (Manzano, 2013; Quirós, 2011). En esta línea, la gestión cotidiana de programas de empleo transitorio o de combate a la pobreza implicó formas de demanda, distribución y apropiación que recuperó sentidos históricamente asociados al trabajo asalariado, como el mérito, el esmero y el sacrificio (Manzano, 2013).
En nuestros casos de análisis, también observamos que la producción de procesos de organización colectiva se articula con distintas formas de gestión de programas estatales. Tal como evidenciaron los estudios etnográficos previos, las organizaciones que confluyeron en la CTEP/UTEP han tenido una larga trayectoria de interacción con distintas modalidades de intervención estatal generando prácticas políticas que involucraron distintas formas de apropiarse y resignificar las políticas estatales. Las interacciones entre integrantes de las organizaciones y agentes estatales, tanto en relación con la inscripción para el monotributo social como en ocasión de los trámites de re-empadronamiento de titulares del Programa de Ingreso Social con Trabajo, dan cuenta de que quienes forman parte de la CTEP/UTEP no reproducen en sus prácticas cotidianas los lineamientos de las políticas, sino que, tomando los términos propuestos por Deborah Poole (2012), se apropian creativamente del espacio que los marcos normativos dejan abierto para avanzar en sus propios proyectos. La construcción política y las demandas construidas desde la CTEP/UTEP ponen en debate los sentidos comunes asociados al trabajo, complejizando particularmente su asociación con el empleo formal y estable. Las reconstrucciones etnográficas que compartimos en este apartado permiten evidenciar los modos en que esta mirada no solo se hace presente en las demandas por modalidades de intervención estatal y legislación que garanticen derechos para los trabajadores de la economía popular, sino que también hace parte del día a día de las prácticas de quienes integran organizaciones y cooperativas, permeando formas de militancia e interacciones con funcionarios y vecinos. En estas interacciones, la definición de los límites de aquello que se entiende por “trabajo” y “productivo” implicaba impugnar otras formas de acumulación y concentración de la riqueza. “Vivir de rentas” o “producir para los countries” no eran considerados trabajos tan valiosos o satisfactorios de realizar como aquellos que tenían como destinatarios a los habitantes de los barrios. En ambos casos, resulta significativa la forma en que los programas estatales se articulan y solapan con formas de organización barrial que —tal como señalamos— son centrales para la reproducción de la vida e interpelan los límites de aquello que se entiende por trabajo y los modos en que se sopesa su valor. Pero lo que quisiéramos destacar particularmente es que en las interacciones cotidianas con el Estado quienes integran las organizaciones también buscan intervenir sobre las condiciones en que dichos trabajos se llevan a cabo promoviendo formas de organización colectiva y comunitaria entre los trabajadores. Así, no solo ampliaron aquello que debe ser considerado trabajo, sino que han avanzado en sus propias nociones sobre qué trabajos valen la pena.
Palabras finales
Los procesos de organización gremial impulsados por trabajadores de la economía popular han adquirido en los últimos años una creciente relevancia en el debate académico y público. La experiencia de la CTEP/UTEP se ha convertido en una referencia ineludible ocupando las calles, notas periodísticas, artículos o entrevistas. Los estudios académicos sobre estas experiencias mostraron que la apelación a un sujeto trabajador constituyó la base de un novedoso proceso de formulación de demandas por derechos hacia el Estado que ha tenido importantes avances tales como la sanción de la Ley de Emergencia Social y la implementación del Salario Social Complementario. Desde nuestra perspectiva, una de las cuestiones más significativas del proceso de construcción de demandas de este novedoso gremio se vincula con una definición del trabajo que trasciende su tradicional asociación con el salario y el empleo, abriendo camino a complejizar las conexiones entre lo mercantil y lo no mercantil, lo productivo y lo reproductivo, lo laboral y lo comunitario. A partir de la puesta en común de reflexiones que surgen de nuestras investigaciones etnográficas realizadas junto a dos experiencias organizativas nucleadas en la CTEP/UTEP, pusimos de relieve los modos en que este sentido amplio sobre el trabajo no solo configura los modos en que estas organizaciones construyen su discurso “oficial” hacia afuera —modelando declaraciones públicas, materiales de difusión, consignas o modalidades de protesta—, sino también sus formas de construcción política cotidiana y las interacciones con agentes estatales. En las prácticas de personas como Silvia o Fany, la evocación a la tranquilidad o las mejoras en las vidas permitieron trazar una definición de trabajo que ponen el centro en la sostenibilidad de la vida (Carrasco, 2013; Pérez Orozco, 2014) o la construcción de vidas que merecen la pena de ser vividas (Narotzky y Besnier, 2014). Al profundizar en esta conexión entre trabajo y reproducción de la vida, los procesos de organización analizados evidencian los vínculos entre aspectos de la economía que los análisis convencionales tienden a tomar como separados, visibilizando el valor de actividades comúnmente subvaloradas y de las personas que las realizan. Desde distintas perspectivas, se ha señalado insistentemente que las prácticas y relaciones que organizan la reproducción social resultan una condición de posibilidad para la realización de trabajos entendidos usualmente como “productivos” y que la escisión entre estas actividades bajo miradas duales tiene como correlato la invisibilización de las vidas y experiencias de quienes realizan labores que se encuentran menos valorizadas en el mercado.
En las organizaciones de la economía popular, el horizonte de aportar a mejorar las vidas hizo posible la generación de redes de interdependencia, dando lugar no solo a la problematización de modos reduccionistas de comprender el “trabajo” y lo “productivo”, sino también construyendo una apuesta política dirigida a jerarquizar las vidas de sectores de la población que son a menudo objeto de calificativos negativos en los discursos públicos. Puntualmente, las situaciones etnográficas analizadas se sitúan en un contexto atravesado por la implementación de políticas sociales regresivas cuya lógica, centrada en la empleabilidad individual en detrimento de la promoción del trabajo asociativo, se fundamentó en muchos casos en imágenes negativas que enfatizaron en la insuficiencia y falta de productividad de los trabajos desarrollados por sectores populares (Fernández Álvarez, Wolanski, Señorans, Pacífico, Pederiva, Laurens, Sciortino, Sorroche, Taruselli y Cavigliasso, 2019). Aun en dicho contexto desfavorable, las organizaciones de la economía popular desplegaron una construcción política y un trabajo creativo que permitió repensar miradas sobre el trabajo y la producción, y desdibujó fronteras entre lo productivo y lo reproductivo para trazar límites propios y consideraciones acerca del valor y el carácter deseable de realizar determinadas actividades. Así, acciones como sostener una huerta, construir cotidianamente un centro barrial o mejorar las condiciones habitacionales fueron reconocidas como trabajos sumamente valiosos para la reproducción de la vida. Estas formas de valorizar, jerarquizar y disputar qué es trabajo y qué trabajos son socialmente relevantes no solo involucran una lectura de las propias prácticas, sino que también se inscriben en una reflexión que impugna procesos de concentración de la renta y desigualdades estructurales. Así, mientras que se afirma que una changa debe ser valorada como trabajo, se impugna el “vivir de rentas”. A su vez, trabajar “para los countries” —aun cuando deje un rédito monetario— no se valora de igual modo que trabajar para el propio barrio dejando mejoras durables —aunque no remuneradas— para los vecinos. Las actividades vinculadas a la reproducción y cuidado de la vida —tanto en contextos comunitarios o barriales como en relación a las necesidades de integrantes del grupo familiar— y aquellas que buscan producir valor mercantil —confeccionando productos para venderse en el mercado o brindando servicios a cambio de una remuneración— son, así, más que acciones diferenciadas que se complementan, procesos que se entretejen en una disputa por nuevas formas de redistribución y revalorización de los trabajos y del aporte que generan. En definitiva, esta valorización de los trabajos realizados en organizaciones de la economía popular es, ante todo, un llamado a considerar el valor de las personas y de los grupos que lo llevan adelante.
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[1]Notas
Recuperando la estructura organizativa de las organizaciones gremiales, la UTEP organiza su accionar a partir de ramas de actividad, entre las que se encuentran la textil, la cartonera, los trabajadores de los espacios públicos y la socio-comunitaria, entre otras.
[2] Este proceso de confluencia entre las distintas organizaciones que luego conformaron la UTEP tuvo una importante visibilidad en distintas protestas generadas en el espacio público, entre las cuales se destacan las masivas movilizaciones que tuvieron lugar los días 7 de agosto en 2016, 2017, 2018 y 2019. El “día de San Cayetano”, patrono del trabajo en la religión católica, fue elegido para movilizar con la consigna “Paz, Pan, Tierra, Techo y Trabajo”, demandando la sanción y reglamentación de políticas dirigidas a la economía popular y pronunciándose en contra de la política de ajuste que llevaba adelante el gobierno.
[3] Desde 2003 a 2015, se implementaron en nuestro país una serie de políticas públicas que fueron definidas por oposición a las políticas “asistencialistas” y “focalizadas” de décadas previas y se orientaron a la promoción del trabajo asociativo y la creación de cooperativas en la “economía social” (Grassi, 2012; Massetti, 2011). Los programas más significativos por su extensión han sido el Plan Nacional de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la Obra”, en 2003, y posteriormente el Programa Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”, en 2009.
[4] El surgimiento del Salario Social Complementario se encuentra asociado a la Ley de Emergencia Pública N° 27.345, popularmente conocida como la Ley de Emergencia Social, sancionada en diciembre de 2016 a partir de un intenso proceso de demanda protagonizado por la CTEP y otras organizaciones. La implementación de dicho programa previó una transferencia de ingresos equivalente al 50 por ciento de un salario mínimo vital y móvil presentado por las organizaciones como un complemento de ingresos para aquellos trabajadores que desarrollaban su labor dentro de la Economía Popular. Asimismo, la ley estipulaba la creación de un Registro Nacional de la Economía Popular (RENATEP) —hoy en curso de implementación—, cuyo objetivo es promover el relevamiento de los y las trabajadores de la economía popular para efectivizar su acceso a distintos programas estatales dirigidos al sector.
[5] Para ambas investigaciones, las estrategias de investigación adoptadas fueron la observación participante con una frecuencia variable de entre una a tres veces semanales, durante un periodo prolongado de tiempo: entre julio y diciembre de 2016 y posteriormente entre abril de 2018 y diciembre de 2019 para el caso de Señorans (2018) y entre junio de 2015 y enero de 2019 en el de Pacífico (2019). El trabajo de campo implicó el acompañamiento y registro de situaciones variadas de la vida cotidiana, que incluyeron tanto los espacios de trabajo como los barrios, los hogares, jornadas de protesta e interacciones con agencias estatales. Además, en cada caso se realizaron entrevistas abiertas semi estructuradas a integrantes de las organizaciones, en las cuales se buscó reponer aspectos de las trayectorias de las personas y las organizaciones y reconstruir los sentidos que les daban a su participación en organizaciones colectivas.
[6] Proyecto UBACYT “Prácticas políticas colectivas, modos de agremiación y experiencia cotidiana: etnografía de prácticas de organización de trabajadores de sectores populares”; programación 2018-2021, Instituto de Ciencias Antropológicas, FFyL, UBA. Proyecto PICT “Política colectiva, (re)producción de la vida y experiencia cotidiana: un estudio antropológico sobre procesos de organización de trabajadores y trabajadoras de sectores populares en Buenos Aires, Córdoba y Rosario”; programación 2019-2022.
[7] En 2020, con la implementación del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO), estas formas colectivas de reproducción de la vida tuvieron particular relevancia para paliar el impacto que la emergencia sanitaria tuvo en las vidas de los sectores populares. Durante la pandemia, los trabajadores de la economía popular tuvieron que hacer frente a una drástica reducción de sus ingresos debido a las restricciones a la circulación, el cierre de ferias y mercados populares y la suspensión de actividades laborales consideradas no esenciales (Fernández Álvarez, Laurens, Pacífico, Pederiva, Señorans, Sorroche y Stefanetti, 2020; Deuz Marzi y Hintze, 2020; Kessler, 2020). En este contexto, el reconocimiento de las tareas sociocomunitarias como trabajos esenciales para el cuidado y sostenibilidad de la vida cobró mayor visibilidad y ganó fuerza entre las demandas de las organizaciones (Fernández Álvarez, Señorans y Pacífico, 2020; Gago, 2021).
[8] Esta tendencia se consolidó en 2018, a partir de los lineamientos establecidos para el Programa Hacemos Futuro.