Las narrativas locales de la inseguridad como mapa cognitivo. Un estudio en el barrio de Barracas

Local narratives of unsafety as a cognitive map. A study in the neighborhood of Barracas (City of Buenos Aires)

Violeta Dikenstein

https://orcid.org/0000-0001-5953-913X

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales,

Universidad Nacional de San Martín

vdikenstein@unsam.edu.ar

Fecha de envío: 8 de abril de 2021. Fecha de dictamen: 12 de agosto de 2021. Fecha de aceptación: 5 de octubre de 2021.

Resumen

El artículo aborda las narrativas locales sobre la inseguridad de los habitantes de un barrio del sur de Ciudad Autónoma de Buenos Aires. A partir de un estudio cualitativo basado en entrevistas en profundidad, se analizan las características de las narrativas locales sobre la problemática. El trabajo busca aportar a los estudios sobre percepción del delito y la inseguridad, mediante una suerte de doble corrimiento: por un lado, recupera los aportes de estudios sobre narrativas personales; por otro, se inscribe en la sociología de los problemas públicos. No obstante, al centrarse en las narrativas locales (no personales) de un barrio (y no una escala nacional), se profundiza en el modo en que los actores urden narrativas que otorgan sentido e inteligibilidad a la problemática. Así, se hallan dos miradas antagónicas, que trazan diagnósticos diferenciales en torno al “villano” (el delincuente), las causas que generan el problema, así como los responsables de erradicarlo y las medidas que deben implementarse. Las denominamos narrativas macrosociales acerca del problema y narrativas micro y mesosociales.

Abstract

The article addresses the local narratives on insecurity of the residents of a neighborhood in the south of the city of Buenos Aires. The characteristics of local narratives on the problem are analyzed from a qualitative analysis based on in-depth interviews, and from the perspective of the sociology of public problems. From then, this paper seeks to contribute to studies about perception of crime and unsafety, in a sort of double approach: on the one hand, recovering the contributions of studies on personal narratives, and on the other hand, as part of the sociology of public problems. However, by focusing on the local (not personal) narratives of a neighborhood (and not on a national scale), it delves into the way in which the actors weave narratives that give meaning and intelligibility to the problem. Thus, we find two antagonistic views, which draw differential diagnoses around the “villain” (the delinquent), the causes that generate the problem as well as those responsible for eradicating it and the measures to be implemented. We call them macro-social narratives about the problem and micro- and meso-social narratives.

Palabras clave: Inseguridad; Delito; Problema público; Narrativas; Categorías sociales.

Keywords: Unsafety; Crime; Social problem; Narratives; Social categories.

Introducción

La vida social se encuentra asediada por problemas de diversa índole. Desastres naturales, crisis económicas, desigualdades de todo tipo. Nos topamos día a día con situaciones enormemente dolorosas y que difícilmente tengan una solución inmediata. No obstante, en un mundo complejo signado por múltiples eventos de carácter problemático, solo un pequeño número de circunstancias se vuelven tópico de atención nacional, mediática o política. La inseguridad es una de ellas y en los últimos 20 años guarda un lugar destacado en la agenda pública argentina.

Ciertamente, en nuestro país, desde mediados de los años 90, los hechos delictuosos experimentan un crecimiento sostenido (Dirección Nacional de Política Criminal, 2008): se duplicaron las agresiones contra la propiedad alcanzando un pico máximo en 2002 (Kessler, 2014). Luego de ese pico, la tendencia fue descendente, aunque nunca por debajo de los niveles que se alcanzaron 20 años atrás. En este contexto —y a pesar de que, tal como ha demostrado ampliamente la literatura sobre el tema, el incremento y los valores que adopta la victimización no se vinculan directamente con los niveles de preocupación delictiva (Otamendi, 2015; Lagos y Dammert, 2012)—, en nuestro país la inquietud por el delito y la seguridad ha ganado de manera creciente y sostenida (aunque con ciertos vaivenes) un lugar relevante en la agenda pública y en las preocupaciones de los ciudadanos y las ciudadanas(Corporación Latinobarómetro, 2016).

Pero esta problemática no solo trepó en términos de índices numéricos y sondeos, sino que también atravesó un proceso que dio por resultado su consolidación como problema público nacional. En efecto, en las últimas décadas la inseguridad ha pasado a ocupar un lugar primordial en la agenda mediática[1], ha devenido en objeto de discusión de especialistas, en espacio para la consolidación de un sofisticado mercado de la seguridad, en asunto de conversación cotidiano y en foco de demandas de políticas públicas. De manera paulatina, devino en un guion cultural privilegiado para abordar y encuadrar la agenda de la violencia y la seguridad (Galar, 2016).

Ahora bien, ¿de qué modo esta problemática consolidada a nivel nacional es reapropiada en un nivel local-barrial? ¿De qué modo los actores le “dan forma” y urden narrativas sobre el tema? En este artículo, nos proponemos analizar las narrativas que los residentes de un barrio de Ciudad Autónoma de Buenos Aires elaboran en torno a la inseguridad como problema. Nuestro interés yace en indagar las narrativas que tienen los actores acerca de las grandes narrativas que se tejen a partir de los problemas públicos.

En primer lugar, consideramos las implicancias que conlleva el abordaje de las narrativas locales. Luego, destacamos que, del análisis de las entrevistas, se desprenden dos miradas antagónicas sobre la problemática que trazan diagnósticos diferenciales en torno al “villano” (el delincuente), las causas que generan el problema, así como los responsables de erradicarlo y las medidas que deben implementarse. Describiremos primero lo que denominamos narrativas macrosociales de la inseguridad, considerando las teorías causales en juego, el tipo de caracterización sobre la figura del delincuente, así como los actores considerados responsables de resolver el problema y las medidas pertinentes que deberían implantarse. En un segundo apartado, consideramos estas mismas cuestiones en otro tipo de narrativas, que denominamos meso y microsociales de la inseguridad.

Acerca de la estrategia metodológica implementada

El presente artículo se desprende de un trabajo más amplio realizado en el marco de una tesis de doctorado. Allí, nos propusimos analizar los modos en que un problema público nacional es problematizado y vivenciado en una escala barrial (y no en el plano nacional tal como se lo ha indagado tradicionalmente). Así, en virtud de que el foco de interés de la investigación radicaba en la dimensión vivencial y local de un problema público, optamos por trabajar desde una perspectiva cualitativa, donde se procura actuar sobre contextos “reales” y acceder a estructuras de significados propias de esos contextos y de los actores que están allí involucrados (Vasilachis de Gialdino, 1992; Merriam, 2009). Asimismo, el análisis de los problemas públicos conlleva indagar más de un aspecto de la vida social. En efecto, la puesta en forma de un problema de este tipo involucra un proceso de configuración donde la actividad de más de un tipo de actor, en diversos ámbitos, da como resultado la conformación de un problema público. Su análisis, entonces, implica una gran flexibilidad para seguir la tarea que los actores realizan en el mundo social para definir o movilizar demandas y para ofrecer pruebas acerca la relevancia de ciertos temas que son de su incumbencia. El enfoque nos llevó en este sentido: más de un aspecto de la vida barrial ha de ser indagado, aunque, claro está, no son los mismos aspectos que habrían de indagarse en una esfera pública. El trabajo de campo se realizó entre 2015 y 2018 y constó de diversas etapas donde se fueron incorporando nuevas fuentes, actores y dimensiones de análisis. En efecto, se basó en una multiplicidad de escenarios de indagación, técnicas de recolección y análisis de datos: realizamos observaciones participantes en reuniones en comisarías en el marco de un programa de participación ciudadana, “seguimos” y acompañamos en sus actividades a múltiples actores particularmente preocupados por la problemática de la seguridad en el barrio, relevamos casos emblemáticos de delito en el barrio a partir de un relevamiento en la prensa barrial y de entrevistas en profundidad, analizamos foros de seguridad on line donde se discutía sobre la seguridad en la zona y realizamos entrevistas en profundidad a diversos tipos de actores y residentes, que es lo que aquí nos detendremos a analizar.

Como ya mencionamos, nuestro trabajo fue sumamente exploratorio e inductivo, y elegimos el barrio de Barracas en virtud de las características que presentaba. Barracas se ubica en el sur de Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sobre la orilla norte del Riachuelo, frente al municipio de Avellaneda. Con una superficie de 7,6 km2, forma parte de la Comuna 4 junto con La Boca, Nueva Pompeya y Parque Patricios. De acuerdo con los datos arrojados por el censo nacional de 2010, la Comuna 4 contaba entonces con 218.641 habitantes[2]. Respecto de las otras comunas que componen la Ciudad, guarda ciertas particularidades pues, junto con la Comuna 8 (integrada por Villa Lugano, Villa Soldati y Villa Riachuelo) y la Comuna 1 (compuesta por Retiro, San Nicolás, Puerto Madero, San Telmo, Monserrat y Constitución), presenta mayores niveles de precariedad que el resto de la Ciudad. Ciertamente, el 15 por ciento de los hogares presentaban al menos un indicador de NBI, mientras que el 70 por ciento de las viviendas censadas contaban con condiciones insuficientes de calidad constructiva y el 12 por ciento de las viviendas eran casas tipo B[3].

En términos de infraestructura y de trama urbana, la presencia de playas ferroviarias, equipamientos sanitarios[4], áreas industriales y de depósitos, sumado a la Autopista[5] y las vías del ferrocarril General Roca que lo atraviesan, dan como resultado que más del 15 por ciento del barrio está ocupado por barreras urbanísticas con diferente grado de infranqueabilidad (CGPC4, 2009). De este modo, esta fisonomía, en términos infraestructurales y urbanos, se tradujo en un desarrollo diverso que lo vuelve notablemente heterogéneo en su interior. En efecto, la unidad de Barracas en términos administrativos no es tal en términos concretos, pues se trata de un barrio altamente segmentado urbanística y simbólicamente.

En ese sentido, la zona nucleada en torno a las avenidas Montes de Oca y Martín García fue objeto de la inversión inmobiliaria y habitada por los sectores sociales de más ingresos del barrio, lo que asimismo dio lugar a una retroalimentación con los alineamientos comerciales y de equipamientos administrativos y bancarios más importantes del barrio (CGPC4, 2009). En esta zona en particular, en los años 2000 comenzó una tendencia creciente de edificios en altura y torres, de modo que este sector se consolidó como un área valorizada en términos inmobiliarios y poblada por clases medias (Hernández, 2019). Al cruzar la autopista, comienza otro sector del barrio, habitado por sectores menos pudientes y actividades de carácter más local. En este sector, las viviendas bajas conviven con los predios industriales, depósitos, hospitales y playas ferroviarias, distribuidas y encadenadas de forma tal que aíslan el tejido residencial e imposibilitan la conexión al resto del barrio (CGPC4, 2009). Un tercer sector del barrio está integrado por la Villa 21-24, una de las más grandes de la Ciudad, no solo por su extensión sino por la cantidad de población que la habita (CGPC4, 2009). Con una población y una extensión mucho menor, también en el barrio se encuentra la Villa 21-24 y el Núcleo Habitacional Transitorio Zavaleta. A la precariedad en las condiciones de vida, se suma la contaminación, producto de la cercanía del Riachuelo, lo cual genera una serie de padecimientos ambientales para los habitantes (Carman, 2017; Auyero y Swistun, 2008), como la presencia de plomo en sangre, donde los niños son los principales grupos de riesgo.

Como resultado, el barrio es una unidad a los fines político-administrativos, pero en los hechos conforma un conjunto de piezas heterogéneas, desconectadas y signadas por un desarrollo desigual. En efecto, el barrio sufrió lo que Hernández (2019) caracterizó como un proceso de gentrificación selectivo, donde la puesta en valor se realizó en determinadas zonas (cercanas al Parque Lezama y a la Avenida Montes de Oca) y cuyo correlato sería la invisibilización de otros sectores y grupos que lo componen: “las clases populares, los trabajadores no calificados, los pobres, los locos” (Hernández, 2019: 48), es decir, los asentamientos precarios y las zonas hospitalarias. Así, al igual que otros barrios del sur de la Ciudad, se trata de un territorio atravesado por procesos contradictorios que oscilan entre la modernidad y la renovación, por un lado, y el desarrollo de lógicas excluyentes por el otro (Herzer y Redondo, 2008). En definitiva, el barrio conforma un degradé urbano (Segura, 2015): a medida que nos alejamos de la pujante Avenida Montes de Oca y nos aproximamos al Riachuelo, las condiciones de vida desmejoran. Pero también ostenta una fragmentación y segregación territorial que se traducen en modos de segregación social (Prévôt Schapira, 2002).

En este texto, nos detenemos en el análisis de uno de los materiales trabajados en nuestra tesis, basado en la realización de entrevistas en profundidad. A lo largo de la investigación, entre otras técnicas de recolección de datos implementadas, realizamos un total de 40 entrevistas en profundidad, semi-dirigidas, a un total de 45 personas. Partimos de una serie de dimensiones iniciales que nos guiaron en la selección de los casos y, luego, a medida que la investigación se desarrollaba, esos criterios se fueron ampliando. Es decir, implementamos un tipo de muestreo teórico donde no partimos desde cuotas preestablecidas para seleccionar a las personas a entrevistar. Por el contrario, los criterios iniciales para seleccionar a los informantes se fueron multiplicando y enriqueciendo a medida que se desarrollaba el análisis. Bajo esta estrategia, se procura buscar individuos que puedan “brindar información sobre un fenómeno; se trata pues, de alimentar los conocimientos sobre el objeto de estudio, es decir, sobre el fenómeno, a partir de una amplia gama de informantes hasta alcanzar la saturación de categorías” (Delgado, 2012: 34). De este modo, seguimos un proceso de selección flexible que se desarrolló de acuerdo a cómo se iba perfilando la investigación. Entonces, inicialmente comenzamos realizando una serie de entrevistas exploratorias a residentes de la zona “intermedia” del barrio considerando la edad, el género y el nivel educativo, así como personas que hubieran sufrido algún delito. Luego de esa ronda inicial, y en función de la información emergente, comenzamos a diversificar los criterios para las entrevistas: se sumó la búsqueda de entrevistados que ocuparan posiciones institucionales (iglesia, escuelas, periódicos locales, centros culturales) como un modo de ampliar la heterogeneidad de la muestra y multiplicar los puntos de vista. El modo de seleccionar a estos actores se sostuvo en la información sugerida por los entrevistados (ellos mencionaban a las instituciones de relevancia en el barrio) y, así, intentamos llegar a algunos de estos actores de relevancia local. A medida que avanzaba nuestro trabajo, ampliamos la indagación a otras partes del barrio: la zona de Montes de Oca y la Villa 21-24. En la villa fue donde nos encontramos con mayores dificultades de acceso a los datos y logramos obtener solamente cinco entrevistadas mujeres. En ese sentido, consideramos que el inconveniente radicó en el modo de buscar los entrevistados, esto es, por medio de diversos contactos que nos facilitaran el acceso. También logramos entrevistar a autoridades locales (comuneros, funcionarios del Ministerio de Seguridad y Justicia de la Ciudad, comisarios)[6].  

Al entrevistar actores de diversa naturaleza, la guía de entrevistas mutó levemente de acuerdo al tipo de actor en cuestión. En términos generales, procuramos que los entrevistados no supieran que nuestra investigación versaba sobre la inseguridad, nos referíamos a ella como un trabajo sobre Barracas y sus problemáticas recientes. Con esto pretendíamos que el entrevistado sacara a colación el tema por sus propios medios, sin inducirlo directamente en las preguntas que realizáramos. Un primer bloque de preguntas giraba acerca de las percepciones en torno al barrio: sus problemas, sus cambios, sus zonas. Generalmente, en estas primeras preguntas la problemática de la inseguridad salía a colación. Luego, en otro bloque temático, se indagaba sobre casos recientes de delito en el barrio y, en el caso de que hubiere, las repercusiones que provocó. También se consultaba por la percepción del devenir del delito en el barrio: los momentos álgidos o “tranquilos”; las experiencias de victimización de los entrevistados; las experiencias o contactos con las fuerzas de seguridad en la zona; y las experiencias recientes de temor. Otras dimensiones indagadas versaron sobre prácticas y hábitos cotidianos para eludir ser víctima de un delito; la existencia de organizaciones o agrupaciones de vecinos para protestar por la inseguridad; y, finalmente, preguntas más generales sobre sus creencias acerca de la inseguridad como problema: sus causas, las medidas para paliarla, etc. Las entrevistas fueron realizadas en bares de la zona, en los hogares de las personas e, incluso, en sus lugares de trabajo (oficinas, comisarías, comercios), lo cual resultó sumamente productivo tanto para la realización de la entrevista como para la riqueza de trabajo de campo.

Así, a partir de estos relatos, se procuró ir componiendo los distintos matices que hacían a la discusión sobre la seguridad en el barrio bajo análisis[7]. La información obtenida en las entrevistas fue analizada mediante el programa de análisis cualitativo Atlas.ti. El proceso consistió en partir de la clasificación mediante una serie de códigos iniciales y la codificación de todos los datos obtenidos de las entrevistas. En ese proceso, se prestó atención a los temas emergentes que fueran apareciendo y procedimos a elaborar nuevos códigos para clasificar la información.

¿Qué significa narrar? Acerca de las narrativas locales sobre los problemas públicos

El delito, como problema social, ha sido enfocado tanto desde su dimensión “objetiva” como “subjetiva”. En efecto, dentro la tradición académica anglosajona se constató que, aunque relacionados, el crimen y las emociones que suscita son fenómenos de naturaleza diferente y deben ser estudiados en su especificidad. Así fue como la sociología del temor al delito se reveló como subdisciplina independiente respecto del mundo de la criminología y la sociología del crimen a partir de la constatación de que el temor al delito no guarda relación directa con la victimización (Hale, 1996; Bannister y Fyfe, 2001). El temor al delito fue definido de este modo como una reacción emocional negativa al crimen o los símbolos asociados con el crimen (Ferraro, 1995). Por medio de esta definición, se abrió entonces la posibilidad de considerar los aspectos simbólicos vinculados al delito, así como las cuestiones subjetivas asociadas al temor (Hener, 2010). Asimismo, estos estudios descansaron casi exclusivamente en el uso de técnicas cuantitativas (Hale, 1996), de modo que los primeros debates giraron en torno a la definición sobre las preguntas más pertinentes para construir indicadores de medición del temor[8].

Si bien estos estudios constituyen un antecedente relevante, en este trabajo adoptaremos una mirada analítica distinta. Efectivamente, no abordaremos “percepciones” de temor al delito ni las emociones que suscita: nuestro interés reside en analizar las narrativas que las personas tejen para dar sentido al fenómeno de la inseguridad y el delito, lo cual conlleva preguntas de investigación de otra naturaleza. A su vez, la inseguridad y el temor al delito no son fenómenos completamente análogos. En efecto, tal como habremos de constatar en los relatos de nuestros entrevistados y entrevistadas, en la Argentina la inseguridad se asocia con procesos sociohistóricos que signaron al país en las últimas décadas (la crisis económica, el incremento de la pobreza, el crecimiento de barrios precarios, etc.). Asimismo, se asienta sobre el vínculo entre delitos callejeros y pobreza, de modo que excluye otros sentidos posibles, como los vinculados a las inseguridades sociales (protecciones sociales, desempleo, etc.), al tiempo que ocluye y exceptúa otros tipos de delitos (desfalcos, fraudes contra la administración pública, etc.) (Dallorso, 2014).

Desde el plano local, se ha indagado el modo en que el temor y las percepciones sobre el delito han impregnado la vida cotidiana. En este plano, se analizaron los imaginarios y las prácticas en torno a la inseguridad en la vida diaria. Se ha señalado la influencia de los miedos en los usos y la percepción del espacio urbano (Reguillo, 2008; Segura, 2009; Murcia, 1998; Martín-Barbero, 2000, Caldeira, 2000; Rotker, 2000; Corral, 2010), destacando sus derivaciones estigmatizantes en la conformación de estereotipos de otredad, el emplazamiento de determinados lugares como foco del peligro, así como las representaciones sociales y las prácticas que los actores desarrollan ante este fenómeno.

Ahora bien, poco sabemos acerca de cómo los actores urden relatos que otorguen sentido al delito, fundamentalmente en un contexto donde la inseguridad no es una problemática entre otras, sino que se ha consolidado como problema público nacional. Es un tema largamente hablado en otras esferas, existen innumerables relatos, casos, estadísticas, noticias que lo vuelven públicamente compartido y es de esperarse que las personas unan esos retazos de información con sus propias experiencias, en suma, que elaboren sus propias narrativas sobre el problema. Es decir que además de experimentar emociones, desplegar determinadas prácticas preventivas o tener ciertas representaciones acerca del delito, los actores elaboran relatos que ordenan a este fenómeno en una trama mayor.

En ese sentido, narrar es un modo de organizar el mundo y representarlo: tiene una función cognoscitiva. Implica ordenar la realidad compleja, dotarla de significado, seleccionar algunos aspectos y dejar en las penumbras otros. Pero además de un modo de representarlo, la narración construye el mundo y lo evalúa, es una nueva producción de lo real (Klein, 2015). Es decir, narrar es una actividad esencialmente humana (Meccia, 2019): necesitamos hacerlo para movernos en sociedad, comprender lo que ocurre en nuestro entorno o nos ocurrió a nosotros mismos. Narrar es, también, conocer, pues implica dotar de significado a los eventos más diversos para poder interpretarlos: “todo relato nace de la imperiosa necesidad que tiene el hombre de ordenar la experiencia real o imaginada y darle sentido… la narración es, en síntesis, un modo de conocimiento” (Klein, 2015: 10). Se trata de esquemas mediante los cuales los seres humanos le dan sentido a su experiencia (Chase, 2005). Narrar es ordenar, pues implica la construcción de tramas (Meccia, 2019).

Los estudios sobre narrativas en ciencias sociales fueron empleados en gran medida para analizar las narrativas personales (Meccia, 2016 y 2019; Chase, 2005 y 2018), pues allí la figura del narrador coincide con la del sujeto de estudio, que urde la trama de su vida, ordena la secuencia de eventos, los “turning points” de la historia y los personajes que la habitan a partir de la materia que conforma su propia biografía. No obstante, en este trabajo nos interesa analizar las narrativas locales acerca de las narrativas públicas: la historia que se teje a partir de otra historia de carácter público. Antes que la vida narrada, nos centramos en el carácter que asume un problema público cuando es narrado por los actores desde sus vidas cotidianas.

Dentro de la perspectiva de los problemas públicos, los nombres, las categorías, el lenguaje, en suma, el modo en que los problemas son narrados por los actores sociales es de gran relevancia. En efecto, la constitución de un problema público está estrechamente ligada a la actividad de denuncia realizada por individuos o grupos u otro tipo de actores colectivos (Pereyra, 2017). Dicha actividad da lugar a la conformación de demandas donde se construye una trama acerca de la situación considerada problemática. Así, para reconocer una situación y juzgarla como inquietante es necesario un sistema de categorías que defina una realidad que identifica determinadas situaciones como problemáticas en desmedro de otras (Guerrero, Márquez, Nardacchione y Pereyra, 2018; Loseke, 2007).

Son muchas las implicancias al considerar el carácter narrativo de las demandas. En principio, en su elaboración se trazan nexos causales, se señalan culpables, víctimas y responsables en resolverlo. En efecto, mediante operaciones de tipificación, se construyen tipos sociales de personas:

“La articulación de un problema social conlleva, en muchas ocasiones, la emergencia de culpables y de víctimas, de «normales» y de «desviados» y provoca flujos de sentimientos de veneración o de desprecio, de celebración o de condena, de devoción o de burla… No puede darse una percepción de los problemas sociales sin que se establezca una distribución de roles: de héroes, de villanos, víctimas y bufones”. (Holstein y Miller, 2017: 30; traducción propia)

Al enunciar el problema, las categorías que componen su narrativa nos exigen ver nuestro entorno de un modo particular, pues requieren ver similitudes entre las cosas, situaciones o personas que son, objetivamente hablando, increíblemente diversas (Loseke, 2007). Estas categorías son morales porque señalan un daño, algo que está mal y que no debería ocurrir. En definitiva, las categorías públicas pueden funcionar como un mapa cognitivo: convierten al mundo en un lugar dotado de cierto orden, moralmente compresible.

Así como los problemas públicos cobran vida en la esfera pública, en la esfera local o cotidiana adquieren potestad para nombrar la experiencia. Desde la perspectiva de la sociología de los problemas públicos, se presume que una vez que un tema deviene exitosamente en problema público, guardará también implicancias en la vida práctica. En efecto, las historias a las que el problema da lugar son narrativas públicas que pueden convertirse en sabiduría popular (Loseke, 2007). Como tales, esas narrativas se componen de una trama integrada por personajes —víctimas y villanos, buenos y malos— y responsables encargados de resolverlo. Esta trama contempla, también, nociones de causa y efecto: las víctimas sufren a causa de algo. El guion del problema público construye imágenes tipificadas para dotar de inteligibilidad a su ocurrencia y, a diferencia de la experiencia práctica, son pocos los matices y la complejidad de los personajes que lo componen. A su vez, no se trata de cualquier tipo de historia: son historias morales (el villano obra mal), son sobre temas culturales que son violados e injusticias que le ocurren a buenas personas, y eso no puede ser tolerado (Loseke, 2007).

Ese tipo de historias se formulan en el seno de la configuración de los problemas públicos en la escala nacional. Pero entre ese plano y la esfera local hay un hiato. La aplicación del problema como modo de categorizar la experiencia por parte de los actores prácticos no es inmediato ni acrítico. Así, el trabajo de los sujetos cotidianos consiste en evaluar si aquello que observan en el curso de sus vidas coincide con lo que el problema supone. Ahora bien, más allá de si los actores categorizan o no su experiencia aplicando las categorías propias de la formulación del problema, lo cierto es que estos tienen opiniones e ideas acerca de aquel: toman posición, lo critican, se distancian, o bien, adhieren a la gravedad que entraña. Los problemas públicos ocupan un lugar en las reflexiones cotidianas, pues nos llegan por múltiples canales. De este modo, así como los problemas públicos contienen narrativas, los actores prácticos elaboran narrativas acerca de esos problemas.

En el plano local, las narrativas de la inseguridad tienen características propias. Como toda narrativa, promueve una reorganización simbólica de un mundo desorganizado (Caldeira, 2000), en este caso, por la delincuencia, pero también por procesos más amplios que signaron al país en las últimas décadas. De esta manera, como habremos de observar, estas narrativas abordan el delito y, con ello, construyen imágenes tipificadas que a veces pueden abonar en prejuicios y categorías que tildan a algunos grupos como peligrosos. Pero también, al tener una función cognoscitiva, los actores tienen anhelos de comprender el porqué del problema y, para ello, urden teorías causales donde aventuran hipótesis más amplias que exceden a lo delictual. Así, al hablar de la inseguridad, hablan del delito, hablan de los delincuentes y de los procesos más amplios que los llevaron a delinquir, como también de las soluciones que consideran necesarias para que el problema deje de existir.

Hallamos que estos relatos pueden ordenarse en dos grandes ejes argumentativos, en algún punto, antagónicos: aquellos que señalan como causa del problema a la desigualdad social y aquellos que ponen el acento en otros factores causales, tales como las familias disfuncionales, una educación deficitaria o las características del individuo mismo. Este hallazgo está en sintonía con otros estudios locales del fenómeno. En efecto, Kessler (2009), en su trabajo sobre el sentimiento de inseguridad, destacó que aquellos entrevistados con un nivel preocupación mayor asociaban a la inseguridad con los inmigrantes, la subversión, las villas miseria, etc., y diagnosticaban, entre otras cuestiones, un accionar más punitivo. Por su parte, quienes expresaban menor preocupación por la inseguridad asociaban al problema con la corrupción de las fuerzas de seguridad e incluso relativizaban la existencia del problema. En el mismo sentido, Focás (2016a) halló que en los repertorios discursivos de sus entrevistados se traslucían diversas cuestiones que gravitaban desde una mirada progresista, que postula la necesidad de mayor educación, la urbanización de los barrios precarizados y la recomposición salarial, hasta una mirada neopunitiva.

En este artículo, entonces, reconstruimos estos relatos como narrativas del problema: las causas a los que se atribuyen, las lecturas morales en torno de los personajes que cometen el delito, así como las medidas que son consideradas necesarias para resolverlo. Como mencionábamos, encontramos que nuestros entrevistados elaboraban relatos más o menos articulados y relativamente antagónicos. Quienes abonan a una u otra vertiente, apelan a un abanico de actores distintos como responsables del problema, así como tampoco se caracteriza del mismo modo al delincuente. Cabe destacar que esto no significa que los actores presenten narrativas coherentes y que quienes apelan a los orígenes sociales del delito, por ejemplo, no contemplen razones de índole individualista en el accionar criminal. Son, en todo caso, dos grandes matrices narrativas que pueden ordenarse de acuerdo a estos ejes. A su vez, los entrevistados que apelan a estas narrativas diferenciales presentan ciertas características sociodemográficas y etarias, pero es probable que las ideas políticas previas (Kessler, 2009) orienten a los entrevistados a volcarse a una u otra vertiente.

Las narrativas macrosociales de la inseguridad

Un amplio abanico de entrevistados señala factores macrosociales para explicar la existencia del delito: jóvenes, adultos y adultos mayores; hombres y mujeres; habitantes de distintos sectores del barrio (desde los más pudientes hasta los residentes de la Villa 21-24); con estudios superiores completos, incompletos o sin estudios universitarios; profesionales y jubilados; a pesar de estas diferencias sociales y biográficas, apelaron a este repertorio. No obstante, a pesar de esa heterogeneidad a primera vista, estos entrevistados comparten algunas características. En efecto, tienen ocupaciones que comparten cierta orientación: encontramos trabajadoras sociales, docentes, un cura, una médica, una cuidadora de personas mayores, comunicadores barriales, un dramaturgo[9]. Procederemos a describir en qué consiste dicho repertorio, con qué piezas los entrevistados construyen esta teoría nativa que invoca factores macrosociales como explicativos del delito.  

Dentro de esta constelación, se considera que la inseguridad se origina en un factor contextual a causa de las desigualdades que signan nuestras sociedades contemporáneas: “Para mí, el que es ladrón no es que se levantó un día y dijo «soy ladrón», ya viene de una escuela, de un entorno, de un contexto” (Laura, 63 años, jubilada). Las brechas entre pobres y ricos, la falta de oportunidades para los sectores desaventajados, la “ausencia del Estado” para ocuparse de los más humildes, las generaciones de personas excluidas del mercado laboral que dieron como resultado la reproducción de una “cultura del no trabajo”, así como las características de las sociedades capitalistas contemporáneas, que generan deseos de consumo que no todos están en condiciones de satisfacer, son algunas de las causas sociales o socioestructurales que nuestros entrevistados aventuran. “Cuando los pibes que salen a robar son los más vulnerables, en seguida veo la ausencia del Estado, no me sale ver otra cosa”, nos dice Josefina (41 años), una periodista que desde hace años trabaja en un medio barrial. De este modo, aquel que delinque lo hace porque emerge de un contexto poco fértil para poder elegir entre otras opciones: “No pienso que sean personas culpables de lo que están haciendo, sino producto de un sistema” (Luciana, 28 años, trabajadora social). Como podemos observar en el testimonio de Luciana, este repertorio entraña una suerte de exculpación del sujeto que comete el delito, pues se trata de un producto de un sistema injusto que no habilita un desempeño equitativo a todos sus miembros. En este sentido, hallamos que los delincuentes son narrados de un modo particular entre quienes sostienen estas teorías nativas.

Valentina (39 años) es de origen paraguayo y vive en la Argentina hace 19 años. Actualmente reside con su marido y sus tres hijos en el barrio San Blas, en la Villa 21. Culminó sus estudios secundarios en un bachillerato popular, hizo un curso de auxiliar de acompañante terapéutico y trabaja al cuidado de una mujer mayor. Valentina define a la inseguridad como:

“La total ausencia del Estado… de no ocuparse de realidades de las personas humildes. Que los empuja a delinquir a los chicos. Porque acá, como te digo, no hay escuelas, no hay colegios, no hay esparcimiento. El hacinamiento y la falta de cosas, esas carencias de vivir todos los días, que te falta, que te falta y no te alcanza”. (Valentina, 39 años, auxiliar de acompañante terapéutico.)[10]

Nahuel es un empleado del Gobierno de la Ciudad de 29 años. Sostiene que la inseguridad debería llamarse “violencia social”, pues “ignorar problemáticas sociales es también una forma de violencia” y “el mismo ladrón tiene, me parece, una vida mucho más insegura que la nuestra… la inseguridad de ellos es más terrible”. En ese sentido, interpreta que:

“Claramente, el negro que te chorea con un fierro es el último eslabón de una cadena bastante grande, y me parece que es parte de… la primera responsabilidad la tiene el Estado, es el que tiene que brindar un montón de garantías como para que las personas no se vean obligadas a delinquir”. (Nahuel, 29 años, empleado público.)

Si hay un “último eslabón”, significa entonces que hay otro que está primero. Ciertamente, los entrevistados que atribuyen a causas sociales el origen de la delincuencia suelen distinguir entre “niveles”: el “delincuente de más abajo” y el “de más arriba”. En ese sentido, Luciana reflexiona que:

“Los delitos que más pueden dañar a una persona pueden llevar caras y pueden estar más ligados a que lo haga una persona de bajos recursos. Los delitos que no dañan a alguien tan específico sino a la sociedad en general, y consecuentemente a la gente, son los delitos de cuello blanco o digamos los delitos a los que no les conocemos cara. Entonces yo creo que está muy asociada la idea de la inseguridad al robo puntual y a la cuestión como más anecdótica; cuando se habla de delito no se piensa en esto más macro que repercute en la sociedad toda”. (Luciana, trabajadora social, 29 años.)

Luciana es trabajadora social y ejerce su profesión en una defensoría. Según Luciana, la causa de la inseguridad es “algo más estructural, el sistema”, y, como observamos en el fragmento anterior, insiste en distinguir “los delitos con cara de los delitos más macro, de los delitos de cuello blanco”. Por un lado, se encuentra el delito “chiquito” o “con cara”, que estaría encarnado en la figura de “los pibes”, es decir, los delincuentes jóvenes y pobres. Mientras que, por otro lado, en un nivel menos asequible, intangible en la vida cotidiana, se encuentra el “delito sin cara”, mucho más dañino, pues su impacto es “estructural”: afecta a la sociedad toda.

La misma distinción realiza Macarena (29 años), que es médica especializada en Neumonología.

“En realidad, para mí hay dos tipos de delincuencia, la delincuencia que te afecta más directamente y que vos tenés una consecuencia, hay una consecuencia directa, el que viene y te roba, y después están los que delinquen desde más arriba, que te están todo el tiempo robando”. (Macarena, 29 años, médica.)

De este modo, la entrevistada considera que el delito más próximo, el de “más abajo”, tiene consecuencias inmediatas y tangibles, mientras que quienes delinquen desde “más arriba” lo hacen con otra temporalidad: menos episódica y efímera, de manera constante. En ese sentido, Astor, un empleado estatal de 59 años, supone a su vez que el delito de más arriba supone o provoca otra serie de delitos: “El delito está vinculado a la pobreza. En el sentido… hay tipos que están obligados a afanar. Después hay un delito… el de guante blanco, ¿no? Esos son los que después provocan los otros delitos”. Como observamos, en esta narrativa se distinguen escalas del delito con niveles de impacto diferenciales: desde lo alto, desde arriba, los delitos se cometen de modo constante, y su correlato implica una concatenación de otros delitos que continúan en descenso, “hacia abajo”, hasta llegar al “último eslabón”. Pero algunos entrevistados van más allá y “le ponen cara” a esta delincuencia que se ejerce en las alturas.  

“Y yo, o sea, lejos del prejuicio de la gente, cuando me hablan de un delincuente me imagino más un Odebrecht[11], un Macri que un pibe chorro, por la cantidad de plata que roban, por cómo lo hacen, por los lugares que ocupan… los verdaderos delincuentes son los empresarios, políticos corruptos, esos son. Después chiquitaje, qué se yo. O sea, a mí me decís delincuente y yo me imagino un chabón de traje, arito de oro, en auto de alta gama viviendo en Nordelta, qué se yo, más en la línea Pablo Escobar. Porque realmente la delincuencia pasa por ahí, la venta de droga a gran escala, el contrabando no solo de drogas, de todo, a mí delincuente se me aparece la cara de Stiuso[12]. El mayor contrabandista del país. No me vengan a hacer cree que el pibe de gorrita es el delincuente modelo porque si hay alguien que rompe la ley y saca provecho… la verdad que, comparemos las sumas que roban. Hasta Niembro[13] es más ladrón que un pibito chorro, ¿qué pibe chorro roba 20 millones de pesos como robó Niembro? O sea, huelen bien, ¿viste?, son delincuentes con perfume, manicura, cama solar, ¿no?, que no se ensucian las manos… Para mí, delincuente es Macri. El gran estafador del Estado, la patria contratista… ¿Cuántas cuentas offshore tiene Macri? ¿Y me quieren vender que el pibe chorro es el problema de la sociedad? La figura del delincuente es muy estigmatizadora, tiene que ver con los criollos, con los negros verillos, los otros, bueno, la saben hacer, es la viveza”. (Juan, 32 años, operador técnico de radio.)

Al igual que Juan, Malena (23 años) considera que la figura del delincuente en nuestras sociedades tiene connotaciones altamente estigmatizantes. Malena trabaja en el Estado y militó en el Movimiento Evita. Como mencionábamos, también ella sostiene la necesidad de distinguir niveles y señala sujetos puntuales para encarnar esta delincuencia de “más arriba”:

“Para mí, delincuente puede ser el que roba, pero no necesariamente le pongo la cara de un pibe de un barrio, de una villa, o sea, también…

¿Qué cara le pones?

La de Mauricio Macri, ¿entendés?… lo que realmente es delincuencia va por todos los ámbitos, no solamente del choreo, pungueo de un celular, sino lo que están haciendo, sobre todo, los que están haciendo plata, los que roban pero de guante blanco, como, ese tipo de cosas, los que hoy están viviendo a costa de los recortes nuestros...”. (Malena, 23 años, empleada pública.)

 

De este modo, estos entrevistados, que evocan causas estructurales para comprender el delito, también señalan ciertos actores que operan desde esas escalas y posiciones para delinquir. Una delincuencia “macro”, a veces invisible, otras veces ocupada por sujetos del poder, cuyo proceder tiene por efecto acrecentar o perpetuar las desigualdades sociales que nos caracterizan. Como afirma Caldeira (2000: 2), para el caso de la sociedad brasilera, el habla del crimen es un modo particular de articular problemáticas y transformaciones sociales que atraviesan al país: “promueve una reorganización simbólica de un mundo desorganizado”, ya que el crimen “ofrece imágenes para expresar sentimientos de pérdida y decadencia social […] elaborando prejuicios y creando categorías que naturalizan a algunos grupos como peligrosos”. Aunque en este caso nuestros entrevistados se resisten y disputan aquel sentido naturalizado que asocia el delito con los grupos socialmente marginados, lo cierto es que estas narrativas articulan este fenómeno con procesos mayores que atravesó la sociedad argentina en las últimas décadas: “al asociar en su narrativa el momento del crimen con la ocurrencia del plan económico y el colapso de su mundo, el narrador revela cómo el crimen, la crisis económica y la decadencia social se interconectan en las percepciones”, de modo que “las discusiones sobre el crimen casi siempre conducen a reflexiones sobre el estado del país” (Caldeira, 2000: 27 y 53).

Ahora bien, en la distinción entre el delincuente “de más arriba” y el de “más abajo” se juega, también, una suerte de inculpación y exculpación moral, respectivamente. En efecto, el de “más arriba” genera un daño mayor: maneja otro nivel de información y, desde las alturas, opera a sabiendas del perjuicio que ocasionará a todos los que se encuentran “por debajo”. Por el contrario, el delincuente de “más abajo” se ve empujado a delinquir, urgido por la necesidad. Según Werneck (2013), toda la sociología de la moral es, en última instancia, una sociología de la agencia. Invirtiendo los términos, podemos afirmar que toda sociología de la agencia y la estructura conlleva una lectura moral. Aquí, el delincuente del llano, desde esta lectura, está exculpado moralmente: pasa carencias e incurre en el delito por cuestiones de fuerza mayor, las estructuras lo llevan a delinquir. Por el contrario, el delincuente que opera desde la cúspide podría elegir obrar de otro modo, pero no lo hace. Es más, sabe lo que hace, tiene un nivel de conciencia mayor y eso también tiene implicancias morales:

“Cuando alguien hace un juicio moral de otro y/o incluso le lanza una crítica o acusación, lo que está haciendo es señalar la capacidad del otro para decidir conscientemente el curso de acción […] En otras palabras […] el otro sabía muy bien lo que estaba haciendo”. (Werneck, 2013: 205; traducción propia.)

Responsabilidad causal y política en las narrativas macrosociales

Como venimos observando, en estas narrativas los entrevistados trazan un diagnóstico acerca de las causas del problema asociado a cuestiones macrosociales. Pero, además de señalar las causas, designan a determinados actores como responsables y a ciertas medidas como pertinentes para solucionarlo. En términos de Gusfield (2014), se trataría de asignar una responsabilidad causal, esto es, intentar responder a la pregunta acerca de cómo es posible que haya acontecido el problema. Esta es una cuestión de creencia y cognición, afirma Gusfield, pues la atribución de causalidad o responsabilidades causales conlleva ordenar ciertos eventos de tal modo que den cuenta de la existencia del problema. Como observamos, nuestros entrevistados asignan esa responsabilidad causal a sectores del poder —empresarios, políticos— que incurren en un accionar delictivo que conlleva malestar, desigualdad y, como consecuencia, la comisión de otros delitos “más abajo”. También está el Estado como parte causante del problema: por acción u omisión, tiene como correlato la desatención de sectores vulnerables, que, como consecuencia de esta falta de atención del Estado, se verán empujados a delinquir.

Hay también otros actores tildados de responsables causales del problema: las fuerzas de seguridad. En efecto, son caracterizadas como violentas, impunes y co-partícipes de la delincuencia, pues “sin su ayuda no hay forma de que el crimen, que la inseguridad esté”, dice Agustín (28 años), empleado en una imprenta familiar. Lo mismo opina Héctor, un archivista de YPF, de 59 años: “la cana está metida en el 90 por ciento de los robos… muchos de los policías son ladrones”.

A este rasgo corrupto, se añade el ejercicio desmedido de la violencia que redunda en casos de gatillo fácil y violencia policial. Ciertamente, este aspecto menciona Josefina:

“Si te entran a los tiros en el barrio los policías y matan dos vecinas, si todavía están parando a los pibes para bardearlos… No tengo buenas experiencias con los policías, digo, como para no verlos de ese modo, liberan zonas, las veces que hablamos de la policía fue para contar que liberaron una zona y que por eso mataron a un pibe… esa es la inseguridad…”. (Josefina, 41 años, periodista.)

En ese sentido, Catalina (22 años), una estudiante de Trabajo Social, expone un rechazo categórico a esta fuerza: “yo prefiero que me afanen a tener que hablar con un policía, perdón si tenés algún familiar policía… matan pibes de mi edad, no hay chances… No creo que la seguridad me la vaya a brindar la policía”.

Otro actor señalado como responsable no del delito sino de la inseguridad, son los medios de comunicación. En efecto, son tildados de “operar” para instalar la preocupación sobre el problema:

“Le han hecho mucho daño a la gente los medios de comunicación… canales de noticias que todos los días te bombardean. Entonces, en un asalto mataron un tipo y te lo repiten tantas veces que vos, cuando llegás a tu casa, pensás que murieron quinientas personas... Yo creo que todo ese miedo es muy a propósito… Creo que nada es casual”. (Astor, 59 años, Jefe de Departamento en el GBA.)

Como afirma Focás (2016b), una mirada crítica y cuestionadora distancia a las audiencias de los medios de comunicación porque saben que los medios son empresas, con intereses ideológicos y políticos. Así, los entrevistados acusan a los medios de efectuar un enfoque selectivo de la problemática, donde se restringe el sentido de la inseguridad asociándola netamente al delito (y no a otro tipo de inseguridades), así como se señala a los sectores populares como los únicos que incurren en la delincuencia.

Estos diagnósticos y atribución de responsabilidades causales entrañan, también, el trazado de soluciones pertinentes para resolver el problema. Ciertamente, el orden cognitivo que emerge con la definición del problema no se agota con la calificación de la situación perniciosa, sino que se extiende también a las ideas de su alterabilidad: el problema es doloroso y debe modificarse y, para ello, los actores elaboran cursos de acción imaginarios para resolverlo, lo que entraña también la construcción de futuros probables (Loseke, 2007). De manera que esta construcción involucra la definición de los responsables políticos (Gusfield, 2014), es decir, la persona o dependencia obligada a hacer algo al respecto: “construye una línea de acción (qué debería hacerse) y construye la responsabilidad (quién debería hacerlo)”, de modo que “legitima determinadas soluciones (y no otras), construye ciertos indicadores de éxito (y no otros), y asigna a determinadas personas (y no otras) la responsabilidad de cambiar la situación problemática” (Loseke, 2007: 98; traducción propia).

Como es de esperarse, las medidas imaginadas por los entrevistados que sostienen el nexo entre el delito y la cuestión social se asocian a la promoción de igualdad de oportunidades para todos los sectores.

“Darle oportunidades en la sociedad a todo el mundo. Insisto, en la medida que la gente levante su nivel social, esto [el delito] es más raro… El tema de la represión supongo que como cuestión preventiva puede llegar a aparecer, pero es como un parche: vos tenés una hemorragia y le hacés un torniquete, eso aguantó un tiempo pero en un momento explota”. (Astor, 59 años, Jefe de Departamento en el GBA.)

“Acortar la desigualdad social”, “equiparar las posibilidades de todos”, “incluir gente”, brindar a los sectores rezagados de la sociedad la posibilidad de “proyectarse a futuro” serían, entonces, las acciones necesarias para resolver la problemática.

“Poner más fuerzas de seguridad no soluciona el problema de fondo, que es estructural, que es lograr, muy a largo plazo, generar otras condiciones sociales, donde se pueda la persona desarrollar, donde haya condiciones suficientemente favorables para que vos puedas formarte, que el día de mañana puedas tener un salario digno”. (Alan, 37 años, vicario parroquial.)

En todos los casos, el Estado es el motor principal, el actor protagonista para introducir ese cambio necesario, es decir, el responsable político de resolver el problema.

Las narrativas meso y microsociales de la inseguridad

Hasta ahora recuperamos las posturas que asocian el delito con las injusticias y desigualdades de nuestras sociedades actuales, la falta de trabajo y la crisis económica que redundan en la marginación y la pobreza de los sectores postergados. Hay, sin embargo, otros repertorios para interpretar el problema que no se asocian tan directamente con aquello que llamamos las causas sociales del delito.

Aquí, hallamos que nuestros entrevistados destacan otros factores como causantes del problema: la educación, la familia y “la droga”. A veces discurren sobre estos factores y le otorgan más peso a uno que a otro. Sin embargo, los tres son mencionados a la hora de reflexionar sobre el tema. Es decir que el acento aquí no estará en las grandes estructuras como fuerzas que empujan a los sujetos a delinquir, sino que se apelará a instancias intermedias, mesosociales y, en algunas oportunidades, al carácter individual o patológico de los actores. Florencia (29 años) es abogada y trabaja en una empresa de seguros. Considera que la droga es un “factor fundamental” para comprender el delito: “muchas veces, cuando afanan a alguien, te das cuenta de que estaban drogados”; no obstante, considera que la falta de educación no tiene tanto peso para empujar a una persona hacia el delito:

“La educación, no, para nada. O sea, a ver, mi viejo hizo hasta tercer grado, o sea que no es un tipo que tuvo una educación como la mía. Me parece que eso no te va a hacer a vos un chorro… no me parece que una persona sin educación necesariamente es la que genera inseguridad”. (Florencia, 29 años, abogada.)

La entrevistada descarta también a la pobreza como otro factor causal y le otorga peso a la contención familiar:

“Más que nada, la formación familiar, la contención… hay gente que está sin laburo y no me la imagino robando. Ok, en situación extrema, hay gente que lo hace para comer, pero esos son los menos. Y en ese caso, hay gente que pide, no gente que roba, porque va en contra de sus principios, de su moral, de su ética... no lo toleraría, no lo aceptaría, no creo que caiga en eso”. (Florencia, 29 años, abogada.)

Como podemos observar, Florencia comienza a deslizar la decisión individual a pesar de las circunstancias adversas que atraviesan los individuos: hay sujetos, afirma, que, más allá de la pobreza, no incurrirían en el delito porque su moral no se los permitiría. Esta cuestión no estaba contemplada en nuestros entrevistados que abonaban a las causas sociales del delito: los individuos que delinquían eran resultado de un contexto de suma adversidad que los empujaba al accionar ilegal. Pero para Florencia y, como veremos, los otros entrevistados que no asocian tan claramente la desigualdad social y sus derivas con la delincuencia, la capacidad de decidir de los individuos está contemplada en sus explicaciones sobre el fenómeno.

Como decíamos, la familia es un vector explicativo fundamental en esta perspectiva. En ese sentido, Horacio (82 años) considera que existe la inseguridad porque “hay muchos jóvenes que no hacen nada, que están en la casa y no vieron trabajar a nadie de la familia”.

Hay un grupo particular de entrevistados que comparten este punto de vista que estamos describiendo: los vecinos activistas. Se trata de Susana, Carlos, Miguel, Beto e Isabel, quienes presentan ciertas lecturas comunes sobre las causas de la problemática de la inseguridad. En efecto, la familia, la educación y “la droga” son elementos centrales en la explicación sobre el problema. Por ejemplo, Carlos afirma con vehemencia:

“Estoy convencido, y creo que va a ser difícil que me convenzan de que solamente la delincuencia viene por un problema de pobreza, creo que el problema es más profundo, y viene de dos lados: educación, contexto familiar, y droga… No solamente origen de la pobreza… yo creo que la educación es el puntapié inicial, ¿sí? El contexto familiar.” (Carlos, 59 años, comerciante.)

“La educación empieza por casa”, afirma Beto (50 años), un comerciante que tiene una regalería. Luego, prosigue, “viene la escuela”, donde las personas deben incorporar “los deberes, los derechos y las obligaciones que tenemos”. Pero, según Susana, la educación en los colegios es deficiente y esto tiene un nexo con la inseguridad:

¿Cuál es la causa de la inseguridad, entonces?

La falta de educación. Hay mucha gente ignorante en el mundo, o sea, los colegios, vos fijáte cuando visitamos el plan de la secundaria, que le pagaban a los padres, de las villas sobre todo, para que los chicos estudiaran. ¡Obligarlos a estudiar porque la mitad de los chicos no saben leer ni escribir! Les pagabas, cobran el subsidio y no los mandan al colegio. Entonces crecen ignorantes. Así de ignorantes no pueden trabajar en nada y ahí salta la inseguridad”. (Susana, 62 años, jubilada y pensionada.)

Sin embargo, Isabel (78 años), una contadora jubilada, no considera que la educación sea el factor causal del delito:

“Estoy convencida de que no es un problema de educación… Pienso que el delincuente ya estructuralmente lo lleva adentro, el hecho de delinquir, porque una persona, a ver, lo siente, o lo lleva la droga o lo lleva el entorno, aunque no se drogue, la vida fácil, la falta de… de la familia, la familia es fundamental… Hoy lamentablemente lo que te lleva a delinquir es la droga… Pero el que delinque, el que lo lleva a delinquir son muchos los factores en realidad. Interviene el alcohol, interviene la droga, interviene el entorno familiar, interviene que no van a la escuela, entonces ahí empezamos con educación… ese chico, por más que lo mandes a la escuela, llega a su casa y tiene un entorno… y el entorno es la familia”. (Isabel, 78 años, jubilada.)

Desde la perspectiva de Isabel, hay, entonces, dos opciones: o el entorno desfavorable propicia la actividad delictiva, o bien la persona ya “lleva adentro”, “estructuralmente”, la inclinación hacia el delito. De aquí se desprende, entonces, otra alternativa distinta acerca del modo en que el delincuente es narrado respecto de aquellos que sostienen las causas macrosociales del delito. En efecto, si dentro de las narrativas de estos últimos el delincuente es producto de un contexto adverso que lo empuja a delinquir, aquí, entre estas teorías que apelan a otras fuentes para explicar la delincuencia, pareciera que ciertos sujetos ya llevan en su interior esta predisposición: “delinque el que tiene por allí algún problema mental que lo lleva a delinquir… Hay gente que mentalmente es agresiva, es mala”, afirma Isabel.

En esta línea, Beto describe al delincuente como:

“Un tipo sin corazón. Tan simple y tan complejo como eso… un desprecio por la vida… A un pibe que le sacan un auto y le pegan un tiro, una moto y le pegan un tiro. Entonces, desprecio por la vida, por el otro, no sentir nada. No intentar hacer nada”. (Beto, 50 años, comerciante.)

La alevosía, la capacidad de cometer actos que dañan a los otros y que, incluso, pueden terminar con la vida de otra persona los convierte en “una persona que no tiene moral. No le importa su familia. Y no lo hace por una necesidad de dinero” (Susana, 62 años, jubilada y pensionada). El peso en estos testimonios está inclinado entonces hacia las características personales de aquel que comete un acto delictivo. En definitiva, a diferencia de aquellos que acentúan el origen macrosocial del delito, la lectura del acto delictivo que aquí opera es moralizante: el acto es dañino y el actor que lo realiza es culpable y malvado al obrar de ese modo.

Responsabilidad causal y política en las narrativas meso y microsociales

¿Quiénes son, dentro de esta matriz narrativa, los responsables de resolver la problemática? El Estado y la policía siguen siendo mencionados como responsables, aunque con matices particulares. En efecto, la policía no es tildada aquí de violenta ni de actuar en connivencia con el delito, sino que es responsable por ser “permisiva”, aunque también se reconocen las dificultades que entraña su labor:

“En la policía, el que paga es el que está abajo… cualquiera habla mal del comisario y va y lo comenta arriba en el nivel policial, al comisario lo mueven… ellos viven apretados, en este momento viven apretados por el vecino, y eso es lo que a mí me molesta.

¿Porque lo puede desplazar?

Claro. Entonces el tipo, el tipo vive ¿viste? con los temores… preocupado.” (Isabel, 78 años, jubilada.)

De este modo, en estas circunstancias, no pueden ejercer su tarea correctamente. Isabel se lamenta de que no sigan vigentes los edictos policiales[14], pues, gracias a ellos, “cuando un policía estaba en una esquina, venía un tipo que venía medio dudoso, cruzaba y le pedía los documentos”. Considera que la policía tiene la destreza de distinguir a los delincuentes del común de los ciudadanos: “un policía lo ve a un tipo y sabe si es delincuente o no”.

También hay otro actor que aquí es mencionado como responsable del problema: los jueces.

“[Son] poco profesionales y poco seres humanos. Porque yo a un juez le digo, aquel juez que dejó libre a este chacal que ya había violado un par de chicas y después terminó con la vida de esta pobre piba, decirle qué pensaría él siendo juez si le hubiese tocado un ser querido, qué hubiera hecho él con ese victimario, si le hubiese dado la libertad. Yo ya sé que hubiese pedido pena de muerte, que acá en Argentina no hay”. (Beto, 50 años, comerciante.)

Es decir, los jueces son “poco profesionales” por dejar en libertad a “chacales”, delincuentes violentos que luego reinciden y terminan asesinado a personas inocentes. De este modo, abonarían el problema de la inseguridad. En ese sentido, según estos entrevistados, no puede haber errores de interpretación de las leyes: “un juez no puede tener una ley y tener una interpretación de la ley que no fuese tal cual, digo, el juez tiene que regirse por una norma y lo que es una ley, no podemos andar con grises” (Beto, comerciante, 50 años); “una ley no puede estar liberada al criterio de una persona” (Carlos, 59 años, comerciante).

Las medidas y soluciones que nuestros entrevistados proponen dentro de este repertorio son consecuentes con los diagnósticos y responsables que identifican. En efecto, se impone como una necesidad la presencia de “una fuerza continua en la calle”, “más control”, “más cantidad de policías”, adecuadamente equipados, más cámaras e insumos varios serían necesarios:

“Primero lo primero. Prevención… Más cantidad de policías… más motos, porque cada patrullero… circula con un efectivo solo, un chofer solo… que pongan más motos, más bicicletas, cuadriciclos, personal policial caminando, más efectivos policiales. Que cada policía tenga su chaleco a prueba de fuego y sobre todas las cosas un handy para que se comuniquen”. (Beto, 50 años, comerciante.)

Las cárceles son otro foco a intervenir, según estos entrevistados: están superpobladas y los presos luego salen sin herramientas para lograr reinsertarse en la sociedad, entonces “los pibes que salen de estar presos salen sin nada y vuelven a robar porque no tienen nada” (Miguel, 44 años, empleado en el Consejo de la Magistratura). En ese sentido, según Florencia, “funciona mal… meter a un tipo en la cárcel para que se muera ahí no me parece”, por lo que debería funcionar de otra manera: “que hagan trabajos comunitarios adentro, que sean útiles para la sociedad” (Florencia, 29 años, abogada). Susana y Carlos coinciden en que las cárceles “no pueden estar en un lugar urbano”, sino que deberían emplazarse “al Sur, lejos, en el medio de la nada. Y que trabajen” (Susana, 62 años, jubilada y pensionada).

Por último, hay otra medida novedosa que no involucra al Estado, los jueces ni las fuerzas de seguridad, sino a los ciudadanos comunes: “el boca a boca, el vecino con vecino, ir cuidándonos entre nosotros” (Susana, 62 años, jubilada y pensionada).  

Conclusiones

En este artículo, abordamos narrativas que, sostenemos, funcionan como mapas cognitivos que ordenan la mirada hacia el mundo y le otorgan un sentido determinado en lo que se refiere a la problemática del delito.

En principio, no se trata de una única narrativa, sino que hallamos al menos dos modos particulares —y relativamente opuestos— de problematizar la inseguridad. En efecto, en esta trama se apela a teorías causales, víctimas y victimarios y responsables de ocasionar y resolver el problema. Pero los personajes, las causas y los responsables no son los mismos en un guion u otro. Para algunos, los delincuentes son personas que sufrieron todo tipo de carencias a lo largo de sus vidas y se ven empujados a delinquir; mientras que los responsables causales del problema son el Estado ausente, que no protege a los ciudadanos vulnerables, las fuerzas de seguridad, que actúan en connivencia con el delito, así como los empresarios poderosos y políticos corruptos, al tiempo que la solución al problema consiste en mejorar las condiciones de vida de los más desaventajados. De este modo, los rostros que encarnan las figuras del delito en estas narrativas pueden mutar: algunos resistirán a la clásica figura del “pibe chorro” para interponer personajes de más alto calibre y poder social (políticos, empresarios, etc.), cuyas acciones repercuten en el cuerpo social.

Otros acentúan factores de índole meso o microsociales a la hora de reflexionar sobre el origen del delito. Aquí no se sitúa inmediatamente a la problemática en el contexto del panorama nacional, su coyuntura sociohistórica, política o económica, sino que pueden entrar en juego experiencias personales o familiares (un padre sin estudios completos que, sin embargo, nunca delinquió, por ejemplo), un plano más vivencial y menos panorámico —por decirlo de algún modo— a la hora de otorgarle inteligibilidad al problema. O bien la situación de pobreza no es condición suficiente para comprender las causas del delito. Al mismo tiempo, se otorga un mayor peso a las atribuciones individuales de aquel que comete el delito: su moral degradada, su desinterés por el otro, acaso sus capacidades psicológicas deficientes. Asimismo, se señala el déficit de ciertas instituciones mediadoras de la sociedad para contener y encauzar a los individuos: la familia, la educación. A su vez, los responsables de que el problema se perpetúe son los jueces, que liberan tempranamente a los delincuentes, y el Estado debe ser el encargado de proteger a la ciudadanía junto con las fuerzas de seguridad, que deben estar bien equipadas y amparadas por la ley para accionar como es debido. Cabe destacar que en las dos miradas el Estado ocupa un rol relevante a la hora de pensar responsables políticos para resolver la problemática.

¿Qué rol cumplen estas narrativas y qué relevancia tiene su análisis? En principio, consideramos que funcionan como mapa cognitivo: son un modo de ordenar eventos de la vida, episodios que le ocurrieron a otros o experimentados en primera persona, que pueden integrarse en una trama mayor —la inseguridad. Son, entonces, un modo de utilizar este acervo de conocimiento particular mediante el guion cultural que se conforma cuando un problema público es exitoso. Pensar un acontecimiento bajo este esquema permite apelar a determinadas tipificaciones, construir personajes que están enlazados dentro de ciertas teorías causales. Las cosas, entonces, ocurren por algo y se enmarcan en acontecimientos que ocurrieron en el país, procesos históricos de larga data que atravesaron a la sociedad argentina en las últimas décadas.

La inseguridad, problema público que provee un guion eficiente para interpretar el delito, es apelada en este contexto particular. Al haber sido testigos de las transformaciones estructurales que atravesó la sociedad argentina, algunos residentes apelarán a aquellas para dotar de inteligibilidad al delito, mientras que otros recurren a teorías micro y mesosociales que profundizan el estigma y el rechazo hacia los sectores más desaventajados.

Ahora bien, no necesariamente un individuo suscribe íntegramente una de estas dos vertientes. Quizás algunos se inclinen más a una que a la otra. No obstante, ambas perspectivas pueden convivir y aparecer en diversas situaciones donde la inseguridad se halla problematizada sin que ello resulte contradictorio: son los modos de narrar el problema, los repertorios cognitivos a la mano.

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[1]Notas

 Desde el retorno de la democracia, la noticia policial adquirió una progresiva centralidad. Por un lado, se produjo un incremento cuantitativo en la información sobre el delito: creció su frecuencia en las notas de tapa, al tiempo que ganó protagonismo en los programas televisivos. Por otro lado, con el tema delictivo en agenda, se observaron nuevas modalidades enunciativas (Martini, 2009).

[2] Tanto el censo como las encuestas anuales de hogares tienen como unidad mínima de desagregación a las comunas, de modo que no contamos con datos sociodemográficos exclusivos de Barracas.

[3] Se refiere a todas las casas que cumplen por lo menos con una de las siguientes condiciones: tienen piso de tierra o ladrillo suelto u otro material (no tienen piso de cerámica, baldosa, mosaico, mármol, madera o alfombrado), o no tienen provisión de agua por cañería dentro de la vivienda o no disponen de inodoro con descarga de agua.

[4] En Barracas se encuentran los siguientes establecimientos: Hospital Neuropsiquiátrico Braulio A. Moyano, Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial José Tiburcio Borda, Hospital Rawson, Hospital Tobar García y Hospital General de Niños Pedro de Elizalde.

[5] En 1976, por iniciativa del intendente de la Capital Federal, el brigadier Osvaldo Cacciatore, se impulsó la realización de la Red de Autopistas Urbanas (RAU) (que solo pudo concretarse parcialmente). La autopista Sur, que atraviesa Barracas, provocó una importante ruptura en la trama urbana: dividió barrios y creó espacios oscuros y peligrosos para transitar, como los bajo autopistas, que constituyen una marca urbana muy importante que aún impactan en la ciudad y sus habitantes (Tavella, 2016).  

[6] Cabe destacar que en este artículo nos centraremos exclusivamente en el análisis de los relatos de los residentes, excluyendo a las autoridades entrevistadas.

[7] Cabe destacar que, en virtud de que nuestro trabajo supuso una mirada sumamente exploratoria para la selección de casos a entrevistar, partimos de una serie de criterios iniciales, pero sin determinar cuotas por edad, sector social, etc. El criterio de selección de datos y el tamaño no estuvo preestablecido desde un principio y se procuró alcanzar la saturación de las categorías emergentes que fueron surgiendo. Procuramos buscar la máxima diversidad y heterogeneidad de casos. Los criterios de selección emergían y se multiplicaban a medida que se avanzaba en el análisis y nuevas dimensiones eran relevantes para incorporar. Aun así, procuramos entrevistar a residentes de diversas zonas del barrio (con 23 entrevistados de la zona “intermedia”, 11 de la zona de Montes de Oca y 5 de la villa 21-24) mientras que otros actores o informantes (6 en total), como ya indicamos, fueron seleccionados en virtud de ocupar posiciones institucionales o desempeñar roles que fueran de relevancia en la zona y para nuestro tema de estudio. De ese total, el 33 por ciento de los residentes entrevistados fueron varones y el otro 67 por ciento fueron mujeres.

[8] Efectivamente, en tanto fenómeno multifacético y multidimensional, el miedo al crimen es problemático como tema de investigación por la dificultad que implica definirlo, operacionalizarlo y medirlo (Fattah y Sacco, 1989), de manera que numerosos autores se dedicaron a implementar preguntas e indicadores diversos a los fines de captarlo del modo más preciso posible.

[9] Cabe aclarar que no necesariamente hallamos una correspondencia directa entre ciertos grupos sociales y determinada narrativa.

[10] Los fragmentos de entrevistas que se presentan en este texto son aquellos que exhiben con más claridad las narrativas bajo estudio, así como las regularidades observadas durante el análisis.

[11] Constructora brasileña sospechada de haber pagado coimas y sobornos durante los últimos 20 años a presidentes, expresidentes y funcionarios del gobierno de 12 países (entre ellos la Argentina), con el fin de obtener beneficios en contrataciones públicas.

[12] Exagente de inteligencia que fue objeto de numerosas denuncias judiciales, tales como enriquecimiento ilícito, negocios ilícitos y otros delitos.

[13] Periodista deportivo y político que fue imputado por lavado de activos.

[14] Hasta fines de los años 90, la policía contaba con la atribución de dictar edictos para el tratamiento de materias contravencionales en pos de la preservación del orden público. Dicha atribución se instalaba en una zona gris entre la ley y el hecho (Caimari, 2012), motivo por el cual había sido ampliamente cuestionada. Los edictos sumaban una acumulación de prohibiciones y regulaciones de tal modo que abarcaban un gran abanico de dimensiones de la vida social y, a menudo se implementaban para restringir de manera antojadiza o arbitraria derechos tales como el de reunión, el de asociación, el de transitar por la vía pública o el de la libre expresión de las ideas (La Nación, 1996). Asimismo, los edictos, enmarcados en el principio del orden callejero, introducían de facto la figura del arresto predelictivo (Caimari, 2012).