Militar la memoria en el Estado: perfiles, prácticas y lógicas de identificación del trabajo por la memoria durante el kirchnerismo (2003-2015)[1]
Memory activism inside the state: profiles, practices and self identification logics among memory agents during Néstor Kirchner and Fernández de Kirchner administrations
Cinthia Balé
https://orcid.org/0000-0002-7300-5254
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales,
Universidad Nacional San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
cinthia.bale@yahoo.com
Fecha de envío: 15 de diciembre de 2020. Fecha de dictamen: 24 de agosto de 2021. Fecha de aceptación: 28 de octubre de 2021.
Resumen
El involucramiento del Estado en la producción de políticas de memoria durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015) fue objeto de fuertes polémicas. Nos proponemos abordar este proceso considerando los perfiles, prácticas y lógicas de identificación de los “trabajadores de la memoria”, es decir los agentes estatales que tuvieron a su cargo el desarrollo de un conjunto de las políticas de memoria que se implementaron: ¿cuáles eran sus trayectorias? ¿Cómo entendieron su quehacer específico en relación con la memoria? ¿De qué saberes, narraciones y /o recursos simbólicos se sirvieron? Utilizando una metodología cualitativa, veremos cómo se anudaron, a lo largo de todo el período, un modo de habitar las agencias estatales signado por el “compromiso militante”, una causa —entendida como la demanda por “memoria, verdad y justicia”— y una identidad política anclada en el kirchnerismo, con sus respectivos marcos de interpretación del pasado.
Abstract
State involvement in memory politics during Néstor Kirchner and Fernández de Kirchner’s administrations (2003-2015) was subject to much contention. We intend to examine this process by considering the profiles, practices, and self-identification logics that prevailed among “memory workers”: what were their trajectories? ¿How did they understand their specific duties regarding memory making? ¿Which narratives, resources, and knowledge did they draw upon? Using qualitative methodology we will show how the cause for “memory, truth and justice” (as it was defined by the local human rights movement), was entangled with activism within state agencies and kirchnerism as a political identity.
Palabras clave: Políticas de memoria; Estado; Kirchnerismo; Militancia; Movimiento de derechos humanos.
Keywords: Memory politics; State; Kirchnerism; Activism; Human rights movement.
El involucramiento del Estado en la construcción de las memorias colectivas no es un fenómeno novedoso. Sin embargo, en las últimas dos décadas en nuestro país han tenido lugar importantes transformaciones. Los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández (2003-2015) se caracterizaron por un cambio de discursividad en torno al pasado reciente, así como por una creciente intervención de las agencias estatales en materia de “memoria” y/o “derechos humanos”[2]. En el marco de la reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad, en estos años se produjeron una multiplicidad de políticas de la memoria que, bajo la forma de sitios, archivos, museos y otros artefactos culturales, abordaron la última dictadura militar (1976-1983) y el Terrorismo de Estado. Estas iniciativas, entre otras, convirtieron el pasado reciente en parte del quehacer estatal en un proceso complejo de articulación con el movimiento de derechos humanos y las diferentes acciones que los distintos organismos fueron impulsando a lo largo de los años.
Este proceso no estuvo exento de conflictos. Una de las polémicas que signaron la evaluación de los gobiernos kirchneristas estuvo vinculada, precisamente, a la legitimidad de las políticas de memoria desplegadas por las agencias estatales en el período. Esta polémica involucraba dos debates conexos: por un lado, acerca del vínculo que debían tener los organismos de derechos humanos con el gobierno; y por el otro, acerca de los usos del pasado desplegados por el kirchnerismo en tanto fuerza política. En términos concretos, ello implicaba una discusión sobre quiénes llevaban adelante las políticas de memoria como también alrededor de sus contenidos y representaciones.
En este artículo, nos proponemos abordar la primera de estas cuestiones desde un ángulo relativamente subexplorado. Nos referimos a considerar los perfiles, prácticas y lógicas de identificación de los “trabajadores de la memoria”, es decir los agentes estatales que tuvieron a su cargo el desarrollo de un conjunto de las políticas de memoria que caracterizaron a los gobiernos kirchneristas: ¿cuáles eran sus trayectorias? ¿Cómo entendieron su quehacer específico en relación con la memoria? ¿De qué saberes, narraciones y /o recursos simbólicos se sirvieron?
Específicamente, nos proponemos mostrar el modo en que estos agentes concibieron e interpretaron su “militancia por la memoria” como parte de su trabajo en el Estado. Esto es especialmente relevante tanto en el caso de aquellos que se incorporaron a las agencias estatales con trayectorias previas en organismos de derechos humanos como también para aquellos que, como veremos, desarrollaron un sentido de la militancia como producto de su trabajo en el Estado.
El artículo se propone, así, poner en conexión dos conjuntos de indagaciones: por un lado, las que se propusieron analizar el ingreso de activistas al Estado durante los gobiernos kirchneristas, en especial desde los vínculos que se establecieron entre militancia y trabajo en el Estado (Natalucci, 2014; Vázquez, 2014, 2015 y 2018; Perelmiter, 2010, 2012 y 2016); y por el otro, las que, desde el campo de los estudios sobre memoria, se preocuparon por describir a los actores comprometidos con dicha causa utilizando categorías como “emprendedores de la memoria” (Jelin, 2002) y “militantes de la memoria” (Pollak, 2006), entre otras. En conjunto, creemos que esta perspectiva puede aportar al conocimiento de los procesos de institucionalización de la memoria así como traer nueva luz a la discusión sobre los usos del pasado por parte de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
En términos metodológicos, el artículo retoma las propuestas realizadas por Bohoslavsky y Soprano (2010) en el marco de una perspectiva del Estado “plural”, que busca dar cuenta de la heterogeneidad de lógicas, prácticas y actores que habitaron los diferentes espacios bajo análisis. Así, buscaremos “personalizar al Estado” atendiendo a las personas que lo producían y actualizaban en sus prácticas cotidianas. Nos interesa dar cuenta de “quiénes fueron” el Estado durante los gobiernos kirchneristas, indagando cómo esas personas legitimaron sus posiciones así como la trama de representaciones en las que se insertaban.
Teniendo en cuenta esto, el artículo se basa en un trabajo de campo desarrollado entre 2014 y 2018 para nuestra investigación doctoral que tuvo por objeto tres agencias que se gestaron durante el primer gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) y tuvieron continuidad hasta el final del segundo mandato de Cristina Fernández (2011-2015): la Dirección Nacional de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario del Ministerio de Defensa; la Dirección Nacional de Sitios de Memoria de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación; y la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad de la Secretaría de Obras Públicas de la Nación. Estas iniciativas tuvieron como objeto tres líneas de acción: la apertura, el relevamiento y la gestión de los archivos de las Fuerzas Armadas; la señalización como “sitios de memoria” de los lugares que fueron utilizados de forma sistemática o eventual como Centros Clandestinos de Detención o lugares de reclusión ilegal; y, por último, la reparación de los legajos laborales de los empleados de la administración pública que fueron desaparecidos o asesinados como consecuencia del accionar del Terrorismo de Estado.
El trabajo de campo se propuso reconstruir la vida interna de cada una de estas agencias e incluyó observación participante en distintas instancias del trabajo en las áreas mencionadas, así como la realización de entrevistas individuales orales y en profundidad a funcionarios y trabajadores, además de tres entrevistas grupales[3]. Sumado al relevamiento del personal de otras áreas de incumbencia en el período, así como expresiones públicas de funcionarios y funcionarias, ello nos permitirá trazar un perfil de estos agentes y comenzar a responder los interrogantes planteados. Los dos primeros apartados están dedicados a sintetizar algunos aportes del campo de estudios sobre memorias y de los análisis sobre el Estado durante el kirchnerismo, respectivamente. El tercer apartado se ocupa de mostrar de qué modo los clivajes o características propuestos se entrecruzaron con el trabajo por la memoria en las agencias analizadas para el período 2003-2015. Para finalizar, retomaremos los hallazgos en las conclusiones.
Militantes por la memoria
A la hora de dar cuenta de quiénes son los actores que llevan adelante los procesos de encuadramiento de la memoria, la literatura especializada suele referirse a los denominados “emprendedores” (Jelin, 2002) o “militantes de la memoria” (Pollak, 2006). De modo general, estos actores se caracterizan por promover un “uso político y público” del pasado con la idea de convertirlo en un principio de acción para el presente (Jelin, 2002). Ambas categorías subrayan, como un elemento fundante de este tipo de activismo, el compromiso personal y la ligazón con un “deber de memoria”. De acuerdo con Jelin (2002), el “emprendedor de la memoria” se caracteriza por involucrarse personalmente con su proyecto y a la vez comprometer a otros, generando participación y una tarea organizada de carácter colectivo. La noción de “emprendedor” fue originalmente acuñada a fines de los años 90 para comprender aquellas iniciativas que eran organizadas desde la sociedad civil y que se caracterizaban por poseer sus respectivas jerarquías, mecanismos de control y división del trabajo. Entonces, el término fue fructífero para nombrar a un conjunto de actores que no se reconocían públicamente en la categoría de “militancia política” y cuyo repertorio de acciones se inscribía, como señala Lifschitz (2012: 52), en la lógica del movimiento social antes que en la gestión pública[4]:
“El habitus de los agentes de memoria no se construyó dentro de la normatividad del Estado sino más bien contra esa normatividad. El permanecer en una demanda ética y jurídica que responsabiliza al Estado y a su vez estar fuera de la lógica del campo político, marca una de las principales singularidades de estos agentes”.
Especialmente, la descripción se ajusta a los organismos de derechos humanos que fueron quienes comenzaron a movilizarse en torno a distintos “emprendimientos memoriales” en el espacio público. Ello sucedió de manera cada vez más pronunciada desde mediados de la década del 90, cuando se encontraba obturada en el país la vía penal para el juzgamiento de los responsables del Terrorismo de Estado y la apelación a la memoria funcionaba como un paraguas que permitía sostener la demanda ética y jurídica de justicia. Desde entonces, numerosas investigaciones han abordado las características que asumió la progresiva institucionalización de estos “emprendimientos” en “políticas de memoria” haciendo foco en los procesos de espacialización, ya sea en la forma de “recuperación” de ex Centros Clandestinos de Detención o de creación de monumentos, parques o museos. Ello ha incluido aportes valiosos para delinear los diferentes actores que han intervenido en la creación de estos espacios (organizaciones sociales, sobrevivientes, funcionarios, familiares, etc.), así como algunos análisis en torno al pasaje de activistas del movimiento de derechos humanos a la gestión pública. En ese sentido, nos interesa destacar dos clivajes que, como veremos luego, resultan re-articulados en el marco del trabajo por la memoria que se desarrollaba durante las gestiones kirchneristas: (1) la cuestión de las fronteras entre expertise y activismo o militancia; (2) la cuestión de los “afectados directos”.
Las fronteras entre expertise y activismo. El modo en que se modulan las relaciones entre estos dos términos constituye uno de los objetos privilegiados para definir a quienes trabajan por la memoria, tanto por su pregnancia como categorías analíticas como por la recurrencia con que aparecen en el discurso de los actores. A menudo, la distinción entre “técnica” o “expertise” versus “militancia” o “activismo” funciona como un recurso que permite a los agentes (y a los/as investigadores/as) identificar grupos de pertenencia y contragrupos, así como tipificar y valorar perfiles y tareas. Así, por ejemplo, Ana Guglielmucci (2013) refiere un modelo de “participación mixta”, “co-gestión” o “gestión compartida” entre agencias gubernamentales de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y organizaciones de la sociedad civil, en el marco de la cual numerosos activistas se incorporaron a las agencias estatales que tomaron por objeto los “derechos humanos” y/o la “memoria” a fines de la década del 90 e inicios de la siguiente en el gobierno porteño. En ese contexto, la autora identifica dos “componentes constitutivos” que denomina “técnica” y “mística”: “técnica” se refiere predominantemente a la formación profesional y “mística”, a la trayectoria militante, especialmente forjada al calor de la resistencia a la dictadura. A su vez, la “mística” incluye una “ética del compromiso” entendida como una forma de entrega personal a la causa que, por contrapartida, supone cierto desinterés por las condiciones específicamente laborales (salario, disponibilidad horaria, etc.). Según su perspectiva, en estas agencias la tensión entre ambos polos solía resolverse a favor de la “mística”, en la medida que “el conocimiento técnico no ha sido considerado suficiente para fundar una posición legítima como trabajador calificado en el dominio de los derechos humanos”; para alcanzar ese status, es necesaria “la propia integración del trabajador a una misma comunidad moral donde reconocerse mutuamente como compañeros/as comprometidos con los derechos humanos”, una característica que es propia del activismo (Guglielmucci, 2013: 174 y 175).
De modo similar, al analizar la conformación de la Comisión Provincial por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, Cueto Rúa (2018) identifica la existencia de capitales diferenciales que para los propios agentes distinguen a quienes poseen un saber “técnico” (que, valga señalar, no se encuentra desprovisto de un sentido de “militancia”) de las trayectorias “notables”, reconocidas como militantes en un sentido más tradicional. En ambos casos, los dos polos funcionan no tanto como formas puras sino como maneras de conceptualizar la distribución desigual de capitales e identificar grupos de pertenencia al interior de los organismos de gestión. De hecho, como lo señala Vecchioli (2009), podría decirse que el activismo por los derechos humanos se caracterizó desde sus orígenes por la articulación entre un proyecto militante con un tipo específico de competencia experta, como el derecho internacional de los derechos humanos; desde esta perspectiva, la condición de expertos “no se instituye por oposición a la política, sino como una continuación de estas trayectorias fundadas en un ejercicio militante de la profesión” (Vecchioli, 2009: 55)[5].
Como veremos, este clivaje resulta significativo para ordenar las representaciones, recursos y trayectorias de quienes llevaron adelante las “políticas de memoria” durante los gobiernos kirchneristas, tanto en su versión opositiva (técnica versus mística, o también “burocracia versus compromiso”) como agregativa, es decir en la comprensión del propio trabajo desde una perspectiva militante.
La cuestión de “los afectados directos”. A la hora de responder acerca de quiénes son los actores que trabajan “por la memoria”, diversos autores recuperan otro clivaje asociado a la noción de “afectados directos”. Como señala Cueto Rúa (2018), dicha categoría tiene su origen en una distinción que se ha vuelto canónica al interior de los organismos de derechos humanos y que se propone diferenciar entre aquellos que se organizan en torno a un lazo de sangre con las víctimas y aquellos que no[6]. Esta puesta en juego del lazo sanguíneo remite a las diferentes legitimidades de cada uno de los agentes a la hora de hacer valer su palabra en el espacio público y al interior de los propios organismos. Como señalan los estudios más clásicos sobre el tema, la posición de “afectado directo” otorga un “paradójico privilegio”: el derecho individual de reclamar frente al Estado por un daño particular y, simultáneamente, representar la voluntad de justicia colectiva (Jelin, 1995). Así, en nuestro país, las organizaciones de “familiares” de las víctimas de la represión se convirtieron en la voz autorizada y en la fuente de “verdad” por excelencia a la hora de determinar la agenda de los derechos humanos (Jelin, 1995; Vecchioli, 2005).
En consonancia con ello, distintos autores coinciden en que la posición de “afectado directo”, “sobreviviente” y también “compañero de las víctimas” configuró niveles diferenciales de legitimidad para encarar el trabajo por la memoria incluso al interior de las agencias estatales (Balé, 2018; Cueto Rúa, 2018; Guglielmucci, 2013). De hecho, algunos autores han deducido de este punto que el involucramiento de las agencias estatales en la temática durante los gobiernos kirchneristas reprodujo sin más la voz de los “afectados directos” (Vezzetti, 2009). Según esta perspectiva, ello redundó en que la intervención del Estado fuera equivalente al discurso de los organismos de derechos humanos y que su incorporación obturara el camino a otras voces. Sin embargo, como muestran los estudios que toman la militancia como objeto sociológico, si bien la trayectoria personal resulta clave para comprender las actividades y sentidos que asume el compromiso individual, ello no implica que los actores reproduzcan de manera automática los mismos valores o compromisos a lo largo del tiempo. Como señala Fillieule (2015), comprender la militancia como una actividad social y dinámica implica dar cuenta de la transformación de las identidades y de los mecanismos sociales puestos en prácticas en estas transformaciones y, desde una perspectiva sincrónica, de la pluralidad de los emplazamientos de inscripción de los actores sociales. En este sentido, analizar la implicación de los organismos en la gestión de “políticas de memoria” supone no asignar un sentido a priori y unívoco a la posición de “afectado directo”, entendiendo que las identidades son susceptibles de modificarse tanto en función de las variaciones de la estructura social como de las posiciones sucesivas de los actores en esta estructura (Fillieule, 2015).
Habitar el Estado kirchnerista
La noción de “militancia” que ha aparecido de modo fragmentario hasta aquí remite a un conjunto de acciones, valores y usos cuyo sentido y alcance ha variado significativamente a lo largo de la historia política argentina. Según señala Quirós (2014: 251), es especialmente luego de la crisis de 2001 que se asiste a una “reivindicación y (re)valorización de la propia naturaleza política de la militancia”, no solo desde el punto de vista de la política contestataria sino también dentro de la política institucional. En ese sentido, diferentes autores coinciden en señalar que el kirchnerismo supuso una nueva etapa de ampliación de las fronteras de la categoría en la medida que resultó redefinida en y desde el Estado, concebido entonces como lugar en el cual se asumen y/o se tramitan compromisos militantes (Rocca Rivarola, 2019; Vázquez, 2014). Ello implicó la legitimación de los capitales militantes de los activistas (entre otros aspectos, la llegada a las agencias estatales era significada como un “reconocimiento” hacia la lucha de las organizaciones) y, al mismo tiempo, un proceso de reconversión de los saberes militantes en la realización de trabajos en el Estado[7].
En este marco, Luisina Perelmiter (2010, 2012 y 2016) analiza el proceso de incorporación de miembros de organizaciones de desocupados al Ministerio de Desarrollo Social durante el kirchnerismo. Entre otras cuestiones, Perelmiter señala que los militantes reivindicaban una legitimidad diferencial en relación a otros grupos de agentes ministeriales que se fundamentaba en tres cualidades: particularismo colectivo, mística militante y saber territorial. Nos detendremos en la segunda, ya que se trata de una noción que, como vimos, resultaba significativa también en el campo de las políticas de memoria. Según señala la autora, los trabajadores del Ministerio afirmaban que su trabajo en el Estado no era un “trabajo formal”: a pesar de que surgía de un contrato laboral, el vínculo que se establecía era entendido como un vínculo “político”. Del mismo modo, e independientemente de que algunos militantes poseían credenciales profesionales, entendían que el sentido de su relación con el Estado no era el despliegue de sus competencias técnicas sino la representación sectorial de sus organizaciones. Así, en el marco de las representaciones negativas del trabajo estatal, que eran extendidas en la sociedad argentina desde antes del kirchnerismo, la idea de militancia funcionaba como garantía de “compromiso” con lo público y, al mismo tiempo, de la “eficacia” de la política. Lo interesante es que, según Perelmiter, todos los grupos de agentes que identifica al interior del Ministerio (los “expertos de escritorio” y los “burócratas de carrera”) reivindicaban la idea de militancia para significar su vínculo con el trabajo estatal, cuestionando el monopolio que los miembros de organizaciones territoriales pretendían ejercer sobre dicha cualidad. En estos casos, la “actitud militante” no se asociaba, para ellos, a la filiación política orgánica, sino a un plus personal de compromiso con el trabajo y con determinados contenidos ideológicos. La noción de militancia se constituía así en “una ética contra-burocrática que fundaba la pretensión de legitimidad de los agentes estatales pertenecientes a organizaciones territoriales y luego, progresivamente, el espacio político kirchnerista” (Perelmiter, 2016: 154), aunque sus contenidos y pruebas eran variables y disputables por los diferentes actores que recorrían el espacio estatal[8]. En ese sentido, para Perelmiter la mística militante funcionó como un recurso simbólico y/u organizativo que permitió recomponer la capacidad de gestión en el marco de una vacancia de la burocracia estatal con hondas raíces en el Estado nacional.
Ahora bien, como señala Vázquez (2014 y 2018), los vínculos entre militancia y trabajo en el Estado no tienen un sentido unidireccional. A la hora de analizar en términos sociohistóricos el devenir del área estatal de juventud a nivel nacional, la autora identifica diferentes trayectorias en las que pesan el momento y modo de ingreso, el tipo de contratación y las redes de relaciones por medio de las cuales se llega al Estado, entre otros factores. En este marco, Vázquez trabaja sobre dos grandes categorías que retomaremos en lo que sigue: “militantes en la gestión” y “militantes de la gestión”. La primera refiere a la trayectoria de aquellos activistas de organizaciones que se incorporaron al Estado en su calidad de militantes, es decir que su ingreso estuvo vinculado a su condición de miembro de un colectivo particular. Como también señala Perelmiter, Vázquez (2018) subraya que este ingreso modifica tanto su condición de militantes (por ejemplo, el modo en que son vistos desde las organizaciones) como también al Estado, y lo produce en un sentido particular. La segunda categoría hace referencia a aquellos agentes que se reconocen como militantes de la gestión. Aquí, el carácter militante no está necesariamente asociado a una organización sino a un modo de trabajar que también recupera fuertemente la noción de “compromiso”: se trata de una “militancia desde, por y para el Estado”. Ello puede incluir diversas modalidades: “trabajar en el Estado «de forma militante», formar como «militantes» a los trabajadores estatales y «militar» comunicando las acciones impulsadas por el área en la que se trabaja” (Vázquez, 2014: 85).
Ambas investigaciones resaltan el modo en que el funcionamiento de la vida institucional durante los gobiernos kirchneristas se sostuvo en una dinámica movilizadora, en el marco de la cual la ocupación del Estado constituía una tarea de primer orden. Esto es congruente con una caracterización de dichos gobiernos según la cual a lo largo de los tres períodos se desplegaron nuevas demandas y conflictos que mostraron el carácter activo del Estado, es decir que no solo expresa las relaciones sociales de fuerza, sino que las amplía y las transforma. Desde esta perspectiva, según señalan Thwaites Rey y Orovitz Sanmartino (2018: 81), “El Estado dejó de ser solo un ámbito de administración para pasar a ser un espacio de subjetivación y en ese sentido, la tarea del kirchnerismo consistió en ocupar políticamente el Estado”. Esto es especialmente cierto en lo que se refiere a la incorporación de un sentido de la militancia y su vinculación a la causa de la memoria en el marco de la narrativa kirchnerista. Veamos a continuación de qué manera se modularon ambas articulaciones.
Militar la memoria en el Estado
Hasta aquí hemos destacado tres clivajes que resultan significativos para comprender las identificaciones, representaciones y trayectorias de quienes llevaron adelante las políticas de memoria durante el kirchnerismo: la tensión entre expertise y activismo, el diferencial entre afectados directos y no afectados y el trabajo estatal comprendido como una práctica militante. A continuación, veremos cómo se modularon estas categorías a partir del trazado de dos perfiles que, siguiendo a Vázquez, referiremos como “militantes en la gestión” y “militantes de la gestión”[9]. Ello nos permitirá mostrar cómo, en las diferentes agencias estudiadas, el trabajo por la memoria estuvo signado por el anudamiento entre un modo “modo militante” de habitar el Estado —en el sentido referido en el apartado anterior—, la causa por la “memoria” —como fue forjada históricamente por los “emprendedores o militantes de la memoria”— y, finalmente, una narrativa política kirchnerista que incluía una determinada invocación de la memoria de la militancia setentista.
Militantes en la gestión: la incorporación de activistas de derechos humanos al Estado. El proceso de incorporación de activistas a las diferentes agencias dedicadas a la “memoria” y/o los “derechos humanos” tuvo lugar a partir de la articulación entre amplios sectores del movimiento de derechos humanos y el kirchnerismo (Barros, 2009). Esta incorporación adoptó formas diversas e incluyó el ingreso de militantes de organismos de derechos humanos como funcionarios, trabajadores e incluso como representantes del sistema político. En el marco de esta investigación, esta modalidad de “militantes en la gestión” refiere a la ocupación de cargos ejecutivos por parte de activistas que contaban con trayectorias previas reconocidas en organismos de derechos humanos y cuyos ingresos se produjeron a través de redes de contacto basadas en dichas trayectorias militantes. La importancia de estos ingresos se verifica a partir de la posición de algunos militantes en cargos jerárquicos, especialmente directores o secretarios. En el ámbito de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, tanto la presidencia y secretaría del Archivo Nacional de la Memoria como la Dirección Nacional de Sitios de Memoria fueron ocupados por activistas con trayectorias previas en el campo de los derechos humanos en todo el período analizado. Ello ocurrió también en otros ámbitos, como los programas “Educación y Memoria” y “Verdad y Justicia”, dependientes del Ministerio de Educación y de Justicia, respectivamente.
El caso más prominente, tanto por su permanencia en el cargo como por su rol decisivo en el “armado” de la política pública, es el de Eduardo Luis Duhalde, secretario de Derechos Humanos desde 2003 hasta su muerte en 2012[10]. Duhalde fue defensor de presos políticos durante los 70 y formó parte de la corriente revolucionaria del peronismo. Luego de su exilio, se convirtió en una figura clave de las redes de denuncia humanitaria en el exterior y más tarde se consolidó como un experto trasnacional en derechos humanos. Su llegada a la Secretaría estuvo signada por su apoyo temprano a la candidatura presidencial de Néstor Kirchner y contó con la bienvenida de los organismos de derechos humanos. Esta trayectoria, en la que se conjugaban el “prestigio moral”, derivado de sus acciones de resistencia a la dictadura, la “autoridad jurídica” derivada de su expertise profesional y una “competencia social” asociada a un capital de relaciones construidas a lo largo de la militancia política (Vecchioli, 2009) contribuyó a sellar una impronta de gestión en la que el Estado constituía un ámbito en el que se combinaban la militancia por la memoria con la militancia política.
Una mirada más fina permite identificar en este tipo de incorporación al menos dos trayectorias generacionales: por un lado, la de aquellos que, como Duhalde, iniciaron su militancia en los 70 y habían sobrevivido a la represión dictatorial (ya sea aquí o en el exilio) y, por otro, la de aquellos militantes más jóvenes (en algunos casos hijos e hijas de desaparecidos) que se iniciaron en el activismo a mediados de los 90 en pleno desarrollo del ciclo neoliberal[11]. Estos activistas de “segunda generación” reivindicaban como parte de sus trayectorias la lucha contra la impunidad de los crímenes de la dictadura y la oposición a un modelo socioeconómico regresivo que, según su perspectiva, el kirchnerismo habría venido a clausurar. Tal es el caso de Martín Fresneda, hijo de desaparecidos y militante de HIJOS – Córdoba, quien sucedió en el cargo a Duhalde en la Secretaría de Derechos Humanos (2012-2015), y también de Carlos Pisoni, quien fue subsecretario de Promoción de los Derechos Humanos durante esa gestión. Pisoni explicaba su trayectoria de esta forma:
“A mí el Estado me desapareció a mis viejos, me hizo exiliarme en España en los 80. Después, cuando terminé la secundaria, me encontré con que no había oportunidades para los jóvenes. Empecé a militar con ese Estado, que no daba respuestas políticas y llevaba a casi la mitad de la población por debajo de los índices de la pobreza. Veía cómo el Estado reprimía a compañeros de militancia. Eso es lo que nos tocó en el Estado conducido por distintos gobiernos. Pero después de 2003, cuando Néstor da ese discurso el 25 de mayo en la Cámara de Diputados, cuando nos convoca, nos propone un sueño y volver a tener esperanzas, era difícil empezar a confiar, porque veníamos de esa historia. Pero empezar a ver que las cosas que decía se hacían, nos devolvió la confianza. La historia empieza a cambiar, y a muchos de nosotros nos toca trabajar en el Estado y hacernos cargo”. (Entrevista pública a Carlos Pisoni, militante de HIJOS - Capital, funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos 2012-2015, 6 de septiembre de 2015.)
En el mismo sentido, Agustín Cetrángolo, también integrante de HIJOS y luego asesor y jefe de gabinete de la Secretaría de Derechos Humanos, señalaba:
“Yo participo por HIJOS de las dos instancias, una de discusión, y una práctica rara nueva, institucional. Nosotros veníamos de la calle… otra cosa. Veníamos de tirarle piedras al Estado y de repente íbamos a ser parte del Estado de alguna manera. Fue bastante novedoso, caótico, y la coyuntura nos invitó a avanzar sin quizás los consensos fuertes que uno tiene que tomar. Igual creo que fue un acierto. Visto a la distancia”. (Entrevista a Agustín Cetrángolo, militante de HIJOS - Capital, funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos 2012-2015, 25 de julio de 2018.)
Esta inscripción en la militancia noventista (“tirarle piedras al Estado”) tenía un doble efecto. Por un lado, permitía a los actores dar mayor densidad a sus trayectorias militantes frente al prestigio moral ya ganado de la primera generación. Por otro lado, y de manera tal vez más decisiva, habilitaba la propia inscripción biográfica en el arco narrativo propuesto por el kirchnerismo como identidad política. Esta narrativa se caracterizaba por inaugurar una doble ruptura histórico-política: una de corto plazo respecto del menemismo y las consecuencias sociales de las reformas pro-mercado, y una de largo plazo con la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 (Aboy Carlés, 2005; Barros, 2009; Montero, 2012). En este sentido, la incorporación al Estado por parte de estos militantes representaba para ellos el pasaje a una nueva etapa signada por el corte con el Terrorismo de Estado, pero también por la ruptura con el “neoliberalismo” entendido como la “continuidad” del “proyecto económico” de la dictadura. En este marco, el desarrollo de políticas de memoria se encontraba doblemente ligado al activismo por los derechos humanos y a la adscripción al “proyecto político kirchnerista”, en una línea que inscribía ambas causas en una relación de continuidad.
A su vez, esta asociación se sostenía sobre la apelación directa del kirchnerismo a la memoria de la militancia setentista. Esta apelación, que tuvo a Néstor Kirchner como uno de sus principales enunciadores, expresó un modo de restituir politicidad a la década del 70 e inscribir al peronismo en un tiempo anterior a la derrota (Lesgart, 2006). En palabras de Casullo, por la necesidad de encontrar un nuevo lugar para el peronismo “satanizado e impronunciable” (Lesgart, 2006: 183). En línea con las “memorias militantes” construidas desde mediados de la década del 90, esta narrativa desplazó la centralidad que durante los 80 adquirió la representación de los desaparecidos como víctimas inocentes para acentuar su carácter de “luchadores populares” de acuerdo con determinados valores y convicciones. En este marco, como señala Montero (2012: 296), el kirchnerismo se constituyó a sí mismo como la encarnación de un legado y un mandato heredados del pasado, que, a su vez, “enraíza su práctica política en valores, ideas, convicciones, modos de hacer y de decir la política que lo preceden y lo constituyen”. Esta apelación fue sin dudas significativa para la incorporación de aquellos militantes “de primera generación” (es decir, quienes habían militado en el peronismo en las décadas del 60 y 70), pero también para la segunda. Fresneda y Pisoni señalaban en dos actos conmemorativos de reparación de legajos laborales:
“Quiero agradecer el esfuerzo que ha hecho este Ministerio [de Economía] que lleva políticas sin duda de inclusión y distribución de la riqueza más importantes en los últimos años de la Argentina, pero lo lleva de la mano de los derechos humanos y eso siempre se lo digo a Axel [Kicillof]: gracias, gracias por poder unir esas dos cosas tan importantes que era la lucha de nuestros padres”. (secretario de Derechos Humanos de la Nación, Martín Fresneda. Acto en el Ministerio de Economía, 1 de octubre de 2015.)
“La reparación no es solamente esto, estos legajos, sino la reparación de que hoy haya una Asignación Universal por Hijo, una asignación para nuestros compañeros desaparecidos, que haya un plan de viviendas como el PROCREAR, reparación para ellos, esa es la reparación, este es el camino que tiene que seguir este pueblo, estamos convencidos de que así el pueblo va a ser más feliz y seguramente ellos hubieran estado aquí también, aplaudiendo esto”. (subsecretario de Promoción de Derechos Humanos de la Nación, Carlos Pisoni. Acto del Sindicato de Trabajadores Judiciales, 9 de noviembre de 2015.)
Esta apelación discursiva, en la que las “luchas del pasado” se identifican con las “luchas del presente”, funcionó como un marco potente para que el trabajo en el Estado y/o la función pública fueran progresivamente concebidos como una forma de activismo anclada a una “militancia por la memoria” y una militancia ligada a un proyecto político partidario. Así, dentro del espacio político kirchnerista la “mística militante” que, como vimos, era propia del trabajo por la memoria se vio atravesada por una invocación de la memoria de la “militancia setentista” que funcionó como un recurso simbólico potente para dotar de significación al trabajo en el Estado. Por esa razón, como señala Vázquez (2014: 93), “ser portador de un apellido que invoque la militancia setentista era uno de los capitales más preciados para este universo de relaciones y una fuente inagotable de legitimidad militante”. Lo interesante es que esto ocurría independientemente de que, en términos históricos, la militancia de la década del 70 (tomada en un sentido muy general) no se caracterizara por asignar un valor transformador al Estado y, al mismo tiempo, que mantuviera fronteras menos permeables que las que se advierten aquí entre el trabajo remunerado y la actividad militante propiamente dicha.
En todo caso, esta doble articulación entre militancia por la memoria y militancia por un proyecto político partidario permitió inscribir desde las coordenadas del presente una asociación entre activismo, trabajo y una “ética del compromiso”, según la enunciamos en los apartados anteriores. En este marco, el desempeño laboral se definía como una forma de “entrega personal” a la causa en su doble sentido de memoria asociada a una identidad política. Así, la tarea cotidiana podía ser entendida por varios de estos funcionarios-militantes como una “oportunidad histórica”. En palabras de la entonces directora nacional de Sitios de Memoria, familiar de desaparecidos y expresa política:
“Y mi mirada era: chicos, esta es la que nos toca hacer. Aprovechemos porque además es un momento importante para nosotros, y cuando veíamos la satisfacción que esto les daba a los familiares, a las víctimas directas, cuando veíamos los resultados de eso, era altamente satisfactorio. Yo no digo que hay que trabajar gratis ni que hay que hacer de más… lo que digo es que nos sintamos complacidos de hacer un trabajo que nos gusta y gratifica, y eso no ocurre siempre […] Con esto no quiero decir que estaba bien que se mataran laburando, no. Pero me parecía que había que darle esa mirada. […] Porque me parecía que era el momento. Que tenía que aprovechar ese momento que me estaba dando la historia de poder hacer determinadas cosas que ni soñaba que se podían hacer”. (Entrevista de la autora con Judith Said, exdirectora nacional de Sitios de Memoria, 7 de agosto de 2018.)
Eduardo Jozami, entonces director del Centro Cultural Haroldo Conti, lo expresaba de este modo:
“Yo siento primero una gran responsabilidad. Todo lo que tiene que ver hoy con la política de derechos humanos es un área prioritaria donde también se posa una enorme significancia política. Si hay un terreno donde no podemos permitirnos fallas es en el área de los derechos humanos. En ese sentido, no solo en mi caso sino también en la gente que trabaja conmigo, sentimos una gran responsabilidad con lo cual a veces parece más una reunión de militantes que un grupo de trabajo estatal que tiene sus jerarquías, obligaciones y horarios típicos de un trabajo en el Estado. Acá vemos siempre expresiones de gente que, aun cuando no se lo demanda su actividad, si hace falta dar una mano, se queda fuera de su horario, es decir, algo que no es muy común en la administración pública, por ejemplo. Lo señalo porque es una muestra de cómo se vive el trabajo aquí, cómo se concibe a través de una gran responsabilidad y un gran privilegio. Para mí, que viví de cerca la represión de la dictadura, es muy significativo trabajar aquí en la ESMA porque mi mujer es sobreviviente de este lugar, estuvo detenida acá. De alguna manera, cuando vine acá, ya no era un lugar tan desconocido, porque juntos habíamos hablado mucho de cómo vivió ella ese momento. Yo no tenía la menor idea de que luego me iba a tocar trabajar aquí”. (Entrevista pública a Eduardo Jozami, agosto de 2013.)
Ambos testimonios condensan varias cuestiones. Por un lado, en línea con lo señalado por Guglielmucci y Cueto Rúa, aquí también se ve que este modo militante de concebir la tarea implicaba un “compromiso personal” que suponía una suerte de tensión respecto de la caracterización de la tarea como un “trabajo” y las respectivas condiciones laborales (salario, disponibilidad horaria, etc.), así como un ethos contraburocrático que se valoraba positivamente en términos de la eficacia de la política en el sentido descripto. En ese sentido, la figura del “técnico” o del “burócrata” funcionaba como un modo de significar por oposición el sentido de la propia tarea. En consonancia con ello, señalaba Javier, hijo de desaparecidos y trabajador del Archivo Nacional de la Memoria:
“Es difícil, pero creo que este trabajo no lo podría haber desarrollado gente que no se sintiera identificada con lo que se está haciendo, o que no tenga algún vínculo de participación, en organismos [de derechos humanos] o en la militancia… Veo muy difícil que un burócrata se pueda desarrollar en un área como esta, y si estuvieran estas áreas al frente de un burócrata, seguramente se paralizaría el trabajo, o no tendría la calidad y la cantidad que se ha logrado en estos años”. (Entrevista con Javier, 28 de noviembre de 2017.)
Este ethos tomaba como indicador del éxito de un programa un conjunto de criterios políticos (como la participación social) por sobre el ajuste a determinadas normas y/o requisitos formales y podía eventualmente entrar en tensión con la percepción de los trabajadores y trabajadoras cuyas trayectorias no respondían a esta lógica de trabajo. Teniendo en cuenta la precariedad de las condiciones laborales en términos de la modalidad de contratación y el salario, algunos de los conflictos entre trabajadores no jerárquicos y funcionarios se desarrollaron en este clave, es decir en una lógica que oponía el desarrollo técnico o experto de las tareas respecto de su comprensión como militancia.
A su vez, este ethos contraburocrático se vincula con lo señalado por Lifschitz, en el sentido de que el habitus de los agentes de memoria que se incorporaron a servir en la función pública no se construyó dentro de la normatividad del Estado, sino más bien contra esa normatividad. Por esa razón, resulta concebible que para estos actores haya sido la militancia —en su densa capa de significaciones históricas y memoriales— el principal recurso simbólico disponible para significar la propia tarea y su razón de ser en el Estado.
Por otra parte, resulta interesante destacar otro aspecto referido al papel jugado por el “familismo” o la condición de afectado directo. Ambas trayectorias militantes (de primera y segunda generación) se entrecruzan de maneras diversas con este rasgo que mencionamos como propio de la “militancia por la memoria”. En efecto, en la medida que la relación de parentesco con personas desaparecidas o asesinadas había constituido tradicionalmente la principal forma de ingreso al activismo en derechos humanos, el “familismo” seguía apareciendo como una razón explicativa del compromiso de determinados agentes con las políticas de memoria al interior del Estado. En este sentido, además de la incorporación de militantes en cargos de jerarquía también encontramos “afectados directos” con distintos niveles de involucramiento militante que comenzaron a trabajar en el Estado como empleados no jerárquicos. De hecho, dos trabajadoras de la Secretaría de Derechos Humanos que no tenían vínculos directos con familiares o víctimas del Terrorismo de Estado entendían que tal compromiso había sido uno de los rasgos distintivos del área:
“Laura: Una cosa que sí creo importante señalar: en esta gestión, desde que iniciamos, contando desde 2004 hasta hoy, también participó mucha gente que estuvo, que vivió el Terrorismo de Estado en forma directa. Que tal vez no estuvo detenida, pero tuvo que exiliarse, o que le mataron a su marido o que es familiar, y en esto también estas gestiones se nutrieron de esa gente. Que, si bien están atravesadas por un dolor y por esa historia, también hicieron un gran aporte…
Vanesa: muchos de los trabajadores de esta área, y en general de la Secretaría de Derechos Humanos, del ANM [Archivo Nacional de la Memoria], fueron víctimas, familiares, que mucha de esa gente hoy ya se ha ido. Ya gente grande…
Laura: ¿Viste?, hay un rango etario de sobrevivientes, familiares, que excepto las Abuelas [de Plaza de Mayo] son gente de sesenta y pico de años. Un poquito más, [como la edad que tenía] Julio López. Y esa gente también participó, estuvo en esto. No es que participó, fue parte de esto”. (Entrevista con Vanesa y Laura, trabajadoras de la Dirección Nacional de Sitios de Memoria, 4 de julio de 2018.)
Este vínculo de consanguineidad con personas directamente afectadas por el Terrorismo de Estado era valorado como un rasgo constitutivo y una garantía de la legitimidad de la política pública. Más aún, como hemos mostrado para el caso de la Dirección Nacional de Sitios, encargada de la señalización de ex Centros Clandestinos de Detención y otros lugares de reclusión ilegal, la eficacia de la política se comprendía como producto de la interacción con actores locales como organismos de derechos humanos, sobrevivientes y familiares (Balé, 2020). En línea con lo señalado por Perelmiter (2012), sin esta participación de los actores en “territorio”, la colocación de las señalizaciones corría el riesgo de convertirse en un mero “acto burocrático” antes que una práctica de memoria.
Al mismo tiempo, este vínculo de consanguineidad o incluso la condición de “afectado directo” no necesariamente se expresaba de forma explícita, sino que se encontraba mediado por la trayectoria previa en el campo de los derechos humanos y condicionado por la “jerarquía de víctimas”, es decir el diferencial de reconocimiento social respecto del padecimiento sufrido. Así, en algunas de las entrevistas realizadas, mis interlocutores optaron por no hacer explícita su condición de familiares o víctimas del Terrorismo de Estado y dicha información me fue referida a través de otros informantes o incluso off the record luego de sucesivos encuentros. Ello se relaciona con el modo en que cada sujeto construye su narrativa de sí, pero también con la imposibilidad de asignar un sentido a priori a dicha inscripción. Ya sea porque no se consideraban a sí mismos como “víctimas” (por ejemplo, en el caso de hijos o hijas de exiliados/as) o por otras razones, la apelación a esa categoría no necesariamente configuraba un sentido privilegiado a la hora de responder sobre su rol como trabajadores/as o funcionarios/as. En casos como el de Said o Jozami, la condición de “afectados directos” constituía un elemento de su trayectoria biográfica que podía traerse o no a colación y que se conjugaba con distinto peso junto a otros elementos, como la propia militancia política. En este sentido, recuperamos la idea de Fillieule de comprender la militancia en el marco de una pluralidad de emplazamientos de los actores sociales cuya significación no es fija y puede modificarse en función de las diferentes estructuras en las que los actores se insertan.
Militantes de la gestión. Como hemos adelantado, según Vázquez (2015), en este segundo perfil el carácter militante no está asociado a una organización o trayectoria previa sino a un modo de trabajar: es una militancia “desde, por y para el Estado” que se fue construyendo progresivamente en el desarrollo de la propia tarea. Este es el caso de algunos de los trabajadores y trabajadoras jóvenes que ingresaron a los Equipos de Relevamiento y Análisis de los Archivos de las Fuerzas Armadas y al Programa de Modernización de Archivos dependientes del Ministerio de Defensa, así como a la Dirección Nacional de Sitios de Memoria y a la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad. En los tres casos, salvo pocas excepciones, los trabajadores relatan tener alguna afinidad previa con la causa de los derechos humanos, pero no haber militado de manera orgánica en organismos. En su mayoría, los ingresos se produjeron gracias a redes de contacto personales o universitarias, y en algunos casos hubo trabajadores que se desempeñaban en otras áreas de la administración pública y comenzaron a trabajar en políticas de memoria como producto de “pedidos de pases”[12].
De un modo análogo a lo documentado por Vázquez (2018), en estos casos la importancia del Estado como objeto y parte integrante de esta nueva militancia es asociada a una experiencia generacional. Al igual que en el caso de los funcionarios-activistas de “segunda generación”, muchos de estos trabajadores o trabajadoras percibían a los gobiernos kirchneristas como un corte con el pasado, que había estado signado por la oposición a lo estatal o incluso, como señala Esteban, a la política:
“El Estado y los gobiernos… históricamente, por lo menos desde mi experiencia personal, yo tengo 47 años ahora, en ese momento tenía 33, en el 2004. Yo no había tenido ninguna experiencia en todos mis años de vida política y de elecciones, nunca me había sentido representado por ningún candidato a nada. Siempre los votos eran el mal menor, o una enorme decepción… uno siempre estaba en contra de las políticas del gobierno, siempre estábamos en las marchas opositoras a lo que fuera y las únicas marchas que eran a favor de algo eran las del 24 de marzo, no mucho más […] Pasar a estar de golpe formando parte de un proyecto donde vos sentías que la política de Estado estaba verdaderamente al servicio de lo que el Estado siempre debió hacer. Que fue reparar el daño bestial ocasionado durante el Terrorismo de Estado. Eso como hecho realmente fundacional. Histórico, en el profundo sentido del término. Inédito. Reparador”. (Entrevista con Esteban, coordinador de área en la Secretaría de Derechos Humanos, 28 de junio de 2018.)
Las “políticas de memoria, verdad y justicia” llevadas adelante durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández son valoradas en su carácter “reparatorio” de un pasado que no debió acontecer. A su vez, esa tarea es significada muchas veces en continuidad con la legitimidad moral de los organismos de derechos humanos entendidos como “ejemplos” de ese proceso. Así lo señalaba Mariana, de la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad:
“Las Abuelas y las Madres nos dieron su ejemplo y hoy nosotros, los que podemos reparar un poquito, o devolverles un poquito a los familiares del Estado, bueno, lo estamos haciendo. Así que eso es lo que a mí me moviliza todos los días, todos los días. Saber que, por ejemplo, el otro día, cuando fuimos al acto que hizo Estela [de Carlotto] de anuncio de la nieta 117, y sus abuelas contaban su historia, estuvimos ahí presentes, acompañando, y para nosotros es una victoria de todos, de todos como sociedad. Y nosotros hacemos un poquito eso desde acá adentro, desde la administración pública, los buscamos, buscamos sus historias, hablamos con los que eran compañeros, que los conocieron, su familia, y eso nos lleva a mantener viva la memoria, que sea un ejercicio constante y no sea algo que se pierda en el tiempo y se olvide, sino que estén todo el tiempo, que sean historias vivas ¿no?”. (Entrevista a Mariana, 2 de septiembre de 2015.)
De este modo, la “militancia en el Estado” durante los gobiernos kirchneristas se imbrica con la militancia por la memoria. Más aún, como ocurría en el caso de los “militantes en la gestión”, la tarea de estos trabajadores es redefinida como “militante” no solo de una memoria relativa a los crímenes del Terrorismo de Estado sino de la memoria enmarcada en un proyecto político. En ese sentido, la concurrencia entre ambas nociones de “militancia” hace patente que la “militancia por la memoria” nunca supone una memoria en abstracto, sino siempre una forma muy concreta y situada de recordar el pasado. Dicho de otro modo, si es cierto que la militancia por la memoria supone siempre una dimensión política, no necesariamente se encuentra articulada —como sucede en este caso— con una determinada conducción política o partidaria. Aquí la noción de “militancia por la memoria” se encuentra doblemente ligada a las necesidades del colectivo de identificación, en su inscripción no solo en el campo de la memoria sino también en el “proyecto político kirchnerista”. Así lo expresaba en un acto público el coordinador de la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad:
“Nosotros somos una generación que ha luchado contra el neoliberalismo en la década de los 90, cortando calles, rutas… hemos ingresado a la administración pública con la gestión de Néstor Kirchner y hemos continuado y profundizado con la compañera Cristina Fernández de Kirchner. Y el trabajo de recuperar los legajos de los compañeros, de recuperar su identidad, de recuperar su historia, no fue una acción inocente, digamos, ¿no?, fue una acción con un profundo sentido de reivindicar a los compañeros que para nosotros fueron los compañeros que lucharon por un proyecto de liberación nacional que nosotros estamos convencidos de que estamos defendiendo ahora, que defendimos durante el gobierno de Cristina, reconstruyendo el Estado para todos los argentinos”. (coordinador de la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad. Acto en conmemoración de los trabajadores desaparecidos de Encotel. Centro Cultural Kirchner, 14 de noviembre de 2015.)
Otras trabajadoras señalaban en las entrevistas:
“Mayoritariamente, es buena la conexión que hay en el interior del Estado… eso lo pude sentir, como que hay una sintonía fina, una sintonía igual, en lo que es sobre todo funcionarios de alto rango, te estoy hablando de ministros, que están participando de los actos [conmemorativos de reparación de legajos laborales]… se nota un compromiso total. Eso emociona mucho y a uno le da fuerza porque decís: estamos todos en la misma línea política de decir “defendamos la democracia”, que esto no vuelva a pasar, que “memoria, verdad y justicia” son la columna vertebral de este proyecto nacional y popular, y que no se puede salir uno de ese eje”. (Entrevista a Mariana, 2 de septiembre de 2015.)
“Me parece que, en un grupo importante de los que laburamos acá, se da la conjunción de que nuestras convicciones, nuestra ideología, nuestra militancia, se conjugó con el laburo. Me parece que eso… Nosotras siempre lo hablamos, esta situación de, entrecomillas, “un privilegio” de poder laburar en un tema en el cual uno cree y tiene convicciones y excede el laburo de oficina. Y además hemos generado en estos años muchos vínculos por fuera, con familiares, con sobrevivientes… en lugares que… porque además estaba esta decisión de llegar a donde más se pudiera”. (Entrevista a María, trabajadora de la Dirección Nacional de Sitios de Memoria, 6 de junio de 2018.)
Las tres citas nos permiten ver cómo esta identificación incorporaba como elementos significativos de la propia tarea una serie de tópicos caros al kirchnerismo como identidad política: la doble ruptura con el “neoliberalismo” y la dictadura militar, la revalorización del Estado como agente de transformación, según lo mencionamos en el apartado anterior, y la asunción de las políticas de derechos humanos como parte constitutiva del “proyecto nacional y popular”, en el sentido trabajado por Barros (2009). En consecuencia, como se vislumbra en la última cita, resulta una “ética del compromiso”, según la cual la tarea excedía su carácter específicamente laboral para re-significarse como una forma de entrega personal a la causa e incluso como un “privilegio”.
Como indicamos, ello fue objeto de ciertas tensiones en la medida que las condiciones laborales eran, en su mayoría, precarias e inestables. Para algunos trabajadores y trabajadoras, la falta de presupuesto y, sobre todo, la propia inestabilidad laboral obstaculizaban la continuidad de las políticas, cuyo valor funcionarios y funcionarias declamaban. En ese sentido, la apelación al “compromiso” podía ser experimentada como una demanda contradictoria que intentaba suplir las deficiencias de la política pública[13]. No obstante, también existía la situación inversa y ambos aspectos podían potenciarse: en su mayoría estos trabajadores y trabajadoras poseían un perfil profesional (son graduados universitarios en carreras sociales o humanidades) para los cuales el trabajo en el Estado emergió como un espacio de activismo, pero también como un destino profesional y laboral posible:
“Además, trabajábamos miles de horas, era como una obsesión. Para mí fue una experiencia increíble. De hecho, cuando me fui, después extrañé mucho ese trabajo, o sea me fui a otro lugar, pero me di cuenta de que eso era lo que quería hacer toda mi vida. Y ahora me dedico a eso, a laburo archivístico”. (Entrevista con Andrea, integrante del Equipo de Relevamiento de los Archivos del Ejército, 26 de mayo de 2017.)
En este sentido, y de un modo que desarticula la mera oposición entre “mística” y “técnica”, la progresiva incorporación de saberes específicos a la formulación de políticas de memoria resulta una variable de interés. En las agencias analizadas, la progresiva institucionalización de las políticas generó que algunos agentes buscaran adquirir competencias y saberes específicos e incluso acreditarlos externamente. Tal es el caso de algunos/as trabajadores/as que se desempeñaron en los Equipos de Relevamiento y en el Programa de Modernización de Archivos de las Fuerzas Armadas, que recibieron capacitaciones en el Archivo General de la Nación y también buscaron acreditación en universidades nacionales y/o extranjeras[14].
En muchos sentidos, esta combinación de activismo con producción de saberes expertos resultó clave en la productividad de las distintas políticas de memoria. De hecho, si bien estos “trabajadores de la memoria” no ocuparon cargos jerárquicos y sus condiciones de contratación fueron más bien precarias, sin duda constituyeron un actor imprescindible para comprender la existencia de las políticas de memoria y su permanencia en el tiempo.
Conclusiones
A lo largo del artículo, nos propusimos mostrar de qué modo se imbricaron algunas de las características que signaron la ocupación del Estado durante los gobiernos kirchneristas con los clivajes que la literatura especializada ha delineado en torno a los agentes de la memoria. Desde esta perspectiva, abordamos la construcción de dos perfiles que nos permitieron comprender algunas de las trayectorias, representaciones y lógicas de identificación de quienes tuvieron a su cargo el desarrollo de políticas de memoria a nivel nacional. Así, nos referimos a un primer grupo de militantes con trayectorias previas en organismos de derechos humanos que se incorporaron al Estado durante el kirchnerismo, especialmente como funcionarios o funcionarias. Al interior de este grupo, identificamos dos trayectorias generacionales y señalamos cómo ambas podían inscribirse en el arco narrativo propuesto por el kirchnerismo como identidad política (esto es, la doble ruptura con la dictadura militar y el neoliberalismo y la apelación a la memoria de la militancia setentista). A su vez, indicamos de qué modo el “familismo” o la condición de “afectado directo” continuó presente como uno de los rasgos específicos que asumió la militancia por los derechos humanos en el país y cómo la participación de familiares o sobrevivientes en la construcción o el desarrollo de la política pública era significada por muchos de los/as trabajadores/as como una garantía de su legitimidad.
Luego, nos referimos a un segundo grupo de trabajadores y trabajadoras que ingresaron al Estado, ya sea en el gobierno de Néstor Kirchner o en los de Cristina Fernández, y para quienes la militancia constituyó no tanto una trayectoria previa sino un modo de concebir la propia tarea. Aquí, el desarrollo de una expertise o técnica que acompañó la institucionalización de las diferentes políticas de memoria podía ir en consonancia con esta concepción del trabajo como una forma de activismo y también con un destino laboral posible. En ese sentido, las categorías de “militancia” y trabajo” resultaron altamente porosas. A su vez, tanto en este caso como en el primer grupo, el trabajo en el Estado fue progresivamente percibido como un espacio donde era posible desarrollar compromisos militantes en el sentido de la “militancia por la memoria”, pero también de la militancia asociada a un proyecto político partidario, según una lógica que puso ambas causas en una relación de continuidad. En ese sentido, mostramos de qué manera se anudaron un modo de habitar las agencias estatales, signado por el compromiso militante, una causa —entendida como la demanda por memoria tal como fue forjada por el movimiento de derechos humanos— y una identidad política anclada en el kirchnerismo, con sus respectivos marcos de interpretación del pasado.
Como señala Messina (2019), encontramos así un proceso de yuxtaposición o hibridación en el marco del cual las fronteras entre lo que analíticamente distinguimos como militancia, gestión y compromiso político resultaron difuminadas, transformando tanto cada uno de estos quehaceres como a quienes los realizan. En ese sentido, coincidimos con Messina en que los procesos de institucionalización de las políticas de memoria redundaron en la producción de nuevos actores estatales en las que convergen posiciones diferenciadas y que, a su vez, se hallan atravesados por múltiples determinaciones. Ello incluye aspectos generacionales, la formulación y/o posesión de saberes específicos y capitales militantes, así como distintas formas de adhesión a la causa de la memoria.
En función de estas conclusiones, resulta interesante explicitar una doble problemática para finalizar. Por un lado, que la idea de una intervención “independiente” o “neutral” en materia de memoria por parte de las agencias estatales supone la existencia de tales entidades en forma “pura”, es decir no contaminada por otras lógicas sociales como las que aquí se han expuesto. Por otro lado, esa perspectiva supone que la formulación de “políticas públicas” constituye un proceso abstracto donde quienes intervienen lo hacen como agentes desprovistos de toda otra inscripción social. Según entendemos, advertir la existencia de estas múltiples determinaciones no implica al mismo tiempo suponer que la inscripción específicamente partidaria como la que hemos analizado esté ausente de tensiones. De hecho, estas tensiones emergían en las críticas que las fuerzas políticas y los medios opositores desplegaban en contra del kirchnerismo en términos de “apropiación” o uso político del pasado. Independientemente de esa discusión, la pregunta de fondo que sobrevuela es si efectivamente la militancia constituye un recurso políticamente adecuado para ocupar el Estado. En todo caso, lo que hemos intentado aquí es explicar las razones de esta recurrencia en términos de las trayectorias de los actores y su productivo anudamiento con la causa de la memoria. Queda pendiente evaluar de qué manera se transformó este anudamiento durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) y, en todo caso, imaginar qué otros recursos simbólicos aparecen como recursos potentes para pensar, formular y sostener políticas de memoria.
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[1]Notas
Quisiera agradecer a los/as evaluadores/as anónimos de este artículo, cuyos comentarios me han permitido mejorar aspectos sustanciales.
[2] Como señala Messina (2021: 3), en nuestro país la “memoria” y los “derechos humanos” se constituyeron simultáneamente como un mismo campo de saber y acción. Los usos y proyecciones en la esfera pública de ambos términos se hallan estrechamente asociados y constituyen “una suerte de aglomerado de sentidos vinculados con la denuncia de las prácticas y los mecanismos de la represión estatal, con los desaparecidos como figura central y con un actor social preciso —el conjunto de organismos de derechos humanos— como el principal impulsor y protagonista del proceso de lucha por la memoria, la verdad y la justicia”.
[3] Para este artículo hemos trabajado sobre un corpus de 14 entrevistas que enumeramos al final. Los nombres de trabajadores y trabajadoras estatales entrevistados fueron reemplazados por seudónimos, a a diferencia de los funcionarios públicos que aparecen con sus nombres y apellidos completos.
[4] Como señala Quirós (2014), en la década de 1990 la noción de “militancia” era estigmatizada como una práctica anacrónica, así como por la imagen del militante como “burócrata” dependiente de los aparatos políticos. En ese sentido, la idea de militancia política encontró en estos años su contraparte positiva en la “militancia social” vinculada a ONGs y movimientos sociales.
[5] D’Ottavio (2017: 90) también enfatiza la continuidad entre el saber experto y el ejercicio militante de la profesión en relación con la participación de expertos en el trabajo de conservación y arqueología que se desarrolla en los sitios de memoria desde mediados de la década del 90: “es el ámbito particular de intervención y el compromiso de estos actores lo que redefine sus prácticas como a la vez técnicas y políticas”, haciendo especial hincapié en la conjunción copulativa que marca una determinación y afectación entre los dos términos.
[6] Esta distinción no se funda tanto en quiénes componen los organismos (dado que también había familiares de desaparecidos en organismos considerados de “no afectados”), sino en el nombre que funda sus instituciones: las primeras ligadas a un vínculo sanguíneo (“Madres”, “Abuelas”, “Familiares”) y las segundas apelando a valores universales como los Derechos Humanos, o del Hombre, la Paz, la Justicia (APDH, MEDH, SERPAJ, LADH) (da Silva Catela, citado en Cueto Rúa, 2018).
[7] Vázquez (2014) señala que la confluencia entre prácticas militantes y laborales en la gestión pública es un aspecto presente en agrupaciones políticas de un espectro político más amplio y no es exclusivo del kirchnerismo. La principal diferencia consiste en que la “gestión militante” representa en los espacios kirchneristas una consigna y una reivindicación pública, a diferencia de lo que ocurría en otros espacios políticos, como la gestión del socialismo a nivel provincial (en la Provincia de Santa Fe) y de Propuesta Republicana (PRO).
[8] En coincidencia con el planteo de Messina, Perelmiter advierte que el carácter híbrido o bivalente de sus agentes no era un defecto de la política sino su condición de posibilidad: los militantes en el Ministerio de Desarrollo Social debían ser militantes de base en el Ministerio y agentes estatales en el territorio.
[9] El trazado de los perfiles considera el modo de incorporación al Estado, la inscripción generacional, la profesión y el vínculo con el pasado reciente de modo previo al desarrollo de sus tareas. La sistematización que presentamos no pretende abarcar todas las singularidades del caso, pero nos permitirá conocer de modo general las maneras en que se modularon los clivajes mencionados en las diferentes trayectorias que atravesaron las agencias estatales en el período.
[10] De acuerdo con algunos entrevistados, Duhalde fue quien tuvo la “visión política”, la “perspectiva” o el “proyecto político” de la Secretaría de Derechos Humanos en sus orígenes, además de ejercer un rol de “mediador” entre Kirchner y los organismos.
[11] Para la primera generación, otros casos son Rodolfo Mattarolo, subsecretario de Promoción y Protección de Derechos Humanos de la Secretaría para el mismo período; Carlos Lafforgue, secretario ejecutivo del Archivo Nacional de la Memoria; Ramón Torres Molina, presidente del Archivo Nacional de la Memoria; Judith Said, directora nacional de Sitios de Memoria; y Martín Gras, subsecretario de Promoción de Derechos Humanos, entre otros. Para la segunda generación, algunos ejemplos son Agustín Di Toffino, Ana Oberlin, Paula Maroni y Agustín Cetrángolo, todos ellos militantes de HIJOS que ocuparon distintos cargos en la Secretaría de Derechos Humanos.
[12] A mediados de 2015, el gobierno nacional acordó con el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el traspaso a su órbita de la gestión de los cuatro Espacios de Memoria que para ese entonces funcionaban en la Ciudad. Alrededor de 100 trabajadores y trabajadoras de estos espacios, así como del Instituto Espacio para la Memoria, pasaron a ser empleados de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Este proceso de “traspaso” fue altamente conflictivo y mostró el cruce entre diferentes variables aquí analizadas: la presencia de militantes con trayectorias previas en organismos de derechos humanos en la gestión de la Ciudad, la tensión entre quienes se consideraban a sí mismos como “técnicos” y quienes se pensaban ante todo como “militantes” y también la disputa entre aquellos trabajadores/as y funcionarios/as que se identifican con el gobierno nacional y deseaban trabajar bajo su órbita y quienes se oponían.
[13] Entrevista con dos integrantes del Equipo de Relevamiento de los Archivos de la Fuerza Aérea, 14 de julio de 2017.
[14] Entrevista colectiva con el Equipo del Sistema de Archivos del Área de la Defensa (exprograma de Modernización de Archivos), 2 de agosto de 2017.