Apuntes para una genealogía de las políticas de drogas en Argentina: desde principios del siglo XX a la primera década del siglo XXI

Notes for a genealogy of drug policies in Argentina: From the beginning of the 20th century to the first decade of the 21st century

Nicolás Guillermo González

https://orcid.org/0000-0002-1224-6900

Universidad Nacional de Tucumán

gonzaleznicolasguillermo@gmail.com

Fecha de envío: 28 de noviembre de 2020. Fecha de dictamen: 5 de agosto de 2021. Fecha de aceptación: 18 de agosto de 2021.

Resumen

El presente artículo reconstruye una “historia” de las principales políticas de drogas en Argentina desde los inicios del siglo XX hasta 2010, su interrelación con el régimen internacional de control de drogas y el llamado paradigma prohibicionista-punitivo. Se trata de una revisión bibliográfica de los estudios disponibles sobre política de drogas en Argentina orientada por el método genealógico de Foucault. El objetivo del artículo es mostrar las condiciones de posibilidad de un paradigma prohibicionista-punitivo en política de drogas, su desarrollo, afianzamiento y posibles alternativas, como así también ofrecer una orientación para la utilización de la genealogía foucaultiana en la temática.

Asbtract

This article reconstructs a “history” of the main drug policies in Argentina from the beginning of the 20th century to 2010, their interrelation with the international drug control regime and the so-called prohibitionist-punitive paradigm. This is a bibliographic review of the available studies on drug policy in Argentina guided by Foucault's genealogical method. The objective of the article is to show the conditions of possibility of a prohibitionist-punitive paradigm in drug policy, its development, consolidation and possible alternatives, as well as to offer an orientation for the use of Foucauldian genealogy in the subject.

Palabras clave: Drogas; Política de drogas; Argentina; Genealogía.

Keywords: Drugs; Drug policy; Argentina; Genealogy.

Introducción

A pesar de ciertos cambios en la opinión pública en las últimas décadas, reflejadas en políticas de “despenalización” y de “legalización” practicadas en algunos países, el llamado “problema de las drogas”[1] y su prohibición son parte del sentido común de muchas sociedades contemporáneas. La retórica de la “guerra contra las drogas” y la militarización de las fronteras nacionales y la seguridad interior para el control de la oferta de drogas son pruebas de esto. Pero observar el contexto del surgimiento y el desarrollo de políticas de drogas[2] ancladas en un “paradigma prohibicionista-punitivo” (en adelante PPP) nos posibilita tener una perspectiva crítica de las lógicas y las prácticas que sustenta.

Un aspecto fundamental para su funcionamiento es la legitimidad científica que el modelo biomédico aporta a la prohibición, basada en la tesis de que las adicciones son una enfermedad causada principalmente por la exposición a estas sustancias (Apud y Romaní, 2016). A su vez, la asociación entre uso de droga, enfermedades mentales, problemas educativos y criminalidad refuerzan la prohibición en el plano normativo, lo que se ha traducido en respuestas de corte punitivo (Romaní, 2020).

Argentina ha ratificado su adhesión a los tratados internacionales de fiscalización de drogas en el marco de la ONU y la ley nacional de estupefacientes Nº 23.737, sancionada en 1989, responde al PPP. Pese a las numerosas críticas de sectores de la sociedad civil y el campo profesional (i. e., Sain, 2009; Vázquez, 2014), se reconoce en el PPP una doctrina jurídica que concibe a los consumidores de drogas bajo la doble condición de “delincuentes-enfermos” (Corda, Galante y Rossi, 2014).

Realizar un recorrido “histórico” en el desarrollo de las políticas de drogas nos brinda la oportunidad de ver cómo la prohibición y el castigo penal no son el mero reflejo de verdades evidentes, ya que el “prohibicionismo científico” (Martínez-Oró, Apud, Scuro y Romaní, 2020) se ha gestado a partir de diferentes luchas de intereses. Revisando los estudios centrados en los años 1900-2010, son muchas las disciplinas que han aportado al campo de la historia de las políticas de drogas en Argentina (Weissman, 2001; Epele, 2007; Sain, 2009; Vázquez, 2014; Sánchez-Antelo, 2012 y 2018; Manzano, 2014; Corda, 2011, 2012 y 2016; Corda et al., 2014; Llovera y Scialla, 2017; Tokatlian, 2017, Tokatlian, Sain y Montenegro, 2018; y Corbelle, 2018, entre otros). Adicionalmente se encuentran disponibles trabajos periodísticos sobre la prohibición en Argentina que aportan valiosos datos y archivos para este estudio (Federico y Ramírez, 2015; y Suppa-Altman, 2018).

El presente artículo es un aporte al desarrollo de este campo, buscando contribuir al debate desde una perspectiva filosófica anclada en el método genealógico propuesto por Foucault.

Metodología y material

El objetivo de este trabajo consiste en contribuir a una “historia” de las principales políticas de drogas en Argentina desde los inicios del siglo XX hasta 2010 que nos permita entender las condiciones de posibilidad para la existencia de un PPP en política de drogas, su desarrollo, afianzamiento y posibles alternativas.

Dada la multiplicidad de hechos que pueden ser analizados, nos focalizamos particularmente en los cambios del Código Penal argentino respecto de las drogas y los discursos prohibicionistas que lo legitiman. Para esto realizamos una revisión bibliográfica de la literatura crítica sobre política de drogas en Argentina, utilizando buscadores de artículos académicos producidos en el país. Se usaron Google académico, Scielo y Dialnet, buscando las palabras clave “política de drogas”, “drogas” y “Argentina”.

El análisis del material bibliográfico estuvo guiado por la búsqueda de indicios del PPP en Argentina y su variabilidad histórica. Estos indicios consistieron en la identificación de políticas de drogas orientadas al control de la oferta y la presencia o no de leyes nacionales punitivas. Adicionalmente incluimos algunas fuentes periodísticas, fallos judiciales y datos del contexto sociocultural y político en aquellos pasajes que nos resultó necesario.

Para periodizar y simplificar la exposición de una genealogía de las políticas de drogas en Argentina, adoptamos y adaptamos el criterio establecido por Corbelle (2018) consistente en segmentar la historia reciente en cinco grandes periodos. Establecemos el año 2010 como corte para este recorrido ya que entonces se sancionó la ley de salud mental 26.657, donde las adicciones pasaron a ser consideradas parte integrante de las políticas de salud mental.

El marco teórico-metodológico consiste en una perspectiva filosófica orientada por el método genealógico de Foucault. Tal como señala el título del artículo, se trata de un “apunte” que no agota todas las posibilidades para la construcción de una historia sobre las políticas de drogas, sino que propone una visión parcial orientada por el método aquí propuesto. Por otro lado, la obra de Foucault no se restringe a los libros que publicara en vida, ya que ha experimentado una expansión producto de la publicación de seminarios y cursos impartidos en el Collège de France, por lo que nos centraremos solo en algunos aspectos de este método a los fines de este trabajo[3].

¿Qué es y en que consiste una genealogía?

Quienes han estudiado los trabajos de Foucault, suelen distinguir dos periodos en su obra (Álvarez-Yágüez, 2016; Castro, 2018). Existe una división canónica entre el Foucault del análisis arqueológico, centrado en el discurso y en sus operaciones como instancia autónoma, y el Foucault del análisis genealógico, en donde el saber y lo discursivo se entrelazan con lo extra-discursivo en relaciones complejas de saber-poder. El primer momento es representado sobre todo por Las palabras y las cosas (1966) y La arqueología del saber (1969), mientras que el segundo momento viene marcado por obras como Vigilar y castigar (1975), donde el análisis del poder en relación al saber se vuelve un tema central.

En la introducción de La arqueología del Saber, Foucault (2015) se preguntó por el trabajo de los historiadores y criticó la forma tradicional en cómo estos la concibieron. Se trató de una crítica a la historia a partir del hito de los precursores, la historia idealizada, lineal y continua que acumula el saber previo y lo lleva hasta sus objetivos últimos, como siendo parte de un proyecto único y global.

Por estas inquietudes, Foucault inicialmente caracterizó a su método filosófico como “arqueológico”, consistente en la búsqueda y la problematización de las condiciones de surgimiento de un objeto de investigación o de una reflexión filosófica en una época determinada (Revel, 2008). Estas condiciones históricas configuraban para Foucault una “episteme” y se refirió a ellas como las relaciones que los discursos de las ciencias establecen entre sí en un momento dado, en tanto oposiciones, diferencias, correlaciones, separaciones, etc. (Castro, 2018).

Desde esta perspectiva, la episteme sería entonces una suerte de sistema o estructura. Pero hay que señalar que tempranamente Foucault buscó alejarse del rótulo de intelectual orgánico al “estructuralismo”. Esto se debió en parte a que el concepto de episteme corría el riesgo de ser entendido como un “sistema unitario, coherente y cerrado, es decir como una coacción histórica que implica una sobredeterminación rígida de los discursos” (Revel, 2008: 56). En cambio, Foucault buscaba mostrar que las estructuras son siempre históricas y que la episteme no es un sistema cerrado, sino que implica un campo de posibilidades, de dispersiones, de fragmentos, una proliferación de múltiples discursos que remiten unos a otros, pero siempre abiertos al devenir, a la irrupción de lo nuevo, una actualidad y un presente marcado por el acontecimiento. Es por esto mismo que los conceptos de “discurso”, “formaciones discursivas” y más tarde “dispositivo” ganaron terreno frente al concepto de episteme, que corría el riesgo de ocultar lo singular de los acontecimientos.

Al respecto, Revel (2008: 20) nos aclara el sentido del término “acontecimiento”: “no una historia del acontecer, sino la toma de conciencia de rupturas de la evidencia inducida por ciertos hechos”. El acontecimiento es lo que viene a romper con la aparente continuidad del tiempo y de la historia, su flujo teleológico y determinista. En este sentido, Foucault no habría estudiado la locura y el encierro para ver ahí lo que hay de repetición de la historia, lo que hay de sobredeterminación de una estructura, sino para ver precisamente la novedad de ese saber que es el discurso médico sobre la locura, el discurso científico de la criminalidad, para estudiar sus condiciones y reglas de aparición, como así también las de su posible disolución.

Verdaderamente, el método de análisis presentado en La arqueología del saber fue modificado sustancialmente a partir de la década de 1970. Este giro hacia la genealogía se debió a una fuerte impronta de la lectura de Nietzsche, a quien Foucault le atribuyó la característica de ser el primer filósofo en haber planteado de forma específica la cuestión del poder (Álvarez-Yágüez, 2016). En un artículo titulado “Nietzsche, la genealogía, la historia”, publicado originalmente en 1971, Foucault explicitó su perspectiva genealógica como configuración de fuerzas y luchas (Castro, 2018).

Frente a la división canónica entre arqueología y genealogía, cabe hacer una observación. No está claro que para Foucault tal distinción haya significado una oposición o superación; se trata más bien, para nosotros, y como sostienen algunos intérpretes de su obra (Álvarez-Yágüez, 2016; Castro, 2018), de una ampliación de su campo de investigación para incluir la dimensión del poder, sus formas concretas de ejercicio y sus efectos sobre la configuración de la subjetividad.

En definitiva, podemos decir que Foucault utilizó como herramienta conceptual la genealogía nietzscheana[4] para apuntar contra la metafísica y un concepto caro a su historia: la noción de esencia. Se trata de una crítica a la creencia de una verdad absoluta, atemporal, depurada de todo interés, ambición, azar, error, liberada en definitiva de toda subjetividad y contexto. Hallazgo que durante la modernidad —en sentido amplio— se dio a conocer mediante el saber científico como “objetividad”. Al observar este punto, podemos entender por qué se producen en Foucault desplazamientos hacia una articulación saber-poder para estudiar cómo los discursos (jurídicos, médicos, etc.) se encuentran en íntima conexión con prácticas que guardan un interés “externo” a ellos.

Como nos recuerda el especialista en Foucault, Edgardo Castro (2018), el filósofo francés no escribió una teoría específica sobre el poder, pero sí realizó algunas indicaciones metodológicas para su estudio. Nosotros partiremos de lo postulado en su libro La historia de la sexualidad. La voluntad de saber (1976), en el apartado titulado “método” (Foucault, 2014). Siguiendo este análisis, estudiar las políticas de drogas desde un método genealógico implica para nosotros una serie de postulados: (1) su existencia y eficacia se debe al hecho de ser efecto de configuraciones hegemónicas; (2) no se explica por su capacidad represiva, sino ante todo por aquello que produce; (3) su indagación no debe remitir a una esencia originaria, sino mostrar que es el resultado de múltiples luchas, con sus propios márgenes de acción y resistencias; (4) estas luchas deben ser estudiadas siguiendo el derrotero de prácticas, saberes y subjetividades situadas y configuradas históricamente; (5) identificar en su desarrollo “discontinuidades” y “acontecimientos” que den cuenta de los cambios en su configuración.

Construcción de las políticas de drogas desde principios del siglo XX hasta la década de 1950

A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, Argentina se incorporó al mercado mundial mediante un modelo económico conocido como “agroexportador”, a la vez que promovió el ingreso de mano de obra extranjera. Estas políticas estimularon la urbanización, ya que muchos de los inmigrantes se radicaron en las ciudades y en lo cordones industriales (Cataruzza, 2009).

A medida que la estructura administrativa del Estado fue complejizándose, la élite política trazó estrategias tendientes a regular estos flujos poblacionales y comerciales. Tanto las sustancias producidas en el territorio nacional como las nuevas mercancías llegadas al puerto requirieron la acción conjunta de diversos estamentos: farmacéuticos, boticarios, comerciantes, médicos, jueces, policías, solo por mencionar algunos de los nuevos actores que entraron en escena. Durante las primeras décadas del siglo XX, el comercio de drogas en Argentina fue resuelto mediante leyes administrativas, como la ley 4.687, “Ejercicio de la Farmacia y su reglamentación”, de 1905, que estipulaba el registro de los vendedores, la previa habilitación y la venta bajo receta médica (Sánchez-Antelo, 2012).

Los debates políticos locales estaban al tanto de aquellos que se desarrollaban en el plano internacional, lo que se plasmó en 1912 cuando Argentina se sumó a la Convención Internacional de La Haya sobre el Opio. En 1919, y mediante decreto, el presidente Hipólito Irigoyen restringió la importación de opio y otros preparados (cáñamo, heroína, cocaína y sus derivados) solo a farmacias y droguerías con previa habilitación estatal (Federico y Ramírez, 2015).

En este periodo se presentaron distintas iniciativas al Congreso para la regulación del opio y sus derivados (Weissman, 2001), y el alcohol, sin que ninguna llegase a ser aprobada. Según la socióloga Sánchez-Antelo (2012), para entender el avance del prohibicionismo de drogas en Argentina es necesario seguir el caso del alcohol. Los trabajos académicos de los médicos buscaron establecer la etiología del alcoholismo y consideraron hallarla en la “degeneración hereditaria” o “adquirida”. La idea del contagio de un tóxico como el alcohol, sumado a factores ambientales como las licorerías, los bares, el ocio, la noche, la mendicidad, comenzó a delinear la peligrosidad esencial de los “toxicómanos”. Estas visiones dominantes sobre los “tóxicos” legitimaron el control social sobre los consumidores de drogas al señalarlos como un peligro para la sociedad, las buenas costumbres y la moral de la Nación.

Inspirado en la experiencia legislativa norteamericana, el doctor Leopoldo Bard publicó en 1923 Los peligros de la toxicomanía. Proyecto de ley para la represión del abuso de los alcaloides e impulsó en 1924 la sanción de la primera ley penal contra conductas vinculadas a las drogas. La ley 11.309 incorporó al Código Penal los términos “narcóticos” y “alcaloides” y consideró delito su introducción clandestina, la venta sin habilitación y la venta sin receta médica, con una pena de 6 meses a 2 años (Corda et al., 2014). La elaboración del proyecto de ley contó con la participación del jefe de policía de Buenos Aires, quien informó sobre el aumento del consumo de drogas en todas las clases sociales, incluyendo como pruebas notas periodísticas (Sánchez-Antelo, 2012; Suppa-Altman, 2018).

En aquel entonces, la prensa anunciaba los peligros de la “toxicomanía” como lo hizo el diario Crítica de Buenos Aires en 1922:

“El opio, la morfina, la cocaína y el éter hacen estragos en la población de la metrópoli. En pleno centro los envenenadores operan con tranquilidad. Espectáculos de la vergüenza. Las justas alarmas de la ciencia. Es necesario adoptar medidas urgentes y severas”. (Citado por Federico y Ramírez, 2015: 64)

¿Cómo se pasó de una política de regulación estatal a la represión estatal? Es posible que haya sucedido por dos motivos no excluyentes: (1) una razón doméstica, referida al control poblacional; y (2) una razón geopolítica, motivada por la estrategia de alinear las políticas nacionales con las internacionales impulsadas principalmente por Estados Unidos, que en aquel entonces representaba un horizonte “civilizatorio”. En su proyecto de ley de 1923, Bard señaló:

“En todos los países civilizados se ha sentido la necesidad de esta legislación especialísima […] la inclinación a los excitantes tóxicos es un fenómeno universal, cada vez más difundido. No podemos decir que nuestro país haya permanecido libre de contagio, aun cuando no se encuentre entre aquellos donde el mal acusa mayor virulencia”. (Citado por Sánchez-Antelo, 2012: 283; las cursivas son nuestras)

En 1926, se modificó nuevamente el Código Penal mediante la ley 11.311, que estipuló la pena de 6 meses a 2 años a quien traficara o tuviese estupefacientes sin discriminar entre traficantes y consumidores (Corda et al., 2014; Sánchez-Antelo, 2012). Aquí podemos identificar ya en Argentina un pensamiento prohibicionista y punitivo que legitimó una extraña asociación entre la enfermedad y la delincuencia y que llevó en la primera mitad del siglo XX el nombre de “toxicomanía”.

En su segundo mandato presidencial, Hipólito Irigoyen tuvo que hacer frente a la caída de Wall Street, en octubre de 1929, que produjo una crisis económica —baja de sueldos y el inicio de procesos inflacionarios— que agudizó el clima social y político de aquel entonces (Cataruzza, 2009). Esta situación culminó con un golpe de Estado en 1930 y la asunción del general José F. Uriburu como presidente provisional.

En este nuevo periodo, se dictó un fallo judicial que refleja el desarrollo de las políticas de drogas en Argentina (Federico y Ramírez, 2015). Antonio González fue detenido en el centro de la ciudad de Buenos Aires con 3 gramos de cocaína y declaró que no eran para comercializar. Con una votación dividida de 4 a 3, la Cámara del Crimen resolvió que el consumo personal no era razón legítima para su tenencia. La minoría sostuvo que penar el consumo personal implicaba infringir el artículo 19 de la constitución nacional (CN), que señala:

“Las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, solo están reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”.[5] 

Durante este periodo, se reforzaron las medidas represivas contra el tráfico y en 1930 se creó la sección de Toxicomanía de la Policía Federal, llevándose adelante numerosos procedimientos contra el narcotráfico e iniciándose un aumento progresivo de los recursos destinado a tal materia. Aun así, Federico y Ramírez (2015: 101) resaltan que “en 1934 la policía de la capital alcanzó la cifra récord de 29 kilos secuestrados entre clorhidrato de cocaína y morfina, cantidad exigua si se compara con cualquier secuestro en la actualidad”.  

En 1946, en periodo de posguerra y con Juan Domingo Perón como presidente, se inician cambios profundos en la política argentina tendientes a fortalecer y ampliar al Estado, marcado por un modelo de economía planificada, la industrialización, la nacionalización y estatización de sectores empresarios y servicios básicos con el objetivo de alcanzar una redistribución de riquezas y lograr el pleno empleo (Cataruzza, 2009). El área de Salud Pública no quedó exenta de este proceso, ya que amplió su administración y sus objetivos en pos de llegar a las masas populares, como lo demuestra su progresiva y ascendente jerarquía institucional: “la Dirección Nacional de Salud Pública, creada en 1943, fue transformada en Secretaría en 1946 y en Ministerio en 1949” (Cataruzza, 2009: 323).

Frente a este ministerio asumió el doctor Ramón Carrillo, quien postuló una salud universalista, el desarrollo de infraestructura y planes sanitarios nacionales con una conducción centralizada desde el Estado. En la materia que nos ocupa, las toxicomanías están enumeradas en el Plan Sintético de Salud Pública 1952-1958:

“El problema de las toxicomanías debe resolverse mediante una coordinación entre el Ministerio de Salud Pública, la autoridad policial y judicial. Centro especializado para internación de toxicómanos. Reforma de la legislación en lo referente a toxicomanías que deben equipararse a los enfermos mentales, como en el fondo lo son”. (Citado por Sánchez-Antelo, 2018: 332-333)

Pero estos planes no pudieron llevarse a cabo, ya que en 1955, en medio de una crisis económica, la oposición antiperonista, conformada por sectores heterogéneos, entre ellos, radicales, comunistas, socialistas y sectores de la Iglesia, crearon las condiciones para un golpe de Estado cívico-militar que incluyó un intento de magnicidio con el bombardeo y ametrallamiento perpetrado por la Armada argentina de la Plaza de Mayo, la Casa Rosada y el edificio de la CGT (Confederación General del Trabajo), como así también de otras zonas céntricas. Este hecho dejó el saldo de 300 muertos y muchos más heridos (Cataruzza, 2009). Si bien el intento de magnicidio falló, las sublevaciones y las demostraciones de fuerzas por parte de la Armada y sus aliados continuaron hasta conseguir la renuncia y posterior exilio de Perón, en setiembre de 1955. A partir de entonces, el gobierno quedó en manos de una dictadura cívico-militar encabezada inicialmente por el general Eduardo Lonardi y luego por el general Pedro Aramburu en la autoproclamada “Revolución Libertadora”.

Nuevas alianzas entre el saber y el poder: el paradigma prohibicionista-punitivo en la década de 1960

En la década de 1960, el PPP en Argentina se afianzó siguiendo los lineamientos del régimen internacional de control de drogas (en adelante RICD). Este régimen fue expandiéndose conforme el bloque occidental liderado por Estados Unidos se impuso frente al resto de países durante el periodo de la Guerra Fría, materializándose con la Convención Única de Estupefacientes de 1961, firmado en New York. Este tratado tuvo como objetivo principal limitar el uso de varias sustancias consideradas ilícitas a fines “médicos y científicos”. En el artículo 36, introdujo disposiciones penales para los delitos que involucrasen estupefacientes. A su vez, estableció la posibilidad de someter a los usuarios de drogas a “medidas de tratamiento, educación, postratamiento, rehabilitación y readaptación social” (Sánchez Avilés, 2014: 38).

En 1964, el Estado argentino, bajo la presidencia de Arturo Illia, aprobó la ley 16.478 adhiriendo a la Convención de 1961 en todos sus términos. Por su parte, la Justicia ratificó la ley 11.311 de 1926 con una serie de fallos, como el de “Terán de Ibarra”, de 1966, donde se penó la tenencia de drogas para consumo personal por considerarse que el bien jurídico de la “salud pública” debía primar frente a los intereses particulares de los individuos. Basta mencionar que en aquel fallo se citó al médico legista Nerio Rojas, quien señaló que toda legislación debía perseguir a los “toxicómanos” y a los traficantes por igual ya que constituían un “binomio” inseparable (Corda, 2012).

Tras el golpe de Estado y el derrocamiento del gobierno constitucional de Illia en 1966, asumió el gobierno la autodenominada “Revolución Argentina”, una dictadura cívico-militar comandada por el general Juan Carlos Onganía. Este periodo fue caracterizado como un régimen autoritario y burocrático que llevó a cabo mecanismos de control y orden social basados en la identificación de grupos “peligrosos” para su régimen, que resultaron en la supresión del Congreso, intervención en universidades, limitaciones a los sindicatos y la prohibición de actividades públicas de los partidos políticos (Novaro, 2011).

En cuanto a los dispositivos terapéuticos, en 1966 se creó el Fondo de Ayuda Toxicológica (FAT) en la Cátedra de Toxicología de la Universidad Nacional de Buenos Aires. El FAT fue fundado por el doctor Ítalo Alberto Calabrese, convirtiéndose en la primera institución especializada en el tratamiento y la rehabilitación de pacientes toxicómanos (Corda et al., 2014; Trimboli, 2017).

En 1968, la ley 17.567, que reformó el Código Penal, suscitó una situación “paradojal” ya que las políticas de drogas no asumieron el papel represivo que se podría esperar de un régimen dictatorial. Si bien aumentó las penas para los delitos vinculados a las drogas de 1 a 6 años, despenalizó la tenencia para el consumo personal (Manzano, 2014). Aunque cabe destacar que ese mismo año se reformó el Código Civil mediante la ley 17.711, permitiendo la internación de forma compulsiva (sin consentimiento) de los “toxicómanos” en perfecta coincidencia con los lineamientos de la Convención de 1961. Esta disposición llevó en la práctica a que los dispositivos terapéuticos fueran parte de un sistema de castigo penal, modelo llamado por Corbelle (2018) “represivo-terapéutico”.

A nivel internacional, la década del 60 puede considerarse como un periodo de “contracultura” (Escohotado, 2008), ya que en distintos lugares del mundo surgieron protestas políticas y formas de insurgencia, como las del Mayo Francés del 68, movimientos sociales como los feministas y los ecologistas, y la formación de guerrillas armadas, solo por mencionar algunos fenómenos asociados de distintas latitudes. Coincidente con este contexto, en 1969 ocurrieron en Argentina una serie de revueltas populares contra el régimen dictatorial en provincias como Córdoba, Santa Fe, Tucumán y Corrientes. Lo característico de estos movimientos fue la convergencia entre la juventud estudiantil, sobre todo universitaria, y los movimientos obreros (Novaro, 2011).

Identificar al enemigo: política de drogas en la década de los 70

Durante los 70, Manzano (2014) señala que el Estado encontró en la figura del “adicto” o el “toxicómano” un “enemigo interno” frente al cual librar una batalla y reencausar el orden social. En este sentido, el caso de “Tanguito” es relevante para la construcción social de un problema de drogas en aquellos años. José Alberto Iglesias Correa, alias Tanguito, fue un pionero del llamado “rock nacional” en Argentina. El caso es emblemático ya que reunía una serie de signos que los medios de comunicación y los especialistas ayudaron a consolidar y a difundir: tratado por el nuevo pabellón para toxicómanos del Hospital Neuropsiquiátrico Borda (creado en 1971), Tanguito era joven, hijo de clase media trabajadora, de pelo largo, le gustaba vagabundear en las calles de noche, el rock y experimentar con drogas. Murió a los 26 años tras escapar del hospital al ser arrollado en las vías de un tren. Este caso generó gran revuelo en las tapas de diarios y en la televisión y sirvió para difundir ya no solo el “problema de la toxicomanía”, sino la relación entre juventud, rebeldía y drogas.

El contexto de creciente preocupación social frente al “problema de las drogas” impulsó la aprobación de la ley 19.301, de 1973, que reguló las cuestiones administrativas vinculadas a las sustancias “psicotrópicas”. Esta ley siguió los lineamientos del segundo tratado fundamental del RICD, la Convención de 1971 sobre Sustancias Psicotrópicas, firmada en Viena, la cual incluyó nuevos niveles de control a numerosas sustancias llamadas “psicotrópicas”, como el LSD o la mezcalina (ONUDD, 2014).

Con miras a las elecciones de 1973, algunos políticos aprovecharon para su campaña electoral la necesidad de contener y dirigir a la juventud, como es el caso del capitán Francisco Manrique, ministro de Bienestar Social, quien escogió a “los padres” y el “problema de las drogas” como el eje de su campaña política y cultural (Manzano, 2014). En 1972, Manrique anunció la creación de la Comisión Nacional de Toxicomanía y Narcóticos (CONATON), presidida por él mismo e integrada por delegados de la División de Toxicomanía y las cátedras de Toxicología de la Universidad Nacional de Buenos Aires. La CONATON tuvo como objetivo coordinar las políticas para detener el tráfico y el consumo de drogas en el territorio nacional y fue “impulsada en gran medida por la llegada de representantes del gobierno de Richard Nixon” (Manzano, 2014: 60).

Luego de las elecciones de marzo de 1973, cuando fue elegido Héctor José Cámpora como presidente, José López Rega fue nombrado ministro de Bienestar Social. Tal como lo hizo Manrique, López Rega buscó capitalizar su carrera política movilizando la opinión pública en contra de las drogas y sus usuarios. Amplió los acuerdos bilaterales con la embajada de Estados Unidos para facilitar el acceso de Argentina a recursos financieros y apoyo técnico con el fin de ampliar “los aspectos de inteligencia tendientes a detener el comercio interior y exterior de drogas” (Manzano, 2014: 64), e impulsó la creación del Centro Nacional de Reeducación Social (CENARESO), la primera institución pública gratuita y especializada para el tratamiento de adicciones de modalidad residencial. El programa terapéutico, en el periodo que estuvo el doctor Carlos Cagliotti como director (1973-1986), se basó en el aislamiento del adicto, intervenciones psicológicas y grupales y un enfoque abstencionista como ideal de cura (Levin, 2014).

Tal como relatan los periodistas argentinos Federico y Ramírez (2015), por aquellos años comenzaron a realizarse paralelamente experiencias de tratamientos en comunidades terapéuticas (CT), centros organizados por exadictos, muchas veces ligados a sectores de la Iglesia. La primera CT en Argentina (el Centro de Rehabilitación Cristiano Programa Andrés) fue fundada en 1973 por Carlos Novelli, un exadicto que, luego de recuperarse en Estados Unidos, quiso implementar aquellos modelos de abordaje en su comunidad. Esta primera CT fue ejemplar ya que muchos otros programas y CTs se basaron en él. Estas se caracterizaron por ser fuertemente jerárquicas y normativas, estableciendo un sistema de premios y castigos orientados a la modificación de la conducta con un ideal terapéutico dirigido al abstencionismo (Trimboli, 2017).

Luego del asesinato de José Ignacio Rucci, un importante líder sindical aliado de Perón y atribuido al grupo guerrillero “Montoneros”, el gobierno redobló sus esfuerzos para contener a la “subversión”. Vinculado a estas circunstancias, las políticas represivas cobraron una mayor relevancia. Se modificó el Código Penal mediante la ley 20.771, de 1974, impulsada por Isabel de Perón, López Rega e instituciones como el CENARESO (Manzano, 2014). Se trató de la “primera ley penal especial sobre estupefacientes” (Corda, 2011), que castigaba el tráfico con 3 a 12 años de prisión y la tenencia de una amplia gama de sustancias, aunque fueran para consumo personal, con penas de hasta 6 años, y ordenaba en ciertos casos la obligatoriedad de un tratamiento de rehabilitación llamado “medida de seguridad curativa”. De esta manera la figura del adicto volvió a quedar bajo el doble signo de la criminalidad y la enfermedad, se profundizó la tendencia prohibicionista y punitiva en política de drogas y se consiguió identificar al enemigo interno representado por el consumidor de drogas, la juventud y la “izquierda”.

Tras la muerte de Perón en 1974, asumió como primera presidenta de Argentina María Estela Martínez de Perón. Su mandato estuvo marcado por la inestabilidad institucional, que llevó al país a una nueva crisis social y económica. Dadas estas condiciones, el 24 de marzo de 1976 se consumó un golpe cívico-militar autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” bajo una Junta Militar. Comenzó así una de las épocas más sangrientas de Argentina, caracterizada por el Terrorismo de Estado, la desaparición, tortura y muerte de miles de argentinos y argentinas. La tenencia de drogas fue una de las tantas excusas esgrimidas por el poder de facto para el ejercicio arbitrario de la represión estatal y paraestatal.

El “fallo Colavini”, de 1978, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación nos muestra la percepción del problema de las drogas en aquel momento. La causa se inició luego de que Ariel Colavini fuera detenido por la policía mientras circulaba en una plaza de la Ciudad Jardín de Lomas del Palomar, Buenos Aires, y se le secuestraran dos cigarrillos de marihuana declarados para consumo personal. La causa llegó a la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), que ratificó la pena con argumentos como el siguiente:

“Que tal vez no sea ocioso, pese a su pública notoriedad, evocar la deletérea influencia de la creciente difusión actual de la toxicomanía en el mundo entero, calamidad social comparable a las guerras que asuelan a la humanidad, o a las pestes que en tiempos pretéritos la diezmaban. Ni será sobreabundante recordar las consecuencias tremendas de esta plaga, tanto en cuanto a la práctica aniquilación de los individuos, como a su gravitación en la moral y la economía de los pueblos, traducida en la ociosidad, la delincuencia común y subversiva, la incapacidad de realizaciones que requieren fuerte voluntad de superación y la destrucción de la familia, institución básica de nuestra civilización”. (CSJN, Fallo Colavini, 300: 268)

Frente al recurso de la defensa de anteponer el artículo 19 de la CN, que habilita una esfera de autonomía y autodeterminación, se puede tomar como respuesta del tribunal el siguiente argumento del fallo:

“[…] la degeneración de los valores espirituales esenciales a todo ser humano, producidos a raíz del consumo de estupefacientes, hacen que esta acción exceda el calificativo de un simple vicio individual, pues perturba, en gran medida, la ética colectiva, constituyendo un ejemplo al que el Estado, sobre quien recae el deber de tutelar la moralidad pública […] no puede prohijar. (CSJN, Fallo Colavini, 300: 265)

A su vez, es necesario llamar la atención sobre la utilización de referencias al Código Militar para un proceso legal civil, dejando en claro la influencia del orden militar sobre el Estado de Derecho: la autolesión, se afirma, “puede resultar eventualmente reprimida cuando excede los lindes de la individualidad y ataca a otros derechos (Código de Justicia Militar, art. 820)” (CSJN, Fallo Colavini, 300: 270). Con este argumento, el fallo quiere señalar la similitud de “forma” entre la penalización de una autolesión en el ejercicio de actividades militares (poniendo en riesgo al pelotón o un objetivo militar, etc.) con la autolesión ocasionada por el consumo de marihuana. Aunque en el entramado legal argentino se “penaliza” la autolesión en el ámbito militar, eso no justifica llevar esa lógica a la jurisdicción del derecho penal común ya que no es el ámbito de su aplicación (Código de Justicia Militar, artículo 108).

La tesis del “binomio” consumidor-delincuente o toxicómano-traficante volvió a sostenerse, bajo la idea de que persiguiendo al consumidor se lograría atacar y desfinanciar a las redes del narcotráfico:

“[…] si no existieran usuarios o consumidores, no habría interés económico en producir, elaborar y traficar con el producto, porque claro está que nada de eso se realiza gratuitamente. Lo cual, conduce a que si no hubiera interesados en drogarse, no habría tráfico ilegítimo de drogas”. (CSJN, Fallo Colavini, 300: 269)

Luchas y resistencias en torno a las políticas de drogas en el retorno a la democracia

En la década de los 80, Argentina entró en un proceso de transición democrática que se concretó con la presidencia de Raúl Alfonsín, del Partido Unión Cívica Radical, en 1983. Se iniciaron juicios a la Junta Militar y a los responsables del Terrorismo de Estado como así también investigaciones tendientes a esclarecer el número de víctimas de la dictadura. Este proceso no estuvo exento de contradicciones y dificultades, como lo demuestra la sanción de las leyes de “obediencia debida” y “punto final”, de 1986 y 1987 respectivamente, que otorgaron prerrogativas y habilitaron recursos para la inimputabilidad.

Este periodo reavivó un debate en relación a las fuerzas armadas y su papel en la seguridad interior, donde el narcotráfico fue cobrando mayor relevancia. El consenso al que se arribó entre los partidos mayoritarios se concretó en dos leyes: la ley 23.554, de Defensa Nacional, promulgada en 1988; y la ley 24.059, de Seguridad Interior, promulgada en 1992. La primera sostuvo “la defensa nacional” como el ámbito exclusivo de las fuerzas armadas. La segunda apuntaló aún más esta distinción ya que estableció a las fuerzas policiales y federales como los principales instrumentos para la seguridad interior (Tokatlian et al., 2018). De esta forma la lucha contra el narcotráfico no involucró a las fuerzas armadas, asegurándose una clara distinción entre seguridad interior y exterior y las fuerzas actuantes en cada ámbito.

En los 80, la pandemia de HIV/SIDA fue inmediatamente asociada en la opinión pública al consumo de drogas inyectables y a la homosexualidad, reforzando la teoría del contagio y la estigmatización de la diversidad de género y el uso de drogas. A falta de estudios científicos, muchas de las consecuencias del consumo de drogas inyectables se empezaron a conocer recién en la década del 90. Pero la opinión pública ya había sacado sus conclusiones y echado a andar la imaginación colectiva.

Siguiendo a Corda et al. (2014: 15), la década de los 80 estuvo signada por la “tensión entre recuperar las garantías perdidas durante el gobierno de facto y la aparición de una nueva corriente discursiva de la seguridad ciudadana”, que buscó rescatar algunas características de la doctrina de “Seguridad Nacional”. El fallo “Bazterrica”, de 1986, es representativo de la corriente que buscó ampliar y asegurar los derechos y las garantías constitucionales. La CSJN falló a favor de la inconstitucionalidad de penar la tenencia de drogas cuando fuera para consumo personal. El argumento principal fue la defensa de un ámbito de “autonomía” en la interpretación del artículo 19 de la CN y considerando que la solución punitiva “estigmatiza” a los consumidores y dificulta la inserción social de los adictos (CSJN, Fallos: 308: 1392).

Este fallo ocurrió en el contexto de un progresivo debate en torno a las leyes de estupefacientes, sus alcances y límites. Ya en 1985 se presentó ante el congreso un proyecto de ley que “desafiaba el paradigma dominante” y propuso, entre otros cambios, “la despenalización de la tenencia, suministro gratuito, cultivo, producción y transporte de estupefacientes para consumo personal, la reducción de la pena para los actores menores del tráfico y la importancia de contar con consentimiento previo para iniciar un tratamiento” (Corbelle, 2018: 68). Estas iniciativas no llevaron a modificaciones legislativas.

En 1989, y en medio de una crisis hiperinflacionaria el gobierno de Ricardo Alfonsín llamó a elecciones anticipadas, que ganó Carlos S. Menem, del Partido Justicialista. Durante su gobierno se profundizó el afianzamiento del PPP en política de drogas, poniéndole fin a los debates de “despenalización” con el consenso de los principales partidos políticos de alinearse a las políticas prohibicionistas-punitivas impulsadas por Estados Unidos y vinculadas a una serie de condicionamientos.

Por un lado, la decisión de Estados Unidos de llevar adelante un sistema de evaluación para el envío de ayuda económica según criterios y objetivos referidos a la lucha contra la droga. Por otro lado, por el alineamiento con el tercer tratado fundamental del RICD, la “Convención contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas”, de 1988, que estableció parámetros más restrictivos en la fiscalización internacional de drogas. Por último, por la afirmación del Secretario de Estado de Estados Unidos quien, en 1989, afirmó que Argentina era “un país productor de cocaína y un paraíso financiero” (Corbelle, 2018: 70). Como explica Corbelle, el gobierno argentino no podía correr el riesgo de perder el apoyo de Washington y las instituciones financieras internacionales en un contexto económico inestable.

En este contexto, se sancionó una nueva ley especial de estupefacientes, la ley 23.737, vigente hasta la fecha (2021). Se volvió a ampliar las conductas y penas para los delitos de tráfico con prisión de 4 a 15 años. Se discriminó una “tenencia simple”, con prisión de 1 a 6 años, y una “tenencia para consumo personal” se pasó a castigar con prisión de 1 mes a 2 años con la posibilidad de evitar la pena de prisión con una “medida de seguridad curativa” en caso de que se demostrara que el imputado fuera “dependiente” o una medida “educativa” en el caso de ser “principiante o experimentador”. De esta manera, se ratificó la doctrina que considera a los usuarios de drogas en la doble condición de “delincuentes-enfermos” (Corda et al., 2014). En la misma línea, Llovera y Scialla (2017) comentan que esta ley llevó a que se consolidara una perspectiva “bifronte”, ya que el poder jurídico y el poder médico se “retroalimentan”.

En sintonía con estas políticas, se creó, mediante decreto de 1989, la Secretaría de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha Contra el Narcotráfico (SEDRONAR), dependiente de la Presidencia de la Nación. Se trató de un organismo articulador entre las lógicas sanitarias y las punitivas, siendo para Corda et al. (2014) el “principal defensor” de la matriz “prohibicionista-abstencionista”. La SEDRONAR, en coordinación con otras áreas, fue la responsable de delinear las políticas tendientes a la asistencia en adicciones y la persecución criminal.

Por aquellos años, surgieron nuevas críticas a las políticas abstencionistas y prohibicionistas que relegaban a los consumidores y a los adictos al margen del sistema de salud. Sobre todo al existir evidencias que mostraban una alta prevalencia de enfermedades virales, como hepatitis y HIV/SIDA entre los usuarios de drogas inyectables. Frente a esto, el pedido de algunos sectores de la sociedad civil y de profesionales de la salud fue que se tomaran en cuenta las medidas de Reducción de Daños (RRDD) que ya se implementaban en algunos países europeos. Touzé recuerda la respuesta de Alberto Lestelle, responsable de la SEDRONAR durante la primera mitad de los 90, quien replicó esta demanda: “Nosotros nos oponemos porque estamos convencidos de que entregarles jeringas a los jóvenes enfermos equivale lisa y llanamente a decirles: «mátense si ustedes quieren, mientras no maten a los demás»” (Citado por Corda et al., 2014: 29).

Consecuentemente con la nueva ley de estupefacientes de 1989 y con los compromisos internacionales asumidos, se conoció el fallo “Montalvo” de la CSJN, que volvió a afirmar la constitucionalidad de castigar con prisión la “tenencia para consumo personal”. Ernesto Montalvo fue detenido por la policía de Córdoba al ser sospechoso de un robo, y tras una requisa se le secuestraron 2,7 gramos de marihuana. En los argumentos del fallo puede identificarse tanto un discurso de seguridad social, evidenciada en la tutela de la “salud pública”, como el discurso de “seguridad nacional”. Este fragmento lo demuestra:

“[…] si bien se ha tratado de resguardar la salud pública en sentido material como objetivo inmediato, el amparo se extiende a un conjunto de bienes jurídicos de relevante jerarquía que trasciende con amplitud aquella finalidad, abarcando la protección de los valores morales, de la familia, de la sociedad, de la juventud, de la niñez, y en última instancia, la subsistencia misma de la Nación y hasta de la humanidad toda. (CSJN, Fallo Montalvo 313: 1352, las cursivas son nuestras.)

Comparando los fallos “Bazterrica” y “Montalvo”, observamos un notorio contraste y un retorno a la doctrina emanada del fallo “Colavini”, de 1978, bajo la justificación de la “Seguridad Nacional” y la defensa de la “Salud Pública”.

Luego del desplome de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los 90 significaron un momento de hegemonía del bloque geopolítico conducido por Estados Unidos y sus principales aliados. Argentina adhirió a este tipo de modelo con el gobierno de Carlos Menem y su ministro de Economía Domingo Cavallo, que, siguiendo el Consenso de Washington de 1989 y consiguiendo el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI), logró detener la inflación mediante un plan de convertibilidad[6], la apertura de los mercados, la privatización de empresas y servicios, además de un mayor endeudamiento externo y una contracción de la industria local.

En 1994, y tras llegar a un acuerdo con la oposición liderada por Raúl Alfonsín, conocido como “el Pacto de Olivos”, se efectuó la modificación de la CN que le permitió a Menem disputar la reelección presidencial. La negociación de esta pretensión permitió incluir una serie de tratados internacionales referidos a los derechos humanos que a partir de allí tienen jerarquía constitucional (Novaro, 2011).

Vinculado a la cooperación con la llamada “guerra contra las drogas” impulsada por Estados Unidos y fiel a mantenerse como su socio geopolítico, Menem habilitó la discusión en torno al uso de las fuerzas armadas para la lucha contra el narcotráfico. En aquel entonces, el expresidente Alfonsín advirtió de los peligros de estos acercamientos:

“Involucrar a las fuerzas armadas no solo sería ilegal sino también contraproducente, puesto que sus efectivos no tienen instrucción, doctrina ni equipamiento para este tipo de conflicto y, además, podría aproximarnos seriamente a una nueva teoría de la seguridad continental, cuyos efectos ya padecimos”. (Citado por Federico y Ramírez, 2015: 278-279)

Las políticas de drogas en el inicio del siglo XXI: entre viejos y nuevos paradigmas

Argentina, con el cambio de siglo, vivió una vez más los vaivenes de su propia historia. Como consecuencia de las políticas económicas impulsadas en la época del menemismo y profundizadas por el entonces presidente Fernando de la Rúa, se iniciaron acciones de protesta popular en las calles. 2001 es recordado como un momento de crisis social, económica y política que derivó en un descreimiento generalizado en “la política”, simbolizado en los cánticos populares: “que se vayan todos”.

El anuncio de un “corralito bancario”[7] por parte del ministro de economía Cavallo llevó a que amplios sectores del pueblo se manifestaran públicamente mediante protestas callejeras y huelgas en varios puntos del país. La crisis social se extendió y alcanzó su punto máximo cuando el gobierno ordenó reprimir los saqueos a comercios que se producían en diversas ciudades, dejando más de una docena de muertos en las calles (Novaro, 2011) y una alta inestabilidad institucional. De la Rúa presentó su renuncia en diciembre ante el Congreso y luego le siguieron cuatro presidentes provisionales en un breve periodo de doce días.

El aumento del desempleo, la subida de precios y la hiperinflación coincidieron con la aparición en la sociedad de la pasta base de cocaína (PBC) y la difusión en los medios masivos de comunicación de una nueva vinculación entre pobreza, droga y delincuencia. La PBC, llamado popularmente “paco”, no tardó en hacerse conocer como la droga de los pobres y de los márgenes urbanos, consumida por los más vulnerables de la sociedad (Epele, 2007).

Por aquellos años se reactivó el debate por modelos alternativos al PPP. Las críticas se efectuaron por el creciente reconocimiento del limitado alcance de las políticas de prevención en materia de enfermedades transmisibles entre los usuarios de drogas inyectables. A pesar de las resistencias iniciales, la SEDRONAR recomendaba políticas de RRDD inspiradas en las experiencias europeas, “mostrando una creciente tensión entre el paradigma prohibicionista y las políticas públicas en salud” (Touzé, citado por Corda et al., 2014: 32).

El 25 de mayo de 2003, asumió la presidencia de la Nación el peronista Néstor Kirchner. Entre sus primeras medidas, impulsó los juicios contra los crímenes cometidos por la dictadura, reemplazó a los jueces de la Corte Suprema de Justicia y derogó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final (Novaro, 2011). Estas acciones le valieron el apoyo de los organismos de derechos humanos, que, junto a una economía en crecimiento, le valieron como una sólida base para su gobierno.

En 2005, se creó el Observatorio Argentino de Drogas (OAD), dependiente de la SEDRONAR (Corda et al., 2014). Mediante este organismo se produjeron los primeros estudios estadísticos periódicos y sistemáticos que dieron cuenta de la dimensión del “problema de la droga” en Argentina. Las conclusiones de estos estudios mostraron que el consumo de drogas legales (tabaco y alcohol) superaba ampliamente al uso de drogas ilegales (marihuana, cocaína, etc.), y que las primeras se encontraban asociadas a una mayor tasa de mortalidad que las segundas.

Zommer (2005), en el diario La Nación, reportó sobre el debate en el Poder Judicial sobre la despenalización de la tenencia para el consumo personal de drogas. Este quedó de manifiesto en 2005 cuando el Jefe de Gabinete, Alberto Fernández, discutió con José Graneros, el entonces titular de la SEDRONAR. El primero sostuvo la necesidad de avanzar hacia la “despenalización” argumentando la inconstitucionalidad del castigo en estos casos. En cambio, el segundo “insistía en la necesidad de encargar [sic] desde el gobierno una política más agresiva para luchar contra el alcohol, el tabaco y los estupefacientes prohibidos”, dándose por terminada la discusión cuando el presidente salió a favor de este último (Zommer, 2005).

En materia de Seguridad Interior y Seguridad Nacional, la administración de Kirchner significó una ratificación del consenso iniciado con el regreso a la democracia, ya que su posición era favorable a una distinción taxativa entre las funciones militares de defensa nacional y las policiales de seguridad interior (Tokatlian et al., 2018).

Otro aspecto a destacar en este periodo es que en 2005 se aprobó la ley 26.052, conocida como ley de “desfederalización”, que permitió a la Justicia de las distintas provincias actuar en el marco de ciertos delitos vinculados a estupefacientes y dejando de ser competencia federal. La mención de esta ley es importante ya que llevó a que las provincias que se adhirieron produjeran un “incremento de la actividad de aplicación de la ley sobre pequeños actores del tráfico y los usuarios de estupefacientes” (Corda, 2016: 81). En otras palabras, produjo un aumento de las prácticas represivas de los dispositivos policiales y judiciales.

Durante 2007, en el primer periodo presidencial de Cristina Fernández, sectores del gobierno consideraron que era el momento de debatir la modificación de las leyes sobre estupefacientes y despenalizar la tenencia para consumo personal. La Presidenta se expresó públicamente en favor de diferenciar a los consumidores de los traficantes, debiéndoles corresponder solo a estos últimos medidas punitivas, aunque la discusión no se materializó en reformas legislativas (Llovera y Scialla, 2017).

En 2009 se conoció el fallo “Arriola” de la CSJN. Los argumentos de los jueces se basaron en consideraciones similares al fallo “Bazterrica”, al plantear la inconstitucionalidad de penar la tenencia de drogas para consumo personal. Este acontecimiento puso sobre la mesa la necesidad de discutir las políticas de drogas vigentes planteando que era el ámbito de la “salud” el que debía responder frente a los usuarios de drogas, limitando así el accionar policial y la tutela de la “seguridad” y la “salud pública” para este tipo de casos.

En concreto, se declaró la invalidez del artículo 14 de la ley 23.737 dada la contradicción con el principio de autonomía expresado en el artículo 19 de la CN al invadir el ámbito de la privacidad y la libertad personal. Planteó la inviabilidad de continuar penalizando la tenencia de estupefacientes para uso personal “que se realice en condiciones tales que no traigan aparejado un peligro concreto o un daño a derechos o bienes de terceros” (Llovera y Scialla, 2017: 86). Otro argumento para la no criminalización es el hecho de que la Constitución de 1994 “reconoció la importancia del sistema internacional de protección de los derechos humanos” (CSJN, Fallo Arriola A. 891. XLIV), adecuándose de esta manera a los estándares internacionales en cuanto al principio de autonomía de las personas. A su vez, el derecho internacional estableció el rechazo al “poder punitivo del Estado en base a la consideración de la mera peligrosidad de las personas” (CSJN, Fallo Arriola A. 891. XLIV), doctrina jurídica conocida como “peligrosidad abstracta” donde se presume que una acción va a causar un daño a un tercero fundamentándose en la posibilidad de un daño futuro y la “exteriorización” de los actos individuales. Cabe destacar que este fallo, al no ser vinculante, no afectó la vigencia de ley 23.737, pero sí estableció una importante jurisprudencia en la materia y contribuyó al debate público.

Tan solo un año después de este fallo, en 2010, se sancionó la ley Nacional 26.657 de Salud Mental, en la cual puede leerse:

“Art. 4: Las adicciones deben ser abordadas como parte integrante de las políticas de salud mental. Las personas con uso problemático de drogas, legales e ilegales, tienen todos los derechos y garantías que se establecen en la presente ley en su relación con los servicios de salud”.

Esta legislación, fruto de las negociaciones entre diversos actores de la sociedad civil y la dirigencia política, señaló un cambio de perspectiva hacia políticas de inclusión basadas en los derechos humanos con el objetivo de disminuir la discriminación hacia los/as usuarios/as de drogas y asegurar el acceso a la salud. Ante estas nuevas políticas, Vázquez (2014: 834) señala que cabe pensar en “la hipótesis del potencial surgimiento de un nuevo paradigma de pensamiento”.

Conclusiones

Siguiendo los postulados propuestos desde un método genealógico, podemos realizar una serie de reflexiones y conclusiones.

Las políticas de drogas en Argentina pueden caracterizarse en términos generales como estrategias tendientes a prohibir la producción, distribución, venta y uso de drogas por considerarse que dañan la salud colectiva y ponen en peligro a la sociedad y a la Nación. Por otro lado, los dispositivos judiciales y punitivos han actuado de manera conjunta en esta lucha y han dado forma a un modelo de respuesta del “problema de las drogas” que puede calificarse como PPP.

Además de ser asociado a marcos jurídicos, este paradigma se encuentra vinculado a disciplinas científicas y “modelos” de estudio que legitiman y refuerzan la prohibición en el plano normativo. En este sentido fue importante, a inicios del siglo XX, en Argentina, el desarrollo de la psicopatología y la criminología para la determinación de la “toxicomanía”, tanto para su tratamiento como para su control social.

Por otro lado, el PPP en Argentina se vincula al RICD, ya que este último ha promovido el uso de medidas punitivas dentro de los límites constitucionales de cada país. Pero, observando el recorrido histórico propuesto, vemos que en Argentina ya existían castigos penales vinculados a las drogas desde 1924, mientras que el RICD adoptó un modelo punitivo a partir de la década del 60 (Sánchez Avilés, 2014). Este hecho nos debe prevenir de interpretar las normativas nacionales como un mero reflejo de aquellas otras internacionales. Se trata más bien, para nosotros, de relaciones complejas entre formaciones hegemónicas que deben ser estudiadas siguiendo su variabilidad histórica, prestando atención a las “discontinuidades” y “acontecimientos”, sus tensiones, alianzas y resistencias.

En este sentido, vimos también que existieron razones “domésticas” para adoptar las normativas internacionales e impulsar castigos penales vinculados sobre todo al control social de inmigrantes, opositores políticos, identificación de “enemigos internos” y para el logro de alianzas geopolíticas. Los argumentos utilizados por los jueces en los fallos analizados son particularmente aleccionadores al respecto.

Si bien vemos una presencia hegemónica del PPP en la historia reciente de las políticas de drogas en Argentina, podemos identificar discontinuidades en su desenvolvimiento. Un lugar aparte ocupa el periodo 1968-1973, donde se despenalizó la tenencia de drogas para consumo personal durante el régimen militar de Onganía. También se encontraron indicios de “paradigmas alternativos”, como aquel referido a las políticas de RRDD y aquellos otros vinculados a los derechos individuales y el discurso de derechos humanos. Particularmente, en la década de 1980, con el retorno a la democracia se intentó llevar a cabo reformas legislativas desde un enfoque distinto al PPP. De manera similar, en la primera década del siglo XXI estas discusiones volvieron a ser parte de los debates públicos que se materializaron en una serie de acontecimientos muy significativos, como el mencionado fallo “Arriola”, de 2009, y en la sanción en 2010 de la ley de Salud Mental, que ubica a las “adicciones” dentro del campo de las políticas de salud mental, en un intento claro de separar esta problemática del campo de la seguridad.

Analizar en retrospectiva las políticas de drogas nos permite reflexionar sobre el contexto actual y sus implicancias. Los análisis aquí expuestos buscan contribuir a una mirada interdisciplinaria, crítica y prospectiva. Interdisciplinaria, en tanto permite ver la complejidad involucrada en el “problema de las drogas” (salud, seguridad, intereses nacionales y geopolíticos, etc.). Crítica, en tanto busca mostrar cómo el PPP no es una respuesta a una esencia originaria que debería encontrarse del lado de las “drogas” o sus “usuarios/as”, sino que es el resultado de luchas hegemónicas y por lo tanto un proceso histórico-político. Y prospectiva, en el sentido de que una genealogía permite hacer un diagnóstico del presente para pensar alternativas a aquello dado por natural y a-histórico.

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Zommer, L. (2005). “Consumo de drogas: ¿la hora de la despenalización?”. La Nación, Buenos Aires, 6 de noviembre. Recuperado en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/consumo-de-drogas-la-hora-de-la-despenalizacion-nid753667/ [consulta: 20 de noviembre de 2020].


[1]Notas

 Entendemos en este trabajo por “drogas” a todas las sustancias psicoactivas capaces de generar cambios fisiológicos en el organismo. Dada la variación de la terminología a lo largo del tiempo, hemos incluido los términos de “estupefacientes” y “psicotrópicos” cómo sinónimos en varios pasajes del texto.

[2] Por política de drogas entendemos una “serie de leyes y programas [nacionales] con el propósito de influir en la decisión de los individuos acerca de usar o no sustancias psicoactivas y modificar las consecuencias del uso tanto para el individuo como para la comunidad” (Barbor et al., 2010: 4).

[3] La obra de Foucault propone variados conceptos vinculados al eje saber-poder-subjetividad, que por cuestiones de extensión no incluimos en el trabajo, pero aprovechamos para hacer una breve mención aquí: los términos normalización, medicalización, dispositivos de seguridad, biopolítica y gubernamentalidad, entre otros, constituyen un corpus de herramientas conceptuales capaces de problematizar y contribuir a una matriz analítica interdisciplinaria de las políticas de drogas. Esperamos que los/as lectores/as puedan “ver” en el artículo estos conceptos aquí sugeridos, a la espera de un tratamiento posterior.

[4] En este sentido, la obra fundamental de Nietzsche es La genealogía de la moral (1887).

[5] Dicho artículo se encuentra sin modificaciones en el cuerpo de la Constitución argentina desde 1853.

[6] La convertibilidad estableció una relación cambiaria fija entre la moneda nacional y el dólar estadounidense de uno a uno.

[7] El “corralito bancario” impedía que los depositantes retiraran libremente el dinero de los bancos.