Prácticas de lectura: contribuciones para la reflexión e intervenciones sobre el patrimonio edificado
Reading practices: Contributions for a reflecting and intervening upon built patrimony
Diego Fonti
https://orcid.org/0000-0003-2756-2364
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Universidad Católica de Córdoba
Fecha de envío: 19 de noviembre de 2020. Fecha de dictamen: 15 de marzo de 2021. Fecha de aceptación: 23 de marzo de 2021.
Resumen
Una característica influyente de la modernidad es la formalización burocrática de relaciones y procedimientos administrativos, lo que en el ámbito del patrimonio arquitectónico edificado ha tenido notables consecuencias. Por un lado, se pretende organizar administrativamente el trato con esas obras, pero por otro sucede también que el vínculo de los sujetos con el patrimonio se ve afectado. En este trabajo se propone una serie de elementos con base filosófica que puedan servir como hoja de ruta para un abordaje comprehensivo del patrimonio desde la perspectiva latinoamericana. Ante todo se propondrá abordar la obra patrimonial edificada en clave de lectura. Este enfoque se complementa recurriendo, en primer lugar, a los aportes de la hermenéutica. Las diversas intenciones que la interpretación permite establecer a partir de la obra, la fusión de horizontes y la narración que vincula la historicidad personal de los sujetos con la obra, son aportes significativos para un vínculo de comprensión significativo respecto del patrimonio. Pero, en segundo lugar, la perspectiva pragmática, en la doble relación de verdad y acción respecto de los efectos de la obra, permite una respuesta a las limitaciones cognitivas y valorativas derivadas del abordaje formal de la modernidad.
Abstract
A relevant feature of Modernity is the bureaucratic formalization of relationships and administrative procedures, something that has had significant consequences in the field of built architectonic heritage. On the one side, it is aimed at an administrated handling of these works, but on the other, this affects the relationship of subjects regarding these works. In this paper I propose a cluster of elements with a philosophical basis, which may serve as roadmap for a comprehensive approach to built heritage from a Latin American perspective. First, I will propose to understand the relationship to edified built heritage under the form of a reading exercise. This approach is complemented by some main traits of hermeneutics: The different intentions to be found in interpretation regarding the work, the fusion of horizons, and the narration that relates personal historicity with the work itself, are some main hermeneutical contributions for a relationship of meaningful understanding of built heritage. Besides this hermeneutic perspective, the pragmatic approach to the double relationship of truth and action regarding the effects of the work, allows to deal with the cognitive and valorative limitations arising from the formal approach of Modernity to built heritage.
Palabras clave: patrimonio edificado; lectura; memoria; hermenéutica; pragmatismo.
Keywords: built heritage; reading; memory; hermeneutics; pragmatism.
Enfrentamos una situación paradojal respecto del patrimonio, en especial el construido que, además de sus cualidades tangibles, porta consigo significaciones históricas y culturales. Nunca antes hubo tanta circulación de información respecto de las obras del pasado. Nunca antes hubo tanta atención legal e institucional respecto de ellas. Nunca antes fue tan “administrada” la sociedad respecto de ellas, en el sentido de la multiplicidad de regulaciones, normativas y controles (Adorno, 2005). En verdad, la afirmación taxativa de Adorno puede matizarse ya que tanto antes —durante el siglo XIX y su atención a las obras del pasado— como después, la circulación, conocimiento y modos de reproducción de las obras fue notable. Pero lo que caracteriza nuestra era es la accesibilidad por las nuevas tecnologías y la creciente intervención de dispositivos estatales, legales, internacionales, etc., en vistas de la regulación de su uso, protección, etc. Al mismo tiempo, dichas obras corren un doble riesgo existencial. Su transformación en una parte de lo que el sistema social y legal administra y regula acaba reduciéndolas a medios para fines limitados y preestablecidos, con una progresiva pérdida de las diversas valoraciones que el sistema económico vigente no admite, lo cual las vuelve presa fácil de los intereses “superiores” del sistema (por ejemplo, la “sostenibilidad” exclusivamente económica, la exposición en la “sociedad del espectáculo”, etc.). De este modo, los bienes edificados, incluso los preservados, son valorados menos por sus aportes históricos, estéticos y anamnéticos para la autocomprensión social, que por su rol en el marketing político, el turismo, etc.
Al mismo tiempo, una segunda amenaza proviene del mismo movimiento y como consecuencia de la primera: los sujetos pierden progresivamente los diversos vínculos (emocionales, históricos, de sentido) que los relacionaban con esas obras. Pareciera que palabras “fuertes” como identidad o historia cultural de un pueblo devienen patrimonio de grupos chauvinistas, lo que lleva a muchos a evitarlas. Esto, sumado a la imposición globalizada de un lenguaje arquitectónico —reducido en sus caracteres, superpuesto en estilos e influyente por la mediatización de sus exponentes— acaba por sumir en el desprecio los hitos de la historia cultural de una sociedad. Exclusivismo nacionalista chauvinista, por un lado, y por otro la globalización del lenguaje arquitectónico como estandarización conceptual, son dos modos de cooptar e impedir un acceso actualizado y compartible al patrimonio. En este contexto, el objetivo de una protección formalizada e institucionalizada sería lograr, o al menos tratar de evitar, extremos como, por un lado, la sacralización de la obra (y la imposición de esa comprensión), y por otro el relativismo acrítico de las posiciones individuales, que considera que toda posición vale lo mismo que cualquier otra (lo que en los hechos conduce a la imposición de quien tenga mayor poder e influencia). Pero como sucede en muchos ámbitos de la modernidad, este modelo fuertemente formal lleva a eliminar gradualmente los vínculos subjetivos respecto de las obras del pasado y la posibilidad de una discusión pública sobre su rol actual. Así se da la paradoja de que en la época de la representación y formalización del mundo, el objeto edificado, representado y formalizado como patrimonio, corre un riesgo a contrapelo de (o en paralelo a) los mecanismos destinados a protegerlo. Su sometimiento como engranaje del sistema y el desapego de los sujetos amenazan su sentido como fuente de configuración subjetiva y comunitaria, pero también como instrumento de comprensión y evaluación del pasado y del presente.
En perspectiva histórica, dos características de la modernidad tienen consecuencias directas sobre el patrimonio —provisoriamente, quedémonos con el término “patrimonio” en sentido amplio, sin una definición estricta, para abocarnos ante todo a ambas características y solo después delimitar el concepto a la luz de los fenómenos que nombra. En primer lugar, recién en el siglo XIX, cultura, lenguaje y sociedad comienzan a ser objetos de investigación per se (Habermas, 2019). Se comienza a verlos no como algo natural o un medio artificial, sino como una construcción y al mismo tiempo una condición estructural con características particulares epistemológicamente relevantes. La conciencia de la historia muestra que esta no es accidental sino una estructura constitutiva y condicionante del conocimiento, de la autopercepción y de la obra humana. Lenguaje, sociedad e historia co-configuran lo conocido y sus límites. Sus consecuencias prácticas y sociales son notables, pero también la posición misma de los sujetos respecto de su conocimiento. Así, las afirmaciones sobre la realidad pasan de fundamentarse en la contemplación teórica (antigua y medieval) del mundo, y la objetivación (moderna ilustrada) del mundo por parte del sujeto pensante y “separado”, a una comprensión del conocimiento y de las decisiones prácticas como procesos de interacción intersubjetiva, que incluyen no solo el conocimiento del mundo natural sino también la historia, las creaciones humanas, etc. Desde este paradigma, lenguaje e historia anteceden y atraviesan a los sujetos en su interacción. Ellos participan con su lenguaje, historia y vida social en la co-configuración del mundo y de su propia realidad. Esto lleva a enfocar el análisis sobre esos procesos mismos, sus posibilidades, la validez de sus afirmaciones y sus límites.
Un segundo aspecto muy significativo de la modernidad es la racionalización, formalización y burocratización de los procesos (Weber, 2014). El avance progresivo de la modernidad tuvo como resultado que el funcionamiento social se apoyara cada vez más sobre procedimientos formales (aparentemente) consensuados. Estos procedimientos prescindirían de la disposición o el arbitrio subjetivo y garantizarían la legitimidad de las decisiones por surgir de una fuente aceptada, intersubjetiva y formalmente establecida. Así, lo que era vida cultural o vida del espíritu en el siglo XIX se objetiva en el XX como patrimonio y queda progresivamente cada vez más formalizado en procedimientos legales y técnicos.
Ambas características son significativas para este trabajo. Muchas veces las creaciones culturales comienzan a ser objeto de atención científica al mismo tiempo que pierden el contacto vital con la cultura donde surgieron. Además, las relaciones con ellas se formalizan mediante procedimientos plasmados con instrumentos como declaraciones, cartas, leyes, etc., destinados al registro, protección y transmisión de los bienes heredados (Unesco, 2014). Esos instrumentos progresivamente se hacen eco de problemáticas emergentes, como su relación con la sostenibilidad de las obras y las relaciones con los ecosistemas. Aunque a ambos rasgos modernos se les podría agregar otros —tales como el des-encantamiento del mundo, la instrumentalización de las relaciones y de los sujetos, la objetivación de la naturaleza, el anonimato progresivo de las relaciones laborales, etc.—, son suficientes para enmarcar los elementos que este trabajo propondrá para el trato con el patrimonio. Entonces, prima facie ambas características parecieran proveer un modelo de interacción y de criterios de utilidad adecuados para la comprensión actual en el mundo globalizado.
Sin embargo, en este trabajo propondré, primero, que este proceso pone en evidencia también algunas consecuencias negativas: la interacción, entendida como formalización y respuestas técnicas o legales, conlleva el doble déficit de reconocimiento (epistémico y afectivo) de la obra y de vinculación de los sujetos con su patrimonio. Estos déficits suelen verse plasmados en las prácticas sociales y decisiones políticas y técnicas respecto del patrimonio, a menudo altamente sofisticadas pero desligadas de los sujetos, de su memoria e identidad colectiva, de su comprensión y demandas. De este modo, parafraseando las palabras de Cometti (1998), el campo amplio del patrimonio —y no solo el problema de la restauración o conservación de la obra de arte— es una fuente potente para pensar cuestiones filosóficas por fuera de la endogamia académica, en tanto temas como memoria, acción, interpretación, etc., se ven así llevados a situaciones concretas del mundo de las cosas y de las decisiones.
A partir de este estado de situación, parece beneficiosa una reconstrucción de los principales aportes filosóficos que permitirían un abordaje del patrimonio edificado en condiciones contemporáneas. No se trata de una teoría exhaustiva sino de elementos que funcionan de modo coherente como punto de partida para ese abordaje, una hoja de ruta para una futura fundamentación teórica. En este sentido, expondré el vínculo de patrimonio y memoria en clave de un modelo de lectura, o sea una práctica que conlleva supuestos y relaciones materiales —no meramente formales— con el objeto, y un modelo de comprensión participante donde la lectura vincula una hermenéutica de lo que hay con la acción comunicativa de quienes participan en la experiencia. A continuación, estableceré dos abordajes posibles de la lectura y la memoria que suscita: en primer lugar, la posibilidad hermenéutica de comprensión e interpretación, y en segundo lugar el ejercicio pragmático y su doble relación de verdad y acción. Argumentaré que sin estas condiciones los procedimientos racionalizados y legales no sólo carecen de los componentes para establecer una relación subjetiva con quienes se aproximen al patrimonio, sino que además derivan precisamente en lo que supuestamente desean evitar, o sea la in-significancia de la obra para los sujetos que interactúan con ella.
Finalmente, desde el contexto latinoamericano en el cual se inscribe este trabajo pueden identificarse una serie particular de situaciones y ejercicios del poder. La globalización no solo ha incrementado la formalización y anonimato de las relaciones humanas, sino también la influencia de los modelos de arquitectura —como vemos, por ejemplo, en la famosa “arquitectura envoltorio”— devenidos unidades de inversión, estandarizaciones anodinas o escenificaciones ostentosas pero vacías. La perspectiva crítica latinoamericana, sin embargo, muestra desde su “transmodernidad” (Dussel, 2015) la exigencia de otra aproximación, ya no impuesta como teoría desde arriba y desde el centro —de las teorías y modelos paradigmáticos europeos— sino propuesta como pensamiento y praxis desde la periferia. Esta perspectiva tiene en cuenta el “reverso de la historia”, aquellos sujetos y obras encubiertas, negadas o destruidas —o reducidas a una especie de ejemplo exótico de lo pasado pero consideradas social y políticamente irrelevantes— por el paradigma imperante (Dussel, 2017). Muestra además un tipo de “interdisciplina” que, sin negar los aportes de la racionalidad y modelos de pensamiento europeo, indaga tanto sus efectos como las otras racionalidades y sus vestigios en la actualización de nuestra memoria, y las particularidades y demandas de nuestra identidad (Ortiz, 2013). Estos “lugares de la memoria” no son fruto solo de una serie de decisiones, sino de una vinculación social y afectiva que permite que fácticamente se dé la cristalización de la memoria en ellos en los tres planos posibles para un lugar: material, simbólico y funcional (Nora, 2008). Y en paralelo, esas cristalizaciones responden a diversos usos de la memoria, atravesados por intereses y decisiones a menudo pensados desde los supervivientes mismos y en función de su propia identidad e intereses (Koselleck, 2011).
No significa, entonces, una relación “pura”, puesto que esos ejercicios de poder siempre estuvieron presentes, pero sí que esta propuesta debe tener en cuenta el reconocimiento cognitivo y valorativo de los aspectos relegados, ocluidos, incomprensibles. “La restauración termina donde comienza la hipótesis”, afirman la Carta de Venecia y las Normas de Quito (Icomos, 1964 y 1967), en sintonía con la idea de Michel de Certeau sobre la historia como algo siempre inseguro y frágil. Como una memoria que busca establecerse a pesar de los diversos tipos de olvido. En especial, cuando se trata de las huellas de quienes fueron invisibilizados o subrogados a un modelo impuesto.
Fenómenos del patrimonio
La modernidad propone una serie de formalizaciones respecto del patrimonio edificado que, en general, son postuladas a modo de lineamientos orientativos por personas provenientes de la academia e instituciones culturales internacionales, en un marco generalmente europeo. Sus orientaciones se plasman en cartas, declaraciones y legislaciones, así como en las normativas de las agencias internacionales de cultura. Las orientaciones y criterios operativos propuestos sirven para los análisis teóricos y las decisiones prácticas sobre obras recibidas del pasado. Así tenemos las Cartas de Atenas y Venecia y las Normas de Quito, entre otros documentos. Pero en paralelo tenemos también textos como los análisis de Riegl y la teoría de Brandi. Estos aportes proveyeron herramientas conceptuales y técnicas que, en general, condujeron al proceso de formalización institucional antes mencionado, por más que los análisis filosóficos y no solo técnicos mencionados supusieron una fuerte revisión de nuestra comprensión del pasado y la obra que subsiste de él. Al primado del enfoque normativo generado por instituciones atravesadas por preocupaciones características de los países “centrales”, que derivan en las dificultades de la “formalización” normativa y técnica mencionadas, hay que agregar el divorcio de teoría y praxis, crucial en cuestiones de patrimonio edificado. No son pocas las publicaciones que abordan aspectos técnicos del trato de las obras sin tener en cuenta el marco teórico de la intervención. Pero precisamente autores como Riegl y Brandi muestran no solo una voluntad de intervención práctica, sino además una comprensión de la teoría como una práctica. En este sentido, pueden identificarse cuatro fenómenos a partir de estas fuentes que, al mismo tiempo, caracterizan este tipo de obras y presentan algunos de los requisitos necesarios para toda fundamentación. Ellos sirven, además, para una delimitación provisoria del concepto de patrimonio que aquí nos aboca.
1. La obra como “monumento” es una materialidad-temporal. Llega a nosotros como una preexistencia construida por personas del pasado, y se configura como patrimonio en tanto hay una relación de valoración histórica, artística e identitaria al posibilitarnos un vínculo de memoria, calidad, belleza y afecto. Podemos reconocer el legado material no sólo en sus rasgos estéticos, sino también en sus operaciones, creatividad, funcionalismo, y sobre todo por la capacidad de suscitar afectos de parte de quienes se involucran con él. Por eso, la obra de Riegl y la elaboración de Brandi respecto de la actividad de restauración conllevan una decisión inicial respecto del objeto mismo, que en su caso tiene la huella de sus supuestos teóricos y prácticos. Mientras que Riegl (1987) plantea la tarea de protección en sentido de desempeño social, más abierto y flexible, Brandi (1995) —influenciado por su contexto teórico— sitúa al modo idealista a la obra como una creación excepcional y actualizada en su conciencia, lo que en ambos transforma el sentido y la intencionalidad a la que apunta la voluntad o deseo del arte, Kunstwollen. Pero en ambas perspectivas, el valor monumental parte precisamente de la materialidad de su soporte. Mejor dicho, de la unidad de valor monumental y materialidad, con las implicancias y preguntas que de ahí se derivan (cómo trata el paso del tiempo, las sucesivas necesidades humanas, el problema de la apreciación y el conocimiento, etc.). Si bien el “monumento” incluye en su concepto histórico la idea de una marca creada para conmemorar hechos notables, su relación con el arte —sobre todo desde una comprensión contemporánea del arte— obliga a resituarlo: no solo la proeza o la conmemoración magnífica es monumento, porque el recuerdo que habilita incluye también las obras y expresiones humanas vinculadas con los diversos aspectos de la vida, sea “utilitarios” (un molino y sus acequias, las murallas de Vauban, las piedras de antiguas vías romanas o los hitos de los caminos chasquis), sea “separados” por el culto o el poder (los sitios funerarios, las sucesivas capas edificadas en los templos de Cusco, etc.). En todos los casos, la actividad humana significó una serie de decisiones plasmadas en la materia que, a su vez, revertían sobre los sujetos para darles orientación, protección, pero también goce, descanso. La conciencia del rol esencial del tiempo desde el siglo XIX comenzó a reconocer otro valor paradojalmente nuevo: el valor del tiempo pasado. No es que el tiempo tenga un valor en sí, pero sí permite que aparezca el valor de antigüedad de la cosa edificada y de allí la atención a su preservación[1]. Riegl muestra que si los monumentos tuvieron, en un primer momento, el valor de rememorar, la conciencia moderna asumió también el valor de la antigüedad del objeto mismo. Así, el valor rememorativo comienza a ser visto, a partir de la conciencia histórica, también como valor de pasado. La noción de valorizar el pasado es un fenómeno moderno, como también lo son los modos de preservarlo mediante una fundamentación en diversos planos (cognitivos, axiológicos, prácticos). Y finalmente Riegl subraya el valor de actualidad de las obras. Toda memoria exige para su ejercicio una actualización, y la obra es una de sus posibilidades. Y como toda actualización requiere una voluntad, si es que desea superar las diversas barreras que el tiempo, la sociedad y el sistema imponen. Los sucesivos usos del castillo de Wewelsburg, de las calzadas ancestrales que atraviesan la ciudad de México y de las modestas instalaciones en los subsuelos de los cabildos criollos sirven como ilustraciones de cómo se revela una historia tan interesante como perversa en las actualizaciones de cada contemporaneidad.
2. Las obras del patrimonio construido legado indican una actividad-expresiva. La noción de “genio”, proveniente de la estética romántica, así como la idea de un canon unificado, son hoy piezas de museo. Por eso, aunque en Riegl (1987) estén vigentes los valores decimonónicos, su afirmación de que ya no hay un valor estético estable, abarcativo, canónico, eterno, mantiene su vigor contemporáneamente. Sin embargo, esta comprensión contemporánea no es inocua a la hora de tomar decisiones. Brandi y sus detractores son un ejemplo de cómo se abordan las decisiones frente al patrimonio estéticamente relevante (Santabárbara Morera, 2018). ¿Se ha de devolver a la obra, con una restauración crítica, su resplandor original, manteniendo al mismo tiempo su halo y la expresividad originaria? ¿Se ha de optar pragmáticamente por un uso eficiente de la obra, sin historicismos o academicismos? Aquí no es el lugar para dilucidar las preguntas, pero sí para reafirmar que al abordar la obra patrimonial, por modesta que sea, se da una voluntad de arte que, en términos de Riegl, se expresa como Kunstwollen. Esta idea, discutida y complementada por otras corrientes estéticas, da origen a un supuesto muy contemporáneo: no importa cuál sea el objeto, la mirada estética indica un tipo de voluntad o enfoque particular del objeto. Y como toda actividad estética, entre otras preguntas, formula la cuestión de lo que se busca (o buscaba) expresar. En una época de lo fragmentario y de la caída de los cánones, es una pregunta difícil, pero debe evitarse que la respuesta sea una mera arbitrariedad. De allí el trabajo necesario sobre la sensibilidad, para que el conocimiento científico y la tarea técnica involucren también las diversas capas de percepciones y afectos que la obra permite estudiar, la de su autor, la de la obra misma, y la que activa en quienes la abordamos.
3. La obra exige sostenimiento. Sucede que la obra es vulnerable, sometida no solo al tiempo sino también a los embates y presiones de la política, de la economía, de los desarrollistas urbanos, del cambio climático, etc. En cuanto patrimonio, la obra exige cura, al igual que la memoria. No es algo que pueda darse por sentado. Requiere una praxis junto a la aproximación metodológica y epistemológica. De allí que la pregunta por la identidad y la autenticidad de la obra en su relación con el tiempo deviene esencial (Cometti, 2018). Los diversos modos de reconocimiento (o des-conocimiento) generan posiciones que son parte de la definición de una obra como patrimonio.
4. La obra requiere comprensión y tratamiento contextualizados. La materialidad, la expresividad, las decisiones sobre los modos de sostener la obra, siempre se dieron en marcos históricos determinados. En el trabajo hermenéutico de los modos de expresión, se puede ver, con Benjamin, cómo el valor expresivo reemplazó al valor de culto; pero ese reemplazo no eliminó la expresión sino que la transformó, y el trabajo patrimonial incluye sostener esas diversas lecturas posibles. La “liturgia” puede mantenerse como leit-ourgía, obra de un pueblo, que una y otra vez asume esos gestos de memoria actualizada a partir del símbolo heredado en su riqueza cultural y natural. En este sentido, la idea de Riegl mantiene su vigor al proponer que la obra ya no es mera huella ni solo un índice de una sensibilidad estética de época, sino que de diversas maneras se ata a valores e intereses presentes, y abre al mismo tiempo una actualización continua de su posición. Al hacerlo, también muestra que el transcurso histórico (con todas sus facetas) es parte de nuestra receptividad, y por tanto hay que extremar las precauciones no solo ante quienes quieren suprimir el pasado sino también ante quienes quieren quitar las huellas del tiempo para volver a un momento “originario”.
Según Riegl, si nos parásemos solo en la concepción histórica, toda actividad humana pasada tendría derecho de reclamar para sí un valor histórico. Sin embargo, se privilegian algunas expresiones sobre otras, por ejemplo según cómo testimonian una época o un estilo. Pero las tensiones entre los diversos valores en juego, y las expresiones que la obra revela en su historia, afectan directamente las discusiones sobre cómo proceder en cada caso. Riegl muestra que esta tensión puede abordarse de diversas formas: preservación, copia, no injerencia para que la antigüedad se manifieste, etc. Pero al mismo tiempo la preservación no puede atentar contra el tiempo ni la no injerencia puede acabar en la destrucción total. Hay obras que expresan valores contemporáneos que instrumentalmente y espiritualmente permiten satisfacer necesidades humanas actuales, aunque a veces enfrentando el valor contemporáneo con la antigüedad, como lo vemos en el simple ejemplo de las discusiones vigentes sobre el futuro de los zoológicos decimonónicos. Otra tensión es entre la estética y las funciones sociales de la obra, así como entre la novedad que da lugar a una forma contemporánea de aprecio y el valor de cada época pasada. Si hemos de evitar un manual o catálogo de respuestas simples y ciegas a esta complejidad, podemos pensar la obra como un palimpsesto de sucesivas capas temporales, conectadas o desconectadas entre sí, con expresiones que hoy todavía ameritan ser reconocidas y comprensibles. Para ello conviene revisar el paradigma de la relación con el patrimonio como una relación de lectura, que como toda lectura se hace desde una comprensión previa, que en este caso está atravesada por las preocupaciones y los reclamos del contexto latinoamericano.
Patrimonio en clave de lectura
Pensar la relación con la obra como una lectura conlleva, en primer lugar, atender al lenguaje. En nuestra relación con el lenguaje, nos descubrimos antecedidos y atravesados por él, y por lo tanto toda comprensión, por estructural que sea, depende de eso anterior que no manejamos. Es una preexistencia que nos configura en el momento mismo que nos apropiamos de ella, es una materialidad que actualiza su significatividad en la relación. No es intocable ni es dominable arbitrariamente, sino que el lenguaje mismo sucede en y como relación de los sujetos. Esa relación acabaría si quedase como objeto intangible, similar a lo que sucede con las lenguas muertas, que terminan siendo patrimonio casi exclusivo de expertos. El lenguaje nos antecede y al mismo tiempo hemos de apropiarnos de él para poder entretejerlo, comprenderlo, encontrar los límites, traducirlo y resignificarlo. Cuando la preexistencia del lenguaje se articula en las operaciones presentes de comunicación, reconocemos la huella de transformaciones, configuraciones y giros previos. El lenguaje como palimpsesto porta una serie de inscripciones que exigen ser reconocidas, comprendidas y actualizadas, si es que su sentido ha de ser significativo en condiciones actuales. Esto también sucede cuando el lenguaje se da como textos e inscripciones. No es casual que texto, tejido y aquitectura tengan una raíz etimológica común y el sentido de una actividad compartida; y por otro lado, que la tarea de inscribir, discriminar, criticar, implica siempre el discernimiento de separar, cribar, juzgar, en la misma acción (Fonti, 2017).
Lo interesante en el caso del patrimonio es que el registro plástico es una inscripción en el espacio, proveniente del pasado, que invita a nuestra lectura. Y lo hace en un registro diverso de intencionalidades. En este sentido, conviene exponer (a) la cuestión de las intencionalidades en la lectura de la obra, (b) la relación del texto con el contexto y las posibilidades de intervención de los sujetos al leer, y (c) el problema de la traducción actualizada de lo leído.
(a) Las intencionalidades que Riegl descubrió respecto del pasado, del arte y la contemporaneidad, deben ser pensadas en relación con las que Eco (1992) elabora detenidamente. Por un lado, tenemos el sentido “literal”, aquello que la obra dice o parece querer decir a quien lee, que no es necesariamente lo mismo que lo que quiso decir quien hizo la obra. La intención de la obra, la intención del autor y la intención del lector son, para Eco, tres campos que se interrelacionan en una “cooperación”, pero no se confunden. Cada una de ellas requiere habilidades y conocimientos diversos, que serán también parte necesaria a la hora de la validación de las decisiones actuales sobre cómo proceder con la obra. Las tres deben hacerse presentes cuando encontramos un “monumento”, sea pequeño y fragmentario, sea voluminoso y completo, de una obra humana del pasado. Ciertamente puede haber excesos en la lectura, como por ejemplo la sobreinterpretación infinita de los lectores, o puede haber el riesgo de la musealización de expertos, que separa el monumento rodeándolo de un aura (o una reja) por diversas razones. Pero tener en cuenta los aportes y conocimientos de cada “intención” permite una interacción con múltiples balances. Por ejemplo, los conocimientos de historia, arqueología, geografía, etnobotánica, etc., permiten que la intención del autor se ubique en su contexto, y son parte imprescindible del reconocimiento a nivel epistémico. Basta recordar el modo que las culturas precolombinas, las subsecuentes configuraciones de la conquista y las posteriores intervenciones de inmigrantes, trabajaron la relación de las moradas y la vegetación, sus creencias y el reflejo simbólico de estas en las materializaciones de sus obras, la compleja auto-comprensión de su propia historia, y las marcas visibles de esta secuencia aún hoy tanto en un vistoso artesonado como en un modesto y escondido bajorrelieve.
Si se atiende a las interpretaciones sucesivas de la obra y cómo enriquecieron (o no) a la obra misma, los estudios de la estética de la recepción y los horizontes de comprensión y expectativas que se sucedieron históricamente permitirán exponer mejor esa construcción histórica para comprender la situación actual y sus posibles efectos sobre los sujetos, atendiendo sobre todo al reconocimiento como valoración con que se vinculan con esas obras. Y finalmente, pensar en la figura del “lector por construir” y de la lectura como un acto de colaboración introduce en la intención del lector una relación con la obra para evaluar sus manifestaciones, posibilidades y límites (Eco, 1992).
En todos los casos, el trabajo de la memoria actualizada descubre y encubre posibilidades, recrea o anula opciones, y plantea también una “pedagogía” para el vínculo. En el caso de la relación con la obra patrimonial entendida como una lectura, la “literalidad” permite indagar esas intenciones, pero luego también identificar la “historia efectual” que las sucesivas capas de lectura imprimieron sobre la obra. La historicidad de una obra está expuesta en los efectos que tuvo en la comprensión. Y la historia de esos efectos, a cuya estructura de comprensión Gadamer (1999) la denomina “historia efectual”, porta la ambigüedad de estar siempre impuesta y también de ser condición de posibilidad de ser conscientes de ella y eventualmente de modificarla. Negar la historia efectual de una obra implica tanto limitar la comprensión como aceptarla al modo de una determinación inmutable. Ambas opciones conducen a eliminar las posibilidades vigentes de toda obra.
(b) Como todo texto, la obra tiene un contexto, a menudo implícito y comprensible también al modo de interrelación con otros textos. En filosofía, la fenomenología ha presentado la relación de la conciencia con los fenómenos que se le aparecen como un vínculo intencional, o sea la tensión en la conciencia entre lo que se manifiesta a ella y la donación de sentido que la conciencia misma le da. Porque lo que se manifiesta a la conciencia no es un objeto construido por la conciencia sino la manifestación de un fenómeno, que se realiza en la relación con la donación de sentido por parte de la conciencia misma. Pero también ha mostrado que esa donación de sentido nunca abarca todo, porque siempre hay algo que escapa a la comprensión y a la capacidad del sujeto de darle sentido. Por eso, un error importante a la hora de pensar la relación con la obra como lectura es creer que se puede agotar lo que la obra quiere y puede decir.
Desde otra perspectiva que la fenomenología, aunque paralela en este punto, Michel de Certeau (2000) previene contra la idea de pensar la lectura como algo pasivo (frente a la escritura entendida como algo supuestamente activo), pero también contra la idea de lectura como actividad omniabarcante. De Certeau analiza la “lectura” de la ciudad de Nueva York como texto desde dos miradas, que fácilmente son extrapolables a la obra patrimonial. La primera posibilidad es leer la ciudad desde la cima del World Trade Center, en tanto atopía-utopía del conocimiento óptico omniabarcativo. Esta lectura produciría un conocimiento englobante, con una ciudad-texto que tendría, vista desde esa altura, un espacio propio incontaminado de injerencias espurias (políticas, físicas, etc.), carente de tiempos pasados que incomoden esa visión sincrónica y científica unívoca, y finalmente originadora de un sujeto universal y anónimo que es la ciudad misma. Frente a esta “estrategia”, de Certeau propone la “táctica” de la lectura en el ejercicio de caminar por esas calles y pasajes. La vista que lee cambia la perspectiva. Se leen pequeñas señales, indicios, a veces presentes en las grandes obras, a veces subsistentes como una moldura antigua detrás de una marquesina reluciente. Surgen, así, otras prácticas de relación con el espacio que permiten diversas lecturas, mucho más fragmentarias y problemáticas, es cierto, pero mucho más ricas y plurales también, conscientes de la temporalidad y sus cargas. Los relatos de los transeúntes que leen pueden activar o desactivar lecturas, generar o anular memorias, atender o desatender detalles. Si el contexto panóptico y omnisciente va de la mano con el gesto moderno de escribir en una página en blanco (de Certeau, 2000), la lectura implica reconocer las preexistencias como constitutivas de cualquier nueva escritura. Pero además de identificar las sucesivas capas del palimpsesto legible en el “texto”, también se establece la posibilidad de indagar los “efectos de legitimidad” que en cada caso instauraron el orden de lo aceptable, jerarquizable, omisible (Freijomil, 2009).
A partir de las acciones de caminar y relatar se ofrece una “legenda”, “lo que debe leerse, pero también lo que uno puede leer” (de Certeau, 2000: 119), y así se genera la posibilidad de construir-habitar espacios. El andar permite explorar el espacio, pero también anima las palabras que configuran la memoria personal y comunitaria al leer las inscripciones y volver a narrarlas, asociando un contexto pasado con el presente. De Certeau invita a narrar caminando, con un ejercicio diverso del panóptico o la idea formalista del espacio, para atender así no solo las grandes ubicaciones en su homogeneidad sino también sus pequeñas inscripciones, que todavía hacen señas pidiendo su relato. Como más adelante veremos con la narración en el sentido de Ricoeur, la subjetividad que lee no es la del sujeto cartesiano moderno, separado y autónomo, sino la de una identidad subjetiva que se configura precisamente en esa interacción con el mundo y los demás, al reconstruir a partir de todos esos elementos la narración de su identidad entramada en la historia.
Pero, además, la relevancia de Michel de Certeau es notable en el contexto latinoamericano. La propuesta de “leer” el patrimonio no debe olvidar que cuando este fue “escrito”, lo fue a menudo desde la óptica del conquistador, como si nada hubiese habido escrito aquí con anterioridad (Freijomil, 2017). La alteridad del otro fue traducida por la modernidad conquistadora, según de Certeau, como parte del mecanismo de producción central europeo. La reducción de esa alteridad significó, al mismo tiempo, la negación de la obra que podría leerse y la impresión forzosa de un tipo de escritura en clave del poder —científico, económico, político, estético— central. De allí que, además de la táctica de lectura de la ciudad, se requiere una lectura de las diversas alteridades que el palimpsesto revela en la obra: las ocultas, las negadas, las impuestas.
(c) Pero no siempre la lectura es clara o el significado legible. A menudo necesitamos traducir para comprender lo que vemos. En el § 31 de Ser y tiempo, Heidegger (2003) propone la “comprensión” como una característica estructural de la existencia humana, atravesada por la afectividad y la relación con el mundo desde la significatividad. Este dato fundamental no puede confundirse con una especie de omnisciencia. La comprensión está atravesada por la pre-comprensión históricamente configurada, pero también por la in-comprensión al enfrentar aquello que escapa a nuestras capacidades de dar sentido, englobar, conceptualizar. Esa estructura que Heidegger muestra se relaciona con otras, como la historicidad y el lenguaje, y por lo tanto exige también atender a los modos en que la comprensión se efectiviza. Aquí aparece un ejercicio vinculado con la traducción, ya que la comprensión históricamente dada no revela significaciones unívocas, mucho menos cuando se abre a fenómenos que a lo largo de los siglos fueron construidos y reconstruidos, significados y resignificados, con sentidos diversos.
Dos modelos canónicos de traducción pueden servir para comprender este ejercicio. Por un lado, en el siglo XVI, Lutero traduce la Biblia al alto alemán cotidiano y transforma todo giro oscuro o difícil en un término habitual, configurando un canon y “normalizando” así el lenguaje. Por otro lado, desde mediados de la década de 1920, Buber y Rosenzweig traducen la Biblia hebrea desde otra decisión: dejar oscuro lo oscuro. No obturan la interpretación de la traducción, no la regulan definitivamente. Permiten otra secuencia de lecturas, y otra serie de preguntas que se activan en cada ejercicio de traducción. ¿Qué leemos en los morteros tallados en piedra por culturas precolombinas? ¿Qué formas de vida y comprensiones del mundo —propio y ajeno— nos hablan desde la flora pintada o esculpida en los techos de las iglesias de los conquistadores? Claro que el riesgo de incomprensión absoluta sigue latente cuando carecemos de toda mediación y ya no podemos introducirnos en ese mundo para empezar una experiencia comunicativa, sumergidos en su cosmovisión. Nuestras bibliotecas con sus códices, narraciones y gramáticas pueden operar al modo de “piedra Rosetta”, que permite mediar y actualizar sentidos y comprensiones del mundo. Entender es traducir (Steiner, 1980). Así, nuestra memoria se enriquece desde el presente, no solo ahondando en nuestro recuerdo del pasado. Pero nuestra atención no puede suponer ni el agotamiento del mensaje ni abandonarnos a la extrañeza total. Sí debe incitar a una interpretación y a una práctica en relación con el hito.
Hermenéutica y pragmática del patrimonio
a) Si la obra puede entenderse en clave de la lectura, la atención al lenguaje debe complementarse con la atención al texto. Desde la Antigüedad, se han provisto diversas indicaciones para abordar la lectura e interpretación de los textos, en especial jurídicos, literarios y bíblicos. Estas indicaciones crecieron hasta configurar el campo de la hermenéutica. Pero hay que agregar un segundo modo de comprender la hermenéutica, ya anticipado más arriba, cuando Heidegger (2003) propone hacer una “hermenéutica de la facticidad” de la existencia. En este sentido, se trata de exponer cómo se da la relación pre-teórica de la existencia humana con el mundo. Ambas “hermenéuticas”, textual y existencial, pueden vincularse con la interpretación de la obra como lectura. Hay un variado vínculo pre-teórico de los sujetos con su patrimonio, que se da ante todo a partir de un “prejuicio” —en el sentido técnico y estricto de la hermenéutica (Gadamer, 1999). Porque siempre-ya precomprendemos y afirmamos algo del mundo en el que somos, y esa precomprensión nos atraviesa y nos permite el punto de partida de la comunicación con otros.
Además del vínculo existencial e interpretativo, se agrega la cuestión de la actualización. Gadamer muestra que tanto la interpretación de una partitura como la de un texto tienen algo en común: una acción que hace presente un sentido, actualizándolo a partir del horizonte de comprensión de quienes se vinculan con la obra, haciéndola nuevamente presente y aggiornando lo que dice —o puede decir. Ciertamente, hay interpretaciones que tienen en cuenta los aportes del conocimiento histórico, o que son más cuidadosas con las diversas capas de sentido que la obra asumió, o que iluminan uno u otro aspecto de la obra. Así tenemos, por ejemplo, las discusiones sobre la restauración, el rol del tiempo, el uso de materiales etc. Pero más allá de las discusiones técnicas, la atención a la actualización de la obra en su interpretación lleva a vincularse con la obra desde la doble conciencia, histórica y estética. Pero no lo hace desde la perspectiva del sujeto moderno, que objetiva al tiempo y al arte, sino desde las posibles interrelaciones de sentido en la experiencia (Gadamer, 1999).
La relación estética es precisamente una experiencia, como lo muestra Gadamer recurriendo a la interpretación de una partitura y al hilo conductor del juego. En ambos casos hay una precedencia, cuya realidad se actualiza en la acción misma de los sujetos; pero en esa misma acción es que los sujetos hacen la experiencia. La atención a las fuentes que dieron a luz la obra (lo que podamos reconstruir del autor y su intención), y la vivencia que nos produce, son partes importantes pero no lo único importante. Lo más importante es la realización de la obra en la interpretación, como la de un juego al jugarlo, y así permitir las diversas manifestaciones de sentido, interactuando lo viejo y lo nuevo (Gadamer, 1999).
En esto, el otro aspecto hermenéutico imprescindible es la “fusión de horizontes” (Gadamer, 1999). El comprender significa la interacción dialógica —esto es, incierta en su resultado y llevada por la interacción misma y no por algún interés previo a imponer— entre la cosa y los sujetos, y de los sujetos entre sí. Porque si bien portamos históricamente una serie de precomprensiones sobre el mundo, sobre lo bello, sobre el sentido, etc.[2], el riesgo está en permanecer acríticamente en ellas, sin abrir el propio horizonte a la cosa misma en sus diversas manifestaciones y a los horizontes de comprensión aportados por otros.
Finalmente, es preciso ver cómo se inscribe la actualización de la interpretación en una narrativa personal y comunitaria. Ricoeur (2009) ha hecho un aporte fundamental en el plano epistemológico porque ha mostrado cómo la propia reconstrucción de la historia, e incluso de la inscripción de la propia existencia, requiere del recurso narrativo. La relación del tiempo presente con la historia es al mismo tiempo la conciencia del “acabamiento” del pasado y del momento inaugural de lo “por hacer” (Ricoeur, 2009). De ese modo se vinculan las comprensiones previas, pre-figuraciones, de las acciones y obras históricas en el tiempo y encarnadas en sedimentaciones culturales, con la configuración de una trama narrativa en la que el relato incorpora la experiencia vital de los sujetos históricos, y la refiguración en la que el propio sujeto presente hace su aporte de sentido. El análisis de las huellas y vestigios históricos señala un paso frágil, sometido al tiempo y a las acciones futuras. Pero la obra en la que se reflejan las huellas indican una “significatividad”, un “efecto-signo” (Ricoeur, 2009). Al recibir y resignificarlo, el sujeto actual convierte la historia en historicidad, narra su trama y su propio lugar en la trama, haciendo una práctica de interpretación situada y limitada, pero llena de posibilidades.
b) La dimensión pragmática implica un modelo de intervención que no se contrapone a la comprensión e interpretación hermenéutica. De hecho, en el caso de Habermas, el paso que propone a partir de la lectura de los pragmatistas norteamericanos requiere abandonar la posición de tercera persona y de primera persona, pertenecientes a la antigüedad y a la modernidad ilustrada, respectivamente, en su disposición de contemplar y objetivar el mundo, para asumir un modelo de interacción en segunda persona y primera del plural. Estas incluyen la perspectiva de los partícipes en la acción, y la capacidad de asumir la posición de los interlocutores (Habermas, 2019). Es decir, le agrega a la fusión hermenéutica de horizontes un contenido normativo, una regulación que, de no ser cumplida, violentaría la legitimidad de cualquier resultado.
Si bien los resultados de una relación con la obra que incluye estructuralmente rasgos estéticos, expresivos y valorativos no tienen el tipo de certeza que puede caracterizar a los resultados de otras disciplinas, sin embargo la doble relación de verdad y acción permite mostrar las pretensiones de validez y los límites de cada interpretación. A partir de los inicios del pragmatismo con Peirce, Habermas muestra un corrimiento que va desde la relación con la verdad (Wahrheitsbezug) a la relación con la acción (Handlungsbezug). No significa que se niegue la importancia de la verdad de las afirmaciones de los diversos campos (pensemos, por ejemplo, en las discusiones sobre el vínculo entre conocimiento astronómico y disposición simbólicamente significativa de las construcciones religiosas). Lo que significa es que el significado de algo se comprende desde los efectos, y que la comunidad epistémica puede avanzar progresivamente consolidando las mejores y más completas hipótesis de esos efectos. Este “principio pragmatista del significado” —“Consideremos qué efectos, que pudieran tener concebiblemente conexiones prácticas, concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción. Entonces, nuestra concepción de esos efectos es toda nuestra concepción del objeto” (Peirce, 1971: 69)— tiene la característica de poner la “verdad” del significado de una afirmación en los efectos sobre los cuales puede ponerse de acuerdo la comunidad de interlocutores, comenzando por quienes los estudian científicamente. Para Habermas, el pragmatismo tiene una “doble perspectiva”, dirigida “por un lado a la relación con la verdad, y por el otro a la relación con la acción que tienen las convicciones”, que abre así la relación interna que hay, “por un lado, entre la orientación crítica a la verdad de la investigación, y por el otro la fuerza socializadora del consenso que tiene-algo-por-verdadero” (Habermas, 2019: 744). Esta posición es importante porque evita el extremo autoritario de una interpretación que una persona o grupo pretenda imponer al resto por cierta comprensión “exclusiva” de una obra, como también el extremo relativista que sostiene que no hay criterio epistémico más allá de las convicciones, creencias o emociones personales. Le da un lugar al rol de la discusión científica, pero mostrando que la totalidad del significado está al incluir progresivamente la totalidad de las miradas que se sostienen sin ser refutadas por los nuevos conocimientos. Esas miradas están también marcadas por las percepciones de cada época, tales como las culturas neoconservadoras, las políticas reaccionarias y los movimientos defensivos que Habermas (1988) encuentra en la arquitectura y pueden extenderse al análisis patrimonial.
Pero, además de los aspectos “verdaderos” que la comunidad epistémica consolida progresivamente en sus convicciones, teniendo también en cuenta la falsabilidad y corregibilidad de las afirmaciones a la luz de nuevos conocimientos, también hay que reconocer que la obra tiene una dimensión estética que permite y exige otro tipo de experiencia. Ciertamente la apreciación estética puede darse sin los significados consolidados por los procesos de aprendizaje, pero también es cierto que los procesos de aprendizaje permiten abrir mediante el conocimiento (histórico, simbólico, literario, geográfico, etc.) formas de reconocimiento hasta entonces desconocidas, incorporando nuevas facetas y permitiendo una revisión de las convicciones propias sobre la obra. En este sentido es que el conocimiento enriquece la experiencia estética.
Pero la experiencia estética no es un agregado posterior o accesorio. Para Dewey es en la experiencia del arte donde se muestran las características estructurantes de toda experiencia (Campeotto y Viale, 2019). Dewey extiende los aspectos estéticos hasta abarcar características de toda experiencia como tal, y de ese modo prepara el terreno para una comprensión democrática y no elitista del arte. La experiencia estética permite enforcar lo elemental de toda experiencia perceptiva, y al mismo tiempo devela que esa experiencia está siempre en relación con un entorno.
La experiencia estética no es diversa de la experiencia ordinaria; más aún, permite indagar la experiencia ordinaria al enfocar la atención en sus facetas constitutivas. En la experiencia estética, sin embargo, aparece un carácter “consumatorio”: algo llama la atención, despierta interés, proporciona un goce al sujeto cuando lo observa o lo escucha, y mediante un rodeo o desviación la atención va ciñendo lo experimentado, tendiendo a su consumación al descubrir la cualidad estética de una obra (Dewey, 2008). Pero ese movimiento no aplica solo a las obras con un halo o separadas del mundo de las cosas ordinarias, sino que puede hallarse en las cosas ordinarias mismas. Al mismo tiempo, indica una aproximación pedagógica que favorezca este tipo de interacción tanto con las obras “separadas” por su valor estético o histórico como con las cosas cotidianas.
Ambos aspectos del pragmatismo que se subrayaron, o sea la idea de una comunidad epistémica que permite incrementar el conocimiento de un modo intersubjetivamente validable enfocado en los efectos, y la idea de la interacción en toda experiencia que reconoce una cualidad sensible, ofrecen otro aporte a la herencia patrimonial: el reconocimiento cognitivo del significado de la obra, consolidado por los efectos cada vez más completos para nuestra concepción de ella, y el reconocimiento estético en tanto experiencia guiada por el aprecio de las cualidades que se consuman en nuestro vínculo práctico con la obra.
Interacciones como conclusión
En su meditación sobre la técnica, Heidegger piensa el problema del peligro y de la salvación. En general, pensamos “salvar” como evitar un mal y conseguir que algo siga siendo como era. Pero Heidegger propone otra cosa: “ir a buscar algo y conducirlo a su esencia, con el fin de que así, por primera vez, pueda llevar a esta esencia a su resplandecer propio” (Heidegger, 1994: 30). El uso de la palabra “esencia” no debe confundirnos con un sentido metafísico, sino precisamente enfocarnos en la característica que más propiamente puede atribuirse a una acción. Así como la técnica conlleva la imposición de poner algo al alcance de la mano, un emplazamiento que vuelve disponible un objeto, “salvar” implica, por el contrario, una praxis que “albergue el crecimiento de lo que salva”, porque “donde algo crece, allí tiene echadas las raíces, y desde allí prospera”. Del mismo modo que hay que evitar la lectura metafísica, también sería un error confundir la noción de raíz con algún tipo de nacionalismo o movimiento identitario que pretenda ligar algún tipo de valor o superioridad cultural con un colectivo. Lo que sí significa es que no hay colectivo que pueda prescindir de su historia, de las posibilidades y fracasos que atestiguan los restos de su pasado, de sus luchas y convicciones, aciertos y errores. Nuestra situación en América Latina muestra claramente cómo diversas imposiciones de “lecturas”, para usar el término de Michel de Certeau, fueron impuestas, y cómo es posible y necesario volver a leer esos restos para identificar-nos en ellos, en las expresiones y en los reclamos que todavía hoy dejan entrever. También significa que podemos nutrirnos del intercambio de lecturas, en tanto la “traducción” e interacción de las herencias culturales es el modo de que interactúen narraciones, resultados y correcciones. Pero ese intercambio nunca sucede a partir de sujetos racionales vacíos de historia y valoraciones, de allí que es imperioso recuperarlas para poder evaluarlas en su transcurso temporal.
Las formalizaciones normativas y administrativas aludidas al inicio de este trabajo son parte de la era de la técnica que Heidegger expone. Incluso con sus mejores intenciones, ellas tienen la carga de una modernidad que se entiende como imposición de una lógica al mundo, y que sumada al momento actual del capitalismo concluye devastando cada crecimiento que vincule a los sujetos con su pasado, las potenciales libertades o reclamos que el pasado alberga, y las cargas simbólicas que los inspiraron y podrían hoy ser motivo de lecturas diversas de ese pasado, más ricas y liberadoras. Hoy no solo se ha impuesto una formalización técnica. También se han impuesto modelos de construcción mediante una bien aceitada maquinaria comunicativa, subrogada a un sistema económico —también estético— imperante. El problema es que ese procedimiento puede llevar a la eliminación de experiencias estéticas alternativas, provenientes de una lectura sensible a las diversas capas del patrimonio edificado.
Pero la aproximación estética también fue en ocasiones parte del problema. Muchas veces, con el objeto de realzar la libertad e independencia del arte, se convalidó un tipo de interpretación “libre” de intereses y centrada sobre sí, lo que al mismo tiempo suponía una serie de posibilidades no abiertas a todos. Muchas veces se vio a la estética como algo desapegado de sus funciones y relaciones sociales, justamente porque se la pensaba desde quienes carecían de necesidades. Así se convalidaron relaciones de poder, sociales y raciales, que impusieron modelos de valor y desvalorizan a las expresiones y culturas subordinadas, también en lo que se consideraba estéticamente apreciable. El término “enajenación” puede extenderse hasta este ámbito, porque muestra en la historia de la experiencia estética no solo un tipo de imposición y de despojo, sino además una estrecha relación con la corporalidad (Asselborn, Cruz y Pacheco, 2009).
En cambio, una atención estética alternativa, donde la percepción se vincule con las diversas expresiones de la corporalidad y la experiencia en sus diversas facetas, con una ubicación crítica en el contexto social, significa afirmar la corporalidad y las capacidades creativas que le fueron quitadas u ocultadas. Al mismo tiempo, esa estética debe recordar que la expresión artística tiene la doble posibilidad de enfrentar a los sujetos con el límite de la materialidad (incluido el lenguaje) y al mismo tiempo con la actividad siempre posible de ampliar ese límite y llegar a lo que no se había todavía visto, oído, dicho. Eso que podemos hacer reconociendo el pasado que nos atraviesa, pero hurgando sus límites para ver más allá de él. Por eso, y a pesar de la crítica al “desapego” artístico, todavía puede argumentarse a favor de la expresión estética una faceta liberada de lo administrado y utilitario, en tanto el vínculo con las posibilidades de expresión de los sujetos que tratan de superar las constricciones del sistema lleva a la pregunta por la libertad y la creatividad. Lo placentero, la dimensión del goce, pero también el consuelo o la angustia compartida, se manifiestan en las prácticas estéticas también como un reclamo desde los márgenes y limitaciones sociales. Esas posibilidades y limitaciones que están sembradas a lo largo de toda América Latina, con sus capas de intervenciones y lecturas por hacer. La sensibilidad estética, con su manifestación de la corporalidad y de las posibilidades de la experiencia, permiten la valoración de obras —o de algunos de sus aspectos— que no habían sido tenidas en cuenta, así como también manifiestan las demandas de reconocimiento de los sujetos que ven aspectos de su historia reflejados en ellas. Pero para ello necesitamos tanto las obras mismas, sostenidas en el tiempo, como nuestra interacción desde su lectura y traducción.
Esta perspectiva es una vía para reconstruir, a modo de conclusiones, algunas de las interacciones formuladas en este trabajo como un aporte para una posible teoría del patrimonio. La lectura implica tener conciencia de las diversas capas, más allá de la “voluntad de arte” que una persona o grupo adscribió a una obra, o las cualidades de memoria histórica o de sensibilidad actual que les permite reconocer. Se abre la posibilidad de sucesivas lecturas e intenciones en juego, así como la posibilidad de narrar la propia historia —incluida la de los olvidados de siempre— a la luz de la lectura de la obra, y finalmente la posibilidad de actualizar los sentidos traduciéndolos a un lenguaje contemporáneamente comprensible. Esas lecturas hoy han perdido, y no solo alegóricamente, el poder del ojo unificador situado en la cima del World Trade Center. Las lecturas que de Certeau propone permiten una interacción de mutua interpretación e interpelación, donde los sujetos involucrados exponen la historia de los efectos de una obra, y al mismo tiempo establecen la posibilidad de recepciones actualizadas. Los sujetos actúan no desde la contemplación o una especie de constructivismo que desconoce el pasado que los atraviesa. Sus prácticas parten de los aportes de los conocimientos, siempre revisables, pero también desde la actividad e interacción entre sí y con las obras mismas.
Finalmente, la pregunta de qué hacer ante esta realidad indica, en un lugar preponderante, la tarea pedagógica. Hay lenguajes que es preciso aprender a leer. Es que, si bien portamos nuestro horizonte de precomprensión y nos encontramos en la facticidad de nuestra experiencia, es necio pensar que las lecturas y los sentidos posibles puedan completarse desde nosotros mismos, o que las lecturas y sentidos vigentes harán plena justicia a la experiencia posible del patrimonio en cuestión en cada caso. Como en toda práctica educativa, la socialización y la transmisión de lo conocido solo son una cara de la moneda; la otra es la apertura a lo inesperado, a la ex-periencia que, como su etimología propone, es ponerse de camino hacia un límite riesgoso.
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Notas
Las valoraciones y el rol del tiempo en el siglo XIX también son observables a partir de las colecciones recogidas en las bibliotecas, museos y otros modos de acopio de los “tesoros de la memoria” (Osterhammel, 2014).
[2] Esto llevó al debate entre Gadamer y Habermas, acerca de cómo podría ser la racionalidad emancipatoria si porta esas precomprensiones. Sin embargo, también Habermas ha otorgado a lo largo de su obra un lugar imprescindible al momento hermenéutico, aunque proveyendo criterios para juzgar sus resultados desde el interés emancipatorio y haciendo lugar a los aportes de las ciencias, cada una en sus campos específicos y los límites de sus pretensiones de validez (Rufinetti, 2018).