La razón evaluadora en la alfabetización y algunas grietas por donde descolonizar la escritura[1]
The evaluative reason in literacy and some cracks where to decolonize the writing
Facundo Giuliano
https://orcid.org/0000-0003-3404-1612
Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación,
Universidad de Buenos Aires
Instituto de Investigaciones Sociales de América Latina,
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
Fecha de envío: 25 de junio de 2020. Fecha de dictamen: 17 de marzo de 2021. Fecha de aceptación: 19 de abril de 2021.
Resumen
Frente a la instalación de nuevos discursos que elogian la escritura alfabética sin más o promueven la denominada “gramatización del mundo”, las páginas aquí compartidas se plantean explorar en un primer momento lo que podría entenderse como “el lado más oscuro de la escritura alfabética”. Por ello, se recurre a diferentes fuentes que permiten ver el lugar de la razón evaluadora en la diseminación de la alfabetización moderna con su insoslayable cara colonial, al tiempo que, como contrapartida, se reúnen distintas perspectivas que abren grietas poéticas en el alfabetizar. En este sentido, se destaca la potencia de la oralidad en la escritura de modo que puedan avistarse otros horizontes de alfabetización (a los establecidos por la modernidad) y plantearse desde allí algunas gestualidades descolonizadoras. Luego se reflexiona sobre los motivos de la escritura respecto de lo que ella implica en sí misma o desde cierta teleología, y se indaga una dimensión ético-política de su corrección e incorrección. Hacia el final, se ofrecen dos testimonios docentes que, desde lo que podrían ser dos huellas de conversación, invitan a pensar la escritura de otros modos. Por último, la tinta llega a su final con una breve indagación sobre lo que puede una pluma cuando la vellicatio no es su destino.
Abstract
Facing the installation of new discourses that simply praise alphabetic writing or promote the so-called “grammatization of the world”, these pages are intended to explore at first what could be understood as “the darkest side of alphabetic writing”. For this reason, different sources are used that allow us to see the place of evaluative reason in the spread of modern literacy with its unavoidable colonial face, while, as a counterpart, different perspectives that open poetic cracks in literacy are brought together. In this sense, the power of orality in writing is highlighted so that other literacy horizons (to those established by modernity) can be seen and some decolonizing gestures can be raised from there. Then, the reasons for writing are acknowledged on what it implies in itself or from certain teleology, and an ethical-political dimension of its correctness and incorrectness is investigated. Towards the end, two teaching testimonies are offered that, from what could be two traces of conversation, invite to think about writing in other ways. Finally, the ink ends with a brief inquiry into what a pen can do when the vellicatio is not its destination.
Palabras clave: filosofía de la educación; descolonización; razón evaluadora; escritura; alfabetización.
Keywords: philosophy of education; decolonization; evaluative reason; writing; literacy.
No escribas otra vez en los mármoles fríos
de los panteones insolentes
grotescas elegías funerarias.
León Felipe
Una preliminar cítrica
La figura retórica del elogio, tan emparentada etimológicamente a la del discurso fúnebre (la elegía), parece reunir bajo sí misma nuevas dinámicas del consenso que, al mismo tiempo que ubica en el centro de la reflexión elementos escogidos a partir de un diagnóstico que lamenta las desgracias de época, puede descuidar u olvidar cuestiones y antagonismos que también hacen al estado actual de cosas. Como cuando alguien se muere y casi por un automatismo afectivo se pronuncian discursos favorables a su honor, lo que no sería otra cosa que un mecanismo de autodefensa elogiador generalmente nada emparentado con el arte de la crítica. De hecho, suele ser antónima la relación semántica entre elogio y crítica, aunque ello no quita, por supuesto, que existan elogios críticos o críticas elogiosas.
Tal vez este ensayo se ubique en alguna de esas formas impuras de aquel arte y resulte un poco incómodo de entrada para quienes esperan un abordaje fúnebre del asunto o nutrido por una nostalgia compartida, cierto goce melancólico, o aquella comodidad de quienes escriben sin hambre quizá porque la mesa en la que retan la voz no es la misma mesa en la que apoyan el plato vacío (que hay que poder llenar) ni la misma mesa en la que reciben a sus camaradas con quienes comparten las letras y el pan. En esta instancia ya no hace falta el tan promovido “merchandising del estudiar” —que tanto se alimenta de autorretratos e historias de éxito individual—, porque la pluma solo enseña su filo singular cuando moja su punta en el hambre popular, el deseo radical y la sangre que le bombea el corazón.
¿Qué cuestiones espinosas subyacen a lo que entendemos por escuela, por estudio, por docencia y, en esta ocasión particular, por escritura? ¿De qué manera late la colonialidad bajo estos significantes tan maltratados por el mercado y sus habitantes?[2] Algo nos impele, entre otros movimientos, a recordar la escena del Requerimiento, rescatada por Adriana Puiggrós (1996), en la historiografía latinoamericana y repensada recientemente desde la filosofía de la educación contemporánea[3]. Del mismo modo que, en ese marco del siglo XVI, no podemos olvidar el paso impuesto institucionalmente del lenguaje oral al escrito en América Latina. Como tampoco puede olvidarse que, de un lado y otro del charco por igual, con una disciplinada y buena letra se escribieron las oraciones que llevaron a la muerte a varias generaciones, como bien nos recuerda León Felipe (2018) en un poema de finales de la década de 1960 cuando algunos pensaban que en España ya por entonces había una “dicta-blanda”:
“Mi general...
¡Qué bonita letra tiene usted!
¡Oh, qué preciosa caligrafía de cuartel!
Así escriben los tiranos, ¿verdad?
¡Y los gloriosos dictadores...!
¡Qué rasgos!
¡Qué pulso!
¿Quién le enseñó a escribir así, mi general?
Se dice general y se dice verdugo.
Los dos tienen el mismo rango,
los mismos galones.
El general se diferencia del verdugo solamente
en que el general tiene la letra más bonita.
Para firmar una sentencia de muerte
hay que tener la letra muy bonita...
¡Qué bonita letra tiene Vd., mi general!”
(Felipe, 2018: 305)
De este lado del mundo, sería trágico confundirse: no porque aquí no hubiera (en alguna época) escritura alfabética entendida a la europea —síndrome de Estocolmo mediante—, tendríamos que agradecérselo a los conquistadores y jesuitas que la impusieron. Curiosamente, esto último también coincide con la imposición de los exámenes y cierta razón evaluadora, pues la Compañía de Jesús impuso un reglamento para los exámenes escritos —tal como puede verse en la historia de la medición educacional que Robert Ebel (1977) traza en 1965. Recordemos que, a partir del momento en que un papa romano afirma que los pueblos originarios también son seres humanos, la conclusión lógica de los colonizadores fue que debían ser evangelizados —mediante lo que conoceríamos como misiones jesuíticas— y para ello era necesario que fueran alfabetizados[4].
El gran pensador peruano Aníbal Quijano (2001), cuando caracteriza el patrón colonial de poder, muestra que cierto tipo de letra y escritura era patrimonio de los dominadores, que despreciaron toda otra forma de escritura que no se les asemejase. ¿Cómo late este pasado en las configuraciones de las escrituras del presente donde la colonialidad se encuentra incluso perfeccionada por la tecnología y la lógica del rendimiento tan propia de la razón evaluadora? O peor, ¿qué sucede con las posiciones neo-ilustradas, más o menos radicales, que indican que no hay pensamiento (ni filosofía) sin escritura?
Podríamos recordar a Linda Smith (2016), cuando analiza la escritura como marca de una civilización superior desde la cual se controla y se segrega la palabra hablada reducida a lo equívoco, lo perecedero e incierto. Así, la fijeza e intemporalidad de los signos, la conservación de su orden, la aspiración a la unívoca fijación semántica, el establecimiento de leyes, clasificaciones, distribuciones jerárquicas, inspiraron la distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada que, como enseñó Ángel Rama (1998) en su libro La ciudad letrada, consolidó las ciudades escriturarias a una estricta minoría. Todo esto fue percibido, entre otros, por Simón Rodríguez, que vio la acción abrumadora que ejercía sobre la gente al punto tal que tomó partido por una tradición oral independiente de la escritura, en la que el escribir se supedite al pensar (y no al revés). Lo que trazó un arte que puede verse
“en su peculiar forma expresiva sobre el papel, utilizando diversos tipos de letras, llaves, parágrafos, ordenamientos numéricos, con el fin de distribuir en el espacio la estructura del pensamiento. […] La escritura ha sido aquí sacada de su ordenamiento, despojada de todos sus aditamentos retóricos, exprimida y concentrada para decir lacónicamente los conceptos, y estos se han distribuido sobre el papel como en la cartilla escolar para que por los ojos lleguen al entendimiento y persuadan. Si a fin de siglo Mallarmé distribuyó en el espacio la significación del poema, en la primera mitad Simón Rodríguez hizo lo mismo con la estructura del pensamiento, mostrando simultáneamente su proceso razonante y el proceso de composición del significado. Si la vida y las ideas de S. Rodríguez prueban cuán lejos estuvo de la ciudad letrada, cuya oposición fundó, esta original traducción de un arte de pensar muestra cuán lejos estuvo también de la ciudad escrituraria, aunque, como los autores de graffiti, hubiera tenido que introducirse en ella para mejor combatirla”. (Rama, 1998: 59)
De ahí tal vez se entienda mejor a Kusch (2007c) cuando cuestiona la alfabetización freireana por cosificar el pensamiento en lo escrito y en una uniformización contractual exenta de poiesis y favorable al logos universal. Por eso Kusch concebía la alfabetización acompañada de poética como principal modo de reactualizar los horizontes simbólicos que la alfabetización pura y dura descuida radicalmente y petrifica en movimientos mecánicos de la lengua o, mejor dicho, de una lengua sin ritmo, sin música, sin musa.
Celebración de la letra: el lado más oscuro de la escritura alfabética
Más de una década de rigurosos estudios, indagaciones archivísticas por territorios diversos, conversaciones y debates, le ha dedicado Walter Mignolo al asunto de la escritura en relación con la alfabetización, la territorialidad y la colonización. Fruto de esos años de vida dedicados a una inmensa investigación, publicó —a mediados de la década de 1990— el voluminoso libro que lleva por título El lado más oscuro del renacimiento. Allí se para sobre la idea de que hablar (y escribir) el presente implica una intervención ético-política y epistémica en el pasado. Desde ya, no se trata de un recurso nostálgico ni de un vicio historicista, sino más bien de una pulsión genealógica que gusta de buscar en las huellas su alimento más deseado.
Así, podemos encontrarnos con personajes que, como letrados pioneros, diseminan en y desde las cúpulas del poder “una filosofía de la escritura basada en la celebración de la letra y las interrelaciones entre la escritura alfabética y la escritura de la historia” (Mignolo, 2016: 38). Elio Antonio de Nebrija (1441-1522), conocido por la introducción del Renacimiento italiano en España, por ejemplo, es menos conocido por el programa ideológico que articuló sus tratados de gramática latina (1481) y castellana (1492 —año sugerente si los hay). En este sentido, no puede omitirse que toda una filosofía política de la lengua se deriva de la necesidad de enseñar las costumbres y la lengua de Castilla a los amerindios y de convertirlos al cristianismo. Así es que las tareas fueron mancomunadas entre la Corona, los frailes y misioneros, de modo que las descripciones castellanas de las interacciones amerindias suprimieron las conceptualizaciones que mayas y aztecas tenían de sus interacciones simbólicas.
En ese contexto, se traza “la celebración de la letra” que, en complicidad con el libro, funciona como garantía de verdad y ofrece “las bases para los supuestos occidentales sobre las relaciones necesarias entre la escritura alfabética y la historia” (Mignolo, 2016: 38). Esto enarboló dos equivalencias: pueblos sin letras equivalían a pueblos sin historia y narraciones orales equivalían a desconfianza, incoherencia e inconsistencia. Pero el proceso por el cual la escritura alfabética fue elevada a sistema más deseable se completa con el trabajo principal de Lorenzo Boturini (Idea de una nueva historia general de la América Septentrional, 1746), que “dio lugar a un debate sobre los sistemas de escritura en el siglo XVIII y abrió las puertas para una reconsideración de los diferentes sistemas de escritura del mundo” (Mignolo, 2016: 39).
No deja de ser destacable la mirada de Mignolo acerca de la colonización que, emparentada sin saberlo todavía con la idea de colonialidad de Quijano, permite enseñar a contrapelo de los prejuicios más instalados que aquella no implicó directamente “una marcha devoradora por la cual todo en las culturas amerindias fue reprimido por las instituciones pedagógicas, religiosas y administrativas españolas” (Mignolo, 2016: 40). Su insistencia y forma de problematización tiene un triple movimiento de interrogación:
* la coexistencia de lenguas, alfabetismos, recuerdos y espacios;
* el dominio que hace posible que uno de los elementos coexistentes ocupe una posición de poder sobre los demás como si fuera la única verdad;
* la necesidad de politizar la hermenéutica para hacer frente a cuestiones como las anteriormente planteadas.
Desde esas inclinaciones, Mignolo (2016) muestra que la escritura alfabética y la celebración renacentista de la letra oscurecieron e hicieron perder el sentido más generoso asociado al tejer y a lo textil que constituían el significado etimológico de texto, tan presente por otra parte en la forma escritural de los quipus andinos que anudaban signo y vida (a diferencia de la impronta moderna que obliga a aprender el signo sin relación con la vitalidad contextual que le asiste). No es des-atendible entonces la configuración de esa filosofía del lenguaje basada en la celebración de la letra que surge en Europa hacia finales del siglo XV y comienzos del XVI con la impronta política de Nebrija que escribió una de las primeras gramáticas del castellano (1492) y las reglas de su ortografía (1517).
En ese marco, otro nombre evocable es el de Bernardo José de Aldrete (1565-1641), para quien la conexión entre letra y voz se cimentaba sobre la base más amplia de la relación policial que la civilidad estableció, en su planteo, junto con las letras. De hecho, en sus textos, Mignolo encuentra la formulación explícita de una vinculación entre la desnudez y la carencia de letras que presupone también la carencia de ciencias, de estudios y “de la policía que las acompaña” (Mignolo, 2016: 70). Estas últimas palabras textuales de Aldrete se condimentan también de la percepción de que esas gentes desnudas “sin letras” viven como “animales” o “fieras”, pero lo que más en evidencia deja era una obsesión lingüística y filosófica con el control de la voz por medio de la letra. Aquí es donde Nebrija profundiza el asunto con sus gramáticas latinas y castellanas donde presenta una teoría de la letra que era, al mismo tiempo, una teoría de la escritura cuyo axioma famoso fue “escribir como se pronuncia y pronunciar como se escribe” (Mignolo, 2016: 78).
De ese modo, se estableció la superioridad de la letra sobre otros sistemas de escritura por la medida de la distancia entre el signo gráfico y la voz, al tiempo que la celebración de la letra forma parte de una estrategia de dominio de las voces, planteada casi como un fármaco que curaría las inconsistencias entre el sonido y la letra a partir del éxito en la domesticación de la voz. Así es que los programas de los gramáticos encajan perfectamente con el programa cristiano que implicó una gramatización tanto como una reducción del “Nuevo Mundo” ya que, por ejemplo, “un vistazo a las gramáticas de lenguas amerindias escritas por frailes castellanos […] durante los siglos XVI y XVII muestra que la mayoría inicia con una discusión de las letras del alfabeto e identifica las letras que no tenían las lenguas de las civilizaciones del Nuevo Mundo” (Mignolo, 2016: 83, énfasis mío). Mignolo verifica en esas gramáticas el desinterés en la escritura de las civilizaciones gramatizadas y el interés común en “la identificación de las letras que faltaban”, lo que traduce las preocupaciones de los gramáticos en un movimiento que eleva las letras “a una dimensión ontológica con una clara prioridad sobre la voz y sobre cualquier otro sistema de escritura” (Mignolo, 2016: 83, énfasis míos). Es más:
“La tradición clásica fue invertida: la letra ya no tuvo la dimensión auxiliar que le atribuyó Aristóteles (De interpretatione) sino que se convirtió en la voz misma mientras los sistemas de escritura no alfabéticos fueron suprimidos. […] Pero el programa de los frailes consistió en domesticar (Nebrija y Carochi usaron la palabra reducir) las lenguas amerindias, no en analizar la relación entre la escritura picto-ideográfica y el habla, que era de un tipo diferente a la que existía entre el habla y la escritura alfabética. La convicción de que el latín era un sistema lingüístico universal y de que el alfabeto latino era una herramienta adecuada para representar los sonidos de lenguas no relacionadas con él fue expresada por el dominico Domingo de Santo Tomás (1499-1570) en el prólogo de su gramática del quechua […]. Cada gramática representó un programa ideológico que incidió en la justificación e implementación de la difusión del alfabetismo Occidental en el Nuevo Mundo”. (Mignolo, 2016: 83-87)
¿Será la parentela entre elogio y elegía lo que evitaría que el primero repita (no sin diferencias) en nuestro tiempo la “celebración de la letra” que pregonaban los “hombres de letras” de otra época? ¿Qué silenciamientos, reducciones y supresiones provoca, en el marco de un nuevo proceso de re-occidentalización, el nuevo énfasis en la “gramatización del mundo” que suele aparecer en boca y tinta de colegas europeos (con adherencia local sucursalera)? ¿Cómo restituimos (a la usanza común o, mejor aún, a la usanza comunal) la escritura que fue sacralizada y la que fue sacrificada en pos de una imposición universal? Y si la escritura alfabética, escolar, colegial, universitaria, está ineludiblemente atravesada de colonialidad, ¿cuáles serán nuestras gestualidades descolonizadoras por subvertirla, transgredirla o desobedecerla?
De la gramatización como reducción a las letras como unidades de medida de la civilización (o la escritura como deidad ilustrada y otra base de la razón evaluadora)
La relación pedagógica (desigualitaria, performativa, impositiva) que funda esa teoría universal de la escritura y la escolarización cristiana toma una forma histórica en documentos como el mencionado Requerimiento (de 1512) y una forma jurídica en la promulgación de las Leyes de Burgos (1512-1513) a partir de las cuales “se pidió a los encomenderos (titulares de las concesiones) que enseñaran a los indios a leer y escribir el castellano” (Mignolo, 2016: 91) e instruirlos sobre los fines y programas que la Corona de Castilla estaba implementando. Mignolo llega a encontrar que en 1535 fue proclamada una ley fundamental que volvía obligatoria la educación escolar para los hijos de los caciques y que era supervisada por frailes garantes de que los amerindios seleccionados aprendieran “cristianismo, morales decentes, buen gobierno y la lengua castellana” (Mignolo, 2016: 91-92).
Al calor de esa escolarización, se pone en escena una teoría de la escritura en la que la letra se impone sobre la voz e invierte el papel auxiliar que tenía en la tradición filosófica griega. Mignolo (2016) ubica en esa inversión la primera manifestación de la discontinuidad de la tradición clásica en el mundo moderno. Y ese sería el gran éxito de Nebrija que le permitiría, incluso siglos más tarde, rondar las aulas como un funcionario fantasma que no deja de ejercer su vigilancia epistemológica. Su teoría de la letra trascendió la regionalidad de las lenguas habladas y colonizó la voz, pero su implantación teórica (o implementación) en el “Nuevo Mundo” condujo a la colonización de las lenguas originarias (al sobre-escribir sus gramáticas) y de las memorias amerindias (al sobre-escribir sus historias). Este momento en que el mundo moderno encuentra (o “descubre” tanto como encubre) al Otro y en que la escritura alfabética encuentra (o “descubre” tanto como encubre) las tradiciones orales junto a los sistemas de escritura picto-ideográficos constituye, para Mignolo, la segunda manifestación de la discontinuidad de la tradición clásica en el mundo moderno:
“incluso Platón menospreciaba la escritura. En la conocida última parte de Fedro, Sócrates intentó convencer a Fedro de que la escritura no era una ayuda para la memoria y el aprendizaje, sino que, por el contrario, solo podía «despertar reminiscencias» sin reemplazar el discurso verdadero que descansaba en la psique del hombre sabio, que debía ser transmitido a través de interacciones orales”. (Mignolo, 2016: 124)
La medida de la civilización se estableció, así, a partir de una teoría de la escritura y una filosofía educativa cargada de valores que afirmaban la superioridad de la escritura alfabética (con centro en Europa) y, desde allí, se interpretaban las culturas en función de la posesión o ausencia de letras a las que se ató una condición ontológica de “lo humano”. Es decir, se trazó la creencia de que “ser humano” depende de las letras y la escritura alfabética más que de la voz y el habla. En esta línea, tampoco puede descuidarse la importancia que el alfabetismo adquirió en su fuerte asociación con la religión y el conocimiento:
“En el cristianismo, al contrario de la naturaleza corrupta de la escritura que Platón concebía en las interacciones semióticas gráficas, no se encuentran nada más que elogios (y dios como el escritor arquetípico). […] Mientras Sócrates ancló el conocimiento en la psique y lo comunicó a través de la transmisión oral de los signos, el cristianismo aseguró el conocimiento en el Libro y lo comunicó a través de la transmisión gráfica de los signos. […] Es bastante comprensible que cuando la palabra fue separada de su fuente oral (el cuerpo) pasó a estar unida al cuerpo invisible y a la voz silenciosa de dios, que no se puede oír pero se puede leer en el Libro Sagrado; sin embargo, la visión teológica de la escritura desarrollada por el cristianismo y la visión epistemológica del conocimiento proporcionada por Sócrates y Platón (en la que dios no solo es el arquetipo del escritor sino, también, el arquetipo de la sabiduría) unieron fuerzas durante la Edad Media”. (Mignolo, 2016: 125)
De ahí tal vez pueda entenderse mejor a Nietzsche cuando le dio una vuelta a su célebre sentencia “Dios ha muerto” y enseñó que “no nos desembarazamos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática” (Nietzsche, 2013: 68). A lo que podría agregarse la observación cuasi confesional de Mèlich (2014: 45-46): “Dios sigue vivo en la gramática, porque Dios no es exterior a nosotros mismos, sino algo que hemos incorporado y corporizado, algo que ha conquistado nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro modo de habitar el mundo”. Algunas preguntas se hacen necesarias, si es que estamos dentro de ese “nosotros” que ambos autores europeos declaman: ¿de qué manera cortamos con esa creencia y abortamos el embarazo no deseado de un dios impuesto?, si desde esa gramática específica que supone un dios particular con publicidad universal se han conquistado (con la cuota de crueldad correspondiente, que a Mèlich le parece inescindible) cuerpos, mentes y modos (incluso escriturales) de estar en el mundo, ¿qué formas tomarán las necesarias descolonizaciones y reconstituciones epistémicas de corporalidades, mentalidades y estares (también escriturales) sojuzgados o, mejor dicho, (d)evaluados?
Mèlich (2014), de manera interesante, sugiere que la gramática aloja una ineludible lógica de la crueldad que él propone contrarrestar desde una ética de la compasión que actuaría desde los márgenes de la moral constituidos por la imposibilidad de clausura, la situacionalidad, la transgresión, la ambigüedad y la donación. Esos márgenes podrían anudarse en una contrafuerza fundamental para repensar la alfabetización y su descolonización: la poética. Algunos motivos que de ella nos interesan para esta exploración serán abordados más adelante siguiendo las huellas y trazos de Deodoro Roca, Rodolfo Kusch, Marlene Wayar, Tununa Mercado, Herminia Brumana, Edouard Glissant y Noé Jitrik. Con estas voces tal vez podríamos descolonizar el texo que, del latín, remite a un hacer y vive en textum, que invoca la idea de algo tejido o convertido en red. En esto tal vez radique la principal chance de no ser meros letrados (y letradas) como los del siglo XVI que asumieron al legado greco-romano como la verdadera, única y natural categorización del habla en asuntos de gramática y retórica, desde la cual se (d)evaluó las actividades de habla y escritura (y de pensamiento sobre estas) de otras civilizaciones. Letrados u “hombres de letras” que se consideraban observadores no observados y cuyas transcripciones pasaron por alto sistemáticamente las conceptualizaciones amerindias y los detalles de sus diversos actos del decir.
Pero si hay algo que enseña enfáticamente la inmensa investigación de Mignolo es que durante los primeros siglos de invasiones también se dio la sobrevivencia de las formas de vida (de habla, de escritura, de portación de signos, de conceptualización) originarias entrelazadas con las del invasor mediante el reacomodo, la apropiación y la adaptación estratégica e inevitable (no sin el conflicto, la confrontación y la oposición que genera toda relación de dominación). De hecho, ese fue el telón de fondo de la difusión occidental del alfabetismo que contribuyó fuertemente a que “la lectura de la palabra” se hiciera “cada vez más distante de la lectura del mundo” (Mignolo, 2016: 163). Ello sin descuidar que los relatos en escritura alfabética permitían el control constante (del significado, de lo narrado, de lo objetualizado) de manera tal que también constituyó una base para la razón evaluadora, su organización y trans-misión (sin excluir el sentido religioso de misión):
“la escritura alfabética (en connivencia con el cristianismo) no solo fue la base de la transmisión masiva de información sino, también y, sobre todo, de su organización y evaluación. La China, el Islam y el Nuevo Mundo fueron evaluados (en su organización y transmisión de conocimientos) con los criterios de los géneros discursivos renacentistas y su epistemología implícita. El ciclo que inició en el siglo XVI entró en su momento de cierre a finales del siglo XX. El cierre no fue el fin sino el comienzo de la apertura y el resurgir y reemerger de aquello que la modernidad (Renacimiento e Ilustración) suprimió o devaluó”. (Mignolo, 2016: 212)
Una preguntita más podríamos arrimar al trazo: ¿cómo abrirle grietas a las cadenas de la alfabetización y la escritura de modo que puedan liberarse de la razón evaluadora y sus nuevas configuraciones en las actuales sociedades que perfeccionan la colonialidad mediante renovadas formas de control?
Descolonizar la alfabetización: aperturas poéticas del alfabetizar
Luego de la potente crítica de Rodolfo Kusch (2007c) a Paulo Freire y la filosofía desarrollista que subyacía en su propuesta[5], puede encontrarse un interesante texto titulado “Cultura y lengua” (de 1976) en el que desliza la idea de que alfabetizar “supone la fijación del habla a nivel visual” y, en cierto modo, “se reifica el discurso” provocando la inclusión de alguien
“a una sociedad contractual, frente a la cual un aspecto de su pensar se concreta en cosa escrita. Y como esta cosa escrita es la valedera, junto con la alfabetización se da la fijación y la uniformización del sentido. En suma, se instala un logos convencional que nada tiene que ver con el logos no escrito”. (Kusch, 2007c: 167-168, énfasis mío)
De esta manera, Kusch advierte que se alfabetiza tan solo un aspecto del existir y no se da lugar ni chance al anti-discurso, es decir, a la indeterminación sobre la que un existente vive y anula su discurso con lo contrario, a la negación de lo dicho —o su opuesto— que invalida la posibilidad de que lo escrito sea todo lo que haya que decir y donde se guarda el secreto de la habladuría (esa forma del decir cotidiano que dice más que lo que intenta transmitir su contenido).
El remedio que Kusch encuentra para combatir ese problema está compuesto por el hecho y el intento de no dejar sola a la alfabetización, sino de acompañarla de algo así como un poetizar. Desde esta perspectiva, lo poético, la poiesis, la creación, podría reactualizar los horizontes simbólicos e involucrar otras dimensiones del existir, pero precisamente por ello se daría una alfabetización de signo contrario a los intereses de la cultura ilustrada tan afín a los sectores medios. No obstante, si este antídoto se descuidara y se dejara la alfabetización dura y pura (simple, sería la palabra original) en primer plano, el autor que tanto ha enseñado sobre geo-cultura pronostica que el horizonte simbólico de quien así se alfabetice sería destruido al igual que sus raíces, lo que le haría perder su domicilio en el mundo como existente (o peor, adquirir un domicilio centralizado y hegemónico donde solo le es destinada la periferia y los lugares marginales/marginados del habla escritural).
Encarar la alfabetización desde otro ángulo, quizá menos recto y más agudo, más obtuso, más llano e incluso cóncavo, puede hacer que ella tome otros rumbos e interrumpir la reducción, la disminución (al decir de Kusch) de las gentes que suelen ser privadas de arraigo en el marco de la mezquina alfabetización mecánica. Pues mucho más puede dar la poiesis como movilización cultural y revitalización del horizonte simbólico incluso en nuestra cultura occidental que no está constituida solo por sujetos fríos de alfabeto, sino también por quienes “tendemos sobre la escritura nuestro propio horizonte simbólico a través de nuestro propio antidiscurso” (Kusch, 2007c: 169). De modo tal que muy poco importa en realidad un libro escrito como sí importan las respuestas implícitas que desprende de su seno y forman (p)arte de esa serie de “coordenadas invisibles” que hacen realmente al brote existencial de la escritura. Es lo que, por ejemplo, al igual que Kusch (2007b), en ese libro de 1976 titulado La negación en el pensamiento popular, podemos encontrar en el Martín Fierro de José Hernández (2009: 8), cuando dice allá, por 1872: “Yo no soy cantor letrao / más si me pongo a cantar / no tengo cuando acabar / y me envejezco cantando / las coplas me van brotando / como agua de manantial”.
En su gran obra de finales de la década de 1940, Muerte y transfiguración de Martín Fierro, Ezequiel Martínez Estrada (1958) enseña que la lengua es el drama encontrado en el habla, en el vocabulario, en las inflexiones, en el énfasis y la médula de una localidad. Esta enseñanza de Martínez Estrada tiende otro puente, en forma quizá algo abrupta, cuando evoca la preferencia nietzscheana relativa a “la forma de escribir en que la palabra conserva su pathos oral” (Martínez Estrada, 1958: 239), pero no es más que un souvenir tardío en la memoria de un enseñante inquieto capaz de sembrar una herejía en medio del devoto consenso gramático de la época ya que “un idioma no es lo que está atesorado en el diccionario y en la gramática, sino lo que se habla; o mejor: una forma de vivir más que de hablar” (Martínez Estrada, 1958: 238). A diferencia de otras poéticas, en esa enigmática específica que es el Martín Fierro, lo dicho no se reduce a lo que está en las palabras o a lo que estas quieren decir, ya que puede leerse, además, lo que no se dice:
“la palabra es la punta del pie que se apoya en el suelo para la danza. […] Todo son digresiones, perífrasis, circunloquios, reflexiones: todo lo realmente sabroso, sin cansar, sin usar más que palabras indispensables. Es una magia más que un arte. Después de un relato de una noche, el oyente queda con la impresión de que se le han ocultado muchas cosas (en realidad es que está muy mal informado)”. (Martínez Estrada, 1958: 239-240)
Será por eso tal vez que el pensador oriundo de Martinica, Édouard Glissant, considera que la escritura brota de las herrumbres del habla, del apilamiento de las voces en crudo, del chicheo en cascada de las raíces levantadas, de todos los barros que resisten la remontada de las palabras, de “la germinación de los cantos que, en sus lenguas y lenguajes de semillas y filamentos, intentan (…) nuevamente el poema” (Glissant, 2019: 37). Su filosofía de la relación, que no puede escindirse de una poesía en extensión, es un esfuerzo poético de lucha contra el olvido (que suele imperar en nuestras humanidades) de que escritura y oralidad van acompasadas y se arrancan de las mismas raigambres. Para Glissant (2019: 36), el poema en sí “es contemporáneo de las primeras brasas de la tierra” y escribirlo, cantarlo o soñarlo es aceptar esa verdad indemostrable, pero que niega el borrado del lugar en la palabra:
“El tejido del poema es turbio, indiscernible, el poema hace su camino por debajo, manifiesta sus fulgores en todas las lenguas del mundo, grito o palabra, es decir en todas las direcciones, donde quizá nos hayamos perdido, se expande de verdad de un paisaje en vivencia de otro, el poema nómade, rueda de tiempo a tiempo”. (Glissant, 2019: 36).
Y a propósito de una alfabetización poética, podríamos evocar también el texto “Escuela y poesía”, escrito por Deodoro Roca (2008) un 11 de septiembre de 1938, coincidente con los 50 años de la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, pero dedicado a la maestra de primeras letras y poeta Benjamina Cires (que hizo escuelita más allá de que su nombre no figurara en las antologías de poetas o de maestras, ni en las historias de la literatura que la ignoraron, no por olvido ni injusticia, sino porque ella misma ha cuidado en su obra el silencio), conocida por “eruditos” de la amistad y las infancias que bebieron de sus enseñanzas inefables, sus punzantes interrogantes y su docencia poética. El protagonista de la Reforma Universitaria de 1918, homenajea la enseñanza de Benjamina y su singular manera de hacer “escuelita” —como cariñosamente refiere Deodoro—, parado sobre la convicción de entender que el contacto fecundo con la infancia “solo puede lograrse en el don milagroso de la poesía” (Roca, 2008: 126) y que a los mundos de la infancia se llega principalmente por esa vertiente. De modo que solo quien aúne una poética a su docencia, puede convidar aquellas “primeras letras” a esa sustancia poética que es la infancia. De lo contrario, una mutilación a la creación libre adviene y con ella se pierde la principal chance de confluir en una ingente riqueza.
Deodoro piensa así una docencia sin estridencias ni adornos, cuyo lirismo sea aliento de la propia vida y en lo exterior la huella apenas material y perceptible del vuelo que se alza con un cuerpo leve compuesto de versos o “Ritmos internos, escondidos, donde muchas veces, para percibirlos, estorban las palabras” (Roca, 2008: 126). Escuela poética, poesía del tiempo liberado, el juego fluye por sus versos sin fecha de vencimiento:
“raicillas de jugos generosos que se truecan en sonrisa, heroísmo, bondad, silencio […] en la satisfacción de las curiosidades inefables y mágicas de la infancia, en ademanes, palabras, y finísimos toques del sentimiento, llenos de ternura y emoción para la dulzura del vivir, para la alegría de respirar, de soñar, de amar, de esperar… […] Una música interna —ajustada a verso y a vida— va haciéndose más sutil, hasta llegar a los ritmos intelectuales”. (Roca, 2008: 127)
Todo lo cual, como insinúa Deodoro, no pierde la fragilidad que un delgadísimo y quebradizo vidrio podría detentar. En otras palabras, es lo que Wayar (2018) encuentra en la infancia cuando ve en ella la chance de tejer una trama entre lo lúdico y lo oral que enseñe otros mundos en los que aprender qué tan redondita es la a, la o, la patita de la q o cómo se cruza el palo de la t, o cómo se pone una tilde, tenga su correlato en la vida: ahí donde la literatura y la poesía se expresan en lo oral a cada rato.
Escribir, ¿por o para?
En el epílogo de ese libro iniciático publicado en 1953 bajo el título La seducción de la barbarie, Kusch (2007a) se pregunta si escribir no es una manera de bucear en el vacío de una falsa personalidad que termina por manifestarse en una literatura desarraigada o en una pantomima literaria que liquida la fe de vida y cosifica la realidad, el poema, la composición musical o todo hálito vital. Como si escribir se convirtiera en una labor “de supervivencia, pero no en el plano de la existencia sino solo en el de la comidilla mítica de la literatura ciudadana” y se llevara por “el afán de ser lo mejor” (Kusch, 2007a: 116, énfasis mío). Y como lo mejor solo se entiende cuando hay elementos de comparación, se escribe para “ganar un nombre” y el costo a pagar es recorrer el camino más trillado e impersonal “como el que entronca con la línea española, la inglesa o la alemana, postergándose indefinidamente […] ese poner sobre el tapete la vida, esa suerte de heroísmo literario” (Kusch, 2007a: 117). Quizá el mismo heroísmo que ha hecho pesar (sin balanza, pero con fuerza y gravidez) a Kafka en Alemania o a Rimbaud en Francia. En este sentido, la enseñanza de Kusch (2007a) apunta a mostrar que cuando se escribe para… (o, lo que es lo mismo, sin gravidez) se lo hace desde un postureo para justificar un individualismo cuyo fondo no es más que la confesión de una defraudación y de una incapacidad colectiva en la búsqueda de “un trasfondo germinativo a la existencia” (Kusch, 2007a: 118).
Para Kusch esquivar el suelo, o “ese ambiente general de densidad humana que torna Goethe alemán o a Eliot profundamente anglosajón” (Kusch, 2007a: 125), aumenta la desazón y “la falta de tierra en que asentarse hace que el tema se importe o que se haga literatura de turista” (Kusch, 2007a: 123), lo cual configura ese padecimiento que llama “neurastenia literaria” a partir de una angustia también generada por la prescindencia de la vida y el escatimar balbuceos infantiles capaces de revelar verdades elementales. Será por evitar esto que para la gran escritora Tununa Mercado (2003: 214) escribir es un situarse en el espacio y avanzar sobre un mapa donde
“se llega a un punto y desde allí se tantea el terreno, se palpa la textura con las plantas y las palmas, se corren los escombros, el fondo crea la circunstancia y los acontecimientos son esas líneas más fuertes, iluminadas por las revelaciones de un recorrido y por los accidentes de un azar”.
Escribir por algo que no sea una obligación, una imposición, un requerimiento, y para ninguna teleología determinada, podría estar muy cerquita de ese escribir que brota de una pulsión irrenunciable, de un sentimiento insaciable, de un hambre capaz de dar lo que no tiene para comer. Por ejemplo, Tununa Mercado (2003: 169) enseña que “el amor es una cuestión de escritura”, es decir, la amada y el amado adquieren su estatus en un presente continuo porque están amando al mismo tiempo que están escribiendo. Pero cuidado, no se trata de una mera concepción ilustrada del amor y de la escritura:
“A veces no hay un sujeto inclinado sobre un papel desplegando sus caligrafías, estrictamente no hay una escritura física, pero eso no quiere decir que el enamorado no escriba. Escribir sería el acto de dar forma a ese objeto del deseo y de la pérdida. Se lo delinea cuando se lo traza, se lo forja cuando se lo plasma, se lo realiza cuando se lo sustrae de la niebla de lo no escrito. Amor y escritura están en ese lugar separado en el que se pone en juego el lleno y el vacío, imposible amor, imposible escritura. En ese encierro el acto siempre recomienza”. (Mercado, 2003: 170)
El sujeto del amor escribe aun sin saber que lo hace, la escritura le da forma a su deseo y a su quebranto, pero también le da la chance de aliviar la tensión o de ahuyentar la niebla cuando el tropiezo incluso es inminente. Su lugar singular podría ser la escuela (con toda su manoseada ancestralidad de tiempo liberado y atacado por el rendimiento), cuna social de primeras letras y primeros amores. Mentimos si decimos que cada uno de sus años no estuvo signado por algún amor, más allá de lo desgraciado que allí hayamos podido vivir. En el aula se convive con la ilusión de ese sentir que apunta unos bancos más allá, quizá por ese horizonte común que es el pizarrón, pero el timbre pincha la nube del sueño y la puerta del recinto se abre: una utopía se vacía y otra se renueva en el recreo.
Tal vez es que, sin darnos cuenta, estamos tocando la politicidad de la escritura y, como enseña Tununa Mercado (2003: 20), no “porque haga gesticulaciones populistas, ni porque se lance a declamar consignas en contra del tirano”, sino porque “es la llamada a crear un nuevo lenguaje político” capaz de regenerar lo que está dañado, como un análisis que “también es trabajo político que elabora, en el acto de producirse, la insatisfacción por el statu quo […] y, al mismo tiempo, en ese breve pero dramático acto que es su práctica cotidiana, formula su política: subvertir, no dejarse ganar, escribir” (Mercado, 2003: 22). Así se delinea un antagonismo irreductible o: “la grieta entre / lo escrito y por escribir / no es que sea más extensa / sino que es / cada vez más grieta” y “Es que vivir / es otra cosa que / ajustarse el cuerpo / […] / Otra cosa / que apenas / medir / doler / acatar / el claroscuro mirar de otro” (Skliar, 2009: 91-95). Por eso tal vez a Martínez Estrada (2013) no le tiembla el pulso cuando define como cobardes a quienes escriben como meros espectadores de la desgracia de su pueblo y como traidores a quienes escriben tomando partido por quienes lo sojuzgan y embrutecen.
En ocasión de una conferencia organizada por el Colegio Libre de Estudios Superiores de Bahía Blanca (Provincia de Buenos Aires), en 1959, Martínez Estrada (2013) pronuncia un mensaje dirigido a un público escribiente y apunta directamente contra la docencia que se comporta como amanuense asalariada del fisco y que predica a la juventud el Dogma de Obediencia. Para el pensador santafesino el problema se ubica en la forma en que la escritura cumple “el servicio militante de las letras”, que no puede pensarse apartado del pueblo que da letra a sus escribientes y que, si se divorciara de sus fuentes originarias y maternales, no sorprendería la preferencia alimentaria inclinada hacia el frío artificio lácteo en lugar de la lactancia del cálido seno. Un divorcio capaz de mostrar no solo la miseria de las letras al desentenderse de los proscriptos, sino su camino al extravío “sin agua y sin más que alguna que otra posta de caravana” (Martínez Estrada, 2013: 46). Este también es el lamento de Antonio Machado (1957: 153) sobre la escritura de jóvenes que aspiran a una hora mundial sin “haber puesto su reloj por el meridiano de su pueblo”.
A Martínez Estrada le interesa más lo que perviva en el corazón de los paisanos que aquello que pueda ir a parar al museo pedagógico como pieza de alfarería pictografiada, por eso le seduce la escritura como un acto combatiente que, de una manera más o menos convincente y más o menos velada, “escribe en contra de alguna cosa. Dijérase que se resiste a aprobar. Su aporte consiste en dejar en espíritus y corazones un fermento de insubordinación. […] cuando pierde contacto con la realidad, con la vida, se convierte en artificio” (Gide, en Martínez Estrada, 2013: 50-51). Y cuando hay artificio en la escritura, deja de haber arte y, posiblemente por lo mismo, combate contra los artefactos fraudulentos de educación y bienestar que las tropas de la civilización urbana gustan de poner en circulación al tiempo que, con ellos, someten. Para Martínez Estrada (2013) es solo por la base, por el pueblo, por donde una escritura adquiere fuerza y se renueva, sino le sucede lo que, según la clásica fábula griega, le pasaba a Anteo cuando sus pies no pisaban el suelo: perdía sus fuerzas y sus virtudes. Quizá porque entendió y vivió en carne propia que, aunque se pueda igualar mediante la caligrafía y la indumentaria, siempre habrá quienes usen las letras para juzgar y condenar o, lo que es muy parecido, impedir la emancipación del pensamiento de los últimos esclavistas de la cultura. Parafraseando al inca Yupanqui: no puede ser libre una pluma que oprime a los demás.
Ezequiel Martínez Estrada encontró su trazo sin amaestradores, cultivó el odio indignado al despotismo ilustrado y llegó al amor de su pueblo (al que correspondió con su testamento literario).
Garabato ético-político: corrección e incorrección en la escritura
Si se sustrae la corrección de la lógica de la razón evaluadora y su poder disciplinario, quizá al modo de cómo suele entenderse en la artesanía indígena y entre tejedoras comunitarias, tal vez podríamos encontrarnos con el esfuerzo que Noé Jitrik (2000) realiza en Los grados de la escritura cuando propone separar la corrección de la disciplina, es decir, modificar la relación básica que establece una jerarquía clara entre actividad y pasividad para entenderla como agonística en el sentido de una lucha que se da en relación de exterioridad con todo sistema de cumplimiento de una norma (sea gramatical o social). De modo que “enmendar” no tiene por objeto un error, sino un interpretar que conduce un entramado (textual/artesanal) a una parte otra siempre conjeturable y que implica mucho más que normas, leyes o distribuciones jerárquicas de bien y mal. Implica la introducción de una diferencia en un gesto propiamente educativo que hace de la corrección un “guiar” con colaboración y solidaridad, en compañía, admitiendo un orden imprevisto y no pre-establecido.
Siguiendo el planteo de Jitrik (2000), corregir sería así una actividad colaborativa, solidaria y colectiva, que se proyecta de manera diferente sobre su historia misma, que ha estado ligada a muchas iniquidades. Lo que supone el convite de una orientación en la recuperación o búsqueda de lo extraviado, una gestualidad que se da siempre junto a (junto al otro, junto al texto, junto a lo que nos junta). Por ende, no puede hacerse “desde arriba”, ya que conllevaría a la superficialidad y trivialidad en lugar de concentrarse en el sentido que el entramado da a leer (desde donde solo podría proceder la corrección, según esta perspectiva) y que requiere una “renuncia al autoritarismo de aplicación de normas” (Jitrik, 2000: 82) para tornarse la tarea social y piadosa que una defensa del sentido en cuestión necesita. Tal vez porque una corrección otra reivindica el suelo ancestral del error como verdad de la textura y ofrece una enmienda que interpreta un entramado artesanal conducente a una parte otra siempre conjetural —más allá de lo normal y de las distribuciones jerárquicas. Quizá como en la experiencia educativa más inolvidable, se trata de una solidaridad que colectiviza un tiempo de acompañar en lo imprevisto y no pre-establecido, una audacia que vincula dos o más infancias en cierta indisciplina novelada del vivir.
El cese de la corrección, por lo tanto, apela a cierta sabiduría (en) común y no solo a “la atenuación de los síntomas”, algo que Jitrik (2000) encontró en Sarmiento, cuando este le explicó a Alsina que si no incorporó sus indicaciones fue para que no “desapareciese su fisonomía primitiva” y la “lozana y voluntariosa audacia de la mal disciplinada concepción” (Jitrik, 2000: 88), lo cual fue fundamental para la obra en cuestión. Tal vez entonces, en esta idea de corrección, algo in-evaluable como cierta indisciplina y una audacia de infancia sean pistas que podrían seguirse en busca de un antídoto para las infecciones que provoca la razón evaluadora. Se trata también de entender que no hay aventura sin un proceder incorregible también, sin el paso a otro lado y sin la necesidad de una traducción instantánea (o futura):
“Escribir como traducción de leer. Una traducción no solo incorrecta, equivocada; más que eso: desastrosa. Escribo intentando traducir entre dos lenguas idénticas lo que he leído, pero me equivoco, de ahí la creatividad; invención como fallo evidente, no en la repetición sino en el intento de pasar algo a otro lado”. (Tavares, 2018: 256)
Se trata también de no ocultar la fragilidad de la palabra escrita y dar lugar a sus grietas, como diría Tununa:
“la errata es un irreversible, es ella la que señala la vulnerabilidad de la palabra escrita, es por sus grietas donde se desliza el sentido buscando donde [sic] anidar de nuevo, como un órgano que busca compensar sus funciones en otros o en algún fragmento de sí mismo”. (Mercado, 2003: 45)
O también de que las erratas permitan esas grandes cosechas que anhelaba Macedonio:
“Hay que reintentar la Errata, porque esta decadencia de la literatura universal debe provenir de que se llevan los escritos al tipógrafo ya pasados a máquina, o sea revisados. […] Quién sabe si no tendríamos una resurrección del gran arte literario, de las grandes cosechas metafóricas y adjetivales”. (Fernández, 2004: 328)
Y luego de la andanza, tal vez entendamos que acudir al lugar es una manera de saber, no solo si quien grita socorro lo quiere dar o recibir, también si preferimos la rebelión a vivir padeciendo.
Dictado I: huella de una charlita con la seño Mary
La seño Mary, una maestra que le dio cuatro décadas de su vida a la escuela pública y popular argentina (si por ella entendemos ese lugar fundamental que llega a acoger y a abrirle caminos a las nuevas generaciones del tercer mundo que ya nacen endeudadas por sus gobernantes, desposeídas por el capitalismo y, en más de una ocasión, mal miradas por la sociedad de la que forman parte). Sus primeros años de docencia transcurrieron en una escuela rural ubicada a unos doce kilómetros de la ciudad de Alta Gracia (Provincia de Córdoba) —donde tiempo después continuaría su vida docente. Hasta el día de hoy recuerda con una sonrisa aquella infancia primera de su nieto, que solía decirle en alguna visita: “Abue, ¡charlemos de política!” O de cuando lo llevaba a su escuela y, en un tiempo en que oficiaba de vice-directora, frente a un despacho lleno de papeles o un paisaje algo kafkiano lo escuchó decir: “Abuela, ¡rajemos!”.
Más allá de lo anecdótico, recuerdo lo fabuloso que era acompañarla a la escuela y las delicias que ello suponía. No solo por lo que ella o sus estudiantes podían convidarme en los recreos, sino por la calidez que había en esa aula durante sus clases (creo que eran demasiado amables conmigo para ser un intruso o, en realidad, es que mi abuela era una gran maestra y me extendían algo del cariño que hasta el presente mucha de esa gente le guarda). De modo que no tenía problema en ir a la mañana a mi escuela y por la tarde (cuando ocurría ese lujo) recibir esa suerte de premio que era acompañar a mi abuela a la suya, como una doble escolaridad no declarada, pero un poco más verdadera esta última en la que no estaba sometido a la lógica del rendimiento. Tal vez esa haya sido de mis primeras experiencias (de infancias subsiguientes a la primera) más cercana y vital a esa idea ancestral de la escuela como tiempo liberado.
Hace un tiempo, en algunas charlas evocativas y provocativas que tuvimos sobre su tiempo en la escuela, le pregunté por la escritura y aquí transcribo su reflexión tal vez como un dictado del corazón pedagógico:
“La Lengua, sea oral o escrita, es una de las materias más importantes ya que posibilita una forma de expresión fundamental: sea de tus sentimientos, tus estados de ánimo, lo que te agrada o no. Permite descifrar mensajes, interpretar lecturas en todas las materias y habitar ese estrecho vínculo con el lenguaje que permite la relación con los demás, trazar disensos o construir consensos. Las ideas pueden ordenarse de las formas verbales a las formas escriturales, pero también estas incidir en el análisis de nuestro pensamiento. Eso sí: lo escrito, escrito está.
En esta época, donde lo audiovisual ha invadido lamentablemente con todos sus elementos problemáticos, el lenguaje escrito se ha descuidado. En general, tal vez recurren a estos instrumentos audiovisuales por una sociedad de consumo: «todo hecho» y a la medida de la mayoría de los niños, adolescentes y adultos. Se esquiva «el esfuerzo» del lápiz y el papel, lamentable también porque el lenguaje escrito te permite vaciar en el papel tus opiniones, tus sentimientos, te da la posibilidad de releer, de corregir, de recrear. Hay muchas actividades que los docentes pueden hacer y recrear con sus alumnos para despertar y cambiar la direccionalidad del lenguaje escrito tan rico y creativo. ¡Es necesario el movimiento para todos los niveles del aprendizaje!”.
Vemos así que la materialidad de la lengua oral y escrita parece estar hecha de expresiones que encienden un fogón en torno al cual se dan cita infinitivos como descifrar, interpretar y habitar cual rasgos de convivialidad que no esquivan el conflicto y a veces son asaltados por la coincidencia. Si lo escrito meramente está, quiere decir que no solo es y que en ello algo colectivo hay que está siendo.
La relación entre invasión tecnológica audiovisual y sociedad de consumo alerta sobre el descuido del lenguaje escrito cuando se impone el principio del “todo hecho” a medida de mayorías que son seducidas por el ahorro de esfuerzo (¿de estudio?) caligráfico y que supone evadir las relaciones amorosas —pero no por eso menos complejas— de la mano con el lápiz o birome, de la piel con el papel, del cuerpo con la escritura. Frente a esto, la seño Mary señala que docentes con estudiantes pueden hacer mucho por despertar del mal sueño tecnológico y recrear otras direccionalidades que recuperen la ricura del lenguaje escrito.
Si no hay aprendizajes sin movimiento, lo que esta seño insinúa es que la inquietud se torna una condición imprescindible en todo proceso educativo, puesto que nunca hay garantías de aprendizaje comprobable/acabado, muchas veces hace falta concentrar la inquietud del cuerpo y su energía en el brazo que orienta los gestos mínimos de una mano al dibujar las letras de una palabra tal vez poética.
Dictado II: huella de una charlita con el profe Noé
El profe Noé es de varias generaciones anteriores a las nuestras. Hijo de campesinos pobres que pudo llegar a la universidad y dedicarle casi su vida entera hasta el día de hoy, que a sus 93 años dirige el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires. Enseñante incansable, incitador de grandes movimientos en la literatura latinoamericana, exiliado en las horas más terribles de la historia nacional, su testimonio escritural se mueve en todos los registros textuales que conocemos llegando a trascender los motes disciplinarios y disciplinantes del pensamiento.
Por resumir el cuento, desde que nos encontramos una conversación interminable se abrió entre nosotros y la reincidencia en ella fue haciéndose cada vez más deseable. Recientemente, en el marco de una charla con el equipo de investigación que dirijo en la Facultad de Filosofía y Letras, Noé tocó de diversos modos y con diferentes relieves la cuestión de la escritura sin que se lo propusiéramos específicamente. A continuación, transcribo un pasaje que bien podría echar leña al fogón del asunto que aquí nos convoca:
“¿Hay alguna letra totalmente compacta que no esté rodeada de espacio? Miremos las vocales: la «A» tiene un agujero en el medio, la «O» tiene un agujero en el medio, la «E» tiene un agujero parcial, la «I» parece escaparse, la «U» tiene un agujero abierto hacia arriba. Y las consonantes también. Esos agujeros, que son presencia de espacio, son modos de olvido también, son vacíos. Sin esos vacíos, equivalentes a lo que en otro orden llamamos «olvido», tampoco podría haber escritura. La escritura está hecha de ese juego entre presencia y olvido, entre espacio a cubrir y espacio persistente. Esto nos conduciría a algo que en cierto psicoanálisis fue muy importante, nos conduciría al secreto de la letra. ¿Qué es la letra? Y ¿qué implica la forma de la letra y la multisecular persecución de la forma de la letra? Nosotros ahora, en esta instancia, parece que estamos muy seguros de cuáles son las formas de las letras. Pero para llegar a esa seguridad han pasado siglos.
La «A» que manejamos con toda naturalidad no era la misma, no tenía la misma forma en un antes indefinible. ¿De dónde sale? Es la persecución de otros sistemas gráficos, del jeroglífico, del cuneiforme y de todas las tentativas de crear grafemas. Las letras fueron creadas y, en esa creación, el espacio que las rodea entra en la forma de la letra para hacerla inteligible. Y eso va cambiando hasta encontrar la forma actual.
La consonante «K» me parece que es una letra terriblemente inquietante porque podría haber sido eliminada por la «C» que cumple, además, doble función: es sorda en ciertas posiciones y sibilante en otras. La «K», en cambio, solo es sorda. Podría haber sido olvidada. Es un trazo vertical, que es como una columna, y dos diagonales separadas, una más pequeña va hacia arriba y otra más larga va hacia abajo. ¿Qué es ir hacia arriba? y ¿qué es ir hacia abajo? Ir hacia arriba es la búsqueda de lo desconocido e ir hacia abajo es la búsqueda de lo profundo. Están sostenidas o inscriptas en la columna vertebral. La aparición de la letra «K» tiene esa vibración secreta”.[6]
Noé enseña así que hay un aspecto inconsciente de la letra que sigue actuando por debajo del cese de su percepción, lo que en otra época llamó “primera nulificación” y consiste en “olvidar —o no saber que existe— una historia de la letra que todavía está presente, en todo acto de escritura, como «arqueología» de una creación humana” (Jitrik, 1982: 37). Junto a otras “nulificaciones”, termina por desaparecer todo ese vasto trabajo que se concentra en lo que llamamos la “letra” y “lo que se dice” aparece como “algo que pretendidamente no tiene relación con un proceso desaparecido que, precisamente, lo hizo aparecer” (Jitrik, 1982: 38).
Hay allí también un “modo de acercarse al misterio de la forma de las letras sabiendo que tal forma es producto y resultado de milenios de transformaciones y acotamientos de operaciones realizadas in-intencionalmente hasta el punto de una decisión, moderna, estabilizante” que no descuida su interdependencia constitutiva con el vacío, el olvido, el lapsus ya que
“la escritura, sea lo que fuere aquello a que sirva, o sea que trasmita, se trama con el blanco de la piedra o de la página con, acaso, la obstinada, pero no declarada y aun ignorada, voluntad de arrancarle un secreto que nunca terminará de develar, del mismo modo que pese a todo intento no se termina de develar el secreto que encierra el inconsciente en el cual reside todo lo que se ignora sobre su consistencia, hasta su consistencia misma, y a lo cual no se llega jamás.
El blanco no es, en consecuencia, vencido por la escritura no solo porque permanece entre signo y signo, de línea a línea, sino también porque cada signo lo incluye hasta en el hueco en las letras, de modo tal que no podría pensarse la escritura sin el blanco”. (Jitrik, 2019: 87-96)
Quizá lo más interesante de la escritura radica en lo que generosamente aloja, pero nunca sabremos del todo. Miles de años se concentran en una letra, otras se delinean entre aventuras y batallas, mientras que algunas se dirimen entre amores y odios de las historias más singulares y colectivas del grafema. Quien escribe, aunque cree saber lo que traza, se enfrenta al no saber más insondable del dibujo.
Tinta final: lo que puede una pluma (cuando la vellicatio no es su destino)
La mano la hace despegar y aterrizar, o volar sobre el papel en un viaje no exento de turbulencias y piruetas. Hecha de libertad y nervio, su inspiración e inflamación permite volar sobre todo lo injusto y arremeter con punta de lanza contra toda infamia. Como enseñó esa gran maestra y activista argentina que se llamó Herminia Brumana (1958: 30): “No ha de repugnarle llegar hasta el pueblo para saber de las fatigas de la masa ingente y de todos los dolores de la miseria en las bohardillas obscuras, en las mesas sin pan, en los umbrales donde duermen los niños a la dura inclemencia del frío”.
Alivio de sufrimientos, impulsora de verdades, la pluma es capaz de encarnar largas veladas de meditaciones hondas sobre problemas áridos, pero también de producir ansiedades que desnutren la petulancia de quien aparenta sabiduría o la vanagloria que ostenta una erudición fingidora de profundidad.
“Ha de saber del trabajo excesivo no remunerado, de la mujer que sufre, de la boca desesperada del niño que gime por un mendrugo de pan, y también del anverso, de las joyas superfluas de la matrona imperiosa, del niño hastiado de dulces.
La pluma ha de conocer el corazón humano en su más recóndita fibra.
Necesita saber de las ternuras del aire suave, de las caricias de los perfumes, de los abrazos tibios del sol cuando se aleja, […] de la altivez de un rasgo de independencia, del rictus amargo del dolor, de la celestial dulzura de una lágrima o la claridad de una sonrisa o el guiño de una ironía, para aprender a sentir. […] Precisa mojarse en sangre de un corazón sincero para hacer vibrar las fibras del alma”. (Brumana, 1958: 31)
Entregada sin condición ni búsqueda de recompensa, fecunda como la vida, no duda en convertirse “en maza que aplaste o espada que corte para aquellos que al mirar injurian, al sonreír muerden y al hablar envenenan” (Brumana, 1958: 31). Más aún, no puede llamarse filosamente pluma la que no encuentra en la infancia un tesoro ignoto de un tiempo no cronológico y nada lejano, la que no lleve en sus entrañas “anhelos de libertad, ansias de justicia, sed de bellezas” y “la que al hablar del suelo querido no tenga irradiaciones inmensas y oleadas de orgullo” (Brumana, 1958: 30-31). Otro modo quizá de recordar la enseñanza de Horacio Quiroga, a Martínez Estrada (2013) y a tantos otros, sobre dónde mojar la pluma de manera que se deslice con más vida: “la sangre es la mejor tinta” (Brumana, 1958: 33).
Hay quien insinuaría que una pluma semejante y sus trazos dan vida hasta llegar a la resurrección (¿la insurrección?) de quienes detentan vida o de quienes han perdido la vivacidad: “Escribir / Leer / Apenas / suponen / A duras penas / quisieran / Resucitar / a los vivos” (Skliar, 2011: 23). De lo contrario, en una pluma meramente celebrante de la letra, no hay preocupación por los sentidos asociados al tejer (que permite anudar signo y vida), solo prima el requerimiento de aprender el signo sin relación con la vitalidad contextual de la que surge y le da lugar en el cual germinar.
Es por esa impronta de la pluma alfabética moderna que Juan de Mairena manifestaba preocupación a sus estudiantes, en particular por el hecho de que la literatura cada día sea más escrita y menos hablada, ya que la principal consecuencia avistada era que se escribía peor, pero no por falta de corrección, sino por hacerse en una prosa fría y sin gracia —a partir de la cual se subsume la oralidad en la palabra escrita, ya convertida esta en sepultura de la palabra hablada. Por ello recomendaba a quienes se hicieran escribientes que fueran “meros taquígrafos de un pensamiento hablado” (Machado, 1969: 48), tal vez como una manera de cuidar que las letras no sean un elemento policial de la civilidad o unidad de medida con pretensiones de superioridad.
Cuando el destino de la pluma se realiza en la llamada vellicatio, es decir, ese método de tortura en el que se punza o se realizan cosquillas en un cuerpo para obtener una verdad determinada, notamos cómo opera una estrategia de dominio en el marco de una gramática que siempre busca reducir y domesticar. Algo de esto hemos visto cuando la escritura se impuso sobre la voz y lo vemos todavía cuando el fantasma de Nebrija ronda por las aulas ejerciendo su vigilancia epistemológica que coloniza el hacer (texo) y el tejido (textum) cada vez que se impone más distancia entre la lectura del mundo y la lectura de la palabra.
De ahí que un hacer descolonizador de la pluma respecto del tejido empiece por acortar esa distancia entre palabra y mundo al tiempo que implica contrarrestar los controles que la escritura alfabética aloja en sus mañas. Se trata también de descolonizar la alfabetización, abrirles grietas a sus cadenas y liberarla/nos de la razón evaluadora, convocando una poética vital que no eluda la imposibilidad de clausura, la situacionalidad, la ambigüedad, la donación y la habladuría como forma del decir cotidiano que dice más que lo intenta transmitir su contenido. De modo que puedan reactualizarse los horizontes simbólicos e involucrar otras dimensiones del existir que la alfabetización moderna/colonial excluye por enaltecer a sujetos fríos del alfabeto y sin infancia en suelo u horizonte (ahí donde literatura y poesía se expresan en un balbuceo de boca en boca, a cada rato, en cada hálito, entre dimes y diretes).
Así hemos visto que “Ser Humano” dependía de las letras o de la escritura alfabética y cómo ese trazado expulsó de la Humanidad al animal “que esgrime empuñaduras / y lanza estocadas de palabras / solo para defenderse de la luz / y recogerse en el fondo de la cueva / en esta borrosa prehistoria / de signos pintados en los muros” (Barei, 1996: 19). ¿De ahí viene la pluma-topo que cuanto más escarba, más quisiera escarbar? No solo escribientes la sirven, también prostitutas y delincuentes —siguiendo una ampliación dostoievskiana— porque “son moléculas luminosas del cosmos que los ojos no nos dejan ver” (Martínez Estrada, 1956: 169).
La pluma necesita situarse, tantear el terreno, mover los escombros, atender al fondo que crea circunstancias y a los acontecimientos que revelan recorridos o accidentes de algún azar. Politicidad del escribir, llama(da) a inventar un nuevo lenguaje de lo político que regenere lo dañado, que subvierta la insatisfacción garantizada por el statu quo, trazando el antagonismo que deje del otro lado a cobardes espectadores de las desgracias de su pueblo y traidores que toman partido por quienes lo sojuzgan y embrutecen. En suma, escribir como combatir: hacer tejido el arte, sembrar insubordinación, no caer en el artificio.
Pluma regenerativa, hace amable la dura y fea realidad a razón de 10 por ciento de inspiración y 90 por ciento de transpiración. Martínez Estrada decía con la vida, las gentes y la naturaleza cargar su estilográfica y después escribía. También que se puede necesitar tranquilidad, pero no soledad o un despoblarse de compañías cercanas y lejanas (sean pájaros o gentes). En su pluma vivía la idea de que “El lugar es el padre de nuestras ideas y nosotros la madre”, ya que —al entregarse a establecer vínculos familiares o amistosos con los lugares y seres que componen el medio en que se vive— el trazo “acontece como uno de los milagros de toda creación, sin que lo sepamos” (Martínez Estrada, 1956: 173-174).
La pluma se permite el garabato, acepta la corrección otra que se para sobre el suelo ancestral del error como verdad textual que convoca —al menos— dos deseos a reunirse curiosamente en la interpretación movediza de una pedagogía conjetural, una solidaridad colectiva, un tiempo de acompañar en lo imprevisto y no pre-establecido, una audacia que vincula infancias en cierta indisciplina novelada del vivir. También admite la incorrección ético-política que apela a cierta sabiduría (en) común y permite cesar la reunión deseante de corrección por dar lugar a un traslado como un traspié evidente que inventa o insinúa.
Amiga de maestras preocupadas por invasiones tecnológicas que descuidan la escritura en sus aspectos singulares y colectivos, desplazados en nombre del mercado, la pluma acompaña la unidad docente-estudiantil que puede revitalizarlos a partir de una inquietud compartida. Así también, cautelosa, asiste a profesores concentrados en lo que habita en las formas de las letras, en la escritura como alojamiento generoso de historias que nunca sabremos del todo, en el grafema que demarca el territorio que creemos gobernar y siempre se nos escapa por algún lado:
imposible saber lo insondable
que dibujamos con la ilusión
que vivimos escribiendo.
Referencias bibliográficas
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[1]Notas
El presente artículo forma parte de las actividades realizadas en el marco del Programa Posdoctoral en Ciencias Humanas y Sociales de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
[2] Algunas cuestiones peliagudas, respecto de los tres primeros significantes mencionados, pueden encontrarse en Giuliano (2019 y 2020); Giuliano y Skliar (2019); Skliar y Giuliano (2020); y Giuliano, Medina, Cosentino y Downar (2019).
[3] Muy resumidamente, el documento colonial de 1512 conocido como el Requerimiento estableció una explicación sumaria de la doctrina cristiana y la justificación jurídica de sujetar a los pueblos originarios a su poder, estableciendo una matriz de desigualdad como relación pedagógica que, nos animamos a sostener, tiende a repetirse o reactualizarse sintomáticamente en la educación cada vez que “se instala un requerimiento que manda y ordena a unos sobre otros” (Giuliano, 2017: 267).
[4] Siguiendo lo analizado en Giuliano (2017), no descuidamos que el ordenamiento jesuita, precisamente para los fines de evangelización de todas las colonias, se dirigió especialmente hacia América Latina, donde el proceso educativo se encuadró con los objetivos colonialistas españoles y portugueses. Nadie mejor que los misioneros para subyugar y apaciguar a los primeros habitantes de estas tierras para que las entregasen en el nombre de Dios. Así fue que la educación jesuítica, mientras alfabetizaba/evangelizaba, servía a los intereses colonialistas e iba engendrando un proceso pedagógico de manipulación y control socio-cultural.
[5] Una evocación y profundización de esa crítica puede encontrarse en Giuliano (2018).
[6] En un texto de aparición reciente, Noé amplía esta idea considerando que ese ir hacia arriba podría ser “un modesto equivalente del infinito, el cielo”, mientras que ese ir hacia abajo, en cambio, “lo es de la profundidad, el deseo de acercarse a la hondura de la tierra y su secreto; y como ambas barras están inscriptas y permanecen, porque de lo contrario la letra desaparecería, se diría que hay en esa letra una lucha, nunca resuelta, entre infinito y profundidad terrestre, cielo y tierra” (Jitrik, 2019: 87).