Comprender la política cultural desde su funcionamiento cotidiano. Análisis de la Usina Cultural de la Unidad Penal N° 4 Santiago Vázquez (ex Comcar)
Comprehend the cultural policy from its daily operation. Analysis of the cultural “usina” (powerplant) of the criminal unit nº 4 Santiago Vázquez (ex Comcar)
Deborah Duarte Acquistapace
https://orcid.org/0000-0001-8790-3488
Facultad de Humanidades y Ciencia de la Educación,
Universidad de la República. Uruguay
Fecha de envío: 15 de junio de 2020. Fecha de dictamen: 22 de marzo de 2021. Fecha de aceptación: 13 de mayo de 2021.
Resumen
El objetivo de este artículo es describir y analizar el funcionamiento de un programa de política cultural de Estado, la Usina Cultural de la Unidad Penal N° 4 Santiago Vázquez, ex Comcar, a través de las prácticas y representaciones de los funcionarios que trabajan en el espacio físico donde se desarrolla y de las experiencias de algunas personas que han participado. Partiendo de trabajos anteriores que reflexionan acerca de la política en tanto proceso, proponemos comprender los sentidos atribuidos a este programa de política cultural como una mediación o reelaboración de los significados propuestos por las autoridades que lo concibieron, donde se negocian y se producen nuevas significaciones.
El diseño metodológico combinó entrevistas en profundidad a técnicos y personas privadas de libertad que concurrieron a la Usina y observación participantes en sus actividades y en la comunidad educativa del Comcar.
Concluimos que el contexto de encierro es fundamental para entender las tensiones propias de la cotidianidad laboral y la producción de sentido de los participantes. En las políticas no solo hay ejecutores y beneficiarios sino sujetos con agencia que participan de entornos sociales que los condicionan. Sus apropiaciones del espacio que abre la política, configuradas por y en las características de la vida social en la que se desenvuelven (el encierro, en nuestro caso), son la política encarnada y constituyen un objeto fundamental de investigación para comprender su funcionamiento y posibles contribuciones.
Abstract
The objective of this article is to describe and analyze the functioning of a cultural State policy program, the Cultural Usina of the criminal Unit Nº 4 Santiago Vázquez, ex Comcar, through the practices and representations of the officials working in the physical space where it develops and the experiences of some people who have participated in it. Starting from previous works that reflect on politics as a process, we propose to understand the senses attributed to this cultural policy programme as a mediation or reworking of the meanings proposed by the authorities that conceived it, where new meanings are negotiated and produced. Methodological design combined interviews with technicians and detainees who attended the Usina and participants observation in activities and in the educational community of Comcar.
Methodological design combined in-depth interviews with technicians and detainees who attended the Usina and participant observation in their activities as well as in the educational community of Comcar.
We conclude that the confinement context is fundamental to understand the tensions of the daily work and the production of meaning of the participants. In policies there are not only executors and beneficiaries but subjects with agency that participate in social environments that condition them. Their appropriations of the space opens by policy, shaped in and by the characteristics of the social life in which they are involved (the confinement, in our case) are the policy embodied, and constitute a fundamental object of research to understand its functioning and possible contributions.
Palabras clave: Cultura; Política; Política Cultural.
Keywords: Culture; politics; cultural policy.
Introducción
El objetivo de este artículo es describir y analizar un programa de política cultural de Estado, la Usina Cultural de la Unidad Penal N° 4 Santiago Vázquez, ex Comcar, a través de las prácticas y representaciones de los funcionarios que trabajan en el espacio físico donde se desarrolla y de las personas que han participado.
Con este fin partimos de un supuesto básico, la reflexión acerca de la política como proceso, no como determinación puramente técnica desde las estructuras sectoriales del Estado, sino considerando cada punto de su desarrollo o cada nivel institucional —con particular atención en la fase en la que los ciudadanos toman contacto con el programa—, como momentos en los que se “hace la política” (Grassi, 2004). Es decir, como instancias de producción de significados que redefinen y disputan los criterios de implementación, de acceso y sus finalidades.
En el ámbito de las políticas culturales, existen varias investigaciones que asumen este enfoque como modo de abordaje. El trabajo de Rosalía Winocur (1996) sobre el programa cultural en barrios de Ciudad Autónoma de Buenos Aires; el estudio sobre las prácticas circenses y su relación con las concepciones de políticas culturales provenientes del Estado, también en Buenos Aires, de Julieta Infantino (2011); la investigación, también del programa cultural en barrios pero centrada en los jóvenes porteños, de Marcela País Andrade (2011); y la más reciente indagación de Paula Simonetti (2018) sobre el Centro Cultural Urbano, pensado fundamentalmente para personas en situación de calle en la ciudad de Montevideo. Asimismo, es necesario hacer referencia a dos trabajos recientes de Denis Merklen, La biblioteca en llamas (2016) y Detrás de la línea de pobreza (Merklen y Filardo, 2019); aunque este último no trate sobre políticas culturales, ambas investigaciones construyen una problemática de estilo caleidoscópico al procurar reconstruir los puntos de vista de operadores de programas del Estado uruguayo de intervención de la pobreza, bibliotecarios de las banlieues parisinas y el de los ciudadanos que participan, rechazan, cuestionan ambas iniciativas de política pública.
En esta dirección, el artículo se dividirá en tres partes. La primera tratará de la descripción del programa Usinas Culturales según los documentos oficiales disponibles y presentará sucintamente el análisis de los paradigmas de política cultural (García Canclini, 1987; Surel, 2008) que lo sustentan.
En la segunda parte, se contextualiza por medio de datos estadísticos al Comcar dentro del sistema penitenciario uruguayo. La Usina fue inaugurada en 2012 dentro del módulo 8, cerrada y reinaugurada en 2014 en el edificio de la comunidad educativa. Por tanto, se describen las razones del cierre y cambio de lugar a través del testimonio de los funcionarios de gestión de la Dirección Nacional de Cultura (DCN). Esos relatos nos permiten comenzar a incluir en la investigación la cotidianidad laboral, en la cual las tensiones no se reducen solo a posicionamientos diversos en un debate académico, sino que incorporan la problematización de las prácticas de trabajo y el modo en cómo podrían relacionarse con la teoría (Ochoa, 2002). En esta dirección, el punto central del apartado es el análisis de las prácticas y representaciones de los funcionarios públicos que trabajan como técnicos audiovisuales. Estos técnicos están en contacto directo con los ciudadanos. Su tarea fundamental, según los documentos que definen a las usinas, es acompañar el proceso de realización audiovisual teniendo en cuenta que una de las principales ideas del programa es que las personas que se acerquen estén involucradas en todas las etapas de realización del audiovisual. No se apuntaría exclusivamente a que los ciudadanos se lleven un producto acabado sino más bien a que participen activamente del proceso de elaboración. En este punto, es necesario adelantar que las usinas, en los documentos de concepción, no proporcionan formación artística sino que se proponen como centros de producción cultural.
En una comunicación anterior, analizamos el trabajo de los funcionarios públicos en el proceso de implementación de las usinas culturales en Montevideo (Duarte, 2019). En diálogo con trabajos del área (Winocur, 1996; Rabossi, 2000; País Andrade, 2011; Simonetti, 2019; Castelli, 2019), retomamos la propuesta de Grau, Iñíguez Rueda y Subirats (2010) de utilizar “la perspectiva de la traducción” de la teoría del Actor Red para el análisis de las dinámicas que se dan entre la gran diversidad de elementos que participan en los procesos de producción de políticas públicas. La traducción es uno de los significados que Bruno Latour le da a la mediación, no en el sentido del cambio de un vocabulario a otro, por ejemplo, del paso de una palabra francesa a otra inglesa, como si las dos lenguas existieran independientemente, sino como “desplazamiento, deriva, invención, mediación, la creación de un lazo que no existía antes y que, hasta cierto punto, modifica dos elementos o agentes” (Latour, 1998: 253-254). En esta dirección, Grau et al. (2010: 64) señalan que “en un proceso de política pública, los diversos actores se disputan la imposición de su visión sobre la realidad […] el proceso de traducción implica la atribución de objetivos y la fijación de imposibilidades, en paralelo al desplazamiento de un programa de acción a otro programa de acción”.
En esta dirección, concluíamos que el análisis de las prácticas y representaciones de los funcionarios públicos ha puesto de manifiesto su papel de mediadores, en tanto traductores, desde sus espacios de trabajo. Más concretamente observábamos un alto grado de autonomía en su funcionamiento, de discrecionalidad en la selección y jerarquización de la participación y una variedad de construcciones de sentido sobre su trabajo que redefinen los criterios de participación establecidos en la concepción, a la vez que problematizan sus premisas a través de la reflexión sobre sus propias prácticas laborales (Duarte, 2019). Los funcionarios de la Usina del Comcar no estaban considerados en este artículo por las particularidades de la cárcel como medio en donde realizan su trabajo, por tanto proponemos analizar sus propios procesos de traducción en tanto mediación o reelaboración de los significados del programa.
En la tercera parte, nos centramos en los procesos de traducción de personas privadas de libertad que han participado en las actividades de la Usina. Además de Grassi, trabajos como los de Shore (2010) y Raggio (1997) han señalado la necesidad de enfocarse en cómo las personas le dan sentido a las políticas y a su participación para comprender cómo funcionan las políticas, “necesitamos saber algo sobre cómo son recibidas y experimentadas por las personas afectadas por ellas” (Shore, 2010: 29).
En este punto, los antecedentes con los que contamos podrían dividirse en dos modos de abordar el análisis de la cuestión. Por un lado, tendríamos el ya mencionado trabajo de Winocur que se pregunta por el sentido de cultura que los ciudadanos asocian con los talleres del Programa Cultural en Barrios, por las funciones que le asignan y por los efectos que perciben de su paso por ellos. Por otro, tendríamos las investigaciones de raíz anglosajona sobre los efectos sociales de la participación en actividades artísticas (Ramsey White y Rentschler, 2005). En esta línea, desde una postura propia con perspectiva latinoamericana, podríamos ubicar los trabajos de Infantino (2008 y 2016) sobre la participación en artes circense y la transformación social y de Mario Roitter (2009) en torno a las problemáticas teórico-prácticas que presentan diversas organizaciones artísticas que procuran unir el acceso a diversas formas de arte con la incidencia en el espacio público. El trabajo de Paula Simonetti (2018) podría también colocarse en esta línea al cuestionarse las maneras en que la participación artística genera o no nuevas formas de percibirse a sí mismo e impactan en las representaciones que tenemos de los otros.
Aquí, decidimos dejar abierta la categoría de “arte” a la definición de los participantes. Es decir, por las características de las usinas nos pareció pertinente relevar cómo categorizan los participantes sus actividades en ellas para luego relacionarlo con el sentido que le dan a la experiencia.
Por último, nos gustaría hacer algunas consideraciones metodológicas. Este artículo forma parte de una investigación más amplia sobre las Usinas Culturales de la ciudad de Montevideo inauguradas en la gestión frente a la DNC de Hugo Achugar[1] (octubre 2008-marzo 2015), principal actor asociado a la concepción del programa. El trabajo de campo en la Usina del Comcar se llevó a cabo en dos etapas. La primera en el período 2013-2016, donde se realizaron entrevistas en profundidad al director nacional de Cultura, al coordinador del área a la que pertenece el programa, al director de proyectos de la DNC y al asesor del director de la Dirección de Cultura, al coordinador del programa Usinas Culturales y a su asistente, que trabajó por un período breve como técnico en la Usina del Comcar. Dada la dimensión del programa, este número de entrevistas abarcaba prácticamente a todas las personas que trabajaron en la gestión desde la DNC. La segunda etapa se realizó entre marzo y junio del 2016. Aquí, además de entrevistas al técnico de la Usina de ese momento, lo acompañamos en su trabajo dentro del Comcar y gracias a su intervención se realizaron entrevistas en profundidad a tres de sus participantes.
¿Qué es una Usina Cultural?
En 2005, en un contexto marcado por la crisis de 2002, el Frente Amplio-Encuentro Progresista ganó su primera presidencia en la historia del Uruguay. La victoria electoral de la izquierda uruguaya implicó una renovada atención al sector artístico cultural (Klein, 2015) y comenzó a redefinir, desde el Estado, la idea de política cultural que se venía discutiendo desde la academia y la sociedad civil (de Torres, 2009). Uno de los ejes de esta redefinición es el trabajo desde la perspectiva de los derechos culturales, particularmente, la democratización no solo del acceso sino también de la producción de bienes culturales. Bajo estas premisas se modifica la institucionalidad de la DNC creándose en 2009 el Área “Ciudadanía Cultural”[2], que nuclea distintos programas y proyectos pensados para sectores de la población definidos como vulnerables. En esta órbita institucional funcionan las usinas culturales.
La cooperación internacional apoyó y fue protagonista mediante el financiamiento que se le otorgó a ciertos programas del área (Klein, 2015). Siete de las primeras usinas abiertas en el país recibieron apoyo económico proveniente de programas de cooperación internacional, entre ellas la del Comcar.
Actualmente, existen en el Uruguay 18 usinas, 10 en la zona metropolitana y las restantes distribuidas de manera dispar en el interior (Da Rosa, 2018).
Las usinas culturales son centros de producción audiovisual y musical, en principio, ubicadas en territorios donde existen grandes poblaciones en situación de vulnerabilidad o notorios déficits de infraestructura cultural (por ejemplo, barrios de contexto crítico —Casavalle, Cerro, Carrasco Norte, Bella Italia—, centros penitenciarios —Comcar—, hospitales psiquiátricos públicos —Vilardebó— y distintas ciudades del interior del país). En otro artículo (Duarte, 2018), concluíamos que podíamos identificar tres paradigmas de política cultural —“democracia cultural”, “democratización cultural” y “cultura y desarrollo” — relacionados con la concepción del programa y asociados a los distintos documentos oficiales disponibles en que se describen las usinas —descripción del programa en la web institucional, documento de presentación producido por la DNC a los cinco años de su gestión y documentos de evaluación producidos en el marco del programa de cooperación internacional “Fortalecimiento de las Industrias Culturales y mejora de accesibilidad a los bienes y servicios culturales de Uruguay”. Por razones de espacio, vamos sintetizar la descripción de los tres paradigmas de referencia. Siguiendo a García Canclini (1987), con “democratización cultural”, nos referimos a un paradigma de distribución y popularización de la cultura legítima justificado en el derecho a la cultura y al rol que la democratización de los bienes simbólicos cumple en la democratización global. Si bien este ha contemplado particularmente la universalización del acceso a los productos culturales, también tiene su veta de democratización de la producción o de los productores de cultura, por ejemplo, las orquestas sinfónicas en barrios de contexto crítico.
A diferencia de las políticas de democratización cultural —ya sean de disfrute o de producción—, las de “democracia cultural” parten de la existencia de una pluralidad de definiciones legítimas de cultura. Retomando a García Canclini (1987), ya que no hay una sola cultura legítima, la política cultural no puede dedicarse a difundir solo la hegemónica sino que debe promover el desarrollo de todas las que sean representativas de los grupos que componen una sociedad. En esta dirección, concretamente, en las usinas se procura evitar en los encuentros entre técnicos y ciudadanos la imposición de un capital cultural sobre otro (Simonetti, 2018). Los técnicos deberían facilitar los medios para que “los propios sujetos produzcan el arte y la cultura necesarios para resolver sus problemas y afirmar o renovar su identidad” (García Canclini, 1987: 50-51). En palabras de Hugo Achugar (2003, sin paginación), “las políticas públicas pasarían a ser, en el mejor de los mundos posibles, la expresión formalizada por parte de un agente neutro, el Estado, de lo propuesto por otro agente, la propia comunidad”.
El tercer paradigma al que hacemos referencia con la fórmula “cultura y desarrollo”, centrado en los sectores audiovisual, del patrimonio natural e intangible y en las tecnologías de comunicación multimedia, relaciona la intervención pública estatal con la producción y difusión cultural doméstica, el pleno empleo, la competitividad, el crecimiento económico y la diversidad cultural (Bonet y Negriér, 2008). En líneas generales, se corresponde con la “tercera generación de políticas culturales” analizada por Rubens Bayardo García (2008) y con el trabajo de definición de la cultura como recurso propuesto por George Yúdice (2002).
En la Usina Cultural del Comcar
Primer intento: la Usina en el módulo 8. El sistema penitenciario uruguayo se caracteriza por del crecimiento constante del número de personas privadas de libertad, más allá de los momentos de crisis o bonanza económica y de las administraciones de gobierno correspondientes.
En la Unidad Santiago Vázquez, más conocida como Comcar, según el Segundo Informe Extraordinario del Comisionado Parlamentario Penitenciario, a mayo de 2016, se encontraban 3.388 personas privadas de libertad, un 33,1 por ciento del total de la población penitenciaria del país. La cifra da cuenta de la importancia estratégica que tiene el centro para el sistema penitenciario uruguayo.
Asimismo, el informe anual del Comisionado Parlamentario Penitenciario (2016a) describe al sistema penitenciario uruguayo en relación al “clima de convivencia con posibilidades de rehabilitación”[3] como altamente heterogéneo dada la coexistencia de realidades contradictorias, desde cárceles abiertas con muchas actividades a centros donde solo hay encierro en celda. La comparación es válida tanto entre centros diversos como también en relación a lo que ocurre en un mismo centro. En la misma unidad donde se prepara un grupo de teatro o funciona una buena biblioteca, puede llegar a encontrarse un sector de la población que solo sale al patio una vez por semana. Esta heterogeneidad no se relaciona con el perfil de la población sino con la presencia o ausencia de programas y personal dispuesto a implementarlo.
Siguiendo el mismo informe, el Comcar contiene “climas de convivencia para una rehabilitación potencial” radicalmente distintos, siendo los módulos 8, 10, 11 y 12 los menos favorables y los 6, 7 y 9, los más favorables.
En los módulos 8, 10 y 11 está alojado el 56,8 por ciento de la población total del Comcar, lo que representa el 18,8 por ciento del total de la población penitenciaria del país. Del total de internos de estos tres módulos, solo trabaja el 6,8 por ciento y solo el 6 por ciento recibe algún tipo de educación. La violencia es una de las constantes de la cotidianidad en estos módulos (CPP, 2016b).
En este contexto, en 2012 se inauguró la Usina Cultural con instalaciones para la filmación de video y de grabación musical en el módulo 8, “porque queríamos estar ahí, en el centro de la cosa” (Julio, asesor del director nacional de Cultura y director de proyectos de la DCN; comunicación personal, noviembre de 2016).
Esta primera etapa de la Usina duró poco tiempo. Según el mismo entrevistado, un motín grande en otro módulo obligó, mientras arreglaban las instalaciones, a trasladar a las personas privadas de libertad a los corredores. Es decir, en el módulo 8 había dos corredores de celda y en la punta de uno estaba la Usina de video. Techaron esos dos corredores y trasladaron allí a las personas que estaban en los módulos. Eso obligaba a los técnicos a recorrer todo el corredor habitado para llegar hasta la Usina: “olvídate… le decían cualquier disparate, una compañera se quemó porque sin querer pateó un aparatejo que tenían para calentar agua. Finalmente, como no teníamos gente quedó cerrado. Cuando lo abrieron de vuelta, las ratas se habían comido todos los cables del equipamiento” (Julio, comunicación personal, noviembre de 2016).
La reubicación de las personas presas generó un contexto de presión para los funcionarios de la Usina, que eventualmente terminaron renunciando a sus puestos. No obstante, antes de que las ratas se comieran los cables, hubo un lapso de actividad de la mano de una coordinación provisional. La Usina continuó trabajando gracias a que una funcionaria de la DNC, que se desempeñaba en la coordinación general del programa Usinas, aceptó agregar, provisionalmente, a sus tareas habituales las de técnico audiovisual en la Usina del Comcar.
La primera observación pertinente es el alto grado de autonomía que, según el relato de la funcionaria, se maneja en las decisiones relacionadas con la Usina. Este rasgo la asimila a los técnicos de las usinas en los barrios que analizábamos en otro artículo (Duarte, 2019). Entonces proponíamos que la distancia de los órganos de gestión y el alto grado de autonomía, en muchas de las decisiones claves que hacen a su labor y a los objetivos del programa, permiten acercarse a este grupo mediante el concepto de “burocracia en el nivel de la calle” formulado por Michael Lipsky (1980). Recordemos brevemente que, para Lipsky, la “burocracia en el nivel de la calle” está compuesta por los servidores públicos, entre los que cita a policías y profesores, que actúan directamente con los ciudadanos en el curso de su trabajo, y conceden acceso a los programas del gobierno, es decir, determinan si los ciudadanos son adecuados para recibir beneficios o sanciones. Su rol clave como hacedores de políticas públicas está asociado a dos facetas interrelacionadas propias de su posición: relativa autonomía de las autoridades institucionales de gestión y grado relativamente alto de discrecionalidad en sus decisiones. Asimismo, señalábamos que cada usina ejercía formas concretas de la discrecionalidad a través de una variedad de criterios de definición de la participación, con la consecuente variedad en la definición de las personas a priorizar.
Según el relato de la funcionaria, la demanda la desbordaba en dos sentidos: por un lado, había demasiadas personas que querían participar en la Usina; y, por otro, muchas de esas personas tenían necesidades de acompañamiento psicológico que la funcionaria no se sentía en condiciones de dar. Dado que le era imposible hacer frente sola a todos los requerimientos de la participación, decidió empezar a coordinar con el equipo de salud mental de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE). De esta manera pudo sentirse más cómoda con su trabajo en la medida que “los grupos ya estaban conformados entonces toda esa cuestión de… contención terapéutica… si querés, ya estaba trabajada” (Ana, asesora del coordinador del programa Usinas; comunicación personal, junio de 2015). A su vez, el movimiento implicó un cambio en la población que tenía acceso a la Usina: de todas las personas privadas de libertad, se pasó a aquellas que mantenían un vínculo continuado con el equipo de salud mental de ASSE. Según nos relata la funcionaria, “lo de ellos era más terapéutico, eran grupos de salud mental que se planteaban un objetivo y era todo el proceso a ver cómo se llegaba a cumplir ese objetivo” (Ana, junio de 2015). La Usina participó en aquellos grupos donde la meta estaba relacionada con lo artístico; por ejemplo, colaboraron grabando un radioteatro y letras de rap.
La coordinación provisional duró algunos meses, luego de los cuales la Usina volvió a cerrarse.
Segundo intento. La Usina en la comunidad educativa. La reapertura de la Usina del Comcar se llevó a cabo en setiembre de 2014. En esta nueva etapa, comenzó funcionando con un taller de apreciación de cine —se miraban películas, se analizaban y se discutían— tres veces por semana, de 9 a 12 horas, en el espacio físico de la comunidad educativa. Dado los materiales que habían sobrevivido de la etapa anterior y el interés de las personas que acudían a los talleres y del técnico que los impartía, las actividades del taller se diversificaron incluyendo el intento de realización de un documental. Volveremos a esto más adelante, por el momento comenzaremos por destacar las prácticas en el espacio que afectan a la participación.
En la comunidad educativa, funcionan cursos de educación formal (primaria, secundaria y UTU) y talleres de formación profesional y artística.
De las 3.412 personas presas que había en octubre de 2016, 313 estaban inscriptas en actividades formativas, menos del 10 por ciento (CPP, 2016a). El Comcar es el centro penitenciario con menos población inscripta en actividades educativas. Pero esto es solo una parte del problema; si se pretende una visión más certera, no se puede dejar de lado la lógica de la “tranca”, es decir, el traslado de los presos desde las celdas hacia la comunidad educativa realizado por los operadores carcelarios y sus posibles obstáculos. Los operadores van con las listas de inscriptos a los respectivos módulos, sacan a las personas y las escoltan hasta la comunidad educativa durante un trayecto que, en algunas ocasiones, dependiendo del módulo de origen, puede ser bastante largo. En el cumplimiento de esta tarea tienen una autonomía relativa, en principio nadie controla si los presos que sacan son todos los que están en la lista o si falta alguien y porqué, además tienen cierto poder de decisión sobre sacar o no a los presos. En nuestra experiencia en la coordinación para las visitas al Comcar, este fue uno de los principales problemas. Las visitas se pospusieron en varias ocasiones (una de ellas fue pospuesta cuatro veces consecutivas) porque no había personas en la comunidad. Los motivos en nuestro caso fueron: una pelea con heridos en uno de los módulos y la lluvia. La lluvia fue la mayor responsable de suspender el traslado de los presos (tres veces en dos meses durante nuestro trabajo de campo se interrumpieron las clases porque no se pudo trasladar a los presos debido a la lluvia).
Esta situación determina que la concurrencia de los presos a las clases, y por lo tanto a la Usina, dependa, también, de la voluntad y el compromiso, muchas veces más individual que colectivo de los operadores carcelarios y, a su vez, sea un reflejo de los problemas que pueden presentar este grupo de funcionarios.
Asimismo, a partir de las entrevistas conocimos otros mecanismos de funcionamiento que influyen en la participación. Por ejemplo, según un entrevistado las personas privadas de libertad suelen agruparse de acuerdo al delito por el cual fueron encarcelados (Luis; comunicación personal, abril de 2016). En el momento de nuestro trabajo de campo, este entrevistado, muy entusiasta con la Usina, declaraba motivar a los de “su grupo” (las personas de su módulo) para que se anotaran y participaran. Como resultado, el grupo con más continuidad en la Usina, unas 5-6 personas de las 10-12 que iban habitualmente, funcionaba como un subgrupo que ejercía ciertos dispositivos de exclusión sobre aquellos que no eran sus compañeros de módulo.
Las prácticas descriptas, que filtran la participación, cambian el enfoque acerca de la discrecionalidad con el que veníamos trabajando. Ya no se trata de lidiar con una demanda excesiva sino, por el contrario, de acercar el proyecto a la mayor cantidad de gente posible en el marco de prácticas restrictivas para la participación.
En este sentido, el técnico enfatiza que la usina practica una política de “puertas abiertas”, no solo en los requisitos formales para anotarse[4] (no se necesita ningún estudio previo) sino además en la búsqueda activa de ampliar la participación proponiendo un objetivo ligado al “trabajo sobre uno mismo” (Néstor, técnico audiovisual; comunicación personal, marzo de 2016). En la opinión del técnico, no tiene demasiado sentido procurar una educación formal sobre cine. Por un lado, porque no se puede trabajar con procesos largos y sostenidos dado la existencia de una fuerte rotación de las personas que van al taller: “los tipos van, vienen, los trasladan, cambian, se van al trabajo, los sancionan, se mueren…”. Por otro, no es viable pensar que la mayoría de estas personas cuando salgan del encierro van a trabajar en la industria audiovisual dado el tamaño y las características del medio local: “[…] a mí me cuesta… y ¡hace 30 años que estoy en este curro!” (Néstor; comunicación personal, marzo de 2016).
Tampoco se puede pensar en el taller como un lugar donde se generan productos audiovisuales desde la perspectiva de las personas privadas de libertad, dada la presencia constante de la censura —fundamentalmente en forma de autocensura— en el técnico, asociada a mecanismos de poder no explícitos que promueven u obstaculizan tanto el accionar[5] como las posibilidades reales de exhibición de los productos, según sean sus contenidos.
En este contexto, “lo único que podés hacer ahí es tratar de inculcarles un poco de responsabilidad, de sentido de trabajo colectivo y a controlar mejor las emociones…” (Néstor; comunicación personal, marzo de 2016).
Experiencias de participación en la Usinas del Comcar
“El primario”. Cuando en la Usina se intentó hacer un documental. El técnico de la Usina posibilitó el encuentro con Hugo y Enrique mediante una serie de gestiones informales con uno de los operadores penitenciarios (civiles que se ocupan del traslado de las personas privadas de libertad desde las celdas a los distintos puestos de trabajo, a la comunidad educativa, a la sala de vistas, etc.) que incluyó, dado que en ese momento ninguno de los dos seguía concurriendo a la Usina ni a la comunidad educativa, presentarnos a los encargados de sus lugares de trabajo, la panadería y la herrería, así como retardar lo más posible su traslado de vuelta a las celdas. Hugo y Enrique eran las únicas personas que pudimos ubicar en el Comcar que hubieran participado del intento de hacer el documental. Las entrevistas fueron conjuntas en un salón vacío de la comunidad educativa. No estuvo presente el técnico de la Usina, ni ningún operador penitenciario. Estuvimos los tres, solos, conversando durante aproximadamente una hora y media.
Hugo es un hombre de aproximadamente 50 años; Enrique es más joven, entre 25 y 30. Me presenté como estudiante de Sociología que estaba haciendo un trabajo sobre las usinas. Comenzaron por contarme que eran primarios. Mi primera pregunta fue cómo se acercaron a la Usina. Enrique contó que estaba cursando 5° año de Liceo en la comunidad educativa. Al final de uno de los cursos, el educador le avisó que en el verano iba a haber un taller audiovisual. Siempre le gustó escribir, se anotó porque pensó que capaz que podían hacer algo que documentara la vida en la cárcel. Hugo, por su parte, relató que vio en el taller una oportunidad para salir del módulo. En este primer momento del encuentro, el tema de la Usina no concitaba demasiada atención, tanto Hugo como Enrique volvían continuamente al relato de su cotidianidad en la cárcel y a las reflexiones acerca de las consecuencias del encierro en las personas. Hugo y Enrique proponían su propia jerarquización de las preguntas y los temas: para presentar sus experiencias en la Usina era imprescindible comenzar por los relatos sobre las vivencias en la cárcel.
En esta dirección, de la revisión bibliográfica surgen principalmente tres referencias teóricas que dialogan sobre los efectos del encierro carcelario en la subjetividad: el “poder disciplinar” de Foucault (2008), la definición de “institución total” de Goffman (2009) y los debates en torno a la noción de “prisionización” (Clemmer, 1958). Por ejemplo, la tesis doctoral de Cynthia Bustelo sobre trayectorias de educación “existosas” en contextos de encierro, parte del espacio de convergencia de estas líneas de reflexión al afirmar que la cárcel impone una serie de rutinas de disciplinamiento, arbitrarias y despóticas, que tienen como fin “producir una reorganización total de la vida de las personas privadas de su libertad a partir de la destrucción y reconstrucción de su subjetividad” (Bustelo, 2017: 61). En la misma línea, los trabajos de Juan Pablo Parchuc en torno a las prácticas de escritura, lectura y edición en cárceles argentinas parten de un marco teórico que considera a la cárcel como “institución total”, en la medida que abarca —o pretende hacerlo— todos los aspectos de la vida de las personas, “sobre la base de un orden burocrático y jerárquico donde hasta la arbitrariedad y la violencia están programadas como parte de su producto y gobernabilidad” (Parchuc, 2015: 20). En esta dirección, sostiene el autor que las personas privadas de libertad son “sometidas a un tratamiento organizado en fases, etapas y períodos de acuerdo a pautas, objetivos y calificaciones, que surgen de las leyes, reglamentos y normas internas (escritos o no), según la lógica de la tutela y el sistema correccional, que mantiene sus efectos luego de la externación” (Parchuc, 2015: 20).
Los relatos de Hugo y Enrique son elocuentes en cuanto a la los efectos de los procesos de disciplinamiento dentro de una institución total en la pérdida de la individualidad, de la singularidad de esa persona como individuo. En las entrevistas, ambos dan cuenta de una serie de hechos que pueden ser leídos, siguiendo a Goffman (2009), como “mortificaciones del yo”, en tanto desestabilizan la concepción de sí mismos, como la dificultad para mantener los lazos emocionales y los roles sociales con derechos y responsabilidades que los constituyen como sujetos, como seres dotados de razón y de sentimientos, conscientes de sí mismo y poseedores de una identidad singular. Hugo se pregunta quién ayuda a su madre, enferma del corazón, o quién piensa en su hijo sin padre. En la misma reflexión, nos cuenta que se murió su hermano y que no pudo ir al entierro. “Todas cosas que actúan en la persona” (Hugo; comunicación personal, abril de 2016), nos dice para cerrar. En el mismo sentido, Enrique se lamenta por no haber podido ir al entierro de su padre y por el gasto que significa para su familia su alimentación. “La cárcel te saca todo”, nos dice Hugo, con la anuencia de Enrique. “Si metés en la cárcel a alguien con 40 años, ¿qué tiene para perder cuando salga? Nada. Si tiene 20 años, ¿qué tiene para perder cuando salga a la calle? Nada. No saben lo que están creando” (Hugo; comunicación personal, abril de 2016).
Ahora bien, numerosos artículos han cuestionado la aplicabilidad de estos modelos para el análisis de la cotidianeidad de vida en las cárceles en Latinoamérica (Drake, Darke y Earle, 2014; Darke y Karam, 2014).
En primer lugar, siguiendo a Darke y Karam (2014), la aplicabilidad del modelo del panóptico, diseñado para transformar a las personas presas por medio de la segregación, la observación continúa y el disciplinamiento, contrasta con las condiciones que impone la superpoblación de las cárceles en América Latina, donde el confinamiento solitario es una circunstancia excepcional y donde está documentado el poco involucramiento directo del staff de la prisión en la manera en cómo se desarrolla la vida en las celdas. En esta dirección, las cárceles son menos instituciones de “prisionización”, en tanto tienen como fin un cambio direccionado en las personas privadas de libertad, y más instituciones de internamiento.
En este contexto, el espacio es una dimensión clave en el proceso de despersonalización del individuo, en el sentido de pérdida de estatus de persona y de su singularidad individual, pero en los relatos de Hugo y Enrique no funciona necesariamente según el espacio de la vigilancia jerárquica, condensado en la metáfora del panóptico. Veamos como ejemplo el siguiente diálogo que se produce para explicar la necesidad imperiosa de tener actividades para salir de las celdas.
“Hugo: Imagináte que tu cama esté en plena 18 de julio en la vereda y la gente va y viene. Va-y-vie-ne, ese es el ritmo de vida.
Enrique: Te pasan por arriba de la cama, se te acuestan, se te sientan… pero en 18 te podés escapar de ese problema, acá no porque estás en una celda. No tenés adónde ir. Eso es lo que más afecta porque el espacio, cuanto más reducido es, más problemas trae. El espacio es una de las causas prioritarias que genera problemas en los módulos”. (Comunicación personal, abril de 2016)
Siguiendo a Merleau Ponty, podemos distinguir entre espacio “geométrico” —“el espacio claro, este espacio honrado en el que todos los objetos tienen la misma importancia y el mismo derecho a existir” (Merleau Ponty, 2006: 302), y un segundo espacio que lo interpenetra de lado a lado, una segunda espacialidad que se construye a cada instante por nuestra manera singular de proyectar el mundo: se trata de un espacio “existencial”, lugar de una experiencia de relación con el mundo de un ser esencialmente situado “en relación con un medio” (Merleau Ponty, 2006: 299). El espacio, antes de ser una relación entre los objetos, se funda en la relación de los individuos con las cosas (Merleau Ponty, 2006).
En la cita referida hay una sensación de pérdida de intimidad, de soledad, incomunicación y de exposición que se podría asimilar al panóptico, pero combinada con una percepción de despersonalización —nadie parece verlos—, de desconocimiento —nadie reconoce sus necesidades.
En este sentido, las condiciones de hacinamiento fuertemente documentadas en el informe del CPP (2016a) se reformulan en la experiencia de Hugo y Enrique en sensaciones ambiguas de soledad, falta de intimidad, exposición, incomunicación, en el contexto de un gran número de personas que se mueven febrilmente, sin verlos, en un encierro del que no pueden escapar.
Además, los espacios para conversar de estas cuestiones prácticamente no existen (“acá contigo ahora…”, nos dice Enrique, en referencia a nuestro único encuentro, totalmente aleatorio para él, dadas las circunstancias en las que se produjo). También nos cuenta que le “hablaron de una prisión en España donde hay psicólogos, y ellos van y hablan contigo, tenés una conversación y a la vez te ayudan” (Enrique; comunicación personal, abril de 2016). La manera en que está formulado este comentario habla de la distancia enorme que existe entre la práctica carcelaria del Comcar y la posibilidad de consultar un psicólogo en prisión. El panorama se completa con la ausencia y/o la falta de acceso a lugares de recreación.
En segundo lugar, volviendo al trabajo recopilatorio de Darke y Karam, es necesario reconocer que la vida en las prisiones latinoamericanas tiene una dimensión comunitaria. Es decir, las relaciones personales de distinta índole están presentes en el día a día a través de los encuentros en las celdas y los distintos espacios comunes. Estas implican elementos de violencia, de lucha y de negociación, pero también de paz y de distendimiento (Darke y Karam, 2014). Nos dice Hugo: “[…] estar contento cinco minutos, hacer un chiste, compartirlo con alguien. […] me rehúso a la situación de sentirme mal todo el tiempo, me rehúso, no es mi vida” (comunicación personal, abril de 2016).
En tercer lugar, a diferencia de las “instituciones totales”, el poder no emerge solo de la institución sino también de las propias formas de auto-organización de los internos que regulan, a través de su propio sistema de reglas, aspectos fundamentales de la vida en prisión (Darke y Karam, 2014). En nuestro trabajo de campo surgieron numerosas menciones off the record a estos sistemas de autogobernanza en prisión —“hay muchas personas que se adaptan al sistema, a mí el sistema no me interesa, a mí me interesa salir a la calle, recuperar lo que perdí y seguir para adelante” (Hugo; comunicación personal, abril de 2016)—, regularmente asociados a formas de violencia directa, a través de la metáfora de la enfermedad:
“Mucha gente que es sana, pero cayó por tal delito, no importa cuál, sale enferma y sos un misil a la sociedad”.
“Cómo puede ser que yo me adapte a ver que apuñalan a uno […] ¿Qué haces con esa persona que se enfermó y capaz que lastimó que va a volver a la calle?”.
“De acá salís con odio, enfermo, con repudio”.
(Hugo; comunicación personal, abril de 2016.)
En este contexto, el estímulo de Enrique para acercarse a la Usina fue, fundamentalmente, la denuncia. Él creía que podía documentar por medio de un audiovisual las situaciones de violencia e injusticia que se viven en la cárcel para que las vieran las personas que están afuera.
Con este fin, Enrique le propuso al técnico que él podía filmar dentro de las celdas, “pero nunca llegamos a ponernos de acuerdo porque él quería hacer algo más superficial” (comunicación personal, abril de 2016). Las intenciones de hacer algo más superficial que se le atribuyen al técnico están asociadas con las intensas restricciones que imponen las reglas de la cárcel, tanto las formales —vinculadas con la “institución total” y las “mortificaciones del yo”— como las informales —asociadas a los sistemas de autogobierno de los internos. Son repetidas las alusiones a estas restricciones que se construyen como omnipresentes e invisibles y que imponen, en el proceso de creación del audiovisual, distintas formas de censura y autocensura. Todos las sienten, nadie las nombra:
“[…] iban pasando los días y vos decías «pero todas estas cosas no van a dejar que se vean», o uno mismo se empezaba a poner límites, «para qué voy a hacer esto si no van a dejar que lo vean».
El taller es productivo si lo dejaran ser, si dejaran hacer lo que [el técnico] tenía planeado. Él nos trajo documentales que han hecho otros presos y yo pensaba que quería hacerlo mejor, pero cuando íbamos avanzando cada vez nos limitaban más lo que queríamos hacer, entonces perdés un poco de interés”. (Enrique; comunicación personal, abril de 2016.)
En este marco de cierto desencanto, a Enrique le surgió la posibilidad de empezar a trabajar en la panadería. Los horarios del trabajo no son compatibles con las actividades formativas, así que por razones económicas dejó de estudiar y de acudir a la Usina. En el momento de la entrevista, llevaba más de un año y medio recluido y nos contaba que las finanzas de la familia se iban debilitando, trabajar en el economato le aseguraba el pan, verduras, carne y otras cosas para cocinarse. De esta manera, no tienen que hacer gastar a su familia ni hacerlos pasar por el control de entrada, donde les hacen tirar la mitad de las cosas que llevan.
Como último balance de su paso por la Usina, nos contó que le sirvió para conversar con alguien de lo que le estaba pasando y para sentir que podía concretizar un proyecto, “aunque sea más superficial de lo que quería contar” (Enrique; comunicación personal, abril de 2016).
Hugo coincide con que el taller necesita más libertad. Por su parte, aunque durante la entrevista podemos sentir su aprecio por el tiempo compartido en el taller audiovisual, nos contó que prefería trabajar porque salía más veces de la celda y de esa manera podía airearse del “ambiente de los presos” (Hugo; comunicación personal, abril de 2016). El taller era tres veces por semana y en la herrería, donde estaba en ese momento, salía todos los días e incluso algunos fines de semana.
Luego de que Hugo y Enrique se alejaron, se editó el material filmado y se hizo una “especie de tráiler”, según la definición del técnico audiovisual. Ninguno de los dos sabía que este producto existía. El “tráiler” nunca fue mostrado ni colgado en el canal oficial de Youtube de las usinas culturales. El mismo técnico nos explicó que “le hicieron saber que no les gustó […] y eso que no habla de los dos temas principales, de los que los presos estaban más urgidos de hablar: los maltratatos y la falta de asistencia médica, y la corrupción, pero no era alcahuete. Se creyeron que íbamos a hacer un documental alcahuete del INR[6]” (Néstor, técnico audiovisual; comunicación personal, marzo de 2016).
El taller de apreciación cinematográfica. Luego de este trabajo, en el intento de crear un audiovisual documental, la Usina continuó funcionando como un taller de apreciación cinematográfica: se miran películas, se analizan y se discuten a partir de una consigna propuesta por el técnico. De este momento de la Usina, contamos con el relato de Luis. La entrevista también fue a solas, en un salón de la comunidad educativa.
La experiencia de la cárcel que decide contarnos Luis es bastante distinta a la de Hugo y Enrique. Luis es un hombre de aproximadamente 40 años. Nos cuenta que tiene el bachillerato aprobado, que estudió programación, “antes de que existiera el Windows, en la ORT [una universidad privada de Uruguay]”, pero no terminó la tecnicatura en “analista de sistema”. Trabajó en una empresa de organización de eventos, donde aprendió fotografía y edición de videos. Según Luis, en la cárcel, las personas se agrupan según el delito por el que entraron. Sin preguntarle, nos dice que entró por un “delito sexual” y que todas las personas que entraron por delitos sexuales tienen un módulo para ellos (Luis; comunicación personal, abril de 2016).
La descripción de su vida en la cárcel es muy distinta a la de Hugo y Enrique. En primer lugar, Luis hace referencia a las buenas condiciones infraestructurales del módulo que habita. Está en una barraca, con “un balcón grande”, “muy lindo”, “lindas camas”, con apenas un “colchón un poco duro”, patio grande, lugar para colgar la ropa, baño con agua caliente, cisternas (muy poco extendidas en el Comcar), y lugar para cocinar (Luis; comunicación personal, abril de 2016). Luis nos describe una experiencia sin angustia, sin soledad ni agobio, sin hambre, antes bien, hay una presentación de una comunidad ideal, en cuanto modelo de armonía: “Dentro de nuestro módulo, las personas que están por delitos sexuales, no existe violencia, hay respeto […] hay buena convivencia, comemos juntos, practicamos deportes […] yo practico tenis, hay muchachos que hacen musculación, caminan, corren, juegan a las cartas, juegan al ajedrez, toman mate” (Luis; comunicación personal, abril de 2016). Incluso el trato con “el staff” es prácticamente óptico: “la policía nos protege, nos trata muy bien a nosotros, yo no tengo nada que decir, ha habido malos tratos, pero antes, en general, bien” (Luis; comunicación personal, abril de 2016).
En segundo lugar, el funcionamiento descripto dentro del módulo es presentado como producto de una opción racional individual: “el primero que tenga mala conducta, se va. Fue la condición que nos pusieron” (Luis; comunicación personal, abril de 2016). En el relato de Luis, irse del módulo es una sentencia dura debido a que estas personas tienen que enfrentar un tipo de violencia particular por el delito por el que están presos (Luis; comunicación personal, abril de 2016). Fuera del módulo, el funcionamiento de la cárcel tiene para los “delincuentes sexuales” otras características. Según Luis, “el chorro se cree más que nosotros [las personas que están por delitos sexuales]. El chorro nos dice: «vos no tenés condiciones para tal o cual cosa». Ellos se consideran con el derecho de pegarnos, de insultarnos, de robarnos…” (Luis; comunicación personal, abril de 2016). Además, “[…] antes, hay gente que recién ingresó y que los dejaron tirados por los calabozos, por otros lados y les han robado todo, los han encontrados desnudos y les tiran materia, pichí, cualquier cosa, les pegan…” (Luis; comunicación personal, abril de 2016). De esta manera, en la experiencia de Luis, en la cárcel se construye un colectivo con base en el delito por el que están presos y del supuesto trato del que son objeto. Es decir, lo que une a estas personas es la violencia a la que declaran estar expuestos por el delito con el que están asociados, no la situación de privación de libertad. En otras palabras, se diluye la violencia institucional estructural, y se enfoca el tema de la violencia en las acciones de los otros presos.
En un momento de la entrevista, Luis se pregunta: la usina ¿rehabilita a la persona?; y afirma: “es eso lo que querés saber” (comunicación personal, abril de 2016). La pregunta nos sorprende, no se nos había ocurrido hasta ese momento relacionar el espacio de la Usina con una noción de rehabilitación, en este caso, para delincuentes sexuales. Reflexionando sobre los motivos de esta asociación, encontramos que Luis asimila la Usina a las políticas de educación formal y no formal en la cárcel. A diferencia de Enrique, que tenía expectativas de que la Usina pudiera darle herramientas de recolección y denuncia de la situación de las personas privadas de libertad, e incluso de Hugo, que la consideró una manera de salir del módulo, Luis propone este espacio bajo el paradigma de la educación como correctivo.
Siguiendo el trabajo de Valeria Frejtman y Paloma Herrera (2010), el carácter correctivo de la acción punitiva implicó un giro fundamental en la manera en que se piensa la institución carcelaria desde el siglo XIX. El disciplinamiento desplaza los castigos del cuerpo y el dolor por aquellas medidas capaces de actuar sobre el alma, el corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones.
En esta dirección, las autoras sostienen que la institución carcelaria se construye en un doble eje: el económico moral, de retribución de un daño a través de la sustracción de un derecho, y el técnico correctivo de intervención sobre la conducta. “La pena no debería ser solo «justa», sino también «útil». «Corregir» y «curar» son sus objetivos principales, en función de estas ideas aparece «lo penitenciario» como «tratamiento» para la «reeducación» de los sujetos a través de la programación de actividades, fundamentalmente educativas y laborales” (Frejtman y Herrera, 2010: 68-69).
La educación como “corrección” es una de las categorías que construye Alicia Acín (2006) para aprehender los sentidos otorgados a la educación por las personas privadas de libertad en Córdoba. El significado de corrección-adaptación junto a la socialización es clave en uno de los relatos biográficos que analiza, caracterizado por: “Una experiencia de la escolaridad primaria […], marcada por discontinuidades y ausencias prolongadas, que termina en el abandono escolar […]” (Acín, 2006: 360), y a su vez vinculada con “la percepción de haberse criado guacho que implicó una vida solitaria, ausencia de sujeción a la autoridad y conformación de una matriz vincular basada en la desconfianza” (Acín, 2006: 360).
Precisamente, en el caso de Luis, la educación en la cárcel como corrección puede ser pertinente para otros, que, como describe Acín, “se han criado en la calle”, pero no para él. Luis nos cuenta su motivación para participar en la Usina a partir del relato de un día donde vieron y discutieron una película que tenía como protagonistas “unos chorros”.
“A mí el taller me sirve para aprender la parte técnica, para ver cómo se edita una película, cómo se crea cada imagen, cómo hace un director de cine para lograr una idea, y mis compañeros también tienen ese punto de vista, los que estamos en el módulo 14. Ahora, estas personas que se formaron en la calle y que están vinculadas a las drogas, a los robos y ese tipo de cosas… lo ven de otra manera, como que se identifican. Al chorro le estás explicando que eso que hizo no está bien, que está mal, que tienen que pensar que hay que trabajar primero, hay que estudiar, hay que formarse, hay que aprovechar el tiempo adentro para formarse, para poder trabajar afuera y ganarse la vida con sacrificio”. (Luis; comunicación personal, abril de 2016.)
En primer lugar, él ya es una persona “educada”, “instruida”. En particular, hay una parte de su entrevista que es iluminadora del sentido que le atribuye a la educación. Empieza por contarnos que estimula a sus compañeros (personas que están privadas de libertad por el mismo delito que él) para que vayan al taller, “personas con buena educación y buenas familias, como yo, han cometido un delito porque la chica era menor de 18 años…” (Luis; comunicación personal, abril de 2016). En este contexto, siguiendo su relato, fueron un día al taller tres personas del módulo 4. El técnico trajo un paquete de galletitas para compartir: “yo tomé galletitas, mi compañero tomó una galletita y se lo pasé a tres chorros que había en la clase y quedó, no entre tres, sino entre dos de ellos, ¡todo el paquete! […] te das cuenta de qué… cómo podés entablar una conversación con una persona de esas” (Luis; comunicación personal, abril de 2016).
En su relato, la educación está asociada con una serie de rituales de cortesía para relacionarse con los otros, “los buenos modales” que dictan las normas de comportamiento social, agarrar una galletita y pasarla, que encarnan valores compartidos y construyen colectivos; aquellos que no los tienen, independientemente de la veracidad del relato, no pueden pertenecer, con ellos no se puede hablar.
En segundo lugar, la educación como corrección no es pertinente para él porque no necesita rehabilitación. Luis está por un delito “que hoy se ve como delito, pero es un tema que sería a debatir” (comunicación personal, abril de 2016). En la entrevista desarrolló una serie de argumentos que cuestionaban la arbitrariedad de la edad a partir de la cual la ley considera que una persona puede dar consentimiento para un encuentro sexual. La Biblia es su fuente autoridad: “la Biblia nombra la inmoralidad sexual, ¿a qué se refiere? Al sexo entre personas de igual sexo, que los hombres aprobaron, todo torcido, pero en ningún momento dice a qué edad vos podés tener sexo” (comunicación personal, abril de 2016).
La estrategia de Luis para evadir su responsabilidad, en tanto sujeto que “se hace cargo de sus acciones pasadas, asume su capacidad transformadora y acepta las consecuencias de la historicidad de su existencia” (Segato, 2003, sin paginación), está documentada en un ensayo de Rita Segato sobre relatos de delincuentes sexuales. Entre las estrategias que identifica Segato de “drible —o gambeteo— de la responsabilidad”, encontramos el “enjuiciar la ley que me juzga” (Segato, 2003). Los ejemplos se refieren a deslegitimar las leyes a través de la deslegitimación de los jueces, por ejemplo, evidenciando sus presuntas carencias morales en casos de corrupción, pero bien podría agregarse el cuestionamiento a la arbitrariedad de la ley. En el trabajo de Segato, las prácticas penales y las concepciones que las sustentan construyen el sistema entero como una pedagogía de la irresponsabilidad, “las instituciones totales y, muy especialmente, la cárcel, son, de forma consistente, la escuela que produce y reproduce una comunidad moral de sujetos irresponsables” (Segato, 2003, sin paginación).
El hecho de que Luis decidiera hablar espontáneamente del delito por el cual fue condenado nos hizo pensar en las declaraciones de Enrique sobre la falta de espacios donde conversar de aquello que preocupa. Sin embargo, a diferencia de este último, la Usina, para Luis, no es un ámbito viable donde puedan tratarse estas cosas. En el taller, “todo lo que es contra la ley no se puede hablar” (Luis; comunicación personal, abril de 2016).
Esto último se contradice con lo que nos contaba Luis anteriormente sobre el proceso de identificación que observó en las personas que define como “chorros” y las discusiones morales acerca del robo como delito, y pone de manifiesto el tabú para abordar mediante la palabra los delitos sexuales. Todos pueden discutir sin mayores problemas sobre la moral de las personas que roban, pero la puesta en común sobre la moralidad de los delitos sexuales no se plantea ni como una posibilidad.
Conclusiones
En el correr de nuestro trabajo, observamos el rol central que las dinámicas propias del entorno de la cárcel juegan en la reconfiguración del sentido de la Usina, en cualquiera de los paradigmas asociados a su concepción.
En primer lugar, establecen límites en la participación, es decir, afectan en quiénes y cómo participan (la reubicación de las personas tras el motín contribuyó al cierre de la Usina, la modalidad de traslado de las personas y su propia movilidad reducen el número de participantes y obstaculiza la continuidad de los procesos, las prácticas de asociación en los módulos conllevan una homogeneidad en los grupos que concurren a la Usina).
En segundo lugar, la reflexibilidad de los técnicos se construye en diálogo entre su práctica laboral, inmersa en las dinámicas del encierro, y las premisas de la concepción. Esto implica, dado su autonomía y discrecionalidad, la reconfiguración de los criterios de participación y los fines establecidos en la concepción. El aprendizaje de una expresión cultural o artística, el desarrollo de la expresión propia o la formación profesional con miras al ámbito laboral, así como ampliar o restringir la participación, son ejemplos de puntos que son referidos en las entrevistas y reformulados según sea su relación percibida con las dinámicas del encierro.
En tercer lugar, al indagar en los sentidos atribuidos por los participantes surgen una variedad de apropiaciones. Algunos ven en las usinas un lugar para la denuncia o el diálogo, otros para la distracción y otros una instancia donde ellos solo aprenden cómo se hace una película. En este sentido, hemos observado cómo las representaciones sobre la Usina y las decisiones sobre continuar o interrumpir la participación adquieren significado en relación con las trayectorias sociales y las experiencias singulares del encierro.
Siguiendo a Merklen y Filardo (2019), en las políticas no solo hay ejecutores y beneficiarios sino sujetos con historia y con agencia que participan de entornos sociales que los condicionan. Sus apropiaciones del espacio que abre la política, configuradas por y en las características de la vida social en la que se desenvuelven, son la política encarnada y constituyen un objeto fundamental de investigación para comprender su funcionamiento y posibles contribuciones.
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YÚDICE, George. (2002). El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global. Barcelona: Gedisa.
[1]Notas
En 2008, asume como director nacional de Cultura Hugo Achugar, reconocido por una profusa trayectoria académica como docente e investigador, fundamentalmente asociada a la literatura y los estudios culturales, que incluye ensayos de referencia en Latinoamérica sobre políticas culturales.
[2] Recordemos que la autoridad máxima en esta materia es el Ministerio de Educación y Cultura, funcionando en su seno distintas unidades con capacidad de decisión para ejecutar un presupuesto propio (Carámbula, 2011). Fue en los primeros años del gobierno frenteamplista que la DNC comenzó a funcionar como una unidad ejecutora más. Sin embargo, para calibrar la dimensión de la DCN es útil el dato presupuestario: según el estudio de la asignación nacional en cultura de Hernán Cabrera (2018), la DCN está en cuarto lugar en cuanto al presupuesto asignado, después de la Dirección General de Secretaría, el Servicio Oficial de Difusión, Representaciones y Espectáculos (SODRE) y el Servicio de Comunicación Audiovisual Nacional (SECAN).
[3] Para la clasificación de los “climas de convivencia”, el Informe se centró particularmente en considerar la situación respecto del hacinamiento, las condiciones edilicias y las actividades socioeducativas (CPP, 2016).
[4] Cada docente debe determinar los requisitos formales para anotarse a un taller.
[5] Como es sabido, el Comcar tiene sus propias reglas en cuanto a qué se puede y qué no se puede ingresar a la comunidad educativa; por ejemplo, desde hace algún tiempo los docentes no pueden ingresar con teléfonos celulares. Asimismo, tiene sus propios mecanismos burocráticos para solicitar el ingreso de material no previsto, que incluye cartas a las autoridades del penal. En este caso, existe el antecedente de un corto filmado en el contexto del trabajo de la Usina que no gustó demasiado a las autoridades de la cárcel, de allí la suposición de que podría haber trabas a la entrada de material de filmación para un nuevo corto.
[6] El Instituto Nacional de Rehabilitación es el organismo del que dependen las cárceles en Uruguay.