La formación del movimiento latinoamericano de video: condiciones, agentes y discursos

The formation of the latin american video movement: conditions, agents and speeches

María Aimaretti

https://orcid.org/0000-0002-5586-5269

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Universidad de Buenos Aires

m.aimaretti@gmail.com

Fecha de envío: 4 de mayo de 2020. Fecha de dictamen: 1 de febrero de 2021. Fecha de aceptación: 1 de febrero de 2021.

Resumen

Este artículo aborda el fenómeno del Movimiento Latinoamericano de Video, que fue una red de experiencias heterogénea cuya acta de fundación se formalizó en diciembre de 1987 en el marco del IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. El Movimiento funcionó como un espacio de interlocución e integración subcontinental, preocupado por: establecer relaciones de cooperación y evitar la atomización de experiencias, potenciar el desarrollo y organización de los grupos nacionales en pos del cambio democrático, mejorar e incrementar la fluidez de información y circulación de producciones, sistematizar las propuestas en curso, socializar aprendizajes parciales y generar ámbitos de capacitación.

Como parte de una investigación más amplia, que da cuenta exhaustivamente del derrotero de la Red entre 1987 y 1992 —último año de existencia formal–, este trabajo se concentra en el análisis de las condiciones materiales, discursivas y culturales que hicieron posible su emergencia, para luego examinar con detalle su primer año de vida, tomando en cuenta las distintas instancias de diálogo que sustanciaron los realizadores de la región.

Abstract

This article addresses the phenomenon of the Latin American Video Movement, which was a network of heterogeneous experiences whose founding act was formalized in December 1987 within the framework of the IX International Festival of New Latin American Cinema in Havana. The Movement functioned as a space for sub-continental dialogue and integration concerned with: establishing cooperative relationships and avoiding the atomization of experiences, promoting the development and organization of national groups in pursuit of democracy, improving and increasing the flow of information and circulation of productions, systematizing current projects, socializing partial learning, and generating training mechanisms.

As part of a broader investigation, where the Network's path between 1987 and 1992 —the last year of formal existence— is exhaustively reported, this work focuses on the analysis of the material, discursive and cultural conditions that made its emergence possible, to then examine in detail its first year of life, taking into account the different instances of dialogue substantiated by the regional filmmakers.

Palabras clave: video latinoamericano; historia; transiciones democráticas; trabajo en red.

Keywords: Latin American Video; History; Democratic Transitions; Network.

Presentación

El Movimiento Latinoamericano de Video fue una red de experiencias heterogénea, cuya acta de fundación se formalizó en diciembre de 1987 en el marco del IX Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Allí se redactó la Declaración “A veinte años de Viña del Mar: por el video y la televisión latinoamericano”, firmada por 19 videastas, técnicos e investigadores, representantes de instituciones de Argentina, Bolivia, Chile, Brasil, Cuba, Ecuador, Nicaragua, México, Perú y Uruguay.

Este Movimiento funcionó como un espacio de interlocución e integración subcontinental preocupado por establecer relaciones de cooperación y evitar la atomización de experiencias, potenciar el desarrollo y organización de los grupos nacionales en pos del cambio democrático, mejorar e incrementar la fluidez de información y circulación de producciones, sistematizar las propuestas en curso, socializar aprendizajes parciales y generar ámbitos de capacitación.

Como parte de una investigación más amplia, que da cuenta exhaustivamente del derrotero de la Red entre 1987 y 1992 —último año de existencia formal–, el presente trabajo se concentra en el análisis de las condiciones materiales, discursivas y culturales que hicieron posible su emergencia, para luego examinar con detalle su primer año de vida, tomando en cuenta las distintas instancias de diálogo que sustanciaron los realizadores de la región. Desde la perspectiva de la historia cultural (Burke, 1996 y 2006), y aportando al campo de los estudios audiovisuales latinoamericanos y al de los estudios de comunicación y cultura —donde este fenómeno ha tenido acotada atención (Lobeto, 2009; Liñero, 2010; Tadeo Fuica y Balás, 2016), el texto propone una reconstrucción histórica atenta a: (1) problematizar las características de las reuniones entre colegas —seminarios, el encuentro latinoamericano de video autoconvocado en Santiago de Chile, el ámbito de interlocución en Cuba–; y (2) determinar puntos de reflexión recurrentes, núcleos de acuerdo y disenso, proyecciones programáticas hacia el futuro y lenguajes comunes en formación. Por eso, si bien cada punto/enclave de diálogo es entendido como una unidad de análisis valiosa en sí misma, se privilegia un enfoque panorámico y sistémico que los examine en tanto que eslabones de maduración y sinergia que hacen a una trayectoria diacrónica del Movimiento. Fue en ese marco donde se configuró —parcialmente y no sin tensiones– una suerte de “identidad regional y generacional”, mediada especialmente por el plano discursivo: esto es, una identidad narrativa creada a partir de una serie concatenada de pronunciamientos colectivos. Así pues, desde un enfoque cualitativo, se repondrán contextos, debates y vocabularios en común en plena emergencia, y para ello se utilizarán manifiestos/documentos colectivos de la época, archivos hemerográficos y entrevistas originales, producidas especialmente para este trabajo —fuentes que, huelga decirlo, hasta ahora habían permanecido sin explotar ni confrontar entre sí.

Coordenadas y condiciones de aparición

Entender la formación del Movimiento y sus encuentros requiere, en primera instancia, aproximarse a las coordenadas históricas que signaron su advenimiento. En términos socio-políticos e institucionales, debe considerarse el desmoronamiento de regímenes dictatoriales y, con distintas temporalidades, los retornos democráticos en el Cono Sur: 1982 para Bolivia, 1983 para Argentina, 1985 para Uruguay y Brasil, 1989 para Paraguay, y 1990 para Chile. La elaboración traumática de lo acontecido durante los gobiernos de facto —en términos sociales y/o judiciales– fue diferente en cada país y siguió trayectorias no lineales; mientras que, a nivel económico, progresivamente, se instaló el modelo neoliberal con el consecuente retiro de los Estados Nacionales de la injerencia en materia de derechos sociales —trabajo, salud, educación.

Si bien desde mediados de los 70, a nivel gubernamental habían crecido los acuerdos, convenios y recomendaciones entre los países de la región relativos a la agenda de comunicación y cultura, faltaron decisiones políticas de fondo que favorecieran “[…] una verdadera reformulación sobre el papel que el audiovisual, la comunicación y la cultura deben desempeñar en el desarrollo de nuestras naciones” (Getino, 1996: 284-285). En efecto, entre mediados de los 80 y comienzos de los 90 ya se percibe la privatización del sector audiovisual:

“La crisis económica sirve de justificación para que muchos gobiernos de la región subvaloren el sector cultural y reduzcan sus presupuestos, promoviendo simultáneamente una derivación de actividades de la comunicación y la cultura a la iniciativa privada. Esta se reserva los medios que pueden producir utilidades económicas —junto con lo referente a la innovación y a la creatividad rentable– dejando al Estado todo lo relacionado con los museos y el pasado”. (Getino, 1996: 286-287)

Asimismo, la dimensión económica también se conectó estrechamente con la disponibilidad de nuevas tecnologías en comunicación a partir del flujo —sea de forma legal, sea por vía del contrabando– de productos importados, en paralelo al crecimiento exponencial de la TV privada y el cable. Al mismo tiempo, a escala global, hay que considerar el significativo impacto que tuvieron, a comienzos de los 80, los documentos evaluativos de la UNESCO y el llamado “Informe MacBride”, los cuales:

“[…] constituirán […] el fundamento conceptual a la propuesta política y cultural de un Nuevo Orden Informativo Internacional [… que…] recomendaba «la formulación de Políticas Nacionales de Comunicación con el objeto de apoyar sus planes y programas de desarrollo y cambio social, la promoción de capacidades de producción propias para enfrentar la transculturación y facilitar la democratización de las comunicaciones, diversificando los emisores e incentivando la comunicación alternativa y participatoria»”. (Dinamarca, 1990: 85)

Justamente, es en este contexto general que durante los 80 la cooperación internacional suministró —no necesariamente con pericia y coherencia– dinero, capacitación y equipamiento para la producción de videos en el marco de programas diversos que no siempre se articularon de forma orgánica y sostenida con proyectos locales. En esta misma dirección, no hay que soslayar el impulso que distintas oficinas, instituciones y congregaciones de la Iglesia Católica dieron al uso del video en la región, al insertarlo con celeridad entre sus estrategias comunicativas y educativas, y sus iniciativas sociales.

Así, pues, sin legislaciones serias, políticas nacionales integrales, ni consensos entre países del Cono Sur, todo esto significó el aprovechamiento irregular de aparatos, dependencia externa y serias dificultades para luego gestionar el autofinanciamiento, amén de la diversidad e incompatibilidad entre sistemas y formatos, tanto a nivel local como regional.

Ahora bien, en dicho escenario, ¿quiénes usaban aquellas “nuevas tecnologías”? Un elemento en común de los campos audiovisuales tuvo que ver con la llegada de cuadros técnicos y profesionales jóvenes provenientes del ámbito publicitario y de las primeras Escuelas de Cine, aunque también de las incipientes carreras de Comunicación Social y los espacios de participación social ligados a ONG’s con financiamiento internacional. Esta nueva generación de opera primistas, nuevos técnicos y trabajadores del audiovisual —que también diversificaron el campo en materia de género, pues ingresaron muchas mujeres– convivieron —no siempre de modo pacífico– con realizadores y técnicos cinematográficos que volvían del exilio y con otros que habían permanecido en los países de origen, trabajando en su profesión o ejerciendo otras labores por seguridad personal.

De este modo, individualidades, grupos ad hoc y colectivos más o menos organizados de realizadores que ya venían trabajando con el video en sus escenas nacionales, o que se sentían interpelados por el horizonte de la democratización de medios, encontraron en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana de 1987 un espacio propicio de interlocución y reconocimiento para dotar de empuje, consistencia y visibilidad pública a un sueño común. Si bien fue en 1986 cuando oficialmente el Festival cubano abrió la categoría competitiva de video, dando reconocimiento institucional y creativo al medio, es importante destacar que hubo una instancia de debate previa que preparó y contribuyó a esa decisión por parte del Comité Organizador, y que puede considerarse parte de las condiciones de posibilidad de emergencia de la Red.

Esa instancia se materializó en la edición de 1984 del Festival, al desarrollarse el seminario especial “Video, Cultura y Subdesarrollo”, en el que los expertos en comunicación Fátima Fernández (México), Octavio Getino (Argentina), Enrique González Manet (Cuba), Patricio Guzmán (Chile), Michele Mattelart (Francia), Elizabet Safar (Venezuela), Herbet Schiller (Estados Unidos) y Luis Fernando Santoro (Brasil) presentaron una serie de reflexiones en las que la pregunta por la soberanía audiovisual nacional y latinoamericana, y los riesgos de la homogeneización cultural, fueron recurrentes. Estos textos resultaban productivos no solo en y para la inmediatez del Festival, sino para el largo plazo; y eran, además, extensivos a lo ancho del continente. Justamente por eso, para que tuvieran amplia circulación en toda América Latina, la revista Cine Cubano los reprodujo en sus números 112 y 113, transformándose más tarde en un libro gracias al apoyo de la UNAM[1].

Mientras Fátima Fernández problematizó la articulación entre corporaciones multinacionales, nuevas tecnologías y satélites, entendiendo que estos constituían eficaces medios de información financiera, y Schiller alertó respecto del carácter trasnacional del dominio de mega-empresas norteamericanas a través de bases de datos e información (convertida en mercancía), Safar discutió la idea de “neutralidad ideológica” de la tecnología. Ella se preguntaba en cuánto podía contribuir a la democratización de la vida política, social y cultural en el continente, y a la creación de relaciones sociales equitativas y formas de comunicación de carácter recíproco entre grupos y culturas.

Por su parte, González Manet insistió en la estrecha relación que unía el libre mercado neoliberal y el libre flujo informativo. Para él, el control corporativo y “neocolonial” de la información y la comunicación eran parte de nuevas estrategias de dominación imperialista, control a gran escala e inmovilismo social. En ese escenario difícil, cuya hegemonía correspondía al proyecto político norteamericano, donde lo que masivamente circulaban eran valores y culturas del consumo, el desafío era generar condiciones para un nuevo orden de información y comunicación. Para ello, según Octavio Getino:

“[…] la respuesta no consistiría tanto en restringir la difusión del material ingresado […] cuanto en promover la capacidad crítica de la población […] Con lo cual, sin necesidad de otras inversiones que las que resultan del mayor y mejor empleo de nuestros recursos humanos y de nuestra capacidad creativa, estaríamos en condiciones de aprovechar la producción externa, para revertir su sentido, o para tratar de incorporarla, crítica y activamente, a nuestro bagaje cultural”. (Getino, 1985: 30-31)

Asimismo, según alertaba el realizador e investigador argentino, la “alternatividad” de y en la comunicación estaba dada no por el tipo de medios, las metodologías, modos de uso, producción o difusión que se emplearan, sino más bien “[…] por el tipo de proyecto histórico político de desarrollo, del cual ellos forman parte” (Getino, 1985: 34). De este modo, si bien en determinados contextos el video era una tecnología utilizada en clave de mercancía individual, también era posible que fuera un “[…] bien social y un verdadero recurso comunicacional de cada comunidad” (Getino, 1985: 35)[2].

Como se puede notar, la inclusión del video en el Festival estuvo en correlación con ideas y elaboraciones teóricas que ya venían desarrollándose en el campo de las ciencias de la comunicación y los estudios sobre industrias culturales, y que fueron migrando hacia ámbitos de reflexión cinematográfica abonando una visión integral y crítica de las características del complejo audiovisual contemporáneo en América Latina[3].

Con la apertura del espectro de formatos en competencia en la edición 1986 ya puesta en marcha, y con ella el advenimiento indefectible de nuevas cohortes, es útil traer a colación el punto de vista de los realizadores con experiencia y asentadas relaciones con La Habana: por caso, el balance que estableciera el consagrado cineasta boliviano Jorge Sanjinés. En sus palabras se aprecia la percepción de una línea de continuidad entre los directores de ayer —cineastas— y los del presente de los 80 —incluyendo a los nuevos videastas— englobados todos, sin ningún matiz, bajo la rúbrica o sello del Nuevo Cine Latinoamericano:

“[…] se hizo evidente que al video han llegado jóvenes cineastas que por razones de costos de producción no pudieron hacer películas, muchos de los cuales, al sentirse liberados de las obligaciones y condicionamientos económicos del cine, pudieron trabajar con mayor libertad, y también aquellos que ven en ese medio específicas cualidades y tareas, videos para fines comunitarios, para la educación infantil, para la formación sindical, para la denuncia y la concientización o incluso para la experimentación formal del lenguaje de la imagen […] El Nuevo Cine Latinoamericano está probando la maravillosa vitalidad de nuestra cultura y está implementando una poderosa respuesta frente a la agresión alienante, deshumanizadora y despersonalizadora de los productos, en el campo de la comunicación de masas, que las trasnacionales han desatado sobre nuestros pueblos”. (Sanjinés, 1987: 43-44)

Por último, tampoco debemos olvidar que, aunque su fundación es del año anterior, es en el marco de aquel Festival 1986 que se inaugura la sede de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, que comenzará a funcionar en enero de 1987. En este faro de capacitación técnica y formación profesional, y vórtice de encuentros entre jóvenes de distintas nacionalidades del Tercer Mundo —que significaba, por cierto, un paso más en el proceso de institucionalización de Movimiento del Nuevo Cine de los 70, iniciado en 1984 con la creación de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano—, el cine, el video y la TV se entendían como partes constitutivas de una trama audiovisual, otorgándoseles valoración semejante.

Ahora bien, si estas instancias de reflexión entre comunicadores de la región, y decisiones y posicionamientos del Comité de Cineastas de América Latina, pueden leerse como variables intelectuales, materiales y político-institucionales de tipo estructural que favorecieron la promoción del Movimiento —condiciones necesarias pero no suficientes—, es necesario detenerse en las pulsiones y búsquedas que los propios videastas latinoamericanos experimentaron en aquella época y que entraron en potente sincronía.

Según ha estudiado el investigador y entonces videasta Germán Liñero (2010), en septiembre de 1987, en el marco del Festival de Cine de Bahia (Brasil), coincidieron un grupo de videastas que de modo espontáneo e informal decidieron hacer sinergia de esfuerzos e iniciar un proceso de articulación que implicara conocimiento mutuo, colaboración y formación. Hay que tener presente que si bien algunos países como Bolivia o Brasil tenían desde 1984 formas de agrupamiento transversal más o menos orgánicas a nivel nacional —como era el caso del MNCVB (Movimiento del Nuevo Cine y Video Boliviano) o la ABVP (Asociación Brasilera de Video Popular)—, en aquel momento primaban los aislamientos lingüísticos, culturales y geográficos (nacionales y regionales), y para establecer verdaderos diálogos e interpelaciones era necesario rebasar las formas de contacto hasta allí existentes.

¿Cuáles eran esas formas? Por lo general eran mediatizadas: por correspondencia personal postal y boletines/revistas locales e institucionales que circulaban gracias a cinematecas, museos o realizadores viajeros. En menor medida, los contactos eran presenciales, a través de festivales que admitían el formato video (como el de Bahia) o encuentros organizados por entidades de solidaridad internacional, tal como rememoró Germán Liñero:

“Desde mediados de los 80 esas relaciones se estaban construyendo por mediación de, o favorecidas por, las ONG que financiaban las experiencias y los grupos, que a veces se vinculaban a la Iglesia y también a los partidos políticos en el exilio, que funcionaban como «operadores de conexión» entre financista (ONG) y experiencia local […]”. (Entrevista)[4] 

Así, pues, hasta 1987, los espacios de contacto y prácticas de encuentro eran aisladas, débiles, informales y ligadas a iniciativas personales. Pero eso, como evocó Hernán Dinamarca, estaba ya pronto a cambiar:

“Una nueva energía se empieza a desplegar en los 80 […] y se empieza a plantear una articulación en red, autoconsciente de sí misma y generando una suerte de mística, cuando La Habana y los encuentros autoconvocados. Allí se articula de modo más orgánico esta red y se profundizan los vínculos”. (Entrevista)[5]

Según Andrés Vargas (Grupo Proceso, Chile), en el Festival de Bahia coincidieron Luis Fernando Santoro, de la ABVP; Luis Rodríguez, del ICRTV (Instituto Cubano de Radio y Televisión); Hermann Mondaca, de Proceso; y Eduardo Homen, de TV Viva Pernambuco, entre otros, acordando impulsar un evento en Chile y continuar los preparativos durante el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de diciembre (Mondaca Raiteri, 2019: 89). Protagonista de aquella primera reunión, Hermann Mondaca, rememoró:

“Había una riqueza tan grande de experiencias, que no queríamos que eso se perdiera. Reconocíamos prácticas comunes, y el deseo común de aportar a la democratización de las sociedades. Sabíamos que el objetivo del video-home era privatizarse, encerrarse, y nos preguntábamos: ¿hasta qué punto podemos irrumpir en esta red de mercado que tiene por propósito atomizar lo social?”. (Entrevista)[6] 

Bahia significó para ellos un diálogo vivo entre colegas, la experiencia empírica de contacto directo entre proyectos distintos y la conciencia de inquietudes coincidentes. Por eso, con todas las dificultades e interferencias para saber uno del otro, cobra dimensión la siguiente expresión del videasta Esteban Schroeder: “Cada festival era un hito… un hito multiplicador de experiencias […] En aquella época, construíamos verdaderas redes sociales: humanas, concretas, de vínculos interpersonales […]” (entrevista)[7].

Tras su regreso de Brasil, Mondaca inició reuniones con compañeros de Teleanálisis (Augusto Góngora), Ictus (José Manuel Salí) y ECO (Sergio Navarro), en pos de la organización de un encuentro entre pares cuya sede sería el Centro Canelo de Nos, que ofrecería alojamiento y alimentación[8]. Se consiguió financiamiento y, gracias a la entidad alemana Evangelisches Missionswerk, que aportó 5.000 dólares, fue posible la invitación a delegados de Brasil, Perú, Bolivia y Argentina. Además, el evento terminó siendo patrocinado por las embajadas de Argentina, Brasil, Perú y el Consulado de Bolivia (Liñero, 2010; de la Fuente y Guerrero, 2018; Mondaca Raiteri, 2019).

No obstante el impulso esperanzado y prometedor de los jóvenes de los 80, sería errado creer en un escenario carente de conflictos. En efecto, en aquel momento existían ciertas suspicacias, tanto hacia el video como tecnología como entre generaciones. Según Hermann Mondaca:

“Al inicio había mucho prejuicio […] aquella lógica mecánica que decía que la tecnología era un instrumento imperialista y eso era estar trabajando con el enemigo […] Hubo una suerte de resistencia a que las organizaciones y los organismos de DD. HH. asumieran el video […] y también cierta cosa esquemática sobre qué es/debe ser «lo popular» […] pero fue la experiencia viva misma la que fue irrumpiendo”. (Entrevista)

Asimismo, el videasta recordó que existía cierto menosprecio desde los cineastas consagrados hacia los noveles videastas, en una mezcla de incomprensión, recelo y competencia; aunque con el correr de los años esas tensiones “se fueron limando”. Por su parte, el videasta uruguayo Esteban Schroeder evocó que, si bien La Habana y la Generación del 60 constituían una referencia y un ejemplo, y que ciertamente había un disfrute en el encuentro con “los mayores”, también existían distancias y contradicciones, y cada país tenía las propias:

“Nosotros éramos mucho menos que el hermano menor del cine… No existíamos en cierto sentido […] Y eran planos distintos: el de los cineastas y el de los emergentes videastas. No había reconocimiento […] Un poco por cierta aura que se supone que está asumida por todos, el Nuevo Cine Latinoamericano tenía que tener una mirada —podemos decir— fraterna con esta generación que irrumpía allí, pero no era así. Después, con el tiempo, se establecieron algunos puentes y algunas síntesis, por ejemplo, con [Fernando] Birri […] Si Pino [Solanas] le da la espalda al Movimiento [de Video], Octavio [Getino], que además era un teórico, todo lo contrario”. (Entrevista)

Se podría decir, entonces, que, aun con ciertas resistencias iniciales, una combinación multicausal catalizó la formación del Movimiento Latinoamericano de Videastas: (1) un marco retórico y epistemológico global ligado a la democratización de medios, que complejizó la mirada sobre el entramado audiovisual; (2) escenas nacionales heterogéneas pero activas; (3) conciencia de ser parte de un escenario regional común, buscando articulación y trabajo colaborativo a pesar de las distancias y desconocimientos; y (4) una plataforma de acogida e inclusión con visibilidad internacional y peso simbólico como era La Habana.

Ahora bien, ¿quiénes y cómo se organizaron bajo la forma de Movimiento?, ¿bajo qué principios en común?, ¿con qué facilidades y con qué dificultades? ¿Cómo se caracterizó, en su derrotero diacrónico, aquel primer año de trabajos conjuntos?

Erupción y lanzamiento del Movimiento

Apenas unos meses después del Festival de Bahia, en el marco del IX Festival de La Habana, los videastas redactaron una declaración bajo el título “A veinte años de Viña del Mar: por el video y la televisión latinoamericano”. La suscribieron, entre otros, Octavio Getino (Argentina), Alfonso Gumucio Dagron y Alfredo Ovando (Bolivia), Regina Festa y Luis Fernando Santoro (Brasil), Gustavo Castaño (Colombia), Enrique González Manet y Estela Bravo (Cuba), Augusto Góngora (Chile), Ramiro Bustamante y Atilio Hartman (Ecuador), Karen Ranucci (Estados Unidos), Fátima Fernández, Vicente Silva y Federico Weingartghofer (México), Sergio de Castro (Nicaragua), Rafaela de Lourdes y Vielka Váquez (Panamá), Rafael Roncagliolo y Kurt Rosenthal (Perú), y Daniel Touron y Juan José Gutiérrez (Uruguay). Si bien en esta “acta de nacimiento” la voluntad de herencia respecto del Movimiento del Nuevo Cine es evidente —fundamentalmente en lo que refiere a un horizonte ideológico progresista de transformación y justicia social, y a la inspiración estética de un audiovisual audaz y creativo—, cabe pensar también que allí se cifra cierta necesidad de respaldo o prestigio simbólico desde una formación/generación a la otra. Además, en la afirmación de esa filiación se juega un gesto simbólico y político de reconocimiento al país de residencia de muchos exiliados del Movimiento de los 60 y sede física de su fundación: Cuba, que en esa coyuntura operaba como ventana de proyección internacional, y como tal era un país-festival con el que convenía tener buenas relaciones y tramar alianzas.

Sin embargo, amén de continuidades —“[…] la tesitura de liberación de las imágenes […] construir y extender espejos culturales” (Getino, en Dinamarca, 1990: 136)—, también existen discontinuidades, que no solo tienen que ver con los soportes tecnológicos, las dinámicas de producción y exhibición, y los estilos. En efecto, mediando esos “veinte años” la región atravesó la derrota de los proyectos revolucionarios y la brutal violencia represiva y desaparecedora de las dictaduras, con la consecuente interrupción de diálogos y contactos productivos entre distintos agentes del campo cultural; lo que no excluyó, por cierto, la reevaluación/reconsideración de lo actuado y la construcción de nuevas solidaridades —hasta donde fue posible.

Hermann Mondaca recordó: “Nosotros asumíamos como propia la historia del Nuevo Cine Latinoamericano [NCL], pero con críticas, porque eso tenía cierto dirigismo y un manejo desde La Habana con fines propagandísticos […] Lo nuestro no era la Revolución del NCL, ni la dependencia de Cuba, sino la autonomía y la libertad” (entrevista). Pero, además, tal como señaló Schroeder, no todos los videastas tenían presente la trayectoria del NCL: “En algunos hacedores no había conciencia respecto de antecedentes del cine y su función social, ni mucha pretensión en convertirse en cineastas o respetar a «los consagrados»” (entrevista).

Reparemos, por cierto, en que, si solo algunos exiliados pudieron sostener y profundizar sus contactos inter y trasnacionales, para la mayoría de los miembros de los campos audiovisuales —fueran nuevos, o con experiencia— esas posibilidades permanecieron por largo tiempo “congeladas”. Justamente, aunque se refiere a los vínculos chilenos con Cuba, la apreciación de Liñero es iluminadora y extensible a otros países:

“Quienes permanecieron en Chile quedaron un poco huérfanos de esa conexión y en esa orfandad se generaron otras redes; y también esa misma orfandad permitió el surgimiento de experiencias de video. Por eso la relación con el Festival de La Habana se tiene que reconstruir a medida que avanza la década del 80 y a medida que se producen las reconexiones de los cineastas que estaban en Chile y de los que habían salido al exilio y que formaban una suerte de “jet-set” cinematográfico porque eran los tipos que tenían los contactos, que se paseaban por los festivales de afuera… […] y los vínculos también se reconstruyeron a través de los partidos políticos en los cuales ellos militaban.

[…] O sea, el acceso al Festival de La Habana estaba de alguna manera condicionado a adscribirte un poquito a la línea de quien administraba ese acceso [fueran partidos políticos afines a Cuba o cineastas exiliados]. Por tanto, acceder a esos espacios, si bien era necesario, y era deseado [hay que reconocer que], quienes accedían a esos espacios y no eran de las líneas oficiales que quería promover el Festival, llegaban con cierto resguardo […] no sin cierto grado de desconfianza o de cautela”. (Entrevista)

En este punto, cabe señalar que, si entre el respeto y la reserva, los videastas miraban a la generación del 60 —sus antecesores– con “admiración crítica”, hacia adentro del Movimiento del NCL se estaba operando un ejercicio semejante, aunque de signo inverso, respecto del cine clásico industrial. En esta misma época, existían una serie de sentidos en disputa, tanto por el rol del Nuevo Cine, en el presente y el porvenir, como también por el reconocimiento/desconocimiento a la tradición del cine clásico de corte popular. Según Patricia Aufderheide, cierta dispersión en lo que había sido una relación cercana con una audiencia politizada, y la institucionalización del Movimiento del Nuevo Cine como un paso necesario para generar continuidades y legados, fueron algunos de los temas centrales discutidos en el marco del seminario de 1987 en el mismo Festival de La Habana que venimos revisando: allí se habría suscitado una preocupada reflexión por el curso del Nuevo Cine y su historicidad. Esto es:

“The need to rethink the basic terms that define New Latin American Cinema —or perhaps even to pronounce it dead and get on with something not quite yet imagined— was a theme of the annual seminar held during the Festival of New Latin American Cinema in Havana in 1987 and in the following years”. (Aufderheide, 1990: 62)

Si bien el privilegio de una retórica de nacionalismo cultural era una constante en la caracterización del perfil del NCL, se percibía una suerte de crisis de misión en el marco de un nuevo contexto “post-militante”, sin discernir ni consensuar, aún, responsabilidades y competencias al respecto:

“The 1987 seminar was a grim memorial service for an epoch, although both debate and speechmaking clearly demonstrated that the fundamental rhetoric of cultural nationalism had not been abandoned. Instead, speakers argued one way or another, it was necessary to translate that same ideology into new modes of expression and transmission”. (Aufderheide, 1990: 70)

De hecho, y esto no es menor, en 1989, lejos del simplismo dicotómico, el seminario del Festival examinará con cuidado e incluso celebrará la tradición del cine clásico describiéndolo como una expresión quizás no tan articulada, pero no menos auténtica, de autonomía y nacionalismo cultural.

En suma, como puede notarse se trata de un contexto en ebullición donde nuevas y “viejas” generaciones de jóvenes están pensando crítica y —hasta donde pueden— autocríticamente sus opciones, tradiciones, genealogías y narrativas de identidad colectivas. Ahora bien, en ese marco, ¿qué características tuvo el documento “A veinte años…”?

Fue preparado y firmado por casi 20 videastas que trabajaban de forma independiente y en instituciones, organizaciones sociales, ONG’s, productoras y grupos diversos y, por lo dicho en párrafos anteriores, es probable que el objetivo haya sido sentar las bases programáticas de una identidad como colectivo, dando visibilidad pública a su lugar específico en el complejo audiovisual. Una identidad que se caracterizaba por el respeto de su heterogeneidad constitutiva y la vocación de aportar a los procesos de democratización que estaban teniendo lugar en la región. Democratización política y socio-comunicacional, con la posibilidad de que los propios sectores populares que en el 67 eran sujetos de representación (y de la Revolución), en el 87 se convirtieran en agentes creativos a partir de la utilización horizontal y participante de las nuevas tecnologías —quizás la “deuda” pendiente de los cineastas de intervención política dos décadas atrás. La declaración afirmaba:

“[…] es a través del video y de sus modos de uso a cargo de organizaciones no gubernamentales de carácter social, comunitario, sindical, cooperativo, político, cultural o religioso, donde se advierte una mayor tentativa de utilización democrática y participatoria de la comunicación audiovisual […] El video se suma así a las mejores tentativas del cine y la televisión latinoamericana, ampliando y enriqueciendo la comunicación y la cultura de nuestros países; posibilita además cambios cualitativos, como los de su empleo por sectores sociales marginados hasta ahora de los medios audiovisuales dominantes. Esta situación […] podría contribuir tanto por sus contenidos e información como por sus formas de tratamiento y de lenguaje a mejorar los modos de uso democráticos de la televisión y el cine”. (Declaración de La Habana 1987, en Getino, 1990: 67)

Lo entrevisto en conversaciones informales en Bahia, se ratificó en Cuba. Para los videastas, estaba claro que: (1) las prácticas requerían de un apuntalamiento reflexivo y de investigación; (2) no era menos significativa la necesidad de aumentar el flujo de formación e información para y entre las experiencias nacionales, con la subsiguiente mayor circulación de videos; (3) era preciso no aislar la actividad videográfica del resto de los medios audiovisuales (TV y cine) y de la comunicación popular (radio e impresos), sino recrear sus interrelaciones y convergencias; y (4) resultaba clave, en términos estratégicos, forjar pactos de cooperación —incluyendo a organismos de financiamiento internacional. Por ello, en pos de encarar estos propósitos, en 1988 el Movimiento concretará tres seminarios de formación y dos encuentros que combinarían el visionado y el debate de materiales, con la posibilidad de reflexionar más o menos conceptual y metodológicamente sobre potencias, limitaciones y desafíos del video.

El entusiasmo de Santiago. A poco de comenzar el año, en marzo de 1988, la ciudad de Montevideo fue el espacio para el Seminario “El Video en la Comunicación Popular”, en el cual participaron representantes de distintas experiencias de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Perú y Uruguay, a fin de pensar las articulaciones entre tecnologías de la imagen, organizaciones de base y autorrepresentación, triangulación que será una preocupación recurrente en buena parte de las instancias de reunión del Movimiento[9]. Tras el Seminario, el IPAL (Instituto para América Latina) publicó un libro recogiendo buena parte de las reflexiones e intervenciones de los participantes titulado El video en la educación popular. Según la editora del volumen y asistente al Seminario Paloma Valdeavellano, del CIDIA-Perú (Centro de Información y Desarrollo Internacional de Autogestión),

“Este libro —y el Seminario— ayudó a ver el potencial del video […] Yo decía allí que la cámara se alimentaba de los acontecimientos que registraba y que cuando se difundían las imágenes se liberaba una fuerza que permitía el reconocimiento y la discusión de problemas. Era apoderarse de esa tecnología y empoderarse para comunicarnos mejor, para entender mejor nuestra realidad y transformarla”. (Entrevista).[10]

Apenas unas semanas más tarde, en abril, tuvo lugar el evento de aglutinación específico y transversal entre videastas: el Primer Encuentro Latinoamericano de Video. Recordemos que Chile vivía aún bajo el régimen pinochetista y que hacer una reunión de estas características comportaba riesgo y compromiso: “Frente a un país de utilería, un país falso, maquillado, el video consigue instalar otra realidad […] uno estaba arriesgándose, jugándose por una mística común yendo a Santiago”, evocó Valdeavellano (entrevista). Según investigaron Alejandro de la Fuente y Claudio Guerrero (2018), las actividades del Encuentro tuvieron una buena cobertura en gran parte de los medios de prensa alternativos o de oposición a la dictadura en Santiago —revistas Apsi, Análisis, Mensaje y el diario La Época—, y es que, de algún modo, la realización misma del evento y los apoyos conseguidos eran signos de abierto disenso colectivo frente al orden represivo.

En efecto, el eje-matriz de la reunión tuvo que ver con la afirmación del video como soporte legítimo para el trabajo audiovisual y socio-cultural, en el marco de las agendas transicionales y democráticas, en tensión, disputa y antagonismo con los usos trasnacionales y privatizados de la tecnología.

La dinámica de trabajo implicó el visionado de materiales de los países participantes en una muestra permanente que fue abierta al público e incluyó un espacio de foro. Pudieron exhibirse producciones de Argentina (Centro de Comunicación y Desarrollo Alternativo, de Buenos Aires); Bolivia (QHANA, de La Paz, y CCJW, de Cochabamba); Brasil (Centro de Criação de Imagem Popular, de Rio de Janeiro, TV Viva, de Pernambuco, y TV dos Trabalhadores y la ABVP, de São Paulo); Ecuador (CEDIS-CEDEP); Perú (Centro de Servicios de Pedagogía Audiovisual para la Capacitación e IPAL, de Lima); y Uruguay (CEMA e Imágenes, de Montevideo). Por lo general, los trabajos tendían hacia la línea del “video-proceso”, es decir, materiales estrechamente ligados a procesos socio-políticos y culturales en curso, elaborados de forma más o menos colectiva (de la Fuente y Guerrero, 2018).

El Encuentro culminó con la elaboración de un documento común, el “Manifiesto de Santiago”, que suscribieron más de 90 participantes, de los cuales 21 no eran chilenos, lo que ya delata la complejidad del tema de la “representatividad” del Movimiento (“latinoamericano”) y sus delegaciones (nacionales). Ocho venían de Argentina —entre los cuales estaba Octavio Getino, figura bisagra o correa de transmisión entre la generación del 68 y la del 88—, cinco viajaron desde Bolivia, tres lo habían hecho desde Brasil, tres de Perú, y dos de Uruguay. La inmensa mayoría, obviamente, eran chilenos (los 73 restantes).

Muy probablemente, las reuniones previas en Bahia y en La Habana, más el espacio de formación y reconocimiento mutuo en Montevideo un mes antes, hayan sido las instancias que allanaron el camino del consenso para la formulación del Manifiesto. Así, este texto constituye una primera síntesis de discusión entre instituciones, grupos y agentes diversos que, sin embargo, de base se reconocían herederos del Movimiento del NCL por su visión tercermundista: ellos recogían y rescataban la memoria histórica del y desde el terreno audiovisual, pero anclados en su presente democrático y/o transicional. Por eso el documento tiene la forma de pronunciamiento y, a la vez, de diagnóstico respecto de la situación del video en América Latina.

Sin desmerecer los desarrollos locales, se parte de la conciencia del carácter incipiente del fenómeno —más que de realidades alcanzadas, de lo que se trata es de trazar metas y desafíos—. Un fenómeno —lo saben bien, tal como señalaron los ponentes del seminario 84 en Cuba— cuya emergencia tiene lugar en un complejo trasnacional de carácter científico, tecnológico, económico y social asociado a modelos neoliberales en plena implementación. No obstante, estos actores tienen confianza en la potencia del medio por su “uso liberador” en manos de colectivos populares. Ese uso —activado en territorios localizados y con necesidades específicas— estaba inspirado en una sensibilidad epocal común: la democrática-antiautoritaria, que aglutinaba individuos y colectivos, y daba sentido a prácticas y proyectos.

A lo largo del texto se insiste en que los sujetos de interpelación privilegiados del video latinoamericano son los grupos de organización popular: de ahí que sea prioritario construir

“[…] auténticos procesos de comunicación en interlocución creciente […] Si bien las producciones de video son marginales en relación a la industria cultural, se ubican en el centro de las dinámicas de transformación de nuestras sociedades. Desde allí ellas intentan contribuir a potenciar el protagonismo del movimiento social en los procesos de democratización”. (Manifiesto de Santiago, 64)

Por eso es que, al menos en este primer posicionamiento, no habría mayor legitimidad de lo profesional por sobre lo artesanal: el horizonte era el de la transferencia de saberes y medios, y la consecuente multiplicación de discursos.

Uno de los elementos más interesantes del Manifiesto, que a su vez puede ser visto como una respuesta respecto de algunas propuestas militantes de los 60, donde se privilegiaba un abordaje analítico racional de los fenómenos, es la tesitura que adquiere la correlación entre búsquedas estéticas, funcionalidad del audiovisual e interlocutor modelo. El Movimiento ambiciona en ese momento una síntesis compleja que se funde, primero, en la capacidad de interpelar “[…] evitando formalizaciones carentes de sentido comunicativo”; y segundo, que esa propuesta sea integral al involucrar diferentes dimensiones que hacen a la experiencia humana —“lo racional y lo emocional; la reflexión y la entretención; lo analítico y lo recreativo; lo local y lo global; lo individual y lo colectivo; la información y la poesía” (Manifiesto de Santiago, 65). Los videastas entienden que solo así el audiovisual podría:

“[…] contribuir al desarrollo de una conciencia crítica que se exprese en una acción transformadora de la realidad en todos los planos […] Así la lucha por organizarse en la defensa de los derechos no aparecen como excluyentes [sic] de los desafíos cotidianos en el terreno de la comunidad local, las relaciones humanas, los sentimientos, la diversión, etc. Estos distintos aspectos forman parte de la vida de las personas y el video, y su producción, en vez de parcelar o no reconocer esta pluralidad, busca integrarlos evitando estereotipos que finalmente no interpretan las personas reales y concretas o suponen concepciones muy rígidas de ella”. (Manifiesto de Santiago, 67)

Ahora bien, si estos son los sentidos y el horizonte que organiza —en este primer mojón discursivo— la identidad del Movimiento, ¿qué se enuncia respecto de la forma específica de gestión interna? En términos operativos, se destacan dos cuestiones: la primera tiene que ver con un llamamiento a la incorporación de productores de cine en las instancias de encuentro, sin excluir sus posibles aportes y colaboraciones estratégicas; la segunda, plantea como ideal lograr “[…] un adecuado equilibrio entre, por una parte, la coordinación que caracteriza a un movimiento y, por otra, la horizontalidad y flexibilidad que debe animar la constitución de una fluida y permanente red de intercambios bilaterales y multilaterales” (Manifiesto de Santiago, 68). Esto es, construir una delicada y compleja articulación de consensos hacia orientaciones comunes con la libertad de los disensos, las autonomías e independencias, un desafío complejo que los videastas buscarán encarar en 1989.

Mirar y pensar la imagen. Con el entusiasmo producido en el Encuentro de Santiago, los videastas redoblaron esfuerzos de gestión y alternaron con otras dos instancias de formación e intercambio de saberes. La primera fue en San José de Costa Rica, entre el 29 de agosto y el 2 de septiembre, en el Seminario “Video, comunicación popular e intercambio tecnológico”, convocado por el Centro Internazionale Crocevia (Roma), el IPAL, la Universidad para la Paz y el Centro de Capacitación y Desarrollo (San José)[11]. A algunos de los países miembro que habían ido a Santiago se incorporaron —probablemente por cercanía geográfica— las delegaciones de Guatemala, México, Nicaragua y Panamá; y a ellas se sumaron presencias internacionales: Filisberto Tinga, director del Gabinete de Comunicación Social de Mozambique; Philippe Sawadogo, director de FESPACO; y siete integrantes de organizaciones académicas y no-gubernamentales de Italia[12]. En este caso, entre los 64 participantes, fueron dos los representantes argentinos (Getino y Hugo Rey, del CECODAL, ambos presentes en Santiago); un boliviano (Alfredo Roca por Walparrimachi, presente en Montevideo); ocho de Brasil (entre ellos, Santoro, de la TV Viva, presente en Santiago, al igual que un representante del CECIP); dos de Chile (Mondaca y Góngora, de Proceso y Teleanálisis, organizadores del encuentro chileno); cuatro de México; tres de Nicaragua; uno de Burkina Faso; siete de Italia; y uno de Mozambique. El resto eran referentes locales.

El diseño del seminario consistió en paneles de ponencias de especialistas, a un lado y otro del Atlántico —instancias de sistematización conceptual—, y comisiones de trabajo —interinstitucionales e internacionales. Dallas Smythe priorizó el análisis socio-económico de las tecnologías a nivel global y su impacto en la soberanía de los países del Tercer Mundo, considerando la necesidad de una red de organizaciones sociales democráticas y descentralizadas; mientras que Rafael Roncagliolo ancló su disquisición en las particularidades de la incorporación de nuevas tecnologías en la industria cultural y sistemas de comunicación de América Latina, caracterizados por la privatización, sobreconcentración, financiamiento publicitario y trasnacionalización de contenidos. Según él, una política de democratización de las comunicaciones cubriría “[…] dos aspectos unidos entre sí: defensa de las identidades culturales (dimensión internacional), e incremento de los niveles de acceso y participación (dimensión nacional) [y segundo] […] expansión en la cobertura de los medios y a la injerencia de las organizaciones sociales en la producción y emisión de mensajes” (Roncagliolo, 1989: 47).

Ivano Cipriano, Antonio Onorati y Giuseppe Richeri abordaron autocríticamente el fenómeno de las coproducciones, cooperación y financiamientos desde entidades europeas (laicas y religiosas) hacia realizadores y organizaciones latinoamericanas advirtiendo potencias, tensiones, inequidades e inconsistencias. Desde el lugar de los “organismos de solidaridad”, Onorati —presidente del Centro Internazionale Crocevia— tocaba un punto sensible de las “demandas” de los videastas —la formación—, al recomendar, no sin cierto desliz paternalista:

“Tenemos que saber a quiénes formar, porque una parte importante de los cuadros que formamos terminan en cualquier lado, haciendo otras cosas y los mejores (en el sentido político social, técnico y profesional), quedan frecuentemente fuera de este proceso. La formación tiene un valor comercial, el «know how», el saber, el conocimiento construye conocimiento y tenemos que pensar cómo convertirlo en capacidad de autofinanciamiento […] la formación para la comunicación es sutilmente una relación política. Tenemos que organizar operaciones formativas que tengan impacto, no solamente sobre las realidades sociales, sino también sobre el imaginario de cada uno, sobre el corazón de cada uno”. (Onorati, 1989: 78)

Por último, las ponencias de Manuel Calvelo, Augusto Góngora y Octavio Getino se explayaron en las distinciones de usos y potencialidades entre la TV y el video, advirtiendo que este último restituiría aquello atomizado, revelando nuevas imágenes de los países “invisibles” por la dictadura o el neoliberalismo, multiplicando el derecho legítimo a la producción de sentido y siendo conciencia crítica de la TV en democracia.

Si a la postre estos textos fungieron como insumos conceptuales y alertas político-metodológicas, los informes finales de cada comisión de trabajo no fueron menos productivos al presentar —a partir de análisis “en territorio”— diagnósticos y propuestas sobre producción y circulación, desarrollo y apropiación tecnológica, y formación y capacitación profesional[13]. En un ejercicio autocrítico agudo, quienes se reunieron en la primera comisión establecieron que las producciones tendían “[…] al paternalismo, falta de objetividad en los mensajes y poca participación de la población organizada en la difusión y circulación”, y prescribieron que la ayuda internacional generaba “[…] un uso indiscriminado de infraestructura, una distribución gratuita y paternalista de programas de video y una desconsideración frente a las posibilidades de autofinanciación de las realizaciones” (Declaración de San José, 231).

Nótese, además, que si tempranamente los videastas eran conscientes de la urgencia de un marco legal que favoreciera la adopción de nuevas tecnologías y protegiera los derechos de autor, aún debían lidiar con suspicacias refractarias hacia el video por parte de sectores del progresismo y la izquierda, lo que desviaba energías y desgastaba. En efecto, la comisión de desarrollo y apropiación tecnológica advirtió: “Es evidente que en el debate sobre las nuevas tecnologías y concretamente con el video, aún subsisten posiciones políticas y partidarias que se resisten a incorporar en su discurso el tema tecnológico y niegan la importancia del video en los procesos de educación, comunicación y cambio social” (Declaración de San José, 234).

Por último, no es menor el hecho de que, en pos de la circulación de información, socialización del conocimiento, y colectivización de ciertos diagnósticos y un vocabulario en formación, las instituciones que organizaron el seminario hayan decidido compilar en un libro tanto las ponencias presentadas como los diagnósticos nacionales, las presentaciones institucionales y los documentos comunes (Gutiérrez, 1989).

Este espacio, que permitió el contacto y eventual conexión entre experiencias lejanas y contrastantes, así como el intercambio de aprendizajes muy heterogéneos entre productores, realizadores, investigadores y comunicadores populares de tres continentes, se selló, como en La Habana y Santiago, con la firma de un documento común: la “Declaración de San José”. Allí, amén de acordar la importancia de la capacitación profesional en promotores y educadores populares, quedó clara la preocupación por el autosostenimiento (material e ideológico) de proyectos, en el marco de contextos de crisis y dependencia tecnológica, insistiendo en “[…] la necesidad de realización de co-producciones, bilaterales y multilaterales, con criterios de rentabilidad socio-culturales y con perspectiva de autofinanciamiento […] y propiciar co-producciones de video que faciliten el intercambio entre América Latina y los movimientos populares de otras partes del mundo, especialmente África” (Declaración de San José, 228-229).

Dos meses después, en Quito, se desarrolló un seminario más pequeño numéricamente, “Experiencias de Video en América Latina”, en el que participaron 30 representantes de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Perú, Uruguay y Venezuela, los cuales volvieron a firmar un “Documento final”. Allí destacaron que, aunque era visible la existencia de un movimiento de video, había que reconocer que no estaba organizado de forma definitiva. Es posible inferir, entonces, que el problema de la forma orgánica del Movimiento se instaló en la agenda en esta reunión, apuntando a convertirse en tema prioritario para el segundo encuentro autoconvocado.

Dos novedades del documento a destacar son la propuesta de fomentar la creación en las nuevas generaciones mediante concursos —algo que, por ejemplo, había sucedido en Bolivia—; y, luego, detectar que podía ser fructífero contar con una consultoría técnica permanente e itinerante que no solo recogiera la información de cada país, sino que asesorara y orientara a los realizadores. Casi en el final del texto se lee una recomendación en la que se desliza cierta crítica a la organización interna y, por qué no pensarlo, a la aparición de algunas pujas de poder. Allí se exhorta a: “Promover a nivel local, nacional, regional e internacional que se respeten y publiquen los documentos elaborados en los diversos encuentros y que los participantes de estos eventos divulguen dichos resultados” (Documento final, 29).

El último espacio de reunión de aquel flamante 1988 fue en diciembre, durante el X Festival de La Habana, en cuyo marco los videastas elaboraron —como en cada ocasión— un texto común: la Segunda Declaración de La Habana, “Video Latinoamericano: Avances y Desafíos”. Allí se ponderaba que las diversas instancias de intercambio realizadas en el año efectivamente habían fortalecido la convergencia continental del Movimiento; aunque también se admitía, como en Quito, la fragilidad en la coordinación y organización a nivel macro: “(…) Se reconoce que se iniciaron esfuerzos por crear o consolidar las organizaciones nacionales que representan a los realizadores comprometidos con la realidad, pero que este objetivo, aún no responde a las necesidades de concertación, unidad y apoyo que demanda la dinámica del movimiento latinoamericano de video” (Segunda Declaración, 42-43; subrayado nuestro). En efecto, el reto prioritario que se perfilaba de cara a 1989 era conseguir una mayor consistencia en términos de estructura global (institucionalización y representatividad de cada país miembro), sin por ello renunciar al dinamismo característico del Movimiento. Es posible sospechar que, como medida orientadora, se habría decidido evitar la proliferación de eventos que reiterativamente abordasen los mismos temas, acordando realizar solo dos al año para concentrar esfuerzos y recursos: así, en 1989 solo se harían dos reuniones, una autoconvocada en Cochabamba, Bolivia (sede rotativa), y otra en La Habana (Gumucio Dagron, 1989).

Ahora bien, dentro del desafío macro de dar solidez estructural al Movimiento Latinoamericano, estaba implícita la discriminación y cualificación de esas dos instancias de trabajo y organización colectiva. Germán Liñero destacó que, justamente, aquello que generaría desgastes al interior de la Red, fue la colisión entre distintas percepciones sobre el lugar de Cuba como ámbito de referencia. Esto es, “[…] la decisión de algunos miembros de permanecer autónomos de la influencia cubana (la que históricamente había conducido los destinos y sellado el perfil del ya extinto Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano)” (Liñero, 2010: 118). En este sentido, vale recordar tanto las percepciones que los videastas tenían de la generación del 60 como la “recomendación” que figuraba casi al final del documento de Quito: al parecer, no eran pocos los jóvenes que se resistían a una tutela por parte de los cineastas, consagrados o de Cuba, que modificara lineamientos y proyecciones del Movimiento Latinoamericano de Video. Por eso es que el carácter explícitamente “autoconvocado” y su jerarquización eran tan importantes: porque frente a lo que La Habana “esperaba” o tenía interés en mostrar y fomentar en su Festival, ayudaba a subrayar la autonomía y a garantizar la diversidad.

También, hay que señalarlo, el espacio que el Festival cubano dio al video era aún embrionario y periférico respecto del gran escenario de circulación y exhibición dedicado al 35 mm, y era menor la cantidad de personas que elegían ver video en vez de fílmico. Lo cierto es que si bien en el documento común de diciembre de 1988 el Festival de La Habana se definía como un espacio “[…] para la evaluación de las actividades del video en el año saliente y preparación de las tareas del año entrante”, en lo que se podría pensar como una instancia embrague, de mediación y gestión de recursos entre Encuentros, también se recomendaba que, rumbo a Cochabamba 89, cada país elaborase “[…] un informe sobre […] el nivel de relación con el Comité de Cineastas de Latinoamérica, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Televisión de Servicio Público” (Segunda Declaración, 44; subrayado nuestro). Esto es, un diagnóstico que permitiera estimar perfiles, pero en función de un centro “rector” matriz supervisor: La Habana y el Movimiento del NCL.

Corolarios del primer año del Movimiento Latinoamericano de Video

No obstante las incipientes tensiones enunciadas, el “balance 1988” para el Movimiento es altamente positivo: a un año de su fundación, se concretaron tres espacios de formación y se sostuvo un encuentro autoconvocado específico, sin perder un lugar propio en un marco de visibilidad e interlocución más amplio. Los videastas supieron crecer numéricamente y en diversidad de países intervinientes en sus actividades; consiguieron organizar instancias de intercambio en distintos puntos del continente con el esfuerzo logístico y los magros recursos disponibles que comporta semejante extensión territorial (de Montevideo a San José de Costa Rica); y planearon un segundo encuentro para darle continuidad a las tareas y desafíos proyectados. Todo ello sin olvidar el progresivo enriquecimiento de un lenguaje, código y/o narrativa identitaria compartida, a partir de la elaboración de pronunciamientos conjuntos. Paradójicamente, si La Habana funcionó cual plataforma estratégica de aparición, dinamizando la sinergia de voluntades, no fue menos cierto que, desde el principio, también operó como elemento de fragilización interna al Movimiento.

Al Encuentro de Santiago le seguirán Cochabamba 1989, Montevideo 1990, Rio de Janeiro 1991, y Cuzco 1992. En cada uno de ellos, el Movimiento reafirmó su aspiración matriz, señalada en 1987 en Cuba: aun con contradicciones y dificultades, re-entramar un continente que las dictaduras habían desmembrado, desarticulado y arrasado, tanto en ideales como en personas e historias grupales. Sin embargo, aunque la faz político-represiva del enemigo dictatorial fue licuándose, su nervio económico resultó persistente y, a la postre, victorioso, con la implementación intensiva del neoliberalismo en toda América Latina, factor nada menor para el debilitamiento y dispersión del Movimiento durante el primer lustro de los 90, atravesado por la confusión, la desilusión y, posteriormente, la resignación.

Y pese a todo, sin soslayar sus limitaciones, el Movimiento Latinoamericano de Video logró sustanciar un hondo compromiso y sinergia interpersonal, interinstitucional, interregional e intergeneracional, tanto de carácter productivo como humano. Desde el Río Bravo hacia el sur, emergieron cientos de experiencias de corta, media y larga duración que multiplicaron voces y miradas para el audiovisual latinoamericano que fueron inspiradoras de otras iniciativas; se esforzaron por rebasar la afinidad para pasar al pensamiento y la acción conjuntas, y legaron una herencia activa en el presente: solidaridad continental, socialización de aprendizajes y acción molecular como formas de intervención en la esfera pública.

Referencias bibliográficas

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MONDACA RAITERI, Hermann (2019). Historia del Movimiento de Video Alternativo en Chile en el período 1980 a 1990 y su relación con los Medios de Comunicación. (Material inédito cedido gentilmente por el autor en la fecha indicada.)

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Documentos colectivos

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Documento final: Seminario Experiencias de Video en América Latina. Revista Imagen, 5, 1988-1989, 28-29.

Segunda Declaración de La Habana. “Video Latinoamericano: Avances y Desafíos”. Revista Imagen, 6, 1989, 42-44.


[1]Notas

 En el 112 se transcribieron las ponencias de Fernández, González Manet, Safar y Schiller; y en el 113 las de Getino, Guzmán y Santoro. El libro fue Video, cultura nacional y subdesarrollo - Ponencias presentadas en el VI Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana. Diciembre de 1984. México, UNAM.

[2] Santoro y Guzmán, por su lado, describieron y analizaron propuestas en curso de uso del video en articulación con movimientos sociales y contestatarios al poder hegemónico en Brasil y Chile.

[3] Recordando los nombres de Antonio Pascuali, Luis Ramiro Beltrán, Octavio Getino, Aníbal Ford y Heriberto Muraro, el teórico y referente peruano Rafael Roncagliolo evocó: “En la base de nuestras discusiones teóricas y los análisis de impacto de las nuevas tecnologías, estaba la pregunta sobre cómo podíamos seguir con el impulso para democratizar las comunicaciones, donde «democratizar» era un término que venía del Informe MacBride y que nosotros como latinoamericanos habíamos impulsado” (entrevista). Los representantes latinoamericanos de la Comisión MacBride fueron Gabriel García Márquez y Juan Somavía, quienes recibieron asesoría de Roncagliolo y Fernando Reyes Mata, respectivamente.

[4] Germán Liñero es chileno, estudió tecnologías del sonido, se involucró en la actividad política y se interesó por el cine. A fines de los 70, fue expulsado de la universidad y consiguió una beca para estudiar en Francia, donde se formó en dirección de fotografía y cámara, volviendo a Chile en 1985, cuando comenzó a trabajar en publicidad, documentales y experiencias videográficas diversas del Movimiento Alternativo chileno.

[5] Hernán Dinamarca es chileno, estudió Historia y Comunicación en la Universidad de Chile, y durante los 80 fue un militante activo contra la dictadura, trabajó en prensa escrita y tuvo que exiliarse en Uruguay por razones políticas. Entre 1987 y 1990, fue parte del Centro de Medios Audiovisuales (CEMA), cuando entró en contacto con el video y trabajó junto a Esteban Schroeder. Junto a él, fue co-organizador del III Encuentro Latinoamericano de Video en Montevideo, en 1990.

[6] Hermann Mondaca es chileno, fue presidente de la Unidad Popular en Arica con solo 21 años, motivo por el cual, tras el golpe de Estado, tuvo que exiliarse. Retornó a su país en 1975 y a comienzos de los 80 retomó su formación en estudios de comunicación en FLACSO. Formó el Primer Taller de Comunicación Alternativa en el Centro de Estudios Económicos y Sociales Vector, y allí, en 1982, creó el Grupo de Experiencias Piloto en Video, desempeñándose luego como director del Grupo Proceso.

[7] Esteban Schroeder es uruguayo. Sus estudios universitarios en Historia se interrumpieron por su actividad política y antecedentes familiares. Llegó al video por su interés en la imagen, habiendo hecho exploraciones en fotografía de modo autodidacta, mientras hacía trabajo social con organizaciones de base. Viajó a Chile a comienzos de los 80, donde tomó contacto con el video alternativo. Ya en su país, en los primeros 80, formó CEMA, una cooperativa de trabajo audiovisual que, vinculada a distintas organizaciones, inició sus labores en el diapomontaje y luego pudo convertirse en productora de video, llegando a generar material para la televisión.

[8] El Canelo de Nos fue una ONG opositora a la dictadura en cuyo espacio físico tenían lugar eventos culturales y sociales de carácter democratizador.

[9] Téngase en cuenta la importante gravitación que el pensamiento de Paulo Freire tenía en ese momento en América Latina como lente teórico-práctica, pedagógica, ética y política.

[10] Paloma Valdeavellano es peruana, militante de DD. HH. y socióloga. Trabajó apoyando experiencias autogestivas de video en diversos contextos y con distintas poblaciones. Fue capacitadora de educadores populares y se relacionó con el teatro social y político.

[11] Crocevia y el IPAL serían entidades claves para la concreción de eventos del Movimiento en los años venideros. La primera fue una ONG, fundada en 1958, comprometida con el apoyo a organizaciones, entidades y grupos dedicados al desarrollo rural, la formación profesional, la educación y la comunicación social, tanto en América Latina como en Asia y África. El IPAL era un instituto de investigación formado por exiliados que habían coincidido en México en el ILET (Instituto Latinoamericano de Estudios Trasnacionales). En su diseño original tenía tres centros: uno sobre estudios de economía (en Montevideo); otro sobre estudios políticos (en Santiago) y un tercero sobre estudios en comunicación (en Lima). Una de las iniciativas más importantes del IPAL-Lima fue el proyecto VideoRed, dirigido por el sociólogo y periodista peruano Rafael Roncagliolo, quien también dirigía la entidad. VideoRed procuraba servir al intercambio entre proyectos y programas culturales, sociales y educativos ligados a las comunicaciones y el video en Perú y el resto de América Latina, trazando redes de conexión con otros países del Tercer Mundo. Además, facilitaba cursos para mejorar la calidad de producción de video, proporcionaba servicios de copiado y transferencia en distintos formatos, mantenía una videoteca, una base de datos, un reservorio de documentación y bibliografía, y sostenía una revista. La tercera entidad de financiamiento internacional importante fue la canadiense Video Tiers Monde, ONG creada en 1985, centrada en el apoyo a organismos y grupos del Tercer Mundo que utilizaran el video de forma independiente y con propósitos ligados a la educación popular y la información alternativa. Proporcionaba capacitación, asesoramiento en materia de compra e instalación de equipos; participaba y fomentaba redes de intercambio y distribución sur-sur y sur-norte; y contribuía a la circulación de materiales al traducir al inglés y francés los videos realizados en América Latina.

[12] Para ver la nómina completa de los participantes con sus respectivas pertenencias institucionales, ver Gutiérrez (1989).

[13] Nótese que esta modalidad de organizarse en comisiones de trabajo ad hoc se instala a partir de entonces en cada encuentro autoconvocado, a fin de optimizar la labor conjunta entre videastas.