Historiografías de la romanización: el caso de Italia
[Historiographies of Romanisation: The Case of Italy]
Federico Santangelo
(Newcastle University)
federico.santangelo@ncl.ac.uk
Resumen
Este artículo analiza algunos aspectos de la historiografía moderna sobre la romanización de Italia, siguiendo un enfoque temático centrado en tres aspectos: el estudio de las antigüedades itálicas en la Italia preunitaria, el debate sobre la historia itálica en la decada de 1920, y la reflexión sobre la relación entre la historia itálica y la italiana.
Palabras Clave: Romanización; Italia Romana; Pueblos Itálicos; Historia de Italia; Unificación de Italia; Giuseppe Micali; Ulrich von Wilamowitz; Giuseppe Galasso
Abstract
This article analyses some aspects of modern historiography on the Romanisation of Italy, following a thematic approach centred on three aspects: the study of Italic antiquities in pre-Unitarian Italy, the debate on Italic history in the 1920s, and reflection on the relationship between Italic and Italian history.
Keywords:Romanisation; Roman Italy; Italic Peoples; Italian History; Italian Unification; Giuseppe Micali; Ulrich von Wilamowitz; Giuseppe Galasso
Recibido: 15/02/2023
Evaluación: 05/04/2023
Aceptado: 12/05/2023
Historiografías de la romanización: el caso de Italia
Plantear el problema de la romanización de Italia es abordar cuestiones fundamentales de la historia italiana: la relación entre centro y periferia y el equilibrio entre unidad y pluralismo. El tema adquiere entonces otros niveles de significado: desde el punto de vista de la historia antigua, la comparabilidad entre el contexto itálico y el de las provincias del Imperio Romano; y, desde el punto de vista del debate historiográfico más general, los propios términos de la historia de Italia. Como es sabido, el tema ha provocado un amplio y complejo debate historiográfico: las discusiones más serias sobre el tema lo han tratado de diversas maneras. Toda la obra de Emilio Gabba sobre la Italia romana pasa por un estrecho enfrentamiento con la historiografía moderna sobre el tema (ver esp. Gabba, 1994). El libro de Henrik Mouritsen, publicado hace un cuarto de siglo (1998), fundó una nueva y radical interpretación de las intenciones de los aliados itálicos en la guerra social sobre un examen cercano, y en muchos aspectos antagónico, de las tendencias imperantes en el debate moderno. Mommsen desempeña en ese debate un papel fundador y central. Incluso la reciente monografía de Nicola Terrenato sobre la expansión romana en Italia, que propone una lectura totalmente diferente y una periodización mucho más amplia, se abre con un sólido marco sobre la historiografía del imperialismo romano, desde Juan de Salisbury hasta Paul Veyne (Terrenato, 2019, pp. 1-29). Por último, Fernando Wulff Alonso (2021) ofreció una discusión muy comprometida, que combina el análisis del tema de la identidad y la pertenencia en la Italia helenística con un amplio marco historiográfico, desde Mommsen a los “epígonos” de Gabba y Giardina, pasando por Wilamowitz, Syme y Brunt. La operación de Wulff Alonso no tiene precedentes en términos de ambición y amplitud de perspectiva, y seguirá siendo un punto de referencia indispensable, más allá de las diferencias sobre puntos de detalle o de las reservas que puedan surgir sobre el enfoque global.
Un aspecto importante y valioso de la lectura de Wulff Alonso es el énfasis que pone en la tradición historiográfica sobre el tema: en la variedad de enfoques metodológicos, intereses disciplinarios y contextos culturales y lingüísticos a través de los cuales se desarrolló el debate. Está justificado hablar de “historiografías” de la romanización: una elección que da cuenta de la riqueza del debate, y también de la tendencia, no necesariamente ocasional, a trabajar sobre definiciones y conceptos muy diferentes, sin comprender plenamente las tesis de los demás. Hace unos años, Ed Bispham eligió un título apropiadamente provocador “¿Una, ninguna, cien mil romanizaciones?” para una de sus contribuciones, en la que subrayaba el limitado valor analítico del concepto: “cien mil aspectos de cambio que podríamos considerar en conjunto como constitutivos de la romanización, pero que más bien deberían estudiarse en sí mismos, en sus relaciones con otros cambios (o estabilidades), y en sus propios contextos” (Bispham, 2016, p. 13). La romanización, según la feliz fórmula de Bispham, es el nombre del camino, no del viaje.
1. En esta variedad de enfoques subyace un punto decisivo. Todo estudio sobre la romanización de Italia se basa –tomando prestado el título de un gran libro de Piero Treves, aparecido hace sesenta años (1962), y al que volveremos– en una determinada idea de Roma: en el modo en que Roma actuó en el ámbito político, militar y cultural; en las fuerzas hegemónicas que determinaron su conducta; en la naturaleza del impacto que tuvo en los territorios y comunidades que fueron investidos por su éxito. Cualquier reconstrucción historiográfica debe entonces tratar de confrontar el condicionamiento ideológico de estas operaciones y las formas en que se entrelazaron con el contexto político general. Cuando nos medimos con el problema de la romanización de Italia –definido de diversas maneras– nos medimos también con una determinada idea de Italia, de sus fronteras y de su perspectiva histórica. Tomemos un ejemplo de carácter puramente terminológico. El verbo “romanizar” y el sustantivo “romanización” comenzaron a aparecer en la década de 1830 (Desideri, 1991, p. 585 n. 30): la historia de la Italia romana se había discutido durante siglos, pero utilizando otros términos. Los términos parecen ser un calco de la Romanisierung alemana: la primera aparición del término que conozco se encuentra en la traducción de la Römische Geschichtede Mommsen editada por Giuseppe Sandrini en 1864, y se refiere a un contexto provincial (Mommsen, 1864, p. 191). Durante algunas décadas no se habló de la romanización de Italia, sino que el término se aplicó a ciertas áreas territoriales y regionales de la periferia variable: Liguria, Val d'Aosta, Trentino, la zona juliana, Cisalpina, contextos que quedaban fuera del ámbito territorial de la antigua Italia, según las distintas definiciones.
Solo a principios de la década de 1930 se aplicaría el concepto de romanización al estudio de una parte de la Italia peninsular como la Magna Grecia –en el subtítulo del tercer y último volumen de la Storia della Magna Grecia de Emanuele Ciaceri (1932)–. La conquista romana se discute allí como un desarrollo histórico inevitable por el particularismo de las ciudades itálicas, “gobernadas por democracias a menudo despreocupadas” (1932, p. x), incapaces de dotarse de la organización política y militar necesaria para hacer frente primero a los ataques de los brutios y los lucanos, y luego al ascenso de Roma. La victoria de esta última condujo finalmente a la unificación del sur de Italia, mediante la asimilación de griegos y “nativos” en un nuevo marco político. Ciaceri, aunque lamenta la decadencia política de la Magna Grecia y su progresiva salida de la historia (1932, p. 201), no identifica a Roma como una potencia imperialista, sino como una fuerza ordenadora, más orientada a crear un nuevo orden político, económico y comercial que a seguir una política de anexión. La derrota de las ciudades italianas les trajo “paz y libertad” (1932, p. 99), como escribe el epitomador de Livio sobre Tarento (Per.15). Por otra parte, el proceso no es unidireccional: Magna Grecia ofrece “al brazo del fuerte legionario romano […] a cambio de protección […] la flor de su antigua civilización” (1932, p. 99). La obra de Ciaceri se cierra con un importante debate sobre la “civilización de la Magna Grecia en Roma” (1932, pp. 304-324), en el que se analiza la presencia de la cultura itálica en la Roma temprana y media y se subraya su importancia histórica. [1]
Este desarrollo específico y temprano de la historia del término en lengua italiana se inscribe en el debate más amplio sobre la conexión entre la historia itálica, la historia romana y la historia italiana, y su relevancia mutua: Italia como problema historiográfico, por citar el título de un ensayo seminal de Giuseppe Galasso (Galasso, 1979). La evolución de este tema en el marco de debates no exclusivamente internos a la historiografía sobre el mundo antiguo merece una atención especial. En la segunda mitad del siglo XX, aparecieron varias obras colectivas importantes que pretendían dibujar un cuadro histórico de Italia desde diferentes ángulos metodológicos y políticos: la Storia d'ItaliaEinaudi, dirigida por Corrado Vivanti y Ruggiero Romano, y la Storia d'Italia UTET dirigida por Galasso, de la que el ensayo que acabamos de mencionar es la contribución introductoria, y que tomó como punto de partida la invasión de los lombardos, inscribiéndose en una tradición que se remontaba hasta Carlo Sigonio y los Historiarum de Regno Italiae Libri viginti. En cambio, otros proyectos tomaron como punto de partida la antigua Italia. Es el caso de los dos primeros volúmenes de la Storia di RomadeBompiani, editados por Romano, en los que se identifica un modelo italiano de matriz romano-imperial, junto al modelo comunal y mercantil definido en la Edad Media; y de la Storia della società italiana, publicada por Teti y dirigida por Idomeneo Barbadoro, que se remonta hasta la prehistoria. Sin embargo, estas empresas historiográficas y editoriales tan diferentes tenían un rasgo en común: estaban impulsadas por historiadores que habían vivido en su juventud la construcción del mito de Roma impuesto por el régimen fascista, y que luego habían asumido orientaciones historiográficas y políticas claramente antifascistas. Cualquier intento de definir la relación entre la Italia romana y la Italia moderna tenía que articularse necesariamente en una línea diferente y una definición precisa del problema. En los últimos años, la Storia mondiale dell'Italia editada por Andrea Giardina (Giardina, 2017) se extiende a la prehistoria, y se abre con un ensayo sobre el Hombre de Similaun (el cuerpo momificado hallado en un glaciar de la frontera austro-italiana, y datado hacia el 3200 a.C.); las contribuciones sobre la “Italia antes de Italia” y sobre la historia de la Italia romana ocupan una parte considerable de la obra.
Explorar el modo en que los historiadores que no se ocupan principalmente de la Antigüedad han definido y evaluado el problema de la romanización de Italia ayuda a identificar con mayor claridad aspectos de su alcance general. Hay dos temas que se repiten con mucha frecuencia: la dimensión cosmopolita de la historia italiana y el grado de continuidad entre lo antiguo y lo moderno. Ambos temas plantean una evaluación fundamental del impacto de Roma en Italia, y su relevancia para el propio concepto de historia italiana. El debate tiene una larga y compleja historia, que está inextricablemente entrelazada con la historia de la historiografía y la cultura política italianas, y que requiere, al menos en este contexto, un enfoque selectivo.
En una conferencia pronunciada en noviembre de 1900 en la Universidad de Turín, el historiador de la edad moderna Carlo Cipolla (que también ocupaba la cátedra de Historia Antigua en ese año académico, antes de que Gaetano De Sanctis fuera eligido) abordó la “constitución etnográfica de la nación italiana”. Casi cuarenta años después de la unificación del país, Cipolla se pregunta si es posible hablar de una nación italiana. Su punto de partida fue la etnogénesis del pueblo italiano: un problema que, como veremos, suscitó un amplio debate ya en la primera mitad del siglo XIX. Su tesis básica es que la nación italiana mantuvo su propia persistencia, frente a la “eterna caravana de pueblos” que atravesó la historia de la península. En cualquier caso, esta tesis no se refiere a la Edad Antigua: de la nación italiana, según Cipolla, solo se puede hablar después del fin de la “unidad mundial romana, y después del origen de la nueva lengua” (Cipolla, 1900, p. 14). Al proponer esta tesis, se distanciaba claramente de su maestro Giuseppe De Leva, que en una lección inaugural en Padua en 1867 había situado el nacimiento del “pensamiento nacional” en la época de los Gracos, "los primeros que murieron por Italia”, en lugar de por Roma; los aliados que habían tomado las armas en el 91 a.C. lo habían hecho entonces; y habían sobrevivido a la “disolución del imperio” (De Leva, 1867, p. 22).
La conferencia de Cipolla no solo es un ejemplo ilustre de la orientación que tendía a negar una continuidad entre la Italia romana y la moderna; la centralidad en ella del tema de la comparación entre la cultura italiana y las culturas extranjeras es particularmente significativa. Treinta años más tarde, cuando Antonio Gramsci comenzó a reflexionar sobre los aspectos cosmopolitas de la cultura italiana, se refirió explícitamente al estudio de Cipolla: lo que le parecía relevante era, en particular, lo que Cipolla observaba con respecto a los diferentes significados del término “Italia” ( Quaderni 19 §1; cfr. 17 §21, ed. Gerratana). La romanización, como es sabido, no es un aspecto relevante en la reflexión de los Cuadernos de la Cárcel , mientras que la integración de Italia en el contexto imperial es un tema en el que Gramsci identificó una clave de interpretación de la historia italiana a largo plazo, que soldaba los acontecimientos de la antigua Roma a los del papado, y que podía situar el Risorgimento bajo una nueva luz.
En esa línea de continuidad, que puede ser definida de diversas maneras, residía tanto una clave analítica como un problema político-cultural, que ya había atravesado toda la reflexión sobre Roma en la Italia del siglo XIX, y que Gramsci conocía bien. Los patriotas italianos que admiraban el legado del imperio no podían escapar a la profunda conexión entre la función cosmopolita del imperio y la de la Santa Iglesia Romana, que era un obstáculo decisivo para la unidad de Italia (Treves, 1962, p. 20). Celebrar las glorias de un imperio era también una operación insidiosa para quienes luchaban por la causa de una nación que reclamaba el reconocimiento de su propia especificidad étnica y cultural, y luchaba por la independencia. No faltaron intentos autorizados de resolver la contradicción; baste recordar aquí dos casos ejemplares, recordados por Treves (Treves, 1962, p. 63). Giuseppe Mazzini, gran patriota republicano, señaló a Italia la necesidad de una “tercera misión en el mundo”: la Roma de los Césares había propuesto un modelo de “unidad política”, mientras que la de los papas había afirmado el concepto de “unidad moral”; los patriotas italianos debían ahora desarrollar ambas tradiciones. El católico Vincenzo Gioberti, en cambio, veía en la antigua Roma “un ensayo imperfecto, y casi un experimento humano, del imperio divino y espiritual del cristianismo” (1823, p. 23): a la Roma italiana se le pedía que diera continuidad y desarrollo a las dos líneas. Al proponer esta secuencia de desarrollos históricos y políticos, ambos fueron más allá de la tradición clasicista: a las dos Romas se les dio un significado como experiencias históricas, más que como pasajes ejemplares. Por otra parte, según los críticos de la exaltación del pasado prerromano, la antigua Italia era un modelo inservible en el contexto de la Europa moderna, el rechazo de un ideal cívico inextricablemente ligado al legado de Roma: Treves recordó las ironías de Giosuè Carducci sobre la “literatura pelásgica” como un caso ejemplar. [2]
2. Los puntos de vista regionales desempeñan un papel importante en la historia de la historiografía sobre la romanización de Italia. Esta circunstancia no es de extrañar si se piensa en la situación geopolítica de la Italia anterior a la unificación y en el desarrollo histórico del Risorgimento; el gran libro de Treves, además, muestra cómo toda la historia de los estudios clásicos en la Italia del siglo XIX no puede prescindir de una dimensión regional. En el Reino de Nápoles, ya en la segunda mitad del siglo XVIII, se afirmó una corriente historiográfica que destacaba la importancia histórica de los pueblos itálicos, enfrentándolos más o menos explícitamente a Roma y sus designios imperiales. Un momento fundacional de esa época fueron los estudios del eclesiástico napolitano Alessio Simmaco Mazzocchi sobre las tablillas de bronce encontradas en Heraclea, en Lucania, en 1732, que conservaban el texto de inscripciones griegas sobre los estatutos de los santuarios de Dionisio y Atena y, en el reverso, el texto de una ley latina sobre ordenanzas municipales (Mazzocchi, 1754-1755). El minucioso comentario de los textos griegos se introduce con una extensa discusión (commentarius prodromus) sobre la Magna Grecia, su cultura y su historia (Mazzocchi, 1754, pp. 9-136): la coexistencia de un texto griego y otro latino ofrecía la oportunidad de ampliar el discurso a la civilización del sur de Italia en la antigüedad y sus rasgos distintivos. A continuación, la reflexión se desarrolla en dos direcciones diferentes y complementarias: un fresco general de la presencia griega en Italia, y una discusión sistemática de la geografía histórica de Heraclea y sus alrededores, con amplias secciones dedicadas a Tarento y Metaponto. El comentario sobre el derecho municipal romano sigue siendo un modelo de rigor y perspicacia crítica, aunque la identificación del texto conservado en la Tabla con la lex Juliadelaño 90 a.C. esté hoy superada en favor de una datación en la época cesárea. Sin embargo, Mazzocchi no propone un debate más amplio sobre la conquista romana de Italia o el proceso de municipalización. El proyecto sigue centrándose en la civilización de la Magna Grecia: así lo demuestran también los apéndices diversos sobre la historia de Paestum, Velia y Sibari, y sobre las etimologías de los nombres de los pueblos itálicos. [3]
Mazzocchi escribió una obra de gran erudición en latín; unos años más tarde aparecerían extensos tratados en italiano, donde el compromiso histórico-anticuario estaba flanqueado por una inspiración política, y donde el impacto de Roma en los pueblos itálicos recibía una discusión más centrada. En 1780, el abogado apulense Gian Donato Rogadei (o Rogadeo) publicó el primer volumen de una obra Dell'antico stato dei popoli dell'Italia cistiberina che ora formano il regno di Napoli : un título programático, que establece un vínculo preciso entre el pasado remoto y el presente, e identifica una unidad geográfica y territorial original, independiente de Roma (Rogadei, 1780). En realidad, el proyecto continuaría con el estudio de períodos históricos posteriores, pero quedó inconcluso. No obstante, el primer volumen destaca como una aportación de gran originalidad, en diálogo con algunas de las corrientes más originales de la cultura europea. El capítulo final sobre la población antigua de Italia, por ejemplo, está a la altura de las investigaciones de David Hume sobre la demografía antigua, y propone la tesis de una continuidad étnica sustancial entre la Italia antigua y la moderna. [4] El problema de los orígenes de los pueblos itálicos ocupa la primera parte del estudio, para luego dejar el campo libre a la descripción sistemática y detallada de cada uno de los grupos étnicos, el contexto geográfico en el que se asentaron y sus sistemas políticos.
Una década más tarde, el moliseño Giuseppe Maria Galanti ofreció otra visión sistemática de los pueblos de la antigua Italia, seguida de un esbozo de su vida intelectual, en el que la difusión del pitagorismo desempeñó un papel central. Los samnitas recibieron una atención especial: solo los etruscos son objeto de una discusión igual. [5] Roma queda sistemáticamente excluida; ni siquiera se discute la dinámica de la conquista de Italia. En cambio, Galanti considera el estado de la antigua Italia como una época de excepcional prosperidad, incomparable con la situación de su propia época. Los términos de esa feliz condición son bastante claros, pero se desconocen en detalle, ya que las fuentes griegas y latinas no tienen interés en los pueblos de la antigua Italia (Galanti, 1783, p. 218); no son, en todo caso, un resultado de la conquista romana. El equilibrio moral y político alcanzado por los pueblos itálicos los mantuvo a salvo de la corrupción y la barbarie: una especie de justo medio, que ni siquiera la Atenas de Pericles fue capaz de alcanzar. Galanti, en la página final de la obra, afirma la pertinencia de ese modelo (1783, p. 254). Trabajar por la prosperidad del campo puede asegurar su repoblación y frenar la inmigración a la capital; el régimen monárquico puede asegurar la estabilidad necesaria que las pequeñas repúblicas de la antigua Italia no habían conocido. Por tanto, el legado histórico de los pueblos de la antigua Italia puede ayudar a codificar un nuevo modelo administrativo y político. Al igual que Vincenzo Cuoco (1770-1823), que celebró la antigua civilización itálica desde una perspectiva diferente, en Platón en Italia (1804-1806), Galanti era de Molise: un súbdito del Reino de Nápoles que aportó a sus estudios una cultura refinada con una perspectiva europea y el punto de vista de una provincia periférica. Su mirada no se dirige a Roma, sino a Nápoles. El mismo principio informa la obra que, dos generaciones más tarde, Luca de Samuele Cagnazzi (1764-1852) dedicó a la demografía histórica de Puglia: un estudio que constituía un paso necesario para identificar una estrategia de bienestar económico y social, donde la estrecha discusión de las tesis de Malthus, Hume y Wallace está flanqueada por un estudio de la geografía local y un amplio marco histórico, realizado desde una perspectiva consecuentemente antirromana. [6]
En la obra más conocida y controvertida sobre la historia de la Italia antigua, L'Italia avanti il dominio dei Romani, del livornés Giuseppe Micali, Roma tiene una presencia fundamental. [7] La mirada se desplaza a toda la Italia peninsular, y el impacto de la hegemonía romana es el tema central de la obra, junto a la reivindicación de la civilización itálica y su importancia: Micali la entiende como una unidad opuesta a Roma, que vivió una larga temporada de libertad y prosperidad, hasta la victoria final de Augusto. El programa subyacente está claramente definido en la introducción de la obra: mostrar a los italianos ejemplos “generosos” dignos de emulación. El planteamiento metodológico no difiere del de sus predecesores, estableciendo un vínculo entre la geografía y la etnografía; el esfuerzo de documentación es aún más amplio, y pasa también por una estrecha comparación con el registro arqueológico, especialmente significativa en la posterior Storia degli antichi popoli italiani .[8]Al igual que Galanti, Micali también es consciente de la evolución historiográfica de su tiempo, y tiene una perspectiva analítica y metodológica que no se limita al contexto italiano. Aplica el concepto de “revolución”, que tanto había desempeñado en la historiografía francesa sobre la antigua Roma, desde Vertot hasta Saint-Évremond, y luego en la vasta reconstrucción de la historia de Italia compuesta por Carlo Denina a finales del siglo XVIII, que se abría con un amplio esquema del contexto prerromano: el término no indica un resultado revolucionario, sino una agitación política.
Según Micali, la derrota de los pueblos itálicos ante la ofensiva romana se explica precisamente por la fragilidad de su orden político, al que Roma opuso una estrategia lúcida y sin escrúpulos: un “código mixto de equidad y perfidia”, con la intención oculta de “robar la patria a los hombres” (Micali, 1830a, p. 114-115). El gobierno imperial de Roma se vuelve aún más inicuo y agresivo en la fase final de la República, cuando –según un modelo interpretativo bien establecido– se instala la propensión al lujo y la codicia, y se rompe la disciplina de los viejos republicanos. Micali desarrolla el tema del metus hostilisde una formaparcialmente original: una vez desaparecida cualquier alternativa a la hegemonía romana, ésta se exacerbó más allá de toda contención. La guerra social es un noble intento de oponerse a la ingratitud y mezquindad de la nobleza romana, que, salvo algunas excepciones, se empeñaba en no reconocer a los itálicos lo que les correspondía; el conflicto es una amenaza tan grave que obligó a Roma “a sacrificar voluntariamente su orgullo a la consideración más útil de su salvación” concediéndoles la ciudadanía (Micali, 1830b, p. 19). Los pueblos itálicos se convirtieron así en partícipes de la “soberanía del mundo romano” (1830b, p. 49): un resultado que satisfacía su ambición, pero que les implicaba plenamente en un proceso que conducía a la pérdida de la libertad política. El resultado tuvo consecuencias de importancia secular. La victoria de Augusto condujo a la instauración de un régimen monárquico que provocó la decadencia del espíritu público: el funeral del primer emperador fue digno de un pueblo oriental. La historia de la Italia antigua, para Micali, termina aquí, con el establecimiento de un rasgo decisivo en la historia posterior de Italia. La elección de Augusto de preservar los niveles locales de gobierno y los derechos municipales no se explica por un reconocimiento de su importancia histórica, sino por la estrategia de un “usurpador artificial” (1830b, p. 69): la tendencia del imperialismo romano a disimular su propia naturaleza se repite en la conducta del príncipe. Este contraste entre Roma e Italia estaba destinado a tener cierta fortuna historiográfica: encontraría eco, como ya hemos visto, en la reflexión de De Leva sobre los fundamentos de la historia italiana.
Las reflexiones de Rogadei, Galanti y, en menor medida, Micali, se inscriben en una corriente de reflexión más amplia, ya bien establecida en el siglo XVIII, que exploraba y profundizaba en las razones y los méritos del pequeño Estado con respecto a las organizaciones políticas más grandes. En el Risorgimento, esta reflexión conservó todo su vigor y relevancia política. [9] Carlo Cattaneo, un gran pensador lombardo que defendió sin éxito la causa de una Italia unida y federal, se propuso identificar un aspecto decisivo en la historia de la península desde la más remota antigüedad: la ciudad, como forma de asentamiento y como solución político-administrativa. En un ensayo publicado en serie en los últimos meses de 1858 –escrito en una etapa crucial del accidentado proceso que condujo a la unificación de Italia– Cattaneo trazó su desarrollo dentro de una perspectiva milenaria, identificándolo como el “principio ideal de las historias italianas”. [10] El desarrollo de la ciudad en la Italia romana se periodiza como un desarrollo distinto, pero necesariamente conectado con un escenario en el que “desde los primeros tiempos la ciudad es diferente en Italia de lo que es en el este y el norte” (Cattaneo, 1957, p. 384). En este carácter específico del urbanismo italiano se puede identificar también como una posible solución al problema de la tensión entre estado grande y pequeño, entre perspectiva imperial y particularismo local: el imperio romano es el imperio de una ciudad. Si la ciudad se identifica como el principio subyacente de la historia italiana, la colonización es el tema dominante de la historia europea: un módulo de asentamiento a través del cual una ciudad se extiende a otra; Europa es a su vez una colonia de Asia, pero desarrolla formas de organización más duraderas, claramente delimitadas y estrechamente ligadas en una relación con el campo circundante. Ahí radica un aspecto decisivo: la relación entre las dimensiones urbana y rural es el “estado elemental” que garantiza la longevidad de la ciudad en el contexto italiano. Cattaneo es consciente de la difusión y la calidad del urbanismo en la Italia antigua, desde la Magna Grecia hasta Etruria, que se basaba en un firme principio de autogobierno. Roma se inspira en la misma lógica, pero tiene un aspecto distintivo: se levanta en la frontera entre tres esferas lingüísticas y culturales –el latín, el etrusco y el griego– y las resume de forma original en un “triple orden de ideas”. La función hegemónica de Roma tiene su origen en estos antecedentes, que le permiten proceder “asimilando, apropiándose, absorbiendo” (Cattaneo, 1957, p. 389). Se impuso así un modelo de filiación política y militar que superó los lazos preexistentes entre las ciudades itálicas y las obligó a ofrecer apoyo militar a Roma: una muestra de su posición subordinada y, al mismo tiempo, de su posición privilegiada respecto a las provincias. En la Italia dominada por los romanos coexistieron, pues, un elemento romano y un elemento indígena que mantuvo su particular longevidad en el ámbito lingüístico, especialmente en el campo lexical. Al final de la República, una vez terminadas las guerras civiles, Italia había establecido “una sola nación, unificada y representada en una sola ciudad”, que ejercía su soberanía sobre las demás. Con el ascenso de los emperadores, Italia se desmilitarizó: las legiones, que habían sido un gran factor de integración cultural y lingüística, se trasladaron a las provincias, con la única y crucial excepción de los pretorianos. Aquí termina la segunda de las nueve épocas de la historia italiana: un punto de discontinuidad en una secuencia histórica que permanece fundamentalmente intacta. Un aspecto decisivo es la capacidad de la Italia de los municipios para mantenerse en una condición de “digna oscuridad” incluso en las épocas más turbulentas e insidiosas: ahí radica la fuerza de ese modelo, fundado en la influencia perdurable de los niveles locales de gobierno y en la solidaridad entre la ciudad y el campo, que los protegió parcialmente de los escollos de la historia. Sin embargo, en la larga temporada de paz que vivió Italia bajo el imperio, también existía el grave peligro de perder cualquier “insignia de nacionalidad” (Cattaneo, 1957, p. 394). Durante la época republicana, Italia se había distinguido por su perfil militar, que decayó bajo el Principado y terminó por asimilar Italia a las provincias. El proceso se completó bajo Diocleciano, con la provincialización de Italia y el inicio de una era de subyugación que duraría setecientos años, hasta el surgimiento de los Comunes: con la crisis de un modelo municipal de gobierno, también llegó a su fin una larga temporada de libertad. Para subrayar polémicamente la calidad del cambio que se produjo, Cattaneo evoca incluso el concepto de “régimen asiático” (1957, p. 397): la historia de Italia perdió su carácter distintivo.
La línea de continuidad que se sigue en el ensayo de Cattaneo se asocia, pues, a una periodización rígidamente puntuada: Roma es una fuerza histórica que consolida el papel de la ciudad como fuerza dominante y distintiva en la historia de Italia, y que contribuye decisivamente a definir el carácter nacional. La expansión romana en Italia, antes del advenimiento del Principado, aseguraba un equilibrio entre los niveles de gobierno local y la integración en una entidad política mayor, que en la visión política de Cattaneo debía presidir también la unificación de Italia. No se desestima su aspecto fundamentalmente coercitivo –demostrado especialmente por la colonización y supresión de las ligas regionales–, pero la conducta y el resultado de ese proceso definen un aspecto histórico decisivo, en el que se invierten las tendencias subyacentes de la antigua Italia, y conducen a un equilibrio político y territorial en el que se afirma el espacio de libertad y paz.
3. Como observó G. Galasso, el ensayo de Cattaneo se inscribe en una tradición historiográfica que explora los aspectos unitarios y distintivos de la historia de Italia, superando las separaciones de las culturas locales, y que puede remontarse hasta el siglo XVI: su punto de referencia es El Príncipede Maquiavelo, mientras que el ejemplo del enfoque opuesto es la Storia d'Italiade Guicciardini, que es una “historia paralela” de los Estados italianos, donde se hace hincapié en su equilibrio más que en su integración (Galasso, 1979, pp. 182-183). Reconocer rasgos unitarios en la historia de Italia no significa, sin embargo, establecer una plena continuidad entre lo antiguo y lo moderno, identificando la unidad geográfica de la península italiana con una unidad histórica; como es evidente, identificar aspectos de continuidad en las estructuras políticas, sociales y económicas no implica la existencia de una identidad nacional. Según Galasso, la historia de la nacionalidad italiana tiene raíces profundas que son anteriores al año 1000, pero se diferencian de la experiencia de la Italia antigua de una manera tan clara como problemática.
Italia, como ya se ha dicho, es para Galasso un problema historiográfico, que requiere en primer lugar una estrecha comparación con otros modos de investigación y conocimiento, y que conlleva el esfuerzo de hacer distinciones claras. El ensayo en su conjunto es una lectura fructífera para quienes se ocupan de la romanización de Italia y, en general, de la relación entre la historia antigua y la historia de los períodos posteriores. [11] Aunque Galasso mantiene, como veremos, la necesidad de una clara distinción entre la historia romana y la italiana, los primeros capítulos tratan a fondo la Italia antigua. La discusión se abre con un análisis de la definición de Italia como espacio geográfico y ecológico, que es una adquisición de la cultura griega; incluso el nombre de Italiase produce primero en el ámbito griego, y luego se asume tanto en las comunidades de habla osca como en Roma. El concepto de “itálico”también toma como punto de observación el contexto geográfico, y lo supera oscureciendo el pluralismo que es un rasgo distintivo de la historia de la antigua Italia. El aspecto distintivo de la historia de Italia en época romana es el papel que se reconoce a la península en el marco del imperio: Galasso destaca debidamente la conocida anécdota en la que se pregunta a Plinio el Joven Italicus es an prouincialis?(Plin. Epist.9.23.2) .
Sin embargo, la “particularidad itálica” en el contexto romano no puede identificarse como una prefiguración o aplicación de la unidad nacional. Lo que le falta a la Italia romana es una auténtica dimensión federal: Roma es una potencia “hegemónica y soberana”, no un “Estado miembro” (1979, p. 23). Es significativo que Galasso no hable nunca de romanización, ni política ni cultural. La victoria de Roma no conduce a un proceso de integración, sino de identificación: para él “la Italia romana era, por tanto, Roma” (p. 24). La guerra social, que Galasso lee como una lucha por la adquisición de la ciudadanía romana, también demuestra la importancia de este tema. En el fondo hay, evidentemente, aspectos comunes y de convergencia de intereses, pero el resultado de la conquista romana lleva a la aparición de un desarrollo totalmente original, que no puede corresponderse con el surgimiento de una nacionalidad.
La integración política de Italia después de la Guerra Social estableció de hecho las condiciones para el surgimiento de una nueva entidad estatal, que adquiriría un perfil imperial y tendencialmente universal. Sin embargo, incluso durante el Principado, Italia no se convirtió en “algo más y diferente que Roma” (1979, p. 32). Aquí Galasso se distancia claramente de los intentos que algunos de los historiadores más originales de mediados del siglo XX –desde Mazzarino pasando por Lepore, hasta el propio Gabba– hicieron para profundizar en el peso del elemento itálico en la Italia romana y en su “punto de vista”: en su opinión, se puede hablar de “historia de la Italia romana”, pero más difícilmente de “historia de Italia en la época romana”. El modelo subyacente es una transición de la ciudad-estado helénica a la monarquía oriental, sin pasar por la definición de un “estado étnico y nacional” (Galasso, 1979, p. 34). Una institución jurídica como el ius Italicum,que se extendió ampliamente en la época imperial, muestra la ya plena identificación entre Roma e Italia, y es un aspecto de la aparición de un elemento tendencialmente universalizador de la historia italiana (Galasso, 1979, p. 35).
Es evidente que Galasso conoce bien la reflexión de Gramsci sobre el cosmopolitismo, a la que vuelve repetidamente en la parte final de su ensayo. También en las últimas páginas se declara deudor del estudio de la “historia itálica” que Ulrich von Wilamowitz propuso en una famosa conferencia florentina en 1925, en la que se contraponía el principio de la dimensión universal de la historia romana con el carácter particularista de la historia itálica. [12] Sin embargo, hay un aspecto importante de la disidencia. Wilamowitz argumentó que, durante gran parte de la antigüedad, Roma e Italia estaban enfrentadas; la historia de la integración de la Italia romana es también una historia de resistencia, bien ilustrada por la génesis de los dialectos italianos tras el fin del “poder centralizador” de Roma; por otra parte, la Italia prerromana tuvo un fuerte impacto en la “romanidad”. El alcance de esta tesis fue resumido admirablemente en una breve reseña de Benedetto Croce en La Critica: Wilamowitz se vinculaba a la tradición historiográfica que tenía en Micali a su más ilustre representante, y que remontaba el principio histórico de la nacionalidad italiana a la época “anterior al dominio de los romanos”; Roma, como el cristianismo, es un elemento fundador de la civilización moderna, no de la “historia particular de la nación italiana”. [13] Croce –que, por otra parte, como es sabido, situaba el inicio de la historia italiana no antes de la Unificación– [14] se empeñó en reiterar la importancia de esa tesis a la luz del contexto político de mediados de los años veinte: “la exaltación romano-nacionalista de hoy” hace caso omiso de esas “simples verdades”.
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En estas rápidas consideraciones subyace un aspecto de relevancia mucho más general, que varios aspectos del marco aquí propuesto confirman y aclaran. El estudio de un proceso de conquista nunca puede prescindir del trasfondo ideológico y político en el que se desarrolla; ante un tema así, no se dan condiciones de neutralidad . Los casos aquí tratados –el estudio de las antigüedades itálicas en la Italia preunitaria, el debate sobre la historia itálica en la decada de 1920, la reflexión sobre la relación entre la historia itálica y la italiana– convergen para ilustrar un punto básico: la historiografía de la romanización no puede sino declinarse en plural, y es la historiografía de ideas diferentes y a menudo conflictivas de Roma. El principal punto de interés del concepto de “romanización” reside precisamente aquí: en su dimensión como tema historiográfico, más que como categoría analítica. [15]
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[1] Para un importante debate general sobre el perfil historiográfico de Ciaceri, véase Ceserani (2012, pp. 252-260).
[2] Treves (1962, p. 20); cfr. De Francesco (2013, p. 141 [= 2020, p. 158]). El mito de la influencia pelasga ocupó un lugar destacado en el debate intelectual de mediados del siglo XIX. Especialmente relevante en un estudio sobre la romanización fue la tesis de Angelo Mazzoldi, según la cual las culturas del Mediterráneo antiguo eran todas el resultado de la irradiación de una antigua cultura itálica, llamada pelásgica por los griegos (Mazzoldi, 1840); Aurelio Bianchi Giovini respondió polémicamente a esa reconstrucción, que se midió explícitamente con Vico y Micali, en dos ensayos de considerable rigor metodológico (Bianchi Giovini, 1841 y 1842).
[3] Sobre el papel decisivo de Mazzocchi en la historiografía de la Magna Grecia, véase Salmeri (1996, pp. 57-61) y Ceserani (2012, pp. 49-59).
[4] Sobre el proyecto intelectual de Rogadei, véase Ceserani (2012, pp. 117-120).
[5] Sobre la dimensión política de este interés, véase Ceserani (2012, p. 120).
[6] Cagnazzi (1820, pp. 125-251): también es destacable cómo Cagnazzi distingue entre las graves responsabilidades del patriciado y la opresión sufrida por la plebe romana. El juicio sobre los romanos “ladrones de todo el mundo” (p. 187) se remonta a Tácito; de la lectura de Montesquieu, Cagnazzi sacó importantes conclusiones sobre los aspectos de crisis de la historia romana.
[7] La primera edición apareció en 1810; aquí citamos la cuarta, publicada en 1829-1830.
[8] Micali (1832). Micali compartía los intereses anticuarios y arqueológicos de su amigo Melchiorre Delfico, un notable erudito de Molise que combinaba el interés por la economía política con el estudio de la Italia antigua: era un vivo defensor de la tesis de la autoctonía de los pueblos itálicos y de una plena continuidad étnica entre la Italia antigua y la moderna. Las tesis de Delfico a favor de la libertad de comercio derivan de su visión de la libertad como carácter original de la civilización itálica. Sobre el término “italiano”, su génesis y su desarrollo histórico temprano, véase Galasso (1979, pp. 52-53).
[9] Sobre el impacto de Micali en la cultura histórica y política de la Italia del siglo XIX es fundamental De Francesco (2013, pp. 51-112 [= 2020, pp. 67-130]).
[10] Cattaneo (1957). Véase también la reciente edición a cargo de M. Campopiano (Cattaneo, 2021), con una útil introducción del editor.
[11] Para una reinterpretación reciente, véase Marcone (2021, pp. 933-938).
[12] Wilamowitz (1926 [= 1937, pp. 220-235 = 2008]). Sobre la importancia de esta intervención, véase Pallottino (1976, pp. 781-783); Galasso (1979, pp. 168-169); De Francesco (2013, pp. 212-213 [= 2020, pp. 229-230]); Wulff Alonso (2021, pp. 241-247).
[13] Croce (1926, p. 252 [= 1932, p. 152]).
[14] Ver esp. Croce (1936 [= 1939, pp. 307-320]).
[15] Estoy muy agradecido a Agustín Moreno por invitarme a participar en este proyecto y por sus comentarios sobre una primera versión de esta contribución. Me beneficié tambien de las reacciones de los participantes en el workshop de junio de 2022 y de los comentarios de dos revisores anónimos.