Roma redux:

la romanización y las identidades romanas en el siglo XXI

[Rome redux: Romanization and Roman Identities in the 21st Century]

Francisco Machuca Prieto

(Universidad de Málaga)

machucaprieto@uma.es

Resumen:

En el presente trabajo se presta atención a tres de las tendencias historiográficas que, centradas con preferencia en “lo identitario”, han adquirido durante los últimos veinte años un considerable peso en el estudio del mundo romano, propiciando importantes cambios a la hora de concebir las pertenencias colectivas. Desde los empeños por “decolonizar” la ciencia histórica al creciente auge de las interpretaciones globales, pasando por la incorporación de la perspectiva de género y la teoría feminista, las maneras de entender la llamada “romanización” y las identidades romanas se caracterizan hoy no solo por la adhesión general a una óptica alejada de los viejos esencialismos, sino también por focalizarse en nuevos temas, tales como el factor étnico, el papel de las comunidades locales, la conectividad y movilidad, el multiculturalismo, las hibridaciones o los grupos tradicionalmente invisibilizados. No obstante, este panorama novedoso ha hecho emerger nuevas problemáticas, como las reesencializaciones y la sobrerrepresentación de aspectos como la diversidad, el contacto, las resistencias o la mezcla cultural.

Palabras clave: Historiografía; Poscolonialismo; Globalización; Perspectiva de Género; Recepción de la Antigüedad

Abstract:

This paper focuses on three of the historiographical trends on identity issues have been prominent in the study of the Roman world over the last twenty years, bringing about important changes in the way we conceive collective belonging. From the efforts to "decolonise" the historical sciences to the growing rise of global interpretations, including the incorporation of gender perspective and feminist theory, the current understanding the so-called "Romanization" and Roman identities are characterised not only by a general adherence to a viewpoint far removed from old essentialisms, but also for focusing on new issues, such as the ethnic factor, the role of local communities, connectivity and mobility, multiculturalism, hybridisation and marginalised groups. However, this novel scenario can lead to new problems, like other essentialisms and the over-representation of aspects such as diversity, contact, resistance and cultural mixing.

Keywords:Historiography; Post-colonialism; Globalisation; Gender Perspective; Reception of Antiquity

Recibido: 13/12/2022

Evaluación: 22/03/2023

Aceptado: 05/04/2023

Roma redux: la romanización y las identidades romanas en el siglo XXI [1]

Tras la disolución del bloque comunista y la desintegración de la URSS, el neoconservador Francis Fukuyama publicó su famoso libro The End of History and the Last Man (1992), donde propugnaba el “fin de la historia” gracias al triunfo de la economía de libre mercado y de la democracia liberal. El devenir histórico de los treinta años siguientes, llegando hasta hoy, revela la endeblez de dicha tesis. A escala mundial, los múltiples problemas y retos socioeconómicos, políticos y ecológicos que afronta el conjunto de la humanidad –y muy especialmente aquellas no pocas personas y grupos que se encuentran en lo más bajo de la jerarquía social– siguen en la actualidad igual –o más– vigentes que en los estertores de la Guerra Fría. Por ello, dentro del campo historiográfico, las respuestas a las interpretaciones teleológicas conservadoras de la historia como la de Fukuyama no se hicieron esperar, acelerando el debate y cuestionando no solo la unidireccionalidad de tales visiones, sino también el etnocentrismo –eurocentrismo–, la naturaleza patriarcal y el cariz colonialista que las definía (Fontana, 1992).

Notas previas sobre las tendencias historiográficas recientes en el estudio de la romanización y las identidades romanas

En realidad, el empeño por descentralizar y “decolonizar” la disciplina histórica se remonta a la década de los sesenta del siglo XX, a partir del surgimiento de las primeras formulaciones poscoloniales que emergen después de la Segunda Guerra Mundial al calor de la descolonización de África, la península del Indostán y el Sudeste Asiático. Será, sin embargo, a finales de los años setenta y durante los años ochenta cuando definitivamente tenga éxito tal esfuerzo, en paralelo a la aparición de la historia global y la lenta, pero imparable, incorporación historiográfica de la perspectiva de género y las teorías feministas, rompiendo así los pretéritos esquemas esencialistas y superando de una vez por todas la hegemonía del positivismo factual en el que justamente se basarán las concepciones sobre “el fin de la historia”. Todo ello, junto al no menos destacable auge del “giro cultural” a partir también de estas fechas, tuvo lógicamente un correlato directo en la historiografía de la Antigüedad y, más en concreto, en las interpretaciones sobre el mundo romano. En consecuencia, y centrándonos ya en el tema de este trabajo, puede afirmarse que, a lo largo de las tres décadas precedentes, Roma ha dejado de ser y significar, dentro del ámbito académico, lo que fue y significó durante casi toda la centuria anterior. De esta manera, la denominada “romanización”, indiscutible piedra angular del debate, ha pasado de ser concebida como un fenómeno de una sola dirección y uniforme de (positiva) imposición cultural a ser mayormente entendida como un proceso de transformación social y cambio identitario multidireccional y heterogéneo.

El corolario más evidente de las interpretaciones recientes es a estas alturas sobradamente conocido: conquistadores y conquistados, colonizadores y colonizados, son partícipes indistintos del fenómeno romanizador, y ambos colectivos, a causa del contacto cultural, cambian en el trascurso del mismo. Esta concepción, claro está, tiene una gran trascendencia desde el punto de vista de la identidad, y explica bien, además, la centralidad total que han acabado adquiriendo los estudios identitarios en las últimas décadas. Ahora bien, que dos conjuntos participen de un mismo proceso histórico, en este caso del que conocemos comúnmente como “romanización”, no significa que ambos, a la fuerza, lo hagan en igualdad de condiciones ni de manera simétrica: el poder y la capacidad de dominación de un grupo –el de los primeros– es mucho mayor que el del otro –el de los segundos–. La interacción que propicia el encuentro colonial –la romanización si se quiere– no borra –o no debería hacernos borrar– las jerarquías sociales, políticas y económicas que prevalecen y lo presiden.

El cambio de visión descrito arriba es particularmente identificable en el ambiente académico británico (Woolf, 2014), dentro del cual tanto el cuestionamiento posmoderno hacia las grandes narrativas como el poscolonialismo han tenido un éxito abrumador (Van Oyen, 2015; Gardner, 2021), pero ni mucho menos podemos quedarnos solo ahí. Es más, en nuestra opinión, constituye hoy un grueso error considerar la referida transformación conceptual como resultado único o exclusivo de los (ya no tan) nuevos enfoques “posmodernos”, [2] sino que este cambio es igualmente fruto –cómo podría no serlo– tanto de la consolidación del trabajo de reflexión historiográfica como de la apertura hacia otras disciplinas –Sociología, Economía, Demografía– que en la segunda mitad del siglo XX vive la propia Historia Antigua (Brunt, 1990), y más específicamente la no anglosajona, auténtica pionera en el rechazo al modelo civilizador y nacionalista definido de forma paradigmática por Mommsen en el siglo XIX (Nicolet, 1988; Cecconi, 2006; Wulff, 2021). Existe, en este sentido, un denominador común en toda la historiografía de los últimos cincuenta años acerca de la romanización, el cual, sin embargo, no siempre es reconocido ni de un lado ni del otro. Nos referimos a la necesidad de profundizar en el conocimiento de las relaciones entre el centro imperial romano y las provincias, o dicho de otro modo, entre el Estado romano y sus súbditos. [3] A pesar de las divergencias, así como de los límites y callejones sin salidaque también traen aparejados consigo los marcos interpretativos más recientes, dicho punto compartido explica muy bien, en última instancia, el todavía incesante alumbramiento de modelos alternativos a la hora de aproximarnos al proceso romanizador.

Así las cosas, y a pesar del necesario debate que suscitan, puede decirse que las aproximaciones recientes a la historia y cultura de la antigua Roma evidencian que para este ámbito historiográfico tampoco se vislumbra todavía, por fortuna, un “fin de la historia”. En efecto, las actuales formas teórico-metodológicas de mirar al pasado romano han renovado y ampliado ad infinitum tanto las interpretaciones como los temas, abriendo posibilidades de estudio sobre aspectos nada o poco considerados hasta hace no mucho. Con independencia la propia cuestión identitaria, que lleva, en realidad, más de medio siglo atrayendo de manera progresiva la atención de la investigación especializada, entre tales aspectos, por peso historiográfico adquirido, se pueden citar desde la perspectiva de las comunidades locales y el papel de los símbolos culturales –piénsese, por ejemplo, en el uso y gestión de la memoria colectiva, la magia o el sincretismo religioso–, hasta el rol performativo del poder imperial y la interconectividad de un Imperio romano que habría propiciado, según determinadas versiones, el primer “momento global” de la historia, al menos en lo que concierne al continente euroasiático. Se puede mencionar, por otro lado, cierta preponderancia creciente de la “historia ambiental” o Environmental History, con una aplicación sobre todo dirigida a introducir y ponderar causas climático-ecológicas en la interpretación del desarrollo de las sociedades humanas, así como a valorar la incidencia que los cambios y desastres medioambientales, tales como sequías, terremotos o tsunamis, tendrían en los momentos de crisis que dichas sociedades viven (Thommen, 2012; Van Bavel et al., 2020).

Todo ello se ha de sumar, por cierto, a un dominio investigador de mayor recorrido, pero que tardó, si no en gozar de un respaldo historiográfico unánime, sí al menos en suscitar un interés académico notable, como es el estudio de las colectividades tradicionalmente invisibilizadas y los grupos sociales en posiciones de subalternidad, tales como las mujeres, los menores de edad, las minorías étnicas y religiosas o las personas esclavizadas, siendo quizás este último conjunto el único de todos los citados que constituye una excepcionalidad en cuanto a la generación de una atención científica elevada. El estudio de estos grupos, en cualquier caso, no puede considerarse ni mucho menos nuevo, pues Momigliano (1977) ya alude a dicho estudio cuando trata sobre las corrientes historiográficas de su tiempo, aunque indudablemente ha vivido una revitalización en las últimas dos décadas.

Novedosas o no, las visiones históricas y las temáticas identitarias actuales en los estudios sobre el mundo romano, como las tradicionales de los siglos XIX y XX, tampoco están exentas de problemas, tanto generales como específicos. Tratando, por ahora, solo de los primeros, no cabe duda de que el mayor de ellos viene marcado por el rechazo, bien implícito, bien explícito, a las grandes narrativas, lo que ha resultado en una fragmentación del sujeto y los objetos de estudio que el historiógrafo François Dosse (1988) definió para toda la disciplina histórica, de manera no poco cáustica, como la “historia en migajas”. Este panorama de fragmentación, sin duda, enriquece la explicación histórica, no solo dando importancia, como dijimos arriba, a factores y elementos que antes no la tenían, sino que también puede verse como un estímulo para seguir abriendo caminos de investigación. A la vez, sin embargo, con dicho panorama se corre el riesgo de perder la visión holística con la que debe contar cualquier historiador o historiadora, es decir, la mirada que nos permite intentar un total abarcamiento de la vida social del pasado humano. Y ante este peligro, ciertamente, los riesgos no siempre merecen la pena.

Por otro parte, en relación más directa con la nueva coyuntura historiográfica acerca de la antigua Roma y la romanización, a nadie escapará que de su mano ha emergido un tremendo debate terminológico en torno al propio concepto de “romanización”, abogándose incluso por su eliminación y consiguiente sustitución por otros, tales como “ bricolage cultural” (Terrenato, 1998), “criollización” (Wesbter, 2001) o “experiencias discrepantes” (Mattingly, 1997). Con dichos nuevos términos, lo que tratan de hacer sus alumbradores es poner de manifiesto la flexibilidad del proceso romanizador, dentro de un horizonte multilateral de cambios sociales y culturales, dando importancia, de paso, a la idea de “negociación” (Keay y Terrenato, 2001; Revell, 2009; 2015). En este movimiento, no obstante, se ha querido intuir un ánimo tendente a sanear la imagen del imperialismo romano en aras de la corrección política (Curti, 2001; Cecconi, 2006, p. 90). Como ha señalado Dench (2005, p. 25), a pesar de la legítima preocupación por la hegemonía de la visión romanocéntrica, es difícil negar que el imperium, en tanto poder político-militar absoluto, es vivido por la mayoría de sus súbditos como dominación –con independencia del tiempo y el espacio, cabe añadir–. Diremos también, por nuestro lado, que la polémica romanizadora entre los académicos británicos de la segunda mitad del siglo XX parece haber sido permeada por las reflexiones y autocríticas, a veces un tanto complacientes (Darwin, 2012), que a partir de los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria, una vez es evidente el declive de su imperio, surgen en Reino Unido sobre su propia tradición colonialista y el papel que jugó –y que habría de jugar desde entonces– la Commonwealth. Ya se trate de cargar con la culpa de la subyugación y el expolio, ya de reivindicar los beneficios mundiales del proyecto imperial británico, resulta claro que el debate sobre la romanización en el contexto anglosajón –donde tampoco se presta mucha atención a lo que se escribe y piensa fuera de él– no escapa a la referida discusión, por lo que no se trata de un debate únicamente sujeto a acontecimientos y procesos históricos, sino también a los devenires políticos del presente, de los cuales, en cualquier caso, no se zafa ninguno de los problemas historiográficos que aquí –y fuera de aquí– nos incumben.

Lo más importante en todo esto, realmente, no es la palabra en sí, sino su contenido, como han expuesto Slofstra (2002), Le Roux (2004) o Woolf (2014). Es decir, entender que la romanización, si optamos por seguir utilizando la palabra, atañe a un amplio –amplísimo– proceso de cambio social y cultural basado en la interacción múltiple, aunque marcadamente desigual, que se produce cuando las comunidades sometidas por Roma –primero itálicas, luego mediterráneas y, por último, protohistóricas de la Europa occidental– entran en contacto con su poder dominante y su cultura hegemónica. En esta misma línea, sin eludir el término, Pereira Menaut (1988) eligió ya hace más de treinta años hablar de “transformaciones producidas por la conquista romana y sus resultados”, haciendo con ello alusión a las dos realidades comparecientes en el proceso, la transformadora y la transformada. Y, con posterioridad, este mismo investigador también sostendrá que la romanización, más allá de la intensidad con la que se desarrolla, resulta de una forma completamente diferente en cada provincia, por lo que el fenómeno no puede ser designado con el mismo nombre en todos los lugares, “a no ser que el substantivo «romanización» signifique algo tan amplio como «historia», que puede ser justamente aplicada a una región, a una lengua o a una técnica” (Pereira Menaut, 2010, p. 244). En todo este enredo terminológico, ciertamente, los nuevos conceptos y términos no resuelven en sí mismos los desafíos y problemas de la interpretación histórica, por más que hayan contribuido a actualizar los debates, a abrir nuevos focos de estudio y a reformular los intereses de la investigación. Es más, en ocasiones, las palabras sustitutivas conducen a nuevos embrollos metodológicos, pues se quedan en la forma sin entrar en el fondo, como evidencia el uso eufemístico de la expresión anglosajona “R-word”, cuya utilización, en este caso, ha durado más bien poco. Sea como fuere, al margen de todas estas problemáticas señaladas, no menores, se podría aducir que la espinosa cuestión terminológica al menos ha permitido adquirir al conjunto de los historiadores y las historiadoras de la Antigüedad una mayor sensibilidad hacia las implicaciones políticas de la disciplina histórica, lográndose en el camino que la noción de “romanización” pierda casi por entero cualquier vínculo con la prístina concepción de imposición civilizatoria y asimilación cultural pasiva (Cruz Andreotti y Machuca, 2022, pp. 147-150).

En otro orden de cosas, pero corriendo en paralelo a todas estas vicisitudes historiográficas referidas, nos parece importante hacer notar, por último, que existen claros visos de que en las dos décadas que nos preceden ha brotado un fuerte y renovado interés por el mundo romano también en el ámbito extracadémico, es decir, el del gran público. Este interés viene definido por un amplio abanico de expresiones culturales no canónicas que se integran en las dinámicas de consumo de la llamada “cultura de masas” (Unceta y Sánchez Pérez, 2019). Pocas veces, en los dos siglos previos, el entusiasmo popular generado por Roma y su historia ha sido tan alto. Así se puede comprobar, de hecho, si atendemos a la gran cantidad de productos culturales con temática romana que existen actualmente a nuestro alrededor: novelas y cómics, películas, series de televisión, recreaciones históricas, videojuegos, etc.

Todo lo dicho anteriormente, en su conjunto, es lo que justifica el uso en el título de este trabajo del adjetivo “redux”, con frecuencia empleado, precisamente en el ámbito de la producción cultural anglosajona, para indicar una revisión, una restitución, un traer de vuelta. [4] El primero de los significados, el que alude a la acción de revisar, es el que stricto sensuimbrica con los aspectos historiográficos que vamos aquí a tratar de manera amplia a partir de tres tendencias que, con sus fortalezas y debilidades, creemos ocupan, ya en pleno siglo XXI, un lugar destacado tanto en el estudio de los temas identitarios del mundo romano como en la interpretación de la propia romanización, sobre todo una vez se consumó la ruptura definitiva con el modelo clásico. Son: 1) la mirada local y los estudios étnicos, 2) las perspectivas globales y 3) la perspectiva de género. Seguidamente, en un breve epílogo final, dedicamos unas líneas al coetáneo fenómeno de recepción popular de la antigua Roma. En él, fijamos nuestra vista en la escasa penetración que estas aproximaciones académicas más recientes tienen en la esfera pública actual, e intentamos ofrecer una concisa explicación –más bien una reflexión para desarrollar a futuro– sobre sus posibles causas.

La mirada local y los estudios étnicos

Si en las décadas que nos preceden existe un verdadero cambio de paradigma dentro de los estudios que centran su atención en el mundo romano ese no es otro que el que viene marcado por el esfuerzo realizado, ya desde los años ochenta, a la hora de analizar y considerar las identidades étnico-culturales colectivas y regionales –también denominadas “microidentidades” (Whitmarsh, 2010)– que surgen y se desarrollan o reafirman en toda la cuenca del Mediterráneo, de Oriente a Occidente, en paralelo a la expansión imperialista romana desde mediados del siglo III a. n. e. En un primer momento, todavía precoz y vinculado directamente con la lucha anticolonial y la emergencia de la incipiente teoría poscolonial, este ejercicio de valoración de “lo local” ostentó un corte nativista, imposible de separar, como ya se ha apuntado, del proceso descolonizador que sucede tras 1945. Desde esta óptica, podemos resumir, cualquier disrupción en el fenómeno ideal de adquisición de civilización que suponía la romanización según la concepción tradicional –justo esa contra la que se reacciona–, será interpretada ahora en términos de consciente resistencia y abierta oposición a Roma.

Un buen ejemplo de ello lo representa el historiador francés Marcel Bénabou, nacido en la ciudad marroquí de Mequinez. En la introducción de su seminal trabajo La résistance africaine à la romanisation afirmará lo siguiente: “la romanización de África no es un simple episodio, como tanto otros, de la historia del imperialismo romano; es también, y sobre todo, un momento particularmente importante en la historia de la población indígena” (Bénabou, 1976, p. 15). No obstante, tras su publicación, el libro fue ignorado y despreciado a partes iguales por la ortodoxia académica francesa, siendo ello quizás la causa de que Bénabou, por momentos, se centrara más en su faceta literaria como integrante del OuLiPo, el Ouvroir de Littérature Potentielle que su amigo, el escritor Raymond Queneau, cofundó en 1960. A pesar de entroncar a veces con un esencialismo parecido al de la visión contraria, la obra de Bénabou constituye un punto de inflexión a la hora de representar a las comunidades del Magreb durante el período romano, dado que, en base a profundos estereotipos, en general habían sido caracterizadas hasta esas fechas como bárbaras y salvajes, incapaces de vivir civilizadamente sin la tutela de Roma. Esta imagen romanocéntrica que Bénabou rompe junto a otros colegas, como Abdallah Laroui (1970) y Mahfoud Kaddache (1982), casaba a la perfección con la voluntad e intereses coloniales de las potencias europeas, en especial Francia, que era la que había controlado efectivamente los actuales territorios de Marruecos, Argelia y Túnez, ya fuese como protectorado –en el primer y tercer caso–, ya como colonia –en el segundo de ellos–.

Pero lo más interesante de la un tanto escasa, aunque situada, obra histórica de Bénabou es su propio concepto de “resistencia”, el cual trasciende lo puramente violento, conectando así con las formulaciones de “resistencia silenciosa” y “resistencia cotidiana” que emergen en los años ochenta al calor de los denominados “estudios subalternos”, de naturaleza ya claramente poscolonial (Guha, 1982). Además de entenderla, a la manera clásica, como una reacción armada contra una ocupación extranjera, la resistencia es interpretada por Bénabou (1976, p. 17) como un movimiento cultural conservador que se opone a los cambios y, a nivel psicológico, como un intento de preservar la propia identidad en contra de las influencias externas. Para ello, se fijó en el mantenimiento de las lenguas neopúnica y libia y en las preferencias religiosas y onomásticas de los locales norteafricanos, que demostraban así su “africanidad” como forma de resistirse al poder romano. Sus aportes son importantes porque, a pesar de sus insuficiencias, luego revisadas y modificadas (Bénabou, 1978; 1982), contribuyeron a evidenciar el fuerte peso que el discurso colonial, según la conceptualización de Edward W. Said, todavía tenía en la representación de las situaciones coloniales de la Antigüedad. Bénabou presenta la “resistencia indígena” de una forma que entroncaba directamente con las ideas más comprometidas de Franz Fanon. Para este, la novísima y aún tierna intelligentsia africana tenía la tarea de “responder agresivamente a la teoría colonialista de una barbarie anterior a la etapa colonial” (Fanon, 1999, p. 163). Aunque con excepciones destacadas, como la que representa el también martiniqués Aimé Césaire, abiertamente marxista, o incluso el propio Fanon, para quien el nacionalismo, en tanto producto político burgués y europeo, no podía ser modelo de emancipación, buena parte de la Négritude y el movimiento panafricano consideraban que el período colonial representaba una ruptura con las esencias nativas (Diop, 1967). Estas solo se recuperarían tras las luchas por la independencia y la subsiguiente descolonización cultural, lo que terminó conllevando, en la práctica, el surgimiento de un neonacionalismo nativista en casi toda África y el Caribe. Lo cierto es que mientras los críticos de Bénabou revelaban sus anacronismos (Turcan, 1978), sobre todo concernientes a los paralelismos que hace entre romanización y colonización francesa, así como entre sus respectivas resistencias, jamás estos pusieron el mismo celo en revisar los condicionantes políticos e ideológicos del planteamiento tradicional hegemónico, que aún mantendría a las comunidades indígenas en la inacción durante un tiempo. [5]

Habrá que esperar, pues, a finales de los años ochenta, y no únicamente por la irrupción definitiva del poscolonialismo, para que la historiografía sobre el mundo romano empezara a considerar el papel de los locales en la creación de las culturas provinciales. Es ahora cuando surgen conceptos como “autorromanización” (Millett, 1990) o “convertirse en romano” (Woolf, 1998). En España, de igual manera, debemos destacar la obra de F. Wulff (1983; 2001) y G. Pereira Menaut. El primero es precursor de los estudios étnico-identitarios aplicados a la Baja República y el Alto Imperio, así como de su análisis historiográfico, mientras que el segundo, con sus trabajos sobre la Callaecia, es uno de los popularizadores de la noción de “etnogénesis”. Con ellos, de una vez por todas, la romanización deja de ser completamente romana. A la vez, estas interpretaciones que empiezan a prestar atención preferente a “lo local” y “lo regional” no tardarán tampoco mucho en superar la idea de que la perduración indígena –de elementos culturales indígenas, más bien– era una pura cuestión de resistencia a los cambios y al dominio romano. Si nos fijamos en la península ibérica, no hay duda de que las transformaciones que viven las comunidades locales, aunque graduales, son profundas a pesar de las continuidades (por ejemplo, para el occidente hispano, véase el trabajo reciente de Sastre y Orejas, 2018).

Con todo, las perspectivas locales y los estudios étnico-identitarios comenzarán su época dorada durante los años noventa, a partir de la ya varias veces referida teoría poscolonial, que es absolutamente abrazada por la Arqueología británica hacia mediados de dicha década, tal como refleja el volumen colectivo Roman Imperialism: Post-colonial Perspectives , editado por Webster y Cooper (1996). Como defendimos en un trabajo anterior (Machuca, 2014), el poscolonialismo, que ni mucho menos constituye un cuerpo teórico homogéneo –bebe, siendo muy sintéticos, del psicoanálisis, el materialismo histórico, la deconstrucción posestructuralista y las teorías feministas– ha aportado a la investigación actual sobre el mundo romano, si no nuevas, sí renovadas herramientas de análisis e interpretación para el examen de la agencia local, pero no únicamente. Hallamos, entre sus preferencias de investigación, múltiples temas y objetos de estudio, caso de los espacios intermedios y terrenos neutrales, el hibridismo cultural o la representación del sujeto colonizado, es decir, del “otro”, cuya auténtica voz quedaría oculta en los márgenes discursivos a causa, según Spivak (2010), de una “violencia epistémica” consustancial tanto a la cultura colonizadora dominante como a la historiografía tradicional. También tiene una raíz poscolonial el interés por los no infrecuentes movimientos que protagonizan los sujetos colonizados –los súbditos imperiales para el caso específico romano– hacia el poder metropolitano en su deseo de parecerse al dominador, de convertirse en el “Otro”. [6] Y es que, hablando de identidades –y de su propia variabilidad histórica–, no debemos pasar por alto que el poder imperial tiene una gran capacidad performativa: Roma genera identidades ajenas a la suya, sí, pero también motiva, entre las comunidades locales conquistadas, un acercamiento político y cultural hacia ella misma por los beneficios que propicia, sobre todo entre las élites y subélites. Para Homi K. Bhabha (1994), quien completa junta Said y Spivak la “Santísima Trinidad” de los estudios poscoloniales, aquí entrarían en juego protocolos ambivalentes como el “mimetismo”, que permite a los colonizados llegar a ser como los colonizadores, pero, a la vez, seguir siendo diferentes. Es más, se trata de una estrategia habitualmente alentada por los colonizadores: primero, porque el resultado, reconocible, es “casi lo mismo, pero no del todo” (Bhabha, 1994, p. 86, con las cursivas en el original); y segundo, debido a que resulta útil para el centro imperial, pues con ello evita que las comunidades conquistadas alcancen más fácilmente una plena conciencia de la dominación ejercida sobre ellas, allanando, además, el terreno para el mantenimiento, la reproducción y la promoción de los poderes locales.

Desde este punto de vista, las identidades locales de la antigua Roma –constituida en imperio no en la segunda mitad del siglo I a. n. e., sino mucho antes, al menos en la República Media– no serían una prueba irrefutable de resistencias al dominio romano, sino, más bien, una evidencia de que en el mundo romano acontecen modalidades concretas de integración provincial, es decir, de romanización particular (Häussler, 2013), así como de la existencia de una comunidad imperial en torno al Mediterráneo (Wulff, 2021, p. 433). No se trataría, sin embargo, de una comunidad imperial homogénea, la cual permanece inmóvil a lo largo de los siglos. Al contrario, fruto de su compleja historicidad, bascularía permanentemente entre la unidad de “lo global” y la diversidad de “lo local” (Woolf, 2010). Estas perspectivas sobre la ambivalencia colonial y la capacidad de atracción de la comunidad imperial, sin embargo, no han tenido el mismo eco que otros postulados poscoloniales en la escuela anglosajona. Así, mientras que Greg Woolf, sin haberse adscrito nunca de forma explícita a la teoría poscolonial, parte en sus múltiples trabajos sobre la romanización de la idea de “transformación múltiple”, más o menos en la línea del enfoque que acaba de ser descrito, Richard Hingley (2005) y David Mattingly (2011), posiblemente los otros dos grandes referentes hoy para este tema en Reino Unido –el segundo abiertamente proclive al “giro poscolonial” y, en cierto modo, restituidor de Bénabou–, han centrado su atención con preferencia en la modernas nociones de “imperialismo” y “colonialismo”, dando lugar a visiones que, aunque enriquecedoras en lo relativo a poner en valor el comportamiento local, no abandonan el peligro potencial de la unidireccionalidad interpretativa. En este sentido, resulta difícil sostener que algunas propuestas recientes –por una incompleta lectura poscolonial, paradójicamente– no hayan cometido excesos a la hora de resignificar el desempeño de los locales, haciendo de estos, en una inversión absoluta de los roles, la parte más activa del cambio (o del no cambio) cultural e identitario asociado a la romanización (Mouritsen, 1998). Dentro del contexto británico, sea como fuere, también encontramos aproximaciones que, aunque acordes a la renovación historiográfica reciente en lo tocante a la formación de identidades y la regionalización, se muestran prevenidas ante los peligros que surgen tanto de colocar la variabilidad identitaria en el centro de nuestra percepción como de la dulcificación del dominio imperial romano, intentando a priori no caer en ellos (Laurence y Berry, 1998; Gardner, Herring y Lomas, 2013; Fernández-Götz, Maschek y Roymans, 2020; Gardner, 2020).

De hecho, a pesar de estos problemas, y no pocas veces contra ellos, es indudable que el derrotero común de toda la historiografía actual sobre el mundo romano, como ya fue apuntado en la introducción del presente trabajo, se encamina de forma prioritaria hacia un estudio más pormenorizado del papel jugado por las comunidades locales de los procesos de romanización e integración provincial, ahondando así en las relaciones que el Estado romano mantiene con los territorios que integraban su imperio, y en las interrelaciones que se dan entre estos, ya mediterráneos, ya extramediterráneos. En ello se incluye, claro está, el estudio de las consecuencias étnico-identitarias –nunca totalizadoras, cabría matizar, sino situadas históricamente– de la expansión imperial romana, hablemos de perduración y reafirmación consciente o, como sería más ajustado decir, de vivos fenómenos etnogenéticos: construcciones, reformulaciones y cambios identitarios estratégicos que no quedarían al margen, antes al contrario, de la asunción de elementos y estándares romanos por parte de las comunidades conquistadas.

EsteLeitmotivhistoriográfico compartido al que aludimos se refleja bien, creemos, en el hecho de que la atención prestada hoy por hoy a las identidades locales y a la continuidad de elementos étnicos-culturales trasciende, por mucho, tanto el ámbito británico como el de las otras historiografías anglosajonas –hablamos de los Estados Unidos y Australia–, que también ya han generado una ingente bibliografía sobre los referidos aspectos (Johnston, 2017; Burton, 2019; Irvin, 2020). Así, no siempre influidos por la teoría poscolonial –la cual, sea como fuere, suele terminar notándose, aunque sea solo para la crítica–, y sí, más generalmente, por el instrumentalismo antropológico (Barth, 1969) y por el constructivismo social, en especial Bourdieu, la nómina de estudios de índole étnico-identitarios no ha dejado de crecer en los últimos veinticinco años, tanto en España (Cruz Andreotti y Mora, 2004; Fornis, 2007; Jiménez, 2008; Andreu, 2009; Sánchez Moreno, 2011; Caballos Rufino y Lefebvre, 2011; Machuca 2019) como en el resto de países europeos. Aquí, además de a Francia (Simon, 2011), Alemania (Jehne y Pfeilschifter, 2006), Países Bajos (Roymans, 2004; Stek, 2014) o Portugal (Roig Lanzillotta, Brandão, Teixeira y Rodrigues, 2023), se debe hacer mención a la producción científica sobre identidad e imperialismo romano de las exrepúblicas yugoslavas (Lulić, 2015; Janković y Mihajlović, 2018). Al margen del Viejo Continente, de igual modo, se pueden destacar: en Chile, los trabajos de Bancalari (2007) y Nieto Orriols (2019); en Argentina, los de Moreno Leoni (2012) y Moreno (2016); y, por último, en Brasil, los de Bustamante (2006) y Funari y Garraffoni (2018).

Evidentemente, una vez abandonamos la percepción macroscópica, las concepciones asumidas por los investigadores e investigadoras actuales se separan, a veces de manera diametral, sobre todo en relación con el impacto que produce la conquista y a la naturaleza intrínseca del imperialismo romano –por ejemplo, benévolo u hostil, intransigente o flexible–, así como a la mayor o menor capacidad agenciativa de las comunidades locales sometidas y, directamente vinculado con ello, a la asertividad de la comunidad imperial y su poder de atracción (o no). Incluso así, el manifiesto interés mostrado hoy por “lo local”, “lo étnico” y “lo identitario” es indicativo de que estamos ante aspectos ya del todo fundamentales en la comprensión contemporánea del mundo romano. Al tiempo, si efectuamos una comparación entre los diferentes análisis –también variopintos desde el encuadre espacio-cronológico–, es cierto que despuntan semejanzas en cuanto a las actitudes locales y las causas de la emergencia de “nuevas” identidades, relacionadas tanto con la legitimación del poder –hacia dentro de la comunidad y hacia fuera, hacia Roma– como con las estrategias romanas de sometimiento, pero lo que realmente emergen son, según cada caso, comportamientos y prácticas diferentes, del lado local y del lado de Roma. Por eso, aunque el mundo romano que dibuja hoy la investigación es un mundo relativamente heterogéneo, tendente a cierta diversidad, es importante, al tratar de identidades étnicas, nunca perder de vista la historicidad de las mismas: ni las identidades étnicas son inmutables ni estamos hablando de esencias prístinas y sempiternas. Las identidades colectivas siempre surgen y se desarrollan bajo unas concretas circunstancias históricas, por lo que, si estas cambian, aquellas también lo hacen.

Por tanto, ni el enfoque local ni los estudios étnico-identitarios, como ya se apuntaba en la introducción, son inmunes a las problemáticas metodológicas. En primer lugar, y siguiendo con la última idea del párrafo anterior, es preceptivo huir de cualquier nuevo esencialismo. Cuando se empelan de forma abusiva, nociones como “contacto cultural”, “hibridación” y “diversidad”, a pesar de su potencia, frecuentemente conducen a incidir con excesivo ahínco en la naturaleza negociada y límites difusos tanto de los contextos coloniales como de la identidad. En el primero de los casos, esto lleva a desvirtuar las situaciones de desigualdad y subyugación que en el seno del mundo romano ocurren de ordinario, a veces con altas dosis de violencia y explotación. Por su parte, en el segundo, suele acarrear una minusvaloración del peso que tienen la propia conquista y el proceso romanizador subsiguiente, en tanto dinámicas históricas externas, a la hora de que los sujetos sometidos cambien o redireccionen sus propias lealtades étnico-identitarias, bien por el uso de la fuerza, bien por sus creencias y aspiraciones –individuales o grupales–. Este último problema deriva, además, de no dar la suficiente importancia a las relaciones de poder y categorizaciones jerárquicas y de control que las identidades colectivas, y entre ellas las étnicas de un modo muy particular, habitúan a esconder bajo sí.

Asimismo, con todo ello, se corre también el riesgo no ya de naturalizar las diferencias culturales, sino las propias identidades étnicas anteriores a la llegada de Roma: si estamos incurriendo en un error al pensar en una “identidad romana” fija e inmutable, exactamente lo mismo hacemos al plantear una suerte de “pureza” prerromana que permanece a pesar de la mezcla y las transformaciones posteriores. De este modo, no sirve de mucho atender a los elementos locales, híbridos y/o diversos del mundo romano si no lo hacemos estudiando, dentro de un contexto histórico definido, los procesos a través de los que dichos elementos surgen y se desarrollan, quiénes o qué grupos los propician y cuáles son sus resultados específicos. Tampoco conviene hacerlo, diremos para finalizar este apartado, obviando el trabajo de las generaciones previas: en su momento, un ya clásico Mario Torelli certificaba en un volumen recopilatorio publicado en inglés, Studies in the Romanization of Italy , que a pesar de la tendencia a la homogeneización que a partir de mediados del siglo I a. n. e. facilita Roma, la península italiana nunca participó, ni antes ni después de la Guerra Social, de una única e inequívoca ecuación identitaria (Torelli, 1995, pp. 11-14). [7]

Las perspectivas globales

El segundo gran paradigma hoy dentro de los estudios sobre la antigua Roma lo constituyen un conjunto heterogéneo de perspectivas que hemos designado como “globales”. Más que un marco teórico común, lo que confiere unidad a dichas perspectivas es su particular y compartido punto de vista acerca de la naturaleza estructural del mundo romano. Bajo este enfoque, hoy son ya muchos los investigadores e investigadoras que entienden que el mundo romano surgido y desarrollado en torno al Mediterráneo constituyó, en términos generales, una extensa red de interconexiones regionales y, justo por ello, es susceptible de ser analizado como una formación histórica globalizada. Para ello, frecuentemente se recurre a las teorías contemporáneas sobre la globalización actual, no con la pretensión de realizar una aplicación directa de estas sobre el mundo romano, lo cual lógicamente resulta problemático, sino buscando nuevas herramientas de reflexión y análisis que permitan superar los escollos e impasses interpretativos de los últimos años, en especial los que quedan constreñidos por el ya manido debate de la romanización (Pitts y Versluys, 2015). En el camino, además, se ha dado una vuelta de tuerca a las cuestiones étnicas e identitarias (Cruz Andreotti y Machuca, 2022, pp. 102-107 y 158).

Se ha defendido que las teorías acerca de la globalización son particularmente útiles para el estudio de la conectividad y la movilidad, así como de las prácticas de consumo, superando la idea, un tanto simplista, de que el centro rector romano, la propia Urbs, marcaba las líneas a seguir, influyendo e imponiendo su criterio –primero desde el Lacio, luego desde Italia– a las provincias (Pitts, 2015). Efectivamente, asumir la perspectiva global significa entender, antes que nada, que los procesos económicos y culturales que afectan al conjunto del mundo romano no son resultado exclusivo del imperialismo de Roma. El concepto de “globalización”, por tanto, permite dejar a un lado las concepciones binarias que se han mantenido –y aún se mantienen bajo nuevas formas– sobre el mundo romano. Más que como sustitutivo del vocablo “romanización”, su uso sirve para revelar la gradación de la “conciencia global” romana y las fórmulas de participación, a través de los mecanismos de inclusión/exclusión, incluyendo los de índole identitaria, que existen dentro del sistema imperial romano (Pitts, 2015, p. 93).

Más específicamente, Versluys (2014, p. 12) ha defendido que el mundo romano se fue conformando a partir de finales del siglo III a. n. e. en una ecúmene global, esto es, en un imperio que posibilitó conexiones más profundas entre sus territorios y grupos sociales, así como también un marco de relaciones intensificadas con respecto a la multitud de comunidades y pueblos que lo habitaban, que van paulatinamente transformándose en un nuevo y cambiante contexto interrelacional de expresiones –políticas, culturales, económicas– de carácter tanto global como local. Esta concomitancia entre “lo global” y “lo local” es, por cierto, la que encierra dentro de sí el neologismo “glocalización” (Roudometof, 2016), un vocablo que sirve para subrayar que las respuestas locales al fenómeno global romano pueden dar lugar a la aparición de nuevas ideas y prácticas. Como ha señalado Cobb (2022), esta abstracción evita que incurramos, implícita o explícitamente, en una defensa de la “pureza cultural”, pero, al mismo tiempo, también impide que percibamos las culturas provinciales como creaciones o imposiciones romanas pasivas, sin ninguna agencia por parte de los sujetos previamente conquistados. Ahora bien, siguiendo esta línea, debe tenerse en cuenta que “lo local” dentro del mundo romano no puede entenderse completamente si no es a partir de una perspectiva superior más amplia, es decir, global. Y es que, aunque en sí misma constituya una dimensión interna concreta de cada provincia, ciuitas o comunidad étnica, “lo local” siempre aparece anclado a puntos de referencias exteriores, que son los que proporcionan la conciencia de ocupar ese particular lugar determinado dentro de un conjunto mayor (Woolf, 2010). Dicho de otro modo, “lo local” no se comprende sin la realidad global que lo propicia, esto es, sin la comunidad imperial. He aquí, de hecho, lo que nosotros consideramos que es el mayor aporte que a los estudios étnico-identitarios ha realizado la nueva historiografía globalizante: hablamos de visiones que permiten tratar simultáneamente tanto la unidad del mundo romano como sus diferencias, cercenando con ello las dicotomías identitarias y la dualidad romanos vs. nativos.

La principal paradoja de la globalización contemporánea es, precisamente, que crea a la vez unidad y diversidad (Bauman, 1998). Como es sabido, la palabra “globalización” es originalmente empleada para hacer referencia al actual y todavía vivo proceso de escala planetaria por el cual ha aumentado la interdependencia económica y cultural entre estados a causa de la extensión de las redes comunicativas, los cambios tecnológicos y la reducción de barreras a la movilidad de mercancías, capitales y –en menor medida– personas. Ello provoca que los territorios más pobres sean cada vez más dependientes de la situación económica y financiera, dirigida por las potencias occidentales –hasta ahora– y las grandes corporaciones empresariales. Hardt y Negri (2005) han sostenido que la consecuencia política más directa de esta globalización es el surgimiento de una nueva forma de soberanía, con lógicas y estructuras de dominio muy diferentes a las que existían a mediados del siglo XX. A este nuevo orden lo llaman “imperio”. En contraste con los imperios tradicionales, el imperio actual no establece ningún centro de poder y no se sustenta sobre límites o fronteras fijas: “Es un aparato descentrado y desterritorializador de dominio que progresivamente incorpora la totalidad del terreno global dentro de sus fronteras abiertas y en permanente expansión. El Imperio maneja identidades híbridas, jerarquías flexibles e intercambios plurales a través de redes de mando adaptables. Los colores nacionales distintivos del mapa imperialista del mundo se han fusionado y mezclado en el arco iris del imperio global” (Hardt y Negri, 2005, pp. 14-15).

Fue el ya más arriba referido R. Hingley (2005) uno de los primeros investigadores en plantear una “globalización” romana. Sin embargo, han sido otros especialistas los que realmente han incidido en esta concepción, que cuenta ya con una extensa bibliografía de referencia, en la cual sobresale el volumen Globalisation and the Roman World: World history, connectivity and material culture, editado por M. Pitts y M. J. Versluys, cuya introducción ya hemos citado. Se han de destacar, igualmente, los trabajos de Witcher (2000), Bancalari (2007), Hitchner (2008) o Belvedere y Bergemann (2021). En paralelo, esta consolidación del paradigma global ha supuesto también una vuelta de la longue durée braudeliana a la primera línea de la historiografía, lo que no solo supone una relativa restitución de las grandes narrativas desechadas a mediados de los años setenta de la pasada centuria, sino igualmente un –siempre feliz– retorno a los análisis holísticos y estructurales (LaBianca y Scham, 2014), conectando así con aquellos investigadores que, de forma esporádica y no con gran recepción, aplicaron la teoría de los sistemas-mundo de Wallerstein al pasado antiguo (Cunliffe, 1988).

A este respecto, Moatti (2013) ha advertido que, para obtener un mejor conocimiento de las transformaciones en el contexto romano-mediterráneo, es importante tener en consideración no solo su propia globalidad y cosmopolitismo, sino también el carácter performativo de la intensa circulación de personas y objetos que tiene lugar en su seno. La movilidad, la conectividad y las dinámicas de consumo, bajo esta óptica, pasarían a ser elementos constitutivos de la propia historicidad de las comunidades mediterráneas, y de ahí deriva, en consecuencia, que se hayan convertido en cuestiones absolutamente centrales para las perspectivas globales (Lo Cascio y Tacoma, 2016; Isayev, 2017). Sin embargo, dichas perspectivas atienden también con preferencia a otros temas y debates, tales como la “descentralización globalizada” –no homogénea– del urbanismo, la cultura material o el arte romanos, las redes de intercambio, el impacto interno y externo de la integración político-económica, la universalización de los saberes y las cosmovisiones –aquí, en particular, despuntaría un helenismo ya hegemónico antes del auge de Roma– o la propia imagen global que sobre su mundo tenían los autores grecolatinos. Al tiempo, desde el punto de vista más estrictamente arqueológico, todo este conjunto de temáticas se ha visto igualmente enriquecido por el uso de aplicaciones SIG y la utilización de Network Analysis, lo que está permitiendo profundizar en el conocimiento de las rutas, sistemas de transporte y vías de comunicación (De Soto, 2019). Gran potencial están mostrando también los análisis bioquímicos, como el estudio de isótopos estables o la distribución de haplotipos, los cuales posibilitan ya conocer con cierta claridad el lugar de origen de un individuo o grupo poblacional concreto (Killgrove, 2010). Los resultados, sin duda, apuntan hacia un mundo romano, sobre todo a partir de época imperial, que se ha definido como “en movimiento”, enormemente complejo y diverso. Sea como fuere, lo importante aquí, conviene insistir, es no entender esta diversidad en términos de exclusión y/o oposición, sino de acumulación.

La síntesis de todo lo expuesto resultará a estas alturas más o menos evidente: las teorías de la globalización favorecen potencialmente el estudio de los fenómenos de integración provincial desde una óptica basada principalmente en la larga duración, gracias a la cual se entiende, como ha remarcado Versluys (2014, pp. 18-19), que tanto las continuidades como las transformaciones políticas, económicas y culturales asociadas a dichos fenómenos son resultados coyunturales que tienen lugar, dentro de un horizonte estructural compartido, a partir de las dinámicas propias de cada contexto. Estos, según ya conocemos, varían dependiendo del tiempo y el espacio. Ahora bien, por más valiosos que (nos) resulten tales enfoques, las dificultades metodológicas no le son, de nuevo, ni mucho menos ajenas. De entrada, por más que se trate de una metáfora útil (Witcher, 2017), no han sido pocos los autores que han hecho referencia a la imposibilidad de hablar sobre globalización con anterioridad al siglo XVI (Naerebout, 2006-2007). Asimismo, la expresión “mundo romano globalizado” se interpreta, a veces, como un axioma normativo, lo que nos sitúa, paradójicamente, en la casilla de salida: si las diferencias son solo simples contingencias a escala local dentro de una realidad global mayor, lo único que en verdad tiene trascendencia histórica es esa estructura superior que las propicia, o sea, Roma en sí misma, que de nuevo así adquiere un carácter civilizador y homogeneizante. En este sentido, el problema de disfrazar las jerarquías y relaciones de poder, al colocar a todos los sujetos dentro de un mismo plano analítico e interpretativo, tampoco es menor aquí, como tampoco lo es, desde el lado contrario, el riesgo derivado de hacer paralelismos y analogías entre el pasado antiguo y el presente, equiparando las situaciones de opresión y desigualdad inherentes al capitalismo a las del sistema romano (Gardner, 2013; Morley, 2015).

La perspectiva de género

Si algo demuestra la emergencia de las dos tendencias historiográficas anteriores es que el paradigma clásico de la romanización resultaba absolutamente insuficiente por privilegiar en exceso el papel nuclear del centro metropolitano romano en las narrativas de cambio asociadas a dicho proceso. Lo hacía, además, de manera lineal y sin tener en cuenta cuestiones como la clase o el género (Hill, 2001). Afortunadamente, antes de que finalizara la pasada centuria, esta es una omisión que empezó a ser revertida, aunque, para el segundo de los aspectos citados, no sin pocas dificultades y controversias (Díaz-Andreu, Torres Gomariz y Zarzuela Gutiérrez, 2022). En este sentido, y a pesar de los “tempranos” y evidentes avances (Bengoechea, 1998), no hay lugar aquí para considerar que las mujeres hayan sido especialmente bien tratadas por el conjunto de la historiografía reciente sobre el mundo romano. De entrada, la mayor parte de las historias sigue siendo escrita por hombres cis heterosexuales y, bien por reticencias ideológicas, bien por carencias teórico-metodológicas, bien por eludir las dificultades inherentes a la infrarrepresentación de los sujetos femeninos en las fuentes grecolatinas, o bien por simple desinterés, seguimos escribiendo casi exclusivamente sobre hombres. Nada de esto, en realidad, debe servir como excusa y sí como incentivo y toque de atención, toda vez que, ya en pleno siglo XXI, la perspectiva de género se justifica por sí misma, habiéndose convertido en un paradigma metodológico con lugar propio dentro de los actuales marcos historiográficos.

De hecho, al calor de una ya asentada Segunda Ola del feminismo, la crítica al cariz patriarcal y androcéntrico de la Historia, y más particularmente, en nuestro caso, de la Historia Antigua y la Arqueología, se remonta a principios de los años ochenta (Wildesen, 1980; Conkey y Spector, 1984). Con ella, se denunciaba la falta de una historia hecha por mujeres, y empezaba también a delimitar las líneas que habrían de definir a futuro la historia con perspectiva de género y no una mera, aunque no poco clave, historia de las mujeres en la Antigüedad. Esta, dentro del marco más general de lo que se conoce como “historia contributiva” (Lerner, 1975), venía poco a poco siendo desarrollada desde mediados del siglo XX por investigadoras preocupadas, con lógica, por la escasa presencia femenina en las narrativas sobre el pasado antiguo y, frente a ello, por evidenciar el papel activo de las mujeres en su desarrollo histórico (Goodwater, 1975; Pomeroy, 1975; Garrido, 1986; Allason, 1989; Martínez López, 1990; Gallego, 1991).

El punto de inflexión lo representan trabajos ya clásicos de la teoría feminista como Feminist Studies/Critical Studies, editado por Teresa de Lauretis (1986); “Gender: A Useful Category of Historical Analysis”, de Joan Scott (1986); o, por último, “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics”, de Kimberlé Crenshaw (1989). [8] Dichos trabajos, sobre todo el primero y el tercero, marcan la transición hacia la Tercera Ola. A partir de aquí, la perspectiva de género se abre paso definitivo en la investigación histórica, a través de la idea de que “el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias percibidas entre los sexos, […] y es una forma primaria de relaciones significantes de poder” (Scott, 1986, p. 1067). Scott, además, identifica una “ambigüedad perturbadora” a superar en la pionera historia de las mujeres, pues esta es al mismo tiempo “un complemento inofensivo de la historia instituida y una sustitución radical de la misma” (Scott, 1993, p. 69). Sea como fuere, el hecho de que el género pasara a ser entendido no como una cualidad humana natural, sino como una categoría social, es decir, como el resultado de la construcción histórica, cultural e identitaria de la diferencia sexual, termina haciendo que los temas y objetos de estudio susceptibles de ser analizados bajo esta perspectiva se ampliaran de manera exponencial, abarcando aspectos como la familia, la sexualidad, el derecho, la edad, el trabajo, la religión y, en general, cualquier ámbito social donde se reconocen desigualdades en función de la adscripción de roles y pautas de comportamiento a partir de la binaria distinción biológica entre hombres y mujeres. Además, la perspectiva de género asume explícitamente –no existe, en realidad, una manera honesta de no hacerlo– que históricamente ha existido una relación de poder asimétrica entre el género masculino y el género femenino desde el Neolítico a consecuencia del patriarcado, esto es, la supremacía social del varón (Lerner, 1990).

Fruto de todo ello, y en paralelo al estudio de la mujer en su vertiente más clásica, donde no faltan aportes de interés específicamente materialistas (López Medina, 2008) la aplicación de los análisis de género y las teorías feministas al mundo romano ha vivido, en los treinta años que nos preceden, una auténtica revolución, como ya ha sido recogido en múltiples recientes trabajos de síntesis historiográfica (Zarzalejos, 2008; Pedregal, 2011; Foxhall, 2013; Cid López, 2015). En este sentido, es destacable la labor investigadora desempeñada –sobre todo, desde la arqueología de género y feminista– a la hora de estudiar, clarificar y poner en valor los roles femeninos dentro de aquellos ámbitos en los que, a pesar de su invisibilización en las fuentes de época romana, las mujeres jugaron un papel fundamental, desde la producción y reproducción de la vida –los cuidados y las actividades de mantenimiento– (Allison, 2007; Medina Quintana, 2014; Cid López, 2016; Picazo, 2017) al terreno religioso (Mirón, 1996; Schultz, 2006; Oria Segura, 2017). El desempeño en la vida pública romana y la proyección social de las mujeres –de las mujeres pertenecientes a la élite, cabe matizar– también ha empezado a ser reevaluado gracias a estos nuevos presupuestos, lo cual ha implicado una superación de los análisis centrados simplemente en su participación política a partir de la asunción coyuntural de roles masculinos (Domínguez, 2010; Mirón, 2010; Hidalgo de la Vega, 2012). Por otro lado, constituyendo Roma una formación histórica tan estructuralmente patriarcal, cuyas fuentes se reiteran una y otra vez en la inferioridad social e identitaria de las mujeres para justificar su sometimiento, no faltan ya tampoco trabajos centrados en explicar, a través de la exégesis textual, los mecanismos y dispositivos ideológicos que, dentro del mundo romano, contribuyeron a perpetuar los desequilibrios de género, la estereotipación femenina y la violencia simbólica hacia las mujeres y otros tantos sujetos marginalizados discursiva y materialmente (Cenerini, 2002; Cid López, 2007; Mañas, 2019). En su conjunto, tales procederes están sirviendo, creemos, no solo para comprender las identidades romanas desde un punto de vista más holístico, sino también para despatriarcalizar, se quiera aceptar o no, la propia historiografía, donde todavía persisten sesgos patriarcales y predominan las visiones androcéntricas (Montón y Lozano, 2012).

Finalmente, sobre todo en los años inmediatos, la perspectiva de género aplicada al mundo romano ha empezado igualmente a ocuparse del estudio de la infancia (Rawson, 2005; Carroll, 2018; Sánchez Romero y Cid López, 2018), así como también del de las minorías sexuales, las sexualidades periféricas y la disidencia de género (Hidalgo de la Vega y Pérez, 2018; Surtees y Dyer, 2020). Para algunas de estas cuestiones, no obstante, existen notables excepciones de las décadas previas, como los trabajos de Veyne (1982), Matthews (1994) y Williams (1999) sobre homosexualidad –masculina– en la antigua Roma. En cualquier caso, sería claro que el incipiente interés por “lo no normativo” está ligado a la irrupción de la teoría queer en los años noventa. De corte posestructuralista, la crítica queer ha supuesto una vuelta de tuerca a las reflexiones que aquí nos han ocupado, pues señala que el sexo, al igual que el género, también es una categoría socialmente construida (Butler, 2001). Ello resultaría así porque el sexo, al ser un rasgo biológico meramente, no cobra sentido por sí mismo, sino que justamente lo hace gracias al carácter performativo del género en tanto este constituye un mecanismo cultural naturalizador de la diferencia sexual. A pesar de su aceptación parcial, los cuestionamientos acerca de su validez y las incomodidades que suscita, no nos parece aventurado finiquitar este recorrido con la idea de que estos últimos temas y planteamientos, una vez también han llegado al ámbito de los estudios romanos, lo han hecho muy probablemente para quedarse. [9] La Historia, a fin de cuentas, continúa a pesar –y en contra– del “fin de la historia”.

Epílogo. ¿Y fuera qué? Una breve reflexión sobre la recepción de la antigua Roma en el ámbito público

Roma, no creemos exagerado decirlo, está de moda en el ámbito no académico. Así se desprende de tres volúmenes colectivos recientes: En los márgenes de Roma: la Antigüedad romana en la cultura de masas contemporánea (Unceta y Sánchez Pérez, 2019), The Present of Antiquity: Reception, Reinvention of the Ancient World in Current Popular Culture (Lozano Gómez, Álvarez-Ossorio y Alarcón Hernández, 2019) y Del clasicismo de élite al clasicismo de masas (Duplá, Emborujo y Aguado-Cantabrana, 2022). En estas obras se muestra que, en efecto, el actual influjo del pasado romano es grande no solo en el cine, como de seguro se habrá intuido ya si se ha pensado en la película Gladiator, [10] sino también en la narrativa de ficción, el cómic, las series de televisión, los videojuegos, el arte o hasta la música popular. De hecho, la pasión actual generada por Roma y su historia no solo sería destacable en el campo del entretenimiento cultural, sino igualmente en los del turismo, los medios de comunicación y la política, terrenos estos que entroncan con los llamados “usos públicos de la historia”. Este empleo público de la historia no solo nos parece legítimo, sino también bastante grato. Ello no impide, sin embargo, que los problemas que suscita no sean menores: el recurso al pasado, particularmente al pasado romano, que se identifica hoy en la esfera pública y en ciertos ámbitos políticos no parece entroncar, o lo hace muy poco, con un real y genuino afán de conocimiento ni tampoco con la siempre saludable reflexión cívica sobre la historia –y su escritura– en tanto bien colectivo, sino que está precisamente vinculado a las demandas identitarias del presente, sustentadas, por lo general, en relatos de pertenencia excluyentes, rudos y aleccionadores.

En el debate público sobre el pasado romano, cada vez con más frecuencia, las interpretaciones académicas actuales, justamente muchas de las recogidas en las páginas anteriores, suelen ser tachadas como proselitismo de “lo políticamente correcto”, auténtico mantra del cada vez más común escepticismo –claramente masculinizado– hacia las ciencias humanas (Zuckerberg, 2019). Así las cosas, la dinámica que preside el interés no académico general por “lo romano” es, desde nuestro punto de vista, harto paradójica: da la impresión de que cuanto mayor es la sofisticación y diversidad de los planteamientos y matices desplegados por la reciente investigación, más se alejan de esta las versiones populares coetáneas sobre Roma, que es simplificada y esencializada al gusto –nunca mejor dicho– del consumidor. Como recoge Hanscam (2019), a propósito precisamente de la actual recepción pública de los estudios romanos en el contexto británico, los ataques mediáticos hacia los investigadores y las investigadoras que muestran sus críticas con el paradigma romanizador tradicional de corte positivista –el que sigue asentado fuera del campo especializado–, no solo son ya habituales, sino virulentos. De sobra son conocidas, en este sentido, las polémicas públicas que envuelven a Mary Beard, contra la cual se arremete tanto por su posición académica y reputación divulgativa como por su condición de mujer (Beard, 2017).

Existe, pues, una evidente disfunción entre lo que se produce científicamente y el tratamiento público que luego recibe. Ello, tal cual se ha señalado (Gonzales, 2019), tendría mucho que ver con el hecho de que internet, los mass media y la industria del entretenimiento cultural sean hoy los terrenos preferentes para la recepción de la Antigüedad. Para nosotros, sin embargo, hay aún una causa más profunda: el extendido clima global, en el campo sociopolítico, de repliegue identitario. Este repliegue, como hemos señalado en otro lugar (Machuca, 2021), se basa en gran medida en un eterno retorno al pasado. A un pasado, conviene remarcar, que es siempre entendido en términos de esencia: único, exclusivo, particular, nostálgico (Traverso, 2015). Así, en un mundo como el actual, repleto de incertidumbre, desconfianza y desencanto, la antigua Roma se ha convertido en un muy oportuno recurso identitario. En manos de las historiadoras y los historiadores está revertir la situación: ello no pasa por alejarse del debate público, sino justamente por participar más en él, tomando, en el camino, mayor conciencia de nuestra responsabilidad tanto en la transferencia del conocimiento histórico como a la hora de atender a las formas en que este es recibido y empleado.

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[1] La realización de este trabajo ha sido posible gracias a la concesión de una ayuda posdoctoral para la incorporación de personal investigador en las universidades del ámbito andaluz por parte de la Junta de Andalucía (convocatoria de 2021). El mismo, además, ha sido realizado en el marco del Grupo de Estudios Historiográficos (PAIDI HUM394). Por otra parte, agradezco a los evaluadores externos sus comentarios críticos, los cuales han contribuido a pulir la versión inicial del texto, que sin duda se ha visto enriquecido con las sugerencias aportadas.

[2] El entrecomillado merece aquí explicación. Las palabras “posmodernismo” y “posmodernidad”, así como los adjetivos que de estas derivan, son términos cada vez más esquivos si atendemos a la bibliografía actual. A veces, cuando se recurre a ellos, sobre todo desde posiciones críticas con las aproximaciones que beben de este paradigma, ya sea en parte o en su totalidad, el empleo de tales vocablos presenta un marcado cariz autoantonímico, es decir, se usan para definir una cosa y su contraria. A ello hay que sumar una utilización afanadamente homogeneizadora de los mismos, lo cual les termina desposeyendo de su carácter explicativo y les convierte, sin más, en nociones peyorativas.

[3] El tema del imperialismo romano se aborda aquí exclusivamente desde sus implicaciones identitarias, no abarcando otras cuestiones centrales del mismo, como son la diplomacia, la guerra, la economía o el entramado administrativo. Para una aproximación reciente sobre el estudio actual de tales temáticas, con perspectiva historiográfica y bibliografía actualizada, remitimos al trabajo de García Domínguez (2021).

[4] El Oxford English Dictionary(Simpson y Weiner, 1989, vol. 13, p. 440) define redux–del latín reducere , “traer de vuelta”, “hacer volver”, “reconducir”–, en su segunda aceptación, como “brought back, restored”. Por ejemplo, la palabra es usada, con este sentido, en el título del nuevo montaje que Francis Ford Coppola lanza de su clásico bélico Apocalypse Now, película original de 1979 que es reestrenada en 2021 bajo el nombre de Apocalypse Now Redux .

[5] Una crítica más situada es la de Thébert (1978), quien se pregunta si lo que hace Bénabou no es simplemente invertir el paradigma clásico.

[6] Para la diferenciación entre el “otro” con minúsculas –el colonizado, el foco del dominio por parte del “yo” imperial– y el “Otro”, con mayúsculas –el colonizador, el centro metropolitano–, véase Machuca (2019, pp. 35-36). Para una lectura reciente y diferente, en clave epistemológica del proyecto imperial romano, cf. Padilla Peralta (2020).

[7] Una valoración historiográfica completa y actualizada sobre las lecturas identitarias para Italia y la Baja República, con punto crucial en la Guerra Social (91-88 a. n. e), puede encontrarse en el reciente trabajo de Wulff (2021).

[8] En el año 1989 se funda también la revista Gender & History.

[9] Al mismo tiempo que se terminan de escribir estas líneas, la editorial Routledge prepara ya un handbook sobre estudios clásicos y teoría queer(Haselswerdt, Lindheim y Ormand, 2023). Se recomienda, asimismo, consultar la web Diotíma (https://diotima-doctafemina.org), la cual da cuenta de la creciente cantidad de recursos académicos y materiales bibliográficos sobre género, sexo, sexualidades, etnicidad, esclavitud, discapacidad e intersección que existen para el mundo del Mediterráneo antiguo.

[10] Se ha hablado, en este sentido, de un profundo “efecto Gladiator ” (Aguado-Cantabrana, 2020).