Lo “arcaico” y lo contemporáneo:

una lectura de historia de la ciencia en clave poscolonial

 

[The “Archaic” and the Contemporary:

a Reading of History of Science in a Post-Colonial Key]

 

Frida Gorbach

(Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco)

frida.gorbach@gmail.com

 

Resumen

 

En los finales del siglo XIX circularon profusamente por la Ciudad de México una serie de fenómenos que desafiaban las clasificaciones, ya que estaban como en el medio, incidiendo confusamente en el significado de conceptos como “ciencia”, “magia”, “brujería”, “religión”: magnetismo, hipnotismo, automatismo, sonambulismo, sugestión. El propósito es hacer una lectura en clave poscolonial de esos fenómenos y de ese momento histórico. Para ello me detengo en los desplazamientos que el giro poscolonial produjo en mi trabajo investigativo, en las estrategias que utilicé para ir más allá del archivo-repositorio, más allá de la temporalidad continua de la historia-proceso, hasta mirar cómo en los lugares más inesperados aparecen modalidades de esa geografía imaginaria que demarca el territorio de lo mismo y de lo otro y divide el mundo entre lo civilizado y lo primitivo, la dicotomía que el siglo XIX naturaliza. Al mismo tiempo, como efecto de ese giro, sigo conexiones inciertas en un intento por abrir la narrativa hacia otras articulaciones y otras posibilidades interpretativas.

 

Palabras clave: Magnetismo; Historia; Archivo; Giro Poscolonial; Ciencia

 

Abstract

 

At the end of the 19th century, a series of phenomena that challenged the classification were spread profusely in Mexico City, since they were like in the middle, confusingly affecting the sense of concepts such as “science”, “magic”, “witchcraft”, “religion”: magnetism, hypnotism, automatism, somnambulism, suggestion. The purpose is to make a reading in a post-colonial key of these phenomena and of that historical moment. To do this, I dwell at the shifts that the post-colonial turn produced in my research work, in the strategies I implemented to go beyond the archive-repository, beyond the continuous temporality of history-process, to look at how categories of that imaginary geography appear in the most unexpected places, demarcating the territory of the same and the other and dividing the world into the civilized and the primitive, the dichotomy that the 19th century normalized. At the same time, as an effect of that turn, I follow the uncertain connections in an attempt to open the narrative towards other articulations and interpretive possibilities.

 

Key words: Magnetism; History; Archive; Post-colonial Turn; Science

 

Recibido: 16/09/2022

 

Evaluación: 20/10/2022

 

Aceptado: 07/11/2022

 

El espacio poscolonial

 

La pregunta que el Dossier lanza a los historiadores acerca de la escasa impronta que el giro poscolonial ha tenido en el campo de la historiografía latinoamericana representa todo un desafío. Un desafío porque cualquier intento de respuesta pasa por las reglas de la disciplina histórica, por el funcionamiento de la institución historiográfica latinoamericana y, ligado a ello, por la difícil relación que los historiadores solemos tener con la teoría tan apegados que estamos, al menos en la institución historiográfica mexicana, a la evidencia documental.[1] Por eso, una intervención poscolonial en la historiografía invitaría, necesariamente, a emprender un trabajo de des-disciplina o in-disciplina que abra espacios desde donde sea posible mirar cómo nuestras historias han estado condicionadas por las historias nacionales, y estas a su vez por las historias imperiales, y cómo todo ello se manifiesta en la propia organización institucional.  

El caso es que cualquier ejercicio en ese sentido tiene que empezar marcando una distancia frente al oficio; algo complicado, no solo porque interpela a la propia formación y hace dudar de todo lo que se creía haber aprendido, sino sobre todo porque las ataduras a un viejo modo de hacer historia no aparecen completas de una sola vez: sus hilos se asoman solo cuando conseguimos producir algún desplazamiento, el cual, muchas veces, es tan gradual o intempestivo que no resulta reconocible. Además, en este caso, marcar distancia no implica necesariamente borrar la especificidad disciplinaria, como si esta pudiera diluirse con proponérselo tan solo. Más bien, el intento es abrir fronteras, hasta donde sea posible, para retomar desde un nuevo lugar la propuesta que ya hacían en los años noventa historiadores como Roger Chartier (1992), Lynn Hunt (1989) o Florencia Mallon (1999), en el sentido de producir fisuras en un discurso que casi sin darnos cuenta repetimos y que impide incorporar nuevos enfoques, nuevas perspectivas de análisis.

La tirada, entonces, no es soltar los documentos y abandonar el relato para dedicarse, digamos, a “teorizar”: muchos son los amarres, demasiadas las obsesiones que nos atan a la propia formación. Si aquí se teoriza es en la medida en que esa teoría se pone en juego en una situación particular, en tanto que surge de un lugar, de un archivo y de una experiencia particular. La teoría sirve para hacer explícitas las preguntas y los desplazamientos que la lectura de los autores fundamentales del giro poscolonial han abierto en mi trabajo investigativo; para hablar, por ejemplo, de las dificultades a las que he tenido que enfrentarme, de las grietas que se han abierto en mi forma de lidiar con el discurso histórico, de la indecisión que me abruma a veces a la hora de querer combinar el relato y el análisis argumentativo, de las cuestiones que he querido articular y sin embargo se vuelven a separar casi sin darme cuenta, en fin, para hablar de las cosas que de pronto aparecen y antes no veía. A eso me invita la perspectiva poscolonial, a volver sobre la historia desde otro lugar, y ello como una manera de comprenderme a mí misma y, por ese conducto, comprender a los historiadores.

El campo desde el cual parto ha sido estudiado principalmente por la historiografía de la ciencia y, puedo asegurar, no forma parte de las grandes agendas teóricas de los estudios poscoloniales y decoloniales, más próximos a problemáticas directamente relacionadas con la raza, la subalternidad y la dominación. Aunque estas cuestiones no se abordan directamente, constituyen referentes fundamentales en el propósito de analizar cómo esa situación particular de la que hablo configura una modalidad más de la geografía imaginaria que demarca el territorio de lo mismo y de lo otro (Gregory, 2004, p. 17). Ese campo –que aún no especifico– aborda lateralmente la diferencia cultural e ilumina de algún modo las formas como opera la frontera entre “civilización” y “barbarie”, dicotomía que define el nuevo modelo de racionalidad y que el siglo XIX naturaliza.

Concretamente, me interesa una serie de fenómenos que circularon profusamente en la Ciudad de México en los finales del siglo XIX y comienzos del XX: magnetismo, hipnotismo, automatismo, sonambulismo, sugestión. Y me interesan esos fenómenos porque trajeron al siglo XIX, un siglo caracterizado por la institucionalización del quehacer científico, todo aquello que la medicina debía desechar, borrar, olvidar o reprimir si se proponía abandonar la abstracción y convertirse en una verdadera ciencia.

Solo que antes de comenzar necesito esclarecer el nombre, ya que en realidad no sé bien cómo referirme a esos fenómenos. Me debato entre atender a sus diferencias, resaltando aquello que separa el magnetismo del sonambulismo, por ejemplo, construyendo para cada uno de ellos una genealogía específica, u optar por englobarlos a todos bajo un solo término. Digamos que estoy hasta el cuello, inmersa en la disputa que en el siglo XIX reinaba no solo en México y que puede condensarse, justamente, en la elección del nombre. Titubeo de la misma manera que en 1872 lo hacía Rafael Gómez en La Voz de México, órgano de la Sociedad Católica, quien distinguía entre “el magnetismo animal de Mesmer, la electricidad universal de Caupert y Charpignon, el principio nervioso de Muller, el éter de Bellanger, los movimientos inconscientes y musculares de Babinet y el motor de Eissen, el sonambulismo artificial, el hipnotismo de Asam y de Broca, la catalepsia histérica esencial de Petetin, la reverberación del pensamiento de Gorres, etc., etc.”, cuando en realidad quería demostrar el “parentesco natural” que unía a todos esos fenómenos.[2] Gómez se debatía entre la unidad y la multiplicidad pero buscaba en el fondo mostrar que por más que esos diversos “sistemas” parecieran “inconciliables”, detrás de ese infinito “trastorno de escenas”, de esa “simultánea variedad,” existía un “argumento de fondo”, una “unidad como centro”.[3] Cuento todo esto porque, más de un siglo después, sigo debatiéndome en esa disyuntiva: no me decido si proceder a recuperar la discusión de ese entonces y trabajar las diferencias o si optar por construir un conjunto y entonces llamarlos, parafraseando a ese escritor, “fenómenos mágicos o espiritistas, llámeseles como se quiera”,[4] o “fuerzas desconocidas”,[5] o “fenómenos sorprendentes”,[6] “incomprensibles”, “arcaicos”.[7]

Difícil decidirse debido a que esos fenómenos desafían las clasificaciones y subvierten toda distinción conceptual por estar como en el medio, incidiendo confusamente en el significado de conceptos como “ciencia”, “magia”, “brujería”, “religión”, “charlatanería”, “espiritualidad”, como fluyendo entre ellos, volviéndolos ambiguos. Pues ¿qué es el magnetismo?, ¿ciencia, magia o charlatanería? Por lo pronto, los llamó “fenómenos sorprendentes”, debido a razones que tienen que ver menos con la religión que con el deseo de alejarme lo más posible de la explicación científica, convencida de que en esa distancia conseguiré aproximarme a la multiplicidad y captar, quizás, algo del asombro que cautivaba a los médicos, a los literatos y al público profano de ese entonces.

Como sea, necesito de un núcleo común que opere como referencia inicial; y para ello acudo a Stefan Zweig (2006, p. 35), a la caracterización que ese autor hace de dichos fenómenos; y recurro a él porque los define sin perder de vista su heterogeneidad y mutabilidad. Así, ubica el origen de todos ellos en la teoría del magnetismo animal, inventada por Franz Anton Mesmer (1734-1815), considerado por el autor como el “precursor del psicoanálisis freudiano”. De este modo presenta a Mesmer:

 

En una época tan arrogante e impía, que idolatra su propia y jactanciosa ratio, aparece de improviso un hombre que afirma que nuestro universo no es en absoluto un espacio vacío e inanimado, una nada muerta, apática, alrededor del hombre, sino algo constantemente penetrado por ondas invisibles, inexplicables y sólo perceptibles por el alma, por misteriosas corrientes y tensiones que entran en contacto y se estimulan mutuamente en un intercambio constante, de alma a alma, de sentido a sentido. (Zweig, 2006, p. 35).

 

De forma parecida lo presenta el médico mexicano Francisco Armendaris: Mesmer llegó a París desde Viena “proclamándose poseedor de un fluido particular que transmitía a las personas como remedio universal de las enfermedades”. Su sistema tenía como fundamento la creencia de que existía “un fluido universal, regido por leyes desconocidas, animado de movimientos complicados, semejantes al flujo y reflujo de las mareas, y que establecía una influencia recíproca entre los cuerpos animados” (Armendaris, 1883, p. 13). Para decirlo de otra manera, el magnetismo constituía una fuerza que emana de nuestra existencia individual, “quizás esa misma fuerza que irradia de estrella a estrella” (Zweig, 2006, p. 35) o que determina el movimiento de las mareas; un fluido desconocido pero primigenio que, más allá de las terminaciones nerviosas, puede transmitirse de persona a persona, producir cambios en las enfermedades y actuar casi de forma mágica sobre la voluntad, el ser y la salud de otra persona.

Precisamente por eso me intriga el magnetismo, por las posibilidades que abre su condición etérea y su potencia para penetrar los cuerpos y vincularlos de formas insospechadas. Pero lo que me intriga especialmente, dado que es imposible aprehender esa condición con las herramientas que ofrece la disciplina, son dos cuestiones relacionadas con la escritura de la historia. En primer lugar, una que tiene que ver con el tiempo, pues los “fenómenos sorprendentes”, tan comunes en la Europa de finales del siglo XVIII, desparecieron poco después, para aparecer de nuevo cien años después de que Mesmer fuera expulsado de la Academia de Medicina de París por una comisión de cuatro renombrados médicos convencidos de que la existencia de un fluido magnético-animal es indemostrable (1784). Es decir, esos fenómenos, propios de una era que glorificó la razón y la iluminación, reaparecieron en la segunda mitad del siglo XIX volviendo a abrir, cual efecto tóxico, una experiencia humana de extrañeza, ansiedad, e impasse intelectual,[8] en un momento –eso es lo intrigante– en que la medicina moderna prometía entender la patología desde la visibilidad de la materia. Es como si esos fenómenos irrumpieran de pronto en el presente, en medio de circunstancias que no pueden dar cuenta de su presencia. Pues ¿por qué volvieron?, ¿cómo explicar su reaparición un siglo después? A modo de respuesta, podría acudir a lo que decía el astrónomo y espiritista francés C. Flammarion, (1846-1936), citado con cierta recurrencia por algunos mexicanos, cuando afirmaba que “(n)uestro fin de siglo se asemeja un poco al del siglo anterior”;[9] una alusión a un tiempo cíclico que podría contener la respuesta. Sin embargo, lo que más me sorprende, me doy cuenta ahora, no son tanto las razones que explican ese regreso como la calidad de ese pasado que retorna.

En segundo lugar, me intriga una cuestión de índole espacial relacionada con “México”. Pues ¿cómo escribir sobre lo sucedido en México?, y más tomando en cuenta el hecho de que me enfrento a un archivo fragmentado, compuesto por algunos estudios médicos, artículos de prensa y revistas literarias, nada comparable al tamaño de la obra publicada en Francia, lo que significa que cualquier intento por reconstruir las líneas del discurso mexicano obliga a poner primero en claro la escena europea. Intento, pues, contar lo sucedido en México sin caer en uno de los dos polos en que se ha debatido la historiografía latinoamericana, ya sea que repita el esquema modelo-copia mostrando que en México sucedió lo mismo que en Europa pero a escala menor, o que acuda a su negativo, la particularidad nacionalista, negando así cualquier posibilidad de mimesis.[10] El propósito, entonces, es reflexionar alrededor del caso mexicano fuera de esos dos modelos que hacen de Europa, ya sea desde la copia o su negación, la plataforma del saber que es pertinente a toda la humanidad y que nos permite entender nuestras propias sociedades (Chakrabarty, 2008, p. 77). Y ante ese desafío, se me ocurre por lo pronto el siguiente enunciado: “en México sucedía lo mismo que en Europa y al mismo tiempo no”. Sé que no es mucho, pero al menos, esa “y” que une y separa simultáneamente, reconoce el hecho de que las circunstancias que explican la aparición de esos fenómenos en Francia no se repiten en México, y ese reconocimiento requiere, necesariamente, de un trabajo de producción de distancias, temporales y espaciales, entre México y Europa, que es, en parte, lo que intento hacer aquí.

Me interesan esas dos cuestiones, el destiempo y la distancia, porque allí, me parece, se abre la “posibilidad poscolonial”. De un lado, el destiempo trae a escena una crisis del tiempo, pues la irrupción de esos fenómenos en un presente que no acaba de pertenecerles trastoca la secuencia del proceso-progreso, propio de la historia canónica de la medicina o lo psiquiatría, hasta perturbar las superficies lineales, planas de la temporalidad nacional haciendo que los pasados con los que el capitalismo moderno se topó en el camino, reaparezcan de manera desordenada, de formas ambiguas y contradictorias (Mezzadra y Rahola, 2008, p. 277). Del otro lado, la distancia geográfica que se abre entre México y Europa conduce hacia otro lugar que no es el de una historia de la ciencia ocupada en saber cómo los médicos mexicanos leyeron a los franceses, cómo los recibieron y tradujeron según situaciones particulares y coyunturas específicas.[11] Más bien, esa distancia muestra que las ideas de origen, aceptación, rechazo y uso, como señala James Clifford en la lectura crítica que hace de la Teoría viajera de Edward Said, resultan demasiado lineales, demasiado “europeas”, ajenas a las ambivalencias del mundo poscolonial (Clifford, 2015).

En conclusión, lo poscolonial me sirve para ir más allá del archivo-repositorio e imaginar otros circuitos de pensamiento que nunca serán visibles del todo en el archivo, más allá de la temporalidad continua de la historia-proceso, y más allá también de una idea de evidencia fundada sobre el criterio de lo verdadero y lo falso. Pero lo poscolonial, no para reducirlo a su condición de “marco”, de contexto geopolítico que desde fuera determina el sentido de los documentos, sino para convertirlo en un lente que consigne, al interior del texto, desplazamientos y nuevas articulaciones. En suma, lo poscolonial, retomando de nuevo a Clifford, para trazar las líneas de un viaje a través de espacios de confusión, siguiendo conexiones inciertas. Ese es al menos el intento.

 

El archivo

 

Si con las publicaciones de los médicos mexicanos sobre magnetismo, hipnotismo, automatismo, armo una cronología, la historia comenzaría en 1870 cuando Luis Hidalgo y Carpio, médico del Hospital de San Pablo, publica en la Gaceta Médica de México un texto en el que relata su asistencia, en la casa de una familia de la Ciudad de México, a una sesión de magnetismo animal;[12] finalizaría en las primeras décadas del XX cuando prácticamente dejan de aparecer estudios sobre el tema. Lo primero que ese ordenamiento muestra es que se trata de un número reducido de publicaciones, las cuales se incrementan un poco en las décadas de 1880 y 1990 (Vallejo, 2015, pp. 203-204). Muestra también el creciente interés de los médicos mexicanos por incorporarse al debate francés, ya sea insertos en la “Escuela de París” liderada por Charcot o en la “Escuela de Nancy”, dirigida por Betelheim.[13] Pero, sobre todo, la continuidad da cuenta del deseo de dichos médicos por quitar de las manos de ilusionistas y magnetizadores el monopolio de esos fenómenos, ya sea para desautorizarlos o para integrarlos a las prácticas terapéuticas desde el marco establecido de lo normal y lo patológico (Hernández, 1886).

Pero existe también la posibilidad de ampliar el archivo y de esa manera salirme de los marcos estrictos de la historiografía de la ciencia más canónica. Si lo amplío la perspectiva cambia radicalmente en la medida en que la discusión se abre hasta rebasar el ámbito de los estudios, las tesis y las monografías médicas. Por esa extensión el magnetismo empieza a aparecer en circuitos académicos, literarios y en medios públicos. Su práctica se hace patente en consultorios, teatros y salones e involucra a médicos, pero también a escritores, literatos, opinadores, funcionarios, ilusionistas. Se habla de ello en la prensa, la cual sigue a detalle las presentaciones de los magnetizadores y las discusiones que levantan a su paso, y en las revistas literarias, misceláneas parecidas a las gacetas novohispanas del siglo XVIII,[14] en las que aparece casi siempre una mujer magnetizada-hipnotizada-histérica.

Ampliado, el archivo dibuja un panorama mayor en el que se detecta un enfrentamiento entre dos fuerzas heterogéneas, una centrífuga que dispersa la unidad y otra que la propicia; delinea una zona imprecisa que simultáneamente acerca y aleja el magnetismo de la ciencia, la magia o la religión. Le sucede al escritor de la Voz de México quien parece jaloneado por una fuerza que lleva a la “simultánea variedad” y por otra que fija una “unidad como centro”.[15] La prensa se debate entre considerar a Pietro D’Amico, el “Rey de Magnetismo Humano”,[16] italiano que llegó a México en 1880, “un distinguido profesor”,[17] “un científico”,[18] “un médico ilustrado, incapaz de una superchería ridícula”[19] o, por el contrario, “un charlatán de oficio que explota la candidez popular”, “un mago de corbata blanca”,[20] “un magnetizador que dizque hace prodigios”,[21] que quiere convencernos de que existe “un fluido que esclaviza a la voluntad del magnetizador la voluntad de la sonámbula”.[22]

Pero más que de un enfrentamiento agónico entre dos fuerzas, diría que se trata de una comunicación inusitada para el siglo XIX, de una mescolanza inusual que vuelve muy porosa la frontera entre ciencia, literatura y espectáculo. En esa porosidad, las formas que adoptan los documentos son ahora tan indefinidas que resulta incongruente aferrarse a ese impulso decimonónico que nos domina aún a los historiadores y que nos conduce a distinguir siempre entre lo verdadero y lo falso. Más bien, el efecto que produce el archivo es de desparramamiento, como si en un momento dado hubiera esparcido los documentos sobre la mesa, revolviéndolos, y ya sin las constricciones que impone la cronología, mostraran los traslapes entre el discurso médico y el ilusionista: los médicos relatando los detalles del espectáculo al que asistieron en calidad de público; el magnetizador D’Amico defendiendo la calidad científica de su espectáculo; y el doctor Guillermo Parra organizando en el Hospital Juárez un espectáculo en el que más de 200 personas observan a una mujer “con la mitad del cuerpo dormido por completo y la otra mitad despierta”, y a un hombre que, como “verdadera estatua”, “cumple con las órdenes de su hipnotizador”.[23] Todo se torna más confuso al grado de que los médicos ponen en duda la realidad de la existencia de esos fenómenos cuando buscan afanosamente la forma de apropiárselos, mientras los ilusionistas ofrecen “evidencias” de que estamos frente a una realidad desconcertante.

Mauro Vallejo, en su artículo “Magnetizadores, ilusionistas y médicos”, reconoce lo inusitado de ese intercambio y lanza la hipótesis de que, en el caso específico de México, el gremio médico, con una corta tradición en el terreno de la experimentación en fisiología nerviosa, no tuvo la fuerza suficiente para enfrentarse a sanadores, ilusionistas y espiritistas (Vallejo, 2015, p. 210-211). En alguna medida, Vallejo mantiene la distinción entre ciencia y espectáculo al mismo tiempo que piensa la singularidad del caso mexicano desde la falta, es decir, desde lo que le falta a México con respecto a Europa, cuando todo parece indicar que las relaciones entre saber, espectáculo y medios de comunicación fueron mucho más complejas. Esos documentos desparramados dibujan un escenario en el que ciencia y magia se enfrentan, dialogan y confunden,[24] tal como lo mostraron Foucault y Didi-Huberman para el caso de la histeria en Francia: el espectáculo participa de la institucionalización de la medicina y la psiquiatría nace como espectáculo (Foucault, 2005; Didi-Huberman, 2007).

Pero más aún, el archivo ampliado conduce hacia un lugar que no está constreñido a los límites del archivo-repositorio, ya que reclama temporalidades ubicadas fuera del orden lineal de la historia nacional, el mismo orden que constituye la condición estructural del archivo entendido como acervo documental. El desparramamiento reclama un trabajo distinto de contextualización en la medida en que apunta hacia una exterioridad que, si bien no forma parte de los documentos, los determina en buena medida. Apunta hacia otros contextos cuya continuidad está dada por una tradición que tiene que ver menos con la fisiología que con la dinámica propia de la ciudad colonial. Porque, se puede decir, los documentos dibujan los confines de la “ciudad letrada”, como Ángel Rama llamó a esa ciudad dentro de la ciudad, reservada a una estricta minoría formada por una “pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales, todos esos que manejaban la pluma …” (Rama, 1998, p. 32). De la misma manera que en la ciudad colonial, el debate decimonónico sobre magnetismo tiene como actores a un reducido círculo de intelectuales, dueños de la escritura que, haciendo uso de un lenguaje florido, barroco, excesivo, de aire superior, nos recuerdan insistentemente que quienes ejercitan la letra deben de educar a una sociedad mayoritariamente analfabeta en la cultura europea.

Lo que ahora resalta en el archivo no es el triunfo progresivo de los médicos sobre el terreno incierto de los fenómenos nerviosos, sino los límites que sobre ese desparramamiento impone el círculo restringido de la ciudad letrada, un círculo ampliado en los finales del siglo XIX gracias a la incorporación de un nuevo público, urbano, ávido de manifestaciones espectaculares, atraído por la oferta de una creciente masificación de la cultura.[25] Lo que sobresale de pronto es la condición social de la gente que asiste a teatros y salones, “personas instruidas”, “familias adineradas de la capital”; el tipo de concurrencia, “ilustrada y distinguida”, que presencia asombrada los “experimentos fisiológicos y psicológicos” de D’Amico en el Teatro Nacional; el renombre de las “buenas familias” que experimentan directamente esos fenómenos en los salones de sus casas.[26] Así, el archivo dibuja una ciudad letrada “actualizada”, en el sentido de que redefine la frontera entre “nosotros” y “ellos”, entre el mundo letrado y los excluidos de ese mundo.

Afuera, expulsados hacia los márgenes de ese círculo, se encuentran los “débiles”, “ignorantes”, “pasivos”, “obedientes”, todas aquellas personas que como “autómatas” son reducidos “moral y físicamente a la obediencia pasiva”.[27] Convertidos en objeto, “ellos”, “los sencillos, los ignorantes, los acostumbrados a una obediencia pasiva” –decía Víctor M. Venegas en El Heraldo Mexicano– son los más susceptibles de ser magnetizados.[28] Sobre ellos el magnetizador-hipnotizador, con la pura fuerza de su voluntad, a través de una mirada, una palabra, el simple tacto, un “gesto misterioso”, produce “un sueño particular en que modifica según su voluntad, las ideas, las sensaciones, la movilidad y hasta las funciones orgánicas”.[29] O como decía sintéticamente alguien más en el El Heraldo Mexicano: “Las multitudes no razonan, sino que obran por influencias”.[30]

En esos márgenes las mujeres ocupan un lugar especial. La mirada del magnetizador recae sobre ellas, por ser las más susceptibles, las más pasivas, miméticas, enfermizas, sonámbulas. Allí están las que Charcot hipnotizó en el hospital de la Salpêtrière, o aquella que magnetizó D’Amico en el Teatro Nacional quien, al compás de la música, “se movía en posiciones dramáticas, con los brazos elevados, los ojos dirigidos al cielo, inundados de lágrimas; el juego de su fisonomía era de lo más encantador, y ha excitado la admiración por su inexplicable belleza”.[31] Esas mujeres, débiles, ignorantes, objetos que es necesario ordenar, controlar, dirigir, ocuparon un lugar junto a los niños, neuróticos, esclavos, indios, todos incapaces de deliberar por lo que debían dejarse gobernar por los otros, solo que no se ubicaban fuera de la ciudad letrada sino en sus límites, organizando, como lo muestra muy bien el trabajo de Beatriz González Stephan (2018), el consumo de las revistas literarias y la cultura mediática decimonónica.

 

Tiempo y acontecimiento

 

Si desprendo los “fenómenos sorprendentes” de la cronología que los inscribe en una historia de la medicina o de la psiquiatría, es porque hacia atrás no hay nada que ate su aparición a una tradición médica, y hacia adelante, hacia el siglo XX, nada que detenga su desaparición. Además, no hay nada afuera, ya que los médicos y literatos mexicanos que escribieron esperando el reconocimiento de Europa, no recibieron una mirada de regreso, nada que indicara, siguiendo a Derek Gregory, “que el nativo puede voltear a mirarte como tú lo miras a él” (Gregory, 2004, p. 21). Por eso, se podría decir que esos fenómenos, aislados de la mimesis, como flotando en el tiempo, no “llegan” a México, porque “llegar” supone el inicio de un proceso, sino que “caen”, con el ruido que resuena al toparse con un espacio vacío ya que no existe tradición capaz de amortiguar el golpe.

Fuera de la línea continua, el tiempo de esa historia se parecería más al de una caja de Pandora en el instante en que expulsa de su interior otro lenguaje, nuevos vocabularios, nuevas preguntas; o al deambular de un “autómata”, figura fundamental en la literatura europea de esa época, que ha perdido la voluntad y llega a un abandono tan completo de su personalidad y de su voluntad que se pued(e) conseguir de él lo que se quiera.”[32] Pero, sobre todo, de esa caja brota un interrogante enorme acerca de la condición misma del sujeto, ya que la mera existencia del autómata subraya la imposibilidad de erigir un sujeto autónomo, Ilustrado, poseedor de una identidad unificada y estable. Por todos lados surgen las mismas preguntas: ¿acaso el autómata conserva su condición de sujeto?; la obediencia de una magnetizada a su magnetizador ¿es absoluta?; alguien bajo el influjo de la hipnosis ¿tiene la conciencia “secuestrada”, “completamente aniquilada”?;[33] o ¿será que en lugar de que el magnetizado repita obedientemente “las sugestiones que se les dan”, esas sugestiones, más bien, “corresponden a sus secretos y deseos”?[34] Pero ¿de quién es el deseo?[35]

Todo parece desbordarse. La visualidad que debía ser el sostén de la medicina moderna ya no agota la totalidad de lo real y se repliega ante la aparición de otros sentidos: el “solo tacto de la mano” puede “hacer estremecer a una persona sensible”;[36] la mirada, que no es visión, provoca de inmediato “el amor o el odio eternos”, la “veneración o terror”, puede “dominar y hasta paralizar el brazo de un asesino!”. Incluso, en una “transposición de sentidos”, las personas oyen por los ojos, huelen por los oídos, ven “por los dedos y el occipucio”, y hasta pueden empezar a hablar en “lenguas que nunca habían aprendido” y saber “lo que estaba pasando en lugares muy remotos y otras cosas tan estupendas como estas”.[37]

Lo que emerge no es ya lo regular, lo invariante, lo que tienen en común esos fenómenos, sino las formas en que dichos principios dejan de cumplirse. Y así, los médicos dicen estar frente a una serie de fenómenos que no se pueden explicar científicamente pero tampoco “se puede deducir de ningún modo que no existen”.[38] El magnetizador confunde su mandato con los deseos del magnetizado, eclipsando la frontera entre el yo y el otro. De repente, la regularidad se transfigura en una promesa absurda frente a episodios que no suceden nunca de la misma manera: las escenas no se producen siempre, ni en épocas fijas, ni conforme a leyes invariables, ni en circunstancias dadas”; no guardan “hoy el orden de ayer, ni mañana el de hoy”. Hoy pasa todo esto, y mañana inútilmente querréis la representación de la misma escena.”[39] El caso es que llega un momento en que todos estamos en riesgo de convertirnos en lo que temía Guido Laborde en el Correo Español de 1912, seres a merced del sistema nervioso, movidos “caprichosamente” como “unos autómatas” “a nuestro paso por esta existencia mísera y fugaz.”[40]

Es como si se cumpliera la posibilidad que sugiere Rama: en un instante se invierten los planos y lo que debía dominar es dominado (Rama, 1998). En una configuración inédita, lo heterogéneo se enfrenta a la pretendida regularidad de la ciencia. Lo extraño, lo salvaje, lo arcaico, se impone sobre lo racional y lo moderno. La relación jerárquica que Occidente construyó entre lo moderno y lo premoderno deja de regirse por el criterio de lo pequeño y lo grande, lo verdadero y lo falso y, sobre la razón, la medida, la visualidad, la estandarización, se impone su reverso. En esa inversión, aparece un mundo de contactos invisibles entremetido entre los resquicios de la racionalidad visual. Circulan “influencias” que pasan de un cuerpo a otro, fluidos que a distancia comunican a los seres. Un mundo animado se va dibujando en un lugar que no corresponde a las enseñanzas del cirujano escocés James Braid para quien, según explica el médico mexicano Faustino Guajardo, “los fenómenos del mesmerismo eran debidos a modificaciones en el estado de los centros cerebro-espinales, y de los sistemas circulatorio, respiratorio y muscular” (1887, pp. 16-17). Por más de que alguien en El Imparcial reitere que en la hipnosis no existe “intervención de fluido y el papel de la imaginación no es preponderante”,[41] circulan por la Ciudad de México fluidos, “flujos zoomagnéticos” corrientes invisibles”, “influencias inexplicables”.

El tiempo no puede más que trastocarse en un presente que acomoda en su interior múltiples pasados. Regresa Mesmer cien años después de que fuera expulsado de la academia de medicina de París. Vuelve la imitación, el paradigma dominante en la Europa anterior al XVIII que postula que el alma puede ser afectada por las particularidades físicas del cuerpo del otro (Gomá Lanzón, 2003). Y vuelve también un pasado más lejano, anterior a la historia, “prehistórico”, cuyo origen se pierde en el tiempo, pero que arroja sobre la modernidad su reverso primitivo, salvaje, corporal, irracional, excesivo, mágico, como si ese pasado del que nadie puede dar cuenta trajera lo desconocido, o lo “conocido desconocido” dirá Slavoj Žižek refiriéndose a las cosas que no sabemos que sabemos, a “las creencias y las suposiciones negadas de las que ni siquiera somos conscientes y que se adhieren a nosotros” (2014, p. 23).

Y ¿acaso no es esto un acontecimiento? Pero un acontecimiento entendido no como un hecho contingente que es necesario borrar a fin de construir certezas, permanencias, invariantes, como lo propondría la historiografía positivista, y tampoco como un suceso insignificante, incapaz de modificar el curso de la historia, al modo de la Escuela de los Annales (Dosse, 2013). En este caso no se trata de un resultado o del indicio de un nuevo comienzo, ni de un cambio de paradigma exactamente, como el que detecta Arnold I. Davidson (2004) en los finales del siglo XIX con la aparición de las enfermedades funcionales, sin materia, sin sede, y el surgimiento de la psiquiatría. Más bien, el acontecimiento es aquí alteración momentánea, una suerte de estallido plural de palabras que circulan simultáneamente en múltiples direcciones y que hacen que las cosas devengan inciertas, “como si de repente ya no nos entendiéramos” (Bensa, 2016, p. 114). El acontecimiento, una energía incierta que no se sabe de dónde viene pero que se respira en el ambiente e interroga las capacidades de la racionalidad al tiempo que modifica la forma como percibimos el mundo e interaccionamos con él (Žižek, 2014, p. 23).

Los médicos del siglo XIX lo reconocían. Muchos de ellos veían en los “fenómenos sorprendentes” “punibles especulaciones” (Guajardo, 1887, p. 13) que debían borrar arrastrándolos hacia su propio terreno, domesticándolos, es decir, despojándolos de cualquier calidad sobrenatural hasta hacerlos entrar en una “faz decididamente científica” (Armentariz, 1888, p. 1). Pero había otros que celebraban su advenimiento, fatigados como Flammarion ante una ciencia cuyo trazo fue delineado por “la filosofía que se califica de positiva” y cuya regla de conducta ha sido no admitir “sino lo que se ve, lo que se toca, lo que se oye, lo que está bajo el dominio directo de los sentidos”.[42]

Y ¿por qué no celebrarlo de nuevo ahora, en este presente?, ¿por qué no entregarse al acontecimiento y dejar que lo expulsado regrese a perturbar nuestros sueños modernos?, ¿por qué no acogerse a una imaginación histórica infiltrada por el vitalismo, esa corriente de pensamiento que se abraza a una fuerza irreductible a lo mecánico, que nos saca de nuestra envoltura corporal, de nuestras identidades específicas, y nos lleva más allá de los límites de los cuerpos y nos conecta a todos, humanos y no humanos, en un tejido existencial? (Ingold, 2011) ¿Sería ello muy descabellado?

 

La evidencia

 

Resulta difícil conocer lo que sucedía en México más allá de los límites de la ciudad letrada, en lo que Ángel Rama llamó la “ciudad real”, ese lugar indiferenciado que viene después del límite (1998, pp. 31-41) y que aquí he llamado el afuera del círculo letrado. Difícil saberlo porque la ciudad real no figura en los documentos; es decir, el archivo no ofrece evidencias que nos permitan entender cómo los fenómenos sorprendentes que circulaban en teatros y salones de la ciudad letrada se infiltraban en los sectores no letrados, y cómo estos sectores se infiltraban solapadamente en la cultura letrada.

De seguro hubo intercambios de todo tipo, más si vemos la ciudad del siglo XIX como una prolongación de la ciudad colonial en la que también coexisten dos entidades que si bien son diferentes, no pueden vivir una sin la otra, “como el signo lingüístico –nos dice Rama–, unidas, más que arbitrariamente, forzosa y obligatoriamente” (Rama, 1998, p. 40). Si consideramos con Rama que la ciudad letrada ordena e interpreta la multiplicidad y fragmentación de la ciudad real, entonces es factible suponer que entre ambas ciudades existieron infiltraciones recíprocas. El problema es que carecemos de registros documentales, además de que el archivo, entendido en su acepción más restringida, como repositorio de documentos, no nos deja más alternativa a los historiadores que permanecer dentro de los confines de la ciudad letrada.

Pero no por eso pueden dejarse de buscar salidas; no hay razones que valgan para justificar el hecho de permanecer confinado en los límites de la ciudad letrada. Allí está, después de todo, la suposición sobre las infiltraciones recíprocas, y está también el archivo ampliado, y también las distintas posibilidades que ofrece una historiografía que, lejos del historicismo, ha cuestionado la asociación inmediata entre objetividad y cronología. Y están, por supuesto, las energías, los flujos y fluidos que, debido a su consistencia, se cuelan por todas partes.

Aunque no sé si todo eso alcance para traspasar los márgenes y llegar a escuchar algo diferente a lo que dicen los documentos de archivo, pero al menos la aspiración sigue siendo escribir historia de otro modo, algo a lo que, a estás alturas, no podemos renunciar los historiadores. Por ejemplo, si asumimos que la trama depende de cómo el historiador la recorte, que no hay forma de quitarse de la cabeza todo lo que sucedió en el curso ulterior de la historia, y que de ese curso ulterior depende en buena parte el recorte y la interpretación (de Certeau, 1993); si en lugar de acumular evidencias buscamos rehabilitar las formas en que nos relacionamos con el pasado, los modos como lo experimentamos –no la memoria, diría Ankersmit (2010), sino la experiencia–; y si nos atrevemos, en fin, a dejarnos llevar por “fuerzas desconocidas” aunque sea por un momento, puede ser que la economía de la representación abra algunas puertas y lleguen al texto otros tiempos y otros autores, y salgan de él conexiones, menos evidentes, más inciertas.

Así es como llega Freud a este texto, y llega para establecer conexiones que no había visto antes, entre el pasado y el presente, entre lo arcaico y lo contemporáneo. No importa el hecho de que los letrados mexicanos del siglo XIX desconocieran su obra, de todas maneras, Freud está allí, en los estudios médicos, en las novelas y en las notas periodísticas, como futuro, como suceso por venir, como recorte. Freud está desde el inicio, desde antes de que decidiera aproximarme al tema; incluso, diría que uno de sus textos fue el que me llevó al magnetismo mexicano del siglo XIX, pero no sus Estudios sobre la histeria, indispensables para aproximarse a la discusión alrededor de la hipnosis, ni Lo Siniestro, sustancial en el intento por adentrarse en la tropología de lo raro y en las relaciones entre el inconsciente y el regreso de la represión, sino Tótem y Tabú, un texto de 1913 en el que piensa metafóricamente la transición entre lo primitivo y lo civilizado (Freud, 1997).

En ese texto que lleva por subtítulo Algunos aspectos comunes entre la vida mental del hombre primitivo y los neuróticos, Freud compara primero la psicología de los pueblos “llamados salvajes” con la psicología del neurótico y después, extendiendo esa analogía hacia los niños, muestra que la vida psíquica de los neuróticos concuerda con la vida infantil y con la vida de los pueblos primitivos. Así, en un juego de analogías, lo “primitivo” aparece como una etapa de la historia arcaica y al mismo tiempo como expresión actual de la locura o la neurosis. Por un lado, lo primitivo remite al Animismo, la primera de las tres fases por las que según Freud la Humanidad transita (Animismo, Religión y Ciencia), y por el otro, en el presente el analizante trabaja profundamente eso que regresa al sujeto como síntoma, que es expresión de algo arcaico, primario, primitivo. Para decirlo en términos de Castle (1995), la fantasía neurótica recapitula, gracias a la fuerza de la represión, el proceso más largo por el cual la civilización humana sustituye lo primitivo y lo animístico por lo racional y civilizado.

El interrogante que el texto de Freud plantea es si la analogía entre lo arcaico y lo contemporáneo dice algo sobre la calidad de ese pasado que regresa a México en los finales del siglo XIX: ¿de qué está hecho ese pasado que retorna?, una cuestión que planteé al inicio y que seguramente carece de respuesta sabiendo que, en el fondo, aquello que el historiador interroga no es el pasado sino la memoria (Didi-Huberman, 2008, p. 60). Pero de todas maneras no se quitan las ganas de interpelar a Freud y volverle a preguntar si algo en sus textos proviene de las culturas que estudió; preguntarle, por ejemplo, de quién habla cuando encuentra que la característica principal del animismo, esa fase mítica de la humanidad que la neurosis devuelve, reside en la indistinción entre naturaleza y cultura, en el hecho de que todo, el reino animal, vegetal e incluso mineral, en apariencia inerte, tienen alma y esas almas pueden abandonar su residencia y transmigrar a otras, y pueden moverse entre los hombres e, inclusive, transferirse a los objetos del mundo exterior (Freud, 1997, pp. 79-80). Una idea no muy lejana a lo que sostienen los antropólogos convencidos de que la separación Naturaleza-Cultura no puede utilizarse para describir ciertas dimensiones o dominios internos de las cosmologías no occidentales; esto es, que esa oposición carece de sentido para quienes no son modernos (Descola, 2012).[43]

En otras palabras, la pregunta sería si Freud poseía una visión eurocéntrica de la cultura –“¿(y) por qué iba a tener otra?”, se pregunta Edward W. Said (2021)–, y si participaba, por tanto, de la lógica de las narrativas coloniales del siglo XIX, así como de las dinámicas propias de la medicina, la psicología y la psiquiatría (Khana, 2003), o si, por el contrario, es posible hacer una lectura distinta de su obra. Su escritura está construida sobre una diacronía fundada en la distinción psicoanalítica entre lo arcaico y lo contemporáneo, una distinción que en sí misma restablece la distancia que permite a Occidente hacer del Otro alguien siempre inferior, no moderno, “arcaico”. Incluso, agregaría Mariana Torgovnick, el mismo Freud se coloca “mágicamente” del lado del “nosotros” y no de “ellos” (Torgovnick, 1990, p. 203). Sin embargo, del otro lado, como lo propone Said, la obra de Freud, aun bajo esa estructura eurocéntrica, tiene el poder “para provocar nuevas ideas, así como un modo de iluminar situaciones que él mismo jamás habría soñado” (Said, 2021, p. 31). Y ese poder provocador, que surge sobre todo cuando se le lee desde contextos distintos, invita a devolverle la mirada y preguntarle, junto al antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro: ¿qué le debe conceptualmente a los pueblos que estudia?

Lo que se pregunta Viveiros de Castro al inicio de su libro Metafísicas Caníbales, es si los cambios en la teoría antropológica se explican principalmente por los debates de los campos intelectuales y de los contextos académicos de los investigadores, o si su originalidad reside en la capacidad imaginativa de las sociedades que pretenden explicar, “en esa alianza, siempre equívoca, pero con frecuencia fecunda, entre las concepciones y las prácticas provenientes de los mundos del “sujeto” y “objeto” (Viveiros de Castro, 2009, p. 146). Y si llevamos esta interpretación al terreno de los “fenómenos sorprendentes”, se abre, en primera instancia, una pregunta por el modo como lo de “aquí” llegó “allá”. Así, su repentina reaparición en los finales del siglo XIX puede verse como una modalidad más de la proyección hacia otras partes del otro irracional, salvaje, primitivo, que no es más que la imagen especular que la misma Europa tiene de sí misma.[44] Pero también, interpelando a Freud, esa visión que explica la existencia de los “fenómenos sorprendentes” desde la dinámica de la historia europea, queda bajo sospecha, y en esa sospecha se abre un espacio a la consideración de que algo se infiltra del lugar donde ese otro que es el otro de Occidente se proyecta, de que, como sugiere Rama, las cosas pueden invertirse en determinado momento y lo que debía dominar se convierta en lo dominado. Se llega a un punto, digamos, en que ya no es posible distinguir al sujeto de todo lo que él no es: lo no occidental, lo no moderno, lo no humano; a un momento en que los fenómenos magnéticos aparecen como reactualizaciones de viejas creencias animistas europeas “y”, al mismo tiempo, del “resto” del mundo.

Sin duda, el magnetismo trajo a México todo aquello que Occidente puso en el Otro, la pasión, la locura, el instinto, la alteridad, la enfermedad, la animalidad, y que en Occidente solo pueden verse en “condiciones” no normales, como en el trance, la enfermedad o la locura (Taussig, 2022); pero esa “y” reconoce modalidades de conexión entre lo arcaico y lo contemporáneo que se enfrentan a la obstinación científica de pacificar la potencia de un mundo atravesado por flujos orgánicos, multiplicidades sensibles, devenires animales.

No quisiera estar colocando en los “fenómenos sorprendentes” mis propias fantasías, olvidando lo que dice Taussig, refiriéndose al chamanismo en el suroccidente de Colombia, que estamos frente a un “terreno ya colonizado por gentes foráneas que aumentan su carácter mágico al proyectar en él fantasías primitivistas” (2022, p. XIII). Pero no creo que se trate de pura proyección primitivista y menos una vez que se ha pasado por el régimen de poder de la ciudad letrada. Desde ese recorte, un pasado “anterior”, vencido, “prehistórico”, ya que está despojado de todo signo, regresa en forma de espectro, y los espectros no distinguen “el otro que la mismidad guarda” (Jáuregui, 2020, p. 28) del Otro que no es lo Mismo. Desde la rejilla de la ciudad letrada, el regreso no tiene lugar de la misma manera; al menos, el retorno trae nuevas preguntas. Algunas de ellas, ¿las energías conectivas de los “fenómenos sorprendentes” ofrecen alguna perspectiva distinta desde donde aproximarse a la “ciudad real” ?, ¿esa potencia que proviene de un tiempo “anterior” sirve para empezar a rememorar la historia cultural en la tradición de los oprimidos? (Jáuregui, 2020, p. 25).

 

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[1] Claudio Lomnitz (1999, pp. 367-385), reflexionando sobre la ausencia de un debate serio alrededor de la historia cultural, considera que la institución historiográfica mexicana, organizada en función de la separación entre teoría de la historia e historia “empírica”, valora más los trabajos de corte empírico, los cuales, además, siguen casi siempre los lineamientos de la historia nacional.

[2] En la prensa de la época se puede distinguir si no un debate al menos la indecisión permanente entre agruparlos bajo un único término o distinguir las distintas genealogías.

[3] Gómez, R. (02 de junio de 1872). El magnetismo, el sonambulismo y el espiritismo o la magia moderna. La Voz de México, pp. 1-3.

[4] Gómez, R. (02 de junio de 1872). El magnetismo, el sonambulismo y el espiritismo o la magia moderna. La Voz de México, pp. 1-3.

[5] Ciencia. Las fuerzas desconocidas (10 de octubre de 1914). El Imparcial, p. 6.

[6] Un magnetizador (15 de enero de 1880). La Industria Nacional, p. 2.

[7] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[8] Castle (1995, p. 8) sostiene, en este sentido, que fue el siglo XVIII el que inventó la noción de lo siniestro, la misma que Freud retomaría décadas después.

[9] Flammarion, C. (1 de febrero de 1893). Las apariciones y su comprobación científica. Revista Militar Mexicana, pp. 26-28.

[10] Los historiadores de la ciencia no europeos solemos enfrentarnos a una disyuntiva: la ciencia mexicana constituye una asimilación “deficitaria” de la europea (la historiografía difusionista), o es una ciencia autónoma, producto de un contexto específico e incomparable (la historiografía nacionalista) (Gorbach, 2013; 2016; Saldaña 1989; 1992).

[11] Edward W. Said, refiriéndose al concepto de reificación de Lukács y a sus viajes a través de Europa, afirma que “Budapest” y “París” “son condiciones irreductiblemente previas” (2015, p. 15).

[12] Hidalgo Carpio, L. (1870). Magnetismo animal. Gaceta Médica de México V, pp. 143-144.

[13] Para el primero, el hipnotismo constituía un síntoma patológico que se manifiesta únicamente en sujetos enfermos y para el segundo representaba un proceso normal que puede ser desatado en todos los hombres (Swain, 2009; Vallejo, 2015).

[14] En las revistas literarias de la época convivían noticias provenientes de Europa, publicidad, imágenes, ensayos biográficos, cuentos costumbristas, consejos médicos y recetas culinarias (González Stephan, Cedeño y Lecuna, 2001, p. 46).

[15] Gómez, R. (02 de junio de 1872). El magnetismo, el sonambulismo y el espiritismo o la magia moderna. La Voz de México, pp. 1-3.

[16] El Sr. Pietro D’Amico (11 de enero de 1880). El libre Sufragio, p. 3.

[17] El profesor de magnetismo, Pietro D’Amico (26 de julio de 1880). El Siglo Diez y Nueve, p. 2.

[18] Diversiones. Gran Teatro Nacional (09 de marzo de 1880), El Siglo Diez y Nueve, p. 4.

[19] Un magnetizador (15 de enero de 1880). La Industria Nacional, p. 2.

[20] Brujos decentes (22 de abril de 1880). El Centinela Español, p. 2.

[21] Juvenal (18 de enero de 1880). Charla de los domingos. El Monitor Republicano, p. 1.

[22] Público de Señoritas en unas conferencias sobre hipnotismo. Experiencias curiosas (18 de abril de 1894). El Universal, 1894.

[23] Público de Señoritas en unas conferencias sobre hipnotismo. Experiencias curiosas (18 de abril de 1894). El Universal, 1894.

[24] Cuando D’Amico se presentó por primera vez en el Teatro Nacional “algunas personas mal intencionadas trataron en vano de provocar una desaprobación o interrumpir los interesantes experimentos con silbidos y gritos descorteces y estúpidos”: Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[25] Aunque ese público, como sostiene Beatriz González Stephan, no estaba entrenado en las letras, podía llegar a ser incluido a medida que la norma de la ciudad letrada se iba imponiendo sobre su contorno (2018, p. 109).

[26] Una sesión de magnetismo y sonambulismo (27 de agosto de 1880). El Siglo Diez y Nueve, p. 2.

[27] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[28] Venegas, V. N. (05 de junio de 1890). Algo de hipnotismo. La sugestión, El dr. Bernheim y sus teorías. La Escuela de Nancy y la de Paris. El Universal. Diario de la mañana, p. 1.

[29] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[30] Otra conferencia del profesor Baldwin (27 de febrero de 1910). El Heraldo Mexicano.

[31] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[32] Ciencia. Las fuerzas desconocidas (10 de octubre de 1914). El Imparcial, p. 6.

[33] Ciencia. Las fuerzas desconocidas (10 de octubre de 1914). El Imparcial, p. 6.

[34] Ciencia. Las fuerzas desconocidas (10 de octubre de 1914). El Imparcial, p. 6.

[35] A alguien así ¿podía confiársele la firma de un testamento o de un pagaré? (El hipnotismo en el crimen (13 de febrero de 1910). Boletín de Policía, 1910, pp. 106.). Sobre la relación entre el hipnotismo y la cuestión legal ver el texto de Gabriela Nouzeilles (2006, pp. 309-325).

[36] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.

[37] El Hipnotismo (20 septiembre de 1912). El Correo Español, p. 3.

[38] Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, p. 11.

[39] Gómez, R. (02 de junio de 1872). El magnetismo, el sonambulismo y el espiritismo o la magia moderna. La Voz de México, pp. 1-3.

[40] Laborde, G. (20 de septiembre de 1912). El sistema nervioso. El Correo Español, p. 3.

[41] Ciencia. Las fuerzas desconocidas (10 de octubre de 1914). El Imparcial, p. 6.

[42] Flammarion, C. (1 de febrero de 1893). Las apariciones y su comprobación científica. Revista Militar Mexicana, pp. 26-28.

[43] Al respecto, Viveiros de Castro propone un nuevo concepto de la antropología, “según el cual la descripción de las condiciones de autodeterminación ontológica de los colectivos estudiados prevalece absolutamente sobre la reducción del pensamiento humano (y no humano) a un dispositivo de reconocimiento: clasificación, predicación, juicio, representación (…): tal es el verdadero punto de vista de la inmanencia.” (Viveiros de Castro, 2009, p. 204).

[44] En este caso el origen de esos fenómenos se localizaría en Grecia y Roma, las culturas que, nos recuerda Said (2021, p. 31), le resultaban especialmente fascinantes a Freud, y en las que los letrados decimonónicos mexicanos reconocían su propio origen. Las líneas fundamentales de la historia que esos letrados contaban sería la siguiente: la historia comienza en la “Antigüedad” cuando “el magnetismo fue muy conocido y utilizado no sólo para los oráculos, sino también en curaciones” o en los tiempos bíblicos, y continua en la Edad Media cuando los “fanáticos creían en la intervención satánica en esos fenómenos incomprensibles, y miles de magnetizadores y sonámbulos fueron quemados vivos como poseídos por el demonio.”: Belina, L. (8 de mayo de 1880). Magnetismo humano. La Independencia Médica, pp. 10-11.