Introducción al dossier:
“La escritura de la historia y la crítica de la colonialidad:
tiempo, archivo, sujetos históricos”
[Introduction to the dossier: “The Writing of History and the Critique of Coloniality: Time, Archive, Historical Subjects”]
Mario Rufer
(Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco)
Mientras que en la antropología social, los estudios sociológicos, la crítica literaria, los estudios culturales y la filosofía, el giro poscolonial (o decolonial) tuvo una impronta notoria en las últimas décadas en América Latina, la historia disciplina se mantuvo más o menos refractaria a sus tópicos de disputa en el continente.[1] Es sintomático que algunas de las nociones centrales de ese giro (“colonialidad”, “conquistualidad”, “heterogeneidad histórico-estructural”) “usen” categorías explícitamente históricas para sostenerse conceptualmente, pero lo hacen desde fuera del ámbito disciplinar. Resulta aún más llamativo si tomamos en cuenta que algunos de los textos y autores pioneros en el campo (como los indios Ranajit Guha, Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty) son historiadores y los términos de disputa (archivo, fuente, temporalidad) han sido nodos sustantivos de esta disciplina. La idea central de que las modernidades contemporáneas del sur global son coloniales en muchas de sus dimensiones, y que un análisis de esta característica colonial necesita de imaginaciones históricas precisas (en conceptos, categorías y técnicas metodológicas), estuvo desde el inicio en el centro de la preocupación poscolonial, al menos de los historiadores de la subalternidad. ¿Por qué la historiografía latinoamericana pareció refractaria a esos interrogantes?
Las polémicas desde estudios históricos con densidad empírica no han sido pocas. Primero fue la invitación del historiador Dipesh Chakrabarty (2008) por “provincializar Europa” en un giro que, desde la izquierda y los marxismos renovados, disputaba los términos de la nueva izquierda inglesa y la supuesta voluntad universal del capital como forjadora de experiencia histórica contemporánea.[2] Esta advertencia (epistemológica y metodológica) tenía la impronta directa y previa de la escuela de los “Subaltern Studies” indios. La noción de una “historia en clave subalterna” o como planteará en este dossier Laura Catelli, con “inflexión subalternista”, estaba estrechamente ligada a un gesto de revisión y relectura. En los estudios subalternos no había ningún sujeto al que “devolverle la voz” (el dalit, la viuda, el loco, el indígena). Hay un equívoco central cuando se equipara el movimiento de la “historia desde abajo” y los “estudios de subalternidad” como si se tratara del “rescate” de sujetos olvidados u obliterados por algo como una historia convencional de tinte político. El de los Estudios de subalternidad a diferencia de la historia desde abajo, era una crítica a la impronta imperial/colonial que existía en el centro de los dos conceptos clave de la disciplina: tiempo histórico y archivo. En realidad, en los Estudios de Subalternidad no se consideraba ningún poder restituyente en el “historiador”: más bien se trataba de parcializar el acto específico de leer el tiempo histórico a través de su arconte, el archivo. Si había algo “no clausurado” en la historia era precisamente la imposibilidad de que el archivo “lo contuviera todo”, incluso la propia noción de experiencia temporal. El hecho es que Ranajit Guha, un historiador de raíz marxista, emprendió una batalla en ese momento solitaria y dejó a un lado la nueva izquierda inglesa –mediando el desprecio más o menos claro con el que historiadores ingleses como E. P. Thompson lo trataron, según precisa Patricia Seed (2005)–.
Guha pensaba que en la idea de “sectores populares” magistralmente retratada por Thompson, algo se perdía: se dejaban incólumes algunas de las premisas que estructuraban la idea de conciencia histórica (básicamente europea, moderna y blanca). Para Thompson y –con sus diferencias– para los demás seguidores de la new left, la noción de clase era el eje de la reflexión heurística. A su vez, para los historiadores británicos, la lectura del archivo histórico necesitaba de una especie de “técnica” para ampliar sus horizontes: trabajar con panfletos, cordeles, pequeños pregones, pasquines. Pero al menos para la primera generación de representantes de los Estudios de Subalternidad, el interés por renovar la disciplina no iba por ahí: comprender la historia india desde la colonia no se restringía ni a la categoría de clase, ni a la expansión del espectro archivístico: ninguna opción solucionaba la “omisión” de una conciencia subalterna.[3]
Si uno revisa el magistral Elementary Aspects of Peasant Insurgency in Colonial India, encuentra algunas sorpresas rectoras en las que no puedo detenerme pero sí mencionar. Publicado en 1983 (curiosamente el mismo año en que salen a la luz dos grandes obras de la historiografía contemporánea, The Invention of Tradition de Eric Hobsbawm y Terrence Ranger y Imagined Communities de Benedict Anderson), no podríamos dejar de notar algunas diferencias medulares con la nueva izquierda inglesa, sus relecturas de Gramsci y lo que se estaba produciendo en la historiografía. En primer lugar, aparece una atención sustancial por la historia como discurso, como régimen de significación cifrado en los lenguajes. Guha nota tempranamente que el imperio se hace a sí mismo, ante todo, como una forma de construcción simbólica cuyo artilugio central es la historia. Por eso, además de las referencias notables al materialismo histórico, a las nociones de acumulación originaria y plusvalor, aparecen las referencias a Mijail Bajtin, a Greimas, a Barthes. Quiero decir: el problema no se reducía a trabajar la “conciencia campesina” (como trabajó Thompson la conciencia plebeya) alistando los niveles teóricos al ensanchar las categorías de clase y experiencia, y al ampliar el espectro archivístico. A Guha empezó a preocuparle una experiencia del tiempo “capturada” en el lenguaje del archivo colonial, imposible de ser cifrada en la noción universalizante del esquema capital-valor-trabajo.
El historiador indio toma una plétora impresionante de textos, expedientes, cartas, protocolos. Pero el archivo era, en palabras de De Certeau, “un discurso de lo mismo” (hablara de los dalits en Bengala o de la reina Victoria): lo que era necesario desentrañar era el problema base de la “representación”, donde archivo e historia se fundían en una lectura única que extendía la soberanía del imperio. Guha, un historiador marxista de formación clásica, supo que la preocupación por los lenguajes de la historia debía ocupar la crítica central de toda empresa historiográfica que quisiera criticar la relación entre colonialismo, pasado y presente. Por supuesto que todo archivo está siempre alterado por aquello que no espera ser registrado: es en esas alteraciones donde debe buscarse no “al campesino y su voz”, sino al gesto trunco de la voluntad imperial con el que se escribe la historia.
Mucha tinta corrió por este debate décadas después. Pero no dejan de sorprender dos puntos: primero, lo temprana que resulta la advertencia de Guha sobre historia, archivo y la concomitancia de Europa hiperreal como gesto de razón legisladora. El famoso texto de Chakrabarty sobre ese tópico aparece casi diez años después (Chakrabarty, 1992). La conocida advertencia del historiador bengalí sobre que el sujeto teórico y silencioso de todas las historias es el estado nación moderno, y que el sujeto empírico hiperreal es Europa, tenía en Guha una primera aproximación precisa, desde otros frentes.
El segundo punto es la poca atención que la historiografía prestó a estos análisis (fundamentalmente la latinoamericana y muy precisamente la argentina). En términos generales, podríamos decir que en nuestro continente la inflexión subalternista con mirada crítica a la connivencia entre conocimiento moderno y colonialismo, fue recibida con mucha más atención en el campo del discurso y de la crítica literaria que de la historia. Está bastante documentado que los miembros del Grupo Latinoamericano de Estudios de Subalternidad, algunos de los cuales reconocen una fuerte influencia del colectivo indio, pertenecen en su mayoría a académicos del campo de la crítica literaria y de los estudios culturales radicados en Estados Unidos. Para expresarlo simple: una reflexión que nace en espacios pos-coloniales asiáticos ligada a preocupaciones del pensamiento histórico y de la escritura disciplinar, gestada inicialmente por historiadores, “pasa” al campo académico latinoamericano sin impactar en la reflexión histórica sustantivamente, sino en el campo literario. Lo hace “cruzando” de disciplinas. Tendríamos que preguntarnos seriamente si este hecho, además de la reticencia de la historia a la reflexión teórica de su práctica como expresa De Oto en el dossier que introduzco, se debe también a la escasa preocupación de la historia económico-social y política por la problemática de los lenguajes en el sentido amplio.
Por supuesto, es necesario notar el esfuerzo pionero de historiadores como Florencia Mallon (1994) y Saurabh Dube, de exponer y discutir en el ámbito latinoamericano las preocupaciones historiográficas subalternistas (Dube, 2001). También Adolfo Gilly (2006) hace una lectura notable para América Latina. A su vez, fue nodal el trabajo que hicieron Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán (1997) al traducir algunos de los textos clave de los subalternistas. Mi observación va en otro sentido: como si la historia latinoamericana en su práctica concreta y efectiva de archivo, producción de objetos de investigación y preguntas, hubiera adoptado “parcialmente” la categoría de subalternidad al discutir (pocas veces, vale decirlo) su crítica a la noción de clase, conciencia y experiencia, pero al mismo tiempo deslindarse de la reflexión sobre la colonialidad en la escritura de la historia, en la conformación de los archivos, en la predilección de las categorías. Como si esta “parte” de la preocupación subalternista no fuera pertinente para América Latina. Y esta es, a todas luces, una separación impensable por improcedente en términos epistemológicos para el grupo asiático de historiadores, y debería constituir un núcleo central de reflexión en el propio quehacer cotidiano de la disciplina, tal como en este dossier apuntan Yomaha y Romero: deberíamos acostumbrarnos a escribir, categorizar y “desnaturalizar cómo construimos, exponemos y validamos lo que sostenemos como "producción de la evidencia" en nuestros propios trabajos.”
Lo cierto es que ya en Elementary Aspects quedaba claro que Guha era un historiador social de expresión marxista y que no se convertiría en un teórico del deconstruccionismo. Sin embargo, no tuvo reparo en recurrir a las nociones centrales de la representación y políticas del discurso para trabajar los “aspectos elementales” de los insurgentes campesinos y los vacíos en la historia india escrita por ingleses, así como la incomprensión de las dimensiones políticas de la experiencia en los archivos del imperio. La preocupación por la forma de los documentos, por la naturaleza del lenguaje del poder para hablar de los subalternos, imprimió en esta corriente de pensamiento una inquietud sobre la mímesis de la historia con el archivo. Había que desprenderse de la idea de que la experiencia subalterna es un lenguaje que, para hablar, espera “que una escritura lo recorra y sepa lo que dice” (De Certeau, 2006, p. 204).
Así, el giro subalterno como prisma poscolonial para la historia disciplina atiende al menos a tres elementos: primero, una crítica a la idea de tiempo vacío y homogéneo (básicamente, la postura de que el tiempo secuencial es el tiempo del Estado); segundo, una crítica al archivo como fuente (mirándolo más bien como un problema, un poliedro de inteligibilidad), y tercero, una crítica a la voluntad universalizante del capital como historia (dicho sintéticamente: una crítica a la idea de que la historia “natural” del capitalismo es fagocitar la diferencia hasta subsumirla en una lógica de mercancía, fetichismo mediante).[4]
En estos tres puntos, la diferencia epistemológica con la “historia desde abajo” aparece claramente expuesta; y también queda cifrada la preocupación sobre la relación intrínseca entre colonialidad/imperio por un lado, e historia, archivo, temporalidad moderna y sujetos de la historia por otro. Pero ya sea por la condición particular latinoamericana (una especie de “occidente en diferido”, ni tan “centro” pero tampoco “Oriente”) o por la fuerza de las tradiciones disciplinares historiográficas (amparadas en la creación misma de los estados nacionales y en las figuras autorales de sus élites criollas), lo cierto es que poco de la tradición crítica a la nueva izquierda que venía de estos espacios poscoloniales se coló en las aulas de teoría de la historia o en las operaciones de creación de los objetos de investigación.
Por esta razón nos parecía clave proponer un dossier como este, en un órgano de fuerte reflexión teórica y de objetos precisos de investigación histórica como el Anuario de la Escuela de Historia de Córdoba. Uno de los ejes que tempranamente adquirió pregnancia, como aquí he esbozado ya, es el problema de la temporalidad. Parafraseando un recurrido pasaje de De Certeau, pareciera que la historia, como generalmente no se dedica a pensar el tiempo, piensa “lo que está” en el tiempo (De Certeau, 2006, p. 26). Prominentes autores contemporáneos como Hartog han propuesto (2007) que este es un problema mayúsculo. Simplemente porque en la historia, el tiempo es una categoría y no un dato. Mi propio trabajo de investigación intenta convocar los aportes del poscolonialismo para pensar más detenidamente la relación entre archivo, memoria y tiempo histórico en nuestras latitudes (Rufer, 2010; 2020; 2022).
En este dossier, el artículo de Manuel Fontenla recoge algunas preocupaciones nodales: “mi pregunta por las temporalidades que aparecen en la discursividades indígenas, apunta principalmente al objetivo de analizar y revertir las relaciones coloniales y hegemónicas que determinan la construcción de la historia sobre el pasado indígena. O para decirlo en otras palabras, no analizar tanto, el carácter mágico, encantado y nativo de las narraciones indígenas sobre el pasado, sino, el carácter secular, colonial, antropocéntrico y “natural” del tiempo histórico disciplinar.”
El punto que advierte Fontenla es clave por una razón específica: no es que la historia como disciplina no contemple la existencia de experiencias temporales alternas al tiempo de la modernidad (como dijimos, secuencial, cronológico y episódico), sino que las antropologiza. Ese es el elemento clave. Son “culturas” de tiempo, alterizadas. Esa escisión entre régimen de cultura y régimen de historia jerarquiza la relación directa de colectivos y sociedades sobre la gestión y el control del relato soberano. Como suelo insistir en algunos textos, estamos acostumbrados ya a pensar en naciones multiculturales, pero jamás las admitimos multihistóricas. Esa escisión está afincada principalmente en una noción particular de tiempo. El tiempo nacional, como sea que argumentemos, parece ser uno y la disputa en todo caso es por los actores, los episodios y los olvidos de eso “que está” en el tiempo único. Las naciones latinoamericanas postulan una sintaxis temporal en sus historias, misma que se dirime por “cómo” ubican en el espacio vacío del tiempo lineal a esas “otras formas” de existir culturalmente y de narrar esa experiencia temporal, integradas generalmente como modalidades de significar el tiempo en tanto resabio, supervivencia, atraso.[5] Ese punto ciego que niega la pluralidad del tiempo y soslaya que la producción de historia no está cifrada únicamente en la temporalidad vacía de la secuencia, es central a la crítica de la colonialidad sobre la historia.
Esta es una preocupación clave en el texto de Guilherme Bianchi que se enfoca específicamente en la relación que tiene el pueblo Misak, del Cauca colombiano, con las producciones de historia y la noción misma de historicidad. El autor problematiza la experiencia aparentemente universal del tiempo y le interesa de manera particular pensar cómo los Misak elaboran categorías de temporalidad con una notable sistematicidad que les permite, como colectivo social en disputa constante con las exigencias del Estado y las instituciones modernas, remozar las condiciones políticas de su existencia apelando a una diferencia sustantiva en su comprensión del estar en el tiempo. Sin embargo, como planteé más arriba, Bianchi no se queda en la “constatación” de un “tiempo otro” como registro cultural, no reivindica un tiempo encantado de los Misak frente a la omisa temporalidad histórica de la modernidad, donde el archivo los “callaría”. El autor redobla la apuesta y revira hacia el corazón de la disciplina moderna en un diálogo con historiadores como Reinhart Koselleck, concluyendo que "estaríamos en un error si quisiéramos analizar el tiempo Misak como una disposición específica de esa verdad antropológica de Koselleck sobre la distancia entre la expectativa y la experiencia como generalidad humana".
Grosso modo, podríamos decir que son dos las preocupaciones centrales de la inflexión pos/descolonial con respecto a la temporalidad histórica: por un lado la perspectiva de parroquializar el tiempo homogéneo –con una advertencia clave implícita en la tesis de Fontenla–: también la modernidad recurre al tiempo mítico. A héroes, épica y ritualización hiperbolizada. Solo que en el espacio de la presunta racionalidad de la política, el mito es administrado por el Estado: que el mito exista, sin desborde, sin excesos –de hecho, gestionar esa cualidad es un trabajo constante de las acciones de estatalidad, por ejemplo en la historia pública–.
Pero hay otro argumento clave y es la fuerza en sostener el conjuro de la no repetición. Si algo “no admite” el pensamiento histórico moderno en su idea de tiempo, es la repetición, la actualización del pasado o de recurrencias diferidas. Es interesante este punto. En el momento en que estoy escribiendo esta introducción, los conflictos en Perú con la destitución del presidente de la República se unen a crisis recientes en zonas de conflictos que cuentan con numerosa población indígena en Argentina, Chile, Ecuador. Intelectuales del espectro de las izquierdas asumen una postura semejante: se trataría de un núcleo duro que retorna como un síntoma. “Los otros”, racializados, los negados de siempre, los que no están “preparados” para gobernar, etc., versus la actualización patente de las élites criollas en avatares contemporáneos que suman corporaciones, crimen organizado, capital financiero.[6] Lo cierto es que en esa matriz del ensayo y de la opinión, la idea de repetición (repetición por supuesto diferida, “en la diferencia”) o la noción de “actualización” de matrices coloniales de dominación, aparece de manera recurrente como una pregunta sobre la condición histórica aporética, un núcleo difícil de explicar históricamente.[7]
¿No será que esa dificultad radica tanto en la reticencia de la historia para trabajar el carácter colonial de nuestras modernidades, como en la negación a reconocer lo que el historiador Derek Gregory (2004) llamó “el presente colonial” en sus reajustes diversos?[8] “¿Por qué la colonialidad?” para pensar históricamente, se pregunta Alejandro de Oto en su texto en este dossier: “porque ella apela, a pesar de las herencias que porta, como el de la larga duración, a una comprensión de las modernidades como procesos no escindidos de las prácticas coloniales”. Un pensamiento histórico en prisma poscolonial debería poder elaborar el conjuro de la no repetición como el síntoma inconfesable que forcluye un pensamiento sobre la relación entre historia, soberanía y dominación.
Si la primera categoría revisada por la historiografía crítica con la colonialidad es la temporalidad, la segunda es el archivo. En medio de lo que se ha dado en llamar el “giro archivístico”, la crítica poscolonial ha hecho advertencias señeras sobre el uso, la disposición y el trabajo sobre archivo en la disciplina histórica. Adelanté ya los señalamientos de Guha (y la generación subsiguiente de estudios de subalternidad: Pandey, Prakash, Chatterjee, Chakrabarty). Las nociones de fragmento y totalidad inducida aparecen tempranamente. Si es cierto que el archivo menos que un lugar, un conjunto o un sistema es un gesto, “el gesto de poner aparte” (De Certeau, 2006, p. 85), deberíamos preguntarnos de qué está informado ese gesto. Los textos de De Oto, Gorbach, Yomaha y Romero, arrojan luz en ese sentido. El texto de Frida Gorbach sobre el prisma poscolonial para leer la historia de la ciencia (en particular ciencia médica mexicana) nos permite pensar en la idea de “extender” el archivo para leer de otro modo la conformación de discursos científicos en su relación compleja con otros textos cuya frontera en aquel entonces era porosa, para proponernos un par de advertencias metodológicas: en primer lugar, los discursos vernáculos sobre producción de conocimiento que hacen énfasis en la “falta” (a México le “falta” civilidad, educación letrada; a Argentina le “falta” desarrollo, etc.) están informados por una noción de historia que previamente confiere la jerarquía a un modelo cuyo presente no es el que analiza el historiador (o sea, no es México: es una idea de Europa). Segundo, todo lo que se cifra como un “retorno” en el archivo (el nativo, “los márgenes”), han pasado ya por la ciudad letrada y en todo caso, son “el otro que la mismidad guarda” (Jauregui citado en Gorbach en este dossier).
En un artículo en extremo sugerente por la metarreflexión acerca de la práctica de archivo/arqueología, Silvana Yomaha y Victoria Romero escriben sobre las encrucijadas de hacer arqueología y especialmente “egiptología” desde el Sur global. ¿Cómo se “crea objeto” sobre lo que ha sido pensado y estabilizado por los saberes imperiales? Para Yomaha y Romero el lugar de enunciación (su “sur global”) adquiere sentido epistémico porque es un espacio de reflexión político: “las intersecciones entre la arqueología, la antropología y la historia permiten, desde nuestra perspectiva, ampliar el concepto de archivo, tradicionalmente identificado con el edificio, para pensarlo en el marco del trabajo de campo, espacio abierto que evoca el viaje y pinta un paisaje natural en el que “la mirada no encuentra impedimentos y se halla libre de vagar”…” De ahí que las autoras planteen: “asumimos el reto latinoamericano de "construir el archivo a partir del gesto liminar del silencio". Entre la identidad y la alteridad, una pausa”. Esa pausa es el gesto epistémico y político de suspender la naturalización de las producciones disciplinares sobre métodos domesticados.
Ahora bien, las nociones de silencio y silenciamiento ocupan un locus nodal en el discurso poscolonial y se convierten en categorías, más aún cuando se trata de pensar aquello que se abisma en el archivo. Marcello Felisberto Morais de Assunção y Fernanda Rodrigues Miranda se posicionan con particular sensibilidad sobre este punto en su artículo inluido en el dossier, tomando al silenciamiento como operación central del discurso historiográfico. Sin embargo, silenciamiento no es solo aquello que no “aparece” en la superficie del discurso; sino lo que ex profeso fue excluido porque habría merecido otra matriz de pensamiento, otra arquitectura del tiempo, los sujetos y los archivos. En ese sentido los autores muestran que las expresiones de los pioneros de “cómo escribir la historia de Brasil” dan cuenta de que “hacer historia” silenciando la matriz colonial de la nación, no tenía otro recurso más que forcluir lugares de enunciación. En esas obras de mediado del siglo XIX, se precisa con una claridad que se ve pocas veces en voces de las élites criollas, que para estas, el negro y el indio no pueden hacer historia más que desde el resentimiento. Y desde aquel lugar de enunciación, el resentimiento no habla de acontecimientos nacionales, sino de sentimientos contrarios a la civilidad. Es aquí donde ventriloquia y poder tutelar (Lugones, 2022) toman el trazo para cifrar la escritura de la historia.
Los textos de Diego Heredia “Indios mansos”, y Arias y Morano “Lenguas sin hablantes, ciencias sin indígenas”, atraviesan varias de las preocupaciones sobre silenciamiento, opacidad, ventriloquia y tutela en el tratamiento histórico del pasado. Heredia no se preocupa en sí por la “voz” de los indígenas huarpe en el territorio cuyano de lo que hoy es Argentina, sino por una forma de “hacerlos emerger” en el discurso letrado, analizando la obra del historiador Horacio Videla en la década de 1960 (auge pleno del desarrollismo latinoamericano). Lo central del texto de Heredia es evidenciar de qué modo el discurso de la historia participó en la conformación de una representación poliédrica del “indio huarpe” en las matrices de alteridad regionales: moralmente superior, estructuralmente pacífico, físicamente bello, irremediablemente extinguido. Las lexías del archivo colonial –en tanto bloques de sentido à la Barthes– se reconfiguran “junto con” los bloques de la pedagogía histórica nacional racializante, en pos de afirmar una temporalidad “propia” de la región cuyana con los huarpe como reliquia inagotable: recurso discreto y taxonómico para ser significado, pero despojado de potencia política (Rufer, 2016).[9] A su vez, en “Lenguas sin hablantes”, Arias y Morano problematizan la matriz “glotofágica” en el tratamiento de las lenguas originarias y específicamente de las lenguas huarpe en la conformación de las historias nacionales: la manera en que al clasificarlas y taxonomizarlas, el discurso lingüístico y etnolingüístico participa de la formación colonial en la creación de categorías racializantes. En palabras de les autores: “en sus diferentes coyunturas geoculturales, estos ideologemas glotofágicos presentan la sistemática naturalización y normalización de una racionalización racializada como soporte a la estructura de poder moderno-colonial”.
Entonces, ¿cómo desmenuzar ese poliedro que sostiene a las formaciones moderno-coloniales? De la lectura del texto de Laura Catelli y de la colección que analiza en un museo de Santa Fe, podemos tomar algunas premisas: pensar en el lugar de los fragmentos, de las piezas, como pap, “pedazos” en lule-tonocoté, lo “pap” como abierto al tiempo: una historicidad negada y una temporalidad ligada a las reemergencias. Fragmentos que impiden el cierre de todo texto. Extender el archivo dirá Gorbach con discursos laterales al objeto; pensar en las huellas que intervienen y problematizan la noción de proceso nos incita De Oto; pugnar por una sensibilidad que desmonta texto, archivo y temporalidad, lo que debería servirnos para recordar que la Historia ha sido “diseñada” en el sentido más específico del término: como una forma que emerge de un proyecto (incluido, por supuesto, el tiempo, que no es sino la argamasa jerárquica sobre la que descansan la idea de huella, evidencia, fuente, archivo, secuencia y proceso).
Por último, no está de más recordar la propuesta de David Cohen (1994) de considerar las “producciones plurales de historia” como maneras de disputar las lógicas de la metodología de la investigación disciplinar. Lo que todas esas pesquisas y su recepción amplia en el campo de la historiografía anglosajona pretendían mostrar, es que cualquier espacio del sur global cuyas experiencias de modernidad se forjaron en mayor o menor medida como legados coloniales, necesitaba discutir las nociones de tiempo histórico (distinguiéndola de pasado), de evidencia (distinguiéndola de archivo), y atender al argumento de que la historia ya no puede sostener a la memoria en términos de su “complemento” –o el espejo– de su textualización, sino tomarla como un campo de teorización del cual la teoría de la disciplina necesita abrevar.
En su conjunto, los artículos de este dossier apuntan a preguntas académicas y políticas al interior de la disciplina histórica: ¿en qué punto estamos de esta discusión en América Latina? ¿Impactó el poscolonialismo nuestras predilecciones teóricas, nuestras preguntas nodales, objetos de investigación y nuestras prácticas de escritura? Y si no lo hizo, ¿por qué? ¿Es una cuestión de impertinencia, de insuficiencia teórica, de mitologías nacionales, de tradiciones arraigadas? ¿Qué otras formas de hacer historia suscita? ¿Qué relatos vuelve posible? ¿Qué otros sujetos del relato habilita? ¿Qué impactos metodológicos ha tenido y qué efectos de escritura?
Los coordinadores esperamos que el conjunto de textos aquí reunidos permitan sacudir algunas comodidades del pensamiento histórico latinoamericano sobre lo que constituye el quehacer de comprender nuestra relación con el pasado y las experiencias del tiempo: trabajar la materialidad de sus evidencias en términos de un emplazamiento para la inteligibilidad (más que una constatación para “extraer” lo ausente y convocarlo a ser citado), proponer objetos de investigación que permitan cuestionar el estatuto epistemológico del archivo (que no constata ni guarda a priori ningún régimen de jerarquía con respecto a las prácticas de memoria y a los lenguajes sobre experiencias colectivas de la relación entre pasado y presente, sino que en todo caso “pone aparte” las huellas de un tiempo ausente), sostener prácticas de escritura que pongan en el centro de la reflexión el hecho de que toda pregunta sobre el pasado amerita una reflexión metodológica sobre la ausencia.
Esa inflexión no puede sostener en el archivo un salvoconducto, sino una advertencia: pensar históricamente es evitar la cancelación del texto, la clausura de la interpretación. El gesto político debería, en todo caso, transformar al presente en una escena inconsistente. Lo diría de este otro modo: hay dos danzas americanas que tematizan las narrativas históricas en su misma inestabilidad: la Wanka Danza del Perú y la Danza de la Pluma de México. Ambos son bailes que cuentan guerras de Conquista. En ambos, algunas veces el capitán europeo que baila y narra, es derrotado. Es incierto el desenlace y quien enuncia tampoco lo sabe. Por supuesto, esto no anula el acontecimiento de la batalla representada y su “histórica consumación”, pero introduce la posibilidad y la interrogación en el seno de la política de representación. Lo hace, quizás porque en una historia “de inflexión subalternista” importa que el tiempo sea imaginado como abierto en tanto historia de lo posible (y no como acontecimiento en tanto relato de soberanía). Tal vez haya que pensar que la historia en clave subalterna/poscolonial no es “otra versión del pasado”, sino una escritura de advertencia hacia otra historia posible.
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[1] Sabemos que existe una disputa de larga data sobre la especificidad de las tradiciones “poscolonial” y “decolonial” en sus marcas y divergencias. Trabajo de forma más detenida ambas genealogías en Rufer, 2019.
[2] Es algo lamentable que la editorial Tusquets haya decidido titular “Al margen de Europa” la edición en español, título que no recoge en nada el concepto nodal de “provincializar” un sujeto teórico, la categoría clave del libro de Chakrabarty.
[3] Guha también hizo algunos señalamientos tempranos a ciertas categorías de la historia desde abajo como la de “rebeldes primitivos” de Eric Hobsbawm aparecido en 1959 (Hobsbawm, 2001). Esos insurgentes eran interesantes para la historia desde abajo inglesa por estar dotados de una conciencia “pre-política” de la revuelta. Al contrario, Guha argumentará que no había nada “pre” político allí. Pero además, insistía en que la política moderna (india y europea) está impregnada de dioses, ritos y conjuros que no pueden ser desechados por los lenguajes temporales de la historia como “pre-modernos” porque si así fuera, gran parte de las historias nacionales con héroes invencibles, banderas que no se queman o mártires espectrales, serían no modernas. En todo caso, son modernas justo por la administración de sus encantamientos, por el gobierno de sus mitos. El lenguaje teleológico, secuencial y causal no sirve aquí porque no logra explicar más que pobremente la emergencia de sujetos de la política.
[4] Esta es una crítica recurrente de historiadores como Chakrabarty a la nueva izquierda inglesa, principalmente al texto clásico de E. P. Thompson, “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial” (1993). Para el historiador inglés, de alguna manera el tiempo del quehacer y los tiempos no secularizados que “aún existían” en México, Kenia o India en el siglo XX, serían “subsumidos” tarde o temprano a la lógica uniforme y disciplinada del capital, un tiempo sin diferenciación ni control, seriado. Chakrabarty, en cambio, en su famoso texto “las dos historias del capital”, defenderá una idea divergente: la relación entre capital y diferencia es un vínculo “indecidible”, abierto. Es una cuestión política para él: la historia “está” abierta, y la relación que el tiempo del ocio y del trabajo tuvo en Europa no tiene por qué ser una repetición universal. En ese sentido, las “economías morales”, los tiempos de los avatares no secularizados, podrían ser “radicalmente” plantados frente al capital y a la producción de valor acumulable como diferencia sustantiva (Chakrabarty, 2008).
[5] “…independientemente de la comprensión de la temporalidad de una sociedad, un historiador siempre podrá producir una línea temporal para el mundo, en la cual, durante cualquier segmento temporal dado, los acontecimientos en las áreas X, Y y Z pueden nombrarse. Da igual si alguna de tales áreas está habitada por pueblos como los hawaianos o los hindúes quienes, según algunos, no tenían sentido cronológico de la historia.” (Chakrabarty, 2008, p. 114, énfasis en el original).
[6] Quizás la historia de los genocidios sostenidos sea la que más reflexión teórica mereció al respecto de la repetición diferida o de la tensión entre acontecimiento y estructura. Patrick Wolfe, el gran historiador del imperialismo, en un estudio pionero planteó que la historia como disciplina debía empezar a categorizar a la invasión y a la conquista no como “acontecimientos de guerra” sino como estructuras de soberanía (Wolfe, 2003).
[7] Este es un punto delicado que no es enteramente novedoso incluso como “interrogante” en la disciplina. Koselleck mismo –no precisamente “decolonial”– había planteado tempranamente que la experiencia no crea continuidad, que salta por encima de los tiempos y que la cronología era una ficción de inteligibilidad de la historia moderna. Al final de su vida, planteó más precisamente que la repetición debía integrar al menos la imaginación de la historia. Para nada se trataba de restaurar la idea de retorno o de ciclo, ni la pauta de identidad de una sola experiencia cerrada con otra en otro momento, sino de aceptar que “toda transformación efectiva, ya sea rápida, lenta o de largo plazo (para precisar las categorías de Braudel), permanece siempre ligada a la interacción variable de repetición y unicidad” (Koselleck, 2010, p. 130). La variable de la repetición, planteaba Koselleck, estaba generalmente vedada para el discurso concreto de la práctica histórica en la creación de sus objetos. Desarrollo con más detenimiento estos argumentos en Rufer (2022).
[8] Sobre este punto véase el sugerente trabajo reciente de la historiadora Wilda Western (2022) sobre la categoría de “presente colonial” como eje rector para pensar temporalidades políticas del sur global.
[9] He trabajado ya este argumento de los sujetos que son “embellecidos” para ser presentados como “reliquia”: no “representación” ni “símbolo” del pasado (en tanto mímesis de segunda naturaleza); sino un fragmento-testigo, un resto de él mismo. Muestra viva, como sinécdoque, de un pasado magnífico que es digno de veneración. Pero bien sabemos que la veneración, como cualquier acto de contemplación que emana del dogma, bloquea el argumento e impide la profanación. O sea, bloquea la posibilidad de pensar “históricamente” sujetos y colectivos de la contienda política (Rufer, 2016).