“Cabos sueltos”. Colectivos y relaciones territoriales en Tinogasta (Catamarca, Argentina)
["Loose Ends". Collectives and Territorial Relations in Tinogasta (Catamarca, Argentina)]
Cecilia Argañaraz
(Instituto de Antropología de Córdoba, IDACOR – CONICET)
chechuarga@gmail.com
Resumen
El propósito de este artículo es analizar los modos de construir territorialidad practicados por diversos actores sociales participantes de una serie de juicios por aguas en la localidad de Tinogasta (Catamarca, Argentina) entre los años 1840 y 1874. A partir del análisis de este caso se presentarán una serie de reflexiones acerca de las contradicciones, conflictos y transformaciones involucradas en la definición del habitar, del poseer y del rol de comunidades e individuos en esos actos. Plantearemos que entender a nuestros sujetos de estudio como parte de un “colectivo” en disputa resulta útil para visibilizar las lógicas particulares a partir de las que se vincularon con la tierra, el agua, la ley y otros actores.
Palabras clave: Antropología Histórica; Juicios Por Aguas; Territorialidad; Comunidades; Colectivos
Abstract
The purpose of this article is to analyze the ways of constructing territoriality practiced by different social actors participating in a series of water trials in the town of Tinogasta (Catamarca, Argentina) between 1840 and 1874. From the analysis of this case, we will present a series of reflections on the contradictions, conflicts, and transformations involved in the definition of inhabiting, possessing, and the role of communities and individuals in these acts. We will argue that understanding our subjects of study as part of a “collective” in dispute is useful to make visible the particular logics through which they were linked to land, water, the law, and other actors.
Keywords: Historical Anthropology; Water Trials; Territoriality; Communities; Collectives
Recibido: 13/05/2021
Evaluación: 13/09/2021
Aceptado: 22/03/2022
Este trabajo está construido sobre la base de reflexiones disparadas por los azares de la investigación.[1] “Azares” no en el sentido de puras casualidades, sino de encuentros que no pueden ser previstos desde la estructura de objetivos y preguntas que nos planteamos de antemano, aunque ocurran, en alguna medida, gracias a ellos.
Los objetivos y preguntas guía en cuestión eran los de mi investigación doctoral recientemente finalizada (Argañaraz, 2020). Apuntaban a rescatar los modos en que se construyeron y discutieron los vínculos con el agua en la provincia de Catamarca en el pasado, puntualmente entre los siglos XIX y XX, que podemos englobar bajo la categoría de la “Modernidad”. Esta nos invita a imaginar la progresiva consolidación de un mundo en el cual el agua es pensada como “recurso”; parte de un conjunto objetivo llamado “Naturaleza”, separado de las sociedades humanas y objeto pasivo que, como bien escaso y preciado, media en relaciones de desigualdad y poder entre grupos sociales.
Las preguntas con las cuales comencé a leer y buscar documentación del siglo XIX si bien no negaban esa interpretación, intentaban complementarla desde una perspectiva antropológica. La intención era leer ciertos textos, particularmente aquellos en que los sujetos pueden describir y argumentar, buscando rastros de vínculos “otros” con elementos no humanos. Vínculos que nos permitan pensar en los infinitos matices y variedades de “situaciones” –en el sentido de coyunturas y también de lugares desde los que las prácticas son producidas– que involucran al agua y a otras materialidades claves para pensar la vida en la tierra.
Estas inquietudes encontraron un punto de apoyo, o de enlace, en ciertos pasajes del registro de un juicio por aguas que enfrentó al pueblo “de indios” de Tinogasta con una familia de esa localidad. Algunos fragmentos de la documentación parecían haber eludido la atención de los historiadores, pero desde el punto de vista de la antropología invitaban a una exploración más amplia: estos fragmentos referían a ciertas prácticas y acuerdos necesarios para sostener en el tiempo y legitimar la propiedad de la tierra. Lejos de estar dada de una vez y para siempre a partir del momento de la escrituración, el propio documento de escritura contenía elementos que atan esa propiedad a actos rituales y “normas de convivencia” colectivos. Estos pasajes, que analizaré a continuación, dispararon una sensación de “extrañamiento” vinculada a los modos de definir y ejercer la propiedad, en particular de la tierra y el agua, y de entender los vínculos entre “particulares” y “comunidad”. En este sentido, el presente trabajo es también una exploración de las potencialidades que presentan el enfoque etnográfico y las preguntas de corte antropológico para el trabajo con documentación histórica.
La cuestión de la propiedad de la tierra y los sentidos vinculados a la “comunidad” en el caso de los antiguos pueblos de indios durante el siglo XIX ha sido abundantemente tratada por la historiografía, conformando una línea de investigación por derecho propio (Rodríguez, Boixadós y Cerra, 2015). Puntualmente, en este artículo dialogaremos con los aportes de Tell (2011; 2015), Rodríguez (2009; 2016) y fundamentalmente De la Orden y Montero (2018) para el caso específico del pueblo de indios de Tinogasta.
Estas investigaciones dan acabada cuenta de la complejidad que supuso el proceso de individualización de los derechos de propiedad, los diversos entramados de relaciones sociales involucrados en la convivencia de derechos individuales y colectivos hasta 1880 aproximadamente y la creatividad de los actores locales en el uso del aparato legal para sostener y transformar acuerdos sobre la posesión y aprovechamiento de las tierras. Un interrogante que surge de estos trabajos y que queremos retomar aquí es la pregunta por los límites y formas de adscripción y reconstitución de las identidades comunitarias. Al uso o desuso de esta marcación en la documentación[2] se suman otras cuestiones: la difuminación de las fronteras de comunidades y pueblos, la reconstrucción de identidades y subjetividades (no ajena a la reconfiguración de los sentidos de propiedad) en el siglo XIX y la persistente pregunta por el carácter compartido o no de sentidos y lógicas entre actores “indígenas” o “no indígenas” (Tell, 2015).
Esa última cuestión nos interesa en particular para este trabajo: nos preguntaremos no ya por la especificidad de lógicas “indígenas” de manejo de la tierra y concepción de la propiedad sino por la presencia potencial de lógicas “otras” que median la construcción de sentidos también “otros” acerca de qué significa poseer. Sostendremos que la dimensión ritual de la posesión no involucra exclusivamente al elemento indígena o a la propiedad jurídicamente colectiva de la tierra, sino que permea prácticas de producción y reproducción de los derechos de propiedad como derechos reconocidos colectivamente. En otras palabras, afirmaremos que existen prácticas y negociaciones colectivas necesarias para garantizar la propiedad jurídicamente individual de la tierra, que involucran activamente al entorno no-humano, y median relaciones ambiguas (de alianza - de oposición y conflicto) entre actores miembros y no miembros de una “comunidad” constituida también por tierras, aguas, hierbas y, sobre todo, por redes de acciones, vínculos y compromisos entre actores.
A partir de “narrar” el caso propongo una serie de relaciones o de enlaces con otras informaciones que pretenden dar sentido a ciertos pasajes que no han sido explorados directamente como objeto de estudio, pero que pueden ser presentados como evidencia de maneras “otras” –fuertemente situadas– de entender el territorio, el habitar y el hacer comunidad. En este sentido, presentar algunas informaciones como evidencia –hacerlas evidentes– implicará construir un relato en el cual su existencia resulte inteligible.
Este artículo se desprende de una investigación más amplia, en la cual se intenta analizar las relaciones mediadas por el agua en sus distintas manifestaciones en la provincia de Catamarca, a lo largo de los siglos XIX y XX. La pregunta por el agua como articuladora de “sociedades” parte del supuesto de que podemos estudiar el mundo como un colectivo: un conjunto de seres materiales e inmateriales, humanos o no humanos, vinculados a partir de relaciones diversas que se “fijan” mediante las materialidades para estabilizarse en el tiempo y el espacio. Esta propuesta, desarrollada por Bruno Latour (2012 [1991]; 2005), implica pensar lo social como un ensamblado de relaciones, de naturaleza variable e incierta, y a la investigación en ciencias “sociales” como aquella orientada a responder preguntas acerca de cómo operan y a qué o quiénes involucran o dejan de involucrar esas asociaciones.
En ese marco, las formas en las cuales las personas se han vinculado con el agua, bajo la forma de lluvia, patógeno, río, sistema de riego, “recurso”, elemento vital o sagrado, purificador, etc., constituyen un “hilo de Ariadna” que podemos intentar seguir para “componer” conjuntos de relaciones, fragmentos de este gran ensamblado de lo “social” que pueden ser considerados significativos, dado el carácter vital y “total” del agua como elemento articulador de las vidas, no solamente humanas.
Esta indagación, antropológica en sus preguntas, es también de carácter histórico en sus técnicas de obtención de información y en su cronología: la “composición” que se intenta apunta a reensamblar relaciones pasadas y a rastrearlas a través del análisis de documentos escritos. Cronológicamente, es importante notar a los fines de este trabajo que el siglo XIX es un momento de gran interés si pensamos en “lo social” como conjunto de asociaciones: la llegada, literalmente hablando, de objetos, seres y categorías creados desde concepciones de mundo que lo separan en dos dominios bien diferenciados, Naturaleza y Cultura (Descola, 2012), conocerá su momento más álgido de difusión en este período. El caso que he presentado aquí permite adentrarnos en un conjunto de disputas en el cual el modo de relacionamiento territorial moderno-liberal aún no está plenamente establecido. Existen indicios de otros modos de construir vínculos entre personas, entorno, tierra, habitares individuales y colectivos. O, al menos, es posible pensar de esa manera si se “hacen evidentes” ciertas relaciones e informaciones.
En ese sentido, el concepto de “reensamblar”, directamente vinculado con lo expuesto en los párrafos anteriores, implica una apuesta por una forma de encarar y de presentar las investigaciones “sociales” como redes de relaciones (Latour, 2005). En estas redes, actores “sociales” pueden ser cualesquiera seres con los que nos encontremos en nuestras investigaciones: seres que los sujetos con/a los que estudiamos involucren (invoquen, nombren, alteren, atribuyan acción) en sus mundos; y la pregunta por los modos, por el “cómo” de ese involucramiento será fundamental para intentar comprender esos mundos o, al menos, describirlos de la forma más completa posible.
Al respecto, es relevantes destacar que esta clase de preguntas sobre vínculos “otros” entre “ambiente” y “humanos” ya han sido formuladas para el espacio catamarqueño. Trabajos como los de Quiroga (2010) o Quiroga y Lapido (2011) apuestan a complejizar los vínculos entre grupos indígenas y elementos del “paisaje” o el “ambiente” en contextos coloniales, señalando acertadamente lo inadecuado de estas categorías cuando se trata de abordar la vida y prácticas de comunidades no occidentales. En ese sentido, el siglo XIX constituye un campo fértil para reponer este tipo de interrogantes pensando no ya en relaciones de claro antagonismo sino en panoramas igualmente injustos pero más complejos: los trabajos de Mafferra y Marconetto (2016; 2017), por ejemplo, dan cuenta de lentas transformaciones en las relaciones con el paisaje vegetal por parte de la población colonial y post-colonial mendocina entre los siglos XVI y XIX, destacando el carácter no lineal de la evolución de las relaciones con vegetales “nativos” y “coloniales” de los grupos que construyeron sus identidades en torno a estos apelativos. Este tipo de abordajes nos invita a preguntarnos por el rol de los vínculos entre humanos y no-humanos en las luchas y acuerdos que rodean a la propiedad de la tierra en el siglo XIX.
En la búsqueda de reconstruir relaciones entre territorios, personas y agua en Catamarca, llamaron mi atención una larga serie de expedientes judiciales, en los cuales un grupo identificado en diferentes momentos como “el pueblo de Tinogasta”, “los indios de Tinogasta”, “los vecinos de Tinogasta” o “los naturales” se enfrentan en juicio a particulares. Dos de ellos, madre e hijo, son particularmente recurrentes: Doña Rosario Bulacio, viuda de Don Fermín Aguirre, y el hijo de ambos, Justo Pastor Aguirre. Ambos aparecen como poseedores de la finca “El Barrial” y en general se enfrentan al pueblo (o sus otras denominaciones) por cuestiones vinculadas a derechos de agua.
En esa serie de juicios, hay un expediente en particular que llama la atención por su tamaño, y que data del año 1863: “Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre por derechos de agua en El Barrial”. La discusión que se entabla en este juicio es compleja, y su carácter justifica plenamente el tamaño de la carpeta resultante.
En el año 1824, el pueblo de indios de Tinogasta donó la hacienda “el Barrial” a Don Fermín Aguirre, su esposa y descendientes, dado que “como militar y hombre de influencia en los disturbios de aquella época, tuvo lugar de hacer grandes servicios al pueblo de Tinogasta ya defendiendo sus derechos como apoderado, ya protegiéndolos contra la montonera e incendio de la guerra civil”.[3] La viuda de Don Fermín, Doña Rosario, declara que esa escritura se perdió en “disturbios” en algún momento entre 1840 y 1843, y solicita al pueblo de indios una nueva donación, que se realiza en 1846 y se encuentra en el expediente. En esta donación se centrará el análisis.
Previamente, cabe aclarar que esta escritura de 1846 ponía una serie de condiciones a la propiedad de la hacienda por parte de la familia Aguirre, y que esas condiciones implicaban entre otras cosas que “los indios” no “molestasen” a la propietaria sin justa causa y que esta no los enfrentara en juicio. Estas condiciones entran en crisis cuando en 1863 el hijo de Doña Rosario comienza una causa contra “los naturales” reclamando que le han tapado una acequia e insisten en privarlo de la mitad de los días de riego de los que siempre ha gozado. La escritura no fija una cantidad de días de riego, otro punto en el que nos detendremos en el próximo apartado. Luego de tres años, la familia Aguirre gana el juicio y vuelve a gozar de doce días corridos de riego en su finca.
Esta victoria y el juicio completo han sido analizados recientemente por De la Orden y Montero (2018) como parte de una serie de evidencias que permiten hablar de la progresiva desestructuración de la propiedad colectiva de la tierra por parte de los pueblos de indios que sobrevivieron como tales hasta el siglo XIX. En su análisis, la sanción de la Constitución de 1853 constituye un punto de inflexión en las posibilidades de ejercer formas comunitarias de propiedad, dado que solo contempla la propiedad privada de la tierra. Los siguientes apartados buscan reflexionar en el momento inmediatamente anterior a este punto de desestructuración. Plantearemos que el juicio de 1863 y la escritura de 1846 pueden ser tratados como indicios o “evidencias” de una “controversia” (Latour, 2005). Es decir, una situación en la que los actores “desplegaron sus mundos” a través del dispositivo jurídico y su manifestación escrita, que queda afortunada y fortuitamente a nuestra disposición.
Al respecto, es necesario aclarar que este caso no es excepcional en lo que respecta a las controversias por la propiedad de la tierra y el sentido de esta palabra. Por el contrario, como señala Tell (2015) para el caso cordobés, las décadas previas al ordenamiento jurídico liberal del país se caracterizaron por procesos locales de discusión y disputa acerca de la naturaleza de los derechos de propiedad y posesión comunitaria de la tierra. Es decir, que existen dos procesos diversos en lo que refiere a la discusión por la individualización de la propiedad. El primero de ellos inicia poco después de 1810 y
no ocurrió como resultado de imposición de un nuevo marco legal por parte de los gobiernos provinciales, sino de la propia dinámica de relaciones dentro de las comunidades, de las prácticas de tenencia, uso y distribución que estas desarrollaron y de la forma en que sus miembros se reapropiaron de los marcos legales vigentes, cuando no se adelantaron a ellos (…) ese movimiento interno de derechos no había llevado necesariamente a la desarticulación de la tenencia comunal, sino que podía ser compatible –aunque con algún grado de conflicto– con la continuidad de la organización y gestión colectiva de tierras, agua y pastos (Tell, 2015, p. 75).
En este sentido, quisiera recuperar la pregunta de la autora por los conflictos internos a la comunidad (o comunidad de copropietarios) respecto a qué significa esta palabra y qué sentidos se ponen en juego a la hora de poseer/ser propietarios de tierras comunes o individuales. Sin pretender responder ese interrogante, es sin embargo una herramienta útil para atender a indicios documentales que pueden guiarnos a una mejor comprensión de los vínculos entre personas y tierras.
Asimismo, esta cita abre las puertas a otras dos cuestiones relevantes para este trabajo: una, es que estos procesos tempranos de disputa por la propiedad –al emerger de dinámicas internas e implicar reapropiaciones– habilitan relaciones particulares con el aparato legal. Este es utilizado para explicitar y mediar relaciones sui generis de propiedad construidas mediante arreglos entre partes, muchas veces en el marco de vínculos con significativa profundidad temporal.
El segundo elemento por destacar es la coexistencia conflictiva de prácticas de gestión individuales y colectivas. Al respecto, también debe señalarse que –inclusive en el caso de comunidades que fueron capaces de mantener su integridad como tales– para el siglo XIX “los ‘pueblos de indios’ coloniales constituyeron ya en aquel período entidades abiertas, flexibles y de límites permeables, en las que por diversos motivos se incorporaban constantemente personas (…), reconfigurándose activamente al calor de cada coyuntura histórica” (Rodríguez, 2020, p. 135).
En ese sentido, el presente trabajo se interroga por las condiciones de posibilidad, los lenguajes y las lógicas involucradas en generar acuerdos o llevar adelante conflictos por tierras y aguas. En este caso intentaremos pensar, como propone Tell (2015), en qué sentidos y prácticas se articulan en torno al acto de “poseer”, de poseer en común y también de convivir con otros en calidad de propietarios.
Tomando la idea de “espacialidad alternativa” de Vázquez (2011, p. 71) creemos que la producción y reproducción de prácticas espaciales que significan el acto de posesión (también individual) como el producto de un acuerdo entre partes; como un acto atado a la capacidad de actores diversos (y a menudo en conflicto) de articularse entre sí y con elementos del entorno. Es posible también que en momentos previos a la consolidación de la hegemonía del concepto liberal de propiedad privada estas prácticas de articulación implicaran algunos sentidos compartidos que involucran no solo apropiaciones sui generis, al decir de Tell (2015), del aparato legal sino también prácticas rituales significativas para las partes.
En el año 1846, un grupo de personas identificado como “vecinos de Tinogasta” se presenta ante el juez departamental para ratificar el derecho de propiedad de Doña Rosario Bulacios, viuda de Fermín Aguirre, sobre la finca “El Barrial”. Esta ratificación se realiza “por cuanto infortunadamente han desaparecido los documentos de Donación que sus antepasados le hiciesen al referido finado Don Fermín Aguirre”.[4] Por lo cual, se decide hacer una nueva donación de “todo el Pueblo de Tinogasta” a Doña Rosario y sus sucesores, “bajo de las voces que unánimemente y en fraternal unión habían acordado”.[5] La escritura es firmada por una larga lista de personas, de las cuales solo 14 saben firmar y lo hacen a nombre de los demás.
Algunos pasajes del texto de esta escritura “llaman la atención”, o al menos la atención de una antropóloga interesada en comprender cómo se construyen los vínculos entre personas, agua y territorio:
Luego de establecer que “todos los vecinos naturales de este Pueblo” renovaban la donación de común acuerdo (y en esto se hace hincapié constantemente en el texto), se describe una serie de condiciones muy precisas para que la donación continúe vigente:[6]
· El Pueblo de Tinogasta cede las tierras de la estancia “con la correspondiente agua”, que deberá ser usada “acorde al terreno permanentemente y sin perjuicio del Pueblo, el cual tampoco puede inferirle menoscabo en los regadíos”.
· Doña Rosario “queda obligada en qualesquiera asunto que se promueva contra el Pueblo y saldrá a defenderlo a sus expensas”; y en el mismo sentido “si en algún tiempo alguna persona o personas le inquietara en la quieta y pasifica posesión el derecho que le donaban con su abiso [los vecinos] saldrían a defenderlo ayudándole con la mitad de las costas y expensas de la defensa y manifestación de los papeles que le sirvan a su defensa”.
· Las tierras pertenecientes a la donación no pueden venderse sin el “consentimiento y beneplácito” de Doña Rosario y del pueblo de indios, como tampoco puede venderse bajo ninguna circunstancia el derecho a gozar de la donación.
· Por último, “si en algún tiempo Doña Rosario o sus sucesores en la forma de derecho procedieran en contra de este Pueblo y sus derechos en general y se le probase en juicio perderá su derecho [a la donación] lo mismo que a quien le sucediese, quedando del cargo del Pueblo de Tinogasta responderle a los perjuicios siempre y cuando sin justa causa le molesten o intenten molestarla a ella y sus sucesores”.[7]
Estas condiciones son reiteradas varias veces en el texto, aunque no todas juntas ni escritas de la misma manera, y recién sobre el final de la escritura se sistematizan tal como las enumero aquí. Este carácter iterativo y un tanto deshilvanado llama la atención, así como también es remarcable el hecho de que los análisis existentes sobre este juicio retoman la última de las cuatro condiciones: aquella que previene el enfrentamiento en juicio o la “molestia” sin justa causa entre las partes. Las otras tres no son contempladas.
La victoria jurídica de los Aguirre en 1866 se debe fundamentalmente al éxito de un argumento de corte liberal: “los descendientes de los antiguos donantes (…) validos (…) del interés que comenzaban a tener las propiedades, el año 46 no accedieron a que se estendiesen escrituras sin gravámen, con el libre uso de los derechos de un dueño y propietario, sino bajo las condiciones y cargos que se determinan en la escritura. Sin embargo, después que se juró la constitución nacional con la caída del Déspota” la serie de condiciones listadas carecen de valor legal, “presumiendo la ley dueño absoluto a todo poseedor mientras no se pruebe lo contrario en juicio”.[8]
Esta situación podría explicar por qué, en los análisis previos sobre este juicio, las otras condiciones no han sido retomadas. Si se visita esta documentación desde preguntas vinculadas a la desestructuración de los regímenes colectivos de propiedad indígena de la tierra, la última de las condiciones es la que resulta útil para analizar el éxito jurídico de los argumentos liberales. El listado que involucra al resto de las condiciones se interpreta desde el derecho liberal de la segunda mitad del siglo como una serie de “condiciones y cargos”, un “gravamen” que se impone al propietario privado, gravamen ahora ilegítimo en función de la nueva Constitución. Sin embargo, si nuestra pregunta de investigación se orienta a pensar modos de relación entre grupos humanos y entorno, y sobre todo a rescatar su multiplicidad potencial, las condiciones de la escritura son una puerta de entrada interesante.
La estructura de redacción de estos cuatro puntos invita a considerarlos como ejes de una relación que puede ser descrita como recíproca: el agua debe utilizarse de modo que no “inflija menoscabo” a ninguna de las partes; tanto Doña Rosario como el pueblo se deben ayuda mutua ante asuntos externos que los afecten; las tierras no pueden ser vendidas ni la donación transferida sin mutuo acuerdo; y estas relaciones de beneficio mutuo se mantendrán siempre que ninguna de las partes entre en antagonismo con la otra. Considerados en conjunto como un esquema organizador de relaciones, los cuatro puntos habilitan a pensar en una discusión que excede los parámetros de la dicotomía individual/colectivo en el ejercicio de la propiedad de la tierra. Por el contrario, la escritura plantea unas coordenadas de relaciones donde la propiedad individual no deja de responder a un conjunto territorial y humano más amplio, con el que mantiene obligaciones mutuas. A la inversa, el conjunto de los propietarios comunitarios reconoce la existencia de la propiedad individual, pero no por ello deja de pensarse como colectivo con injerencia y con responsabilidades sobre esa tierra y sus habitantes.
En ese sentido, De la Orden y Montero (2018) llaman la atención sobre la gran cantidad de fórmulas que registran y subrayan el carácter colectivo de las decisiones vinculadas a la donación, por ejemplo “en virtud de una abeniencia común”, o “bajo de las voces que unánimemente y en fraternal unión habían acordado”. Las autoras interpretan esta recurrencia como un indicio de la vigencia de formas colectivas de toma de decisiones, posiblemente en continuidad con los cabildos indígenas de décadas anteriores. Es decir, estas fórmulas pueden ser pensadas como indicios de formas y prácticas políticas específicas.
Lo que propongo, a partir de la lectura anterior, es extender esta idea también a los términos de la donación: existe en esos puntos una apuesta político-territorial de construir y de “traducir” al lenguaje jurídico de la escritura una serie de formas de practicar la territorialidad, las relaciones comunitarias o individuales-colectivas, la posesión de la tierra y el reparto del agua. Formas que en 1846 tienen la posibilidad de “ensamblarse” con el sistema jurídico y continuarse en el tiempo. Es esta posibilidad, dialógica, si se quiere, la que se pone en disputa en la década de 1860, emerge como controversia y es descartada a la luz de nuevas lógicas en pleno proceso de consolidación. Para reforzar este argumento, es posible continuar con el análisis de la escritura y detenernos en el segundo “cabo suelto” que nos presenta, y que refiere a la forma en la que se hace efectiva, se “toma” posesión de la tierra en 1846.
Inmediatamente a continuación de la escritura, se encuentra un pedido de Doña Rosario, quien solicita que “para mayor testimonio de ello [de la donación], y seguridad mia, se hace preciso se me dé nueba posesión bajo los linderos que consta dicha escritura, y donación, para de este modo reconocer el derecho donado que me corresponde y poseer pacíficamente”.[9]
Las ceremonias de posesión eran prácticas comunes en el mundo colonial latinoamericano, y en algunas regiones se continúan estilando hasta bien entrado el siglo XX (Caillavet, 2000). En este caso, la ceremonia tiene una estructura bastante típica, que analizaré a continuación. Registra el alcalde de partido:
Pasé a la casa y morada de Doña Rosario Bulacio en donde encontré algunos vecinos de Tinogasta y su representante Don Felipe Robledo y habiendo manifestado el objeto de mi arribo me conduje así al Naciente de la casa referida donde existe un árbol grande cerca de un poco de Agua en donde convocados los concurrientes y apoderado en voz alta e intelijible les dije, que mediante a que por un avenimiento espontaneo habían donado nuevamente los naturales de Tinogasta el lugar del Barreal a Doña Rosario Bulacio según constaba por la escritura por la que dicha señora pedía al juzgado posesión judicial a más de la corporal que tenía. En una virtud que hera tiempo de hacer valer cualesquier derecho que tuviesen manifestándolo para hoirles en justicia. Todos contestaron que no tenían que exponer y que podía dar libremente la posesión. Entonces tomé de la mano a Doña Rosario Bulacio y la paseé por delante de los concurrentes (…) bajo de los linderos de la escritura y ella en señal de haberla recibido arrancó yerbas, bebió agua, exparció tierra y dijo a los asistentes fuera, fuera de mis terrenos. La cual posesión se la di en día sereno y claro como a las once del día sin contredicción alguna por lo tanto la amparo en ella a nombre del Gobierno y mando que no sea despojada sin ser primero oida y por derecho y fuera bencida bajo de la multa de cincuenta pesos (…).[10]
Las partes subrayadas corresponden a aquellos elementos que Caillavet (2000) enumera como típicos de una ceremonia de posesión en el mundo colonial español. Estas ceremonias, parientes cercanas de las feudovasalláticas, adoptan nuevas formas en el contexto de la expansión colonial española, primero en el mundo andaluz y luego en Hispanoamérica. En esa transformación, el “idioma ritual” original europeo muta para “traducir” eficazmente el sentido de la ceremonia a un público más amplio (indígena, en el caso de la colonia temprana). En esta mutación, los elementos gestuales adquieren un peso mayor a las fórmulas verbales, en tanto trascienden las barreras idiomáticas incluso cuando lo hacen en calidad de equívocos (Caillavet, 2000, p. 332).
En cualquier caso, parece existir una fuerte convergencia o entendimiento en cuanto a la importancia y significatividad de los gestos rituales y el “espectáculo” como lo denomina Caillavet (2000), para los conjuntos sociales español e indígena, convergencia que derivará en una fuerte presencia del lenguaje corporal ritual en el mundo colonial de los siglos posteriores. Como ejemplos de esta presencia y de su importancia, el autor reflexiona sobre la práctica sistemática de registrar los gestos rituales en las actas o documentos escritos. Por ejemplo, la típica fórmula de recibimiento de las ordenanzas reales: “se presentó esta cedula juntamente con una petición e pidió que se obedeciese y por su señoria visto la dicha cedula la tomó en sus manos y la beso y puso sobre su cabeza como a carta y mandado de su rey y señor natural” (Caillavet, 2000, p. 333). Un ejemplo más cercano al caso analizado, podemos advertir en el siguiente extracto: “previo al juramento de estilo y formalidades de derecho el que lo celebró por Dios nuestro señor y una señal de la cruz †”.[11]
Como hemos ya afirmado, este tipo de manifestaciones era habitual en el mundo colonial, y aparentemente presenta un alto grado de continuidad al menos hasta mediados del siglo XIX, en el caso que proponemos analizar aquí.
En cuanto a la ceremonia de posesión, es interesante reflexionar en torno al conjunto de relaciones legitimadoras que se ponen en juego en el ritual. En primer lugar, el nuevo propietario ingresa a su tierra conducido por la autoridad legal. Lo hace en presencia de testigos, sus vecinos y en este caso los donantes de la tierra, quienes son invitados “en voz alta y clara” a contradecir la posesión. Luego, el propietario establece una serie de vínculos con elementos clave del entorno: la hierba o lo que crece (cultivos, por ejemplo), la tierra misma (incluso revolcándose en ocasiones, dice Caillavet), el espacio (bajo la forma de paseo), el agua. Luego el propietario hace uso del derecho de propiedad expulsando a los demás de su tierra. Consideramos que es posible intentar una reflexión sobre estos modos de hacer territorio y comunidad, que también pueda contribuir a pensar los modos de hacer evidencia.
Luego de haber presentado lo que aparece en esta escritura como inesperado u “otro”, podemos detenernos en aquello que no está dicho, pero sí implícito, en estos dos “cabos sueltos”. Para el primero, el conjunto de condiciones que controlan la propiedad de la hacienda estableciendo un sistema de obligaciones entre propietarios y comunidad, me gustaría proponer una lectura en clave de doble apuesta: una por estabilizar relaciones de “alianza” basado en la reciprocidad de obligaciones y en la necesidad de efectuar arreglos, y otra por estabilizar esas relaciones al interior del sistema jurídico. Pese a su “fracaso” en una mirada de largo plazo, la existencia de esta apuesta puede permitir pensar en los modos de hacer de quienes la efectuaron.
Es posible sostener que en el año 1846 la propiedad de la tierra, sobre todo si era tierra donada por parte de una comunidad, estuviera sujeta a obligaciones para con esa misma comunidad y que este conjunto de obligaciones fuera recíproco. Asimismo, es plausible que las actividades, prácticas y acuerdos vinculados al compartir (agua, vecindad) fueran indisociables del ser propietario. Así, no explicitar cuánta agua corresponde a cada una de las partes y simultáneamente prohibir el litigio entre ellas lleva implícita una apuesta por las conversaciones, las discusiones entre partes y la negociación periódica como prácticas de distribución del agua. Encontramos también una idea de alianza: los Aguirre no son parte de la comunidad, pero actúan en su defensa, como apoderados en distintos momentos del siglo XIX, incluso en la década de 1870, posterior a este juicio (De la Orden y Montero, 2018).
El conjunto de condiciones de la donación puede leerse también como una apuesta para estabilizar relaciones que oscilan entre la rivalidad y la alianza, haciéndolas gravitar hacia esta última. Cabe aclarar que decir esto no implica ignorar las desigualdades sociales, relaciones de poder, diferencias de capital social y cultural y un largo etcétera de asimetrías que convierte a los Aguirre en “hacendados” que irán acumulando poder y tierras en el siglo XIX, mientras las comunidades por el contrario se irán empobreciendo y disminuyendo su capacidad de acción, en parte consecuencia de la pérdida de la propiedad colectiva de la tierra.
De la misma manera, es posible pensar en ese conjunto de condiciones como una apuesta por “tornar jurídicas” un conjunto de prácticas y modos de hacer territorio, o de hacer relaciones, probablemente de larga data. De la Orden y Montero (2018) señalan que los pueblos de indios, que “sobrevivieron” como organizaciones hasta el siglo XIX, comparten como característica común una apuesta por visibilizarse en el sistema jurídico en calidad de querellantes. Probablemente esto haya implicado una necesidad de “traducir” ciertas lógicas y prácticas, por ejemplo, las relativas a habitar el territorio, a un lenguaje que permitiera entrar en querella, que es también una forma de reconocimiento a la existencia y derechos de las partes.
Al respecto Rodríguez (2016), desde un enfoque teórico metodológico similar al aquí propuesto, destaca la iniciativa y creatividad indígenas en lo que a prácticas jurídicas se refiere. En el siglo XIX, la indefinición de las categorías jurídicas que habían organizado el mundo colonial permite la emergencia de prácticas de querella, es decir de prácticas que son a la vez de diálogo y de lucha, originales y específicas de ese momento. La indefinición jurídica funciona como habilitante para hacer visibles a personas y prácticas que en retrospectiva estaban comenzando a ser invisibilizados. En otras palabras, en los juicios encontramos rastros de mundos sometidos a procesos intensivos de invisibilización, junto con las personas que los construían y habitaban. Preocupada por las formas de la identidad indígena en el siglo XIX, la autora destaca para el caso de este juicio que la existencia de la comunidad, y su carácter indígena, no es puesta en discusión en el juicio, sino que es el derecho comunitario sobre la tierra y el agua el que se presenta como detonante del conflicto. En ese sentido, cabe pensar nuevamente en lógicas de relaciones que funcionan ensambladas: puede contraponerse una lógica liberal sobre personas y cosas a una lógica “comunitaria”, pero no son puestas en juego necesariamente juntas o a la vez; en este caso, el carácter de “comunidad” del Pueblo no es objetado.
Pensando en esta necesidad de traducción jurídica, es interesante volver sobre el segundo “cabo” que pretendemos enlazar. Ya dijimos, siguiendo a Caillavet (2000), que existe una obsesión, o por lo menos una notable atención en la escritura de toda clase de documentos oficiales, por consignar los gestos rituales que acompañan a diferentes actos con connotaciones jurídicas. Esta atención se explica si pensamos que esos gestos “interesan” en tanto forman parte del acto jurídico y de las acciones necesarias para legitimar o ser legitimado. Pero también implican un modo de relación con las materialidades involucradas en esos actos: besar la cédula real o hacer efectivamente la señal de la cruz al jurar, son gestos que garantizan la estabilidad de una serie de relaciones relevantes en muchos niveles. Algunos de ellos se vinculan con la sacralidad de la figura monárquica al mismo tiempo que con sus instituciones; con la divinidad al mismo tiempo que con el juez. Para el caso de la ceremonia de posesión es posible pensar que las relaciones garantizadas mediante el ritual tienen que ver tanto con la comunidad de testigos como con elementos centrales del entorno poseído.
Para el caso de las ceremonias de posesión medievales, Puñal Fernández (2002) afirma que tener un documento que acreditara la propiedad no era suficiente para el derecho medieval, si no existía evidencia de la “voluntad de poseer” o de otorgar por ambas partes. Las ceremonias son rituales, entonces, que dan prueba de la voluntad de los involucrados de dar tierras o casas en propiedad a otros, y de esos otros de tomar esa posesión con el cuerpo. En tal sentido debía producirse la posesión corporal, física o material de la cosa, ya que la "Possession tanto quiere decir como ponimiento de pies. E según dixeron los sabios antiguos es tenencia derecha que onvre ha en las cosas corporales con ayuda del cuerpo, e del entendimiento” (Ibidem, p. 117).
Las palabras utilizadas por el autor para describir la importancia de esta calidad corporal o material del acto de poseer son sugerentes: “sentido simbólico”, “gesto ritual con alto valor antropológico”, “sistema de valores que respaldan la práctica jurídica”. Más adelante nos dice: “Estos gestos eran considerados como más esenciales que la misma declaración de voluntad, puesto que, según las concepciones jurídicas medievales, las voluntades expresadas en palabras no eran suficientes para generar derechos reales sobre las personas y las cosas” (Puñal Fernández, 2002, p. 119).
Tenemos entonces un mundo en el que los actos realizados con el cuerpo, en el territorio poseído y sobre cosas específicas (agua, tierra, hierba, lindes) “hacen” al propietario. Por ello, las relaciones deben estabilizarse, producirse, concretarse, tanto en la dimensión jurídica como en la física.
Este planteo tal vez adquiera dimensiones de inteligibilidad si lo hacemos resonar en una “caja” (o “marco” teórico) que se ocupe de estas dimensiones. Ingold (2000), por ejemplo, propone una lectura de los vínculos personas-entorno centrado en las prácticas; en el hacer-ser-con un conjunto de entidades materiales que van conformando un mundo vincular, no cenital. Más cerca de nuestra área de interés, Vilca (2009) invita a desprendernos de la idea de espacio-escenario, “visto” por una “sociedad” externa, y propone comprenderlo como alteridad o conjunto de alteridades interpelantes. En este caso, sin llegar necesariamente a ese lugar, sí podemos pensar que existe un involucramiento activo entre personas y entorno en el cual el “espectáculo” o la “espectacularidad" no es una forma de objetivación de un espacio inerte, sino un modo de relación que involucra actores humanos y no humanos y los vincula en torno a un locus que es también “interlocutor”.
Por último, puede ser interesante pensar en cuál es el lugar “ritual” de las materialidades involucradas en la interacción, territorio incluido. ¿Es la posesión corporal un espectáculo exclusivamente destinado a ojos humanos? ¿Son el agua bebida o la hierba arrancada seres pasivos y superfluos? En ese caso, ¿por qué involucrarlos? Tal vez esa incertidumbre, que parece diluir el carácter agencial de las cosas tan pronto como recuperarlo, puede servir como vía para pensar en un modo de hacer mundos en el cual los enlaces son inciertos, parciales, inconclusos: un mundo poblado de singularidades a ser constantemente involucradas (invocadas) para mantenerlas juntas, parafraseando a Descola (2012, p. 301).
Con relación al caso del agua, no explicitar una medida de agua obliga, o apuesta por obligar, a una serie de interacciones amplias: con el entorno y sus condiciones hídricas y productivas cambiantes, con los demás habitantes, o con la comunidad de Tinogasta como colectivo. Apuesta también a renovar esa necesidad de interacción mediante una ambigüedad de base que mantiene vigentes las prácticas de discutir y generar acuerdos. O, como en este caso, llevará a los Aguirre a alinearse a su vez con otras reglas de juego, otras lógicas de discusión y de posesión. En ese sentido, es que resulta útil pensar en la comunidad de Tinogasta como un “colectivo” (Latour, 2005), un entramado de actores, humanos o no, vinculados entre sí de acuerdo con lógicas propias que se reactualizan, se disputan y entran en conflicto con otros. La pregunta por los límites del colectivo es, en ese sentido, una constante en las dinámicas relacionales que lo reactualizan.
Al hablar de la comunidad de Tinogasta como “colectivo”, entonces, nos enfrentamos a la pregunta de qué actores y relaciones lo integran. En la escritura de 1846, aquel se define a partir de una serie de relaciones potencialmente desiguales pero basadas en el sostenimiento mutuo de diferentes actores humanos y no humanos: tierra, gente, agua y derechos conforman una cadena de interdependencias que requiere ser renovada o reinventada cada cierto tiempo. Asimismo, vuelve a producir los derechos de posesión y donación, a partir de la discusión del reparto de agua, renovando los lazos jurídicos entre pueblo de indios y hacendados. Esto implica también que la constitución del colectivo está constantemente en riesgo. Así, el juicio de 1863 puede ser pensado como un momento de ruptura de la lógica de esas relaciones de interdependencia por parte de personas que suelen ser consideradas como “elites” locales.
Pese a este corrimiento, sin embargo, a partir del análisis propuesto cabe preguntarnos si al menos hasta 1850 no existía un cierto consenso en cuanto a la necesidad de hacer evidentes las relaciones de mutua dependencia. La ceremonia de posesión no puede considerarse ya para este momento un acto escénico de traducción de relaciones a un público incapaz de comprender la lengua y las relaciones jurídicas españolas, como se propone para la colonia temprana. Por el contrario, este acto simbólico constituye un ritual jurídica y socialmente legitimado, que pone en juego vínculos corporales específicos entre el poseedor y la tierra, el poseedor y la comunidad de donantes-testigos, el poseedor y la ley. La ceremonia de posesión construye o reensambla a un colectivo de humanos y no humanos, evidenciando los múltiples vínculos que entre ellos se establecen. Tomados de este modo, la ceremonia de posesión, en conjunto con los términos de la donación, pueden considerarse evidencias de un mundo practicado y habitado de modos diferentes a los que serán propuestos por la lógica liberal. Desde esta perspectiva, es posible que los dos “cabos sueltos” que disparan esta reflexión puedan ser entendidos como parte de “una malla de acciones que distribuyen competencias y actuaciones entre humanos y no humanos para ensamblar una asociación de humanos y cosas en un conjunto más duradero, [que intenta ser] capaz de resistir las múltiples interpretaciones de otros actores que tienden a disolver esta asociación” (Hernández, 2015, pp. 47-48).
El “encuentro” con seres esperados o inesperados a partir de la palabra escrita de los sujetos ha sido un tópico explorado por la historiografía, particularmente por la microhistoria, bajo la idea de “rastreo” de indicios (Ginzburg, 1982). Idea que podemos encontrar en Latour (2005) como el “rastreo de asociaciones”. Esta convergencia no parece casual, si pensamos en la preocupación de la microhistoria por recuperar no solo la “voz” o la “palabra” sino las cosmovisiones de los sujetos en cuyas narrativas propone adentrarse. De un modo un tanto heterodoxo, la microhistoria se arriesga a hacer aparecer en la narrativa a criaturas espirituales, seres híbridos, licántropos y guerreros oníricos sin emitir un juicio sobre su estatus de realidad, ni explicar su presencia recurriendo a la “taquigrafía” de las ciencias sociales. Su propuesta es seguirlos a donde nos lleven: Italia, Chipre, Siberia, y a quiénes nos lleven; por ejemplo, benandanti, niños “envueltos”, licántropos, brujas, por citar los más conocidos (Ginzburg, 1991). La “palabra” de los sujetos deviene, en este ejercicio de rastrear y asociar seres y relatos, una “composición” de narrativas que presentan un mundo posible, entre otros (Descola, 2014).
Llama la atención que ambos enfoques, el microhistórico y la Teoría de Acción en Red (TAR), hayan prestado una atención particular a las situaciones en las cuales los actores se ven compelidos a “desplegar sus propios mundos”. En el caso de la TAR, Latour aboga por el análisis de las “controversias” que crean, identifican y despliegan los actores cuando se ven enfrentados a la tarea de organizar sus mundos. En el caso de Ginzburg, los juicios son justamente la instancia en la que los argumentos, las lógicas, los lenguajes y las mutuas incomprensiones salen a la luz, revelando por un lado la incoherencia interna de los colectivos “sociales” y por otro el constante esfuerzo por parte de diversos actores (relaciones de desigualdad mediante) por hilar esas distancias (Ginzburg, 2004).
Otro autor que ha prestado atención al modo en que concepciones "otras” sobre esas entidades que solemos nombrar como “naturaleza” emergen en el mundo jurídico es Zaffaroni (2010). Su trabajo discute, entre otras cosas, un tema que ha aparecido en este artículo: la importancia de las Constituciones, los ordenamientos jurídicos marco, que permiten el reconocimiento, la emergencia o la revitalización de ciertas formas de vinculación con seres y territorios entendidos como “otros que humanos”. En el caso presente, la emergencia y puesta en acción de una constitución liberal-moderna, la de 1853, en Argentina funcionará como elemento desarticulador de una serie de propuestas de vinculación entre sujetos y territorio.
El juicio también es uno de los lugares analíticos desde los cuales se suele abordar el problema de la “prueba”, y con él, el de la “evidencia”. Al respecto, Foucault (2017 [1978]) ha resaltado que hasta la época que nos compete, mediados del siglo XIX, la “evidencia” como hecho “objetivo” no había obtenido primacía respecto del testimonio, hecho social, incierto y posiblemente falso. Más bien al contrario: el testimonio constituía la columna vertebral de los elementos de prueba, tal como también destaca Ginzburg (2010). Los juicios entonces se han constituido como lugares donde el carácter de la prueba o la evidencia se ha discutido doblemente: al interior de la disputa jurídica entre actores, y al interior del ámbito académico preocupado por elucidar el sentido de las “evidencias” en nuestros propios mundos y en aquellos que estudiamos. Ambas cosas no necesariamente coinciden, y es allí donde se detendrá este trabajo: ¿Qué nos dice nuestra “evidencia” sobre aquello que estaba siendo puesto “en evidencia” por los sujetos que estudiamos? ¿Es posible intentar “lecturas a contrapelo”, parafraseando a Ginzburg, de aquello que es dicho o silenciado? ¿Cómo presentar esos indicios en calidad de evidencia, en términos académicos?
El punto de esta exposición es proponer que si aceptamos que las evidencias son tales cuando se presentan enlazadas en una narrativa que les otorga algún tipo de significatividad, la antropología puede extraer algunas consecuencias interesantes a la hora de producirlas y presentarlas. El acto de “ensamblar” o “componer” cobra desde esta perspectiva una relevancia nueva: la posibilidad de hacer aparecer relaciones inesperadas, “otras”, que interpelen los mundos conceptuales que solemos circular e inviten a complejizar interpretaciones sobre, en este caso, el pasado.
En este sentido, los análisis de estas fuentes en términos del avance de lógicas liberales vinculadas a la propiedad individual y absoluta pueden ser complementados por propuestas como la presente, que se centran en pensar sobre qué se avanzó o, en otras palabras, qué tipo de relaciones fueron intentadas, sostenidas o posibilitadas casi en paralelo a la consolidación de la lógica moderno-liberal. Esta pregunta ya ha sido ensayada en otras áreas de la vida social, por ejemplo, en el ya citado caso de Tell (2015), y se ha probado útil para poner en cuestión los sentidos de palabras como “comunidad”, “propiedad” o “posesión”. Sobre esta base, intentamos dirigir la mirada hacia aquellas prácticas visibles en la documentación que pueden darnos la pista de mundos potencialmente “otros”, es decir, explorar cómo se construyen estos vínculos diversos y a veces conflictivos con tierras, aguas y personas. Una vez que esa línea de rastreo se habilita, es posible hacer emerger un conjunto de enlaces que nos llevan a los rituales de posesión medievales, a la pregunta por las formas de traducir y comunicar mundos o relaciones con la tierra y el agua, a formas de habitar el espacio y a los múltiples sentidos que toman las palabras “propio” o “propiedad” en contextos distintos del nuestro.
Este recorrido apunta, en última instancia, a diversificar nuestras propias concepciones de lo “evidente”: hemos construido un conjunto amplio de evidencias relativas a las relaciones de desigualdad, la pérdida de derechos, la desposesión, las prácticas de organización y resistencia y el empobrecimiento de las comunidades indígenas en el siglo XIX. Sin embargo, no son tan abundantes los esfuerzos por recuperar evidencias que permitan indagar en “otras” formas de habitar propuestas y sostenidas en este mismo período como alternativas a los procesos liberales de invisibilización y desposesión, y en cómo esas propuestas planteaban vínculos con actores que suelen ser considerados en calidad de “antagonistas” en nuestras interpretaciones o en las tierras mismas.
En ese sentido, queda pendiente para futuros trabajos la resonancia que algunas de estas discusiones tienen al pensar en conflictos actuales cuya dimensión ontológica es también motivo de disputa: en los reclamos por la propiedad colectiva de las tierras o por el derecho al agua de los “pueblos”, las comunidades catamarqueñas ponen en juego lógicas contestatarias respecto de los supuestos liberales de progreso y modernización; lógicas cuyo vínculo con un pasado no tan remoto ha de ser todavía explorado.
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Fuentes relevadas
Archivo Histórico de Catamarca, Catamarca, Argentina (AHC). Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[1] Este artículo forma parte de una investigación doctoral financiada por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Argentina. Quisiera agradecer a la Dra. Bernarda Marconetto por su lectura y sugerencias sobre las primeras versiones del texto. Asimismo, a quienes evaluaron el trabajo por su lectura atenta y sus recomendaciones, que resultaron sumamente enriquecedoras.
[2] Como bien señala Rodríguez (2009), las diferentes adscripciones con las que el conjunto de los propietarios comunes se denomina a sí mismo no pueden ser consideradas solo como “estrategias” instrumentales sin considerar los efectos de las susodichas denominaciones en el marco de relaciones de poder caracterizadas por la estigmatización creciente del elemento indígena.
[3] Archivo Histórico de Catamarca (AHC). Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 40(r). Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[4] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 13. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[5] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 11. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[6] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Fojas 13 y 14. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[7] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 14. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[8] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 40. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[9] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 16. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.
[10] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Fojas 16-17. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre. El destacado es propio.
[11] AHC. Depto. Tinogasta, Catamarca, Juzgado de Paz, Causa civil, Sección N, Caja 44, expediente 2052, Foja 28. Año 1863. Los indios de Tinogasta contra Justo Pastor Aguirre.