Indios mansos. Horacio Videla y la producción representacional de la alteridad étnica “Huarpe”

 

[Meek Indians. Horacio Videla and the Representational Production

of the "Huarpe" Ethnic Alterity]

 

Diego Heredia

(Universidad Nacional de San Juan)

diegoheredianoguera@gmail.com

 

Resumen:

 

Este artículo propone un análisis histórico antropológico referido a la producción representacional de la alteridad étnica “Huarpe” en el Tomo I de Historia de San Juan, trascendental libro escrito en el año 1962 por el historiador Horacio Videla. El trabajo se desprende, además, de una investigación mayor inédita –desarrollada en el marco de la tesis de grado del autor– dedicada al estudio de las alteridades étnicas indígenas y los territorios producidos por las narrativas historiográficas, etnológicas y arqueológicas de la provincia de San Juan, República Argentina durante el siglo XX. Desde el punto de vista teórico metodológico parte de la arqueología discursiva Foucaultiana, de la teoría de las articulaciones, del sociólogo jamaiquino Stuart Hall. De igual forma nos nutriremos de algunos de los aportes de la crítica y el feminismo poscolonial.

 

Palabras claves: Alteridad Étnica; Narrativas Historiográficas; Producción Representacional

 

Abstract:

 

This article proposes an anthropological historical analysis referring to the representational production of the ethnic alterity “Huarpe” in the Volume I of Historia de San Juan, a very important book written by the historian Horacio Videla in 1962. The article arises from unpublished research developed in the author’s degree thesis dedicated to the study of indigenous ethnic alterities and territories produced by historiographic narratives, ethnological and archaeological of the province of San Juan, the Argentina Republic during the 20th century. This article adopts the theoretical and methodological perspectives of Foucaultian discursive archaeology, the theory of articulations proposed by Stuart Hall (2010), and the contributions of criticism and post-colonial feminism.

 

Keywords: Ethnic Alterity; Historiographic Narratives; Representational Production

 

Recibido: 30/06/2022

 

Evaluación: 02/11/2022

 

Aceptado: 08/12/2022

 

Como hipótesis central planteamos que Historia de San Juan –pilar de la historiografía provincial y de la región de Cuyo– debe ser pensada en torno a los requerimientos de la gubernamentalidad estatal. Emergió primero de las políticas desarrollistas de la segunda mitad del siglo y, luego, pudo articularse a ciertos postulados de los regímenes dictatoriales abiertos a partir de 1966. La obra proveyó un bagaje de conceptos y estereotipos racializados necesarios para representar un pasado común y reconocible por la población. En su trama la alteridad étnica indígena fue producida a través del reemplazo del otro en el espacio por el otro en el tiempo (Fabian, 2019). Representó al “huarpe”[1] como entidad extinta, inmediatamente anterior y contigua a la mismidad provincial. Se negó de esa forma la contemporaneidad aborigen en el presente histórico.

Según Horacio Videla, el otro de la modernidad prontamente desapareció así bajo los avatares de la conquista, ya sea por los desplazamientos forzosos a las encomiendas de Chile o por los efectos del mestizaje entre el varón blanco español y la mujer indígena. En este punto consideramos que la obra desarrolló una sexualización narrativa de las relaciones de poder provinciales que feminizó al “huarpe” a través de la mujer indígena como receptora mansa y pasiva de la inseminación conquistadora. Esto trajo asociado un ejercicio fortalecedor de la masculinidad patricia blanca local, lo que exhibió su preeminencia sexual y racial sobre mujeres indígenas, subalternas, subjetividades y masculinidades contemporáneas.

Además, el mestizaje expuesto en la obra construyó una ancestralidad biológica y feminizada para los sectores populares sanjuaninos, herencia o “atavismo” del extinto “huarpe”. Quedaban fuera de este luchas e interpelaciones subalternas contra las asimetrías históricas planteadas en la provincia y la Nación. Se trataba de un orden de enunciados altamente articulables a las políticas gubernamentales represivas de “Seguridad Nacional” abiertas en 1966 por la dictadura autodenominada como “Revolución Argentina”.

 

Historia de San Juan, un monumento ineludible

 

El fruto más importante del trabajo intelectual de Horacio Videla es la extensa Historia de San Juan, cuyo primer tomo fue publicado en el año 1962. Desde entonces, se transformó en referencia ineludible tanto para la enseñanza media y superior como para la producción disciplinar local. Fue un ambicioso proyecto de escritura que totalizó el pasado provinciano desde los tiempos prehispánicos hasta la década de 1960. Tal es así que su preeminencia se vio reforzada en 2012, cuando la Universidad Católica de Cuyo y la Municipalidad de la Capital de San Juan editaron un CD ROM con los seis volúmenes que componen la obra.

A su vez, este libro pertenece a un campo discursivo de mayor alcance dentro del cual historiadores, etnólogos y arqueólogos, durante el siglo XX, contribuyeron narrativamente a la producción de las denominadas culturas indígenas de San Juan (Larraín, 1906; Cabrera, 1929; Canals Frau, 1986 [1953]; Videla, 1962; Gambier, 2000). Un nutrido grupo de sabios que, legitimados por diferentes normativas e instituciones gubernamentales y universitarias, representaron alteridades étnicas (Gnecco, 2008), creando las diversidades y discontinuidades que la provincia y la Nación requerían para representar un pasado-presente comunes y reconocibles por la población. En esa tarea, la colonialidad extirpó temporalmente a pueblos y comunidades indígenas (Quijano, 2000). Postulando su definitiva desaparición, relegándolos como constructos suturados en la prehistoria sanjuanina (Jofré, 2008), o bien cartografiándolos en zonas marginales respecto de los territorios productivos del área central capitalina (Escolar, 2007). De esa forma, “la alteridad supone diferencia, pero menos como lugar de distinción en sí misma que como locus especular invertido […]desde la cual se configura el yo. La alteridad […] es un dispositivo de control social de y desde la mismidad” (Gnecco, 2008, p. 105). El lugar de enunciación de los sujetos alternos a la mismidad es el Yo, el cual se asume como autoformado, activo y complejo legitimando su autoridad como intérprete de los Otros.

Como veremos más adelante, el análisis de Historia de San Juan permite comprender la manera en que el mestizaje y la feminización del “huarpe” (Fornero y Artaza, 2018) construyeron una difusa ancestralidad indígena asignable a los sectores subalternos de la población sanjuanina. Pudiendo constatar lo que la filósofa feminista María Lugones (2008) define como la intersección de raza, clase, género y sexualidad; “La producción cognitiva de la modernidad […] ha conceptualizado la raza como «engenerizada» y al género como racializado de maneras particularmente diferenciadas […] La raza no es ni más mítica ni menos ficticia que el género –ambos son ficciones poderosas” (Lugones, 2008, p. 94).

Todo ese bagaje de conceptos y estereotipos, íntimamente ligados a la reinterpretación del archivo colonial, ha nutrido los manuales de instrucción escolar, las bibliografías universitarias y los discursos políticos locales. Sin embargo, salvo honrosas excepciones (Escolar, 2003; 2006; 2007; Jofré, 2008; 2013; 2014a), en la producción historiográfica local son pocos los abordajes críticos que indagan en el orden constitutivo de esas certezas que componen, desde el primer momento, la formación de estudiantes, docentes e investigadores. Esta es la razón por la cual este artículo busca colaborar con la tarea de poner bajo análisis el lugar de la enunciación del discurso académico referido al pasado indígena de esta provincia argentina. Considerando para ello los espacios de saber, las cristalizaciones institucionales y las articulaciones posibles (Hall, 2010), con los proyectos de gubernamentalidad estatal (Foucault, 2006), durante la experiencia desarrollista, a principios de los años 60, y en el proceso dictatorial abierto por la “Revolución Argentina” en 1966. Adherimos, además, al pensamiento de Walter Mignolo (2009), según el cual: “Los discursos eruditos adquieren su significado a partir de sus relaciones con el tema, con una audiencia, con un contexto de descripción (…) y con el locus de enunciación desde el cual uno «habla», y, hablando, contribuye a cambiar o a mantener sistemas de valores y creencias” (Mignolo, 2009, p. 176).

Esto último se debe a que, como sostiene Michel Foucault (2008): “las márgenes de un libro no están jamás neta ni rigurosamente cortadas: más allá del título, las primeras líneas y el punto final, más allá de su configuración interna y la forma que lo autonomiza” (Foucault, 2008, p. 37).

Siguiendo la arqueología discursiva proponemos que el trabajo crítico respecto a la historiografía debiera centrarse en desnaturalizar su unidad, su cariz universalizante. Restituir al enunciado su singularidad de acontecimiento, su irrupción histórica (Foucault, 2008), ya que, si bien es único, “se ofrece a la repetición, a la transformación, a la reactivación (…) porque está ligado no sólo con situaciones que lo provocan y con consecuencias, que él mismo incita, sino a la vez, y según una modalidad totalmente distinta, con enunciados que lo preceden y que lo siguen” (Foucault, 2008, p. 46). Dichos criterios nos llevan a pensar el discurso historiográfico de mediados de siglo XX desde su constitución agonal, su capacidad para producir representaciones articulables a diferentes bloques hegemónicos (Hall, 2010). También permite ubicar nuestro análisis en los intersticios menos evidentes de la narrativa, en los senderos de lo dicho, pero también en aquello no dicho. Enunciados, tópicos e intencionalidades que se traslucen en el texto, deslizándose subrepticia y minuciosamente formando subjetividades y nociones que, por el amplio alcance de estas obras, rápidamente colaboran con la producción de la comunidad imaginada de la provincia y la Nación (Anderson, 1993).

Proponemos pensar que Horacio Videla en su portentosa obra fue interpelado directa o indirectamente por los proyectos políticos y económicos de la época, promoviendo y legitimando su empresa intelectual. En esa línea, entendemos que la especificidad de cada representación está determinada históricamente por sus efectos de poder en el conjunto de relaciones asimétricas, prácticas y tensiones (Hall, 2010). Según el historiador y antropólogo haitiano Michel Rolph Trouillot (2017), los procesos históricos deben necesariamente ser entendidos en el orden de su producción representacional, en tanto que, por su parte, el proceso es tal porque existe la narrativa y esta solo tiene relevancia porque existe el proceso (Gnecco, 2008), acentuando el vínculo coproducido entre uno y otra.

 

Requerimientos desarrollistas, trayectoria y estatus de Horacio Videla

 

El desarrollismo en Argentina dio sus primeros pasos durante la presidencia trunca de Arturo Frondizi (1958-1966). En este período se abrió un profuso imaginario asociado a la lucha contra el subdesarrollo (Quevedo, 2020). El camino apuntaba a una nueva industrialización del país que cambiase el modelo de sustitución de importaciones peronista[2] por un neocapitalismo garantizado por la radicación de capitales extranjeros (Reche, 2019). La ilusoria política “promoverá la liberación nacional como resultado de la completitud de la transformación económica requerida que a su vez logrará romper la dependencia, cristalizada en la sistemática necesidad de divisas para financiar el aparato productivo del país” (Reche, 2019, p. 9).

En la provincia de San Juan, el desarrollismo vino de la mano del Dr. Américo García,[3] quien asumió la gobernación el 1 de mayo de 1958 (Sánchez Cano et al., 1997). El nuevo gobierno intentó modernizar la matriz económica y productiva local, impulsando y respaldando a la vez la inversión de capitales privados (Sánchez Cano et al., 1997). Para ello, el Estado debía realizar un importante despliegue de obra pública y de reformas infraestructurales.

Tanto en la Nación como en las provincias, la modernización desarrollista requirió de una serie de diagnósticos y soluciones científicas respecto a las múltiples problemáticas asociadas al subdesarrollo. Como destaca Cecilia Quevedo (2020) en su artículo “Saberes expertos e indígenas urbanos en los años sesenta y setenta (provincia de Chaco, Argentina)”, durante el período existió una fuerte imbricación entre academia y configuración desarrollista e institucionalizó saberes y espacios burocráticos capaces de proporcionar “evaluaciones técnicas; esquemas institucionales; formas de asesoría; generación, transmisión y difusión de conocimientos; capacitación de personal; preparación rutinaria de informes, y hasta estructuras burocráticas” (Quevedo, 2020, p. 464).

En San Juan, particularmente, una de las ciencias sociales más requeridas e interpeladas fue la Historia. A la par de la reestructuración de la matriz económica, el desarrollismo de García también planteó la necesidad de una reconstrucción hegemónica de la Historia sanjuanina, es decir, impulsar una ambiciosa y monumental narrativa que rearticulara los sentidos temporales y espaciales de la provincia en la nueva coyuntura. Por ello, en el año 1959, el decreto N° 3133-G creó la Academia Provincial de la Historia entendiendo “que no se ha escrito la Historia de la Provincia de San Juan, en forma integral y metódica, es decir, en base a métodos científicos de la materia. Que siendo un deber del Gobierno estimular y alentar aquellos estudios, que como la Historia sirven para conocimiento del pasado en función educativa” (Boletín de la Academia, 1959, p. 5).

Por lo tanto, a mediados de siglo XX, la Historia fue la principal instancia de delimitación del pasado sanjuanino (Foucault, 2008). Mientras que la Academia fue el ámbito institucional donde Horacio Videla (1962) escribió la obra más influyente, hasta ahora, de la historiografía vernácula. Desde un proyecto científico e integral, el autor construyó y reafirmó la temporalidad pedagógica de la nación (Bhabha, 1994), y, también, de la provincia, objetivando el pasado provincial desde sus aborígenes, o primitivos habitantes, hasta la sociedad de los años 60.

Sin embargo, antes de abocarnos plenamente al análisis de este libro debemos tener en cuenta ciertos aspectos biográficos del escritor. Cabe preguntarnos primero por el estatuto y el prestigio que invistieron a Videla como sujeto especialmente cualificado para escribir la Historia de San Juan. En este sentido, es importante destacar su militancia católica, su formación como abogado y su reputación intelectual.

Una vez egresado en 1927 de la Universidad de Buenos Aires, con el título de doctor en jurisprudencia y Ciencias Sociales, Horacio Videla retornó a su provincia dedicándose a la defensa legal de opositores al gobierno cantonista.[4] Al mismo tiempo, fue presidente y militante ferviente del grupo católico conservador “De Liberación de San Juan”.[5] Tan alto era el prestigio alcanzado por este joven patricio en el conservadurismo que, entre los años 1942 y 1943, llegó a ejercer la vice gobernación de la provincia (Sánchez Cano et al. 1997). Sin embargo, su mandato fue interrumpido por el golpe de Estado que derribó al presidente Ramón Castillo, concluyendo con el período conocido a nivel nacional como “la década infame” (Galasso, 2010).

La militancia católica y conservadora de Videla fue acompañada por una ingente labor como historiador e intelectual. Cuestión plasmada en trabajos de notable trascendencia como “Retablo Sanjuanino” (Videla, 1998), donde el autor se refiere, entre otras cuestiones, a la evolución de la familia, la iglesia y la valoración de lo sanjuanino. A fines de la década de 1950 y a lo largo de los años 60 –en el contexto del desarrollismo– acentuó su prestigio desempeñando funciones como investigador y miembro de la junta directiva de la Academia Provincial de la Historia.

Al mismo tiempo, los lasos intelectuales de Videla con el Estado desarrollista pueden rastrearse en algunos de los intereses planteados en el Tomo 1 de su obra maestra. Allí realizó un extenso tratamiento de las principales características y problemáticas de la geografía, la orografía, los ríos, el clima, las comunicaciones, la riqueza, la economía y la población. Poniendo especial ahínco en resaltar las potencialidades productivas del espacio sujeto a las intervenciones estatales de la época, “el territorio de San Juan, aunque no muy extenso, contiene una variedad extraordinaria de labranzas y de industrias y representa una variedad extraordinaria de riquezas” (Videla, 1962, p. 68). Otro aspecto de especial interés para Videla es el demográfico:

 

la población sanjuanina está en condiciones apreciablemente ventajosos respecto a otras jurisdicciones […] pero falta un ordenamiento de los factores que inciden en su dinámica […] Este ordenamiento sólo puede ser dado por la clase conductora. Pero ello supone el estudio de dichos factores., el estudio del medio en que actúan y el estudio de las consecuencias económicas, políticas y sociales de su variación (Videla, 1962, p. 89)

 

En estos fragmentos podemos entrever una matriz coincidente con las necesidades gubernamentales de precisar, tanto las riquezas, como las principales problemáticas económicas y sociales.[6] Para ello, el Estado desarrollista local, con el objetivo de diversificar la matriz productiva, llevó a cabo un diagnóstico de la situación económica; según este el subdesarrollo era el resultado de una estructura distorsionada basada en el monocultivo de la vid y la industria del vino (Sánchez Cano, et al., 1997). En esa línea, el autor coincidió implícitamente con el diagnóstico del Gobierno de García al resaltar que: “Si se considera la enorme desproporción existente entre la extensión dedicada a la vid y a la de otros cultivos, se deduce que la economía sanjuanina se encuentra montada en un monocultivo, con sus ventajas y graves problemas” (Videla, 1962, p. 68).

Por otro lado, si pensamos en la autoridad y el prestigio sobre los cuales Horacio Videla pudo construir y encaramar su posición como sujeto especialmente cualificado debemos remitirnos a las primeras páginas de Historia de San Juan. En el prólogo de dicha obra constatamos el auto reconocimiento de: “un hijo de Cuyo, con un nombre y una sangre con cuatrocientos años de arraigo en el suelo, aspira con consciente inmodestia a significar en esta circunstancia una contribución de amor a la ‘Patria chica’, dentro de la ‘Patria grande’ común a todos los argentinos” (Videla, 1962, p. 9). Es decir que su identificación con la raigambre colonial y su posición social como sujeto blanco, miembro de la elite local, lo dotaban con los signos de prestigio necesarios para la empresa hegemónica e intelectual de narrar y tratar con los sentidos temporo-espaciales de su provincia.

 

El “Huarpe”, un indio convenientemente manso

 

En Argentina las políticas desarrollistas crearon lo que Diana Lenton (2010) define como un nuevo discurso estatal nutrido, por un lado, en el indigenismo oficial mexicano[7] y, por otro, en la articulación de políticas públicas con la Antropología Social. Así mismo, “en esta etapa del capitalismo, la ideología vinculada al desarrollo económico y al productivismo respecto de los grupos indígenas buscó “la integración a la sociedad nacional” desde distintos agentes y organismos heterogéneos.” (Quevedo, 2020, p. 461). Bajo esa mirada, el presidente Arturo Frondizi creó la primera agencia estatal encargada de trabajar con problemas indígenas, política adoptada por algunos gobiernos provinciales como el de Neuquén (Lenton, 2010) o el de Chaco (Quevedo, 2020).

En San Juan, sin embargo, la legislación en materia indígena cristalizó recién en el contexto neoliberal de los años 90, gracias al proceso de reemergencia, comunalización y militancia del pueblo warpe (Escolar, 2007; Jofré, 2014). A mediados del siglo XX la retórica y la praxis gubernamental desarrollista, a diferencia de los casos antes mencionados, no significaron al elemento aborigen como posible sujeto político y menos aún como objeto de legislación. Su contemporaneidad fue cancelada en base a una nutrida narrativa hegemónica que negó su continuidad biológica y cultural en el presente histórico (Escolar, 2007). Por su condición de desaparecidos los indígenas fueron objetivados por las disciplinas legitimadas para ello: la Arqueología y la Historia. Respecto a la primera, debemos aclarar que durante los años 60 pudo consolidarse como saber de Estado en San Juan (Jofré, 2008; 2013; Jofré y Heredia, 2022).[8] Transformando la exhumación de restos humanos a través de la excavación arqueológica en una práctica gubernamental legislada como no lo había sido hasta ese momento (Jofré y Heredia, 2022).

 Respecto a la Historia, podemos decir que la alteridad étnica en la obra integral de Horacio Videla no fue incorporada con el objetivo último de su integración a la sociedad moderna o al ilusorio camino del desarrollo capitalista. Más bien, la producción narrativa del “huarpe” respondió a la necesidad crear y reafirmar un corpus científico-disciplinar de representaciones capaces de garantizar y naturalizar ciertos efectos de poder sobre la población a gobernar.

Siguiendo tácitamente la huella dejada por investigadores como N. Larraín (1906), P. Cabrera (1929), S. Canals Frau (1986), Videla homogenizó el pasado indígena “sanjuanino” a través de la figura del “huarpe”;[9] personaje construido en la narrativa histórica como alteridad anterior a la mismidad moderna y provincial: “Dóciles y pacíficos, eran agricultores, cazadores y pescadores […] ejercitándose en las pequeñas industrias” (Videla, 1962, p.152). Simultáneamente el autor diferenció al indígena local de otras alteridades étnicas contiguas al territorio provincial por su cercanía a un modo de vida sedentario y civilizado. Para Videla (1962), el cultivo de la tierra y la pesca generó tal arraigo que: “apartó a los huarpes del nomadismo bárbaro en que no cabe civilización ni progreso” (p.175). En tanto que, al tratarse de un otro extinto e inconexo, la única vía para su estudio era el archivo colonial: “fuentes indirectas como la información oficial, las crónicas y las cartas de misioneros y obispos de aquella época conquistadora” (Videla, 1962, p.153).

Siguiendo el orden de las descripciones, constatamos que la obra produjo al “huarpe” mediante una serie de atributos morales inmanentes. “El indio huarpe era el más hermoso de entre los naturales del nuevo mundo […] por sus características físicas y morales” (Videla, 1962, p.154). Además, su honradez y lealtad lo diferenciaron “del indio americano y particularmente del araucano o mapuche, su vecino más inmediato, ratero por excelencia” (Videla, 1962, p. 160).

Ahora bien, en esa forma de representar al aborigen identificamos un campo de concomitancia (Foucault, 2008) con los discursos misionales emergidos en el Territorio Nacional de Santa Cruz a mediados de los años cincuenta. Por ello debemos tener en cuenta el estudio realizado por la antropóloga Celina San Martín (2017) sobre los archivos salesianos a mitad del siglo XX en Patagonia. La autora explica que desde 1955, los sacerdotes –guiados por las premisas del desvanecimiento o desaparición– se involucraron en el registro de prácticas y conocimientos tehuelches construyendo a estos últimos como la reserva moral de la época (San Martín, 2017). Al igual que Horacio Videla, los misioneros Manuel Jesús Molina (1904-1979) y Manuel González (1911-1991) produjeron la imagen idealizada del indígena como investido de una supremacía moral y espiritual respecto de sus vecinos. A través de tales relaciones entre el discurso historiográfico y el discurso eclesial etnográfico, podemos constatar un interés común por producir marcas de la diferencia entre las identidades hegemónicas provinciales y sus otros étnicos. Un trabajo narrativo garantizado por categorías morales que se proyectaron desde los valores compartidos por el autor en la época donde sitúa su obra.

En la misma tónica de representar la superioridad “huarpe”, Videla retrató a los indígenas a través de comparaciones renuentes con la religiosidad y la moral de los pueblos de la antigüedad. Podemos citar algunos ejemplos significativos; el primero de ellos es la equiparación del dualismo persa entre Ormuz y Arhimán con las deidades “huarpes” Soychú y Valichú. Otro es “Hunuc Huar, versión vernácula del monoteísmo conocido por los pueblos de cultura e ideas religiosas menos rudimentarias de la antigüedad”. (Videla, 1962, p. 154). Pero aún más, “La idea moral con que los huarpes forjaban sus divinidades era también mucho más elevada que la de los griegos. […] Los espíritus protectores huarpes […] eran buenos y leales, desprovistos del vicio y la crueldad con que el antropomorfismo heleno presentó a los suyos” (Videla, 1962, p. 160). En tal caso, entendemos que Videla realizó un giro narrativo que extendió la cronopolítica de la subordinación indígena local; ampliando su preterización y proyectándose hacia la construcción de una teleología histórica universalista. Así, frente al horizonte promisorio imaginado por el desarrollismo de los años 60, San Juan, o más precisamente su bloque hegemónico, debía ser depositaria de un camino monumentalizado. En ese orden, se dibujó la idea según la cual los enaltecidos y virtuosos “huarpes” ocuparon retóricamente el lugar de pueblo antiguo, de forma parecida a las antiguas sociedades de Oriente, primitivas alteridades del esplendor civilizatorio de Occidente (Said, 2008).

Finalmente, una vez que el imperio español asentó su dominio –fundando la ciudad de San Juan de la Frontera, el 13 de junio de 1562– se abrió el período de sometimiento indígena, “aquella época conquistadora, diremos heroica”. (Videla, 1962, p. 53). Para sostener el peso de tal afirmación, Videla construyó una necesaria correspondencia entre la conquista, la moralidad heroica del hombre blanco y los códigos religiosos “huarpes”. Según esta, los indígenas de Cuyo, al igual que los aztecas con Quetzalcóatl, habrían esperado el regreso de un hombre: “superior, blanco y resplandeciente” (Videla, 1962, p. 155), quien “había enseñado a los indios a cultivar la tierra, les habría inculcado valores morales y también les habría prometido volver” (Videla, 1962, p. 155). Sobre esto último el autor en ningún momento dejó asentada cita histórica o etnológica alguna que respaldara tal afirmación. Más bien se trató de una extrapolación de su propio cuño asociada a la conquista hispánica de Mesoamérica. Sin embargo, pese al carácter ficticio, y lejos de desvestir la impericia o el desatino, la construcción de una ansiada espera tuvo un formidable efecto de poder.

Es que nuestro insigne historiador incorporó a la narrativa disciplinar un elemento verdaderamente novedoso: el deseo y consentimiento como pilares para justificar y legitimar la explotación, las violencias y asimetrías sociales. La conquista dejaba atrás de sí el plano puramente material colonizando y controlando la subjetividad del sometido. Según el pergeñado mito, aquellos bárbaros esperaban deseosos la llegada de su propio verdugo reconociendo en él su natural derecho y superioridad. En este caso, coincidiendo con Cristóbal Gnecco (2010), entendemos que eltropo” fundamental fue el silenciamiento de la conquista y los siglos de conflictividad y violencia del colonialismo; promoviendo: “la pasteurización del pasado y la supresión de la continuidad histórica de los indígenas (Gnecco, 2010, p. 66).

 

Mestizaje y predominio sexual blanco.

 

Una vez colonizado el anheloso y subyugado “huarpe” fue desaparecido, entre los siglos XVI y XVII, negando su coetaneidad (Fabian, 2019) en el tiempo y el espacio provincial. El indígena de Cuyo se habría extinguido en razón de los traslados a la encomienda de Chile y por el mestizaje entre el conquistador español y la mujer aborigen (Videla, 1962). Sobre esto último, particularmente, debemos detener el paso de nuestra lupa.

Según el autor, la sangre aborigen de la región quedaba acreditada por “el tipo popular de la población de San Juan” (Videla, 1962, p.154); “el mestizo […] descendiente del indio será el buen ejemplar humano de Cuyo, perpetuado por la madre huarpe” (Videla, 1962, p. 187). La mezcla racial fue resultado del impulso sexual del varón blanco, “el poblador español debió buscar en sí mismo, en la profundidad de sus esencias humanas, consuelo, esperanza y fortaleza. No había llegado aún la mujer blanca a la comarca, pero el corazón joven y el medio americano hicieron lo demás” (Videla, 1962, p. 310). El hecho quedó plasmado en la fundación de la primera familia criolla surgida del casamiento entre el capitán Eugenio de Mallea y la hija del cacique Angaco, Doña Teresa de Asencio. Tan potente y fecunda habría sido la capacidad engendradora del noble español que “ninguna estirpe sanjuanina carece de sangre de Mallea. En San Juan quien no fue Mallea por alguna rama es nadie” (Videla, 1962, p. 313). Simultáneamente, las uniones entre peninsulares e indígenas se multiplicaron en los años subsiguientes, aunque esta vez por fuera de la consagración del matrimonio, “ya no fueron hijosdalgo españoles ni princesas huarpes, sino improvisados capitanes, simples soldados […] y humildes indiecitas, en casos trocadas por chucherías, plantas o caballos (Videla, 1962, p. 317).

A partir de 1564, según Videla, llegaron las primeras mujeres blancas. De la unión marital entre pares de la misma raza surgió la estirpe de ilustres y patricias familias cuyanas. Entre ellas se encuentra el apellido del propio autor: “núcleo cimiento formado por la familia Jufré, Lemos, Villegas, Mallea […] Pinto, Díaz, Chacón, Correa, Peña y Videla, sobrevivientes entre dos o tres docenas de estirpes conquistadoras” (Videla, 1962, p. 314).

Por lo tratado hasta aquí entendemos que la obra realizó una sexualización narrativa de las relaciones de poder provinciales en coincidencia con la colonialidad del género (Lugones, 2008). En el mestizaje los atributos morales del hombre blanco –activo, militar, católico y civilizador– dejaron seminalmente la base racial y moral de la modernidad.

Dentro del mismo crisol el “huarpe” perdió su figura de idealizado “varón”; sufrió una metamorfosis y devino irrevocablemente en “mujer”. Hábilmente la narrativa historiográfica de Videla operó extinguiendo a la masculinidad “huarpe”, a su potencialidad sexual, antes incluso que al propio “pueblo huarpe”. Según el relato la conquista dejó como saldo una distribución de géneros que propició tal unión entre peninsulares y nativas: “La población blanca se componía aquí en su gran mayoría de varones y en la indígena, debido a las conscripciones mineras que ocuparon al indio en Chile, lo que abundaban eran las mujeres” (Videla, 1962, p. 321). Por lo tanto, a partir del pasado colonial, la alteridad étnica fue matriz antigua representada en el cuerpo femenino[10] como una otredad sometida, que pasivamente aceptó y receptó la cimiente conquistadora.

Tal es así que en el “huarpe” y en “el tipo popular sanjuanino” recaen y coinciden dos vectores centrales. Por un lado, la colonización material y subjetiva de los otros del proyecto moderno colonial, “pasando sus cuerpos a formar parte constante y permanente del sistema económico de opresión, explotación y abuso sexual. (Fornero y Artaza, 2018, p. 109). Y, por otro, un ejercicio retórico de violencia patriarcal y control social que feminizó sujetos, cuerpos y experiencias subalternas, “Ese ‘otro’ (el indio/a) no fue visto en realidad, sino encubierto bajo el halo del imaginario de lo femenino-sometido” (Ochoa Muñoz como se citó en Fornero y Artaza, 2018, p. 106). Diego Escolar (2007) indica que en los discursos hegemónicos cuyanos la “inseminación” masculina sobre las mujeres indígenas se apoyó en “determinados dialectos fenotípicos, un verdadero imaginario político libidinal, una etno-erótica de las relaciones de dominación.” (p. 86). Un ejemplo de ello podemos constatarlo en la siguiente cita: “el conquistador desataría uno a uno, como un comprensivo amante, los virginales lazos de la tierra de Tulún con su cuerpo indiano; pondría en cada rincón algún elemento de su nativa y remota España” (Videla, 1962, p. 298)

En Historia de San Juan, además, la sexualización narrativa de las relaciones de poder provinciales conllevó un ejercicio fortalecedor de la masculinidad patricia. Sobre esto consideramos imprescindible traer a nosotros el aporte de Rita Segato (2018) en Contra-pedagogías de la crueldad. Según la autora los atributos y el mandato de masculinidad necesitan ser expuestos a través de lo que identifica como seis “potencias” a saber: sexual, bélica, política, intelectual y moral. Aún más, “Tienen que ser construidas, probadas y exhibidas, espectacularizadas (…) se alimentan de un tributo, de una exacción, de un impuesto que se retira de la posición femenina, cuyo ícono es el cuerpo de mujer” (Segato, 2018, p. 47).

Partiendo de la propuesta de Segato, consideramos que Historia de San Juan apuntaló ostensiblemente la construcción del mestizaje provincial. El estatuto científico de la obra y el prestigio social e intelectual de su autor dotaron a este tipo de enunciados del valor de verdad necesario para su exhibición hegemónica. Digiriendo la desigualdad para devolverla como instancia natural y legítima ofreciéndola a la repetición performática, haciéndola asequible a los discursos estatales, a los manuales de instrucción escolar entre otros.

De esa forma, consideramos que la colonización y la preeminencia sexual blanca proyectaron narrativamente su dominación tanto sobre mujeres indígenas, mujeres subalternas, como también sobre subjetividades y masculinidades contemporáneas. Es que el “ser” varón –mestizo, pobre, obrero, peón o jornalero– llevó imbricado en lo más profundo de su constitución un “linaje uterino” (Escolar, 2007), una esencia femenina “huarpe” ineluctable. Si, “Los sujetos feminizados son tomados como sujetos ‘penetrables’” (Fornero y Artaza, 2018, p. 109), entenderemos que la masculinidad patricia, blanca o pretendidamente blanca realizó su despliegue sexual elevándose sobre una masculinidad disminuida por su procedencia feminizada, no blanca, sometida y ancestralmente penetrada. Aún más: “la misma mujer huarpe empujada por el oscuro instinto de la especie, aceptó gustosa al hombre de la raza superior” (Videla, 1962, p. 321). Así el “ser” varón de la elite sanjuanina –a la cual perteneció Horacio Videla–supuso una raigambre activa, civilizadora y, sobre todo, verdaderamente fálica, cuyo núcleo de exacción simbólica fue el cuerpo de la mujer aborigen.

 

Atavismo “huarpe” y Seguridad Nacional

 

En 1966, el orden democrático fue drásticamente interrumpido por un nuevo golpe de Estado comandado por el teniente general Carlos Onganía que derrocó al presidente Arturo Ilia;[11] instaurando la autodenominada “Revolución Argentina” (Novaro, 2010). Se abría un período dictatorial brevemente interrumpido por la vuelta a la democracia en 1973, para luego retornar con mayor ferocidad desde 1976 hasta 1983. El clima de época fue marcado por la violencia política, la lucha anticomunista y antiperonista, recrudeciendo el terror a mediados de los 70 con el secuestro, tortura y desaparición de miles de ciudadanos y ciudadanas argentinas (Calveiro, 2001; CONADEP, 1984). Una mortífera maquinaria de disciplinamiento y control social que sostenía políticas económicas liberales ortodoxas, acordes a las exigencias de las potencias de Occidente y del capital financiero internacional (Galasso, 2010).

Respecto a las proyecciones del nuevo régimen, la gubernamentalidad dictatorial planteó que la regionalización del país en áreas productivas era el único camino posible para el crecimiento integral del país. Esto último estuvo planteado en dos pilares: el desarrollo y la seguridad. Uno institucionalizado en el Consejo Nacional del Desarrollo (CONADE) y otro en el Consejo Nacional de Seguridad (CONASE) (Rinaldi, 2018). El desarrollo económico y la seguridad interna estaban indisolublemente adheridos. Era imposible el primero sin llevar a cabo políticas de disciplinamiento social y de proscripción política. En el imaginario represivo aparecieron unos nuevos otros –diferentes de aquellos antiguos bárbaros perdidos en el tiempo prehispánico– como enemigos políticos de la nación. La seguridad, base del ficticio desarrollo material, se veía ahora amenazada por sujetos políticos que interpelaban el orden económico y social de facto. Eran organizaciones sindicales peronistas y de izquierda, eran mujeres y hombres –en su mayoría jóvenes– los nuevos enemigos de la nación, o más bien, de los esquemas históricos de desigualdad constituidos en ella.

En San Juan, a partir de 1966, los desequilibrios en la distribución de la tierra y el ingreso se vieron incrementados. El desarrollo económico quedó planteado en términos de expansión y consolidación del monocultivo y la actividad vitícola (De la Torre, 2017). Esto acentuó las asimetrías sociales establecidas entre una elite provincial que cristalizaba su hegemonía en el control de los resortes del Estado y las amplias capas de la población. Los trabajadores fueron re pauperizados tanto por una estructura de propiedad de la tierra centrada en el latifundio y el minifundio complementario, como por el desempleo generado por la demanda estacional de mano de obra en la industria del vino (De la Torre, 2017).

Simultáneamente, en el plano discursivo, la “Revolución Argentina” practicó una exaltación conservadora y nacionalista de los valores tradicionales, en la cual las provincias tenían un rol fundamental. Durante la Primera Junta de Gobernadores de la Región de Desarrollo Patagónico, en 1967, Onganía sostuvo que: “La unidad nacional se apoya en las provincias. Cada una de ellas es una unidad histórica, porque cada provincia tuvo su modo y su momento de presencia en la vida nacional, y esto ha quedado fijado en sus tradiciones (República Argentina, Presidencia de la Nación. Consejo Nacional de Desarrollo, 1967, p. 5). Es aquí donde la historiografía vernácula debió mostrar los dotes de su prosa como productora de enunciados articulables a dicho modelo socioeconómico. La obra monumental de Horacio Videla tenía mucho que aportar, ya que, pese a emerger de los requerimientos del desarrollismo frondizista, poseía plena capacidad para re articularse con el nuevo régimen dictatorial.

Para dar cuenta de ello debemos volver a la construcción narrativa del mestizaje sanjuanino. De alguna forma, nuestro autor retomó el pensamiento de Domingo F. Sarmiento respecto a determinada esencia indígena que permanecía en los sectores sociales sanjuaninos menos favorecidos. Diego Escolar (2007) nos informa que, para el gran maestro de Cuyo: “La apelación a rasgos culturales “huarpes” o “indígenas” de las prácticas de esas poblaciones es el principal recurso utilizado para explicar la vocación insurreccional de las montoneras” (Escolar, 2007, p. 144). Además: “disimula el hecho de que lo indígena es percibido también como elemento efectivamente asociado a opciones políticas (federales o globalmente subalternas)” (Escolar, 2007, p. 152).

Sin embargo, Historia de San Juan provocó un quiebre de sentido en virtud de las nuevas coyunturas políticas, sociales y económicas del período. A diferencia del siglo XIX, la velada correspondencia con el “huarpe” no fue asociada a inclinaciones rebeldes o insurreccionales, sino más bien a ciertos atavismos y pautas conductuales relacionadas a la pasividad. Para Videla: “Queda sobre todo de los huarpes, en la población sanjuanina, un marcado atavismo, o sea una propensión a recobrar aptitudes de la raza aborigen; así el amor al terruño y el sentimiento de hospitalidad” (Videla, 1962, p. 183).

Dicha ancestralidad partía de una posición racial subordinada, pero sobre todo feminizada. Sus agencias manaban de un ser femenino indígena, construido convenientemente sumiso frente al poder sexual y colonial español. Según Videla (1962): “Es inadecuada la imputación de atavismo huarpe, en cambio, al tipo popular encarnado en Martina Chapanay y Santos Guayama. Por lo menos, en cuanto contienen de indómito o de rebelde esos caracteres” (Videla, 1962, p. 183). Sobre Guayama –en el Tomo V de Historia de San Juan– el autor puso especial ahínco en resaltar su carácter de “simple asaltante en despoblado” (Videla, 1981, p. 634). Oportunamente desaparecido gracias a las políticas represivas de Sarmiento, que: “En la represión del vandalaje y del desorden, así fuese por motivos políticos […] fue implacable, sin reparar en medios” (Videla, 1981, p. 87).

Por lo tanto, el atavismo “huarpe” –herencia de la fémina aborigen– quedaba libre de cualquier forma de belicosidad.[12] En ese control de la subjetividad, el obrero, el jornalero, las mujeres y los hombres cuya genealogía los unía a una larga historia de abuso y sometimiento portaban el designio de la mansedumbre. Sobre esto debemos agregar que, por tratarse de un legado fenotípico, dicho designio expresa lo que la teórica feminista nigeriana Oyèrónké Oyèwùmi entiende como: “la idea de que la biología es destino –o mejor aún, que el destino es biológico” (Oyèwùmi, 2017, p. 37). De esa forma “para quienes ocupaban posiciones de poder resultó imprescindible imponer la superioridad biológica como un medio para ratificar su privilegio y dominio sobre ‘Otros’ u ‘Otras’” (Oyèwùmi, 2017, p. 37).

Asimismo, cualquier digresión en dicho destino biologizado, cualquier forma de interpelación o lucha histórica contra las desigualdades y asimetrías poscoloniales, cristalizadas en el contexto de la nación y la provincia, debía ser excluida de los atributos esperables y aceptables de los sectores populares sanjuaninos, en tanto objetos de las prácticas e intervenciones de la gubernamentalidad estatal.[13] La feminización de los sectores trabajadores sanjuaninos, así planteada en la obra, involucraba su anulación como sujeto político (Fornero y Artaza, 2018, p. 106), al menos en tanto contraventor del orden socioeconómico impuesto por fuera de las vías democráticas.

Lo dicho antes nos conduce a pensar que, dentro de la “episteme” del período (Foucault, 2008), la rebelión o la participación política en movimientos como el peronismo o el comunismo violentaban cierto instinto natural y engendraban el connato subversivo; atentando ni más ni menos que contra la “seguridad nacional”.[14] La “subversión”[15] como tal portaba en el núcleo más profundo de sí misma una torsión simbólica del rol y la matriz femenina, corrompía la supuesta raíz fenotípica. Era necesariamente objeto de los dispositivos de seguridad estatales, focos anómalos que requerían de una pronta erradicación. Consideramos así que la sexualización de las relaciones de poder provinciales estructurada en el mestizaje sanjuanino y entronizada por la obra de Horacio Videla, cobraría especial vigencia en los nuevos esquemas represivos de las dictaduras militares que irrumpieron a partir de 1966.

Esta es la razón por la cual el estudio crítico de la narrativa historiográfica debe centrar sus miras en el análisis de sus efectos de poder como dispositivo gubernamental. Partiendo de los requerimientos hegemónicos –contingentes e históricamente situados–que explican su emergencia. Como así también, el orden de enunciados y el universo de sentidos que alimentan y que determinan aquello que puede ser dicho, escrito, vivenciado y pensado en determinado período.

 

Conclusiones

 

A lo largo de este trabajo indagamos en las condiciones de existencia del discurso disciplinar y aportamos una mirada crítica al lugar de enunciación de la narrativa historiográfica local y sus efectos de poder en la producción de una mismidad sanjuanina.

Nuestra hipótesis central fue que la escritura de la Historia en nuestra provincia durante el siglo XX debe ser pensada a partir de ciertos requerimientos de la gubernamentalidad estatal (Foucault, 2006). En particular, la extensa obra de Horacio Videla emergió de las políticas desarrollistas estipuladas por el decreto N° 3133-G que creó la Academia Provincial de la Historia en 1959. Luego, durante los regímenes dictatoriales abiertos en 1966 –retomado en 1976– pudo articular sus enunciados seminales referidos a la alteridad “huarpe” con el bloque hegemónico imperante, proveyendo así conceptos y estereotipos comunes y reconocibles por la población.

De esa manera, pudimos constatar que Historia de San Juan produjo al “huarpe” como entidad extinta, inmediatamente anterior y contigua a la mismidad provincial, negando de esta manera su contemporaneidad (Fabian, 2019). Se representaba al aborigen “sanjuanino” mediante el recurso a ciertos atributos morales que concomitaban con los discursos misionales emergidos en Santa Cruz durante los años cincuenta (San Martín, 2017). Así mismo –en pos de construir una teleología universalista– la obra dibujó la idea según la cual el “huarpe” ocupó el lugar de pueblo antiguo, de forma parecida a las antiguas sociedades orientales (Said, 2008).

Luego de producir descriptivamente al objeto de su discurso, Videla se ocupó de su definitiva desaparición. En este sentido, como vimos, la obra incorporó a la narrativa disciplinar algunos elementos verdaderamente novedosos. Uno de ellos fue el deseo y el consentimiento como pilares para justificar y legitimar la explotación y las violencias coloniales a través de una poco documentada correspondencia entre la conquista, la moralidad heroica del hombre blanco y los códigos religiosos “huarpes”. Otro fue lo que consideramos como un ejercicio fortalecedor de la masculinidad patricia por medio de una sexualización narrativa de las relaciones de poder provinciales, cuyos orígenes se fundaban en el mestizaje entre el conquistador español y la mujer aborigen, una cuestión acreditada por el tipo popular de la población sanjuanina. De ese maridaje asimétrico y androcéntrico, los sectores subalternos heredaron los atributos femineizados del “huarpe”: mansedumbre y pasividad. En todo ese ejercicio retórico de violencia patriarcal, la colonización y la preeminencia sexual blanca proyectaron su dominación tanto sobre mujeres indígenas, como sobre subjetividades y masculinidades subalternas contemporáneas.

Además, finalmente, Historia de San Juan proveyó un discurso pedagógico que construyó una ancestralidad racial, biológica y feminizada de los sujetos subalternos asignándoles atributos conductuales que garantizaban su consentimiento frente a las desigualdades. Por lo cual, la obra fue parte de una “episteme” que anulaba como sujetos políticos a los sectores sociales menos favorecidos de la sociedad sanjuanina. En el contexto de la época, la participación en movimientos como el peronismo o el comunismo ponían en jaque dicho instinto natural pasivo y engendraban el connato subversivo. Se convertían en objeto de los dispositivos de seguridad estatales, como focos anómalos que atentaban contra los postulados de la “Seguridad Nacional” enarbolados a partir de 1966 por el régimen represivo de la “Revolución Argentina”.

 

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[1] Decidimos utilizar la palabra “Huarpe” para referirnos al nombre de la principal alteridad étnica de San Juan para respetar el propio punto de vista de los autores que las produjeron narrativamente desde posiciones hegemónicas. Además, cuando empleamos el término Warpe hacemos referencia a la auto denominación asumida por muchas comunidades indígenas. Esto último se enmarca en un proyecto de descolonización de las lenguas nativas, que cuestiona, entre otras cosas, el uso de consonantes mudas como la h –procedentes de lenguas europeas– al considerarlas vestigios castizos y coloniales.

[2] El modelo económico peronista garantizó la distribución y la mejora en las condiciones sociales y políticas del vasto e históricamente pauperizado sector del trabajo (Galasso, 2010).

[3] En las elecciones presidenciales de 1958 se impuso la fórmula encabezada por Arturo Frondizi, gracias al acuerdo entre la Unión Cívica Radical Intransigente y el peronismo (fuerza política mayoritaria y proscripta a partir de 1955). Siguiendo el mismo proceso asumieron la gobernación y la vice gobernación de la provincia de San Juan respectivamente los doctores Américo García y Alberto Correa Moyano: “Imbuidos en la misma doctrina que el presidente Frondizi llevaba adelante bajo el signo del Desarrollo” (Sánchez Cano et al., 1997, p. 118).

[4] Los hermanos Federico y Aldo Cantoni fundaron en 1918 la Unión Cívica Radical Intransigente, que luego pasaría a ser reconocida como el “Bloquismo”. En 1923, Federico Cantoni accedió al ejecutivo provincial, iniciando un período caracterizado por la ampliación de derechos para la clase trabajadora urbana y rural (Sánchez Cano et al., 1997). Este proceso de profundas e inéditas transformaciones políticas y sociales fue interrumpido en 1934 por un golpe de Estado que, en el ámbito local, significó el retorno al conservadurismo elitista.

[5] “Horacio Videla. El hombre que escribió la historia”, El Nuevo Diario, 16 de abril de 1993. URL: https://www.sanjuanalmundo.com/articulo.php?id=247000 (Consultado 20/06/2022).

[6] Este tipo de coincidencias e imbricaciones entre la narrativa académica y las definiciones programáticas estatales pueden emparentar la obra con un campo discursivo de mayor alcance al cual Federico E. Reche (2019) ha definido como historiografías desarrollistas. Se trata de una serie de investigaciones y trabajos –escritos por los renombrados economistas argentinos Aldo Ferrer y Rogelio Frigerio– en los que se buscó diagnosticar las bases del subdesarrollo nacional.

[7] Sobre el indigenismo oficial mexicano, Lenton (2010, p. 86) dice que: “Una definición amplia del indigenismo intelectual y/o político requiere tres elementos: la denuncia de ‘la opresión del indio’, la búsqueda de políticas de superación de ello a través de su ‘integración al conjunto de la sociedad’, y la manifestación del carácter mestizo del continente”.

[8] Dos hechos históricos pueden explicarlo. El primero fue la exhumación de la denominada Momia del Cerro el Toro (1964) y el segundo fue el hallazgo de numerosos cuerpos humanos ubicados en la gruta de Morillos (1968).

[9] “El huarpe” o “los huarpes”, siempre en masculino, como una proyección de la colonialidad del género en el proyecto civilizador (Lugones, 2008).

[10] Oyèrónké Oyèwùmi entiende que el cuerpo mismo es alteridad: “Ya que el cuerpo es la piedra angular en que se funda el orden social, siempre se mantiene a la vista y en la vista. Por definición invita a mirarlo fijamente, a contemplar la diferencia, convocando a una mirada de diferenciación” (Oyèwùmi, 2017, p. 39).

[11] Arturo Illia fue presidente de Argentina entre los años 1963 y 1966, durante la proscripción del peronismo, como representante de la Unión Cívica Radical del Pueblo. Su política se caracterizó por una inclinación económica de corte nacionalista y por cierto reformismo social. Sin embrago, su gobierno debió enfrentar una oposición creciente en el plano sindical y en las fuerzas armadas, quienes, en 1966, lo destituirían (Galasso, 2010).

[12] No es de extrañar que Videla intentara descaracterizar la imagen política de los y las montoneras indígenas del siglo XIX. Otros autores ya lo habían hecho. En este mismo sentido, la popular novela de Pedro Echagüe titulada La Chapanay, publicada por primera vez en 1884, elimina toda mención a la participación de Martina Chapanay en las montoneras federales recreando en la narración histórico-literaria un retrato estético más afín a la ideología unitarista del autor (Chumbita, 2009). La semblanza de Martina Chapanay fue notablemente influenciada por la narrativa provista por Echagüe, prosaico poeta, político y dramaturgo argentino que llegó a ocupar influyentes cargos en San Juan, Catamarca y La Rioja y se convirtió en gobernador de la provincia de Buenos Aires.

[13]  Ver Foucault (2006). La gubernamentalidad define el campo estratégico de relaciones de poder, tácticas y estrategias, en cuyo seno se establecen los tipos de conducta que caracterizan al gobierno (Foucault, 2007). No solo se refiere al ejercicio directo por parte del Estado, sino se remite a campos axiomáticos donde la acción gubernamental se despliega. En tal caso, disciplinas como la Arqueología y la Historia son algunos campos preferidos donde el ejercicio de la gubernamentalidad funciona perfomáticamente y a través de prácticas y discursos.

[14] El historiador argentino Esteban Pontoriero explica que: “La llegada al poder de los militares aceleró la incorporación de la seguridad al campo de la defensa: a casi cuatro meses de haberse iniciado su gobierno de facto, Onganía sancionó la Ley de Defensa Nacional 16.970. De esta forma, las FF.AA. quedaron autorizadas a realizar acciones represivas en caso de producirse alteraciones graves del orden público. De ahí en adelante, la represión en diversos campos desde el sindical, hasta el político, pasando por el cultural y otros, se convirtió en un signo distintivo de la dictadura” (Pontoriero, 2019, pp. 178-179).

[15] En el año 1977 el gobierno de facto definía a la “subversión” de la siguiente manera: “toda acción clandestina o abierta, insidiosa o violenta que busca la alteración o la destrucción de los criterios morales y la forma de vida de un pueblo, con la finalidad de tomar el poder o imponer desde él una nueva forma basada en una escala de valores diferentes. (…) Por ello la acción subversiva afecta todos los Campos del quehacer nacional, no siendo su neutralización o eliminación una responsabilidad exclusiva de las Fuerzas sino del país y la sociedad toda” (Ministerio de Cultura y Educación, 1977).