El tiempo en otros términos: modalidades tradicionales y divergentes de temporalización y la imaginación pluralista

 

[Time in Other(s) Terms: Traditional and Divergent Modalities of Temporalization and the Pluralistic Imagination]

 

Guilherme Bianchi

(Universidade Federal de Ouro Preto)

 

Resumen

 

En este artículo propongo abordar los efectos de la tradición disciplinar en contacto con los discursos emergentes sobre el tiempo en la Colombia indígena contemporánea. Parto de una reflexión sobre los conceptos de historia y naturaleza en la tradición hermenéutica-fenomenológica alemana para comprender los límites y posibilidades inscritos en una determinada expresión del pensamiento histórico moderno. Después, busco especular en qué medida estas concepciones son afectadas por las experiencias prácticas y políticas de los Misak que viven en los Andes colombianos y sus modalidades internas de temporalidad, que se alejan de presupuestos teóricos totalizadores. Concluyo que una posible forma de producir distensión en el lenguaje disciplinar es desde un pluralismo crítico, que sea capaz de visualizar y relacionarse de manera productiva en medio de los conflictos epistémicos y conceptuales.

 

Palabras clave: Tiempo; Temporalidad; Teoría de la Historia; Política Indígena; Conceptos

 

Abstract

 

In this article I propose to address the effects of the disciplinary tradition in contact with the emerging discourses on time in contemporary indigenous Colombia. I start with a reflection on the concepts of history and nature in the German hermeneutic-phenomenological tradition in order to understand the limits and possibilities inscribed in a given expression of modern historical thought. Then, I seek to speculate to what extent these conceptions are affected by the practical and political experiences of the Misak living in the Colombian Andes and their internal modalities of temporality, which move away from totalizing theoretical assumptions. I conclude that a possible way to produce distension in the disciplinary language is from a critical pluralism, which is capable of visualizing and relating productively in the midst of epistemic and conceptual conflicts.

 

Keywords: Time; Temporality; Theory of History; Indigenous Politics; Concepts

 

Recibido: 27/06/2022

 

Evaluación: 20/10/2022

 

Aceptado: 01/11/2022

“cualquier tendencia a la pluralización puede en sí misma fundamentalizarse” (W. E. Connolly, 1995, p. xii)

 

Tradición conceptual y la posibilidad de lo histórico

 

Edmund Husserl, el padre fundador de la fenomenología señaló, en una famosa conferencia al final de su vida, que el "parentesco espiritual" entre diversas expresiones de lo humano (crudamente digamos: entre diferentes “culturas”) comenzaba a exigir un reconocimiento de los “niveles de ingenuidad” del racionalismo cartesiano.[1] En la conferencia de 1936, publicada más tarde con el título de “La crisis de la humanidad y la filosofía europeas”, Husserl (2006 [1936], p. 318) señaló el callejón sin salida de las “ciencias del espíritu”, que para él estaría limitado por razones metodológicas internas. "El sentido auténtico de la crisis de la humanidad europea", dijo, solo podría salir a la luz a través de una exploración especulativa de las "razones más profundas del desastroso naturalismo", es decir, los fundamentos del pensamiento cartesiano.

La imposibilidad de una práctica universal para las cuestiones de la “espiritualidad humana” –a diferencia de las ciencias naturales, que podrían permitirse construir un acercamiento exacto y objetivo a lo real– se encontraría precisamente en el hecho de que las disposiciones subjetivas internas de cada instancia individual resistirían ser reducidas por los métodos de una "ciencia universal". Las limitaciones de las ciencias humanas (el hecho de que no puedan ofrecer, como las ciencias naturales, una imagen del mundo basada en la objetividad empírica pura) serían, así, efectos colaterales de un gesto dualista previo:

 

Si el mundo estuviera, por así decirlo, construido a partir de dos esferas de la realidad con iguales derechos, Naturaleza y Espíritu, ninguna de ellas privilegiada metódica ni sustancialmente en relación con la otra, entonces la situación sería diferente. Sin embargo, solo la naturaleza puede ser tratada por sí misma como un mundo cerrado, solo las ciencias naturales pueden, con coherencia inquebrantable, abstraerse de todo lo que es espiritual e investigar la naturaleza puramente como naturaleza. Por otro lado, tal abstracción consecuente de la naturaleza por el investigador de las ciencias del espíritu, interesado solo en lo puramente espiritual, no conduce, viceversa, a un "mundo" cerrado en sí mismo, a un mundo de interconexión puramente espiritual que podría ser objeto de una Ciencia del Espíritu, universal y pura, como un paralelo a la ciencia pura de la naturaleza (Husserl, 2006 [1936], p. 316).

 

El razonamiento continúa: la razón por la que las ciencias humanas no podrían operar tal corte en lo real sería precisamente por el hecho de que la realidad de las cosas humanas (históricas, culturales, etc.) se fundamentaría en la “corporeidad”. Este término lo utiliza Husserl en el sentido de una relación con el mundo que al mismo tiempo va más allá de lo meramente espiritual y que tampoco se puede reducir biológicamente por métodos naturalistas. La idea de corporeidad requerirá, para el filósofo, un movimiento de reflexión en sentido contrario a una “aprehensión psicofísica del mundo”. En otras palabras, el cuerpo se entiende no como un supuesto anexo real al espíritu, como una entidad física que se extiende en contraposición a una sustancia espiritual más determinante, sino como un sistema coherente de posibilidades que se levanta contra cualquier reducción funcionalista; es decir, el cuerpo vivido como nudo de la experiencia individual y colectiva y, por tanto, de la experiencia histórica (Zahavi, 1994).

Es considerable que, además del impacto innegable de la solución husserliana al problema del dualismo cartesiano en la historia de la tradición filosófica moderna, tal reflexión aparezca precisamente como el preludio de una preocupación más general por el destino de la "humanidad europea”, como ya indica el título de la conferencia. Así, desde la apertura humana –más allá del espacio reservado a la especie por el cartesianismo– surge la cuestión de la diferencia entre las múltiples formas de presentación del espíritu (el problema de la distinción entre los diversos “tipos de humanidad”).

Las innegables diferencias internas entre naciones en suelo europeo no podían, para Husserl, equipararse al grado de distinción radical entre Europa y su filosofía de las practicadas en sociedades "extranjeras", pues “por muy hostiles que sean entre sí, las naciones europeas tienen, sin embargo, un particular parentesco interior de espíritu, que las permea a todas, trascendiendo las diferencias nacionales. Hay algo así como una relación fraterna que nos da la conciencia de estar en casa en este ámbito” (2006 [1936], p. 342). Reconociendo que toda "imagen espiritual" de lo humano pertenece esencialmente a un "espacio histórico universal" o a una "unidad particular del tiempo histórico", Husserl (2006 [1936], p. 342) admite que esta alteridad, cuando se organiza "según la coexistencia y la sucesión", "tiene su historia”. Sin embargo, la historia de los pueblos no europeos no es lo mismo que la historia de Europa, porque ahí el destino (el telos) está en la infinitud; mientras que fuera de Europa se da el significado en la repetición de lo mismo o en la integración evolutiva a la historicidad europea.

Así, si en la India (la figura de la alteridad elegida por Husserl como ejemplo) pudiéramos observar una tendencia a la “europeización”, lo contrario sería imposible: “si nos entendemos correctamente, nunca, por ejemplo, querremos Indianizarnos”. Es cierto que, como sostienen algunos comentaristas, la idea de Husserl de una Europa como espiritualidad, más que como un espacio geográfico, permite una aproximación al problema que, en un principio, se apartaría de un determinismo nacionalista. Después de todo, es Europa como fenomenalización lo que es filosófico, no la filosofía lo que es europeo. La Europa filosófica sería así una potencia, lo que no significaría lo mismo que un telos. Sin embargo, parece difícil escapar al hecho de que la forma en que Husserl imagina ser posible abordar el problema es, nuevamente, demasiado identitaria, en el sentido de que no busca la posibilidad de una apertura de la filosofía a la diferencia, sino la repetición de la frontera entre el mundo dentro y fuera de Europa. Husserl habla del “devenir de las formas europeas”, su mundanización, que les da “el sentido de un desarrollo para una forma de vida y de ser ideas, como para un polo eterno” (2006 [1936], p. 320).

Otro filósofo alemán, Karl Löwith, quien una vez fue alumno de Husserl, también señalaba con firmeza que una concepción instrumentalizada de la naturaleza respondería a un problema anterior, perteneciente a la era de la filosofía moderna y, por tanto, a la edad del “proyecto moderno de secularización”. Para Löwith, siguiendo la idea de una historicidad exclusivamente humana, tal proyecto mantendría su fidelidad esencial al principio redentor de la tradición judeocristiana, con su fe en un horizonte futuro dotado de sentido y propósito histórico, ya que ese propósito solo puede ser atribuido por la razón humana. Como el mundo occidental sigue siendo un mundo cristiano occidental, su conciencia histórica seguiría, para él, siendo escatológica. De “Isaías a Marx, de Agustín a Hegel, de Joaquín a Schelling”, la idea del futuro persistiría como único horizonte legítimo de la historia (Löwith, 1952a, p. 87).

Löwith encontrará todavía otros ejemplos de la continuidad histórica de la persuasión cartesiana en el trabajo de Martin Heidegger, quien había sido el supervisor de su tesis de habilitación en Marburgo, a fines de la década de 1920. En 1929, en su Conceptos Fundamentales de la Metafísica, Heidegger había declarado, por ejemplo, que “el hombre es historia, o mejor”, se corregía, “la historia es el hombre”. Lo que hay detrás de la conclusión provisional de Heidegger es la idea, fundamental en su proyecto filosófico, de que el único pasaje entre el vacío y el acontecimiento es lo humano, precisamente porque este es el “foco primario de sentido”. El mundo histórico –entendido como una manifestación antropológica (humana) y universal del ser– precedería al mundo de la naturaleza, porque si bien este último “abarca a todos los seres, y también al ser ahí [Dasein]”, la naturaleza solo se manifestaría como una posibilidad a partir de proyecciones y capacidades humanas: “el mundo pertenece al ser ahí humano” (Heidegger citado en Valentim, 2018, p. 287).

Si la crítica heideggeriana afirma que “el hombre no tiene naturaleza, solo historia”, no se sigue que la historia tenga, para él, una “existencia objetiva propia”, ya que la expresión necesaria de la historia es realmente el “hombre social” (Iggers, 1983). La precedencia ontológica de la historia sobre la naturaleza apoyaría la propuesta heideggeriana en términos de aquella misma separación cartesiana entre naturaleza e historia; aunque, en cierto sentido, la intención de Heidegger fuera completamente otra.

El problema central de estas discusiones, tan centrales para el panorama intelectual del siglo XX en Europa y más allá –la distancia entre la naturaleza y la historia como dominios separados de la realidad– también surge de una preocupación fundamentalmente metodológica. La división moderna entre las ciencias naturales (las relacionadas con la naturaleza) y otra rama, llamada, según la tradición, ciencias de la cultura, del espíritu, sociales, históricas, humanas, etc., aparece como efecto disciplinar de la postura dualista señalada por Löwith. En otras palabras, la historia del error dualista de Descartes es, como nos dice Sérgio da Mata, también “la historia de la mutua alienación entre las humanidades y las ciencias naturales” (2014, p. 37).

Es necesario recalcar, una vez más, que no se trata de afirmar una originalidad completa de la expresión alemana de lo que genéricamente llamamos “pensamiento moderno”. Se podrían citar otras tradiciones, e incluso se podría relativizar la supuesta centralidad del cartesianismo, como ya viene señalando una serie de investigaciones en ciencias humanas en las últimas décadas que se alejan de posibles supuestos homogeneizadores que se referirían a un único "programa occidental de modernidad" (Eisenstadt, 2001). Aun así, pensamos que abundan razones para reflexionar sobre ciertos dilemas expresados ​​en el desarrollo histórico de la tradición fenomenológica alemana, observando tales dilemas como lugares donde podemos explorar analíticamente la relación de esta tradición con las marcas estructurantes de un cierto “proyecto de modernidad”.

Estas son marcas que presentan una imagen aproximada de las inquietudes de una tradición que, en mayor o menor medida, se insertó ella misma en un patrimonio continental específico, cuyo universo conceptual se fundó bajo la tensión propia, en el siglo XVIII; entre los fundamentos del mundo europeo moderno y los fundamentos más generales de la sociedad aristocrática. Esta tensión es la que, según el famoso argumento de Reinhart Koselleck, ayudaría a explicar el ímpetu de una nueva forma de vivir el tiempo en Occidente a partir de entonces.

En efecto, es en tal universo conceptual donde se revelará la forma particularmente moderna de temporalizar la historia. En él, tres dimensiones fenomenológicas del tiempo (pasado, presente y futuro) se conectan dentro de una única mirada histórica que las engloba de forma total. Muchos ya han analizado, en otras ocasiones, las consecuencias políticas y materiales de una atribución genérica de esta experiencia temporal especifica como la única posible (Chakrabarty, 2000; Domanska, 2010; White, 2002). Necesitamos ahora entender mejor cómo las experiencias plurales de temporalidad efectivamente tensan, confrontan y negocian con el “proyecto de simultaneidad” del Estado-nación, es decir, cómo comunidades insurgentes rediseñan, a través de la lucha política y desde su repertorio cosmológico, las líneas de continuidad y discontinuidad que conectan diferentes estratos del tiempo y acaban, así, por impactar potencialmente entendimientos más universalistas de la temporalidad.

A pesar de sus diferencias internas y motivaciones políticas particulares, las reflexiones filosóficas que hemos visto anteriormente permanecen fundamentalmente ligadas a una percepción más general que concibe la historia como un dominio monopolizado por la acción humana. Si bien a veces hay un esfuerzo por ver más allá de la segregación humanista entre dos espacios autónomos de conocimiento, la discusión siempre aparece ligada a la creencia colectiva, previa y más fundamental, de una conciencia propia del sujeto humano que contrasta con la existencia de una naturaleza ontológicamente separada de lo histórico (obra de lo humano). Incluso Löwith, que se niega a reducir la naturaleza, como mundo no humano, a una expresión de la existencia humana, no deja de encontrar, en esta ambigüedad particular de la especie, –ni exclusivamente natural ni espiritual, es decir, su “naturaleza ontológica dual”–,[2] la base de la constancia antropológica universal de la especie humana. La historia, para él, aparece en última instancia como un fenómeno dependiente de una razón externa que da sentido a los acontecimientos, porque “lo que simplemente sucede en algún lugar y en algún momento no es todavía 'en sí mismo' un acontecimiento histórico”.[3]

Algo similar sucede con Heidegger cuando define la historicidad humana (la historicidad del Dasein) por su precedencia ontológica sobre la naturaleza (definida por su estatus de no-humanidad). Como lo formuló recientemente el filósofo brasileño Marco Antonio Valentim (2018, p. 8): “¿Qué hace para Heidegger que sea mejor [...] decir que 'el hombre es historia', que afirmar que 'la historia es hombre', que no sea la necesidad de determinar lo que es propiamente histórico a partir de lo que separa, en términos de ser, lo humano de lo no humano?". Valentim argumenta cuidadosamente que esta predilección se derivaría de la actitud filosófica de la modernidad al separar el dominio (humano) del lenguaje de las entidades "no dotadas del modo de ser del ser-ahí”; es decir, aquellos para quienes "falta el lenguaje", el dominio no humano, los pobres de mundo (weltarm) o los sin mundo (weltlos). El lenguaje aparece como originalmente humano, no como “expresión de un ser vivo”, sino como una esencia histórico-ontológica previa que pertenece a la especie. Este es el abismo ontológico entre el hombre y los animales, plantas y piedras. Sin embargo, como sostiene el autor, esta es también la lógica de la expresión filosófica de otro abismo, el que hay una determinada expresión histórica de lo humano, la moderna, en la que “el ente es determinado por primera vez como objeto a representar y la verdad como certeza a representar”, y otra “desprovista de historicidad” de entes que viven estas mismas circunstancias (históricas) de manera totalmente diferente, sin convertirse en un centro de referencia (subjetum) de un mundo “que se ha convertido en imagen”.

Entre estos dos problemas (el de la temporalidad y el de la no humanidad) surgen una serie de otros posibles interrogantes, si el objetivo fuese contrastar estos imperativos (creyendo que ilustran adecuadamente, aunque no la totalidad de las posiciones posibles, al menos los términos en el que la discusión se llevó a cabo en la historia de la filosofía del siglo XX) con la legitimidad existencial de otras “imágenes del mundo” u otras “figuras espirituales” de la humanidad, y sus historicidades. Veamos cómo este ejercicio de contraste puede resultar productivo, si no para reimaginar la frontera entre historia y naturaleza, dada la amplitud de la empresa, al menos para permitir una mirada renovada al problema de las historicidades propias de los grupos humanos cuya experiencia temporal –exactamente porque no instituyen, del mismo modo que el modo moderno, tal frontera– o sea, que no está necesariamente calcada en la oposición al tiempo "exterior" de la naturaleza.

Todavía hay, al mismo tiempo, como pretendo demonstrar, la posibilidad inscrita en las múltiples variedades de pensamiento que comúnmente definimos provisionalmente como “tradición filosófica moderna”. Si es cierto que la sospecha política es siempre un buen remedio para el universalismo ingenuo y abstracto, cualquier horizonte democratizador de la historiografía no puede abdicar del espacio abierto por el desentendimiento (Rancière, 1999), el exceso de palabras que hacen confundir términos conceptuales en la experiencia cotidiana y en la intersección entre grupos y sujetos. En otras palabras, se trata de la necesidad de una crítica de los presupuestos de la modernidad también desde el punto de vista de la modernidad (y no solo desde su cómoda negación conceptual): pensarla en medio del flujo productivo y contencioso que permite crear otras posibles relaciones entre las corrientes hegemónicas del pensamiento occidental y la práctica disciplinar. Notables ejemplos de ejercicios como esos también pueden ser encontrados en los recientes trabajos de Sanjay Seth (2013), Ana Carolina Pereira (2019), Araujo e Mateus Pereira (2016, 2018), Maria Ines Mudrovcic (2018), Marek Tamm e Zoltán Simon (2020), Fernando Nicolazzi (2019), Mauro Franco Neto (2020), Walderez Ramalho (2020), para citarlo algunos.

Mario Rufer (2020, p. 281) analizó un problema similar a partir de la relación entre el relato historiográfico moderno y la teoría de la soberanía que lo sustenta: en clave foucaultiana, su argumento es que la historiografía moderna presupone desde el principio un vínculo con la dominación y conquista de los pueblos no modernos y, por tanto, también con la soberanía impuesta por la guerra de conquista y con el encubrimiento de este vínculo. Para Michel Foucault, el poder soberano sería dependiente, en la modernidad, de tres abstracciones con consecuencias prácticas: la idea de raza, la idea de conquista y la idea de historia. En esta tríada, la función del discurso histórico sería la de legitimar el poder instituido en el soberano. El relato histórico cumpliría así el papel de ocultar el hecho de que lo que se considera consenso, contrato y derecho es, de hecho, producto de la coacción y despojo de “otras posibles historias”.[4]

De estas reflexiones podemos extraer la siguiente lección: una parte considerable del sustento teórico/epistemológico de la historiografía moderna, como señaló Rufer, es de hecho una derivación (directa o indirecta) de ciertos gestos intelectuales que se remontan a sistematizaciones científicas y políticas. Dicho de otro modo, pensamos que ciertos elementos formativos de la disciplina (la relación entre la verdad y el pasado, la separación entre sujeto y objeto, la división entre historia y mito, la división tripartita del tiempo, por citar solo algunos ejemplos) configuran, aún hoy, como señaló recientemente el historiador Arthur Avila, “una serie de suposiciones […] de la historiografía profesional en relación con el pasado y con la propia función social de la disciplina”; suposiciones que, con tanta frecuencia, son “naturalizados y convertidos en pilares de su ideología disciplinaria” (2018, p. 36).

 

Tiempo como metáfora y como experiencia: desacuerdos desde la Colombia andina

 

El pueblo Misak del Cauca colombiano habla de un tiempo que corre en el sentido de la espiral de la concha de los caracoles: “Hablar la historia implica un discurrir que no es lineal, pero tampoco circular. Es como una espiral en tres dimensiones, cuyo centro está en lo alto; los guambianos decimos que es un caracol” (Dagua et al., 2015 [1998], p. 56-57). Los Misak suman hoy alrededor de 26.000 indígenas, presentes en seis departamentos del país. La mayor parte de su población (alrededor de 15.000) reside en el resguardo indígena Guambia, dentro del municipio de Silvia.

El éxito efectivo de las luchas por la recuperación territorial y la refundación de innumerables resguardos indígenas desde la década de 1980 se evidencia en su intensa presencia, en regiones que concentran gran cantidad de población indígena, como es el caso del Cauca. A partir de la década de 1990, Colombia ha reconocido una serie de derechos indígenas relacionados con la autonomía política y administrativa, el territorio y la educación intercultural. Una dirección fundamental de este contexto político fue el establecimiento de nuevos “resguardos” para comunidades indígenas que históricamente habían perdido el derecho a habitarlos. Figura jurídica colonial, el resguardo se reafirma hoy como un valor político fundamental para la supervivencia de los modos de vida indígenas en el país.

Estas aperturas políticas constitucionales, fueron acompañadas de un rico paisaje histórico en el que el protagonismo de los pueblos indígenas colombianos (mediado por la experimentación política, la creación de conceptos, las elaboraciones creativas de formas de organización, etc.) devinieron determinantes para el reciente realineamiento de la participación indígena en la vida pública y en el espacio nacional. En la medida en que los movimientos indígenas buscaron adaptarse a las nuevas circunstancias políticas del país (en particular a partir de la creación de espacios institucionales que posibilitasen una representación efectiva de las comunidades indígenas en la sociedad civil colombiana), se crearon nuevos discursos y estrategias, apuntando a la posibilidad de actuar al interior de campos específicos del Estado Colombiano.

En este camino abierto desde la necesidad a la afirmación de la identidad como gesto inseparable de la lucha política por la recuperación de los territorios ancestrales, el cabildo de Guambia decretó, en 1980, la creación de una serie de comités de trabajo en la comunidad. Entre los comités de educación, lingüística, salud, justicia, etc., también se creó uno dedicado a la historia, iniciativa que debería basarse en la colaboración entre investigadores indígenas y profesionales universitarios.[5] Los miembros del comité Misak de Historia, Abelino Dagua Hurtado, Misal Aranda y el antropólogo colaborador Luis Guillermo Vasco Uribe, describieron la experiencia conceptual del tiempo Misak en los años 1990: “En nuestro pensamiento guambiano, al contrario de lo que ocurre en la llamada concepción occidental, el pasado está adelante, es merrap, lo que ya fue y va adelante; wento es lo que va a ser y viene atrás. Por eso, lo que aún no ha sido, viene caminando de atrás y no podemos verlo” (Dagua et al., 2015 [1998], pp. 55-56).

Como punto de partida, la temporalidad Misak desafía desde el principio un elemento importante del panorama intelectual de la historiografía moderna. Ana Carolina Pereira ha demostrado cómo este elemento (el continuum temporal heredado de la física newtoniana por la filosofía trascendental de Kant, a partir de la “creencia en la existencia de una unidad concreta o totalidad orgánica de las acciones humanas, sintetizada en la concepción de un tiempo continuo y común” (2019, p. 87)) permanece como orientación fundamental de la ciencia histórica de nuestro tiempo, implícita o explícitamente. El argumento subyace en una comprensión del campo de la teoría de la historia como una empresa que, al "vaciar" el contenido de las filosofías de la historia (es decir, prescindir de la tarea de justificar cualquier “teología” particular) permanece imbuida de una “teleología” en particular, porque para esta sistematización comprensiva de la historia y el tiempo ya no se trata más de una teleología como la de la razón ilustrada, la creencia moderna en la revolución, la escatología judeocristiana, etc.[6]

La implicación más directa de este razonamiento sería, como postula Pereira, que, al enfrentarse a dinámicas temporales alternativas, de sociedades que conciben el tiempo dentro de sus propios sistemas de significación y de órdenes lógicos-otros, la prerrogativa del continuum temporal de la modernidad aparecería como “una entre otras formas de experiencias del tiempo”. Esta particularización del tiempo moderno, a su vez, parece sugerir que cualquier intento de interpretar la experiencia temporal de las sociedades no modernas a partir de los supuestos de linealidad, continuidad e interdependencia temporal dependería, por tanto, de una crítica de la parcialidad de estos mismos supuestos. Máxime si el objetivo es atender de manera satisfactoria ciertos supuestos ético-políticos de apertura para la legitimidad de estas “alteridades temporales”.

Contrastado con la concepción Misak del tiempo caracol, por ejemplo, podríamos decir que la experiencia moderna se basa en un sistema de representación que imagina el tiempo desde una linealidad irreversible, en la que el pasado se pierde permanentemente a través del paso del tiempo que lo guía hacia un futuro imaginable. Michel de Certeau (1982, p. 16) sugirió, en un sentido similar, que la historiografía moderna se originaría en la diferenciación entre presente y pasado: estableciendo lo “perecedero” (le périssable) como su objeto y el progreso, como su axioma. En cualquier caso, esta concepción del tiempo como irreversibilidad marca esencialmente la forma en que los historiadores están acostumbrados a pensar sobre la cuestión del tiempo (Lorenz y Bevernage, 2013, p. 17).

Debido a la parcialidad histórica de este entendimiento –la necesidad de historicizar el tiempo histórico y también el tiempo historiográfico– se originó una comprensión inherentemente teológica y espacializada del tiempo, absolutizando la experiencia temporal moderna como telos, destino ineludible de todas las demás posibles. Según la crítica poscolonial, esta teleología implícita no solo sería un supuesto político de la modernidad y la globalización, sino también de la concepción occidental, "historicista", de la historia. De hecho, como demostró Koselleck, en Europa hasta mediados del siglo XVIII, el concepto de historia en singular no existía, se hablaba de historias, en plural. Esta historia singular, que en la modernidad será concebida como expresión específica de la historia universal, comienza a absorber todas las historias plurales en una. Toda experiencia humana podría, a partir de entonces, situarse en torno a un único tiempo, ahora secularizado; la secularización, a su vez, presuponiendo siempre un gesto de reafirmación de esa barrera entre el mundo histórico y el mundo natural.

Dipesh Chakrabarty (2000, p. 7) comprehendió el historicismo como la forma en que la imaginación secular moderna concibe la historia: una historia humana única que culmina en una formación social específica y que, a partir de ella –imaginada como el “significado” primordial de la historia– pasa a auto comprenderse como un lugar privilegiado para observarse a sí mismo y otras formaciones sociales. Sin embargo, existe otra correlación entre la forma de pensar historicista y la formación de la modernidad política en Occidente, ya que “el historicismo es lo que hizo que la modernidad o el capitalismo aparecieran no solo como globales, sino como procesos que se vuelven globales con el tiempo” (Chakrabarty, 2000, p. 7). Así, esta conexión implícita entre tiempo y espacio, dividiendo el mundo en regiones “adelantadas en el tiempo” y regiones rezagadas, esperando “ponerse al día”, definiría la “espacialización del tiempo” como un gesto fundamental de la concepción occidental de la historia moderna.

Entre los Misak, por el contrario, hablar de la espacialidad del tiempo determina algo completamente diferente: la posibilidad de ver el tiempo como un territorio temporal que se atraviesa “con los pies”. El tiempo y el espacio se confunden aquí, no como un proceso guiado por un destino definido, porque la reversibilidad se impone como potencia. Es decir, sin una concepción abstracta, vacía y absoluta del tiempo y el espacio, las cosas y los eventos, si tienen aspectos temporales, no “pertenecen” a estos predicados, como si existieran como realidades absolutas. Con esto no queremos decir que la concepción Misak del tiempo de lugar a sus propias leyes de la física. No es un gesto que impone las determinaciones de su voluntad sobre la realidad, sino otra modalidad de temporalización, que no toma la separación radical entre tres estratos del tiempo (pasado, presente y futuro) como un hecho garantizado para concebir la duración.

En un pasaje, particularmente esclarecedor para nosotros, esta vez del propio Koselleck,[7] nos encontramos con un argumento a favor de la espacialidad del tiempo como una forma de conceptualizar la experiencia, de nombrarla teóricamente; por ejemplo, cuando nos referimos a términos espaciales para explicar las condiciones de la sucesión temporal: el futuro como horizonte hacia el que se avanza, el pasado como sombra que hay que alejar, etc. Es sugerente cómo esta inevitable remisión del tiempo moderno a términos espaciales parece referirse a algo similar a lo que los historiadores Misak nos dicen sobre el significado espacial de la experiencia temporal. Como plantea Koselleck:

 

Tiene sentido decir que la experiencia que proviene del pasado es espacial, porque se agrupa para formar un todo en el que muchos estratos de épocas anteriores están simultáneamente presentes, sin referencia a un antes y un después. No existe una experiencia cronológicamente mensurable –aunque se puede fechar según lo que la originó– porque cada momento está compuesto por todo lo que se puede recordar de la propia vida o de la vida de los demás. (2006, p. 311).

 

Al justificar el encuadre espacial de los términos expectativa y experiencia, como “horizonte” y como “espacio”, Koselleck señala la imposibilidad previa de "cualquier forma" de expresar el tiempo "excepto en metáforas espaciales". Esto significa que todo intento de nombrar la duración depende de la movilización de imágenes temporales a medida que emergen a través de “visualizaciones espaciales” [Anschauungen]. El tiempo, en este sentido, solo puede ser visualizado por el movimiento en unidades específicas del espacio, como lo indican conceptos temporales como progreso y desarrollo: “[todo] espacio histórico se constituye durante el tiempo en que se le puede medir, volviéndose controlable política o económicamente” (Koselleck, 2006, p. 310).

Podemos observar aquí una posible analogía entre la espacialidad de las metáforas temporales modernas y la visualidad espacial del tiempo caracol Misak –ambas como posibles tematizaciones de la temporalidad en figuras espaciales–, aunque no es posible interpretarlas como disposiciones dotadas de pura simetría. Observemos con cuidado lo que decían los miembros del Comité de Historia Misak:

 

el caracol no es, contra lo que ha planteado la mayor parte de los antropólogos, una metáfora, un objeto o elemento que reemplaza a otro por alguna suerte de relación asociativa entre ellos, sino un concepto; este no se expresa por un término abstracto, por una palabra, sino, en este caso, por la concha de un animal; es esa concha. Dicho desde nuestro punto de vista, el caracol, como el arcoíris y muchos otros elementos materiales de la vida cotidiana, es el concepto; no se trata de que algo sea como el caracol, sino que es el caracol (Dagua et al., 1998, p. 60).

 

La distinción entre concepto y metáfora gira, en este caso, en torno a su relación con la realidad. Las formas de metaforización de la realidad reemplazan lo concreto por lo abstracto, condensan la realidad de lugares, relaciones y personas en categorías analíticas de pensamiento. Los conceptos, a su vez, como lo que supone un nivel de fuerte identidad entre lo representado y lo real, “son concretos que se piensan a través de lo concreto”, explican los miembros del comité (Dagua et al., 1998, p. 61). En lugar de la “representación” simbólica de un elemento de la realidad (el tiempo), el caracol Misak busca manifestar la presencia de esa misma realidad.

En sus investigaciones con los Nasa-Paéz –que habitan un territorio cerca de los Misak en el Cauca, y que comparten muchos elementos socio-cosmológicos– la antropóloga Joanne Rappaport presenta los “espirales” como herramientas conceptuales. Estos buscarían producir un significado científico-académico para la experiencia cotidiana de los grupos, con el objetivo de legitimar la propia concepción del tiempo a través del uso de figuras matemáticas (la espiral), por ejemplo. Al mismo tiempo, la espiral proporcionaría una rica herramienta conceptual para ser utilizada en la actividad política. Las espirales (o caracoles) son generaciones teóricas que, sin embargo, “ganan vida” dentro de las disputas sociopolíticas del presente. La autora habla de las espirales como “vehículos teóricos”, como elementos que posibilitan la constitución de una visión alternativa, promoviendo nuevos discursos y nuevas prácticas indígenas; elementos necesarios para el desarrollo de propuestas políticas en una nación que se pretende pluricultural.

Entre la idea de una metaforización del tiempo a través de términos espaciales y la proposición Misak hay una diferencia fundamental. En el ejemplo de Koselleck, tenemos, después de todo, una ontología de fondo que asume un grado natural de distancia entre el individuo (histórico) como sujeto y el tiempo como condición (natural) que lo precede. Esta “naturalidad” se convierte teóricamente en un impulso de ver un “afuera” en el tiempo, una exterioridad cósmica que se impone a la interioridad histórica de los sujetos humanos. Lo que ocurre es que, en sociedades que no se conciben ontológicamente separadas de la "exterioridad" de la naturaleza, el sentido se invierte: el tiempo no se asigna de afuera hacia adentro (el "tiempo natural" modulado por la narrativa humana sobre él, transformado en cronología, “temporalizado” como “tiempo histórico”), sino de adentro hacia afuera (el tiempo como algo que depende de un espacio relacional no limitado por la subjetivación humana).. Al mismo tiempo, las nociones personificantes de territorio características de las sociedades indígenas de los Andes y la Amazonía parecen impedir una apreciación puramente metafórica de la espacialidad como una “imagen del tiempo” (Fausto  y Heckenberger, 2007; Hill, 1988; Taylor, 1993; Whitehead, 2003; Cunha  y Viveiros De Castro, 1986).

El estudio de la lengua originaria de los Misak (wam) por parte de lingüistas indígenas, junto con el pujante esfuerzo de investigación arqueológica, antropológica e histórica en Guambia a partir de la década de 1990, terminó por dotar a las comunidades del Cauca y sus organizaciones de un modelo para la difusión (interior y exterior) de su entramado cosmológico, en el que caracoles y espirales ocupan un lugar privilegiado. La investigación de maestría de 1993 de la lingüista Misak Barbara Muelas Hurtado, utilizada como referencia en los trabajos posteriores del Comité Misak, demuestra con extrema claridad el significado de esta experiencia temporal. Proponiendo reflexionar sobre la relación entre tiempo y espacio en el “pensamiento guambiano”, la autora desarrolla una rica estructura textual y visual de las intersecciones conceptuales del tiempo y el espacio en Guambia. Subraya la existencia, en el idioma Misak, de un marcador aumentativo (sro) que, cuando se usa como sufijo, intensifica el valor del término correspondiente "para marcar la infinidad del tiempo y el espacio" (Hurtado, 1993, p. 26). Por ejemplo, en los términos pasado (metrapsro) y futuro (wentosro), el sufijo marca esta ampliación espacial de la temporalidad. De ahí la posibilidad de una mediación lingüística del tiempo que sea también del espacio: moverse entre las capas del tiempo es enrollar (kitropmentokun) y desenrollar (pichipmentokun) un hilo que conecta el presente (moy-sro) con el origen. El espacio es visto como algo que se proyecta temporalmente, y el tiempo se lee como una extensión espacial.Como entretejer o como cabalgar entre dos mundos: hacia arriba (wasro) y hacia abajo (wallisro), hacia adentro (umpuwansro) y hacia afuera (wampikwansro), del naciente (ampo purak) hasta el poniente (ipurap), de norte (puno) a sur (pantro), por el pasado (metrapsro), el presente (moysro) y el futuro (wentosro), desde siempre (mana kutre) y para siempre (mana katik)” (Hurtado, 1993, p. 21).

 

Figura 1. Esquema del tiempo-espacio Misak.

 

 

Fuente: extraído de Bárbara Muelas (1993, p. 37)

 

En el esquema ilustrado anterior es posible observar mejor esta interrelación no metafórica entre tiempo y espacio. En él, el sujeto del presente articula su relación con el tiempo a partir de la espacialidad. El "pasado que está por delante" se describe como historia lo que es visible porque fue vivido, el espacio viajado, “enrollado”, conocido y recuperable, y el "no pasado" (el "futuro que está detrás"), como el espacio invisible, lo no vivido, lo incierto, la “potencia” a ser “desenrollada”. Ya hemos visto que este entrelazamiento de dimensiones es también el efecto de la conversión Misak entre la permanencia del “ser” y la transitoriedad del “estar”. Esta inmanencia de la temporalidad, como algo que no ocurre externa e independientemente de los sujetos, se establece, en la práctica, como una condición espacial / territorial. De esta forma, describir el caracol Misak como metáfora del tiempo implicaría una distancia entre la experiencia simbólica cultural del tiempo y el mundo “natural” circundante y externo. Esta distancia no hace justicia a los modos de ser y pensar del tiempo de Misak y muchos otros pueblos indígenas andinos (de la Cadena, 2005; 2010; Rappaport, 2005; Navarrete Linares, 2018; Abercrombie, 1998).

No se trata, de la posibilidad de transportarse físicamente al tiempo deseado, sino de organizarlo subjetivamente a través de un principio distinto a la linealidad o circularidad. El mantenimiento de una división tripartita del tiempo (al menos en un sentido genérico) no determina la dirección en el sentido moderno de una "flecha del tiempo" porque la linealidad no es una necesidad, sino una posibilidad, entre otras, de movilización del tiempo. La forma de espiral, el caracol, es lo que permite esta maleabilidad conceptual y articulación de diferentes estructuras temporales interpretativas no excluyentes. Así, la simultaneidad entre las dimensiones temporales está marcada por su disposición en un plano espacialmente transitable.

El caracol del tiempo Misak suele explicarse con referencia a la formación geológica del territorio ancestral. En Guambia, la presencia del agua, en forma de las lluvias constantes, los ríos con fuertes corrientes, las lagunas y frecuentes arcoíris, proporciona uno de los elementos fundamentales de la configuración mítica y cosmológica de los Misak, que se consideran hijos e hijas del agua. Guambia, por cierto, y su derivado Guambiano, es una deformación en castellano de la denominación que se dieron a sí mismos los Misak durante los primeros años de la conquista: Wampia, la unión de wam (la lengua de los Misak) con pi (agua), es decir, la gente del agua de habla Wam.

 En una reunión en la sede del cabildo, en Silvia, pude escuchar de un Taita[8] la referencia al territorio como la materialización del caracol, como producto de las aguas –agentes cósmicos– que van y vienen alrededor de un centro, una gran laguna que despliega, a partir de sí misma, el resto del territorio. La dinámica del movimiento del agua no presupone un principio y un final. El mito del origen expresa un significado específico para la continuidad de la existencia social: como la laguna, también la casa es un centro, y dentro de ella hay otro centro, la cocina (nak chak), que también tiene su propio centro, el fogón (nak kuk), un lugar de irradiación no solo de saber, de tradición, sino también de política y conflicto. Barbara Muelas (1993, p. 3) escribió que, en la vida Misak, “el derecho nace de las cocinas”. De esta acumulación de centros posibles brotan la vida y la historia. El centro del caracol no es simplemente un pasado temporal, sino un origen espacial, y eso lo cambia todo. Como explicaran los miembros del comité: ubicar el lugar en donde ocurrieron los orígenes o en donde pasó cada suceso, es fijar un centro y atar el tiempo, es desarrollar una cronología, que significa moverse por ese espacio, recorrerlo; el tiempo fluye, se desenrolla a partir de ese centro, ahí está amarrado el extremo del hilo. Pero ese tiempo se repite y confluye con el presente en la medida en que sigue estando ahí y es escenario de la vida de nuestra gente, como el territorio, la gran casa.

El significado y la dirección relacionados con los conceptos de “pasado” y “futuro” están organizados en este caso no por una lógica lineal, progresiva y acumulativa, ni necesariamente por una circularidad repetitiva, sino por una constante reorganización de lo visible/invisible. La imagen de una relación temporal como un hilo a enrollar y desenrollar podría incluso verse como una especialización de la percepción moderna de la contracción / expansión del tiempo histórico en dos direcciones opuestos; como si se tradujera conceptualmente el impulso simbólico de ver en el transcurso del tiempo, el caminar sobre el territorio ancestral.

Por eso estaríamos en un error si quisiéramos analizar el tiempo Misak como una disposición específica de esa verdad antropológica de Koselleck sobre la distancia entre la expectativa y la experiencia como generalidad humana (solo cambiando, de cultura en cultura, los “grados” de esta distancia y las “condiciones” de interacción entre un polo y otro). La conceptualización temporal de los indígenas caucanos no puede contrastarse con la metafísica de la historia occidental como si entre ellas no tuviéramos más que sustituciones formales entre términos que dicen cosas diferentes sobre entidades idénticas (tiempo, historia, ser, etc.). Más bien, se puede hablar de una “distancia” entre términos que refleja una diferencia más profunda. Es decir, la alteridad en cuestión no es una particularización posible de un elemento trascendental. Lo que este punto de vista pone en duda, si se toma en serio, es la dirección universalista de ciertos conceptos en nuestra tradición intelectual.

En el mismo sentido, la conceptualización del tiempo caracol no debe leerse como una particularización de un tiempo universal, como si el caracol fuera simplemente la disposición específicamente localizada de una categoría dotada de valor antropológico (en el sentido de ser genéricamente humana). Al fin y al cabo, no es un problema que requiera una medicina del lenguaje, en el sentido de que basta, para “superar las distancias”, pluralizar los significados semánticos del tiempo. Lo que estas diferencias instauran son situaciones en las que se cuestiona el significado mismo del concepto y de la experiencia de otros "tiempos".

 

“Más allá de la condena autoindulgente”: la eficacia relativa de los dualismos

 

Si estamos en un terreno más profundo que la diferencia semántica, ¿entramos en el terreno de la diferencia existencial u ontológica? Es decir, ¿estamos en presencia ahora de un nivel más profundo de diferencia, que va más allá del concepto y lenguaje para llegar a la raíz existencial de la experiencia? No es objeto de este artículo profundizar esta cuestión; pero quizás, para esbozar una conclusión provisional, valga la pena recordar brevemente al teórico estadounidense William E. Connolly quien señaló el horizonte de estructuras políticas más democratizadoras que podrían activarse a través del reconocimiento de lo que él llama una "ontología del desacuerdo", en lugar de una “ontología de la concordia”. Según el autor, cada ontología política “presupone que, debidamente constituido y situado, el sujeto individual o colectivo alcanzará la armonía consigo mismo y con los demás elementos de la vida social [...]; algo a corregir, eliminar, sancionar o integrar” (Connolly, 1987, p. 10). Al mismo tiempo, como una negación pragmática de tales ontologías políticas pluralistas, también apunta a la hegemonía histórica de las "onto-teologías", religiosas o seculares: tradiciones de pensamiento que "requiere[n] o presupone[n] una respuesta definitiva a la cuestión de ser, una respuesta que incluye un principio ético que los seres humanos están obligados a seguir autoritariamente o están predispuestos internamente a reconocer” (Connolly, 1987, p. 71).

Si, como hemos visto, lo que diferencia efectivamente a los sistemas del tiempo no es solo la comprensión de cómo fluye el tiempo, sino también cómo se concibe el cambio, entonces una mejor comprensión de esta diferencia debería centrarse en cómo el poder de actuar en el tiempo se distribuye, de forma plural, en cada sociedad. Estos son problemas para los que la tradición filosófica de la modernidad parece ofrecer pocas respuestas. Su creencia fundamental en una separación ontológica entre naturaleza e historia más o menos intensa según los autores y tradiciones específicas, pero siempre estructurando el debate más general determinan una comprensión de la primera como esfera “no humana” y de la segunda como esfera propia a lo “humano”.

Es preciso señalar que en el debate sobre la tradición que impregna las obras de Husserl, Löwith, Heidegger o Koselleck sobrevive, aunque de formas más o menos intensas, la comprensión de una estructura temporal como resultado de una “humanidad históricamente consciente” (Gumbrecht, 2015, p. 14). Es decir, el tiempo histórico como lugar donde agentes humanos autorreflexivos, dotados de intencionalidad, producen cambios progresivos, contrasta con un tiempo de la naturaleza como movimiento incesante, cambio sin alteración. En esta historia secularizada, lo no humano (no solo el animal, sino lo inorgánico y lo sobrenatural: dioses, espíritus, etc.) nunca fue considerado un agente. La historia, como expresión metodológica y como conciencia cultural, se basa en esta lógica organizadora de lo humano y de lo no humano y la reproduce; binarismo que, a vez, es lo que ofrece la posibilidad de una escala temporal unificada y dotada de universalidad. No hay razón para creer, sin embargo, que este modo de investigación (la historia escrita) sea el único o incluso el más apropiado para acceder al pasado, especialmente cuando estamos hablando de diferentes formas de concebir el cambio y la transformación.

Augusto de Carvalho (2021; 2022), ha tejido algunas consideraciones muy pertinentes acerca del significado de la pluralidad de las formas de temporalidad e historicidad. De las inconsistencias terminológicas sobre el tiempo en las más diversas culturas históricas, cree que es posible afirmar que la ambigüedad del tiempo, su polisemia en el sentido de que las "dimensiones primarias del pasado"–, aparece como universalmente incierta y contradictoria; como derivada, por tanto, de la propia contradicción constitutiva de la concepción de tiempo. Como observa Carvalho cuando recuerda el punto de A. N. Whitehead sobre la tarea de la metafísica de aclarar el significado de la contingencia absoluta ("el fenómeno que perturba la organización (meta)física de la realidad") producida por el tiempo, parece que todavía es de gran valor producir comparaciones pluralistas de tiempo y temporalidad.

Siguiendo ese camino de Whitehead, también podríamos concluir diciendo que lo que debería estar en juego, en el ejercicio comparativo, en la producción de distancias y en las aproximaciones de identidad con la alteridad, es una percepción de la diferencia no como experiencias distintas de una realidad última, sino experiencias basadas en diferentes formas de totalizar y de dotar de sentido a lo real (Whitehead, 1968 [1938], pp. 65-68). Es decir, el pluralismo no necesariamente debería concebirse en su versión cosmopolita kantiana, cuyo telos es la paz perpetua entre los pueblos lo que, en última instancia, como afirma Isabelle Stengers (2008, p. 445) terminaría en una reafirmación de la identidad, ya que el cosmos del cosmopolitismo se da de antemano, sino un pluralismo crítico, capaz de visualizar lo productivo en medio del aparente abismo que produce la diferencia. Así también, el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot (2011), en una conferencia de 1991, señalaba que, como todas las disciplinas académicas modernas, la antropología también había heredado un campo de significado que, en muchos sentidos, precedió a su propia formalización.

 

Como muchas de las ciencias humanas, [la antropología] ahora enfrenta condiciones históricas de desempeño dramáticamente nuevas. Como cualquier discurso puede encontrar nuevas direcciones solo si modifica las fronteras dentro de las cuales opera […] Una antropología crítica y reflexiva requiere, más allá de la condena autoindulgente gente de técnicas y tropos tradicionales, una re-evaluación de esta organización simbólica sobre la que está postulado [su discurso] (Trouillot, 2011, pp. 45-46).

 

Quizás esta sea una inspiración importante para pensarnos en la historia, que carga una aparente dificultad en ir más allá de la “condena autoindulgente” de sus propios problemas, sin reevaluar realmente la organización simbólica y epistemológica en la que se basa su producción.

No podemos, como creen algunos, “tirar por la borda” los conceptos formativos de nuestra disciplina creyendo que todo problema se superaría con la exclusión pura y simples de esos mismos conceptos. Aquí coincido con la autora rusa Helen Kopnina (2016, p. 417) que nos advierte de una situación real: aunque no nos gusten las dicotomías analíticas, que denunciamos por su parcialidad y sus usos y abusos políticos, tampoco podemos subestimar su utilidad; su "eficacia relativa", diría Derrida (2009 [1967], p. 238). Es a través de tales dicotomías que se hace posible abordar una comprensión crítica de los conceptos, lo que permitiría, a su vez, la imaginación de otras formas posibles de organización de las relaciones que aquellas describen.

Las dicotomías, previamente identificadas como herramientas para normalizar las relaciones desiguales entre dos términos diferentes, pueden dar lugar a una comprensión estratégica acerca de la potencia coyuntural que las distinciones abren, y el espacio abierto que los equívocos posibilitan (De la Cadena, 2021; Viveiros de Castro, 2004). El problema de las dicotomías, como dispositivos retóricos, es cuando no consideran estos espacios prácticos de tensión e intersección entre términos. Sin embargo, desterrar tal dualismo bajo el único argumento de que su pasado está manchado de sangre es también desterrar la perspectiva de su superación dentro de un marco intelectual adecuado para su comprensión. Se trata, finalmente, de desterrar la posibilidad misma de reajustar la comprensión epistemológica del pasado en condiciones menos absolutistas, ya que la distinción analítica nunca es necesariamente sinónimo de dualismo ontológico. Evitar esto último significa reconocer que las múltiples dimensiones existentes entre cada lado de una dicotomía o dualismo se organizan de manera no causal ni determinista. Así, las distancias y fronteras entre lo humano y lo no humano, o entre la naturaleza y la historia, dependen siempre de los modos de vida que las organizan en la práctica, material o simbólicamente. Una forma de evitar la universalización generalista del dualismo ontológico es precisamente a través de su posible rearticulación desde un punto de vista analítico que sepa reconocer el pluralismo implícito en la existencia de múltiples tiempos y temporalidades, historias e historicidades.

Suspender la ilusión moderna de que la historia y la naturaleza son dominios completamente diferentes requiere la reconfiguración de las divisiones analíticas que sustentan esta ilusión, pero no con miras a disolverlas por completo, como si esto solo garantizara su superación. Lo que nos parece necesario, al tomar como objeto estos diferentes aportes de la historia intelectual de la modernidad y de los modos de vida andinos, es un compromiso intelectual que sea capaz de reevaluar las cualidades de sustancia natural de lo que llamamos naturaleza, así como como reevaluar los límites antropocéntricos en torno a la concepción de una “historia humana” completamente ajena a los mundos que escapan a su definición. Una vez más, es necesario hacer que esta distinción funcione como un dispositivo metodológico basado en las aperturas mutuas entre estos dominios, y no en sus cierres. No bastará, por eso, transformar lo “humano” en palabra muerta pues, como escribió Tim Ingold, “algo debe estar mal en alguna parte si la única forma de entender nuestro propio compromiso creativo con el mundo es excluirnos de él” (2000, p. 58).

La mera disolución de los dualismos, justificada ya sea por una moralidad sospechosa de su pasado o por su parcialidad etnocéntrica, parece correr el riesgo de reproducir la idea de una epistemología fija y “más adecuada” para responder a la encrucijada del presente. Así, lo que antes se pretendía como una teoría acaba transformándose en “metateoría”, definiendo nuevos tipos de clasificaciones válidas e inválidas. Con las herramientas conceptuales y la experiencia temporal de los pueblos indígenas, que aquí he esbozado de manera muy rápida a partir de los Misak del Cauca colombiano, tenemos un punto de partida para escapar de tal círculo. Y no porque necesariamente tendremos que abandonar por completo la tradición en nombre de un movimiento de idealización de la alteridad (gesto que no haría otra cosa que no remitir la alteridad al lugar de objecto), sino porque, en el fondo, nuestras certezas epistemológicas más profundas solo pueden ser reevaluadas cuando se contrastan con lo que viene de afuera, con lo que produce incertidumbre y equivocación. “Asumir la divergencia de manera positiva”, y no como una distancia a recorrer y reducir en nombre de una “paz perpetua”, tal vez sea uno de nuestros desafíos más urgentes.

 

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[1] Algunas secciones de este ensayo se publicaron originalmente como parte del último capítulo de mi tesis doctoral, publicada originalmente en portugués en Bianchi (2020a). Esta versión ha sido reescrita y actualizada.

[2] El término está en la tesis de calificación de Löwith, orientada por Heidegger, “Das Individuum in der Rolle des Mitmenschen, ein Beitragzur anthropologischen Grundlegung der ethischen Problera” (Heidegger en Riesterer, 1969, p. 16)

[3] "Porque, ¿cómo podría uno experimentar y comprender la historia, que siempre es solo una historia del hombre, por sí misma [an sich], sin ser de alguna manera parte de ella, es decir, sin conciencia humana y conducta, comprensión y prejuicio?" (Löwith, 1952b, p. 220).

[4] Aquí estamos cerca de lo que Charles Taylor (1989) llamó "naturalismo iluminista": la opinión de que todos los fenómenos humanos y sociales, incluida nuestra subjetividad, se comprenden mejor en el modelo de los fenómenos naturales, mediante el uso de cánones científicos de explicación. No se trata, por supuesto, de afirmar los parámetros filosóficos de la modernidad europea como único efecto de esta disposición intelectual, representada como resultado de la articulación de ideas y palabras de algunos representantes de la historia de la filosofía alemana. Como bien sabemos, hablar de modernidad, en términos de experiencia política o historia intelectual, es también hablar de multiplicidades, competiciones, proyectos exitosos y fracasados (al menos en torno a su reproducción histórica y temporal).

[5] Profundicé más en la historia y las ambiciones políticas de esta iniciativa Misak en: Bianchi, 2020b. Cf., además, Tunubalá & Pechené, 2010; Rappaport & Gow, 2002; Pachón, 1996; Muelas & Urdaneta, 2005; Vasco Uribe, 2017.

[6] En el idealismo kantiano, como sabemos, ya no es el sujeto el que será regulado por la naturaleza del objeto, sino el objeto mismo el que será regulado por la naturaleza del sujeto del conocimiento. Para Pereira (2019, pp. 26-27), tal sistema filosófico, fiel a las concepciones newtonianas del espacio y el tiempo, pero, al mismo tiempo, inserto en la particularidad "fenoménica" del proyecto kantiano (la división entre la cosa en sí y su aparición como fenómeno), determinará también la duplicidad inherente a tales magnitudes. El idealismo trascendental, junto con los principios físicos de Newton, constituiría así también un motor importante para la concepción del continuum temporal, fundamental para el desarrollo moderno de la historia como disciplina y como forma del poder.

[7] Vale la pena señalar que Koselleck, después de haber sido alumno de Löwith y Heidegger en Heidelberg en la década de 1940, contó con Löwith como uno de los examinadores de su tesis de habilitación, Crítica y crisis. Fue Koselleck quien también tradujo gran parte de los escritos de Löwith al inglés que daría lugar a Meaning in History. Cf. Olsen (2012, pp. 21-22; 26). Agradezco también a Sergio da Mata por la información.

[8] Mama y tata son, respectivamente, la forma femenina y masculina por la cual son conocidos los más viejos Misak (los “mayores”), poseedores de conocimientos tradicionales y saberes ancestrales. Otra expresión, taita, también se utiliza para designar a quienes forman parte del cabildo de Misak u ocupan puestos de dirección en su estructura administrativa, sean o no mayores.