Notas sobre las formas expresivas de las nuevas derechas:

las subjetividades de las mayorías en disputa

 

[Comments on the Expressive Forms of the New Rights:

The Subjectivities of the Majorities in Dispute]

 

Verónica Gago

(Universidad de Buenos Aires – CONICET)

verogago76@gmail.com

 

Gabriel Giorgi

(New York University)

gabriel.giorgi@nyu.edu

 

Resumen

 

El paisaje de las nuevas derechas se puede leer sobre el fondo de un anudamiento paradójico, esa tensión irresuelta, entre esa capacidad de movilización y expresión que dan cauce a una subjetividad entrenada en décadas de neoliberalismo, y su captura en dispositivos de expresión –paradigmáticamente, las plataformas digitales—, que, en muchos casos, redirigen esas capacidades hacia la profundización de relaciones de propiedad intactas e incluso profundizadas en su violencia (la guerra cotidiana por “proteger” lo propio y lo poco que se tiene). Es en relación con este tipo de disputa sobre la determinación de una libertad contrapuesta al cúmulo de violencias neoliberales que los feminismos en sus modos de construir alianzas políticas tienen capacidad de impulsar. Esto supone dar el crédito a los feminismos y movimientos de disidencia sexual en sus composiciones migrantes, faveladas, sindicales, universitarias, rurales, indígenas, populares, etc., y a su carácter masivo, radical y transnacional, como dinámicas cruciales de desestabilización del orden sexual, de géneros y, por lo mismo, del orden político neoliberal, porque materializan la disputa por las derivas de las crisis que desde 2008 no paran de profundizarse.

 

Palabras clave: Subjetividades Políticas; Mayorías; Nuevas Derechas; Feminismos.

 

Abstract

 

The landscape of the new rights can be read, we think, against the backdrop of that paradoxical knotting, that unresolved tension, between that capacity for mobilization and expansion that give rise to a subjectivity trained in decades of neoliberalism and its capture in devices of expression –paradigmatically, digital platforms–, that often redirect those capacities toward deepening existing property relations and even intensifying their violence (the everyday war to “protect” one’s own and the little that one has). It is in relation to that type of dispute over the determination of a freedom, counterpoised to the accumulation of neoliberal violences, that feminisms, in their modes of constructing political alliances, have the capacity to be a driving force. This means giving credit to feminisms and movements of sexual dissidence in their migrant, slum, union, student, rural, Indigenous, popular, etc. compositions and in their mass, radical, and transnational character as crucial dynamics of destabilizing the sexual, gender-based, order and, therefore, the neoliberal political order, which are materialized in the dispute over the directions of the crisis that has continued to deepen since 2008.

 

Keywords: Political Subjetivities; Mayorities; New Rigths; Feminisms.

 

Recibido: 06/09/2021

Evaluación: 15/10/2021

Aceptado: 09/12/2021

 

1.

 

Todo un debate reciente circunda la posibilidad, pertinencia y efectividad de hablar de fascismo para referir a las formaciones de las “nuevas derechas” y, de modo más difuso, a la manifestación de formas sexistas, racistas y clasistas como afectos generalizados a la hora de procesar la crisis actual. Como siempre sucede con la adjetivación “neo”, frente a la emergencia del llamado neofascismo, la pregunta por la novedad y la persistencia, por la repetición y lo distinto, por la historicidad y lo discontinuo, lleva a esfuerzos de caracterización, de diagnóstico y también de estrategia política a la hora de nominar.

El mapa global que ha servido para sistematizar el fenómeno, para darle consistencia como tal y, desde allí, trazar retroactivamente qué elementos condensa, reúne una serie de nombres de líderes que se vienen sucediendo. Trump, Erdogan, Bolsonaro, Salvini, Modi, Orban, Bukele sintetizan y sintomatizan una cuestión que ya se hace inocultable: reúnen historias y coyunturas disímiles, pero sobresalen sin dudas porque permiten visualizar esa emergencia. A su vez, otras figuras que se posicionaron en una derecha democrática heredada del neoliberalismo de los 90 empiezan a adoptar recetas crecientemente autoritarias, conjugadas en torno a la “seguridad”, que las acercan a los perfiles más duros de las nuevas derechas (Mauricio Macri, por caso, es una encarnación nítida de esta transición). No se trata de acotar a personalidades el fenómeno, sino de señalar cómo han llegado a construir su representación política, qué afectos colectivos logran canalizar, desde dónde enuncian sus programáticas, cómo intentan dar tono a una época en contextos que incluyen al menos tres continentes. Aquí encontramos un debate que es también el del siglo XX: cómo las formas autoritarias lograron conquistar apoyo de mayorías e incluso formas de consenso que no pueden por tanto ser desestimadas a la hora de pensar sus improntas represivas.

Zeynep Gambetti (2020), en diálogo con Hannah Arendt, propone pensar los orígenes de este nuevo fascismo partiendo de lo que acontece en Turquía. Su hipótesis, para decirlo sintéticamente, es que vale la pena hablar de fascismo no ya como el tipo ideal que requiere todos los elementos del siglo XX para autorizar su uso con certificación historiográfica, sino como un “marcador que describe prácticas gubernamentales cuyos elementos constitutivos se extienden espacial y temporalmente más allá de un presupuesto “núcleo fascista”. Esta manera de analizar el fascismo actual en términos de prácticas gubernamentales permite enlazar y pensar las conexiones entre los liderazgos propios del sistema político y lo que aquí llamaremos las formas expresivas de los afectos reaccionarios –es decir, que reaccionan a una extendida percepción de amenaza y crisis–. He aquí ya una primera pregunta como método: ¿qué dinámica intenta contrarrestar esta reacción neofascista? Como veremos más adelante, tanto los liderazgos como las formas expresivas que señalamos ponen en juego, a pesar de su carácter reaccionario, la noción de libertad, que se vincula en su acepción actual a un modo de gestión política de la precarización generalizada.

Por tanto, en términos de régimen político, hablar de neofascismo, es inseparable de la pregunta por un régimen subjetivo, tal como en su momento toda la inteligencia de la Escuela de Frankfurt se dedicó a desentrañar. De hecho, recordamos la máxima de M. Horkheimer: es imposible hablar de fascismo sin hablar de capitalismo. Pero toca ahora actualizar esas coordenadas donde claves modernas como guerra y colonialismo toman nuevos rasgos y se despliegan en otros mapas y territorios, signados por la época neoliberal.

 

2.

 

Si tratamos de sistematizar rasgos del paisaje político de los últimos años, uno que sobresale es el auge de la masividad del movimiento feminista y su capacidad para transformar el campo mismo de las luchas democráticas (un movimiento que, no es menor, también emerge especialmente desde el sur). Queremos destacar que estas nuevas derechas despliegan su dimensión reactiva “en relación a esa masividad transfeminista”. Creemos que es un elemento central y que, sin embargo, muchas veces queda lateralizado en los análisis, como si no se le concediera la fuerza capaz de generar la reacción neofascista y, por tanto, ser clave a la hora de explicar las formas expresivas de las nuevas derechas que toman al género como discurso de confrontación en vez de comentarlo en una clave puramente ornamental. Queremos sostener, por el contrario, que, en la medida que en nuestra actualidad el transfeminismo articula luchas diversas, se compone con conflictos anti racistas y anti extractivistas, destila una fuerza universalizante que, a la vez que expresa el deseo de “cambiarlo todo”, logra hacerlo desde cuerpos y territorios concretos, con una fuerte impronta anti colonial: reclama desde la recuperación de tierras hasta la descolonización del inconciente, para usar la fórmula propuesta por Suely Rolnik (2019), y sistematiza así una “amenaza” a la que se “reacciona”. De esta manera, se comprende mejor que sean figuras de una teatralidad hipermasculina que ponen al género –convertido en doctrina bajo la fórmula “ideología de género” contra la que hay que batallar– como eje de las disputas en torno a lo democrático y lo político. Si estas confrontaciones con las que, por ejemplo, Bolsonaro inaugura su discurso de gobierno al asumir la presidencia y se convierten en emblema de nuevas fuerzas políticas contra el derecho al aborto en Argentina, no son tomadas en serio, quedan incomprendidas en su verdadero ejercicio de señalizar una “amenaza“ a un cierto orden “político”.

Desde el Sur del planeta, donde esa masividad transfeminista callejera interviene y capilariza protestas anti neoliberales, levantamientos populares e indígenas y huelgas, pero también impregna candidaturas parlamentarias y reformas constituyentes, la contraofensiva reaccionaria se declina en señalizar a los feminismos como causa de la decadencia occidental y cristiana, una vez más construyendo un “enemigo” y prometiendo el retorno de subjetivaciones patriarcales que condensan muchos de los modos de visibilidad y de expresión del neofascismo: su teatralidad sistemáticamente modelada sobre lo Masculino, su exhibicionismo de la violencia, su repertorio de poses desafiantes ante los reclamos de los transfeminismos, los movimientos glttbiq, y las luchas migrantes y antirracistas. Así, leer los afectos reactivos del nuevo fascismo es también leer la singular configuración histórica en la que tienen lugar, demarcada por los avances del transfeminismo y por su potencia transversal y universalizante, territorializada y transnacional. En este sentido, la agresividad del neofascismo actual expresa un intento de estabilizar la crisis de legitimidad política del neoliberalismo, que ha encontrado en el movimiento feminista una forma política concreta que le disputa tanto el diagnóstico de esa crisis como los modos de atravesar y confrontar la precariedad laboral y existencial generalizada. Una realidad que, con el impacto de la pandemia, no ha hecho más que acelerarse.

 

3.

 

Si entendemos al neofascismo en relación con lo que responde, a las fabricaciones de enemigos que realiza para legitimar su intervención y su propuesta de subjetivación, queremos subrayar su capacidad para desplegar y movilizar lo que podríamos llamar “formas de transgresión reactiva”. De modo que, por un lado, veremos una capacidad para movilizar el prestigio cultural y la capacidad de seducción de la “transgresión”, prestigio sin duda heredados del siglo XX, para usarlo en direcciones específicas, propias de los valores y del modelado de lo público que estas nuevas derechas quieren consolidar y difundir: el hiperindividualismo, la llamada “antipolítica”, el libre mercado y sus gramáticas, siempre activas, de racismo, masculinismo y clasismo. Pero, por otro lado, podríamos decir que es una transgresión que busca “replicar” y “competir” en el plano de lo disruptivo con los desafíos que los transfeminismos ponen en juego y que lo hacen no solo en términos culturales, sino a nivel político, económico y subjetivo.

Agregamos que esa política que se quiere “contestataria en su reacción” pretende simular un balance “realista” de cómo las dinámicas democráticas recientes se han combinado con formas de inclusión de las mayorías que exigen una subjetivación entrenada en las arenas de la competitividad neoliberal. Ya hemos analizado lo que significaron las formas de “inclusión por consumo”, que han sido clave en las políticas democráticas recientes en nuestros países (Gago, 2014), la financierización cotidiana como modo de atravesar la crisis de la reproducción más reciente (Cavallero y Gago, 2019), así como también las formas de “guerra civil” en los territorios de la precariedad junto al impulso y proletarización de las economías ilegales (Gago, 2019). Estas cuestiones evidencian que las formas expresivas que queremos analizar se vinculan también a “lecturas prácticas” de lo que significa garantizar la reproducción social de las mayorías hoy.

Así, la movilización de esta transgresión “performática” es a la vez extremadamente realista y se compone de un “doble juego”: por un lado, un exhibicionismo de la ruptura de reglas y convenciones propias de la vida democrática (a la vez que lo evidencia como “regla”); por otro, un retorno de formas arcaicas de figuración del poder, formas patriarcales, racistas y clasistas que reaccionan a la desestabilización de un orden político-sexual para gestionar la crisis. De esta manera, adquiere relieve central esta hiperteatralidad masculina (que se derrama desde los grandes líderes al “dealer” de barrio), ese énfasis sobreactuado del Macho, en el momento del declive de esa figura masculina en sus instanciaciones de autoridad anteriores, vinculadas a su función proveedora (en términos monetarios, sexuales, simbólicos).[1]

En esas “formas expresivas”, entonces, estas nuevas derechas articulan sus modos de intervención; y en ese umbral se revelan claves decisivas de su capacidad de expansión al ras de las subjetividades que lidian con la precariedad, de quienes tienen la experiencia de la guerra cotidiana para garantizar la reproducción social. A diferencia de otras derechas conservadoras, más aferradas a una perpetuación de normas dominantes bajo el signo de la obediencia, el decoro, la respetabilidad, la identificación con la ley (al menos en público), frecuentemente jugadas en torno a la consigna “ley y orden”, el presente ofrece un paisaje que se exhibe como de “derechas transgresoras” con capacidad de derrame transversal “en sectores medios y populares”, y que moviliza sentidos plebeyos y antielitistas desde donde buscan armar nuevas interpelaciones; donde la transgresión, en fin, emerge como una forma expresiva en la que se enlazan los desafíos a un orden democrático definido como represivo y excluyente, una gestualidad y una disputa por lo decible y una violencia cotidiana asumida como paisaje principal de las mayorías.

Épater les bourgeois fue la fórmula de las vanguardias estéticas que, desde finales del siglo XIX, hizo de la transgresión un mecanismo para sacudir las formas de disciplinamiento social cada vez más pervasivas y la docilización de subjetividades ante un capitalismo que buscaba absorberlo todo. La transgresión de las convenciones como tarea de un arte que buscaba liberar potencias vitales y derramarlas sobre lo social: sobre la vida, para así transformarla, liberándola de las constricciones de la moral y del capital. Aquí vemos un fenómeno comparable, pero inverso: épater les democrates, “escandalizar a lxs demócratxs” –recurrentemente encarnadxs en “las feministas”– vistxs como quienes imponen regulaciones –de la palabra, de los sentidos, pero también de las conductas y de las operaciones financieras: el continuum de la “regulación”– en el nombre de una “libertad modelada” desde un criterio muy específico: el del individualismo exacerbado, que no disimula en absoluto las consecuencias sociales y económicas que ese individualismo conlleva (abriendo así nuevos terrenos para el capital y minando o eliminando directamente cualquier límite a su expansión y acumulación).

A su vez, esto hace máquina con un retorno reaccionario de jerarquías sociales, raciales y morales en las que el varón blanco, heterosexual, propietario, cristiano, de linaje colonial –esa figura que por mucho tiempo encarnó formas antidemocráticas de la autoridad– vuelve a reclamar su monopolio del poder en el espacio democrático mismo (el foro, la marcha, el “debate” público), ocupándolo y tensándolo hacia un punto de radicalización nuevo, contrastando los avances de movimientos transfeministas y glttbiq. Si hemos visto cómo los debates eclesiales doctrinarios eruditos devinieron hashtag y herramienta para fabricar sus movilizaciones (las manifestaciones alrededor del eslogan “Con mis hijos no te metas”, por ejemplo, clivaje fundamental en el escenario electoral reciente en Perú por ejemplo), lo que podemos señalar es una disputa abierta por la calle, por la ocupación del espacio público, bajo las formas que se han evidenciado políticamente efectivas para impugnar los privilegios y entrelazar luchas.

La transgresión reactiva, entonces, como instancia de un doble movimiento: rompe acuerdos básicos de las prácticas democráticas (y lo hace no de cualquier modo sino bajo la forma de un realismo que denuncia su “formalidad”), pero lo hace en nombre de mayor libertad; y, a la vez, busca asegurar el retorno, ya sin mediaciones “democráticas”, de jerarquías patriarcales más rígidas: el Macho, el Blanco, el Patrón. Ese doble juego es lo que singulariza, podemos pensar, la “forma del contenido” de las nuevas derechas: el de una simulación exhibicionista de la ruptura de reglas para reafirmar el retorno de un ordenamiento violento a partir de jerarquías patriarcales, racistas y de clase que, a su vez, se muestran como la “verdad” del orden sexual-político en disputa.

 

4.

 

Como venimos apuntando, es necesario poner en conexión estas dinámicas con las formas productivas contemporáneas. ¿Cómo se sostiene una ampliación de la movilización afectiva de masas requerida por una producción crecientemente dedicada a la comunicación, a la producción y consumo permanente de imágenes, textos, noticias, sin que eso implique –como señalaba Walter Benjamin– ninguna alteración en las relaciones de propiedad? Es decir, “¿cómo las formas expresivas son dinámicas directamente productivas que a la vez que son incentivadas requieren ser compatibles con una acelerada concentración de los medios que las viabilizan?” Como sabemos, la respuesta de Benjamin fue que la guerra imperialista era el dispositivo que permite combinar movilización de masas y conservación de las relaciones propietarias. ¿Cuál es la forma de la guerra que hoy permite esa simultaneidad?

Un despliegue de ese campo de batalla podemos leerlo en las plataformas digitales, como sistema que concentra explotación del trabajo, producciones de subjetividad, extracción de datos y expansión-concentración logística. Como imagen del trabajo y la comunicación, de la velocidad y la fusión de los circuitos de producción, de dinámicas de distribución y segmentación del consumo, puede leerse en la economía de plataforma una capilaridad del capital como maquinaria logística-comunicativa. Su dependencia de las terminales de comunicación parece llevar al máximo la conexión entre deseo y expresión, violencia y gestión anímica de la crisis.

La masificación del uso de los medios de comunicación es a la vez democratización contra el privilegio del autor, del actor y del erudito: según Benjamin es esa demolición del aura, del especialista, donde la cámara habilitada para las masas pone en funcionamiento el “inconciente óptico” multitudinario, más proclive a la apercepción, que a la mirada cultivada de quien concentra su saber como distinción. El fascismo intenta organizar el deseo de acceso, de protagonismo, de las masas que es resultado de una apropiación de las condiciones de producción. Este punto es central: el deseo de participación no es creado por el fascismo, sino por la subjetivación de las masas como productoras. ¿Cómo se articula este deseo de participación, habilitado de manera creciente por una tecnificación de los medios de comunicación (donde el teléfono celular se convierte en el dispositivo más masivo y transclasista de la historia humana de la técnica), con un direccionamiento de esa fuerza expresiva en términos fascistas?

Todas las genealogías de las plataformas digitales apuntan hacia finales de los 70 y los 80, y coinciden en señalar la intersección entre las energías contraculturales que llegaban desde los años 60 y el énfasis individualista de corte nítidamente neoliberal, en la llamada “ideología californiana” (Durand, 2021). En esa intersección se lee el deseo de expresión y participación colectiva –un “deseo de lo social”–, que se recaptura en relaciones de propiedad cada vez más concentradas, en esa dinámica de plataformas digitales en las que se modela muchas de las formas expresivas que serán vertebrales al neofascismo. La expansión de posibilidades expresivas, la gestación de nuevas tecnologías de escritura y nuevos circuitos de interpelación que ofrecen las plataformas digitales se combinan, como ha sido señalado, con un modelo de capitalización específico de las plataformas que apuesta a la intensificación afectiva y la segmentación identitaria, en las que los algoritmos, para poder seguir produciendo raw data desde sus usuarios operan estimulando la radicalización discursiva y la afirmación de la individualidad contra las formas dadas de solidaridad y lazo social: el denominado networked individualism, que funciona como matriz de subjetivación de los usuarios de las plataformas, y en la que distintos analistas han visto una condición de los neofascismos contemporáneos (Seymour, 2020).

Esa dinámica entre afirmación hiperindividual e intensificación discursiva y afectiva es la que se conjuga, queremos sugerir, en las formas de transgresión reactiva que pueblan el paisaje de las derechas contemporáneas, y que las diferencian de conservadurismos previos, e incluso de fascismos anteriores. Una afirmación competitiva y agresiva de la propia diferencia, una defensa de lo que se percibe como ganancias propias y privilegios (de consumo, de jerarquías sociales, raciales, de género, etc.) contra un tejido social visto como límite y amenaza: en esa trama se gesta una cierta concepción de la libertad que parece teñir las demandas pero también las performances hiperindividualistas y masculinistas de las nuevas derechas. Esta transgresión reactiva encuentra en los lenguajes libertarios una vía de expresión que modela sentidos de la libertad sobre las coordenadas del hiperindivualismo y se acopla a dinámicas de financierización de la vida, acompañadas de performances masculinistas que, en sus distintas inflexiones, coinciden en el ataque, típicamente violento, contra los transfeminismos y sus avances políticos, jurídicos y sociales. El cruce entre neofascismo y lenguajes libertarios es una de las marcas de la inflexión del presente.

El neofascismo se hace cargo así de un nivel de individuación enorme (ya no es la masa movilizada en su uniformidad de pueblo), por lo cual, parece también ubicarse por delante de la interpelación democrática que dice sostener una equidad cada vez más desmentida en el realismo de la vida cotidiana de las mayorías. Ese realismo aparece también a la hora de evaluar la supuesta pacificación democrática que, por el contrario, es vivida como guerra civil en los territorios más precarizados. De esta manera, la guerra como mecanismo para preservar las relaciones de propiedad aparece como verdad transclasista. Esa es la lógica de lo que parece suceder, por caso, en una favela para proteger lo propio y lo que exigen las grandes corporaciones, lo que se experimenta en la competencia laboral y en las formas de asegurar la existencia subjetiva como diferencia en las redes. Como guerra al ras de la vida cotidiana, en un mundo social trazado en la interfaz entre plataformas digitales y territorios en disputa, como guerra de subjetividades, como producción sistemática de enemigos, como guerra por asegurar la propiedad en todas sus formas, vemos multiplicarse la hipótesis benjaminiana: la guerra provee una meta a movimientos de masas de gran escala, pero ahora en clave micropolítica, conservando e incluso exacerbando las condiciones heredadas de la propiedad.

El paisaje de las nuevas derechas se lee, podemos pensar, sobre el fondo de ese anudamiento paradójico, esa tensión irresuelta, entre esa capacidad de movilización y expresión que dan cauce a una subjetividad entrenada en décadas de neoliberalismo, y su captura en dispositivos de expresión –paradigmáticamente, las plataformas digitales–, que en muchos casos redirigen esas capacidades hacia la profundización de relaciones de propiedad intactas e incluso profundizadas en su violencia (la guerra cotidiana por “proteger” lo propio y lo poco que se tiene en los sectores populares).

Paradoja de la operativa: ese movimiento tiene lugar bajo el signo y la demanda de “libertad.” Dado que estos interrogantes deben ser declinados en relación al neoliberalismo, entendido como racionalidad gubernamental donde la optimización y la gestión del riesgo, de nuevo aludiendo a Foucault, sobresalen como rasgos clave, siempre manteniendo y profundizando las relaciones de propiedad y su “seguridad”. Esta combinación particular que el neoliberalismo gestiona entre seguridad y libertad es el campo donde poder pensar cómo crecen las formas neofascistas que caracterizan nuestra actualidad, donde la disputa por la interpretación realista de las condiciones de vida de las mayorías se convierte en el laboratorio político de lo que venimos llamando fuerzas expresivas de las nuevas derechas.

 

5.

 

Cuando decimos “formas expresivas” estamos pensando en dos dimensiones que hacen a los procesos en que se modelan los sentidos políticos, y que pasan por las palabras y los cuerpos. Por un lado, las formas discursivas: las disputas por lo decible público, que son un punto de partida fundamental de las nuevas derechas en su impugnación de lo que denominan “corrección política” y que regula los modos de dicción democrática y, por lo tanto, de interpelación y subjetivación política. El (des)acuerdo democrático como (des)acuerdo regulado discursivamente en tanto que discurso no es solamente un hecho de lenguaje, sino también, y fundamentalmente, un diagrama de enunciaciones, subjetivaciones y fuerzas colectivas. La transgresión reactiva funciona ahí, apropiándose de disputas que hacen a las libertades y los derechos pero redireccionándolas contra los lazos e interlocuciones democráticas, cuestionadas por no verdaderamente democráticas. En este sentido, la “torsión democrática” que practican las tecnologías expresivas logra difundir los sentimientos anti-democráticos a nivel masivo.

Por otro lado, las formas expresivas incluyen también “gestualidades”, esto es: performances, modos de poner el cuerpo, de ocupar lo público y de articular sentidos que no se traducen inmediatamente en palabras. Esto es un terreno ampliamente elaborado por los movimientos feministas y glttibq, que supieron articular demandas políticas y jurídicas en tanto que inseparables de nuevas formas de habitar y de constituir el espacio público y sus mediaciones sobre los cuerpos, frecuentemente en interfaz con exploraciones sensibles que vienen desde el arte y los activismos. Dichos movimientos dejaron en claro que ese terreno de las formas expresivas es decisivo para pensar los modos en que lo político opera en el presente, no meramente porque remita a un modelado de subjetividades, sino también porque en ello se pone en juego la pregunta, la posibilidad y la forma misma de lo público.

Las nuevas derechas aprenden ese campo de estrategias y lo redireccionan. Quizá el ejemplo más nítido de esta dimensión performativa como articulado de sentidos de las nuevas derechas sea el gesto del arma que identificó a la campaña de Jair Bolsonaro como performance que se replicaba entre el candidato y sus seguidorxs: una “forma” que se derramaba sobre lo social y que producía sentidos que no necesariamente se articulaban en palabras, albergando allí un “afecto” que revelaría su peso no solo en el resultado electoral, sino también en la cultura política que se gestó desde allí. Esa misma dimensión performática reaparece también en Argentina, donde las recientes movilizaciones callejeras contra la cuarentena ocuparon la calle –territorio histórico de las izquierdas y del peronismo– bajo el signo del desafío y la transgresión a un orden político percibido como “dictadura K”, especialmente intensificado y cristalizado en la pandemia. “La transgresión como gesto”: lo que se actúa, se “hace” con el cuerpo, pero que no necesariamente se refleja en las palabras; movilizar el afecto para tensar y desplazar los límites de lo decible.

Estas formas expresivas se tematizan, frecuentemente, bajo el signo del odio político (Giorgi y Kiffer, 2020), pero sin duda no se agotan en él. Lo que se juega es algo más que un sedimento afectivo en el que se procesan nuevos y viejos reaccionarismos; lo que se conjuga allí es, sobre todo, una disputa por la subjetividad a partir de un “modelado de la libertad” fundado en el individualismo, un clasismo racializante y el patriarcado que logra articularse por arriba y por abajo. La transgresión reaccionaria será su laboratorio expresivo.

 

5.

 

En una tradición que nos llega al menos desde el siglo XIX (Nagle, 2017), la transgresión tiene un prestigio emancipatorio, indisociable de ciertas formulaciones de la libertad: ese es, quizá, un sentido clave en los usos contemporáneos de la transgresión en las nuevas derechas: el del “modelado de la libertad”. La libertad, como bien lo marca el legado foucaultiano, no es nunca un sentido dado, ni un “bien” presupuesto, como muchas veces quiere la tradición liberal. La libertad es un formateado a partir de diseños y de demarcaciones; tal es la tarea “afirmativa” del poder. El sujeto de la libertad se desagrega en multiplicidad de juegos entre libertad y control: toda libertad se reinventa en coyunturas específicas; es una noción pragmática, no ontológica. La noción de gubermentalidad será el despliegue de ese ejercicio permanente del poder: no ya el ejercicio de la represión, sino el modelado de las libertades. La “inseguridad” económica será una pieza fundamental para ensamblar y determinar la orientación de la libertad. Si la libertad como poder hacer es propiciada como modo de gobierno, lo que se gobierna sobre todo son las condiciones y el ambiente donde esa libertad debe desplegarse. No hace falta ir contra las libertades, sino hacerla depender de la experiencia de inseguridad generalizada. Con un proceso acelerado de precarización de la vida, la conjugación entre libertad y seguridad va organizando el campo político.

Allí, se sitúa una transgresión cuyo objetivo es “modelar” una libertad individual como única medida y, a la vez, medida de la libertad: un hiperindividualismo en el que las demandas de consumo y de expresión se condensan exclusivamente en el individuo como foco de todo valor y horizonte normativo de lo que se llama “democracia”. Ya no se trata de un mercado que promete la inclusión universal y la pacificación por el consumo; se trata de un consumidor que defiende agresivamente su consumo y su propiedad –sea de la escala que sea– como “única medida de la libertad”. Subrayamos “agresivamente”: el odio es un medio expresivo privilegiado de esa defensa. Se articula con reclamos de seguridad, con una masculinidad exacerbada, con una gestualidad de violencia (a la que, claramente, el bolsonarismo le pondrá imagen y performance, mientras muchos pares argentinos toman nota). Una transgresión para modelar desde allí una idea de libertad individual y propietaria, contra otras posibilidades de la libertad –la que vienen, por ejemplo, con estructuras de protección colectiva, de culturas del cuidado, con las demandas plebeyas de quienes nunca creyeron en las libertades abstractas y aprendieron que ser libres pasa por derechos y por sus formas de materialización, siempre bajo amenaza–. El odio funciona así como centro de gravitación afectivo de un momento de lo democrático en el que se disputan concepciones, modelos y encarnaciones de la libertad. Y, a la vez, se enjambra con la búsqueda de un “aprovechamiento moralizador” –es decir, de reafirmación de los confinamientos racistas y familiaristas– que permiten hacer converger un neoliberalismo imposibilitado de prometer la reproducción social de las mayorías con un neofascismo capaz de sacrificar los cuerpos más vulnerables.

La dinámica de las plataformas digitales puede, una vez más, ser ilustrativa. Richard Seymour, en su ensayo sobre la articulación entre plataformas digitales y nuevos fascismos, argumenta que las redes se matrizan sobre la figura de un “individualismo en red” (networked individualism) que es fundamentalmente de corte neoliberal y anti-social: competencia, jerarquía y estatus son sus coordenadas. Allí, podemos encontrar, quizá, una pista sobre el modelado de la libertad que se pone en juego en el momento neofascista de la lógica neoliberal. En una aparente paradoja, ese individuo de redes afirma su libertad individual (y profundiza con nuevas intensidades el individualismo del capital) “a partir de la red”: contra toda imaginación comunitaria, aquí la red es la condición de un hiperindividualismo que se afirma agresiva y violentamente (ahí el odio como tema afectivo). Seymour agrega una fórmula clave: ese individualismo se afirma en una suerte de “guerra contra la vulnerabilidad” del otro. Así, el, por llamarlo de alguna forma, “emprendedurismo de la expresión” que se modela en las plataformas pasa por una construcción de la libertad en tanto que desfondamiento del tejido social desde la red misma. La afirmación de la propia diferencia individual se configura “contra” la vulnerabilidad del otro: contra sus fallas, sus quiebres, su fragilidad producida por el mismo abandono neoliberal. Como si lo que se buscara conjurar fueran las huellas persistentes de la vulnerabilidad de los cuerpos, eso que el neoliberalismo gestiona como modo de gobierno. El networked individualism de las plataformas, dice Seymour, funciona así como una suerte de “guerra subjetiva” contra esa precariedad que marca sistemáticamente los cuerpos en los procesos neoliberales. Esa guerra subjetiva, añadimos, encuentra en fórmulas masculinistas y patriarcales un vehículo de expresión privilegiado.

Ahí quizá es donde necesitamos leer las modulaciones de la transgresión reactiva que adquiere en el capitalismo de plataforma una nueva potencia y un nuevo alcance.

 

6.

 

Si el neoliberalismo necesita ahora aliarse con fuerzas conservadoras retrógradas –de la supremacía blanca a los fundamentalismos religiosos, del neocolonialismo al despojo financiero más desenfrenado, como vienen documentando y teorizando Wendy Brown (2020a), Keeanga Taylor (2017), Silvia Federici (2014) y Judith Butler (2021) –para citar algunos libros en un mapa de lecturas que nutren la perspectiva feminista–, es porque la desestabilización de las autoridades patriarcales y racistas pone en riesgo la propia acumulación de capital en este presente.

Una vez que la fábrica y la familia heteropatriarcal (aun como imaginarios de una inclusión y estabilidad de masas) no logran sostener disciplinas, y, una vez que el control securitario es desafiado por formas transfeministas y ecológicas de gestionar la interdependencia en épocas de precariedad existencial –lo cual incluye disputar servicios públicos y aumento de salarios, vivienda y desendeudamiento–, la contraofensiva, entendida como “reacción neofascista”, se redobla.

En relación con este tipo de disputa sobre la determinación de una libertad contrapuesta al cúmulo de violencias neoliberales que los feminismos en sus modos de construir alianzas políticas tienen capacidad de impulsar. Esto supone dar el crédito a los feminismos y movimientos de disidencia sexual en sus composiciones migrantes, faveladas, sindicales, universitarias, rurales, indígenas, populares,[2] etc., y a su carácter masivo, radical y transnacional, como dinámicas cruciales de desestabilización del orden sexual, de géneros y, por lo mismo, del orden político neoliberal, porque materializan la disputa por las derivas de las crisis, evidenciadas en 2008 a nivel global, pero que en nuestro país se enlazan con momentos previos, tales como la crisis de 2001. Al mismo tiempo, esto demuestra la capacidad transversal de los feminismos para articular luchas heterogéneas a partir de un terreno marcado por la intensificación de modos de desigualdad y de violencia material y, de ahí, tomar especial protagonismo en los momentos de crisis, tal como hemos vivenciado durante las revueltas recientes en el continente y en particular en la pandemia (Richard, 2020). En este sentido, neoliberalismo y conservadurismo comparten objetivos estratégicos de normalización y de gestión de la crisis de la relación de obediencia clave para la acumulación.

Si no trabajamos en la resignificación de la libertad perderemos esta batalla”, señala Wendy Brown (2020b) en una entrevista reciente, en la que analiza las rearticulaciones de las nuevas derechas en EE.UU., en el contexto del trumpismo. Una respuesta de trabajo en esa dirección, podemos pensar, se venía elaborando desde el Sur. “Vivas, libres y desendeudadas nos queremos”: en la consigna del movimiento NiUnaMenos que se produce en 2017, encontramos una triangulación donde la pregunta por la libertad es inseparable de las coordenadas de un reclamo de justicia no punitiva. Allí se incluye desde la exigencia frente a la inacción e impunidad de las instituciones –contra las violencias encarnadas en el femicidio– al horizonte de otras formas de justicia no patriarcal. De este modo, la movilización desafía las nociones hegemónicas de seguridad, a la vez que pone en evidencia las violencias que se articulan con la gestión policial y de guerra civil de lo social, desplazando la pregunta de por qué hace posible la vida en estas condiciones. Por eso, en el “vivas nos queremos” se anuda una idea de seguridad que, resistiendo el umbral más brutal de violencia propio del terror patriarcal, reclama necesariamente formas de libertad que desbaratan el binomio seguridad como miedo y reacción, aquellas que se condensan en la figura del policía o del ciudadano armado. En efecto, allí donde un número altísimo de ataques femicidas viene de agentes policiales, la discusión sobre la seguridad en torno a la violencia de género disputa radicalmente las declinaciones y doctrinas más securitarias movilizadas por las nuevas derechas.

A su vez, cuando la consigna ensambla y reclama el “desendeudamiento” como foco de la demanda feminista se compone con una lectura crítica de la economía política que no postula las bases materiales de la cadena de sumisiones cotidianas que la deuda implica. Por eso, sin que se afirme sobre modos de producción, redistribución y apropiación de la riqueza colectiva que efectivamente sostengan no solamente la reproducción de la vida, sino también las formas de autonomía que se gesten a partir de ella, no hay posibilidades concretas de una libertad vital.

“Seguridad y economía”: los baluartes de las nuevas derechas aquí se reclaman “como fundamentos para imaginar nuevas coordenadas de la libertad”. En ese sentido, libertad no es propiedad del individuo, ni se afirma contra el tejido colectivo y sobre la vulnerabilidad de lxs otrxs cuerpos; más bien, coincide con el espacio que se genera allí donde condiciones mínimas de protección colectiva son producidas y afirmadas. ¿No es esa contraofensiva en torno a la libertad el arma más efectiva contra la inflexión presente y la irrupción de las “nuevas derechas”? Disputar los sentidos, pero también las formas vivibles de la libertad a la matriz neoliberal –ahora en su inflexión libertaria– que la reclama como su patrimonio final en las nuevas derechas, para afirmar, en cambio, una libertad sostenida sobre el suelo mínimo de protección de los cuerpos y desendeudamiento de sus economías, es decir, de su gestión sobre la reproducción de la vida. “Resignificar la libertad” implica, así, en gran medida, disputar y resignificar terrenos que las nuevas derechas buscan monopolizar.

 

Bibliografía

 

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[1] Rodrigo Nunes (2020) habla de una “confluencia entre lo pre- y lo post-moderno, autoridad tradicional y una anulación neoliberal de lo socialcomo uno de los aspectos más salientes del bolsonarismo” en Brasil.

[2] Una enorme cantidad de producciones textuales y audiovisuales vienen construyendo este corpus de conceptualizaciones, como expresión también de múltiples genealogías. Por ejemplo, por solo nombrar tres recientes: Curiel y Falconí Trávez (2021), Riberiro (2020) y Follegati, Aguilera y Grau (2020).