La clase dependiente de la asistencia:
de la exclusión a la inclusión en la sociedad mundial
[The Assistance-Dependent Class:
from Exclusion to Inclusion in World Society]
Esteban Torres
(Universidad Nacional de Córdoba – CONICET)
esteban.torres@unc.edu.ar
Resumen
En el artículo asumo que en la actualidad no estamos atravesando una crisis sistémica del capitalismo sino un escenario de reestructuraciones novedosas, impulsado por nuevas fuerzas de integración social. El núcleo central de la presente regeneración capitalista de la sociedad mundial es una nueva estructura de clases sociales moleculares (o clases de individuos), incrustada en una estructura menos dinámica de clases sociales orgánicas (o clases de países). Al inicio del texto avanzo en el desarrollo teórico de las clases sociales moleculares a partir de reconocer cuatro tipos relacionados: la clase dependiente del beneficio, la clase dependiente del trabajo, la clase dependiente del delito y la clase dependiente de la asistencia. Luego de esta aproximación conceptual me concentro en el análisis sociológico de la clase dependiente de la asistencia (CDA) en América Latina. Allí distingo entre una subclase dependiente de la asistencia estatal y otra dependiente de la asistencia privada migrante. Según mis estimaciones, la CDA es la clase social que se viene expandiendo a mayor velocidad en el conjunto de la sociedad mundial.
Palabras claves: Clases Sociales; Sociedad Mundial; América Latina; Sistemas Capitalistas; Estados; Asistencia Social
Abstract
In the article I start from the assumption that we are not currently undergoing a systemic crisis of capitalism but a scenario of novel restructurings, driven by new forces of social integration. At the heart of the present capitalist regeneration of world society is a new structure of molecular social classes (or classes of individuals), embedded in a less dynamic structure of organic social classes (or classes of countries). At the beginning of the paper, I advance the theoretical development of molecular social classes by recognising four related types: the profit-dependent class, the labour-dependent class, the crime-dependent class, and the assistance-dependent class (ADC). Following this conceptual approach, I concentrate on the sociological analysis of the assistance-dependent class in Latin America. I distinguish between a subclass dependent on state assistance and a subclass dependent on private migrant assistance. According to my estimates, the ADC is the fastest growing social class in world society as a whole.
Keywords: Social Classes; World Society; Latin America; Capitalist Systems; States; Social Welfare
Recibido: 30/08/2021
Evaluación: 15/10/2021
Aceptado: 15/11/2021
Introducción: la nueva estructura molecular de la sociedad mundial
La conflictividad y la violencia social que experimentan las sociedades en América Latina y en el conjunto del hemisferio occidental se están intensificando en los últimos años. Pero estos aspectos, a partir del seguimiento que se puede hacer de su progresión, no parecen orientarse a la producción de lesiones sistémicas que pongan en apuros a las estructuras centrales de la sociedad mundial. Se observa el avance de algunos procesos selectivos de descomposición, que disparan discursos apocalípticos y de emancipación social, pero no hay visos de trastocamientos mayúsculos que puedan abrir las sociedades nacionales a la constitución de un nuevo orden mundial superador.
Tampoco vivimos en un mundo equilibrado. Pero sería un error confundir los múltiples desequilibrios que proliferan en cada localización, con el avance de fuerzas de mayor calado, portadoras de nuevas crisis sistémicas. Tiendo a suponer que el aparente déficit de impulsos antisistémicos contenido en los procesos desequilibrados de cambio social que progresan en cada localización, se explica en buena medida por la sorprendente renovación de las fuerzas materiales y simbólicas de integración de las sociedades históricas. Si las fuerzas de integración simbólicas tienen su epicentro en el sistema mundial de comunicación (Castells, 2009), los impulsos de integración materiales se localizan centralmente en el sistema capitalista o, mejor dicho, en el sistema intercapital.
El capitalismo no es la ficción intelectual que construyó la teoría moderna dominante, sino uno de varios metasistemas particulares de la sociedad mundial, arraigado de modo singular en cada esfera nacional (Torres, 2020a; 2020c). En el presente artículo sostengo que no nos estamos aproximando al fin del capitalismo como sistema económico sino a un escenario de reestructuraciones novedosas. Tiendo a suponer que el activador central de la reestructuración capitalista en curso, en el mundo, se asocia a la creación de una nueva estructura de clases sociales moleculares (o clases de individuos), incrustada en una estructura menos dinámica de clases sociales orgánicas (o clases de países). Desde la década del 80 del siglo XX las visiones modernas de las clases sociales entraron en crisis en las sociedades europeas y luego, dos décadas más adelante, quedaron por completo obsoletas. Y así como dichas visiones industrialistas quedaron anticuadas para aproximarse al devenir de las sociedades europeas, posiblemente nunca fueron adecuadas para dar cuenta de la dinámica de las esferas periféricas de la sociedad mundial.
Si la estructura de clases marxiana se definía a partir de una relación de antagonismo simplificada entre clases capitalistas y clases trabajadoras (Marx, 2007 [1848]; 1975 [1867]), la estructura de clases en la sociedad mundial se está conformando a partir de una dialéctica entre clases moleculares y clases orgánicas. Junto a ello, si lo que se ponía en juego en la primera era la propiedad de los medios de producción, lo que determina la constitución de la segunda es, en primera instancia, los ingresos económicos. Atrás en el tiempo, como producto de una historia social que no volverá, quedó entonces el enfrentamiento entre clases capitalistas y clases trabajadoras como motor excluyente de las evoluciones modernas.
Se puede definir a la clase molecular como un modo de dependencia y de despliegue económico del individuo, asociado en primera instancia a su estructura de ingresos. El sujeto de la clase molecular es el individuo y no el grupo. Entiendo que al menos desde fines del siglo XX, cada esfera nacional de la sociedad mundial se conforma a partir de una estructura de clases moleculares. Lo que define en cada momento la pertenencia de un individuo a una determinada clase molecular es su fuente principal de ingresos.[1] Si esta última cambia –lo cual es cada vez más habitual–, el individuo se “reclasifica”.
Es imprescindible señalar que, desde este nuevo enfoque, las clases moleculares y las clases orgánicas no se consideran actores. Contra Marx, Weber, Wright Mills y la totalidad de las teorías modernas de las clases sociales, no hay unidad de acción en la clase (Marx, 2007 [1848]; 1975 [1867]; Weber, 2002 [1922]; 2001 [1923]; Wright Mills, 1963 [1956]). Esta nueva visión logra restituir el potencial explicativo a la noción de clase a partir de romper la equivalencia entre clase y actor. Al menos desde Bourdieu se hizo evidente que las clases de individuos y las clases de naciones no son actores sociales (Bourdieu, 1987 y 1999). La persistencia en la reproducción de dicha fórmula moderna fue uno de los motivos por el cual las ciencias sociales terminaron descentrando o directamente descartando el análisis de clases a partir de la década del 80 del siglo XX. Las clases de individuos recién llegan a convertirse en actores individuales cuando efectivamente actúan, y logran realizarse como actores colectivos al integrarse en empresas, Estados, sindicatos, movimientos sociales, etc. Es muy importante insistir en este punto: las clases moleculares y orgánicas son clases económicas, no actores sociales con intereses. Conforman la estructura material de los individuos y de los países, y por lo tanto conforman el marco que hace posible explicar la constitución y el desenvolvimiento de los diferentes actores sociales en su juego de apropiación específico y en su localización correspondiente. Este componente material de las sociedades ofrece la base a partir de la cual se puede intentar vislumbrar cómo y por qué los individuos, los grupos, las organizaciones y los países actúan de un determinado modo y en determinada dirección (Torres, 2020a). De esta manera, el diagrama material de las clases moleculares y orgánicas no puede explicar por sí mismo la acción social, pero esta última de ningún modo se puede explicar sin partir de la consideración de la estructura de las esferas sociales.
La nueva estructura económica molecular se compone en la actualidad de “cuatro clases moleculares principales”: la clase dependiente del beneficio (CDB), la clase dependiente del trabajo (CDT), la clase dependiente de la asistencia (CDA) y la clase dependiente del delito (CDD) (Torres, 2020a; 2020c). Se trata de una nueva estructura de clasificación económica, porque las principales clases sociales moleculares reconocidas por la ciencia social moderna se están recomponiendo a partir de la aparición y la expansión acelerada de las dos últimas formas: la CDA y la CDD. A su vez, cada individuo, sin excepción, no solo pertenece en un momento dado a una determinada clase molecular, sino también a un estrato de dicha clase. De este modo, toda acción individual se encuentra ligada a un estrato de clase, más allá de la voluntad de los diferentes individuos. Los actores de cada estrato de clases tienen intereses, pero no así las propias clases.
El estrato de clase de un individuo se define a partir de una posición económica asociada a un “volumen de ingresos”. Al menos a partir del siglo XXI es posible identificar la existencia de hasta “cinco estratos de clases” en las esferas nacionales de la sociedad mundial. De arriba hacia abajo, los denomino estratos de clase superior, alto, medio, bajo e inferior. La cantidad de estratos que conforma determinada sociedad nacional en un momento dado depende principalmente de los niveles de miseria, de desigualdad y de concentración económica que se reproducen en su seno. De este modo, por ejemplo, el estrato superior no está presente hoy en algunas formaciones sociales periféricas, mientras que el estrato de clase inferior no cobra existencia social en la mayoría de los países centrales. El individuo que pertenece al estrato superior de clase forma parte de lo que denomino “supra-élite”. Es el universo creciente y escandaloso de los mil millonarios. Por su parte, aquel o aquella que pertenece al estrato alto forma parte de una “infra-élite”.
Pese a que la brecha que separa uno y otro estrato de élite es pronunciada y se amplía cada día, este par de estratos de clase cimeros conforman un mismo campo social: el campo elitista. Por su parte, los individuos que se reparten entre los estratos medio, bajo e inferior conforman el campo popular o campo de masas. En su interior, los individuos que pertenecen al estrato medio forman parte de las “masas diferenciadas” o “pueblo diferenciado”. Junto a ello, los individuos que constituyen los estratos bajo e inferior de clases conforman en mis términos las “masas indiferenciadas” o el “pueblo indiferenciado”, pese a todo el brillo, el color y la efervescencia que pueden acompañar sus manifestaciones de singularidad. Los individuos situados en el estrato bajo son aquellos que las estadísticas oficiales identifican como pobres. Ellos y ellas habitan el océano de la pobreza reconocida y medida institucionalmente. El estrato inferior, en cambio, está poblado por aquellos individuos aprisionados en el mundo sórdido de la extrema pobreza o de la indigencia. Al igual que sucede con la pobreza, la indigencia –en su punto justo de identificación– es principalmente aquella que las diferentes instituciones de medición designan como tal. En cualquier caso, más allá de los nombres adjudicados a esta situación trágica, los individuos que conforman el estrato inferior se encuentran en una situación de incertidumbre persistente y aguda respecto a las posibilidades de garantizar un consumo de supervivencia. Subsisten al límite de la desaparición física.
De este modo, a diferencia de las visiones modernas que conocemos, una clase no es un indicador de estratificación, pero a la vez toda clase se encuentra estratificada y todo estrato es estrato de clases. Una clase molecular puede realizarse en más de un estrato y un estrato puede reunir a más de una clase. Al menos potencialmente, según lo vengo observando en mis estudios preliminares, la clase dependiente del delito (CDD) se puede realizar en los cinco estratos, la clase dependiente del beneficio (CDB) se reproduce principalmente en los estratos superior, alto y medio, la clase dependiente del trabajo (CDT) se reproduce en los estratos alto, medio y bajo, y la clase dependiente de la asistencia (CDA) se desenvuelve en el estrato inferior de la estructura económica de cada sociedad nacional. De esta manera, la estructura estratificada de clases moleculares da cuenta en primera instancia de una desigualdad de ingresos o de una distribución asimétrica de recursos económicos entre clases de individuos.[2]
Denomino “clases de individuos” a la pertenencia de todo individuo simultáneamente a una clase molecular y a un estrato de dicha clase. En otros términos, todo individuo de la sociedad mundial es individuo-clase. Es la estratificación de clase del individuo la que permite distinguir si este lleva adelante prácticas de macro, de meso o de micro apropiación económica. Y dependiendo del tipo de prácticas desplegadas, será la magnitud de los efectos sociales que puede producir.
En este artículo sostendré como hipótesis que la progresión veloz de la CDA y la CDD, así como los efectos que producen ambas estructuraciones en el proceso general de clasificación socioeconómica, están reimpulsando el proceso de integración material de la sociedad mundial. El rodamiento de esta estructura económica molecular está provocando, entre otros grandes efectos, la activación de nuevos impulsos de integración materiales al interior de cada esfera social occidental. El objetivo de este trabajo consiste en avanzar en el análisis de la clase dependiente de la asistencia (CDA). Se trata de la clase social que se expande a mayor velocidad en la sociedad mundial. La actual crisis mundial del Covid-19 viene acelerando de un modo impensado la expansión de la CDA en el conjunto de la sociedad mundial, en particular en América Latina.
El avance de la clase dependiente de la asistencia (CDA)
La primera clase dependiente de la asistencia se creó cuando una multitud de individuos tuvo como principal ingreso económico aquel proveniente de forma directa de la asistencia social. Esta clase social se fue constituyendo a lo largo de la historia de América Latina a partir de la interacción entre los diferentes actores y fuerzas asistenciales existentes en la sociedad, en el marco de un juego de apropiación más abarcativo que siempre involucró a los sectores más postergados. Desde un primer momento, tal disputa incluyó la batalla por imponer la noción de asistencia social legítima. A partir de la emergencia de los Estados modernizados como actores asistenciales en la región, en el siglo XX, comienzan a proliferar dos formas generales de asistencia: la asistencia estatal (AE) y la asistencia privada (AP).
En relación a la primera, desde el inicio se hizo necesario diferenciar entre una asistencia estatal nacional (AE-N) y una asistencia estatal global (AE-G). El límite entre ambas se ha tornado difuso en América Latina, dado el basamento periférico y dependiente de los Estados de cada una de sus esferas nacionales. En cuanto a la AP, a partir de la década del 90 del siglo pasado, es posible reconocer la existencia de cinco tipos: la asistencia migrante (AP-M); la asistencia corporativa (AP-C); la asistencia eclesiástica (AP-E), la asistencia criminal (AP-CR) y la asistencia individual (AP-I). El modo en que la totalidad de estas modalidades asistenciales, tanto estatales como privadas, se fueron entrelazando en una determinada esfera social nacional, conformó para cada momento la “economía de la asistencia”[3] de los países.
Desde el inicio del proceso de separación formal entre el Estado y la Iglesia católica en el continente, a mediados del siglo XIX,[4] hasta principios de la década del 80 del siglo XX, la disputa asistencial central se libró entre dichos actores seculares. Luego, a partir de la década del 90 del siglo pasado, avanzan tres procesos novedosos que modifican el cuadro asistencial de la mayoría de los países de la región. En primer lugar, se generalizan las corrientes de emigración económica desde América Latina, creando así un nuevo actor asistencial. Me refiero al emigrado o inmigrante que, a partir del envío de remesas, sostiene a sus familiares en el país de origen. En segundo lugar, en parte como efecto de una mayor apertura de las economías nacionales de la región a los capitales extranjeros, las grandes empresas privadas se fueron consolidando como nuevos actores asistenciales. Finalmente, en tercer lugar, como un fenómeno más reciente y por el momento más restringido, es posible observar la expansión de organizaciones criminales, principalmente asociadas al narcotráfico, que operan en sus territorios de influencia como actores asistenciales con un poder de incidencia creciente.[5] En cualquier caso, de los tres nuevos actores asistenciales indicados, el único que viene resultando determinante para la configuración de la clase dependiente de la asistencia es el primero.
De este modo, el proceso de creación y expansión de la clase social dependiente de la asistencia, que se precipita a partir de la década del 80 del siglo XX, se apoya centralmente en dos procesos. El primer proceso y más determinante se corresponde con las nuevas formas de protección estatal que se instalaron en la región a mediados de la década del 90, se expandieron y consolidaron a partir del siglo XXI,[6] y que están reescalando en la actual coyuntura, en el marco de la crisis del Covid-19. El segundo proceso, se conecta con la recepción masiva de remesas en determinadas subregiones del continente, producto del movimiento de emigración económica a gran escala que se fue desarrollando a partir de tales años.
De este modo, podemos sostener con mayor exactitud que es recién a partir de comienzos del siglo XXI que se crea en América Latina, en su forma actual, la clase social dependiente de la asistencia. Y esta nueva clase social se origina a partir de una fuerza social creativa de amplio espectro que se reparte entre el Estado y los emisores de remesas. Cuando aquí hablo de fuerza social creativa me refiero en concreto a una fuerza con poder de creación de clase. Las restantes modalidades de asistencia ya mencionadas no disponen del poder para constituir este tipo de CDA.[7]
En cualquier caso, es por demás evidente que el Estado es el único actor con capacidad y posibilidad de macro asistencia en América Latina.[8] Junto a ello, tanto los Estados como los emisores de remesas tienen una capacidad distintiva para producir macro efectos de integración económica. Aquí la dinámica de integración social se produce por vías de la creciente inclusión económica de los estratos inferior y bajo la forma dependiente de la asistencia. Si bien desde hace más de medio siglo el Estado es el integrador central de la población marginalizada en los países de la región, recién a partir de la década del 90 los actores estatales desarrollaron esta función específica de clasificación como parte de una programación neoliberal, convirtiendo a una multitud de individuos recientemente despojados en una clase social asistida. Las programaciones estatales posteriores, muchas de ellas no encuadradas en una propuesta neoliberal, consolidaron dicha función. Por lo tanto, el bloque masivo de individuos que pertenece a esta nueva clase social es aquel cuyo principal ingreso proviene de la asistencia estatal y/o de la asistencia privada migrante. La subclase de individuos dependiente de la asistencia estatal pertenece a los segmentos más precarizados del estrato inferior y, por lo tanto, se reproduce en situación de extrema pobreza. Es al interior de este núcleo humano sumergido que se expresa con mayor nitidez el problema de la inseguridad alimentaria, actualmente en crecimiento (Beazley, 2020). En cambio, para los individuos dependientes de la asistencia privada migrante, los estratos de referencia varían, aunque en su mayoría se concentran entre la fracción inferior del estrato medio y la fracción media del estrato bajo.
En cualquier caso, la CDA es una nueva clase social en extremo débil y dependiente, que viene proliferando en la región al ritmo de la inyección focalizada de recursos financieros estatales y familiares y que se desenvuelve en un mundo informal de microprácticas de supervivencia.[9] A modo de hipótesis, asumo que es la combinación del estado de privación y de la característica que adquieren las sujeciones económicas de la CDA, la que en mayor medida desactiva la fuerza de contestación de esta multitud de individuos. En cierto modo, la CDA se asocia a lo que algunos denominan los “nuevos presos de la miseria” (Soriano, 2019; CEPAL, 2006). No hay que perder de vista que el universo que compone la CDA no está excluido de la sociedad de consumo, sino débilmente integrado a ella. Este último aspecto resulta determinante para comprender el comportamiento de esta clase de individuos.
La subclase dependiente de la asistencia estatal (CDA-E)
En términos específicos, la subclase dependiente de la asistencia estatal es el producto inmediato de la evolución de las políticas sociales de los Estados en los últimos 25 años en América Latina, y, más exactamente, de la expansión de las funciones de protección social desde fines de la década del 90.[10] De este modo, esta clase se genera a partir de una expansión y jerarquización de funciones históricamente subsidiarias del Estado. Aquí el poder de creación de clase del Estado tiene su epicentro en los programas de transferencias condicionadas (PTC).
Los PTC se basan en la entrega de recursos principalmente monetarios a familias en situación de pobreza o de indigencia, que en su mayoría tienen hijos menores de edad, con la condición de que cumplan con ciertos compromisos asociados al desarrollo escolar y sanitario. Desde la década del 90 del siglo XX, dichos programas se convirtieron en la principal iniciativa puesta en marcha por los Estados para regular el avance de la indigencia y de la pobreza en la región y para intentar generar un “piso de inclusión” (Cecchini y Madariaga, 2011). Una muestra de ello es que entre el 60% y el 75% de los gastos en estas transferencias son captados por el 40% más pobre de la población (CEPAL, 2021c; Cecchini y Madariaga, 2011). Los PTC comenzaron a instrumentarse en México, Brasil y Colombia como parte de la neoliberalización de las políticas sociales, pero recién se expanden al conjunto de los países del continente a partir del cambio de siglo, bajo otra orientación de políticas económicas.[11]
Es interesante observar que si bien los PTC proliferan en los países de la región desde mediados de 1995 a partir del incremento sostenido del gasto social estatal como porcentaje del PIB.[12] Con el retroceso de ese indicador a partir de 2017, los PTC continuaron su expansión, en particular en lo que respecta a la ampliación del nivel de cobertura. La progresión sostenida de los PTC desde los años noventa hasta la actualidad, instrumentados primero por los gobiernos neoliberales y luego ampliados por los gobiernos populares, están señalando la consolidación de una tendencia de permanencia de las políticas focalizadas. En parte, ello se puede explicar por el costo relativamente bajo que representan los PTC para los respectivos presupuestos nacionales.[13] En cualquier caso, tal permanencia permite constatar la autonomía relativa de las políticas macroeconómicas determinantes de los Estados respecto a sus políticas sociales.
Es posible identificar la consolidación de dos modelos de expansión de los PTC: uno de tipo restrictivo y otro inclusivo (Garay, 2016). Tomando en consideración los países de la región de mayor ingreso, hasta 2016 el primer tipo se desarrolla en México, Colombia y Chile, mientras que el segundo se despliega en Argentina, Brasil y Uruguay (Garay, 2016; Antía, 2018). Todo indicaría que el modelo restrictivo se instrumenta mayoritariamente en aquellos países cuyo porcentaje de gasto público total en relación al PBI está por debajo del 40%, como es el caso Ecuador y de Costa Rica –entre otros–, pero muy principalmente en las naciones que cuentan con un gasto público aún menor, por debajo del 30%, como serían los casos de Chile, Colombia, Perú y la mayoría de los países caribeños.[14]
Si bien los PTC que se vienen desplegando a gran escala en América Latina difieren entre sí en sus formas de aplicación,[15] todos ellos guardan propósitos funcionales comunes, así como patrones evolutivos similares. A modo de ejemplo, en todos los países afectados por los estallidos sociales de 2019, los PTC vienen incrementando su nivel de cobertura y el monto de las transferencias.[16] Según los últimos datos recolectados, los PTC benefician aproximadamente a 113 millones de individuos en la región, lo que equivale al 19% de su población (CEPAL, 2021c).[17] Estos números crecen significativamente a partir de 2020, producto de las intervenciones estatales orientadas a mitigar el deterioro económico generado por la evolución de la pandemia.
Ahora bien, no hay que perder de vista que los individuos pertenecientes a la subclase dependiente de la asistencia estatal (CDA-E) no representan al conjunto de los beneficiarios de tales políticas, sino tan solo a aquellos y aquellas para quienes los ingresos vía trasferencia estatal representan su principal fuente de ingresos.[18] Contra los prejuicios extendidos, todo indica que el conjunto de los y las beneficiarias de los PTC destinan la gran mayoría del dinero percibido por este medio a la compra de alimentos de la canasta básica y, con ello, al apuntalamiento de un consumo de supervivencia (IBASE, 2008; Benini Duarte, Sampaio y Sampaio, 2009; Maluccio, 2010; Kliksberg y Novacovsky, 2015; Attanasio y Mesnard, 2005; Veras Soares, Perez Rivas e Hirata, 2008). De esta manera, la clase que crea la asistencia estatal es un bloque de millones de individuos sumergidos en la extrema pobreza, que luchan a diario para sobrevivir. Y el monto de la asistencia recibida, que los convierte en una nueva clase social, es en la mayoría de los casos insuficiente para garantizar una alimentación básica.
En la actualidad, los PTC exhiben dos grandes limitaciones. La primera limitación es su fuerza aún restringida de clasificación social. Y la segunda limitación es la imposibilidad de cumplir con el propósito explicitado de estos programas, de re-estratificación ascendente de los individuos beneficiarios, lo que implicaría avanzar en la reducción de la pobreza. En relación al primer punto, pese a la creciente extensión de la cobertura, aún queda una proporción considerable de individuos en situación de extrema pobreza que no cuenta con ningún apoyo económico estatal. La población excluida se concentra en aquellas familias que no tienen menores a cargo, así como en el universo de los y las inmigrantes (Cohen y Franco, 2006; Standing, 2007). En la focalización de los PTC continúa primando el llamado “error de exclusión” sobre el “error de inclusión” (Sepúlveda, 2009; Sojo, 1995; Robles, 2009). Esto significa que por errores en la implementación de las políticas asistenciales son más los individuos excluidos que deberían estar incluidos como beneficiarios que a la inversa.
En cuanto al segundo aspecto, los PTC han obtenido resultados positivos en la reducción de la extrema pobreza, pero no así de la pobreza (Salvia, 2011 y 2012; Maurizio, 2011). El proceso histórico de reducción de la pobreza en América Latina entre 2002 y 2014 se produjo a partir de la generación masiva de nuevos empleos y no por efecto de la protección asistencial.[19] Y pese a que la contraprestación educativa que exigen los PTC apuntan en principio a facilitar la inserción duradera de los beneficiarios en el mercado laboral formal, ello no se ha constatado (CEPAL, 2006; Acosta y Ramírez, 2004; Sojo, 2003).
De este modo, junto con la creación de la CDA-E, se observan una serie de restricciones estructurales que indican, por un lado, que se trata de una clase social que no se reclasifica y re-estratifica de modo ascendente. Por el otro lado, se observa que su pertenencia de clase se encuentra temporalmente acotada y amenazada por la posibilidad de un nuevo descenso al infierno social del subconsumo de supervivencia.
Una vez concluido un PTC, o una vez egresado del mismo, los individuos pueden permanecer por tiempo indeterminado en una situación de vulnerabilidad similar o peor que la que presentaban previo a la intervención estatal (Banegas, 2008; González de la Rocha, 2008). Es este doble registro, de imposibilidad de ascenso económico y de probabilidad de desafiliación asistencial, el que hace de la CDA-E un bloque humano aprisionado, a la vez que desactivado como fuerza de contestación social. Hasta ahora, todo indicaría que las ilusiones de re-estratificación le están cediendo el lugar al temor por una futura desintegración terminal.
El modo de reproducción incipiente de la CDA-E se está constituyendo en la dinámica subalterna de una nueva infraestructura que organiza el proceso de integración socioeconómica. Y se va conformando como un bloque multitudinario que reclama para sí la asistencia material del Estado y con ello el mantenimiento de una situación de extrema dependencia. Esta nueva sujeción de los individuos de abajo en América Latina no es una dependencia simple de los Estados. Se trata más bien de una “doble dependencia”, en tanto los Estados latinoamericanos, todos ellos periféricos, en su condición de “infraestructuras” estatales mundiales (Torres, 2020d), a su vez dependen en buena medida de los Estados de los países centrales y sus plataformas asistenciales “supraestructurales”. Este mecanismo mundial de reproducción asistencial da cuenta de la condición periférica de los procesos de constitución económica de los individuos en América Latina, o, en otros términos, de los modos de constitución periférica de los individuos de abajo en la región. Se trata de un mecanismo perverso cuyos engranajes centrales se encuentran invisibilizados.
La subclase dependiente de la asistencia privada migrante (CDA-PM)
Del mismo modo que el Estado crea, a partir del cambio de siglo, la subclase dependiente de la asistencia estatal (CDA-E), el flujo migratorio económico, y más específicamente el flujo de remesas enviados por los y las emigrantes, produce a la subclase dependiente de la asistencia privada migrante (CDA-PM). A diferencia de las modalidades empresarial y eclesiástica, esta forma de asistencia privada proviene de individuos y no de organizaciones. Si bien las remesas constituyen una forma dineraria ligada al salario de los migrantes, no son consideradas como una categoría de remuneración laboral. Más bien se contabilizan como una transferencia entre familiares, que aumentan los ingresos de las familias receptoras y que en todos los casos asume una modalidad de transferencia internacional (Canales, 2008c; Barajas et al., 2009).[20]
En mucho mayor medida que la CDA-E, los flujos privados que conforman la CDA-PM se incrementan en coyunturas de crisis y recesión económica, para mantenerse estables en los periodos de recuperación y auge económicos (Canales, 2008c). Al igual que la subclase dependiente de la asistencia estatal, la CDA-PM viene expandiéndose de modo sostenido en América Latina, pero lo hace a mucha mayor velocidad y volumen. A decir verdad, se trata de un crecimiento acelerado que se constata en todo el mundo. La evolución del monto total de remesas en dólares a nivel mundial es impactante: de aproximadamente 40.000 millones en 1985 a 150.000 millones en 2004 y a los 529.000 millones en 2018 (World Bank, 2019).
Para el caso de América Latina, la expansión es particularmente significativa. En el periodo 2005-2015, el número de emigrantes pasó de 28.2 millones de personas a 34.4 millones, convirtiéndose en una de las principales regiones de emigración hacia países desarrollados (World Bank, 2019). En los últimos años dicho volumen está creciendo a una tasa promedio superior al 9% anual. Si a mediados de los años 80 del siglo XX los países de América Latina recibían el 10% del volumen total de remesas que ingresaba a las naciones no desarrolladas, en la primera década del siglo XXI el porcentaje asciende a más del 33% (Canales, 2008a; Martínez Pizarro, 2008). En la misma dirección, si en el período 1975-1979 el ingreso por remesas representaba el 0,09% del PIB de la región, en el período 2005-2008 el porcentaje se eleva hasta alcanzar el 1,66% (World Bank, 2013). En 2018, las remesas sumaron en América Latina USD 86.090 millones, acumulando aumentos durante nueve años consecutivos (Maldonado, 2018). De este modo, hasta el 2018, el flujo económico a partir del cual se viene conformando la CDA-E, en torno 0,5% del PBI regional, era tres veces inferior al que constituye a la CDA-PM. Ahora bien, todo indica que, con el reforzamiento de los programas de transferencia monetaria de los Estados a partir de 2020, en el marco de la crisis mundial del Covid-19, esta diferencia podría reducirse. En un futuro mediato, de prosperar las iniciativas actuales para fijar una “renta básica universal”, definitivamente la CDA-E pasará a convertirse en la principal forma de clasificación social asistencial. También es necesario tomar en consideración que para la CDA-PM el registro del promedio es menos representativo del conjunto.
En términos absolutos, la mayoría de los individuos dependientes de las remesas se encuentra en México, América Central y el Caribe.[21] Al igual que ocurre con la CDA-E, se trata de una subclase que se desarrolla en mayor proporción en las zonas rurales que en las zonas urbanas (Canales, 2008c). Si el devenir de la CDA-E está absolutamente sujeto a los vaivenes de las políticas públicas, la CDA-PM se despliega en función de los arreglos familiares que se establezcan en cada caso (Canales, 2008c).
Un aspecto central, que diferencia sustancialmente a la CDA-PM de la CDA-E, es que para aquellos individuos que perciben remesas, cualquiera sea su estrato, estas se constituyen en su “principal fuente de ingresos”. Por lo tanto, se trata de un flujo financiero con mucho mayor poder de clasificación social que la asistencia estatal. De hecho, las remesas no solo tienen poder para clasificar a los estratos bajos sino también a una fracción considerable de los estratos medios. A diferencia de la CDA-E, que se recrea en el piso del estrato bajo o en el estrato inferior, la CDA-PN integra un espectro más amplio, no siendo necesariamente los estratos bajo e inferior el universo poblacional de referencia. A modo de ejemplo, en México, en 2008, para el estrato medio que recibe remesas, estas representaron el 38,5% de sus ingresos, mientras que para los estratos bajo e inferior el porcentaje ascendió al 49,3% (Canales, 2008c). En cambio, si observamos el impacto clasificatorio de los PTC, vemos que tan solo los estratos bajo e inferior son beneficiarios de la asistencia monetaria del Estado. En el caso de Argentina, tan solo el 15% de los beneficiarios, pertenecientes al estrato inferior, constituían la CDA-E (Kliksberg y Novacovsky, 2015).
Ahora bien, no son necesariamente los individuos pobres los que muestran una mayor propensión a percibir remesas, sino los de estrato medio-bajo. Dicho punto de localización se acentúa para los individuos de los países más débiles de América Central y el Caribe, los cuales deben disponer previamente de recursos económicos para poder financiar su emigración.[22] Por ejemplo, en el caso de Haití, que posee una economía nacional altamente dependiente de la recepción de remesas, los hogares más humildes no son los principales beneficiarios de dichos flujos (Gilbert, 2013). De este modo, la CDA-PM conforma un estrato medio en extremo dependiente de flujos externos privados y, por lo tanto, no canalizados por los Estados nacionales. Tal como ocurre con la CDA-E, es sensiblemente mayor la pertenencia a la CDA-PM por parte de la población de individuos desocupados que de la población ocupada y mayor también la participación de la población femenina que la masculina (Canales, 2008c). De esta manera, en una proporción nada desdeñable, la CDA-PM está compuesta por individuos desocupados, mayoritariamente mujeres, con ingresos medios y bajos.
A modo de conclusión: la CDA y la sociedad de consumo tardío
Una limitación determinante que comparten la CDA-E y la CDA-PM es su incapacidad para activar un proceso de estratificación ascendente. En otros términos, las relaciones de asistencia monetaria, tanto estatales como privadas, vienen teniendo un efecto prácticamente nulo de re-estratificación social. Al igual que la asistencia estatal, la asistencia económica que ofrecen los individuos emigrados que huyen de la miseria ha tenido relativo éxito para sacar a su familia de la indigencia, pero no de la pobreza (Banco Mundial, 2004). El volumen de remesas que reciben los millones de individuos de estrato bajo, pese a ser proporcionalmente superior a los ingresos que reciben el bloque de individuos de la CDA-E, no resultan suficiente para precipitar un cambio de estrato.[23]
En cualquier caso, la imposibilidad de ascenso social de la CDA no debe hacernos perder de vista que se trata de una nueva clase social integrada a determinados circuitos de consumo del sistema económico. Esta clase social es el núcleo dependiente principal de una nueva sociedad nacional en gestación en América Latina y en el conjunto de la sociedad mundial. Me refiero a la “sociedad de consumo tardía” (SCT). Esta forma social nacional se podría definir como una sociedad en la cual el consumo de realización (y no todo el consumo) es cada vez menos un consumo de masas y en la cual se revolucionan los modos de organización del consumo de supervivencia. La CDA se perfila, precisamente, como la nueva forma de organización de este último tipo de consumo. Se trata de una modalidad organizativa relativamente novedosa, inestable, en proceso de reconfiguración. En relación a la CDA-E, las respuestas estatales a la crisis mundial del Covid-19, en toda su variedad, están alterando su forma y su dimensión previa. En la mayoría de los países se vienen implementando nuevas iniciativas de transferencia monetarias, ampliando las coberturas, suspendiendo algunas condicionalidades e incrementando los volúmenes dinerarios asignados a la función asistencial (Gentilini et al., 2020; CEPAL, 2021a; CEPAL, 2021b; Bianchi, 2021). A su vez, tal como mencioné más arriba, la discusión en torno a la necesidad de implementar una renta básica universal (RBU) viene adquiriendo un creciente protagonismo a nivel mundial. La realización futura de esta iniciativa revolucionaria se encontrará con restricciones severas en la región.
Según las estimaciones disponibles, el gasto social público necesario para la instrumentación de la RBU sería entre ocho y diez veces superior a los montos dinerarios asignados en la actualidad a las transferencias monetarias asistenciales (Filgueira y Lo Vuolo, 2021). Luego, en relación a la subclase dependiente de las remesas, su evolución es claramente expansiva pero incierta. En abril de 2020, apenas se inició la mundialización del Covid-19, la CEPAL señaló que los flujos de remesas hacia América Latina y el Caribe podrían verse reducidos entre un 10% y un 15% en 2020 (CEPAL, 2020e). Sin embargo, las estadísticas más recientes muestran un incremento con respecto a 2019 para los casos de México y algunos países centroamericanos (CEPAL, 2021b). Tal como indiqué, una gran parte de las remesas dirigidas hacia América Latina y el Caribe tiene su origen en EE.UU., donde se espera un mayor crecimiento económico para los próximos años. Ello impactaría de modo positivo en el flujo de remesas (World Bank, 2021).
La evolución de la CDA es incierta por un motivo añadido: en las ciencias sociales se desconoce en buena medida su existencia como clase social integrada en un nuevo ecosistema de clases moleculares. Al observar este nuevo agrupamiento asistido es importante tener en cuenta que la constelación de intereses que promueve la lógica de integración desde el Estado es rica en diferencias y en contradicciones. Allí se dan cita las preocupaciones por la salud de la economía de mercado, por la estabilidad política y por el combate de la pobreza y la indigencia. La propia CEPAL deja en claro la existencia de un propósito mercantil en la función asistencial: “invertir en protección social, por lo tanto, no sólo es imperativo desde un enfoque de derechos, sino que es eficiente desde una lógica económica y productiva” (CEPAL, 2021b, p. 119).
Como señalé en el trabajo, la sociedad de consumo tardío tiende a redefinir, entre otros aspectos, los parámetros de inclusión y de exclusión económica de la vieja sociedad centrada en la producción y en el trabajo asalariado, tal como fue conceptualizada por las ciencias sociales modernas. Por el momento continúa siendo cierto el hecho de que la exclusión económica y social es una fuente central de conflictividad popular de las sociedades. Pero esta exclusión dejó de ser en primera instancia una exclusión del trabajo asalariado, propia de la sociedad de la producción, para concebirse como una exclusión del consumo.
Para Marx, el piso de marginalidad se manifestaba como un tipo de exclusión del trabajo asalariado. Pero los excluidos marxianos son incluidos en la actualidad desde el momento que logran participar del circuito económico del consumo. En términos materiales, el tránsito de la producción como núcleo central de regeneración societal a un consumo crecientemente apuntalado por el Estado implica que el piso de la exclusión no solo se ha transformado, sino que ha descendido. La consecuencia central de este cambio real y de perspectiva es que mucho de lo que se entiende en la actualidad como exclusión socioeconómica pasa a concebirse como un “nuevo tipo de inclusión”, más frágil y más precaria, pero inclusión al fin.
En resumidas cuentas, en este trabajo consideramos que las novedades del movimiento de integración material en la sociedad de consumo tardía se asocia al desarrollo de una nueva estructura de clases moleculares y, más específicamente, a la i) recreación y expansión de una clase dependiente de la asistencia (CDA); y ii) la proliferación de una clase dependiente del delito (CDD). Se expanden así dos nuevas clases sociales en gran medida excluidas del mercado formal del trabajo, pero no del mercado de consumo capitalista.
En el artículo nos ocupamos del desarrollo de la CDA. Como vimos, esta última es una expresión de marginalidad, pero no de exclusión económica total. Si para Marx uno de los motivos principales por el cual el sistema capitalista no estallaba era por la función de contención que ejercía el lumpenproletariado,[24] aquí sostengo que no lo hace por la proliferación acelerada de la CDA. Como vengo insistiendo, estamos inmersos en una nueva estructura de clases centrada en una sociedad de consumo y no de la producción.
Si algo sabemos hoy es que vivimos en una sociedad donde el consumo como fenómeno multidimensional es cada vez más extendido y preponderante, lo cual se corresponde con el avance de los procesos de mercantilización de las relaciones en las diferentes esferas sociales. Y esta certeza consumidora nos aleja de un futuro social marcado por la transformación sistémica de los modos de organización económica de las diferentes esferas nacionales en la sociedad mundial.
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[1] En líneas generales, las trayectorias de clase de la mayoría de los individuos están marcadas por un proceso de reclasificación continua, así como por una creciente y limitada re-estratificación.
[2] En líneas generales, las trayectorias de clase de la mayoría de los individuos están marcadas por un proceso de reclasificación continua, así como por una creciente y limitada re-estratificación.
[3] Pese a la familiaridad terminológica, este concepto que propongo no guarda relación con la noción de “economía del cuidado” (care economy), crecientemente popular, centrada en el desenvolvimiento socioeconómico del trabajo doméstico (Esquivel, 2011).
[4] Este proceso de separación se inició en Colombia en el año 1853 (Dussel, 1967). Y fue en este mismo país que se experimentaron, hacia fines del siglo XIX, los procesos más notorios de restitución del poder general de la Iglesia Católica (Ortiz Mesa, 2013).
[5] Como decía, cada uno de dichos actores intentó imponer su visión particular de la asistencia, en contraposición a otras. Entre las nociones que proliferaron, destacan las de caridad, beneficencia, justicia social, filantropía y, más recientemente, la de inversión social (ver principalmente Thompson, 1994; Villar Gómez, 2015; Perón, 1951).
[6] Algunos autores sostienen que dicha expansión de la protección social en América Latina puede concebirse como el proceso de “segunda incorporación” de los sectores populares (Garay, 2007; Silva, 2014), siendo el proceso de “incorporación inicial” el que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XX (ver Collier y Collier, 1991; Antía, 2018).
[7] Desde este marco teórico, una clase de individuos deviene en “clase social” cuando pasa a ser la expresión de un bloque demográfico significativo. Aquella clase de individuos que comparte un tipo de sujeción económica con otros individuos, pero en una escala demográfica restringida, la denomino “clase excepcional”. Tal sería el caso de los individuos que, en los diferentes países, tienen como principal fuente de ingresos las donaciones efectuadas por empresas privadas, fundaciones empresariales, Iglesias, organizaciones criminales o bien por individuos particulares. En América Latina, hasta fines del siglo XIX, los señores, las familias y la Iglesia católica lograron acumular un poder considerable de clasificación social asistencial. Pero tal potencia de integración económica se terminó desvaneciendo en el transcurso del siglo XX. Por su parte, las grandes empresas privadas y las organizaciones criminales más poderosas hasta el momento no han logrado realizarse como una fuerza social asistencial. La evolución actual de la asistencia económica tampoco exhibe un avance irreversible hacia la secularización de la asistencia social, tal como imaginó el pensamiento social moderno. La creciente influencia de las iglesias evangélicas en América Latina, que vienen incrementando la religiosidad de la población y retrayendo el poder de la Iglesia católica, es un ejemplo consistente de la progresión de un proceso en sentido contrario. Sobre este último aspecto, ver Goldstein, 2020; Pérez Guadalupe y Grundberger, 2018; Martínez López y Domínguez, 2019.
[8] En términos generales, aquí se concibe a los Estados latinoamericanos como actores sociales compuestos por un entramado específico de individuos de estrato alto, y en mucha menor medida de estrato superior y medio. Los individuos que pueblan el Estado pertenecen a clases sociales dependientes del trabajo, del delito y del beneficio. En tanto forma de organización crecientemente elitista, el bloque directivo del Estado está constituida mayoritariamente por clases de individuos de estrato alto (no superior) que compiten y cooperan entre sí.
[9] La totalidad de los individuos pertenecientes a la CDA lleva adelante exclusivamente microprácticas, orientadas en abstracto a producir micro-efectos, quedando el despliegue de las macroprácticas en propiedad de algunos actores pertenecientes al campo elitista, y en particular al estrato de clase superior. Para que los individuos portadores de dichas microprácticas puedan producir efectos sociales significativos deberán ensamblarse con las prácticas de otros individuos y convertirse en actores colectivos expansivos.
[10] No hay acuerdo en el campo de las ciencias sociales a la hora de identificar las causas de la expansión de la protección social estatal en América Latina. Entre las causas principales señaladas destacan: i) el avance de la desindustrialización, la reducción del empleo asalariado y sus impactos sobre las preferencias de la población y las coaliciones políticas (Carnes y Mares, 2014; 2015; Antía, 2018); ii) la estabilidad democrática y la presencia de gobiernos de izquierda (Huber y Stephens, 2012; Campello, 2015; Levitsky y Roberts, 2011; Pribble, 2013); iii) los procesos de difusión de políticas (Brooks, 2015; Sugiyama, 2011 ); y iv) la configuración de la competencia electoral y la movilización de organizaciones sociales (Garay, 2016). De los factores causales mencionados tiendo a suponer que resultan más incidentes el primero y el segundo, pero en particular el primero.
[11] En los primerísimos años del siglo XXI los PTC se aplicaban en seis países de la región, cubrían aproximadamente el 6% de la población e implicaban una inversión equivalente al 0,19% del PIB (Cecchini y Madariaga, 2011). En 2010 ya se habían extendido a 18 países, incrementando junto a ello los montos de las transferencias monetarias ofrecidas y su cobertura (Bastagli, 2009). En 2019 los PTC ya cubrían aproximadamente el 18,9% de la población de los países de América Latina y el Caribe, y consumían en promedio el 1,25% del PBI (CEPAL, 2021b, p. 31). Finalmente, a partir de la progresión mundial de la pandemia, en 2020, el número escaló al 49,4% de la población, unas 326 millones de personas, aunque mayoritariamente en la modalidad de transferencias excepcionales no condicionadas (CEPAL, 2021d). En muchos casos, además, se avanzó en su institucionalización como política social en cada país (Hailu, Medeiros y Nonaka, 2008; Cechini y Madariaga, 2011). Para una aproximación sistemática a la evolución de las políticas sociales desde la década del 80 hasta comienzos de la segunda década del siglo XXI; consultar Antía, 2013 y 2018; Filgueira, 2015; Martínez Franzoni y Sánchez-Ancochea, 2016; CEPAL, 2006. Luego, para una conceptualización de las primeras políticas de protección focalizada de las décadas del 80 y 90 en la región, ver Cominetti y Ruiz (1998); Fleury (1999); Ezcurra (1996); y Fonseca (2006).
[12] De acuerdo con CEPAL, el “gasto público total” pasa de 20,07% del PBI en 1995 al 27,50 en 2015, para luego comenzar a decrecer, hasta retornar al 21,2% en 2019 (CEPAL, 2019b; CEPAL, 2021b). A principios de 2020 el Banco Mundial pronosticaba que el gasto público experimentaría una disminución continua hasta 2024 en todas las regiones, incluyendo América Latina y el Caribe (Fresnillo, 2020). Pero esta proyección se desplomó a partir de la intervención del Estado en la crisis del Covid-19. Actualmente la CEPAL estima que el gasto público de los países de América Latina podría llegar en 2021 al 25,9% del PIB (CEPAL, 2021b: 157). Nos referimos a un PIB ciertamente inferior al que tenía cada país de la región hace una década atrás. En 2020, la economía del continente experimenta una contracción del PIB del 6,8%, la mayor registrada entre las regiones en desarrollo desde 1900 (CEPAL, 2021d). Se trata de una disminución sensiblemente mayor a la registrada en 2009, tras la crisis financiera mundial, que fue del 1,7% (World Bank, 2021). Por su parte, el “gasto público social” representaba el 8,5% del PBI en 2000, el 11,5% en 2017 y el 11,3% en 2018 (CEPAL, 2021c). Esto es, continúa creciendo aun cuando el gasto público total se retrae. También se constata una tendencia al alza del porcentaje del gasto social en relación al gasto público total desde la década del 90 hasta mediados de la segunda década del siglo XXI. A comienzos de los años noventa representaba un 50% del gasto total y, veinte años después, alcanza un 65,9% (CEPAL, 2019b; Repetto y Potenza Dal Masetto, 2014).
[13] Para el caso de Argentina, por ejemplo, la instrumentación de la Asignación Universal por Hijo (AUH), que es el programa de transferencia condicionada más universalista y mejor dotado de recursos de América Latina, consumió en 2013 el 0,41% del PBI (Kliksberg y Novacovsky, 2015). Este porcentaje coincide con el promedio regional, que ronda el 0,4% del PBI (CEPAL, 2021c). En el mismo país, desde que estalló la crisis del Covid-19, dicho PTC se ha visto complementado principalmente con el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), que es una transferencia monetaria no contributiva de carácter excepcional. Se trata de pagos únicos, que se pueden repetir arbitrariamente, destinados a un solo integrante de un grupo familiar declarado. En cualquier caso, el universo de beneficiarios del IFE integra y supera ampliamente al de la AUH. El IFE en la actualidad llega a casi 9 millones de trabajadores/as de la economía informal, monotributistas sociales, monotributistas de las categorías A o B y a trabajadoras/es de casas particulares y personas que se encuentran actualmente desempleadas (ANSES, 2021).
[14] Para una clasificación de países de América Latina y el Caribe según su nivel de gasto público, ver Cetrángolo y Curcio (2018).
[15] Se pueden observar diferencias en cuanto a los montos transferidos, al alcance y las formas de financiamiento, así como respecto a las modalidades de implementación de las condicionalidades (Garay, 2016; Antía, Rossel y Manzi, 2017).
[16] Me refiero en concreto a los principales PTC actualmente vigentes: el “Ingreso ético familiar” en Chile (Larrañaga, Contreras y Cabezas, 2015), “Familias en Acción” en Colombia (Urrutia y Robles Baez, 2018), al “Bono de Desarrollo Humano” en Ecuador (Machado, 2019), la “Renta Dignidad” y el “Bono Juancito Pinto” en Bolivia (Ticona, 2010; Marco Navarro, 2012). Para un registro sistemático del incremento de la cobertura en los países de la UNASUR (10 países) para el período 2000-2013, ver CEPAL-UNASUR (2014).
[17] La unidad de intervención de estos programas es la familia en su conjunto, más que los individuos que la componen. Ello representa un desafío metodológico para la presente perspectiva, centrada en primera instancia en individuos.
[18] Cuando me refiero a la “principal fuente de ingresos” del individuo, no significa que tiene que equivaler al 51% del total de los ingresos que percibe en un determinado momento. Dependerá de cuántas fuentes de ingreso posea cada uno de los beneficiarios. Para el caso de la Argentina, según datos de 2015, la CDA representa aproximadamente el 15% inferior de los beneficiarios de los PTC, lo cual involucra aproximadamente unas 570.000 familias. Junto a ello, en promedio, el ingreso provisto por la Asignación Universal por Hijo (AUH) equivale al 32% del ingreso total de los hogares monoparentales (Kliksberg y Novacovsky, 2015). Junto a ello, a junio de 2019, se contabilizaban 3.923.040 titulares de la AUH, 238.902 beneficiarios más que al momento de la finalización del gobierno de Cristina Kirchner, en diciembre de 2015 (ANSES, 2020).
[19] Luego de la reducción significativa de la pobreza del 45,4% en 2002 al 27,8% en 2014, y de la extrema pobreza del 12,2% al 7,8% en el mismo período, de allí en adelante ambos indicadores comienzan a deteriorarse de modo gradual pero sostenido. En 2018, la pobreza en el conjunto de la región trepó al 30,1% y la extrema pobreza al 10,7% (CEPAL, 2019a). En 2020, en el marco de la crisis mundial del Covid-19, la tasa de pobreza extrema en América Latina continuó creciendo hasta alcanzar el 12,5%, mientras que la tasa de pobreza arribó al 33,7% (CEPAL, 2021b).
[20] Se pueden distinguir dos tipos generales de remesas: aquellas orientadas al consumo familiar y aquellas orientadas a la inversión (productivas); ver Rao y Hassan (2009); Mayoral y Proaño (2015); Canales (2008b). Para dar cuenta del proceso de conformación de la CDA-PM, me concentro en la primera modalidad.
[21] En 2018, tan solo México recibió el 38,9% del ingreso por remesas de América Latina y el Caribe, y el 94,1% de ese volumen dinerario provino de Estados Unidos (ver Maldonado, 2018). México se ha constituido en la tercera economía receptora de remesas en el mundo, la primera de América Latina y el Caribe y la principal receptora de remesas enviadas desde Estados Unidos (Canales, 2008c; CEMLA, 2018). Las remesas constituyen la tercera fuente de ingresos del país, detrás del petróleo y de la industria maquiladora. Entre 1992 y 2005, el total de hogares perceptores de remesas en México casi se triplicó, al pasar de 650 mil hogares a 1.6 millones. De este modo, en 2005 el 6,3% de los hogares mexicanos percibieron remesas, lo que para dicha fecha equivalía a 6.4 millones de personas (6,1% de la población) (Canales, 2008c).
[22] En relación con Haití, el costo de migrar representa una “barrera a la entrada” para los hogares más pobres, hecho también detectado en otros países de América Latina y el Caribe (Gilbert, 2013, p. 14).
[23] Para una apreciación documentada de esta limitación, ver Cortina, De la Garza y Ochoa-Reza (2004); Martínez Pizarro (2003); Canales (2008c).
[24] El productivismo marxista definió ese grupo según su participación o no en el sistema de producción y ofreció la noción de “ejército de reserva” para explicar algunos procesos que presionan y dinamizan la actividad productiva. Luego, la sociología latinoamericana encerró a este grupo en el mundo de la “economía informal”. Esta última categoría, en la mayoría de sus acepciones, corta empíricamente el campo del trabajo, excluyendo las conexiones causales con la economía formal. A partir de ello desactiva una aproximación relacional a las dinámicas de cambio socioeconómico.