Lo frágil también se desvanece en el aire.

Retrocesos sociales por la pandemia luego del ciclo posneoliberal

 

[The Fragile also fades away into the Air.

Social Setbacks because of the Pandemic after the Post-Neoliberal Cycle]

 

Gabriela Benza

(CEIPSU – Universidad de Tres de Febrero)

gabibenza@gmail.com

 

Gabriel Kessler

(CONICET – Universidad Nacional de La Plata – Escuela Idaes Unsam)

gabokessler@gmail.com

 

Resumen

 

Este artículo presenta un balance sintético de los avances sociales en términos de ingresos, trabajo, salud, educación y vivienda, así como sus retrocesos, en la América Latina del ciclo posneoliberal. Luego se centra en cómo ha impactado la pandemia del Covid-19 en tales tendencias. Nuestro argumento es que la pandemia tiene un efecto amplificador de las desigualdades y en particular ha producido y posiblemente producirá retrocesos sociales en distintas dimensiones. En efecto, América Latina es uno de los epicentros de la pandemia por sus condiciones estructurales de desigualdad y exclusión y, a su vez, la pandemia producirá un incremento de la desigualdad y, muy particularmente, retrocesos sociales en indicadores que trabajosamente han ido mejorando en las últimas décadas. De este modo, la pandemia pone de manifiesto lo trabajoso para nuestras sociedades de lograr avances en términos sociales y la fragilidad de varios de esos logros. Así, no solo lo sólido se desvanece, sino que también lo frágil lo hace, pero antes.

 

Palabras claves: América Latina; Estructura Social; Desigualdad; Pandemia; Retrocesos

 

Abstract

 

This article presents a synthetic balance of the social advances in terms of income, labor, health, education and housing, as well as their setbacks, in Latin America in the post-neoliberal cycle. It then focuses on how the Covid-19 pandemic has impacted such trends. Our argument is that the pandemic has an amplifying effect on inequalities and in particular has produced and is likely to produce social reversals in different dimensions. Indeed, Latin America is one of the epicenters of the pandemic because of its structural conditions of inequality and exclusion and, in turn, the pandemic will produce an increase in inequality and very particularly social setbacks in indicators that have been improving in recent decades. In this way, the pandemic highlights how difficult it is for our societies to achieve progress in social terms and the fragility of several of these achievements. Thus, not only does the solid fade away, but also the fragile does so, but before.

 

Keywords: Latin America; Social Structure; Inequality; Pandemic; Setbacks

 

Recibido: 01/09/2021

Evaluación: 08/11/2021

Aceptado: 13/12/2021

 

En lo que va del siglo XXI América Latina ha sido escenario de procesos divergentes en materia social. Durante los primeros quince años del siglo, en un contexto de “giro a la izquierda” en lo político y de crecimiento económico sostenido, la región experimentó una tendencia hacia la reducción de la exclusión social: se incrementaron los ingresos de los sectores más desfavorecidos, cayó la pobreza, se intensificó la ampliación de las coberturas en salud y educación y disminuyeron los déficits en vivienda. Si bien las tendencias tuvieron límites, en términos generales fue un período de mayor bienestar para los latinoamericanos. Desde 2015, este proceso se detuvo. El crecimiento económico se desaceleró en forma notable y los indicadores sociales, en particular la pobreza y la desigualdad de ingresos, dejaron de mostrar una evolución positiva. Es en este contexto que en 2020 llega la pandemia de Covid-19 a América Latina. La región es uno de los epicentros de la crisis sanitaria y una de las más golpeadas por la crisis económica que la acompaña. En este marco, también se asiste a una crisis en el plano social.

En este trabajo, presentamos un balance de lo sucedido en materia social durante el ciclo posneoliberal e indagamos qué está ocurriendo con ese legado durante la crisis de Covid-19. A partir de una revisión de datos estadísticos e investigaciones empíricas, reconstruimos las tendencias que se registran en algunas dimensiones sociales claves: trabajo, pobreza, ingresos, educación, salud y vivienda presentado en nuestro libro “La ¿nueva? Estructura social de América Latina” (Benza y Kessler, 2020).

 Nuestro argumento es que la pandemia tiene un efecto amplificador de las desigualdades y en particular producirá retrocesos sociales en distintas dimensiones. En efecto, América Latina es uno de los epicentros de la pandemia por sus condiciones estructurales de desigualdad y exclusión y, a su vez, la pandemia producirá un incremento de la desigualdad y, muy particularmente, retrocesos sociales en indicadores que trabajosamente han ido mejorando en las últimas décadas. Esto plantea la pregunta de si en este breve lapso se ha borrado lo conseguido en términos de mejora social en los primeros quince años del siglo. La respuesta es que efectivamente así ha sucedido. De este modo, la pandemia pone de manifiesto lo trabajoso para nuestras sociedades de lograr avances en términos sociales y la fragilidad de varios de esos logros. Así, no solo lo sólido se desvanece, sino que también lo frágil lo hace, pero, sin dudas, antes.

 

Una mayor integración social

 

En América Latina la llegada del siglo XXI coincidió con un contexto político hasta entonces inédito: entre 1998 y 2011, once países de la región eligieron presidentes de izquierda, centro izquierda o nacional-populares, lo que llevó a que dos tercios de la población latinoamericana estuviera bajo administraciones nacionales de ese signo (Roberts, 2012). El cambio político fue acompañado por una importante expansión económica, motorizada por un contexto internacional favorable –el denominado boom de los commodities, que incrementó el volumen y el valor de las exportaciones primarias latinoamericanas– y también por la implementación, en varios países, de políticas macroeconómicas que apuntalaron la expansión productiva. El crecimiento fue prolongado, se extendió entre 2002 y 2014 con una sola interrupción (en 2009, como efecto de la crisis financiera global). Fue también intenso, sobre todo entre 2002 y 2008, cuando el PBI por habitante aumentó, en promedio, un 3,2% anual (Cepal, 2018).

En este marco, la región asistió a un incremento en el bienestar de su población. En efecto, un balance de lo sucedido durante los primeros quince años del siglo en materia de trabajo, pobreza, ingresos, salud, educación y vivienda muestra mejoras en cada una de las dimensiones. Algunos ejemplos permiten evidenciar estas tendencias. En relación con el mercado laboral, entre 2002 y 2015 disminuyó la desocupación, de 11,4% a 6,9%, y hubo avances en la protección laboral, como muestra el incremento en el porcentaje de trabajadores cubiertos por sistemas de pensiones de 38,3% en 2002 a 50,3% en 2015 (Cepal, 2018). Aumentaron los salarios, tendencia apuntalada por la implementación, en algunos países, de políticas de ingresos específicas por parte de los gobiernos y la reactivación de las negociaciones colectivas. Los salarios mensuales reales crecieron en promedio un 19,8% entre 2005 y 2015 (si bien con diferencias importantes entre los países), mientras los salarios mínimos lo hicieron más, en un 42%.

La población en situación de pobreza cayó en forma notable, del 43,9% al 28,2% entre 2002 y 2014, mientras que aquella en pobreza extrema se redujo del 19,3% al 11,8%. Como contrapartida, aumentó la población en los estratos medios de ingresos, tendencia que fue interpretada como expresión del surgimiento de una nueva clase media y de una mayor democratización del consumo. El coeficiente de Gini de desigualdad de ingresos se redujo, de 0,547 en 2002 a 0,491 en 2014, mientras se acortó la distancia entre los estratos de mayores y menores ingresos: si en 2002 el 20% más rico tenía ingresos que, en promedio, eran 22 veces más altos que los del 20% más pobre, para 2014 esa brecha se había reducido a 16 veces.

También en educación, salud y vivienda fue un período de avances. En las tres áreas hubo un importante incremento de los presupuestos en relación con los productos brutos de los países, y estos, a su vez, conocieron un fuerte incremento. En educación, aumentaron las coberturas en los distintos ciclos, y hubo un foco en las poblaciones excluidas y marginadas con políticas para su incorporación. En los diferentes países se diseñaron políticas para lograr el reingreso de aquellos que habían abandonado, prevenir la deserción y hasta ir a buscar de forma activa a quienes no estaban en la escuela para intentar reinsertarlos. En salud mejoraron los indicadores de mortalidad y morbilidad, al tiempo que en varios países se diseñaron formas de aseguramiento para franjas de población que no contaban con ningún tipo de cobertura. En vivienda se redujeron los déficits cuantitativos y también los cualitativos. Estas tendencias fueron más acentuadas entre los hogares más pobres: disminuyeron las viviendas cuya tenencia es insegura y que presentan hacinamiento, las construidas con materiales inadecuados, sin agua potable o sin saneamiento apropiado.

Ahora bien, el alcance de la transformación no fue el mismo en cada tema abordado, ni tampoco el lapso de tiempo en que tuvo lugar. En relación con esto último, algunas de las mejoras que se observan en realidad comenzaron antes, si bien se intensificaron en esta etapa. Esto es así, por ejemplo, en lo relativo a las mejoras en los indicadores de mortalidad y morbilidad o en la ampliación de la cobertura educativa, que se iniciaron en períodos previos, y se vincula con que cada dimensión tiene condicionantes del pasado, ciclos y temporalidades específicas. Los cambios en salud, educación y vivienda ocurren más lentamente que las tendencias en la pobreza, la distribución de ingresos y el mercado laboral, que suelen ser más inestables al estar afectadas de manera más directa por las políticas y los ciclos económicos.

¿Cuál fue, entonces, la impronta que dejó el posneoliberalismo en nuestras sociedades? El elemento distintivo fue una mayor inclusión social. La agenda posneoliberal puso el foco en remediar las formas de exclusión más extremas producidas en las últimas décadas del siglo XX y, en menor medida, otras de mucha más larga data, como las que afectan a los pueblos originarios y afrodescendientes. ¿En qué se observa esto? En primer lugar, en los incrementos que experimentaron los ingresos de la población de menores recursos, producto de las mejoras en el mercado laboral pero también de la expansión de los programas de transferencias condicionadas y las pensiones a la vejez. En particular, en el período las transferencias públicas hacia los hogares más desfavorecidos devinieron en políticas de muy amplia cobertura y de carácter permanente (no solo para atacar coyunturas críticas), dotando de recursos económicos –aunque, en muchos casos, insuficientes– a millones de latinoamericanos, muchos de los cuales literalmente no contaban con ningún ingreso a principios del milenio.

En segundo lugar, la reducción de la exclusión fue también el resultado de la ampliación de las coberturas en salud y educación, que se intensificaron en estos años, así como de las mejoras en hábitat y vivienda. En todos estos casos, el papel del Estado fue crucial. No tanto por el carácter novedoso de las medidas implementadas (pues hubo pocas innovaciones en las políticas públicas), sino por el incremento de la inversión y el aumento de los beneficiarios, así como por la decisión de retomar las políticas de protección laboral que habían sido debilitadas en el período neoliberal.

Por supuesto, los avances no tuvieron la misma magnitud en los distintos países. Los puntos de llegada, además, no son los mismos, por la diferencia en la intensidad de los cambios, pero también porque los puntos de partida fueron muy distintos. Asimismo, en cada país persisten núcleos de exclusión importantes: grupos sociales que no acceden a la educación básica, asentamientos informales que continúan distinguiendo a las ciudades de la región, enfermedades de la pobreza que, lejos de desaparecer, se intensificaron y otras que, consideradas erradicadas, reaparecieron. Estos problemas siguieron concentrándose en los sectores de menor nivel socioeconómico, los pueblos originarios, los afrodescendientes y la población rural.

Hay también diversos aspectos de la inclusión que han sido cuestionados. En primer lugar, su carácter limitado, en el sentido de que en muchos casos se trató de una «integración excluyente», como la ha llamado la María Cristina Bayón (2015). En segundo lugar, hay sectores que, a pesar de haber mejorado, permanecieron en una situación de alta vulnerabilidad, como los trabajadores informales, con altas chances de ser los primeros en ver caer sus niveles de vida ante cambios en el contexto económico. Finalmente, otro tema se refiere al balance entre bienes privados y públicos. Algunos han advertido que si bien en esta etapa el gasto social del sector público se incrementó –alcanzando un máximo histórico del 14,5% del PBI, en promedio, en 2015 (Cepal, 2017)–, las mejoras en el bienestar de la población se basaron más en avances en el consumo privado que en la provisión de bienes colectivos como infraestructura, transporte, salud o educación.

Sin embargo, aun con estos límites, creemos que en su conjunto las políticas de vivienda, salud, educación, ingresos y trabajo tendieron a tejer una red de protección básica y un piso mínimo de bienestar para los sectores más desfavorecidos. Pero inclusión no es lo mismo que igualdad. Nuestro argumento es que es más ajustado decir que el posneoliberalismo se caracterizó por una disminución de la exclusión que por un avance en términos de igualdad, y esto a pesar de que la promesa por la reducción de la desigualdad estuvo en el centro de las preocupaciones por la cuestión social durante esta etapa.

¿Qué sucedió con la disminución de la desigualdad, la gran promesa del período? En comparación con el ciclo previo, en esta etapa hubo una tendencia a la disminución de las desigualdades. Sin embargo, en general los gobiernos modificaron poco las bases estructurales de las desigualdades persistentes. No hubo casi transformación en las estructuras productivas ni muchas alternativas a los modelos extractivos o neoextractivistas; la propiedad y la riqueza se mantuvieron tanto o más concentradas que en el pasado; a pesar de algunos avances, no hubo reformas tributarias integrales que dieran a los sistemas un carácter más progresivo. En suma, no hubo procesos que llevaran a un cambio profundo en la relación entre las clases, los sexos y los grupos étnicos.

A fin de cuentas, si bien es cierto que hubo menos pobreza y disminuyó la desigualdad de ingresos, las élites se tornaron aún más ricas. En la misma dirección, la mayor parte de los indicadores sociales mejoraron en términos absolutos; los «pisos de bienestar» se incrementaron y casi todos los grupos, clases y regiones conocieron mejoras en el período. Sin embargo, en muchos casos las brechas no disminuyeron, porque los países, regiones subnacionales y grupos más favorecidos avanzaron más que los países más pobres y que los grupos y zonas más desaventajados.

Por lo demás, la desigualdad adquiere nuevas formas. América Latina fue exitosa en la expansión de la cobertura educativa, pero la inclusión parece haber estado acompañada de un aumento en las desigualdades de calidad. Los déficits de vivienda son menores, pero la segregación espacial se hizo más visible, al tiempo que la reactivación económica y la expansión urbana encarecieron el precio de la tierra por lo que, en muchos casos, familias e individuos que mejoraron su situación económica general sufrieron más dificultades para acceder a tierras y viviendas. Se expandió el acceso a servicios básicos de salud, pero no se logró garantizar el acceso a los servicios de los más pobres y a la población indígena, y debido a las necesidades de atención de la población envejecida y a los avances tecnológicos, aparecen tratamientos y drogas muy caros, inaccesibles para los de menores ingresos. Si hay ciertas mejoras en los indicadores sociales de los pueblos originarios, el avance de la frontera agrícola y en particular de la minería extractiva está perjudicando de manera violenta a sus comunidades. Por último, es preciso señalar que corrientes del pensamiento latinoamericano, como el del «buen vivir», han puesto cada vez más en cuestión nuestras perspectivas hegemónicas sobre el desarrollo y el bienestar económico.

 

¿La erosión de los logros del período posneoliberal?

 

Tras la finalización del ciclo posneoliberal, América Latina experimentó procesos políticos divergentes, con giros a la derecha y centroderecha en algunos países, y una multiplicación de expresiones de descontento popular y protestas en toda la región. El crecimiento económico se desaceleró, lo que condujo a que en 2019 el PBI por habitante fuese un 4,2% inferior al de 2014. Los indicadores sociales, y en particular la pobreza y la desigualdad de ingresos, dejaron de mejorar en algunos países, mientras que en otros simplemente empeoraron (Cepal, 2020a).

En este contexto de fragilidad política, económica y social en marzo de 2020 llegó a América Latina la pandemia del Covid-19, que afectó a todas las esferas de la vida social y, en especial, a las dimensiones que analizamos en la sección anterior.

 

La exclusión y la desigualdad matan

 

Desde los inicios de la pandemia, las instituciones regionales alertaron sobre la particular vulnerabilidad de América Latina y el Caribe al Covid-19. La discriminación estructural, esto es, los déficits de obras y servicios por la falta de inversiones sociales a lo largo del tiempo en los territorios habitados por los grupos más excluidos, como los indígenas o los territorios más periféricos de cada país, privaron a su población de un acceso adecuado a la salud. Más en general, la extensión de la informalidad laboral, la necesidad imperiosa de movilizarse para trabajar aun sin las condiciones adecuadas de salubridad en los transportes públicos, las afecciones previas persistentes y las barreras de acceso a los servicios de salud han impactado en la mayor tasa de contagios y de letalidad de los excluidos, pobres y vulnerables.

El Covid-19 puso una vez más de manifiesto las debilidades estructurales de nuestros sistemas de salud. Un estudio de OPS-Cepal (2020) muestra un cuadro de situación al comienzo de la pandemia: aunque en la primera década del siglo se había incrementado, el gasto en salud seguía siendo insuficiente, en promedio 3,7% del PBI, muy por debajo de un piso sugerido de 6%; los servicios de salud estaban subfinanciados, segmentados, fragmentados y con importantes barreras de acceso para los más pobres; el gasto de bolsillo era muy alto, un 34%, con un peso relativo mayor en los presupuestos de los más desfavorecidos. A esto se sumaban las insuficiencias de personal especializado: en la región había 20 médicos por 10000 habitantes, muy por debajo de los 35 en los países de la OCDE; se disponía de 2 camas hospitalarias cada 1000 habitantes, frente a las 4,8 en los países de la OCDE.

A los pocos meses de iniciada la pandemia se hizo evidente que los temores iniciales estaban bien fundados. Al analizar los primeros 90 días del impacto del Covid-19 en 20 países de la región, Acosta (2020) encontró que la mayor velocidad de contagio se produjo en Brasil, mientras el mayor incremento de la tasa cruda de mortalidad se dio en México. El estudio comprueba que la letalidad estuvo relacionada con la cantidad de población de un país, la menor cantidad de medidas adoptadas, el mayor nivel de urbanización, la proporción de población que vivía con menos de un dólar por día, la alta prevalencia de diabetes y el menor número de camas hospitalarias. En algunos países, los déficits históricos de los sistemas de salud se hicieron evidentes en la incapacidad de brindar atención a toda la población afectada por el virus; los sistemas se vieron rápidamente desbordados al no contar con los equipos sanitarios ni los medicamentos suficientes. Las cifras documentan los estragos causados por la pandemia en América Latina y el Caribe: de acuerdo con datos de la OMS, hacia fines de mayo de 2021 el número de fallecidos ascendía a más de un millón de personas. La región presentaba un exceso de muertes en relación con su población: con solo el 8,4% de la población mundial, concentraba el 31% del total de defunciones.

¿Cómo gravitan específicamente la desigualdad y la exclusión frente al Covid-19? En primer lugar, en la mayor mortalidad de los adultos jóvenes y de mediana edad frente a sus pares de las naciones desarrolladas (OPS/OMS, 2020). En los países en desarrollo las personas de 20 a 39 años (adultos jóvenes) representan una proporción de muerte por la enfermedad que está cinco puntos por encima de las de los países de altos ingresos, mientras en el caso de la franja de 40 a 50 (adultos de mediana edad), esta diferencia alcanza 23 puntos. Un trabajo global (Chauvin, Fowler y Herrera, 2020), que incluye países de la región, demuestra que las tasas de contagio parecen ser más altas que en los países desarrollados y las de recuperación son más bajas, por lo cual la mayor propensión a sufrir complicaciones explicaría toda la diferencia en adultos jóvenes de ambas partes del mundo, así como la mitad en los casos de mediana edad.

En segundo lugar, en el impacto en las niñas y niños de la región. Diversos estudios alertan que, a pesar de la baja prevalencia de la enfermedad en menores de edad, la crisis actual puede tener un impacto devastador a corto, mediano y largo plazo (Hincapié, López-Boo y Rubio-Codina, 2020). Roberton et al. (2020) prevén que la mortalidad infantil a nivel global podría aumentar por primera vez en 60 años debido a efectos indirectos de la pandemia, en particular por el estado nutricional infantil y la falta de acceso a servicios básicos de salud. Es esperable que estos efectos sean particularmente agudos en nuestra región dado la importante proporción de niñas y niños que viven en hogares pobres.

Hay grupos específicos particularmente vulnerables a la enfermedad. Algunos de ellos por su labor, en particular los llamados “trabajadores esenciales” y, sobre todo, las y los trabajadores de la salud, cuyo índice de contagio es muy elevado en todos los países. A su vez, los grupos históricamente excluidos en América Latina también presentan una particular vulnerabilidad a los contagios (Cepal, 2020b) y una alta letalidad, como lo muestran estudios realizados en México sobre municipios con alta proporción de población indígena. Se ha alertado también sobre la extrema vulnerabilidad de la población carcelaria en la región (Alvarado et al., 2020). América Latina y el Caribe tiene un millón y medio de reclusos y una tasa de encarcelamiento que desde el año 2000 ha aumentado un 200% frente a un 24% en el resto del mundo. La sobrepoblación es trágica y las condiciones de las prisiones son muy malas: 58% no duerme en una cama, 20% no tiene acceso a agua potable, solo 37% tiene acceso a jabón y 29% no recibe atención médica. Esto es tanto más grave puesto que en la población carcelaria hay una alta prevalencia de distintas dolencias: por ejemplo, en Brasil el nivel de HIV dentro de las cárceles es 138 veces superior que fuera de ellas y el de tuberculosis es 81 veces superior. Por tal motivo, durante la pandemia hubo políticas de descongestión de centros de detención en Chile, Argentina, Colombia y México, entre otros.

El Covid-19 ha perjudicado la salud y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres con secuelas en el corto y mediano plazo. En efecto, el confinamiento, la interrupción en la provisión de anticonceptivos y de políticas de planificación familiar podrían tener como impacto en el mediano plazo unos 2.200.000 embarazos (especialmente embarazos adolescentes), un millón de abortos, 3900 muertes maternas, lo que implicaría un retroceso de casi 30 años en derechos sexuales y reproductivos (UNFPA, 2020).

Por su parte, la letalidad por Covid-19 y la segregación socioespacial están fuertemente correlacionadas, como muestra Canales (2020) para Santiago de Chile, una de las ciudades que genera más segregación en el mundo. En concreto, concluye que, si los barrios de sectores bajos tuvieran las mismas condiciones que los altos o los medios, hubieran sufrido un 52% y un 41% menos de defunciones, respectivamente. Un estudio nacional sobre México abona evidencias en la misma dirección (Hernández Bringas, 2020). El trabajo revela que el mayor número de contagios y letalidad del virus se produjo en comunas con mayor urbanización, población indígena y pobreza. Además, prueba que la población indígena sin excepciones, aun en zonas de baja densidad, exhibe las mayores tasas de contagio y mortalidad.

En pocas palabras, el Covid-19 nos ha enfrentado de una manera brutal con las falencias de nuestros sistemas de salud, los modos en que la exclusión y las desigualdades gravitan en las probabilidades de enfermarse y morir en todos los grupos de edad y su particular virulencia en los grupos históricamente excluidos como la población indígena y aquella que sufre la acumulación de desventajas en sus espacios, en sus cuerpos y está acuciada por la necesidad de trabajar aun poniendo en riesgos sus vidas. ¿Se producirá un cuestionamiento a fondo de las instituciones de salud de nuestra región? Tobar (2020) señala que los sistemas se propusieron incrementar la oferta sobre todo de unidades de terapia intensiva (que en su mayoría no están ocupados por enfermos de Covid-19), lo cual aumenta el costo de funcionamiento sin llegar a cuestionar las formas imperantes. No obstante, afirma que la crisis de nuestros sistemas es “una oportunidad inédita para cambiar nuestra forma de producir salud” (Tobar, 2020).

 

Impacto laboral, pobreza y concentración de los ingresos

 

La crisis sanitaria desató en la región una crisis económica de particular intensidad. Se estima que en 2020 la contracción del PBI fue de alrededor de 8%, muy por encima de la proyectada para el promedio mundial (4,4%) y los países desarrollados (5,8%) (Naciones Unidas, 2021). En este marco, se asistió a una erosión de los logros sociales alcanzados por América Latina durante los primeros años del siglo XXI: el mercado laboral se deterioró en forma profunda, aumentaron la pobreza y la desigualdad, y los estratos medios disminuyeron.

La OIT (2020) estima que en 2020 la región experimentó un retroceso de al menos 10 años en los principales indicadores laborales. La contracción económica dio lugar a una pérdida abrupta de puestos de trabajo, que, en el momento de mayor impacto de la crisis, en el segundo trimestre de 2020, se reflejó en una caída de más de 10 puntos en la tasa de ocupación. Las dificultades laborales también se han expresado en suspensiones laborales, muchas veces sin percepción de ingresos, y en reducciones en las horas de trabajo, que en América Latina han sido particularmente acentuadas.

Debido al contexto de restricciones, una parte considerable de quienes perdieron sus empleos no buscaron activamente una nueva ocupación, sino que salieron de la fuerza laboral, lo que en las estadísticas públicas se reflejó en importantes caídas en las tasas de actividad. Por esto último, las tasas de desocupación de la región aumentaron menos de lo esperado. Datos de la Cepal-OIT (2020) para un promedio de 14 países muestran que, en el segundo trimestre de 2020, el momento de mayor impacto de la crisis, las tasas de ocupación y de actividad tuvieron caídas inéditas de 10,2 y 9,6 puntos porcentuales respectivamente, en comparación con el mismo trimestre de 2019. La tasa de desocupación, por su parte, aumentó 2,7 puntos en el mismo período. Aunque menor, el incremento de la desocupación es de todos modos significativo. Se estima que para el promedio de 2020 fue de 10,6%, el mayor salto observado desde 2008 (OIT, 2020).

Las pérdidas de empleo han sido masivas, pero no han afectado a todos los latinoamericanos por igual. La pandemia ha agudizado las desigualdades laborales. Como en otras regiones, las mayores pérdidas han sido en las actividades de contacto más intensivo y que experimentaron más restricciones por las medidas de prevención, como el comercio, los hoteles y restaurantes, el servicio doméstico y los servicios personales en general. En contraste, las ocupaciones menos afectadas han sido aquellas en actividades económicas consideradas esenciales y, especialmente, las que tienen posibilidades de ser ejercidas a través del teletrabajo. Sin embargo, aunque el teletrabajo se ha extendido y ha alcanzado valores muy elevados, para la inmensa mayoría de los trabajadores de la región no es una alternativa viable.

En efecto, ante la necesidad de establecer distanciamiento social, el número de personas que trabaja en forma virtual se incrementó en forma sustantiva, en particular en algunos países como Chile (alrededor de 25%) o Uruguay (19%) (OIT, 2020). Asistimos así a la aceleración de procesos de cambio tecnológico que estaban ya en marcha. Pero en comparación con los países desarrollados, en los de América Latina la posibilidad de realizar teletrabajo es menor. En las estructuras ocupacionales de la región hay un menor peso de las ocupaciones que son más susceptibles de ser llevadas a cabo en forma virtual (profesionales, técnicas o administrativas). También es menor la importancia relativa de los sectores de actividad en los que el teletrabajo es más viable, como las finanzas o los servicios empresariales o profesionales. Las estimaciones más optimistas muestran que el porcentaje de ocupaciones que podrían ser realizadas mediante teletrabajo en América Latina es de un máximo de entre 31% y 33% en la Argentina y Costa Rica, mientras en Guatemala, Honduras o Nicaragua no excede el 14% o 16% (Delaporte y Peña, 2020).

El impacto negativo de la crisis también ha sido muy acentuado entre los trabajadores informales: a diferencia de lo que sucedió en otras crisis económicas, con el shock del Covid-19 el sector informal no actuó como refugio de quienes perdieron sus empleos. En este grupo hay pocas posibilidades de extender el teletrabajo, debido al predominio de actividades que requieren contacto cercano, al tiempo que es mayor el peso de categorías ocupacionales que mostraron altas contracciones, el trabajo por cuenta propia, el servicio doméstico y el trabajo familiar no remunerado. Asimismo, mientras la existencia de contratos laborales permitió a muchos trabajadores y empresas formales mantener la relación laboral, en el sector informal esos recursos fueron muy escasos (OIT, 2020). Y aquí es donde las desventajas se acumulan: los trabajadores históricamente más desfavorecidos, los de menor nivel educativo, los indígenas y los afrodescendientes, son los más golpeados por la crisis debido a su alta concentración en actividades del sector informal y de contacto intensivo.

También las mujeres han sido especialmente afectadas por la crisis. La mayoría de las mujeres ocupadas de la región trabaja en los sectores de la economía que experimentaron las mayores contracciones, lo que las hizo más vulnerables a perder sus empleos. Asistimos a un retroceso histórico en la participación económica femenina: se calcula que alrededor de 12 millones de latinoamericanas perdieron sus trabajos en 2020. La pandemia también las ha afectado especialmente en tanto constituyen más del 70% de las personas ocupadas en el sector salud (Cepal, 2020c), lo que las coloca en situaciones de mayor estrés y riesgo sanitario.

Las dificultades laborales han redundado en el deterioro de las condiciones de vida de amplias franjas de la población. La Cepal (2021) estima que el porcentaje de personas en situación de pobreza pasó de 30,5% en 2019 a 33,7% en 2020. La cifra representa 22 millones de pobres más que el año anterior e implica un retroceso de 12 años en esta materia. Por su parte, la pobreza extrema habría aumentado de 11,3% a 12,5%, lo que equivale a 8 millones de personas más en esta situación. Estas proyecciones toman en cuenta el efecto de las medidas adoptadas por los gobiernos para atenuar la crisis, en particular las transferencias de ingresos hacia los hogares. Se calcula que, sin esas transferencias, en 2020 la pobreza y la pobreza extrema hubiesen sido sustantivamente más altas, alcanzando respectivamente al 37,2% y 15,8% de latinoamericanos.

La contracara del aumento de la pobreza es la disminución de la población en estratos medios de ingresos (Acevedo et al., 2020a). Si durante el ciclo posneoliberal amplias franjas de la población habían pasado a engrosar las llamadas “nuevas clases medias” gracias a las mejoras en los ingresos y el consumo, con la pandemia se estaría produciendo un proceso inverso de movilidad económica descendente. Como en otras crisis, el carácter acelerado que ha adquirido el empobrecimiento de los estratos medios se vincula a la alta vulnerabilidad de muchos de los que ocupan esas posiciones, por tener ingresos apenas por encima de la línea de pobreza y desempeñarse en ocupacionales informales. Pero, a diferencia de otras crisis, en este caso quienes han sufrido las mayores pérdidas son sobre todo los que se desempeñan en los sectores de actividad que experimentaron más contracciones por la pandemia, en particular los de contacto más intensivo.

En tanto los efectos de la pandemia sobre los ingresos de la población no fueron homogéneos, también se incrementó la desigualdad. La Cepal (2021) calcula un aumento del coeficiente de Gini de 2,9% entre 2019 y 2020. Pero sin las transferencias de ingresos hacia los hogares realizadas por los gobiernos, el incremento hubiese sido de 5,9%. En relación con este punto, un interrogante central es qué está sucediendo con quienes ocupan las posiciones más privilegiadas en la región. Un estudio de Oxfam (2020) sugiere que al menos una parte de este sector incrementó su fortuna: de acuerdo con sus estimaciones, entre marzo y junio de 2020 las personas con una riqueza superior a los 1000 millones de dólares incrementaron su fortuna en 48200 millones, lo que equivale a un 17%. Los hallazgos son impactantes, si bien se centran en un período acotado y la crisis aún está en marcha. Falta conocer en qué medida hay trayectorias heterogéneas dentro del sector y si asistiremos a reconfiguraciones internas.

 

¿Las políticas sociales han mitigado el impacto la crisis?

 

Como mencionan Blofield et al. (2020), en el marco de la pandemia los gobiernos de América Latina enfrentaron el desafío de compensar las pérdidas experimentadas por grupos con características muy diferentes: los trabajadores cubiertos por los sistemas de seguridad; las personas incluidas en los esquemas no contributivos y en los programas de asistencia gubernamentales y, finalmente, aquellos que no pertenecen a ninguno de los dos grupos anteriores, los trabajadores autónomos del sector informal y sus dependientes. Para ello, recurrieron a la ampliación o refuerzo de políticas ya existentes, pero también implementaron nuevas respuestas.

La OIT (2020) clasifica las políticas ejecutadas en la región en tres conjuntos. Los dos primeros destinados a los trabajadores del sector formal: medidas para sostener las relaciones laborales formales (entre otras, subsidios a las nóminas salariales) y medidas para dar seguridad económica a los desocupados del sector formal (ampliando los seguros de desempleo, de muy baja o nula cobertura en la región). El tercer conjunto involucra medidas para brindar seguridad económica a los hogares y personas de muy bajos ingresos y de la economía informal, sobre todo transferencias monetarias y acceso a alimentos.

En relación con el último conjunto de políticas, es destacable la generalización de transferencias de ingresos hacia la población perjudicada: según datos de la Cepal (2020c), hacia fines de abril de 2020, 25 de 29 países de la región habían comprometido ejecutar acciones de este tipo. Estas ayudas monetarias se apoyaron en las políticas de transferencias de ingresos ya existentes, afianzadas durante el período posneoliberal. Los países adelantaron los pagos de los programas vigentes, con el fin de garantizar una mayor liquidez en el corto plazo; los fortalecieron aumentando sus montos y cobertura poblacional y, en algunos casos, crearon nuevos programas para alcanzar a grupos no cubiertos por la protección social.

La existencia de una red de contención previa de transferencias monetarias focalizadas parece haber viabilizado la implementación de ayudas económicas durante la crisis, y esto al menos en dos sentidos. Por un lado, porque había experiencia y capacidades estatales desarrolladas, si bien con diferencias notables entre los países. Las ayudas pudieron montarse sobre dispositivos de intervención en funcionamiento, que facilitaron la llegada a los grupos más desfavorecidos de la sociedad, ya beneficiarios de programas sociales (Banco Mundial, 2020; OIT, 2020). Por otro lado, porque tras muchos años de implementación, este tipo de políticas no era socialmente una novedad. No hubo que introducir en las agendas públicas y en la negociación política el debate acerca de la conveniencia o no de que los gobiernos atendieran a los más desfavorecidos mediante transferencias de ingresos, una política que ya tenía una base de consenso social desde principios de siglo.

Pero las políticas de alivio tuvieron límites. Se han identificado al menos tres problemas importantes. En términos generales hubo un desfasaje en el tiempo entre las medidas sanitarias y de restricción de actividades y las de contención social. Filgueira et al. (2020) muestran que en los países latinoamericanos siempre o casi siempre el inicio de las políticas de ayuda económica ocurrió con posterioridad a las medidas epidemiológicas, se registraron dificultades para ejecutarlas debido a las restricciones a la movilidad y la necesidad de distanciamiento social, y en especial para ampliar las ayudas a otros grupos afectados por la crisis, más allá de los ya contemplados por los dispositivos de intervención. Los gobiernos de la región mostraron, en diverso grado, límites en sus capacidades tecnológicas y logísticas para la provisión de las prestaciones económicas, así como dificultades para identificar a los nuevos beneficiarios por déficits en los registros. Asimismo, en algunos países la escasa bancarización de la población obstaculizó la entrega de las transferencias e incrementó el riesgo sanitario. Como resultado, en muchos casos las ayudas comprometidas demoraron en llegar, en particular las dirigidas a aquellos grupos por fuera del sector formal que no eran beneficiarios de programas estatales (Blofield et al., 2020).

Asimismo, se ha advertido que las medidas implementadas han sido fragmentadas e insuficientes. Por un lado, ha habido diferencias importantes entre los países en los montos y la cobertura de la ayuda económica extra desplegada. También en el número de pagos establecidos: la mayoría de los países estipularon entregas únicas, mientras han sido pocos los que ampliaron su número al prolongarse la pandemia (Rubio et al, 2020).

Un tema central es si la cobertura estatal ha podido llegar o no a los más golpeados por la crisis. Lo que muestran las evidencias es que en términos generales hay grupos que habrían sido cubiertos en forma deficiente. En esta situación se encuentran, por ejemplo, los migrantes recientes o en situación irregular, un grupo muy vulnerable que ha quedado por fuera de la cobertura de las ayudas económicas estatales.

La cobertura estatal también parece haber sido limitada para los trabajadores autónomos y los asalariados informales de los estratos medios de ingresos, que antes de la pandemia no eran pobres como para acceder a la asistencia social, pero que también han sufrido los efectos de la crisis. Lustig et al. (2020) también advierten sobre los límites de las redes de protección para alcanzar a los hogares de estratos medios que disminuyeron sus ingresos. Las políticas sociales habrían tenido efectos compensatorios importantes en algunos países, pero concentrados en los grupos más vulnerables: los de menores ingresos, las mujeres y, en el caso de Brasil, también la población afrodescendiente e indígena.

La alta focalización de la ayuda estatal en los grupos más desfavorecidos de la sociedad es en principio un dato positivo dadas las circunstancias. Estos sectores no solo son pobres en términos monetarios, sino que acumulan múltiples carencias de diverso tipo. En especial, su capacidad para enfrentar los costos de la pandemia y para recuperarse es más limitada (Lustig y Tommasi, 2020). Cuentan con menos herramientas para hacer frente a sus necesidades básicas en una crisis, como ahorros y acceso al crédito formal. En este contexto, es muy alto el riesgo de que recurran a acciones muy costosas en el mediano y largo plazo, como tomar deudas con prestamistas informales a tasas muy altas o incluso reducir el consumo de alimentos.

Sin embargo, por un lado, aunque las ayudas alcanzaron en forma adecuada a los grupos más desfavorecidos, su falta de regularidad, en el marco de una crisis que se prolonga en el tiempo, genera incertidumbre y amenaza con agudizar sus ya acentuados déficits de bienestar. Por otro lado, aunque los estratos medios de ingresos afectados cuentan con más recursos para enfrentar la crisis, se encuentran en riesgo no solo de perder posiciones en el presente, sino de poder recuperarse en el mediano y largo plazo, dada la magnitud del shock económico y la nula o limitada ayuda estatal.

 

Espacio, conectividad y relaciones sociales

 

Como hemos dicho, el alto nivel de urbanización de la región y los profundos déficits en las condiciones de vida, en particular el hacinamiento e infraestructura y servicios insuficientes, han sido los talones de Aquiles de América Latina frente a la pandemia. En efecto, a pesar de las mejoras de etapas previas, al comienzo de la pandemia alrededor del 21% de la población de la región, más de 100 millones de personas, vivían en asentamientos vulnerables urbanos, una condición que alcanzaba, por ejemplo, al 43,5% de la población de Bolivia y al 34,2% de la de Perú. A esto se debe sumar la situación de millones de familias que, sin sufrir hacinamiento, cuentan con poco espacio al residir en departamentos en las grandes ciudades o en complejos habitacionales en sus periferias. En efecto, el Covid-19 se propagó con rapidez en San Pablo, Río de Janeiro, México, Bogotá y Buenos Aires. No obstante, las tasas de letalidad fueron mayores en ciudades intermedias, debido en gran medida a la menor disponibilidad de insumos y servicios de salud adecuados, como en Iquitos en Perú, Manaos en la Amazonia brasileña o Guayaquil en Ecuador.

Desde un inicio se hizo evidente que, para poder cumplir con todas las medidas efectivas de prevención –lavado frecuente de manos, distanciamiento físico, cuarentena y, en caso de contagio, aislamiento– era preciso contar con una vivienda segura, espacio suficiente e infraestructura adecuada. En este sentido, la vivienda ha sido en esta pandemia un determinante social de la salud, junto al entorno social y comunitario. En rigor, la prevención del Covid-19 atañe a toda una gama de escalas espaciales y de las relaciones sociales que allí se entretejen. A nivel personal y familiar, supone la disponibilidad de espacio suficiente para la buena convivencia, el cuidado, el teletrabajo y la educación a distancia y, si fuera necesario, la posibilidad para un miembro del hogar de aislarse en su propia vivienda. En tal sentido, la co-residencia intergeneracional fue uno de los principales vectores de contagio. En la región, el número de hogares extensos es muy significativo, y se estima que en el 40% de los casos conviven nietos y abuelos (Vera et al., 2020). Sin embargo, vivir solo también es un riesgo para los adultos mayores: se trata en su mayoría de mujeres, quienes enfrentaron barreras para obtener información precisa, alimentos, medicamentos y otros suministros esenciales durante las condiciones de cuarentena (Cepal, 2020d).

Otro factor de vulnerabilidad es la lejanía o dificultad para acercarse a los centros de salud, comercios, farmacias, bancos, agencias estatales para recepción de beneficios, entre otros. No es solo un problema de las periferias de las grandes urbes, sino que también en las ciudades pequeñas o pueblos la restricción de la movilidad afectó a quienes debían ir a otros centros de mayor tamaño para recibir tratamientos médicos, realizar trámites y compras (Assusa y Kessler, 2020). Por lo demás, la buena conectividad se reveló como un “derecho de intermediación” para poder trabajar, educarse, acceder a servicios o relaciones sociales a la distancia. Y no cualquier acceso a internet implica conectividad. Para Cepal (2020e), esta es entendida como la provisión de un servicio de banda ancha a velocidad adecuada y la tenencia de dispositivos, ya que la conectividad de baja velocidad no permite la teleeducación ni el teletrabajo. Datos de Cepal indican que en 2019 casi el 34 % de los habitantes de la región no tenía una conexión adecuada a internet, esto es 244 millones de personas tenían acceso limitado o ninguno a las tecnologías digitales, debido a su condición económica y social, en particular su edad y localización.

Las ciudades latinoamericanas han enfrentado enormes desafíos durante la cuarentena más estricta, que se multiplicaron en los momentos de apertura a la hora de implementar la llamada “nueva normalidad”. En el primer momento, señalan Di Virgilio y Ortiz (2020), fue necesario asegurar con rapidez el derecho a la vivienda, con medidas para evitar desalojos, suspender el pago de hipotecas y el corte de servicios, proveer albergue adecuado a quienes tenían que aislarse o estaban sufriendo situaciones de violencia en sus hogares. Asimismo, para los gobiernos se hizo acuciante estar presentes en las zonas más deficitarias para prevenir el contagio y la mortalidad y establecer puestos de información, prevención y atención primaria en barrios vulnerables, como por ejemplo a través de los puntos móviles de higiene e información en la ciudad de México o el programa “El barrio cuida al barrio” en la Argentina. Había que garantizar la provisión de agua donde la infraestructura local no era suficiente o disminuir los costos de acceso para los sectores más pobres, iniciativas realizadas, por ejemplo, en municipios colombianos. En distintas ciudades se intentó simplificar el acceso remoto a servicios de salud, trámites, compras, beneficios sociales y se reforzó la conectividad de los espacios periféricos. Asimismo, en algunos lugares los gobiernos se apoyaron en los liderazgos comunitarios y las organizaciones sociales, sobre todo en los asentamientos informales, con el fin de mejorar la prevención y la distribución de asistencia social. Finalmente, algunas voces argumentan que es una oportunidad para repensar la vida urbana, en particular favoreciendo desarrollos urbano-territoriales con énfasis en el ambiente, la economía popular en el territorio y otras cuestiones que promuevan una vida más armónica con el entorno.

Una cuestión adicional a la que prestar atención es cómo afectará la crisis del Covid-19 a las relaciones interpersonales. La ciudad es el lugar por excelencia de entrecruzamiento con desconocidos. Justamente la posibilidad de contagio transforma a los otros en potenciales amenazas, sin ningún signo exterior que nos permita discernir la existencia o no del riesgo. Y sabemos también que la causa del temor y el objeto al que se dirige no necesariamente coinciden: el origen del temor puede ser el virus, pero el objeto al que se dirige puede ser otro. Ahora bien, los temores nunca actúan sobre el vacío, sino que suelen dirigirse a las figuras estigmatizadas, como el extranjero, el migrante o el pobre. Hemos visto que la “presunción generalizada de peligrosidad”, es decir, el temor preventivo al otro en contextos de alta inseguridad, ha ido modificando las relaciones en las ciudades latinoamericanas en la medida que fueron creciendo las tasas de delito (Kessler, 2009). Dicha presunción erosiona la vida social en cuanto hace primar la desconfianza y la hostilidad frente a los desconocidos. En el caso del Covid-19, la amenaza persistente de contagio podría resultar en un incremento de la xenofobia, la aporofobia y en una alterofobia general, dirigida a todo aquel que esté fuera del presumible círculo de seguridad y confianza de cada persona.

Esto es particularmente preocupante en la región por las altas tasas de xenofobia que parecen haberse incrementado en los últimos años. Ya en el Latinobarómetro de 2017 tres cuartas partes de los encuestados sostenían que la inmigración era perjudicial para sus países. Mientras más de 4 millones de venezolanas y venezolanos han migrado recientemente sobre todo a Colombia, Ecuador, Panamá, Perú, Chile y la Argentina, un estudio de Oxfam (2019) en Colombia, Perú y Ecuador muestra índices muy altos de xenofobia y estigmas de todo tipo contra ellos. ¿La pandemia reforzará actitudes racistas, de xenofobia y aporofobia? No lo sabemos, pero sin duda los lazos microsociales no saldrán indemnes de esta situación.

 

“Cicatrices” educativas

 

Unicef (2020a) ha estimado que el 97% de los estudiantes de América Latina y el Caribe estuvieron privados de su educación habitual debido al Covid-19. En noviembre de 2020, aproximadamente 137 millones de estudiantes continuaban sin recibir educación presencial. En efecto, al poco tiempo de decretada la pandemia, los países de la región dispusieron el cierre de las instituciones educativas y se pusieron en marcha programas de enseñanza a distancia: datos de julio de 2020 muestran que 32 países habían suspendido las clases presenciales y 29 lo hicieron a nivel nacional (Cepal-Unesco, 2020). No fue simple organizar el raudo pasaje al aprendizaje remoto. Como era de esperar, hubo desde el principio diferencias entre países y clases sociales ligadas a las políticas adoptadas, a la situación del hogar, la conectividad y la inversión educativa previa en plataformas digitales educativas, políticas de adjudicación de computadoras a estudiantes y de formación docente, entre otras.

Según las proyecciones, el impacto en la educación se producirá por al menos cuatro causas. Primero, por el incremento de la deserción y el retroceso en términos de inclusión educativa; segundo, por el aumento de la fragmentación y la desigualdad en la calidad educativa; tercero, porque la no concurrencia a las instituciones tendría un “efecto cicatriz” en el desempeño educativo y en las oportunidades laborales futuras de niños, niñas y adolescentes de los sectores más vulnerables y, finalmente, por los retos intelectuales, organizacionales y financieros de poner en marcha un modelo escolar acorde con la situación epidemiológica provocada por el Covid-19 que presumiblemente durará un tiempo considerable.

Los reportes de Unicef y otros organismos muestran que los más afectados por la discontinuidad educativa son quienes viven en situación de pobreza, los migrantes, los refugiados, quienes sufren alguna discapacidad física y cognitiva, y las niñas. Las desigualdades previas gravitaron en las posibilidades de acceso a la educación remota. Unicef (2020a) calcula que mientras tres cuartos de los niños, niñas y adolescentes que concurrían a instituciones privadas tenían aprendizaje en línea, esta proporción descendía a la mitad entre estudiantes de instituciones públicas. La conectividad se reveló como un “derecho de intermediación” para acceder a la educación. Rieble-Aubourg y Viteri (2020) toman datos de los 10 países de la región que participaron de las Pruebas PISA de 2018 y muestran que mientras en los hogares más vulnerables (perteneciente a hogares del quintil más bajo de ingresos) el 29% de los estudiantes tenía acceso a una computadora para realizar sus tareas, en los del quintil más alto ese porcentaje ascendía al 94%, con amplia variación entre los países. A modo de comparación, en la OCDE la distancia entre los extremos de la pirámide es solo de 99% a 89% entre los más y los menos favorecidos.

A su vez, el mayor número de niñas y niños en los hogares pobres vuelve necesaria la existencia de más de un dispositivo para que puedan estudiar en paralelo. A esto se suma el hacinamiento, que dificulta el aprendizaje en los hogares, y las menores competencias de los padres de sectores populares para asistir a sus hijos en el aprendizaje remoto, y que los docentes mejor preparados se encuentran en las zonas más ricas de cada país (Messina y García, 2020). En resumen, la acumulación de desventajas previas permite prever un impacto muy negativo y secuelas futuras en las niñas y niños más desfavorecidos.

En relación con las consecuencias para niños, niñas y adolescentes durante el cierre parcial o total de escuelas, preocupan los perjuicios por la falta de interacción entre pares, sus consecuencias para la salud mental, las secuelas en las habilidades del lenguaje, así como la falta de monitoreo en las escuelas para detectar síntomas de abuso o violencias. Antes de la pandemia se estimaba que, en la región, 100 millones de niñas, niños y adolescentes de 2 a 17 años habían sido testigos o estado expuestos a diversas formas de violencia, y las evidencias previas sugieren que esto aumenta en situaciones de encierro (Cepal-Unicef, 2020; Unicef, 2020b). Asimismo, se ha registrado una sobrecarga de tareas domésticas para las niñas y adolescentes mujeres, y se teme que una mayor permanencia en el hogar repercuta en el incremento del embarazo adolescente.

En cuanto a las secuelas futuras, hay proyecciones sobre el impacto en la exclusión educativa y en el futuro laboral de los estudiantes. Respecto a lo primero, Acevedo et al. (2020b) estiman que al menos 1,2 millones de niños, niñas y jóvenes podrían quedar excluidos de los sistemas educativos por la pandemia, sumándose a los 7,7 millones que ya no asistían en forma regular a la escuela. Si sucede lo previsto, se revertirán alguno de los más importantes logros educativos de los últimos tiempos. Este estudio estima que la pandemia implicará un retroceso del 67% de lo ganado en la mitigación de la exclusión educativa en el siglo XXI. Según datos del CIMA-BID, en 2010 no concurría a la escuela el 24% de los jóvenes de 15 a 17 años, en 2019 ese porcentaje había descendido a 19% y se calculaba que en 2020 decrecería hasta el 18%. Debido a la pandemia se prevé que ese porcentaje llegue al 22%, el valor de 2012, lo que implica una década perdida en inclusión educativa.

Ahora bien, el ausentismo no solo afecta negativamente a los aprendizajes del año escolar puntual, sino también a los futuros. Las proyecciones se basan en evidencias previas de investigaciones sobre pérdidas educativas por vacaciones regulares, cierres de escuelas (por huracanes, huelgas, etc.) y ausentismo prolongado. Con datos de la Prueba PISA 2018 sobre la relación entre puntajes obtenidos y ausencia en las semanas previas, se estima que faltar cinco días en las dos semanas previas al examen llevaba a perder el equivalente a un año de escolaridad (Psacharopoulos et al., 2020).

Asimismo, Acevedo et al. (2020b) señalan que, por la crisis económica y educativa, en América Latina y el Caribe 2,7 millones de jóvenes de entre 18 y 23 años se sumarían a los ya 12,9 millones de excluidos del sistema educativo y laboral antes de la pandemia, un aumento del 21%; algunos de los países más afectados serían Bolivia, Chile, Ecuador y Perú. En lo que se denomina “efecto cicatriz”, se presume también que los jóvenes excluidos de la educación y el trabajo por la crisis podrían perder en promedio un 6,1% de sus ingresos salariales en los próximos 20 años. Azevedo et al. (2020) calculan que el cierre de escuelas en la región podría representar una pérdida de 1,2 billones de dólares para los países, debido a los ingresos que no se recibirán por las consecuencias de la pérdida de educación, lo que equivale al 20% del total de la inversión en educación básica.

 

Reflexiones finales

 

Todo lo sólido se desvanece en el aire es una gran frase del Manifiesto Comunista que luego dio lugar a un libro maravilloso de Marshal Berman sobre la Modernidad. Torneamos esa misma imagen para dar cuenta un rasgo que la pandemia brutalmente evidenció. La virulencia de la pandemia en nuestra región se explica en gran medida por sus desigualdades estructurales las que, a su vez, están siendo reforzadas. El retroceso en la lucha contra la exclusión y la desigualdad, en los indicadores en salud, educación, derechos sexuales y reproductivos, entre otros, nos muestran una vez más en América Latina lo trabajoso que es conseguir mejoras en el bienestar de nuestra población y lo rápidamente que pueden perderse. En efecto, se registra un deterioro general de las condiciones de vida y un retroceso en los avances en términos de salud, ingresos, calidad de los empleos y educación. El deterioro ha sido de tal magnitud que, posiblemente, la idea de retrocesos marque la narrativa sobre lo sucedido en este período. En realidad, aún desconocemos cuáles serán las consecuencias del Covid-19 en la vida futura de las y los latinoamericanos. El impacto dependerá, en gran medida, de la duración de la pandemia y de las políticas de mitigación que se apliquen. En efecto, en la actualidad se están comenzando a vivir en la región disputas por quien pagará los costos de esta crisis enorme, si los sectores populares o los grupos más aventajados. Hay al mismo tiempo una reactivación de la lucha de clases en formas diversas y estamos asistiendo a lo que puede ser un nuevo proceso de exclusión social masiva debido a las transformaciones en el mercado de trabajo que se aceleraron por la pandemia. Nuevos contingentes de trabajadoras y trabajadores corren el riesgo de ser excluidos de un mundo laboral debido al incremento del teletrabajo en las ocupaciones más calificadas, la retracción del comercio minorista y de múltiples actividades afectadas por la pandemia que están provocando sobre todo la expulsión laboral de mujeres, de trabajadora/es con menor calificación y posiblemente de ocupados de mayor edad a quienes se discrimina por pensarlos con más dificultades para asimilar los cambios tecnológicos del teletrabajo. Por lo demás, se están iniciando o cobrando gran impulso conversaciones sobre nuevas formas de vivir en sociedad, reconfigurando las ideas de bien común, desarrollo, cuidado, entre otras. La pandemia nos pone frente a la fragilidad de las cosas, pero la acción de las mujeres y hombres nos está mostrando también que esa fragilidad puede ser el plexo convergente para construir nuevas formas de vivir donde el bienestar ligado al cuidado de todas las formas de vida sea el eje de los nuevos tiempos.

 

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