Chile: revuelta social en el neoliberalismo avanzado

 

[Chile: Social Revolt in Advanced Neoliberalism]

 

 

Carlos Ruiz Encina

(Universidad de Chile)

cruizencina@hotmail.com

 

Resumen

 

Se analiza la revuelta social chilena bajo la profundidad y duración de la transformación neoliberal, y la especificidad del sujeto popular que emerge de las contradicciones y conflictos propios de dichas condiciones. Se discute el carácter de la crisis y su origen en tales condiciones sociales y culturales, antes que, en una crisis económica o política coyuntural, a diferencia de otras experiencias regionales. Se revisan los cambios de la estructura social chilena, de clases y grupos sociales en las últimas décadas, y los nuevos conflictos y polaridades ligadas a ello. Se aborda la incapacidad de la esfera política para procesar tal conflictividad y su desborde, propia de una crisis de legitimidad en curso. Finalmente, se propone que allí subyacen las condiciones sociales, políticas y culturales para el surgimiento de un nuevo pueblo, capaz de abrir un nuevo ciclo histórico, cuya especificidad lo distingue de aquel que en el siglo XX enfrentó al viejo orden oligárquico-agrario.

 

Palabras clave: Neoliberalismo Avanzado; Revuelta Social; Nuevo Pueblo; Estructura Social; Chile

 

Abstract

 

The Chilean social revolt is analyzed under the depth and duration of the neoliberal transformation, and the specificity of the popular subject that emerges from the contradictions and conflicts typical of said conditions. The character of the crisis and its origin in such social and cultural conditions are discussed, rather than in a conjunctural economic or political crisis, unlike other regional experiences. The changes in the Chilean social structure, of classes and social groups, in the last decades, and the new conflicts and polarities linked to it, are reviewed. The inability of the political sphere to process such conflict and its overflow, typical of an ongoing legitimacy crisis, is addressed. Finally, it is proposed that there are underlying social, political and cultural conditions for the emergence of a new people, capable of opening a new historical cycle, whose specificity distinguishes it from the one that in the twentieth century faced the old oligarchic-agrarian order.

 

Keywords: Advanced Neoliberalism; Social Revolt; Nuevo Pueblo; Social Structure; Chile

 

Recibido: 31/08/2021

Evaluación: 21/10/2021

Aceptado: 19/11/2021

 

Entroncada en las honduras más extremas de la modalidad neoliberal que asume la expansión capitalista, de manera ininterrumpida ya casi por medio siglo, el 18 de octubre de 2019 estalla en Chile la revuelta social más grande de las últimas décadas. Millones de personas, de muy dispares condiciones sociales y culturales, se abalanzan a las calles reclamando dignidad con una intensidad desconocida en la historia inmediata, y se enfrentan, tan desnudos como irreverentes, a una de las represiones de masas más violentas de las que se tenga memoria reciente por estas tierras. Una inepta voluntad gubernamental se desata a producir terror masivo, por toda fórmula para detener la protesta de millones de personas que inundaba las regiones y ciudades del país. Pese a que arrojaba a diario siniestras escenas que conmovieron al mundo, contándose por centenares los muertos y mutilados, se estrellaba con una acendrada determinación social que no dejaba de descolocar a analistas locales y extranjeros. Cuarteles policiales e incluso militares eran atacados en medio de uno de los países de economía más celebrada de América latina.

El desconcierto aumentaba cuando se apreciaba que, al frente de este maremágnum no figuraban las banderas de partido político alguno. Incluso aquellas de izquierda y de fuerzas institucionalizadas emergen desde los movimientos sociales de protesta en la última década. Tampoco las organizaciones sociales tradicionales aparecían al frente de esta rebelión que solo atinaba a crecer. Los gremios y sindicatos, incluida la clásica Central Unitaria de Trabajadores (CUT), no aparecían como las representaciones capaces de expresar el gigantesco malestar de la sociedad.

Las preguntas, los dilemas comprensivos, no solo llenaban el espectáculo descolocado de los columnistas oficiales de la plaza. La propia esfera política, incluido el gobierno, quedaba atónita, ensayando torpes reacciones que solo aumentaban la repulsa de unas masas enardecidas que no dejaban pasar día sin volver, sin descanso, a las marchas y los choques con las fuerzas policiales y también militares.

La intensidad del conflicto contrastaba en forma marcada con la imagen que se había construido del país, tanto por la gran prensa local como desde la mirada externa. Un país de sostenido crecimiento de los ingresos, que había eliminado prácticamente la pobreza (al menos a estándares regionales), que expandía aceleradamente sus capas profesionales, que modernizaba a paso doble su infraestructura, era celebrado continuamente por las agencias internacionales de riesgo y los grandes fondos de inversión. Era la versión de Chile como un “oasis” para recuperar una propalada etiqueta.

Empero, los conflictos venían sucediendo desde hacía, por lo menos, década y media. Cierto que eran, mayormente, aquello que los sociólogos llaman “unicausales”. La educación, las pensiones, las nuevas condiciones del trabajo, las demandas medioambientales, el crecimiento sostenido –en amplitud y legitimidad social– de las demandas de género y de los pueblos originarios, de las libertades sexuales y un largo etcétera de rebeldías y desasosiegos. Ya alcanzaban en esos años los centenares de miles y hasta largamente el millón de personas, en contraste con el “quietismo” de los años noventa. Aquel “no lo vimos venir” que resonó en la esfera política solo subraya su distanciamiento de la sociedad, su indiscutible ensimismamiento. Pero, lo cierto también es que todos estos ríos no confluían, no se articulaban hasta aquel 18 de octubre que abrió cauce a la avalancha conjunta de todos ellos.

Una década y media de conflictos ignorados, intereses sociales negados que harán de la demanda de reconocimiento un puntal compartido, quizás como ninguno, en la revuelta que despuntaba en octubre de 2019. Si la estrechez de la esfera política pactada desde la transición a la democracia resultaba impermeable a estas demandas, a ello se agregaba, esta vez, una complejidad adicional que echaba por tierra la celebrada efectividad de la llamada “gobernabilidad democrática” de los años noventa. Había que agregar que, social y culturalmente, no se trataba de la fisonomía de intereses y conflictos, de las modalidades de organización y acción propias de la experiencia del siglo anterior, donde la esfera política e institucional tenía mayor anclaje y capacidad de procesamiento de conflictos.

Lo que estallaba en octubre de 2019, aquello que venía avanzando por cauces separados y cada vez más próximos, era una nueva geografía social y cultural, una estructura social propia de la hondura que alcanzan las transformaciones económicas e institucionales neoliberales en Chile, de una drasticidad sin par y una inédita longevidad que ya se empina hacia el medio siglo. Eran los hijos de esta modernización neoliberal extrema, avanzada, los que explotaban, planteando nuevos conflictos de intereses carentes de reconocimiento y de legitimación institucional, de registros en ministerios, dependencias estatales y estadísticas oficiales. Es la nueva fisonomía del trabajo, las nuevas dimensiones que adquiere la discriminación de género, los grados sin par que alcanza la privatización y mercantilización de la reproducción social, tanto material como cultural, en educación, salud, pensiones. Es, también, la voraz invasión financiera sobre esferas de la vida cotidiana que inauguran formas de explotación impensadas hoy en las propias realidades vecinas latinoamericanas.

El individuo de estos parajes, como modalidad concreta de desarrollo del capitalismo, ponía en primer plano de la historia toda una realidad sin denominaciones. Un nuevo mapa de desigualdades y explotaciones, nuevas formas de diferenciación social, de exclusión e incertidumbre, que corrían junto a una constricción sistemática de la política democrática como esfera de deliberación legítima de la sociedad sobre su futuro, hasta orillarla a su intrascendencia a ojos de una sociedad que, en realidad, hacía patente, con estruendo, el abismo que la separaba de ella.

Los niveles de incertidumbre, de pérdida de soberanía sobre la propia vida, tejida en nombre de la libertad mercantil profusamente agitada desde el olimpo de esta dinámica neoliberal avanzada, era lo que terminaba por estallar. La demanda de reconocimiento, por dignidad precedía, por toda generalidad, el movimiento de masas más grande de la historia reciente de Chile.

 

Pasajes de la mayor revuelta social de la historia inmediata

 

El detonante inmediato de la revuelta fueron los más jóvenes. La condición juvenil recibía, en semanas anteriores, una carga extrema del conservadurismo chileno. El llamado de los estudiantes secundarios a evadir el pasaje del Metro prendió la mecha de todo. Poco antes, ministros y alcaldes de derecha tejían retrógradas medidas en contra de la juventud, al lado de una violencia sobre ella que estremecía a la sociedad. El Ministerio del Interior lanza una ley para ampliar la discrecionalidad policial en los controles de identidad para menores de entre 14 y 18 años, mientras en ocho comunas el alcalde de Las Condes plebiscitaba la idea de restringir el horario de circulación por la ciudad de los menores de 16 años sin compañía de sus padres. Era la idea del primer toque de queda, uno juvenil. Los estudiantes secundarios eran el foco de esta obsesión totalitaria. La Ley Aula Segura de la ministra de Educación, frenada en el Congreso, aumentaba las facultades de los directores para expulsar y cancelar matrículas a los alumnos que cometieran faltas.

Si el 4 de octubre se dicta el alza de las tarifas del transporte público, el día 14 los secundarios llaman a protestar evadiendo el pago del metro mediante el salto de los torniquetes. Era el preludio de todo. Esa semana crecen las evasiones coordinadas por redes sociales, cuya masividad se empina hasta el violento día 17. A la destrucción de torniquetes e infraestructura le sigue el cierre de estaciones del metro y una fuerte represión policial. Es la antesala del 18 de octubre, donde las evasiones se masifican muy temprano y decretan el cierre del metro. Cientos de miles de personas deambulan tras algún transporte. La capital es un embrollo. La protesta crece con los choques con las fuerzas policiales. En la noche son atacadas las estaciones de metro y algunas quemadas. Hay saqueos. A medianoche el presidente Piñera declara Estado de Emergencia en la Región Metropolitana y provincias aledañas, ordena el despliegue militar en las calles e invoca la Ley de Seguridad del Estado, algo desconocido para las nuevas generaciones.

Al otro día la capital está bajo toque de queda, como no ocurría desde el atentado a Pinochet en 1986. Piñera cancela el alza en la tarifa, pero la protesta crece. En la céntrica Plaza Baquedano se inicia una rutina de choques entre manifestantes y fuerzas policiales. Las manifestaciones llegan a Valparaíso, Concepción y otras ciudades. Esa noche las tanquetas patrullan la ciudad por primera vez desde el regreso a la democracia. Aun así, otra estación de metro es quemada, supermercados y tiendas en la periferia capitalina. En Valparaíso, arde el edificio del diario El Mercurio. Se informa de centenares de arrestos y heridos. Aparecen denuncias sobre violaciones a los derechos humanos y se anuncia la primera muerte de esta revuelta.

El 20 ya es claro que el descontento excede el alza de la tarifa del metro y la consigna “No son 30 pesos, son 30 años” sella el espíritu de la revuelta. Hay más muertes en Santiago, tras la quema de supermercados, bodegas y tiendas en la periferia. En la capital son más de diez mil los efectivos desplegados, entre policías y militares que ya disparan a manifestantes, incluso en la emblemática Plaza Baquedano. No hay tiendas ni transporte. La revuelta es nacional y suma formas pacíficas y masivas, saqueos y enfrentamientos de diverso grado. El toque de queda se amplía a nueve regiones del país. Piñera acusa una sofisticada organización detrás de todo. El tercer día de protestas suma 11 muertos.

En los días siguientes la protesta paraliza la vida habitual, mientras, junto al gran despliegue de militares (unos veinte mil en la capital), se van conociendo las primeras denuncias por torturas, abusos sexuales y ataques con armas de fuego. Piñera anuncia una “Agenda Social” el día 22, pero las protestas continúan. Al día siguiente, quince capitales regionales están bajo Estado de Emergencia. Pese a ello, dos días después, irrumpe la “Marcha más grande de Chile”. En Santiago, esta supera el millón doscientas mil personas en la Plaza Baquedano, rebautizada Plaza de la Dignidad. Irrumpe en forma masiva la enseña mapuche y la bandera chilena de luto. El día 26 Piñera anuncia “diálogos ciudadanos” y el fin del Estado de Emergencia. Pero sigue otra jornada de masivas protestas. El 28 de octubre se produce un cambio de gabinete en varios ministerios, no en las carteras de Transportes y Educación. La protesta centrada en Plaza de la Dignidad avanza hacia La Moneda. En Valparaíso y Concepción crece la violencia. Al otro día, el INDH presenta cinco querellas por muertes a manos de agentes del Estado, diez y ocho por violencia sexual, cincuenta y cuatro por torturas y otras por detenciones ilegales, y varios países y organizaciones internacionales (Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la ONU) exhortan al gobierno a detener la violencia y a investigar las violaciones a los derechos humanos.

En noviembre la protesta no cede. Aparecen “cabildos abiertos” en varias ciudades. El domingo 3 una enorme marcha de ciclistas trepa hasta la residencia de Piñera, quien abre la semana declarando su disposición a reformar la Constitución. Diputados proponen la idea de legislar la participación ciudadana en su elaboración. En una de las jornadas más intensas, el lunes hay bloqueos de vías, asedio a los Tribunales de Justicia y marchas en capitales regionales. Las denuncias por el uso indiscriminado de la fuerza informan los balines y bombas lacrimógenas apuntados al rostro de los manifestantes. El día 6 las marchas enfilan hacia los barrios más ricos y cercan el icónico mall Costanera Center con fogatas y choques con la policía. Se formalizan catorce carabineros por torturas. Piñera ofrece alzas del ingreso mínimo, pero la protesta vuelve sobre los barrios opulentos, paralizándolos. Son tres semanas de revuelta y represión policial, y la Sociedad Chilena de Oftalmología declara epidemia sanitaria por centenares de personas con lesiones oculares por disparos policiales, mientras la ONU exige el cese del uso de balines y perdigones.

El día 13 líderes de la derecha advierten que “hay uno o dos días” para llegar a una salida y deponen la negativa a plebiscitar la fórmula constituyente. La revuelta sacude al Congreso. Sigue otra jornada de protestas. La madrugada del día 15, tras tensas tratativas, el Congreso anuncia un acuerdo que abre la puerta a crear una Constitución democrática. Se plebiscitará su elaboración, veta la habida como punto de partida y fija un quórum de dos tercios. No define formas de representación. El viernes la protesta sigue y proliferan dudas por los alcances del acuerdo constitucional. La derecha se divide por el apoyo a una nueva Constitución. En el Frente Amplio hay deserciones y críticas al acuerdo constitucional. Ese domingo se atacan cuatro cuarteles policiales en Santiago, hay incendios y saqueos en todo el país y cortes de rutas en el sur. Al otro día, diputados de la oposición presentan una acusación constitucional contra Piñera. La presión contra el descontrol policial abole el uso de perdigones. El CIDH ratifica violaciones a los derechos humanos y la Defensoría de la Niñez informa que, desde el inicio, hay trescientos veintisiete casos ingresados, once por heridas de balas, cuarenta y tres por perdigones y cinco por traumatismo ocular. El miércoles 20 vuelven saqueos e incendios en sedes públicas. Al otro día, el informe de Amnistía Internacional ratifica violaciones a los derechos humanos bajo un “patrón consistente” bajo una “política de castigo”. El gobierno rechaza el informe. La noche trae incendios y saqueos en varias ciudades y ataques a cuarteles policiales. La Asociación Chilena de Municipalidades fecha una consulta ciudadana para la nueva Constitución y demandas sociales. La muerte de un niño de trece años en Arica eleva a veinticinco los fallecidos.

El lunes abre con la acusación de Human Rights Watch de violaciones a los derechos humanos por la policía. En Valparaíso Las Tesis presentan su intervención “Un violador en tu camino”, que da la vuelta al mundo. Localmente, logra reponer la legitimidad de la protesta, ante su desfiguración por una violencia vandálica sobre la que el gobierno y la policía guardan pasividad. El hito feminista impacta todo el ritmo social. El INDH cuenta dos mil ochocientos ocho heridos, doscientos treinta y dos con lesiones oculares. En el día hay duros choques de manifestantes y policías; en la noche, saqueos, incendios y ataques a cuarteles policiales. Crecen las dudas sobre el origen de la violencia organizada y vandálica. El dólar roza nuevo máximo histórico y el Banco Central interviene en el mercado bancario. De noche, en diversas zonas populares del país irrumpe el choque de vecinos con saqueadores que atacan infraestructura del transporte público. Se atora el trazo del curso constitucional por la participación de independientes, pueblos originarios y la paridad de género. Las protestas vuelven a trepar a centros comerciales de barrios acomodados de la capital y aquella semana cierra como una de las más cruentas de todo el conflicto. Su prolongación solo será contenida por la entrada de la pandemia de COVID.

 

“No lo vimos venir”. Las nuevas contradicciones y sus bases

 

Por cierto, este es un curso que corre desde antes, chocando con la sordera elitaria y el ensimismamiento de la política. Las movilizaciones de los años noventa tienen la huella de patrones reivindicativos y de organización de las luchas de los años ochenta contra la dictadura. Pero, al menos desde 2006, se abre otro curso que llega hasta octubre de 2019. Movilizaciones de decenas de miles pasan a centenares de miles y millones de personas, ampliando el carácter social, cambiando las formas de acción, de organización, de discurso y de relación con la esfera política que decanta en la transición a la democracia.

En 2006 la movilización de centenares de miles de secundarios instala la crisis de la educación pública; en 2007 irrumpen los trabajadores subcontratistas, la fórmula extrema de la precarización laboral; las protestas mapuches crecen sin pausa; la “guerra del gas” subleva a Punta Arenas por el alza de precios; los conflictos medioambientales multiplican sus alcances. En 2011 estalla el mayor movimiento universitario de las últimas décadas integrando a los estudiantes de la crecida oferta privada; la privatización de las pensiones hace marchar más de un millón de personas; la ola feminista sacude al conservadurismo y abre el 2019 con el 8 de Marzo más grande de la región; lo mismo ocurre con la marcha del “Orgullo” LGTBI. Todos estos casos aluden a condiciones sociales y culturales que maduran bajo las formas extremas que adopta la ininterrumpida experiencia neoliberal chilena de casi medio siglo.

Aquel “no lo vimos venir” ilustra la sorpresa elitaria desde el encierro oligárquico. En octubre de 2019 confluyen todas esas experiencias sectoriales. Prácticas sociales que se enraízan en nuevos dilemas ligados a las formas de privación y despojo que abre la situación de neoliberalismo avanzado en Chile, y confluyen en prefigurar la formación de un nuevo pueblo. Estas prácticas convergen en identificar al adversario de su protesta en esa casta que decanta con la concentración de la riqueza y las oportunidades en una impenetrable oligarquía neoliberal, aferrada al control excluyente de patrones primario-exportadores, del mundo financiero y de un inédito mercado de servicios sociales. Este último abre un lucro privado dependiente de subsidios estatales, el creciente gasto social estatal con forma de vouchers que va a parar a oferentes privados que suplantan a los viejos servicios sociales estatales. Un negocio con base en las arcas fiscales, donde crecen clínicas y universidades privadas, concesionarias de servicios sanitarios, carreteras y el transporte público. Esta suerte de capitalismo de servicio público (Ruiz y Caviedes, 2020) sujeto a condiciones de acumulación cautivas, decretadas políticamente y monopolizadas, donde coinciden caciques del viejo conato entre democracia y dictadura, del SI y el NO de la pugna de 1988, en directorios de empresas y cerrados negocios, colegios, barrios y balnearios. Una oligarquización que crece sobre los pactos políticos de la transición y forja un apartheid sociocultural. Después de la diversidad de conflictos sectoriales que preceden a la revuelta, es con el estallido de octubre que toma forma abierta esta nueva polaridad entre pueblo y oligarquía, bajo los cambios estructurales e institucionales. De ahí la razón para no identificarse hoy con los clivajes políticos. Cunde no solo la distancia con esa política, también una desidentificación con un Estado sometido a tal colonización empresarial.

La concentración de oportunidades, patrimonios e ingresos no se origina en la mítica libre competencia, la epopeya schumpeteriana de “destrucción creativa”. Es a manos de tecnocracias que rotan entre altas plazas estatales y directorios de las grandes empresas, sellando una producción política, no mercantil, de la desigualdad. Escenas de colusión y corrupción revientan el mito de la meritocracia como dispositivo de disciplinamiento popular. En los últimos años se agolpan casos de excesos de poder que agravan una crisis de legitimidad que impulsa el estallido. El abuso y la colusión empresarial, de precios y ganancias burocráticamente dictadas, cuotas de mercado políticamente fijadas, desploman el mito del emprendimiento. Los casos de financiamiento empresarial ilegal de la política van más allá y deslegitiman a la esfera política. Pero la crisis elitaria es mayor. Hay una impunidad de raíces en los términos en que se fragua la transición a la democracia; en inicio concebida para las violaciones a los derechos humanos cometidas por los militares en dictadura, prolonga una coacción a la justicia que se extiende a ámbitos empresariales, políticos, religiosos y la corrupción de nuevas elites militares y policiacas. Una impunidad que impulsó la conformación de una nueva fronda aristocrática entre aquellas elites antes enfrentadas. Esa comunidad de intereses echa las bases de su constitución como oligarquía, la del abuso al que apunta el estallido popular.

Las modalidades de acumulación que prosperan bajo el giro neoliberal que sepulta la vieja industrialización nacionalista, no solo apuntan a las exportaciones primarias. También dentro de la economía abren nuevas modalidades de acumulación que abarcan así a los servicios públicos, siendo fuentes de nuevos abusos y conflictos. La dilatada experiencia neoliberal chilena registra dos olas de privatización. La primera, más común, es el saqueo de empresas estatales, que solo la distingue su precocidad en la segunda mitad de los años setenta. La segunda ola se distingue en cualidad, extensión y hondura, al privatizar los servicios sociales. Iniciada en los años ochenta, se alarga y ahonda bajo los gobiernos democráticos hasta hoy, abarcando la salud, las pensiones, la educación, la protección a la niñez, el agua, carreteras, suelos y avenidas urbanas, cárceles, entre otras esferas, inaugurando un panorama inédito de privatización de las condiciones de vida, una mercantilización de la vida cotidiana, que impone un drástico cambio social y cultural que arrasa y reorganiza las formas de socialización. Sin este factor no se entiende el conflicto actual. Una privatización de la vida social que convierte en mercancía, en ámbito de lucro y explotación, aspectos de la condición humana antes vedados a la expansión mercantil, dando origen a malestares y conflictos distintos a aquellos centrados en el trabajo y sus retribuciones. Por ejemplo, en pensiones la explotación va más allá de la vida laboral y privatiza la vejez, el salario diferido destinado a protegerla, arrasando la soberanía de nuevos aspectos de la vida.

Tal cambio de las condiciones sociales y culturales de la vida cotidiana proyecta un nuevo individuo. Son los hijos de la modernización neoliberal, esos que se creía que celebrarían este panorama, pero se levantaron contra esta extrema privatización de la vida social, la mercantilización ilimitada de la reproducción cotidiana de la vida. Son los frutos más orgánicos del cambio social de casi medio siglo de neoliberalismo y encarnan los nuevos conflictos de este paisaje, expresando su especificidad, que acarrea nuevas desigualdades invisibles a registros institucionales ceñidos a viejas condiciones.

La propia condición profesional, un clásico pasaporte a una posición de clase media, donde la reproducción material de la vida detenta cierta prosperidad y estabilidad, es socavada en esta experiencia donde la educación superior no escapa a la expansión mercantil, que domina ampliamente bajo dispares ofertas que segmentan los mercados del trabajo profesional con nuevas desigualdades. Contraria a la idea de la expansión de unas nuevas clases medias ligada a la idea del milagro chileno, proliferan nuevas y segmentadas capas profesionales, bajo accesos inestables a condiciones de consumo, carentes de las viejas certezas con que proyectar el futuro. Junto al endeudamiento que soporta el acceso a esta aventura está la fractura de esa vieja condición social, y anidan nuevas formas de malestar y frustración con las expectativas de ascenso social a una condición que no es tal. La protesta halla aquí una de sus bases, inexplicable desde el relato del milagro chileno. Desancladas de toda posición social tradicional, de sus pautas de organización y expresión, irrumpen como una masa que desborda esas clasificaciones, y chocan con una institucionalidad hecha para otro paisaje social. El desplome de la promesa liberal del ascenso social escala así a una crisis de legitimación elitaria. La ficción de la meritocracia acaba en la ruina de la legitimidad de muchas instituciones y sus elites: empresariales, políticas, religiosas, militares, judiciales.

Pero no solo estas franjas. Esta realidad de viejos cimientos removidos, sobre los que irrumpen nuevas formas de la vida social, va más allá. Los cambios del mundo del trabajo arrasan las viejas formas de la vida social, de asociación y participación política. Desplazado de sus viejos nichos, como la fábrica o la oficina, bajo la desregulación que lo precariza, el trabajo fluye en forma ilimitada y en cualquier lugar. La calle o el hogar indican un desplazamiento espacial, y el desborde de la clásica jornada alcanza todo horario. Una deslocalización espacial y temporal del trabajo cuya ubicuidad invade la vida cotidiana. El vacío de regulaciones, las trabas institucionales a la organización de los trabajadores, la aguda rotación laboral, su fragmentación en empleos parciales, diluyen las viejas formas de identidad por el oficio y sus correlatos de socialización. De ahí emerge un nuevo panorama del conflicto social, que se desplaza de la fábrica y la oficina, de la vieja condición obrera y profesional propias de la clase obrera y la clase media clásicas, abriendo paso a las masas ligadas a estos cambios en el trabajo, a estas nuevas y extendidas formas de explotación y desigualdad, que se suman a la anotada mercantilización de la reproducción material de la vida social.

En nombre de la libertad del ideal neoliberal, esta mercantilización de la reproducción social arrebata al individuo la soberanía sobre su propia vida, y cuya incertidumbre que arrasa con las viejas pautas de organización y proyección de la vida, diluye los marcos que contenían las formas de la personalidad y la vida familiar. En su versión avanzada, el neoliberalismo deviene una amenaza para el derecho a vivir en sociedad, ante lo que estalla la rebeldía desde los sectores más expresivas de este cambio.

 

La especificidad de la crisis chilena. Coyuntura y larga duración

 

Hay que relevar que, a diferencia de otras experiencias de la región, como en Argentina en 2001, por ejemplo, en Chile el 18 de octubre estalla una crisis eminentemente social. No hay ni una crisis política ni una económica específica, ambas vienen después, como efecto de la propia revuelta y de la pandemia, respectivamente (Rebón y Ruiz, 2020). Esto remite a rastrear sus orígenes por trillos menos coyunturales.

El dato inicial, sin el cual es imposible la comprensión de esta experiencia, es la irrupción muy temprana del giro neoliberal en Chile, siendo la dictadura pinochetista la más refundacional de América Latina en términos de estrategia de desarrollo capitalista. Si el factor coactivo es común a todas las experiencias autoritarias del Cono Sur, no lo es la refundación capitalista. Tras dos años de tensiones en la Junta Militar chilena, ya en 1975 desplazan de la dirección económica a los grupos militares que seguían las líneas de sus pares brasileños, instalándose el control de los llamados Chicago Boys. Un giro que en el resto de América latina (con excepción de Bolivia en la segunda mitad de los ochenta) transcurre mayormente en los años noventa, con Menem, Fujimori, Cardoso, Salinas de Gortari. Luego, a mediados de los años setenta, se cifra un cambio que sigue en forma ininterrumpida hasta la actualidad, trastocando radicalmente la geografía social y cultural, como también, a menudo más conocida, la económica. Tras casi medio siglo, hoy representa una singular experiencia de neoliberalismo avanzado, de inéditos rasgos.

De rápido avance, sin contenciones políticas y sociales significativas, el neoliberalismo avanza en Chile de una forma lineal que contrasta con el carácter interrumpido, plagado de crisis políticas y sociales y hasta reversiones, de su marcha en el resto de la región en los años noventa. Como se apuntó, el grueso de la estructura estatal es privatizada y desmantelada en la segunda mitad de los años setenta y, a inicios de la década siguiente, un segundo ciclo de privatizaciones avanza sobre los servicios públicos. El orden que emana de esta segunda ola de privatizaciones está en el centro del estallido social de octubre de 2019. Y es que ella alcanza un nivel de penetración, como mercantilización de la reproducción social de la vida cotidiana, que no existe en tal intensidad en el resto de la región ni prácticamente a escala universal (solo parcialmente en algunas experiencias). Allí arranca el desmantelamiento sostenido de la educación pública a todo nivel (primaria, secundaria y terciaria), la salud pública y otros órdenes. Un proceso que no se revierte con los gobiernos democráticos, sino que prosigue hasta abarcar nuevas esferas (servicios sanitarios, infraestructura vial, portuaria, aeropuertos, cárceles, avenidas urbanas, etc.) bajo regímenes de concesiones y licitaciones.

Este giro neoliberal, profundo y prolongado, introduce una transformación radical de la estructura social, de clases y grupos sociales, así como del panorama cultural que le imprime esa especificidad a la crisis y la revuelta social reciente. Por ello, la especificidad de la revuelta chilena se enmarca, temporalmente, en un proceso de larga duración, que produce una honda transformación de la sociedad, sin explicación en una coyuntura particular, de orden político o económico. Se fragua en un tiempo histórico más largo, complejo y refundacional, relacionado con la singularidad del giro neoliberal chileno.

 

El nuevo panorama social y sus conflictos

 

El nuevo paisaje social que emerge del rodaje ininterrumpido del neoliberalismo ortodoxo chileno muestra la pérdida de peso de las viejas bases sociales de sustentación de los proyectos políticos de la centuria anterior, de sus modalidades de organización y acción, de sus orientaciones culturales y aspiraciones. Se trata, principalmente, de la vieja clase media desarrollista, asalariada estatal, así como de la clase obrera industrial.[1] El temprano giro neoliberal chileno[2] barría con sus bases de existencia al desmantelar los viejos servicios públicos y su organización y empleos, privatizar las grandes empresas estatales y desatar la dura desindustrialización con la apertura comercial desenfrenada, para sentar nuevos pilares de inserción de la economía local en el mercado mundial. A ello se añade el factor coactivo que acelera la desarticulación de los actores y los grupos sociales tradicionales (la clase media desarrollista, la clase obrera industrial, el campesinado y el empresariado industrial) que se aprecia, con la misma intensidad y radicalidad, en el resto de la región, en donde, con un giro neoliberal muy posterior y su marcha marcada por avances y retrocesos –a diferencia de la linealidad ininterrumpida chilena– tales grupos y clases sociales resultan relativamente más distinguibles aun hoy en el panorama social, y sus correspondientes determinaciones culturales (Ruiz, 2019).

Este cambio radical, sobre el que va surgiendo una nueva geografía social, desplaza a la vieja fisonomía de la conflictividad social (aquella de las pugnas distributivas y el viejo arbitraje estatal), a las modalidades asociativas y de relación con el sistema de partidos. El nuevo paisaje lo distingue la aguda desigualdad que, inclusive, persiste ante un curso de disminución de la pobreza de los años noventa. O sea, una polaridad social que crece a pesar de una pobreza que disminuye. Es una desigualdad más bien ligada a la aguda concentración de la riqueza, de patrimonios, ingresos y oportunidades. Un impermeable cierre social elitario que se consolida bajo los gobiernos civiles dentro de los restrictivos términos de transición a la democracia, fraguando una fronda aristocrática entre elites antes contrapuestas, donde los viejos clivajes van perdiendo sostenidamente sentido como distinción. Una neoligarquización que diluye la promesa meritocrática del esfuerzo individual no asociativo como fuente de ascenso social.

La pobreza cae marcadamente con el auge económico de esos años, muy atado a los altos precios de los commodities, sensibles para una economía primario-exportadora (un ciclo que se reconoce irrepetible), sentando en su lugar y en su fisonomía tradicional –lo que confunde muchas veces– nuevas formas de exclusión ligadas a la inserción precarizada, que sustituye a la vieja marginalidad, dando lugar a una pobreza post-miseria, en jerga de los sociólogos, que contrasta con la nueva riqueza apuntada. Las grandes empresas y grupos económicos chilenos pasan de unas tradicionales modestas dimensiones a los primeros lugares regionales, con una expansión fuera de las fronteras (en la región y más allá) desconocida por estos lares. Tal es la concentración de los frutos de aquel auge, que cobija las mayores tasas de formación de capital de todo el siglo pasado en Chile. Con sus holdings con centro en la égida financiera, el nuevo empresariado se asienta en la actividad exportadora y los servicios, exhibiendo un grado inédito de constitución de clase, que contrasta con su vieja dependencia estatal. Ahora no pide favores al Estado ni demanda la clásica protección, sino que le impone decisiones en amplios campos del modelo de desarrollo.

Por su parte, los nuevos sectores medios, tan alabados en la experiencia neoliberal chilena, en realidad corresponden a una mesocratización producto del ascenso muy inestable de los ingresos y la universalización de la educación terciaria, esta última bajo la proliferación de una oferta privada muy heterogénea. Constituye una franja enorme, la más grande de la sociedad, muy diversa, que alberga nuevas formas de diferenciación social internas, con múltiples fracciones de reciente integración, sometidas a una alta rotación e inestabilidad, al vértigo de la incertidumbre, de un bajo grado de constitución de clase y una reproducción social muy individuada, dada la carencia de acceso a formas asociativas. Todo ello contrasta con aquellas clases medias desarrollistas en las que se afinca aún un ideal cultural heredado ligado a la condición profesional, pese a que hoy apunta a grupos endeudados e internamente diferenciados, de inestables ingresos y posiciones sociales, que enarbolan tales credenciales. De ahí la sorpresa elitaria con la forma en que estas capas de nuevos profesionales se suman a la protesta, siendo ellas, en especial, las que desploman la imagen exitista tan difundida del “oasis” chileno.

El espacio para el emprendimiento de medianos y pequeños empresarios, esa pequeña burguesía “ocupada en los negocios enanos del capitalismo”, también es víctima de la aguda concentración de patrimonios, oportunidades e ingresos, finalmente atada, en su mayoría, a las grandes empresas en condición de proveedoras de servicios y fuerza de trabajo. Lo que no es otra cosa que encargarse de la externalización de funciones con que ponen fuera de sus cuentas el máximo de riesgos posibles las grandes empresas. Así, al contrario del mito neoliberal del emprendimiento, tal concentración impone a esta suerte de nueva pequeña burguesía una reducción y una alta dependencia, atrapada en una condición protectora de las grandes empresas, verdaderos fusibles ante oscilaciones y riesgos del mercado.

Si la pobreza no es la de antaño, ni lo son los nuevos profesionales o estos “empresarios” medianos y pequeños bajo la prolongada expansión de la égida neoliberal en Chile, las cosas tampoco reiteran las viejas formas en el mundo de los trabajadores. Reducida la antigua clase obrera bajo la desindustrialización de los años setenta, los nuevos grupos de trabajadores se ligan principalmente a los servicios, bajo una alta rotación y magras condiciones de organización, mezclando jornadas parciales, trabajo a destajo o por tareas, con la condición independiente forzada como trabajadores por cuenta propia, de modo que ostentan muy bajos grados de constitución tradicional de clase.

Por eso no extraña el masivo y violento conflicto de los trabajadores subcontratados en 2007, donde chocan con las grandes empresas e interpelan a los pequeños intermediarios subcontratistas, incluso chocan con los trabajadores de planta, de empleos estables, cuya condición aparecía a sus ojos como rompehuelgas en tanto proseguían sus labores. Las imágenes de estos últimos entrando en buses de las grandes empresas “mandantes”, atacados por los trabajadores subcontratados, expresan los movimientos germinales de estos grupos sociales que arroja el cambio estructural e institucional neoliberal. La fuerza de trabajo típicamente neoliberal chocaba no solo con el capital, también con las antiguas formas del trabajo. A una misma función, trabajadores de ambas condiciones, tradicional y neoliberal, recibían emolumentos distintos, aparte del abismo en lo que concierne a la estabilidad. Lo que había estallado en holdings madereros, empresas de servicios y del retail y la gran minería es una pugna distintiva del paisaje de neoliberalismo avanzado de la experiencia chilena.

Los cambios del trabajo bajo esta experiencia neoliberal arrastran a una nueva fisonomía que barre la vieja de organización y la cultura asociada a tal actividad. La precarización acarrea inestabilidad, alta rotación, superposición de labores en condiciones diversas que pueden coincidir en un día, así como su anotada deslocalización espacial y temporal. Esta última es más aguda en los servicios, el sector de mayor expansión en fuerza de trabajo en las últimas décadas. La auto-explotación cunde, muy ligada a una feminización de la fuerza de trabajo que enfatiza las desigualdades de género.

Esta invasiva ubicuidad del trabajo sobre la vida social trae drásticos cambios culturales. Es el caso de la vieja estructura familiar, fuertemente impactada. La antigua figura del sustentador masculino se diluye bajo esta feminización de la fuerza laboral. Ya el censo de 2002 indica la gran expansión de los hogares monoparentales.[3] Un cambio que altera las condiciones de desarrollo de la adolescencia y de la niñez, abriendo nuevos conflictos culturales que, de nuevo, quedan sin reconocimiento institucional. Todas estas nuevas formas de la vida cotidiana y sus problemas se niegan institucionalmente, y la que estalla en octubre de 2019 es la demanda por su reconocimiento. Una vida cotidiana sometida a la mercantilización de sus formas de reproducción, que abarca cada vez más esferas de la vida social, bajo un lucro empresarial apostado al repliegue estatal y un “régimen de responsabilidad individual” que, en ausencia de formas asociativas capaces de frenarlo, acarrea una individuación forzada. El acceso a las esferas de la antigua protección social depende así del ingreso individual (inestable, como se ha insistido).

El propio gasto social estatal, como se anotó, fluye a manos privadas. Puesto en la jerga monetarista, se enfoca a subsidiar la demanda; en ningún caso, sobre aquello que ven como oferta, o sea, los servicios públicos. En esos términos, propios de la cultura de las actuales burocracias estatales, se trata del voucher que propugna Friedman y la Escuela de Chicago donde, por concesiones con subsidio estatal, créditos con aval estatal y otras formas, se financia al “consumidor” conservando su “libertad” de escoger al proveedor de tales servicios de educación, salud, vivienda u otras esferas vitales. El gasto social no va a reconstruir los desvencijados servicios públicos. Al destinar tales partidas estatales “a la demanda”, el consumidor puede enfocar tal gasto social hacia oferentes privados. Incluso muchas veces, bajo concesiones y licitaciones, es ese el único destino del gasto social; como clínicas privadas que adquieren el monopolio de la atención subvencionada de una patología. En este capitalismo de servicio público basado en el subsidio estatal a la acumulación privada, por vías monopolizadas, las empresas de la oferta privada superan con creces a las antiguas unidades estatales proveedoras (Ruiz, 2015).

Tal forma de la acción estatal diluye la responsabilidad estatal con la protección social, y extiende formas tecnocráticas que limitan la deliberación pública y facilitan su captura empresarial. Un capitalismo de servicio público donde más neoliberalismo no implica menos Estado. Las burocracias estatales operan con una racionalidad propia de la empresa privada, donde la expansión estatal no indica más protección social, ni siquiera su gasto social. Los gobiernos civiles evitan el término privatización por su asociación con la experiencia autoritaria; ahora se licita, se concesiona. Al final la alta burocracia estatal deviene grupos gerenciales de tales privatizaciones rebautizadas encabezan las empresas privadas que se adjudican esas concesiones y licitaciones.[4] A la inversa, ocupan altos cargo de la dirección estatal figuras de directorios de grandes empresas y grupos económicos. Un juego del cual ningún gobierno civil se salva y corroe la identidad socialdemócrata alegada (Ruiz, 2015). Esta nueva nobleza, que funde figuras de los viejos bandos en pugna, personifica el abuso rechazado en las calles. Es una producción política (no mercantil) de la desigualdad, opuesta al relato que buscan imponer como sentido común. Bajo esta dinámica se incuba la crisis de legitimidad de las elites empresariales y políticas, y la desidentificación con el Estado. La crisis de la promesa liberal deviene problema de legitimación del orden social.

Siguiendo una tendencia extendida en la región, que registra la crecida de los conflictos socioambientales, en Chile, en casos como el agua, relevante en las demandas del estallido de 2019 y en la crisis de dominación actual, no se trata de movimientos y conflictos que se puedan reducir a ideales conservacionistas más conocidos, tampoco a los movimientos verdes o medioambientalistas clásicos. Ocurre que la crisis hídrica, que se extiende por poblados de Chile, tiene que ver con su apropiación por la gran empresa privada exportadora, principal, aunque no únicamente, minera (en ciertas regiones es de tipo agroexportador). Pero en este caso tienen que ver, en forma inequívoca, con las consecuencias que acarrea el radical giro primario-exportador que instala la experiencia neoliberal chilena y sus efectos concentradores en términos patrimoniales. Muchos de estos bienes son inhabilitados de su tradicional sentido de consumo humano, muchas veces con amparo constitucional, cuando no de convenientes leyes específicas. De modo que es un conflicto con la mercantilización, esto es, propio del neoliberalismo. En definitiva, otra dimensión de la privatización de las condiciones de reproducción social.

Los extendidos conflictos por la educación, más visibles que aquellos de la salud, o bien sobre las pensiones, son otro reflejo de lo mismo: esa mercantilización y privatización aguda de las condiciones de reproducción social. En el primer caso, nuevamente y, a diferencia del sentido tradicionalmente atribuido a los conflictos en nombre de la educación, como los movimientos por reformas de tal sentido en el siglo pasado, aquí se trata, de forma irreductible, de conflictos propios de la expansión neoliberal privada sobre semejante esfera de la vida social. Ya con claridad, desde la llamada “revolución pingüina” de los estudiantes secundarios de 2006 y con mayor extensión en el conflicto universitario de 2011, se trata de una lucha explícitamente cifrada en contra del avance del lucro privado en la educación, como centro rector y principio orientador en la práctica del modo en que termina imponiéndose en la sociedad una cuestión tan relevante para la cultura, la integración social y el conocimiento. Aparte de los endeudados y afectados por los costos, o sea, su dimensión eminentemente económica, hay una inquietud creciente por el destino, como modelo de sociedad, que incuban tales prácticas expansivas.

Del lado de las pensiones, con marchas anteriores al estallido de octubre de 2019 que superaban el millón y medio de personas, se trata de la resistencia y el rechazo a las condiciones de extrema privatización que se ciernen sobre lo que constituyen, en definitiva, un salario diferido expropiado. Puestos como cotización forzosa en manos de administradoras privadas, que invierten estos inmensos fondos en modalidades bursátiles en las grandes empresas, terminan como fuente de formación de capital de estas últimas, en condiciones que las pensiones resultantes son abiertamente magras y, muchas veces, situadas por debajo de la propia línea estadística de la pobreza oficial, o sea, un sistema que produce una situación de pobreza en personas que, mientras trabajaban, no lo eran. Todo ello, aparte de los abusivos costos de administración cobrados, con independencia del “éxito” de dichas oscilaciones bursátiles y el hecho concomitante que arrojen ganancias o pérdidas. En suma, la vejez arrojada, en forma forzada (no hay opción, siquiera en nombre de la mentada “libertad” mercantil) a la total incertidumbre. Aparte de que se trata de vidas concretas que entran en condiciones de reproducción drásticamente diferentes de las que sostuvieron a lo largo de sus vidas laborales, ello indica el grado de financiarización a la que quedan sometidas cada vez más facetas de la vida cotidiana y el origen de un extendido conflicto que, de nuevo, solo tiene lugar en las condiciones del neoliberalismo avanzado chileno, cuyos resortes, con razón, muchas veces no se entienden fuera de este.

La financiarización[5] se propaga junto a esta mercantilización de la reproducción social sobre los vacíos de protección social bajo el repliegue de la responsabilidad estatal. El crédito privado –incluido el de cadenas de supermercados y tiendas, no solo bancario– interviene en forma decisiva en ámbitos como la educación, la salud, la vivienda y otros servicios sociales vitales, lo que convierte a dicho crédito en una forma de extensión del salario y, también, de explotación (Pérez-Roa, 2019). Todos estos cambios que expropian la soberanía del individuo sobre su propia vida agregan formas de explotación cada vez más difíciles de soportar, incluso en un país donde los ingresos crecen.

Una dinámica que produce nuevas desigualdades y formas de diferenciación social dentro de categorías sociales antes tenidas por algo más homogéneo, como los grupos de profesionales. Nuevas desigualdades que se suman a las antiguas. De ahí un abarrotado curso de formación de identidades, donde los nuevos grupos sociales carecen aún, en muchos casos, de una apropiación cultural y un relato del nuevo panorama. Su ingreso a un curso de formación identitario, que la revuelta aceleró, es aún un horizonte. Emana de ahí una demanda de reconocimiento, contrapuesta a la negación institucional y los silencios de la política, la crisis de representación. En especial, en tanto surgen de estas fuerzas sociales nuevas demandas. El reclamo de derechos sociales universales, que exige una protección estatal ausente y limitaciones políticas a la expansión mercantil sobre la vida social, se acompaña de demandas de mayor autonomía individual, que rebasan el ideal de libertad mercantil y lo desbordan con una amplia gama de ámbitos de la vida social. Pero también ponen en revisión los viejos ideales emancipatorios, ante las nuevas formas de explotación y de restricción sobre la vida social, que acarrea esta modalidad de expansión capitalista, en especial, una actualización de la vieja relación entre los ideales de igualdad y libertad.

 

Las limitaciones de la esfera política y la crisis de legitimación

 

La revuelta de octubre de 2019 devela un abismo entre política y sociedad negado en los medios de comunicación y la intelectualidad cortesana. Los problemas de legitimación iban más allá de los relatos de corrupción que afectan la esfera política (que incluye al “progresismo”), los escándalos de intervención empresarial, hasta apuntar su divorcio con la sociedad. Una condición ya fue advertida, la política ensimismada, a inicios de la transición a la democracia.[6]

El panorama que proyecta una política marcada por opacos acuerdos de limitaciones democráticas con el pinochetismo, en sus pretensiones de contención social prolonga una precaria representación política,[7] la renuncia a promover la agrupación de intereses y el procesamiento de demandas. Cuando estas estallan, solo puede ser en un desborde a tal esfera política. Es el régimen político pactado en la transición a la democracia, sus limitaciones para procesar nuevas demandas e intereses sociales, lo que reclama una redefinición. La negación a atenderlo agrava tal abismo con la sociedad y no advierte la pérdida de capacidad de control social que arrastra. La lucha por el reconocimiento, contra la negación, no tiene otra opción que el desborde de la política que se concibió en esa transición como democracia posible. Los horizontes de la política democrática quedan en disputa, en la demanda de politicidad que crece en cabildos auto convocados. Los miedos de la transición perdieron efectividad como restricción de las demandas sociales. Un malestar que, en inicios, apunta a la crisis de la promesa liberal del ascenso social y de legitimidad de las elites, a la ausencia de un orden meritocrático, bajo vistosos casos de abuso y monopolio elitario de las oportunidades, y escala al reclamo de reconocimiento político. Se extiende sobre instituciones y elites empresariales, políticas, religiosas, militares, judiciales, entre otras.[8] La organización ciudadana crece en coordinadoras de diversos temas, desde perspectivas feministas, pasando por las pensiones, hasta dilemas territoriales locales.

La crisis de legitimidad elitaria derivada de la extensión de una impunidad de la transición enfocada a las elites militares, bajo acuerdos para limitar los juicios por violaciones a los derechos humanos, luego cubre escándalos de todo tipo, desde abusos económicos hasta sexuales. La revuelta popular apunta a dicha crisis sin distinguir bandos ligados u opuestos a la dictadura, arrasa los clivajes que amparan la dinámica política todos estos años. El estallido trae el cierre de un ciclo político y la apertura de un proceso constituyente lo confirma.

Este distanciamiento de la política corre paralelo a una alta propensión a la movilización, un curso que crece por más de una década y media, apuntando apoliticismo más que despolitización, donde la baja participación electoral, su carácter volátil, la desaparición de lealtades políticas duras o el “voto cruzado”,[9] corre junto a la formación gradual de nuevas formas de politicidad que desembocan en una nueva Constitución. El repliegue de las elites políticas solo confirma su ensimismamiento. Pero la alta propensión a la movilización marcha junto a una baja disposición a la asociatividad. Es la paradoja del actual panorama social y político. Son tiempos de formación de clases, puede pensarse. Es un teatro de conflictos expresivo de la desarticulación de los viejos actores sociales, bajo los cambios estructurales e institucionales de la historia inmediata, así como de la emergencia de nuevas condiciones de constitución de la acción colectiva y de oposición política. La emergencia de nuevos intereses y resistencias, ante la proliferación de nuevas modalidades de explotación, remite a nuevas dinámicas y actores sociales. Su presencia gravitante en el proceso de refundación constitucional es su mejor expresión.

Al frente de la protesta no están los viejos sujetos sociales, la tradición sindical y gremial, sus identidades y estéticas. Prima la formación de nuevos actores. La demanda de reconocimiento de nuevos intereses y conflictos sociales y culturales, ante la porfiada negación institucional, hacen también del rechazo a la política institucional la fuente de una ausencia de identidades partidistas de cualquier color en la protesta, donde ondea la bandera chilena de luto y la enseña mapuche.

 

La emergencia de un nuevo pueblo de las entrañas del neoliberalismo y la ruta hacia un nuevo ciclo histórico

 

Es una coyuntura marcada por el desajuste entre estructura y cultura. Un curso de aceleración histórica tensionada por nuevas posibilidades y dificultades de constitución de actores sociales, donde priman condiciones sociales abruptamente mutadas, que se experimentan subjetivamente bajo la forma de un malestar mayormente individual, carente aún de formas asociativas proporcionales a la intensidad de su experiencia personal, de nuevos procesos de socialización, que no elabora socialmente aún un relato capaz de devenir proyecto de sociedad (Araujo, 2019). Tal experiencia de malestar individual carece aún –pese a las experiencias emergentes– de la formación de una cognición colectiva, eminentemente social, anclada en las nuevas condiciones, capaz de amparar tal relato como principio articulador de intereses. Es un tiempo de transición intensa. Lo viejo no aglutina ni lo explica, mientras lo nuevo aún pugna por despuntar.

La distintiva intensidad de la movilización indica cursos dinámicos de formación de nuevas identidades sociales, pero la drástica transformación estructural impone aún un lastre sobre la apropiación de las nuevas condiciones culturales, tanto dentro de las nuevas y heterogéneas franjas medias como de los nuevos grupos de trabajadores, sobre todo del mundo de los servicios. Las viejas identidades no dan respuestas, pero las nuevas aún ruedan en formación. Tal es el vertiginoso interregno chileno donde se dirime el carácter de las confrontaciones y su capacidad para erigir nuevos horizontes.

Todavía campea una crisis de racionalidad ante las nuevas condiciones sociales, como el mutado panorama del trabajo o la extrema mercantilización de la reproducción social. La sensación dominante, aparte de la rebeldía, es de incertidumbre. La vida cotidiana, sin expresión política, acaso más bien negada, se debate en empeños de formulación de nuevos relatos sobre esta experiencia. De ahí el peso de una contradictoria ilusión con el individuo como eje de la reproducción social y la emergencia masiva e intensa de nuevas formas de asociatividad y construcción identitaria; la coexistencia de demandas por derechos sociales y autonomía individual, contrapuestas a ojos de viejos idearios, sin articulación en un proyecto social. La medida en que interpelan la subordinación de los ideales de libertad a los de igualdad en los viejos proyectos de izquierda, es notoria y desafiante. Es que la crisis de representación interpela, con su estallido sin banderas ni oradores, a más de un ideario: la crisis del ideario socialdemócrata, pero también aquel de izquierda clásico.

La complejidad de las nuevas formas de asociatividad releva un individuo que demanda reconocimiento y espacio en su condición de tal, en medio de nuevas coordinadoras que movilizan y dan forma a nuevos intereses. En ese camino de identidades, organizaciones y luchas lo que emerge es un pueblo como idea de una forma histórica concreta de la conciencia social, con anclajes pluriclasistas en diversos sectores y grupos subalternos de la sociedad.[10] Es la constitución de un sujeto histórico que, ya desde octubre de 2019, empieza a dar una fisonomía común a la subalternidad del neoliberalismo avanzado, rebasando los límites de la política de la transición a la democracia hacia una redefinición del patrón de desarrollo y la propia política, cuyo poder constituyente se plasma en la redacción de una nueva Carta Magna.

Es un nuevo pueblo (Ruiz, 2020a), no aquel del siglo XX, poblado de aquellos sujetos sociales, intereses y formas de organización por todos conocidas, sus cimas y derrotas, alcances y crisis.[11] Tampoco lo es la alteridad en confrontación, pues esta vez, a diferencia de la crisis de la alianza desarrollista cifrada en el llamado Estado de Compromiso, es una elite neoliberal que surge de la fusión neoligárquica de las elites de la pugna que rige en la restringida transición chilena a la democracia, y del grado en que se distancia de la sociedad en la medida que sitúa su llamada “gobernabilidad” en la reproducción de la desarticulación social heredada de la dictadura, en lugar de promover la agrupación y representación política de intereses y la formación de acuerdos sociales. En lugar de ello, es la rotunda negación y el enmudecimiento subalterno por toda opción popular. De allí la acendrada frontalidad que adquiere la demanda por reconocimiento del nuevo sujeto popular, a partir de estas excluyentes condiciones de dominación y sus correlatos de negación, hasta que consigue horadarla mediante la revuelta social y abrir un proceso constituyente de redefinición política del régimen de la transición y sus modos neoligárquicos.

Bajo esta experiencia de transformación neoliberal surgen nuevos sectores sociales que resultan confrontados orgánicamente con las formas de expansión capitalista que trae consigo y su invasiva reconfiguración de la vida cotidiana, abriendo nuevos ámbitos de conflictos de los que son distintivamente expresivos. Más allá de cualquier voluntarismo y de crítica intelectual o moral que quepa al neoliberalismo, son estos sectores quienes resultan situados en la antípoda más frontal a este. De ahí que encabecen la revuelta social y hasta resulten, por eso mismo, posiblemente sus propios sepultureros. Este es el nuevo pueblo, es esta nueva subalternidad neoliberal.

La novedad del pueblo del siglo XX estuvo cifrada en la crisis de la dominación agraria, proyectándose desde las primeras décadas de esa centuria en el movimiento obrero y los sectores medios. La emergencia hoy de un nuevo pueblo abre, otra vez, los desafíos de comprensión de nuevas condiciones de desarrollo del conflicto social y político, en tanto la revuelta social remite a un curso de cambio histórico. Antes, el pueblo en que se afirmara la cultura política de la izquierda chilena es ese sujeto que emerge de la crisis de la dominación de la oligarquía agraria, y constituye las bases sociales de sustentación de los proyectos políticos del siglo XX, izando nuevos actores e ideologías con la formación y ascenso de esos sectores obreros y medios, como ejes del cambio del panorama social y cultural que había marcado al siglo XIX. Allí se anclan los relatos y las aspiraciones que marcan las décadas siguientes.

Ese no es el pueblo que tenemos ahora presente. Es una inadecuación intelectual y política seguir apelando a aquel sujeto histórico como protagonista central del actual conflicto social, tanto en su composición en términos de la estructura de clases y grupos sociales, como de las fuentes de conflicto social y cultural que lo movilizan, a partir de las nuevas formas de explotación propias de esta fase de expansión capitalista, donde se cifra, como hemos insistido, la especificidad histórica de la experiencia chilena, por la intensidad y profundidad distintiva de un neoliberalismo avanzado de ya casi medio siglo, que trastoca no solo la estructura económica sino institucional, el tipo de Estado y la propia esfera política. Un panorama neoliberal cuya apreciación resulta muchas veces limitada a sus efectos coactivos, ignorando las dimensiones en que produce un nuevo orden (la dominación produce en gran medida la forma en que es apreciada, fijando la atención sobre los excesos del poder más que en su esencia); es un cambio que no solo evita lo que no quiere, sino que produce nuevas condiciones de desenvolvimiento a las que se corresponden nuevas contradicciones, precisamente esas que estallan hoy. No es casual que la imagen que por mucho tiempo se tiene sobre el neoliberalismo en Chile es la de Pinochet y la dictadura, donde se pierde el avance del neoliberalismo en gobiernos civiles democráticos. Eso es justamente lo que estalla hoy, con este nuevo pueblo. Hoy el conflicto con el neoliberalismo se separa definitivamente del discurso anti-dictadura.

Se enfrenta ya no a las viejas burguesías industriales ni a los restos de explotación terrateniente, sino a una oligarquía neoliberal de extrema concentración de patrimonios, de los ingresos y las oportunidades, en base a la mercantilización de la reproducción social, de la privatización aguda de la vida cotidiana, de la configuración de un individuo que para obtener salud, educación y pensiones tiene que ir al mercado, en condiciones de financiarización forzada. Esta privatización que alcanza hasta el uso de la infraestructura pública abre nuevas formas de explotación eminentemente rentistas, de apropiación de las capacidades productivas de la sociedad, con amparo estatal, dando lugar a un conflicto social y cultural nuevo. Al trasladar la explotación a la reproducción social, trastocando la antigua vida privada, abre nuevas dimensiones de conflicto. El nuevo sujeto elabora horizontes de politicidad sobre esferas que antes eran tenidas por privadas, o sea, no públicas. De ahí la proliferación de nuevos actores, coordinadoras y formas de organización abocadas a luchas en zonas no tradicionales de conflicto social y de enfrentamiento a la explotación. Son los nuevos sectores sociales, ligados en forma más directa y orgánica a esta nueva fase histórica de la explotación bajo el neoliberalismo ortodoxo, y a sus nuevos desafíos de emancipación y libertad.

Ha estallado esa utopía elitista de una política sin sociedad, propia del régimen político de la transición. La demanda popular democrática de reconocimiento de nuevos intereses sociales, ante la expansión neoliberal de la explotación capitalista, y la legitimidad de sus conflictos negados institucionalmente, aparecen confrontadas con el discurso de la gobernabilidad, como estabilidad conservadora. Su desenlace se remite a una disputa por el carácter social de la política, esto es, el reconocimiento o la negación de intereses sociales, la posibilidad de su reconocimiento y procesamiento institucional y, como parte de ello, su inclusión en los procesos de construcción del Estado de los cuales han sido férreamente excluidos.

En definitiva, la política es siempre una disputa por aquello que incluye y lo que excluye de la órbita legítima, léase institucional, del procesamiento político. El propio desafío constituyente que se ha abierto es parte definitoria de tal dimensión del proceso histórico en curso. La historia está abierta y, en estos tiempos, en Chile corre aceleradamente.

 

Bibliografía

 

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[1] Para un panorama más amplio acerca de los cambios en la estructura social chilena desde 1970 hasta 2010, véase Ruiz y Boccardo (2014). Son agudos también los fenómenos de descampesinización y asalarización agrícola, y el desmantelamiento de la vieja burguesía industrial bajo un curso de reordenamiento del “mapa de la extrema riqueza” que favorece el ascenso de nuevos grupos económicos ligados a la égida financiera y la orientación primario-exportadora.

[2] Para comprender este proceso, su precocidad y duración, cabe tener en cuenta que en Chile, a diferencia del resto de América Latina, donde las medidas estatales de signo neoliberal se implementan recién en los años noventa –forzados los países bajo los patrones del Consenso de Washington con los que termina la “década perdida”–, los “Chicago Boys” toman la dirección económica de la Junta Militar en el año 1975, desplazando a los militares “neodesarrollistas” que seguían a sus pares brasileños y argentinos (Ruiz, 2019).

[3] Respecto a las implicancias de estos resultados, véase una discusión en INE (2003), Tironi et al. (2003) y Ruiz (2004).

[4] Un hecho ilustrativo se produjo meses antes de la revuelta social. En la ciudad de Osorno se desató un conflicto por la interrupción por varias semanas del suministro de agua potable, a cargo de la empresa concesionaria privada ESSAL, a raíz del derrumbe de hidrocarburo en una de sus plantas. Al frente de ella aparecía el ex subsecretario de Obras Públicas, que encabezó las concesiones sanitarias en los años noventa. Una imagen del abuso que luego apuntarían las protestas de octubre (Gutiérrez, 2021).

[5] El capitalismo contemporáneo está financiarizado, esto es, la actividad económica está impregnada en forma dominante de capital financiero, que la fuerza a interactuar con los mercados financieros y se erige como fuente principal de ganancia. Todo lo que se transa en la economía real está impregnado de capital financiero; no hay separación entre la economía real y financiera. Tal financiarización constituye el cambio histórico más relevante en la economía capitalista contemporánea. Véase Lapavitsas (2016) o Streeck (2017).

[6] Norbert Lechner (1988) señala este tipo de riesgos de la política restringida concebida en los pactos de la transición a la democracia.

[7] Como revela la desatención sobre la caída sostenida de la participación electoral.

[8] Una encuesta del conservador Centro de Estudios Públicos (2019) causa estupor entre dichas elites.

[9] Para un registro temprano de la evolución ascendente de este fenómeno véase Baño (1995).

[10] Hoy el peso de los procesos forzados de individuación de la experiencia neoliberal no impide la marcha de cursos de formación de un nuevo sujeto popular. En ello coinciden autores como Virno (2001; 2003) o Negri y Hardt (2004). La individuación no resulta contradictoria con las nuevas formas de comunalidad. Sin embargo, la contraposición que hacen entre pueblo y multitud, recuperando la clásica distinción con anclaje en Hobbes y Spinoza, no da cuenta de la especificidad latinoamericana muy ligada a inacabados procesos de formación de clases. Hay un vasto debate en el pensamiento social latinoamericano en torno a la correspondencia que las nociones de clase y pueblo guardan con la condición de los grupos subalternos en la región, sus luchas y alcances, que adquiere relevantes connotaciones políticas. Entre los primeros destacan Francisco Weffort, René Zavaleta, Enzo Faletto, Ernesto Laclau, Aníbal Quijano, entre otros. Si la noción de clase alude a un conflicto con orientaciones anticapitalistas (cuya presencia se pone en duda como forma predominante, en especial bajo las experiencias populistas y la modalidad dependiente que adopta el desarrollo del capitalismo en la región); la noción de pueblo, en cambio, se vincula a las formas histórico-concretas de enfrentamiento a los modos de dominio y la construcción de formas de politicidad y sus respectivos actores. De esta forma, la noción de pueblo adquiere sentido como expresión de la lucha política, social y económica, de una heterogeneidad de sectores subalternos que se enfrentan a formas neoligárquicas de poder, de marcados rasgos estamentales. Si bien esta discusión recupera distintos antecedentes del pensamiento crítico occidental, nos interesa en especial aquel que tiene anclaje en el desarrollo gramsciano. En Gramsci (1981) la noción de pueblo alude no tanto a un objeto como a una relación dinámica, concretamente de dominación (política y cultural, principalmente), a la vez que de búsqueda de emancipación y de resistencias a las formas de integración política subalterna que se imponen en la sociedad de clases. El pueblo, así, no designa a una clase social sino a un heterogéneo conjunto de "clases" que tienen en común la condición subalterna. Luego, más que una condición estructural, sobre todo en su acepción cosificante, en Gramsci el pueblo aparece como una relación entre el ejercicio del poder y las resistencias y empeños por desestabilizar dicho poder y alterar su naturaleza, o sea, como un espacio en disputa en torno al que agrega su conocida noción de "guerra de posición".

[11] Para un análisis de clase de las dificultades de articulación política de las distintas fracciones populares en el proceso de la Unidad Popular, puede verse Ruiz (2020b).