Soberanía Popular y Sujetos Políticos Emergentes:
Reflexiones desde el Perú del Siglo XXI
[Popular Sovereignty and Emerging Political Subjects:
Reflections from XXI Century Peru]
Carmen Ilizarbe
(Pontificia Universidad Católica del Perú)
cilizarbe@pucp.pe
Resumen
Este artículo discute la preponderancia que han alcanzado la idea y el ejercicio de la soberanía popular en la política peruana del siglo XXI, en un contexto marcado por la crisis de la democracia representativa inaugurada en 1980 y reinstituida –en clave neoliberal– en el año 2000. El argumento central es que un conjunto de expresiones de soberanía popular emerge para expresar, desde el espacio público e informal de la calle, un cúmulo de demandas sociales desatendidas por el Estado e inadecuadamente canalizadas por el sistema de representación política. Se revela la existencia de una pluralidad de sujetos sociales politizados, cuya diversidad expresa el carácter pluricultural y desigual de la sociedad nacional, pero constituye también un límite importante para la articulación de proyectos políticos de mayor envergadura.
Palabras clave: Perú; Soberanía Popular; Protestas; Democracia; Neoliberalismo
Abstract
This article discusses the preponderance of the idea and of the exercise of popular sovereignty in XXI century’s Peruvian politics. The immediate context is marked by the crisis of representative democracy inaugurated in 1980 and reinstituted –in neoliberal fashion– in 2000. The main argument is that a wide array of expressions of popular sovereignty emerges to express, from the public and informal space of the street, an accumulation of social demands neglected by the State and inadequately channeled by the system of political representation. The plurality of politicized social subjects, whose diversity expresses the pluricultural and unequal character of the national society, reveals the breadth of the politicization of society but also its challenges and limits for the articulation of larger political projects.
Keywords: Peru; Popular Sovereignty; Protests; Democracy; Neoliberalism
Recibido: 31/08/2021
Evaluación: 20/10/2021
Aceptado: 16/11/2021
El siglo XXI viene siendo prolífico en experiencias de intervención política que revelan un resurgimiento de la idea y la praxis de la soberanía popular. Las protestas callejeras multitudinarias se han hecho sentir en distintas partes del mundo, en el norte y en el sur, en oriente y occidente, en respuesta a crisis y quiebres económicos con fuerte impacto social, pero también en respuesta al agotamiento de los sistemas de representación política que florecieran en el siglo XX. Estas formas de desborde popular que rebasan los canales establecidos en la expresión del desacuerdo y el descontento revelan agotamientos mayores, decadencias quizás irreparables de la política instituida, y van abriendo espacio para la rearticulación de energías y proyectos políticos en clave popular. Pueden leerse como un síntoma de cambios importantes en la comprensión y en la construcción contemporánea de “lo político”, en respuesta a las fallas estructurales de un sistema político asentado en el mecanismo de la intermediación. Corresponde así preguntarse ¿Qué caracteriza esta reemergencia popular, en el contexto de la desestructuración de la política representativa? ¿Qué caracteriza a los sujetos políticos protagónicos emergentes? ¿Qué posibilidades abre esta politización de la sociedad para la redemocratización de la política?
En la primera década del siglo XXI, en América Latina, las movilizaciones populares impulsaron gobiernos de izquierda en Bolivia, Ecuador y Venezuela (Cameron, 2010) y revueltas contra el neoliberalismo en Argentina (Cohen, 2003). Ya en la segunda década, en Europa del Este, protestas callejeras masivas exigieron elecciones libres y justas en Ucrania (la llamada Revolución Naranja) y en Georgia (la Revolución de las Rosas). En Egipto, la plaza Tahrir desató una revolución democrática que se extendió a otros países árabes y reveló el surgimiento de un nuevo imaginario político en esa región: la nación democrática laica (Challand, 2011). Las movilizaciones orientales resonaron con fuerza en Europa y Estados Unidos, donde mucha gente se movilizó en reacción a la crisis financiera global del 2008: en España los Indignados exigieron un cambio radical y el movimiento del 99% surgió en varias ciudades europeas (Castells, 2012). Estallaron motines en Atenas, París e Inglaterra (Badiou, 2012). En los Estados Unidos de América, el movimiento Occupy Wall Street se expandió por buena parte del país (Graeber, 2011; Castells, 2012; Butler, 2015). Y solo medio año antes que la pandemia de la COVID-19 forzara al distanciamiento físico, el confinamiento y el abandono de los espacios públicos, en América Latina las calles se vieron inundadas de multitudes que pusieron en jaque a varios gobiernos. En Argentina el movimiento de mujeres impulsó, hasta lograrla, la promulgación de la ley que legaliza el aborto y lo declara un derecho garantizado por el Estado (Gago, 2018). En otros países como Ecuador y Colombia, las protestas y movilizaciones callejeras fueron determinantes para contener medidas de ajuste económico. En Chile las revueltas iniciadas por estudiantes de colegio, en claro desacato a una norma estatal que elevaba aún más el costo de vida de los sectores populares, desataron las multitudinarias protestas hoy conocidas como “El Estallido”, el mismo que ha impulsado un proceso constituyente y de refundación política (Araujo, 2019; Heiss, 2020).
En el Perú, a pesar de su desarticulación y heterogeneidad, las protestas y movilizaciones sociales funcionaron como poder de veto electoral y de contención de políticas públicas neoliberales en los últimos 20 años (Ilizarbe, 2016; 2017). El caso más nítido ocurrió en noviembre del 2020, cuando en medio de la pandemia del COVID-19 que en el Perú impuso estrictas medidas de inmovilización social y aun así cobró una cifra récord de muertes en el mundo (Horton, 2021), una multitud emergió contundentemente para impedir la toma del poder de una alianza de organizaciones mafiosas instalada en el Congreso de la República (Ilizarbe, 2020b). La movilización popular fue reactiva, inmediata, espontánea y muy efectiva: logró derrocar al gobierno usurpador en cinco días y forzó la promulgación de un nuevo presidente con aceptación popular. Así, la fuerza de la idea y la práctica de la soberanía popular funcionaba como mecanismo de contención de una crisis constitucional que llevaba al país, veinte años después, a un nuevo proceso de transición política, semejante y distinto del proceso de transición iniciado luego de la caída del fujimorismo en el 2000. La fuerza de la sociedad politizada se hacía evidente, y también la extrema debilidad del sistema político.
Los escenarios, los actores, las agendas y las perspectivas son, sin embargo, variadas. No solo responden a contextos y tradiciones políticas diversas, sino que se expresan en formas distintas, no necesariamente coincidentes y con resultados dispares. No se trata, por ello, de plantear una única lectura sino de tratar de pensar en qué medida esta pluralidad de expresiones de soberanía popular permiten imaginar nuevas maneras de hacer política. En este artículo me interesa llamar la atención sobre las formas que adoptan hoy las expresiones de soberanía popular y reflexionar sobre las posibilidades que abren –o no– para profundizar la democracia. Tomo como caso de análisis el Perú del siglo XXI, situando la pregunta por el carácter y las potencialidades y límites de los sujetos políticos emergentes en las coordenadas específicas del contexto político y social nacional e internacional.
Crisis política y emergencia de la soberanía popular
La emergencia de expresiones de soberanía popular en el Perú debe pensarse en el contexto de dos factores importantes: 1) la desestructuración de las instancias de representación política y la crisis del sistema político y 2) el enraizamiento sociocultural, no solo económico y político, del neoliberalismo.
En cuanto al primer factor, las protestas y movilizaciones populares emergen como una reacción a la creciente desestructuración de las instituciones políticas fundamentales de la democracia representativa. Aunque la crisis de legitimidad de los partidos políticos es un fenómeno recurrente y bastante extendido en el mundo, no se trata solamente de esto. La propia idea de la representación como mecanismo político viable ha entrado en crisis y quizás de manera irreversible. Piénsese que el concepto de representación informa los diseños institucionales de todas las democracias contemporáneas y que su formulación está atada a las primeras conceptualizaciones del Estado moderno. Así, al menos desde Thomas Hobbes, tenemos que se ha aceptado como legítima la idea de que el poder puede ser delegado en otras personas y aun así mantenerse. Como ha señalado Manin (1997), la ficción de la representación (hacer “como si” estuvieran presentes con voz y voto quienes en realidad están ausentes de los procesos de deliberación y toma de decisiones) ha sido fundamental para el desarrollo de las democracias modernas. He argumentado anteriormente que la ficción se ha quebrado y que la idea misma de representación (no solo las instituciones clave y los procedimientos que la hacen funcionar) ha entrado en crisis (Ilizarbe, 2016).
Samuel Huntington (1968) señaló en Political Order in Changing Societies, que la institución fundamental para la estabilidad política de los Estados modernos es el partido político. En efecto, es la institución clave en un sistema absolutamente basado en la representación, que en la práctica opera en base a la delegación del poder y no en base al ejercicio directo y universal de la ciudadanía (Castoriadis, 1997). La delegación del poder es, en realidad, la característica fundante de los sistemas representativos modernos y no solo una anomalía constitutiva en algunos casos (O’Donnell, 1992).
Así, es en respuesta a la desconexión entre gobernantes y gobernados que surgen formas de autorepresentación política que prescinden de los partidos y sus agendas, pero también de los poco efectivos canales institucionales previstos por el sistema de representación (Ilizarbe, 2017). No se abandona el campo de la política, más bien se busca recuperarlo y, en no pocas ocasiones, incluso se busca impulsar procesos de reinstitución democrática, con lo que se hace evidente la reemergencia de la soberanía popular y la posibilidad de constituirse incluso en un poder constituyente (Kalyvas, 2012). En este marco, las multitudinarias y diversas formas de expresión de soberanía popular pueden leerse como un síntoma de cambios importantes en la comprensión y en la construcción contemporánea de lo político.
El Perú de inicios de siglo XXI está marcado por la transición hacia la democracia del año 2000. Después de los largos y duros años de conflicto armado interno, crisis económica y autoritarismo en las dos décadas finales del siglo XX, se abrió un espacio para la institucionalización de la democracia, a la par que se expandía y enraizaba el régimen neoliberal. Las condiciones, sin embargo, en las que este proceso se desarrollaba eran de precariedad institucional pues la crisis de representación alcanzaba no solo a los partidos políticos sino también a la propia idea de la representación y a la democracia representativa (fuertemente influenciada por el modelo liberal) que ha privilegiado una forma específica de comprensión de los derechos, del sujeto político y de la propia dinámica política. El liberalismo asume que el sujeto de derecho es el individuo; que este tiene prioridad por sobre lo comunal y social; que la racionalidad instrumental es su característica definitiva y universal; que la libertad y la equidad (no la igualdad) son valores prioritarios y que la desigualdad social es consustancial y beneficiosa para la sociedad (Franco, 1998; Taylor, 2006).
Diversos autores hablan hoy en día de procesos de reversión de la democracia (Tilly, 2003; De Sousa, 2004; Rosanvallon, 2007), en los que las instituciones son como cascarones que han perdido su sentido y su orientación democrática (Crouch, 2000; Brown, 2015; Sassen, 2015). Varios coinciden en señalar que se mantienen las formas, pero no la sustancia democrática. Más bien, se constata que junto con el crecimiento de la desigualdad entra en crisis la idea de la igualdad (Rosanvallon, 2011) y se produce un vaciamiento de sentido y orientación democrática de las instituciones más importantes del sistema político.
Asimismo, es claro que hoy el sistema internacional está en crisis ante la emergencia de actores supranacionales y transnacionales (corporaciones internacionales, organizaciones no gubernamentales transnacionales, cárteles, entre otros) cuyas interacciones definen un nuevo espacio de acción (el ámbito global en el que no hay ley ni autoridades universales) y priorizan ciertas formas de relación (intercambios económicos). Los Estados nación han perdido fuerza y autonomía: en muchos casos no tienen el monopolio de la fuerza, ven erosionados sus límites territoriales y sus decisiones son puestas en cuestión, tanto por actores internos como externos. Es claro que transitamos por un largo ciclo de precarización institucional, aparejado con procesos de movilización y turbulencia social fuertes que es necesario descifrar.
En cuanto al segundo factor, la decadencia de la democracia liberal ha sido vinculada por varios autores también al auge del neoliberalismo. Wendy Brown (2015) señala, retomando el trabajo de Michel Foucault sobre la gubernamentalidad, que el neoliberalismo es ante todo una forma particular de razonamiento que reconfigura todos los aspectos de la vida en términos económicos. La razón neoliberal se habría extendido a todas las dimensiones de la vida en sociedad reconfigurando incluso al propio sujeto y sus sensibilidades y minando los valores e instituciones fundamentales de la democracia. El neoliberalismo ha ido deshaciendo tanto las instituciones democráticas como el sujeto político de la democracia para transformarlos en instancias funcionales y subordinadas al desarrollo del capitalismo.
La racionalidad gubernamental se ha abocado a modelar la sociedad en términos mercantiles y a construir a los actores sociales como homo economicus (Brown, 2015, pp. 17-35). Así, el neoliberalismo no debe ser entendido solamente como un programa económico sino principalmente como una racionalidad e incluso una antropología particular que socava los fundamentos del liberalismo y reinventa la comprensión del sujeto y de la propia sociedad al darle prioridad a las libertades económicas por encima de las libertades políticas, a lo privado por sobre lo público y a la competencia por sobre la cooperación (Escalante, 2016).
Desde este punto de vista todos somos sujetos del neoliberalismo, formados en su racionalidad y sujetos a su exigente dinámica que se impone cotidianamente sobre los individuos precarizando sus vidas y ralentizando sus expectativas, desarticulando formas comunales y colectivas de existencia. Incluso si echamos un vistazo al desarrollo de lo que se ha venido a llamar “izquierda” en América Latina y a las características del llamado “giro a la izquierda” representado por los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil, Uruguay y Argentina en la primera década del siglo XXI (Cameron y Hershberg, 2010) podemos convenir en que se trata de proyectos políticos que llegan al poder por la vía electoral, lo que en sí mismo representa un cambio importante en relación con los proyectos revolucionarios del siglo XX (Castañeda y Morales, 2010), pero que sin embargo no han podido desarrollar una alternativa significativa al neoliberalismo que se ha expandido en la región. En la práctica los gobiernos de izquierda han desarrollado un discurso progresista que fortalece el rol del Estado como agente redistributivo que busca reducir las desigualdades económicas y sociales, pero están inscritos en la lógica neo extractivista del capitalismo del siglo XXI (Gudynas, 2009; Coronil, 2011). No han sido capaces de forjar un sistema económico y productivo alternativo, pero además han hecho poco por democratizar el ejercicio del poder, reeditando liderazgos populistas y verticales.
Sin embargo, existe también una reacción a la avanzada neoliberal que ha ido creciendo y expandiéndose a nivel global luego de la crisis internacional del 2008. El impacto social y político de la crisis financiera ha sido el detonante para la politización de la sociedad y la reconstitución de sujetos colectivos que también actúan a nivel global y buscan defenderse, socavar y hasta desterrar a los gobiernos funcionales al neoliberalismo. Las olas de protestas en lugares tan disímiles como Argentina, Grecia, Inglaterra, Estados Unidos o España, visibilizan la capacidad de respuesta de actores sociales que irrumpen en el espacio político como un contrapoder intentando darle nuevo rumbo a los gobiernos (Castells, 2012). Sin embargo, no hay que perder de vista que hasta el momento la sociedad politizada se constituye sobre todo como una fuerza para la resistencia desarticulada que logra desestabilizar la gubernamentalidad (racionalidad de gobierno) neoliberal pero difícilmente derrocarla (Gago, 2015).
Si bien la transición permitió un cambio de régimen (de autoritarismo con visos de dictadura a democracia electoral) es importante resaltar la continuidad del modelo neoliberal. Las características particulares del Perú en las dos últimas décadas del siglo XX (conflicto armado interno, crisis económica y colapso del sistema de partidos) facilitaron la instauración del gobierno autoritario, corrupto y neopopulista (Rousseau, 2012) de Alberto Fujimori que implementó cambios importantes en la relación entre el Estado y la ciudadanía, cooptando sus organizaciones sociales, centralizando el poder en el nivel más alto del poder ejecutivo e iniciando una serie de recortes importantes a los de derechos sociales, económicos y políticos de la ciudadanía (Crabtree, 2000; Cotler y Grompone, 2001; Degregori, 2001; Pease, 2003; Rousseau, 2012).
El neoliberalismo fue institucionalizado estructuralmente a través del cambio constitucional y la reforma del Estado, en medio de un conflicto armado interno en el que la figura de Sendero Luminoso y el extremismo de izquierda fueron usadas para legitimar e invisibilizar el discurso neoliberal. El proceso de democratización iniciado el 2000 fue impulsado por un movimiento ciudadano popular que permitió recuperar la democracia electoral, pero el cambio de régimen no alteró el despliegue del modelo, por el contrario, los sucesivos gobiernos elegidos democráticamente se han encargado (independientemente de sus promesas y programas de derecha o izquierda) de asegurar la continuidad del modelo, planteando que el objetivo fundamental del Estado es asegurar el crecimiento económico, la competitividad internacional y las inversiones extranjeras, en detrimento del gasto social y la inversión pública en bienes y servicios para las grandes mayorías (Ilizarbe, 2020). Asimismo, el neoliberalismo se enraizó desarrollando nuevos sentidos de identidad nacional que alcanzaron arraigo popular, expresados en la narrativa y las políticas promovidas alrededor de la Marca Perú y el discurso del emprendedurismo (Cánepa y Lamas, 2020).
Por ello, en el caso del Perú, la primera característica a resaltar es la sinergia entre la democracia electoral y la instauración del neoliberalismo. Este se ha consolidado como el contexto de sentido que privilegia la atomización, el individualismo y la competencia, acentuando dinámicas que minaron el tejido social y político del país en las dos últimas décadas del siglo XX (conflicto armado interno, crisis económica, crisis del sistema de partidos). Hoy en día es difícil generar organización a nivel social pero también político. Los partidos ya no existen, solamente organizaciones que circunstancialmente establecen alianzas para competir por puestos y cargos en las elecciones (Zavaleta, 2014). Los conceptos de bien común y ciudadanía están cada vez más ausentes del imaginario y del propio discurso de los políticos, del Estado y de los medios de comunicación. Los nuevos sujetos son beneficiarios, pobladores, vecinos o consumidores.
Pero el “fetichismo de los resultados económicos” que instituye una jerarquía de valores de acuerdo a la cual “las personas deben ajustarse a las cosas” (Gonzáles de Olarte, 1998, p. 26) que ha producido resultados importantes a nivel macroeconómico (Francke, 2010) no ha ido parejo con la reducción de la inequidad y la exclusión. No ha habido políticas públicas de peso para la generación de empleo, la consolidación de industrias nacionales, la diversificación productiva y el fortalecimiento de otras actividades productivas como la pesca, el turismo o la agricultura. Tampoco se ha invertido significativamente en mejorar y ampliar servicios básicos como educación, salud o vivienda. El dinero obtenido no ha sido redistribuido en el gasto social. Todo esto ha generado insatisfacción, descontento y una oposición social sostenida principalmente desde las calles, un proceso de politización de la sociedad formada por los excluidos y excluidas de los procesos de toma de decisiones que, a falta de canales de representación política, asume desde las calles y los márgenes del poder el inmenso reto de la autorepresentación por la vía del ejercicio colectivo de la ciudadanía. Como la transición democrática fue, también, producto del reclamo desde la calle por el ensanchamiento del espacio político, resulta que se trata de reclamos ciudadanos que quieren redefinir desde sus particulares visiones el contenido de la justicia (Ilizarbe, 2017).
Desde la transición del 2000, las protestas ciudadanas emergieron como una expresión reactiva de soberanía popular, en respuesta a la indolencia del Estado, con el que se reconstruye una relación de profunda desconfianza y antagonismo. Por su parte, el Estado responde cada vez más con un discurso y prácticas autoritarias y deshumanizadoras, en las que frecuentemente se acusa a quienes protestan de ser terroristas y antisistema que atentan contra el progreso y el desarrollo del país. Sobre la base de este discurso, los sucesivos gobiernos democráticamente elegidos han ido endureciendo su respuesta, tornándola cada vez más represiva y violenta en el contexto de declaratorias de estado de emergencia que se usan como excusa para las violaciones de derechos fundamentales y al debido proceso, han criminalizado la protesta y han legislado a favor de la impunidad de las FFAA y policiales cuando asesinan personas en las protestas (Defensoría del Pueblo, 2012).
Sujetos políticos emergentes y escenarios de la política
Conceptualmente, aproximarse a estas expresiones de soberanía popular supone adoptar una comprensión de la política que enfatice menos los procedimientos y las instituciones establecidas y preste más atención a las posibilidades de renovación e incluso refundación del propio sentido de la política. Exige considerar cómo la irrupción de lo extraordinario, como la centralidad que adquiere en la política la movilización masiva de la ciudadanía organizada para hacerse escuchar y tomar las decisiones en sus propias manos, puede sacudir los cimientos de las instituciones y prácticas que los alienan y resignificar la comprensión de la democracia (Kalyvas, 2008). Si la política es pensada no solo como reglas de juego ya establecidas, sino como el resultado de la acción concertada que incluso abre nuevos espacios para la participación e incidencia pública (Arendt, 1998) entonces, contiene como potencialidad el cambio radical. Así, aunque el cambio deseado no puede asegurarse, al remover y sacudir lo instituido ya se abre un espacio de conciencia y reivindicación de la autonomía, de la capacidad de auto y reinstituir las normas que organizan la vida colectiva (Castoriadis, 1997). Se abre así un espacio para rearticular la política, para generar nuevos sentidos y lenguajes, nuevas claves de producción de discurso político que eventualmente podrían producir formas de articulación política amplias e incluso dinámicas contrahegemónicas (Laclau, 1996; 2000; Fraser, 2019).
Desde este punto de vista, ¿qué caracteriza hoy a lo que emerge? Sin posibilidad o intención de ser exhaustiva, quisiera aludir a algunas categorías conceptuales para pensar especialmente a los sujetos políticos de este tiempo marcado por la reemergencia de la soberanía popular. En primera instancia, es importante tomar distancia de la teoría de los movimientos sociales que ha informado los análisis sociológicos y políticos en las últimas décadas del siglo XX (Jenkins, 1983; Tarrow, 1994; McAdam, McCarthy y Zald, 1996; Somma, 2020). El concepto de movimiento social, vinculado teóricamente al de sociedad civil y esfera pública (Habermas, 1996; Arato y Cohen, 2000), comprende las expresiones de soberanía popular como formas de acción colectiva que se sitúan dentro de los márgenes institucionales y hasta procedimentales de los sistemas políticos democráticos. Dentro de ese marco, el análisis se centra en explicar la emergencia de formas de movilización social desde las oportunidades y recursos con lo que se cuenta, asumiendo formas de racionalidad individual en las que el cálculo costo-beneficio predomina. También propongo tomar distancia de la categoría “pueblo” y la idea del populismo (Laclau, 2005) que asume la unificación de los actores sociales, aun si es solo temporalmente y a través de la articulación discursiva, en una lógica jerárquica que requiere la encarnación del liderazgo en un sujeto individual.
En el conjunto diverso de actores sociales que entran a la esfera de la participación política desde los márgenes de lo instituido, las y los jóvenes tienen un rol protagónico y tratan de impulsar formas de liderazgo que contrastan con estilos más tradicionales, personalistas y jerárquicos. Quieren marcar diferencia con formas de representación y liderazgo más tradicionales, en las que hay un culto a la personalidad, liderazgos “naturales”, representantes que se eternizan en sus cargos, que centralizan y no delegan. Esa forma de liderar no solo es visible en la política, también lo es en lo social. Por eso insisten en desarrollar una nueva forma de organización más horizontal, anónima, con liderazgos que no se dejan notar para proyectar públicamente la imagen de un grupo organizado horizontalmente. Se denominan “colectivos” y reivindican la acción y el momento de la articulación como lo definitorio de su identidad: lo suyo es “activar” cuando es necesario, no forjar organizaciones, programas, instituciones. Se constituyen en una fuerza para la resistencia, más que para la acción política propositiva ejerciendo un poder de veto efectivo que no busca involucrarse como actor protagónico del ejercicio del poder.
El colectivo No A Keiko (NAK) es un buen ejemplo de un movimiento que se constituye como una plataforma capaz de agrupar desde organizaciones sociales bien establecidas hasta colectivos e individuos alrededor de una campaña con un mensaje nítido y un antagonista bien identificado (Fernández-Maldonado y Navarro, 2016). Un núcleo impulsor articula organizaciones, colectivos e individuos, estilos tradicionales y novedosos, combinando lo espontáneo con la organización y discursos bien establecidos con nuevas demandas. Es interesante resaltar que realizan un trabajo de recuperación de la memoria política en un contexto de silenciamiento y olvido promovido por los actores de los escenarios mediático e institucional, a través de las nuevas tecnologías y el lenguaje audiovisual, gracias a los cuales pueden conectar y articular acciones simultáneas con rapidez e incluso de verse reflejados en otras experiencias similares en otras partes del mundo (Castells, 2012).
Sin embargo, y como se ha señalado ya, plataformas como NAK se posicionan como actores de resistencia más que como actores con capacidad de generar apuestas alternativas. No se trata de subestimar la importancia política de los movimientos de resistencia, pero sí de ponderar su capacidad y las posibilidades de formas de articulación política mayor que permitan desarrollar planteamientos y propuestas fuertes que disputen el poder establecido y no solo lo desestabilicen. Estas no son tareas sencillas considerando que la pluralidad que encontramos en la sociedad politizada tiene que ver tanto con tipos diversos de sujetos políticos, como de estrategias y dinámicas de acción, demandas y agendas particulares.
Otro ejemplo importante de acciones de resistencia de envergadura es el de la articulación pública para posicionar y exigir justicia en el caso de las esterilizaciones forzadas durante el fujimorismo. En este caso se trata de una campaña de largo aliento que logró vincular a un conjunto diverso de actores sociales alrededor de una causa invisibilizada por años. La campaña logró articular asociaciones de víctimas, organismos no gubernamentales y plataformas de acción como la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos (CNDDHH) en un proceso tenso, a veces fragmentado y con estrategias disímiles (Ballón Gutiérrez, 2014). Los esfuerzos por sumar no siempre fueron exitosos, pero aun así se logró posicionar el tema en la agenda pública, impulsar las judicializaciones, convocar a un público más amplio y sensibilizar a la ciudadanía e incluso, de manera indirecta, sentar en parte las bases para la gran movilización #NiUnaMenos organizada en el 2016. Al Igual que NAK, la resistencia frente al caso de las esterilizaciones forzadas ha impulsado procesos de reconstrucción de la memoria política que juegan un rol importante en la construcción de la identidad ciudadana.
Las y los protagonistas de las protestas no han dejado de ser un conjunto plural que no puede resumirse ni promediarse. Precisamente en contra de la idea del “votante promedio”, los sujetos políticos de la calle no se expresan unitariamente como “pueblo”, ni responden a liderazgos articuladores como en los populismos de antaño (Laclau, 2005). En el caso peruano, Fujimori fue el último líder populista exitoso, quienes lo siguieron en el gobierno no han sido capaces de convocar afectos y lealtades y, más bien, parece haberse instalado una desconfianza muy fuerte respecto a los líderes. Esto torna difícil la construcción de movimientos liderados por individuos que asuman no solo su conducción, sino que se sientan y sean reconocidos como sus representantes. Quienes participan en movimientos y protestas se mantienen distantes de los líderes y las organizaciones sociales y políticas expresando desconfianza a la vez que afirmando su intención de actuar e incidir en el espacio político.
Otros conceptos para pensar los sujetos políticos democratizadores o de la democracia, similares en cierta forma al concepto de “pueblo” y la idea del populismo son los conceptos de “masa” más bien vinculado a la tradición marxista, y el concepto de “sociedad civil” vinculado a la democracia deliberativa. Rápidamente se puede anotar que el concepto de “masa” cancela la individualidad, la diferencia y presupone un vínculo también jerárquico y una división del trabajo (unos piensan y dirigen, otros hacen) con quienes lideran. El concepto de “sociedad civil”, por su parte, pone el acento en la deliberación, el acuerdo y la organización, pero plantea formas de acción intermediada en la que quienes participan en las deliberaciones y formulación de propuestas no deciden, no participan del gobierno; así se reproduce la lógica de la delegación del poder que tanto se critica hoy en la democracia representativa.
Quizás este sujeto político colectivo se entiende mejor desde la idea de multitud, un sujeto polifónico, articulado desde la conciencia de la necesidad de actuar concertadamente sin fusionarse. Dice Aristóteles:
Pero el que la masa debe ser soberana más que los mejores, pero pocos, puede parecer una solución y, aunque tiene cierta dificultad, ofrece quizá también algo de verdad. En efecto, los más, cada uno de los cuales es un hombre mediocre, pueden, sin embargo, reunidos, ser mejores que aquéllos, no individualmente, sino en conjunto. Lo mismo que los banquetes, en que han contribuido muchos, son mejores que los sufragados por uno solo. Al ser muchos, cada uno tiene una parte de virtud y de prudencia, y, reunidos, la multitud se hace como un solo hombre con muchos pies y muchas manos y muchos sentidos; así también ocurre con los caracteres y la inteligencia. (1998, 1281a-1281b, resaltado mío)
La multitud se articula alrededor de demandas nítidas pero también a través sus sentidos (Canetti, 1981) y de un conjunto de emociones que incluyen la alegría, la esperanza, la indignación y la rabia expresadas en los cantos, los bailes, los saltos, los gritos, las caminatas colectivas de horas, los lemas, las pancartas, los muñecones y banderolas con los que participan colectivos, familias, jóvenes, adultos, ancianos, organizaciones de la sociedad civil e individuos que simplemente se unen a las grandes movilizaciones. Muy en línea con la lectura poshegemónica de Jon Beasley-Murray (2010), la multitud se constituye como un sujeto abierto, contiguo, comunal y continuo; no como un pueblo organizado o una masa indiferenciada. En la calle no hay un actor o un sujeto político único es, más bien, una pluralidad de actores que además aparecen circunstancialmente, en algunos casos, o permanecen y buscan consolidarse identitariamente, en otros. En las calles vemos, por años, al movimiento indígena amazónico, a veces logrando apoyo nacional pero muchas veces sin él; y vemos, también, a grupos de jóvenes sostener protestas hasta lograr un objetivo político definido (como la derogatoria de la ley del trabajo que recortaba derechos a los jóvenes) y luego desmovilizarse (Ilizarbe, 2014). En la calle se expresa el poder colectivo que se afirma visibilizándose y haciéndose escuchar, sosteniendo una voluntad de lucha circunstancial que no necesariamente se sostiene más allá de la demanda que la origina.
La marcha #NiUnaMenos en el año 2016 es un ejemplo importante de expresión multitudinaria alrededor de un sentido común que se reclama y se siente universal o, por lo menos, con capacidad de apelar ampliamente a actores sociales e incluso institucionales diversos. Contra lo que suele suceder con las protestas, esta sí tuvo cobertura mediática y titulares, incluso antes de producirse. Logró apoyo explícito de importantes instituciones y autoridades del Estado y de la sociedad civil, de los medios y hasta de empresas que se apresuraron a colocar sus logos cerca del fenómeno social más importante del año. Quienes se oponían fueron bajando el volumen a sus críticas y quedaron como un puñado de personas y grupos desfasados, desenfocados. La protesta empezó a dar frutos aun antes de producirse. ¿De dónde salió y cómo ha sido posible todo esto? Empezó con la indignación frente a la enésima sentencia judicial exculpatoria que institucionalizaba el despojo de derechos fundamentales de las mujeres. Se sostuvo en la rabia por la legitimidad que tienen en la sociedad la violencia sexual y el feminicidio expuestos en fotos, titulares y reportajes televisivos que los normalizan como actos aislados, nunca como el mal endémico que son. Y cristalizó con la solidaridad, con el reconocimiento y la memoria hecha palabra, con la escucha y el abrazo virtual, con las lágrimas compartidas, con la garganta hecha un nudo y los puños cerrados. La certeza de ser miles y millones permitió pasar de la impotencia solitaria y silenciosa al grito colectivo y público que afirma la decisión de cambiar las cosas, de remover instituciones y comportamientos, los sentidos comunes y hasta la imaginación. La marcha fue multitudinaria, la más grande que se hubiera visto hasta ese momento, congregando a millones de mujeres en todo el país y también a varones y familias enteras y a organizaciones diversas que hoy querían decir en voz alta que la violencia contra las mujeres debe terminar.
De otro lado, internamente se desarrollaron fuertes tensiones entre distintos grupos que pugnaban por hacer prevalecer sus demandas particulares. Mientras algunas querían visibilizar formas de violencia estructural vinculadas al modelo económico y no solo al patriarcado, otras querían hacer prevalecer un mensaje simple que permitiera convocar a muchas más personas e instituciones. Las disputas se organizaron a alrededor de tensiones entre identidades de clase, etnicidad, identidad de género y adscripción política. Aunque se intentó colectivizar el liderazgo con varias personas haciendo de voceras no se logró visibilizar, al interior de la impresionante multitud que marchó bajo el lema #NiUnaMenos, la complejidad y diversidad de los grupos e individuos y sus demandas. Este tipo de acciones con gran poder de convocatoria plantean múltiples retos, pero quizás el más significativo es el que tiene que ver con la dinámica de la hegemonía, la cual es más fuerte cuanto mayor capacidad de extensión del mensaje se tiene; y a la vez, más simplificado y excluyente de sentidos y contenidos cuanto más extenso. Así, tenemos la paradoja de que la construcción de un sentido potente, porque alcanza a mucha gente, implica procesos de reducción y hasta exclusión de ciertas demandas y actores. Este proceso de ampliación de la articulación y reducción del sentido/contenido de las demandas suele afectar a quienes son más marginales y radicales en el status quo. Se trata de una dinámica de tensión interna propia del carácter plural de la multitud, al que se le ha prestado poca atención en la teoría contemporánea de la hegemonía (Laclau, 1996; 2000; 2005).
He afirmado que la democracia peruana es una democracia electoral que promueve la desciudadanización a través del recorte de derechos adquiridos. Antes que la participación activa de la ciudadanía, se trata de un proceso sostenido de recorte de derechos ciudadanos que van haciendo retroceder casi imperceptiblemente la agenda de reivindicaciones populares. Un ejemplo notable es el de la reivindicación del derecho al aborto por parte del movimiento feminista: En los años 70 las demandas por derechos sexuales y reproductivos incluían el reclamo por el derecho al aborto, en general, y no solo en casos puntuales (Vargas, 2008, pp. 51-53). Hoy en día es bastante más difícil articular la demanda por el aborto, excepto en casos de violación o riesgo de muerte para la madre. En el mismo sentido es importante recalcar la persistencia de prácticas deshumanizadoras en relación a grupos específicos de la sociedad: las mujeres andinas y amazónicas esterilizadas masivamente; o la población LGBTIQ sometida a formas de violencia y segregación invisibilizadas y silenciadas social e institucionalmente. La modernización no parece haber alterado de manera sustantiva la lógica estamental que organiza jerárquicamente la sociedad peruana desde la colonia. Sin querer plantear que “nada ha cambiado” es importante visibilizar la forma en que la sociedad se “ordena” bajo una lógica vertical, excluyente y violenta que reproduce la segregación.
El Estado no se afirma como una república sino como una empresa administradora de recursos que distribuye entre grupos y sujetos de valor desigual. La ciudadanía por su parte resiste y subvierte las prácticas autoritarias del Estado con los recursos que tiene a su alcance (la movilización social) y desde los márgenes de la política instituida, con lo cual la dinámica preponderante en la escena política actual es la de la lucha antagónica entre actores diversos (sociales, políticos y económicos) que articulan sin sumar y sin construir unidad, voluntades e intereses. Así, la política peruana contemporánea se juega en tres escenarios de distinto tipo: el institucional, el mediático y la calle.
En el escenario institucional están las instituciones del Estado y los partidos políticos. Los actores centrales debieran ser los partidos, pero no lo son; en sentido estricto no hay partidos en competencia sino alianzas circunstanciales, asociaciones sin organización, identidad o programa, que simplemente buscan llegar al poder. En el escenario de los medios operan a las empresas y corporaciones que administran la información e inciden directamente en la conformación de lo que, en nuestro país, pasa como agenda pública. Este es el campo de la concentración de medios, de los coros monocordes que abiertamente defienden no solo al mismo conjunto de candidatos, sino que buscan imponer también el lenguaje y el tono de la anti política (Degregori, 2001). Jamás se hablará en los medios de los financiamientos de las campañas, menos aun de los programas, las capacidades y trayectorias de candidatos. En esta cancha groseramente inclinada por el peso específico y obeso de la concentración de medios, también juegan un rol importante las encuestas y las encuestadoras, proyectando la sensación de que la comunidad política puede de verdad ser retratada desde el concepto de opinión pública. Las encuestas trabajan con tendencias y buscan establecer siempre mayorías claras que proyecten una imagen de estabilidad alrededor de pretendidos “consensos” que se imaginan estables en el tiempo. Las encuestas tienden a oscurecer a las minorías (sectores rurales, por ejemplo) y privilegian la agenda establecida por los medios, formulando una y otra vez preguntas que difícilmente incorporan enfoques disidentes o alternativos a lo que se considera ya “una tendencia clara”. En la cancha inclinada de los medios, la idea de “la opinión pública” ayuda a proyectar la imagen falsamente estable de resultados definidos de antemano y casi inamovibles (la idea de candidatos con porcentajes significativos que ya no pueden alterarse, por ejemplo).
En el escenario de la calle encontramos grupos diversos de ciudadanos y ciudadanas, organizados y no organizados, ejerciendo directamente su derecho de expresión y de autorepresentación. La política de la calle no es una novedad para el Perú: desde fines del siglo XX las protestas y manifestaciones han sido la forma privilegiada por la sociedad para hacer frente al vacío de representación luego del colapso del sistema de partidos. Las movilizaciones contra el fujimorismo fueron determinantes en el 2000 y han seguido siendo una estrategia de contención de los abusos de gobernantes locales, regionales y nacionales en temas tan diversos como asignación de recursos, política laboral, concesiones territoriales, política productiva y económica entre otras. Desde luego, la calle no es necesaria o esencialmente democrática: también es escenario de prácticas antidemocráticas y de extrema violencia, o de esfuerzos por recortar derechos y ejercer control sobre ciertos grupos de personas. La calle es también espacio de prácticas cada vez más autoritarias y represivas de gobiernos intolerantes con el disenso y la diferencia y también espacio ignorado e invisibilizado por el escenario de los medios. Aun así, en los procesos electorales del siglo XX, la calle se constituyó en una tercera arena con sus propios actores –principalmente pero no solo jóvenes–, dinámica –protestas callejeras que intentan articular una movilización nacional– alrededor de una meta: impedir la llegada del fujimorismo al gobierno. Es esa misma fuerza social opositora la que en el año 2020, en plena pandemia, se movilizó espontánea y masivamente en plena pandemia de COVID-19, para evitar un golpe de Estado organizado por una alianza de organizaciones electorales mafiosas desde el Congreso de la República (Ilizarbe, 2020b; 2020c).
A pesar de la fuerza que el escenario de “la calle” es capaz de adquirir en situaciones de antagonismo claro, es importante señalar que no homogeneiza ni genera identidades políticas estables y duraderas, al menos no en el caso peruano. La calle es un espacio que alberga a una multiplicidad de actores sociales politizados cuyas diferencias entre sí son notables, pero logran articular aun así formas de contrapoder, o de soberanía social negativa (Rosanvallon, 2007, p. 31) en el sentido de que es defensiva, reactiva, antagónica, de resistencia y ejerce un poder contrahegemónico. Se trata de alianzas y articulaciones amplias y heterogéneas, extensas, que no necesitan coherencia ni tampoco resolver sus contradicciones porque solo buscan detener las acciones de otros y con articular acción de veto es suficiente. Lo más difícil es articular democracias de acción, propositivas, en positivo.
No es casual que la calle haya logrado constituirse en un escenario importante de los procesos electorales. El fenómeno político más notable, en lo que va del siglo XXI, es la institucionalización informal del conflicto entre gobernantes y gobernados en la política peruana. Las protestas en las calles, las huelgas, los plantones, los bloqueos de carreteras, las performances e intervenciones públicas, son prácticamente cosa de todos los días en Lima, en las ciudades más importantes del país y también en pueblos y espacios rurales. Por dos décadas y a nivel nacional las protestas organizadas por una pluralidad de grupos de la sociedad con demandas de diverso tipo se han hecho sentir con fuerza. Son parte de la escena política y han dejado de ser un fenómeno para convertirse en un rasgo característico de nuestra forma contemporánea de hacer política. La conflictividad social puede ser entendida como una expresión de expectativas democráticas generadas por un proceso de cambio de régimen (en nuestro caso, la transición democrática del 2000) que reclamaba refundar la política para hacerle espacio y darle voz de manera directa a quienes –en términos amplios– no suelen ser considerados interlocutores válidos de los agentes políticos. En ese sentido, la conflictividad social plantea el inmenso reto de la autorepresentación política y el cuestionamiento directo de los canales establecidos de manera institucional para la intermediación política (Ilizarbe, 2016).
Límites, tensiones, retos
Es importante recalcar que el escenario de la conflictividad social es complejo porque involucra diversos actores, estrategias y demandas que tienen en común el cuestionamiento directo a representantes del Estado, por asuntos que les afectan directamente. En general, se trata de acciones organizadas desde la sociedad que expresan desacuerdo en relación a alguna decisión o política de Estado buscando incidir directamente en su modificatoria o cancelación. Bajo estas características generales encontramos una pluralidad de manifestaciones que no pueden “sumarse” fácilmente porque tienen diferencias importantes entre sí. A veces se trata de organizaciones sociales que levantan demandas puntuales, a nivel local, y tratan de resolverlas con las autoridades respectivas a ese nivel. Este es el caso de cientos de protestas a nivel distrital dirigidas a alcaldes por demandas de diverso tipo, cuyo número fue mayoritario en el período inicial posterior a la transición democrática (Remy, 2005; Garay y Tanaka, 2009; Arce, 2011). A veces se trata de organizaciones sociales que se van articulando progresivamente a nivel regional y alcanzan luego capacidad de incidir en autoridades y representantes a nivel regional y nacional. Este es el caso de conflictos como los de Tambogrande entre el 2000 y 2003 (Paredes, 2008) y La Oroya entre 1997 y 2006 (Scurrah, Lingán y Pizarro, 2008) que han logrado articular un movimiento regional e incidir en la opinión pública nacional e internacional, obteniendo la atención de los medios masivos de comunicación y el gobierno central. Y a veces se trata de movimientos sociales que tienen una historia y una identidad reconocible, así como una agenda y un repertorio visibles. Este es el caso del movimiento indígena, del movimiento feminista, del movimiento de Derechos Humanos, del movimiento sindical, y más recientemente del movimiento ambiental. Como han señalado Bebbington, Scurrah y Bielich estos movimientos sociales tienen distintas temporalidades en la historia del país y en la actualidad algunos son más fuertes y visibles que otros. Asimismo, tienen objetivos, estrategias y discursos distintos, pero comparten el reclamo de tener mayor participación política en las decisiones que afectan a sus miembros reivindicando en el fondo mayor espacio para la democracia participativa (Bebbington, Scurrah y Bielich, 2011, p. 147).
También hay tensiones internas importantes a tomar en cuenta pues constituyen retos para la articulación política y organización de alternativas de mayor envergadura. Todas estas tensiones están vinculadas a la hegemonía del neoliberalismo, a la crisis de las formas de representación y organización que estructuraron la práctica política hasta fines del siglo XX y a las dificultades para generar proyectos políticos y económicos alternativos. De otro lado, las tensiones también apuntan a la posibilidad y la expectativa por generar nuevas prácticas y proyectos políticos, al deseo de construir alternativas. Aunque a veces pueda parecer que no se avanza y solo se resiste, que a pesar de las luchas el neoliberalismo avasalla y que el sistema coopta e incorpora incluso a sus antagonistas, es importante pensar en el rol que juega la desestabilización en el ejercicio del poder. Como ha planteado Judith Butler (2006) retomando el trabajo de Michel Foucault sobre la gubernamentalidad, el poder es fundamentalmente un ejercicio, una práctica que se desarrolla en múltiples espacios y situaciones, que debe reproducirse constantemente tanto en los espacios centrales (como las instituciones), como en los espacios marginales y más informales. Esa práctica cotidiana es la que “hace” o construye el poder, pero en esa dinámica puede también “deshacerse” cuando se desestabiliza, cuando se visibiliza, cuando se cuestiona, cuando se transgrede y cuando se reinventa apuntando en otra dirección.
Hay por lo menos cuatro tensiones importantes que resaltar:
- Espontaneidad - organización: la fuerza de la espontaneidad que en un momento puede ser determinante para la constitución de multitudes que ensanchan por fuerza el espacio público y la esfera de lo político entra en tensión con la necesidad de organizar, planificar y estructurar las acciones públicas. Desde otro ángulo esta tensión también refiere a la reacción contra lo instituido que, sin embargo, no cancela el interés por producir nuevas formas de institucionalidad.
- Horizontalidad - verticalidad: el deseo de construir formas de organización horizontal que correspondan a una nueva forma de hacer política, ya no jerárquicamente ni tan individualista, entra en tensión con las formas aprendidas de hacer política y con la necesidad de tener liderazgos visibles o vocerías en algunas circunstancias.
- Individualidad - comunalidad: en un contexto marcado por la racionalidad neoliberal que promueve la competencia y el individualismo radical las tendencias a la fragmentación y el recelo que genera la cancelación de la individualidad desalienta el trabajo colectivo. A la vez, se intuye que solo articulando y trabajando colectivamente se podrá lograr un cambio. El balance entre las reivindicaciones particulares y la exigencia de las apuestas compartidas hacen difícil construir espacios más permanentes que reclaman mayor compromiso del que se quiere o puede dar de manera sostenida.
- Emancipación - inclusión: No se puede asumir una comunidad de intereses en la construcción del proyecto político que articula a las multitudes que desbordan la política instituida. Cuanto más amplia y masiva es la incursión en el espacio político, menos denso y sustantivo es el contenido de la reivindicación política que puede incluir tanto a grupos que impulsan proyectos de transformación radical como otros que buscan solo reformas que aseguren formas de inclusión en lo establecido.
En conjunto el fenómeno de la politización de la sociedad que se observa en el Perú desde fines del siglo XX puede ser comparado con lo que Verónica Gago –retomando a Partha Chaterjee– define como espacio de disputa política en la que los gobernados resisten a la vez que se inscriben en la racionalidad gubernamental del neoliberalismo. En este contexto se aceptan ciertos límites de lo que significa hacer política, se desarrollan acciones dentro de ciertos marcos regulatorios de expresión y formulación de demandas definidos por el Estado, pero, a la vez, se rebasan esos límites para poder hacer política porque los marcos regulatorios definidos por el Estado no permiten el desacuerdo y subalternan, en sus prácticas, a los gobernados (Gago, 2015, pp. 311-313). Tomada en conjunto, la sociedad politizada es ambivalente en relación al neoliberalismo.
Conclusión
Veinte años después de la transición política pero no económica, mayores niveles de PBI no han significado la reducción significativa de las distintas brechas de desigualdad que caracterizan a la sociedad peruana. El descontento ha crecido y el cuestionamiento del modelo económico también, con lo que se hace patente el desacuerdo en temas importantes y de fondo que, sin embargo, sucesivos gobiernos se niegan a poner en discusión. Cada vez más el desacuerdo es tomado por los gobiernos como un peligro, en consecuencia, se ha ido instituyendo en el Estado una práctica autoritaria ante aquellos grupos de la sociedad que quieren manifestar su desacuerdo con las políticas gubernamentales e incidir en la toma de decisiones.
En un país con partidos políticos realmente existentes podríamos pedir que estas demandas se canalicen a través de estas instituciones. Pero como lo que tenemos son más bien organizaciones que solo agregan intereses particulares y privados para ganar elecciones y beneficiarse de ello, a los sectores sociales marginados del poder, que no tienen dinero para contratar lobistas, o que no tienen redes personales en los gobiernos, no les queda otra que asumir su propia representación desde la calle, organizándose para la acción colectiva. En el caso peruano, se puede plantear que ya no hay tanta tolerancia con la democracia delegativa, sino que más bien se percibe una intolerancia de las políticas que se consideran negativas. Se busca influir directamente en las decisiones políticas y se tiene conciencia de que la fuerza de la movilización social puede constituirse en un poder de veto para enfrentar a los gobernantes.
A pesar de todo, es importante afirmar la fuerza de la capacidad reactiva y la intención participativa de miles –sino millones– de personas y la capacidad propositiva y organizativa que se requiere para generar cambios profundos a distintos niveles. Hay un importante avance en la generación de una conciencia ciudadana que se expresa en la protesta, pero que, sin embargo, no es suficiente aun para constituirse en una alternativa política de envergadura.
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