Figuras de cera para una historia moderna. Los maniquíes del Museo de Luján como símbolo de una época en transición (Buenos Aires, primera mitad del siglo XX) [1]

[Wax figures for a modern history. Mannequins from Luján Museum as symbols of a transition time (Buenos Aires, first half of the 20 th century).]

María Elida Blasco

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani)

eliblasco@yahoo.com.ar

Resumen:

El artículo examina las figuras de cera de tamaño natural, con rasgos fisonómicos y atuendo de otras épocas, que conformaban las “reconstrucciones de escenas objetivas” del Museo Histórico y Colonial de la Provincia de Buenos Aires, inaugurado en Luján en 1923. Proponemos recons­truir el contexto en el cual el Museo las incorporó, analizar la complejidad de estos artefactos como instrumentos museográficos, y determinar el impacto que generaron en el público dentro y fuera de la institución. Consideramos que estos objetos permiten observar al menos tres proble­mas historiográficos de mayor envergadura relacionados con la cultura material: la interacción de los sujetos con artefactos confeccionados para usos y propósitos diversos; los mecanismos me­diante los cuales los objetos mutan o acentúan sus significados primigenios dependiendo de las intenciones de los agentes que los interpelan en contextos específicos; la capacidad de los artefac­tos para recuperar experiencias sociales previas, captando expresiones y manifestaciones colecti­vas intangibles.

Palabras claves: Figuras de Cera; Maniquíes; Museo Histórico; Puesta Museográfica; Moderni­dad.

Abstract:

This article studies the wax figures in natural size with physiognomic features and costumes of ancient times, which were part of the “reconstructions of objective scenes” of the Historical and Colonial Museum of Buenos Aires Province, opened in 1923. We propose to rebuild the context upon which the Museum added them, analyse the complexity of these devices as museographical resources, and establish the impact they produced on public inside and outside the institution. We consider that these objects allow us to observe at least three historiographical problems of greater magnitude in connection with material culture: the interaction of individuals with devices made for diverse uses and purpose, the mechanisms through which objects change or accentuate their original meanings depending on the intentions of the agents who question them in specific contexts, the ability of devices to recover previous social experiences capturing intangible collec­tive expressions and manifestations.

Keywords: Wax Figures; Mannequins; Historical Museum; Museographical Production; Moder­nity.

Recibido: 26/02/2020

Evaluación: 17/06/2020

Aceptado: 02/07/2020

“Una humanoide tan perfecta como una estatua de cera mecanizada”. Así describía un cronista a la autómata que lo recibía en el primer hotel atendido por robots (Ardiles, 2019). El hecho de que en el Japón híper-moderno fuera habitual este tipo de artefactos es interpretado como síntoma de resabios de la milenaria religión animista que susten­taba la creencia de que la naturaleza y los objetos están dotados de alma. Pero la historia de la “mujer de cartón piedra” que en 1970 inspiró los versos del cantautor catalán Juan Manuel Serrat, que pedía salir de la vidriera para terminar riendo y temblando en los brazos de su amado, obliga a relativizar el exotismo japonés. Al analizar los vínculos entre artefactos, relaciones sociales e identidades, los estudios sobre la cultura material permiten entender de qué manera el contacto con los objetos modela y regula acciones, relaciones, pensamientos y costumbres (Moreyra, 2014). Sin embargo, existe escaso diá­logo con –y entre– campos de estudio que exploran otras dimensiones de las materiali­dades: la historia social de las afectividades y emociones, la construcción de imaginarios y representaciones colectivas, la formación de colecciones y sus diversos usos en inter­acción con las disciplinas científicas, la representación museográfica, la cultura literaria, los avances tecnológicos, los circuitos mercantiles y la transformación en bienes de con­sumo masivo, son algunas de ellas.

Recuperando contribuciones de áreas disciplinarias diversas, este artículo se centra en el devenir de los maniquíes de cera de tamaño natural con rasgos fisonómicos, gestos y atuendo de otras épocas que, hasta el 2018, contextualizaban los cuadros evocativos o las “reconstrucciones de escenas objetivas” en el Museo Histórico y Colonial de la Pro­vincia de Buenos Aires, inaugurado en la ciudad de Luján en 1923 y que todavía pueden verse en el Parque Criollo y Museo Gauchesco “Ricardo Guiraldes” de San Antonio de Areco, abierto en 1938 (Blasco, 2011 y 2013). Concretamente se trata de reconstruir el contexto en el cual el Museo de Luján incorporó maniquíes de cera como parte constitu­tiva de la propuesta de exhibición durante las décadas de 1920 y 1930, explorar la com­plejidad de estos artefactos en tanto objetos museográficos y determinar el impacto que generaron en el público dentro y fuera del Museo. El propósito es indagar tres aspectos: a) los modos de interacción de los sujetos con artefactos confeccionados para usos y pro­pósitos diversos; b) los mecanismos mediante los cuales los objetos mutan o acentúan sus significados primigenios dependiendo de las intenciones de los agentes que los in­terpelan en contextos históricos específicos; c) la capacidad de los artefactos para recu­perar experiencias sociales previas y cristalizar expresiones y manifestaciones intangi­bles como los imaginarios, las representaciones, las sensibilidades y emociones colecti­vas.

Figuras de cera, autómatas y criaturas representativas del ser humano

Los artefactos de aspecto humano tuvieron gran notoriedad en el desarrollo de la vida sociocultural y económica del siglo XIX afectando las prácticas de sectores sociales am­plios –promotores, obreros, fabricantes, artistas, comerciantes, compradores, espectado­res, observadores, etc.– con intereses y experiencias muy diversas. Las esculturas de cera formaban parte de colecciones de museos donde adoptaban rostros de hombres y muje­res destacados fallecidos, con el propósito de provocar el recuerdo en las nuevas gene­raciones.[2] También existía una amplia producción industrial de maniquíes de vidriera de rasgos indefinidos, y de muñecas aptas para manipular, asociadas al juego en un in­cipiente descubrimiento de la noción de infancia (Mesa Gancedo, 2003). Además, el tea­tro de marionetas revolucionaba los espacios de entretenimiento mediante la experimen­tación con “figuras de movimiento” o “autómatas androides”, un tipo particular de fi­gura articulada que imitaba los movimientos de un ser animado: estos aparatos tenían sus orígenes en la antigüedad clásica, perfeccionando su desarrollo en el siglo XVIII y logrando que una vez que el sujeto las ponía en movimiento, mantuvieran su movilidad mediante mecanismos cada vez más sofisticados (Badiou, 2009, p. 99; tomado de Ayuso, 2014, p. 39). Recordemos la notoriedad de “la pianista, el dibujante y el escribiente”, construidos por el relojero suizo Pierre Jaquet-Droz en la década de 1770, exhibidos en ciudades europeas.

La fascinación por estos objetos involucró a la literatura fantástica, que se nutrió de ellos para idear personajes que se conocieron por la circulación de otros artefactos tangibles: los libros, folletos, revistas y periódicos. Para señalar dos ejemplos mundialmente famo­sos, recordemos la difusión de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) de la escritora británica Mary Shelley, donde para vencer a la muerte el Dr. Víctor Frankenstein ani­maba materia inerte y daba vida a una criatura deforme de aspecto humano creado con partes de cadáveres. También la marioneta de madera fabricada por el carpintero Gepe­tto, que cobraba vida como niño real en Las aventuras de Pinocho de Carlo Collodi, publi­cado por entregas en un periódico italiano entre 1881 y 1883. En ambos casos, las ilustra­ciones muestran las creaciones con rasgos de artificialidad, evidenciando que no eran seres humanos acabados, conservando características intrínsecas al proceso de fabrica­ción; pero si la criatura creada por Frankenstein había sido originada a partir de restos de cadáveres de otros sujetos, el “pasado” de Pinocho se situaba en un objeto inerte, la madera. En uno y otro el problema derivaba en el tipo de materia a partir de la cual se fabricaba una criatura nueva, lo que implicaba la ausencia –o presencia– de experiencias pasadas que sustentaran el aprendizaje de conductas en el presente.

Los maniquíes de los museos europeos, en cambio, generalmente se modelaban a seme­janza de un sujeto con una vida situada en un tiempo y un espacio determinado, susten­tándose más en la práctica científica del embalsamamiento de los cuerpos relacionada con el desarrollo de la química moderna (Podgorny, 2010), que en los relatos de ficción. Además, recordemos que el Museo Grévin de figuras de cera se configuró por idea del director del periódico conservador Le Gaulois, el francés Arthur Meyer (1844-1924), quien, en 1881, propuso presentar a las personalidades del momento en forma de mani­quíes para que los visitantes se acercaran a la oficina del diario y vieran sus rostros en un contexto en el cual el uso de la fotografía todavía era escaso. El Museo abrió sus puer­tas en 1882 presentando figuras dispuestas en escenas inmóviles que evocaban un suceso vinculado a un crimen. El instituto llevaba el apellido del director artístico del diario, el caricaturista, escultor y vestuarista Alfred Grévin (1827-1892), reflejando el alto grado de imbricación entre periodismo, arte, teatro, ciencia y museos.

El atractivo de los maniquíes –incluso el del Maniquí de mimbre señalado por el francés Anatole France en su novela de 1897–, [3] era la capacidad de personificar, evocar y provo­car emociones. El vocablo había surgido en el ámbito del arte del siglo XVIII para desig­nar a una “figura movible artificial” que adoptaba la postura adjudicada por el pintor (Real Academia Española, 1734, p. 480), pero carecían de movimiento mecánico, aunque la intensión de sus fabricantes era hacer creer que lo tenían debido al realismo de sus facciones. Uno de los precursores que, desde el Río de la Plata, tematizó cuentos fantás­ticos diferenciando muñecas y autómatas fue el científico y naturalista Eduardo L. Holm­berg en Horacio Kalibang o los autómatas (1879): habituado a manipular objetos de morfo­logía diversa, distinguía las sugestiones que provocaban las muñecas asociadas a la sen­sualidad femenina, con los autómatas relacionados con la inventiva ilimitada de la cien­cia mecánica para fabricar máquinas con cualidades y habilidades idénticas al humano (Holmberg, 1879).

Para que el público pudiera percibir movimientos en los maniquíes de cera, comenzaron a emplearse en los espectáculos del fin de siècle francés (Weber, 1989, pp. 209-230): apa­recían como figurantes en el fondo de los majestuosos decorados teatrales conviviendo con los actores, como artefactos factibles de ser transformados por los efectos especiales de escenas espectaculares e incluso para agigantar la realidad (o fantasía) de las películas que tomaban los temas, diseño y trucos del arte escénico. Basta recordar las experiencias en torno al Museo Grévin donde entre 1892 y 1900 Charles E. Reynaud inició proyeccio­nes de teatro óptico, pantomimas luminosas y películas de animación sirviéndose de las figuras de cera; este museo también ejerció influencia sobre la imaginación de los her­manos Lumière para la creación de propuestas cinematográficas, en 1895.

Lo cierto es que, al despuntar el nuevo siglo, los vocablos que designaban a figuras, ma­niquíes, muñecos, autómatas, androides, títeres, fantoches y marionetas se utilizaban in­distintamente ocupando un amplio espacio dentro del conjunto de atracciones “novedo­sas” de la vida moderna. En España, por ejemplo, las compañías artísticas de fantoches y marionetas –promocionadas como autómatas– funcionaban en pequeños teatros, ba­rracas o ferias itinerantes incorporadas en algunos casos a “museos de cera ambulantes” donde la “galería de hombres célebres” convivía con “monstruos humanos”, “fetos au­ténticos”, “mujeres barbudas” y demás curiosidades (March, 2014).

Imagen 1. Francesc Roca en el teatro de ventriloquía a la usanza antigua. Tomado de March (2014).

Lo mismo sucedía de este lado del Atlántico, donde, desde las últimas décadas del siglo XIX, la alta sociedad porteña podía acceder a variadas propuestas que articulaban el co­mercio, las exposiciones, la recreación y el consumo de “novedades” estructuradas en torno al atractivo de los dispositivos visuales: desde “diversiones públicas” como el Mu­seo Privado de Cuadros Plásticos con “figuras de tamaño natural” componiendo hechos históricos y personajes célebres,[4] hasta recintos ambulantes y ferias de atracciones con momias, cuerpos embalsamados y una amplia variedad de “curiosidades” que entrela­zaban la cultura científica con la vida cotidiana (Podgorny, 2015).

Como vemos, la Argentina estaba claramente inmersa en el clima moderno. Incluso en una fecha tan temprana como podía serlo 1867 –durante la presidencia de Bartolomé Mitre– concurrió junto a Uruguay a la Exposición Universal de París con un conjunto de “figuras de tamaño natural” que representaban paisanos a caballo junto a su mujeres en ancas, que según las crónicas causaron sensación en el público europeo (Bonifacio del Carril, 1978, pp. 70-71 y 244-245; Djenderedjian, 2008, pp. 183-184): se trataba animales embalsamados y figuras humanas de madera carentes de movimiento, pero vestidas con ropa de trabajo, con lazos y boleadoras en la mano e, incluso, tomando mate, en escenas con alto grado de realismo que representaban al tipo humano “gaucho” concebido como imagen prototípica de la región. Cuarenta años después, el escritor Ernesto Quesada presagió que ese tipo de exposiciones podía trasladarse a los museos disponiendo de los últimos avances tecnológicos para que el público pudiera ver e, incluso, oír hablar al gaucho que al despuntar el nuevo siglo suponía en vías de desaparición:

mañana, dentro de un cuarto de siglo quizá, se irá a los museos etnográficos a contemplar gauchos de cera […] Algún hábil empresario, a caza de gangas, irá más allá: instalará aquí algo a guisa de Museo Grevin parisiense, o Colección Tussaud londinense, o Castan’s Panop­ticum berlinés, para atraer a la concurrencia y satisfacer la curiosidad de los viajeros, que desean conocer al famoso gaucho. Y puede que, colocando dentro de los muñecos un buen aparato fonográfico –algún gramófono potente– con reproducción de cantares gauchescos, la ilusión sea completa y el escéptico turista, a guisa de turista satisfecho, exclame: ‘he visto al gaucho y le he oído!’ (Quesada, 1983, pp. 203-204).

El imaginario de fin de siècle que en Europa combinaba signos evidentes de progreso material y decadencia espiritual, se popularizaba también de este lado del Atlántico mul­tiplicándose con noticias sobre la fabricación de artefactos de aspectos humano que “re­volucionaban” y/o “amenazaban” la vida del hombre y la mujer de carne y hueso. Los ejemplares de la revista Caras y Caretas muestran que, en los primeros diez años del siglo XX, solo un par de notas mencionaban a los maniquíes relacionados con la confección de moda femenina.[5] Pero los autómatas fascinaban. A fines de 1902 una crónica relataba las excentricidades de “Phroso”, presentado en Londres, diferenciándolo de los “vulgares” maniquíes comerciales.[6] Si bien estaba vestido como estos últimos “con un traje de los que se exponen en las tiendas de ropa hecha”, carecía de la tarjeta colgada con el precio de la vestimenta y hacía maravillas cuando el exhibidor lo ponía en movimiento: al tocar un resorte del mecanismo, Phroso – de “cara juvenil, de tintes rosadas”, como “de ver­dadero muñeco”– se inclinaba a saludar y, al tocar nuevamente, comenzaba a caminar desde el escenario hacia el público.

Imagen 2. El autómata Phroso. Caras y Caretas N° 216, 22/11/1902.

Las noticias sobre las invenciones europeas nutrían la prensa porteña. Pero como lo su­gería Quesada, restaba algún tiempo para que la ciencia local engendrara un androide. Mientras tanto, los sectores medios y acomodados se conformaban con espectáculos de títeres y marionetas parlantes –que los dueños de las compañías promocionaban como “autómatas mecánicos”– [7] o con los relatos fantásticos que despertaba la ciencia (Que­reilhac, 2015 y 2016).

Entre enero y febrero de 1910, Caras y Caretas publicó, por entregas, la novela de Horacio Quiroga El hombre artificial donde retrataba la espectacularidad y los límites a los que estaría sometida la ciencia experimental. El texto firmado bajo el seudónimo de S. Fra­goso Lima, narraba las desventuras de tres hombres con conocimientos científicos que, en 1909, creaban a un hombre adulto al que llamaron Biógeno. [8] Los relatos iban acom­pañados de dibujos del checoslovaco José Friedrich, que representaba a Biógeno con las características anatómicas de un hombre real careciendo de rasgos perceptibles de arti­ficialidad; pero el problema era la dificultad para dotarlo de experiencia nerviosa y sen­sorial. Si bien el texto se inscribía en el género local de “folletín de ciencia ficción”, for­maba parte del clima de época del primer mundo, donde los autómatas eran mercancías industrializadas y objetos de consumo de los sectores adinerados. Caras y Caretas daba cuenta de ello exhibiendo imágenes de las “preciosas señoritas mecánicas” confecciona­das por una fábrica de juguetes alemana que –imitando a las pioneras suizas del siglo XVIII– hablaban y escribían gracias a un misterioso mecanismo de relojería. [9]

Imagen 3. Muñecas que escriben y dibujan. Caras y Caretas N° 620, 20/8/1910.

Si las posibilidades de desarrollo de la industria y la ciencia local situaban la fabricación de autómatas en un lejano futuro ficcional, no ocurría lo mismo con los maniquíes de cera que se transformaron en bienes de consumo cada vez más masivos: en 1914 y 1920, dos crónicas de Caras y Caretas los adoptaban como eje de su temática, una describién­dolos como instrumentos del mundo de los modistos y la moda parisina, la otra, seña­lando la importancia que había adquirido la industria, reflejada en productos distribui­dos en sastrerías, jugueterías y almacenes porteños.[10] También se reproducían avisos pu­blicitarios de comercios dedicados a su confección,[11] fotografías de tiendas que los des­tacaban como bienes preciados de sus vitrinas,[12] e incluso una historieta muda de humor sobre las consecuencias que podía traer aparejado el calor del verano porteño en el di­seño de figuras de dudosa calidad expuestas en vidrieras. [13]

Imagen 4. Los maniquíes de cera y el verano (historieta muda). Caras y Caretas N° 694, 20/1/1912.

En 1920 una crónica describía el proceso de fabricación de modelos ejecutados por “ver­daderos artistas escultores”, señalaba el desarrollo de la industria del maniquí de vi­driera, el trabajo de “millares de obreros” y “muchos artistas” y alertaba sobre la necesi­dad de contemplar el “arte, gusto y práctica social” para garantizar la buena calidad de los productos. [14] En la Argentina de posguerra los maniquíes se popularizaban al ritmo de las nuevas esculturas manufacturadas –de yeso, mármol, bronce, madera, marfil, ba­rro cocido y cera– que suministraban las Artes Decorativas y Aplicadas en consolidación (Mantovani, 2016). [15] También, como veremos, se transformarían en artefactos museográ­ficos con características peculiares, utilizados para invocar al pasado y mitigar los efectos de la modernidad que los engendraba.

Las figuras de cera del Museo de Luján: el alma de las cosas

y la resurrección de los muertos

El historiador Enrique Udaondo (1880-1963), director del Museo Histórico y Colonial de la Provincia de Buenos Aires, instalado en el edificio capitular de la Villa de Luján, in­tentaba satisfacer las expectativas de intelectuales, empresarios y funcionarios de la alta sociedad a la que pertenecía.

Imagen 5. Postal de Federico Kohlmann Nº 0616. Luján –Museo Histórico Colonial– El Cabildo Antiguo.

Año aproximado: 1925-1929. Disponible en:

http://postalesdekohlmann.blogspot.com/2017/02/postal-kohlmann-n-0616-lujanmuseo.html

Una de ellas era modelar convenciones, normas y cánones culturales de inmigrantes y sectores populares usufructuando recursos humanos y materiales provistos por el mer­cado y la industria nacional. Para ello, combinó puestas museográficas tradicionales –salones abarrotados de objetos clasificados en tipología y antigüedad–,[16] con espacios que denominaba “de disposición moderna y didáctica” nutridos de repertorios conocidos por la cultura popular. En 1924 encargó a la Casa López dos maniquíes de cera “caracte­rizados tipo gauchos”.[17] El primer pedido lo hizo en marzo, una figura “de talle 48” y pie talla 40. El segundo, encargado en julio, detallada también “botas” para los pies de cera. Por cada figura pagó $ 250, precio razonable si consideramos que, por entonces, el pintor Rafael del Villar presupuestó $ 150 por copiar un retrato existente en el Museo Histórico Nacional.

La Sala del Gaucho y los calabozos del Cabildo se inauguraron el 12 de octubre de 1925 en el marco del segundo aniversario del Museo, un cuarto de siglo después de que Er­nesto Quesada preanunciara la presencia de gauchos de cera en los museos argentinos. El propósito era recordar al personaje arquetípico representado por primera vez con ma­niquíes de tamaño natural haciendo más verosímil las “reconstrucciones históricas” so­bre las diferencias sociales y jerárquicas del ámbito rural. La Sala del Gaucho exhibía una vitrina con una figura cuya fisonomía personificaban a un capataz de campo de una es­tancia de 1870, sepultada junto a sus atuendos prototípicos por los avances del progreso.

Imagen 6. Sala del Gaucho. Álbum del Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1929.

Vestía barbijo con chambergo y borla, vincha, camisa, blusa, chiripá y botas de potro, rastra con monedas de plata del año 1815, daga, espuelas y un artístico rebenque.[18] Lo acompañaba otro artefacto que los hermanos Gustavo y Francisco Muñiz Barreto solici­taron a taxidermistas especializados: un caballo embalsamado de tipo criollo de la marca de Sáenz Valiente aperado con prendas auténticas, un recado, cabezadas de cuero crudo, virolas de plata y lazo. También se exponía una maqueta del monumento al gaucho, láminas, cuadros, colecciones de frenos, mates, lazos, boleadoras, ponchos, espuelas, guitarras y otros objetos de uso campero donados por familias de la elite. La bota de potro del maniquí había sido trabajada por un artesano y la faja de seda colorada, las ligas y el barbijo tejidos por “damas de la alta sociedad”. El poncho sobre el caballo era obsequio de Victoria Aguirre y la marca correspondía a la familia materna de los donan­tes del caballo. El calabozo en cambio, exponía maniquíes de “paisanos” engrillados y en el cepo –vestidos con vincha, camisa, chiripá, calzoncillos y bota de potro– ubicados en el suelo, en la oscuridad del ambiente.

Imagen 7. Ya no hay gauchos en la pampa… La Razón, 14/10/1925.

Mediante un singular modo de comunicación social sustentado en la exhibición museo­gráfica, Udaondo construía un peculiar estado social de “afectividad” (Le Bretón, 2012-2013) hacia dos modelos de “gauchos” arquetípicos anclados en la cultura popular de los argentinos (Adamovsky, 2019): el “gaucho bueno” personificado por el estanciero y su caballo, y los “gauchos malos” con problemas con la ley, que recordaban a Juan Mo­reira y otros personajes literarios. Además, a través de sus vestimentas, se educaba la mirada del público y diseñaba un “modelo” con el cual identificarse al momento de dis­frazarse o lucirse en el espacio público, en los desfiles, carnavales, festejos escolares o fiestas patrias. El propósito no era poner en duda los avances del progreso, sino promo­ver el recuerdo de lo que iba desapareciendo situándolo en el ámbito de la historia y el museo. Para ello, apelaba a estrategias comunicativas recuperadas del arte escénico y el fenómeno teatral del siglo XIX europeo, por entonces experiencia central de los porteños de los años veinte (González Velasco, 2012), y las combinaba con materiales provistos por la industria y el comercio local: a la manera de los primigenios museos de cera y “cuadros vivos” europeos, los muñecos disfrazados con trajes “antiguos”, interpretaban personajes de escenas situadas en indefinidos “tiempos pasados”.

Por entonces las figuras de cera causaban sensación en la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas de París, inaugurada en abril de 1925 (Pérez Rojas, 2006) y se popularizaban en diferentes ámbitos de la cultura y el arte nacional.[19]

En 1925, por ejemplo, se estrenó la película muda “Muñecos de cera”, dirigida por el italiano Rafael Parodi y filmada por su productora Tylca Film. Parodi, radicado en Ar­gentina en 1912, trajo recursos fotográficos, cinematográficos y de montaje relacionados con las reconstrucciones históricas, de notable expansión en Italia. Uno de ellos, desarro­llado para instruir a las masas no letradas mediante la interpretación, consistía en espec­táculos visuales y cuadros artísticos sobre temas históricos –de registro teatral, fílmico o fotográfico– contratando a sociedades de artistas que posaban y representaban acciones frente a las cámaras con ropas de otras épocas, en escenarios reales o ficticios.[20] Se trataba de instrumentos de uso pedagógico que reflejaban una concepción moderna del trabajo del artista en relación con el mundo de las experiencias subjetivas, las emociones y la fantasía: si en la Europa de fin de siglo el artista se asemejaba a un explorador y traductor de los aspectos ocultos de la realidad para que llegaran al ojo, al oído y al corazón del púbico, la tematización de una película sobre muñecos de cera incrementaba la posibili­dad de imaginar que un objeto artificial se transformara en un “doble” del ser humano. Recordemos también que, hacia 1925, la colección de “libritos” ilustrados a color de Las aventuras de Pinocho circulaba masivamente en Buenos Aires como “regalo” para los ni­ños cuando los adultos compraban paquetes de té o cajas de fósforos y canjeaban sus etiquetas o empaques.[21] No era extraño, entonces, que Udaondo expusiera maniquíes en el Museo para reconstruir escenas “típicas de otros tiempos”, como “elemento ilustra­tivo” para provocar la emoción de los visitantes.[22]

El impacto que generaron los gauchos inertes incitó a que algunas mujeres adineradas consideraran que era una buena manera de perpetuar el apellido, mientras educaban el gusto y la mirada de los sectores populares. En octubre de 1925 una nota social de Caras y Caretas escrita por Mercedes Moreno –bajo seudónimo La dama duende– señalaba que uno de los cambios que traía aparejada la vida moderna era la multiplicación de subastas que dispersaban colecciones antes atesoradas por la alta sociedad. [23] Sin embargo, cele­braba la generosa actitud de “culto hacia el pasado” de una “figura femenina de grandes prestigios”, que había optado por donar al Museo de Luján, “una sala completa con re­cuerdos de doce años de vida argentina, de 1818 a 1830”, desde trajes de la época y “re­liquias” de familia, hasta maniquíes artísticos. La benefactora era una de las mujeres más ricas del país, Victoria Aguirre Anchorena, quien había cedido piezas de su colección al Museo lujanense –incluso para la conformación de la Sala del Gaucho– y que ahora, a los 65 años y enferma, decidía trasladar habitaciones completas para evocar los trajes de sus antepasados (Blasco, 2011, pp. 94, 105, 109 y 132).

Antes de iniciar la mudanza, Moreno visitó la casa porteña de Aguirre en “las cuatro esquinas” –entre las calles del Perú y de la Victoria–, uno de los tantos palacetes defini­dos como “casas-museo” que proliferaban en Buenos Aires y cuyos interiores eran ad­mirados por el gran público gracias a los reportajes fotográficos que, desde mediados de la década de 1910, publicitaban las revistas ilustradas de la época (Blasco, 2019). La pe­culiaridad de las casas-museo de la aristocracia era conservar lo “evocativo” y “ensoña­dor” de los ambientes domésticos, exhibir la riqueza de las colecciones europeas –cua­dros, porcelanas, armas, vajillas– y privilegiar la disposición original del mobiliario an­tiguo para que las visitas tuvieran la posibilidad de sentirse transportadas a otras épocas dentro de un ámbito familiar, cálido y acogedor. Sin embargo, algunos espacios domés­ticos de la casa de Aguirre incluían también figuras de cera que la Dama Duende descri­bía como “maniquíes históricos”:

Imagen 8. Mercedes Moreno. Una evocación del pasado. Nota sobre los maniquíes históricos del Museo Colonial de Luján. Plus Ultra, 30/1/1926.

En el estrado un grupo de damas ataviadas con los amplios trajes de antaño, velada la oscura cabellera con valiosa mantilla de chapa o recogida en alto por el histórico peinetón de carey o de plata, parece que platicaran en voz muy baja, tanto que no puedo advertir el más leve rumor, ni siquiera el acompasado movimiento del aba­nico cuando acompaña el murmullo de la tertulia femenina, discreta y señoril a pesar de la intimidad del momento. Media la tarde y los torneados barrotes de las ventadas atenúan la luz que parece bañarse en el tono carmesí del damasco que reviste las paredes: la sillería de caoba que forma el estrado, traído de Salta, perteneció sin duda a alguno de sus templos, como el antiquísimo nicho que guarda hoy reliquias vene­radas y joyas de valor. De pié, al lado del elegante escritorio de madera de Portugal […] se yergue la aristocrática figura que evoca el recuerdo de doña Andrea Ibáñez de Anchorena, cuando luciera ese su rico traje de brocado amarillo, velado por la mantilla de chapa española que cae en suntuosos pliegues sobre la ahuecada falda… [24]

Aunque en algunos pasajes del relato Moreno situaba la escena con referencias tempo­rales imprecisas –lo “colonial” o lo “histórico”– la mención a la fallecida Andrea Ibáñez de Anchorena la situaba en un tiempo concreto: el último cuarto del siglo XIX. El dato no es menor y permite detectar prácticas y experiencias culturales previas, vigentes en 1925, que contextualizan las exhibiciones con “maniquíes gauchos” instalados por Udaondo en el Museo. En primer lugar, aquellas vinculadas a la adquisición, conserva­ción y transferencia de mobiliario al interior de las familias de la elite, en este caso refle­jado en el eclecticismo del entorno material que recreaba el espacio doméstico (Moreyra, 2014 y 2018a): el estrado característico del siglo XVIII junto a la sala de recibo –ámbito de sociabilidad por excelencia del siglo XIX– al mobiliario colonial y al escritorio mo­derno traído de Europa. En segundo lugar, el deliberado acto de Aguirre de mandar confeccionar maniquíes inmortalizando el rostro, los gestos y hasta las posturas corpo­rales de las mujeres de su aristocrática estirpe, disponiéndolos en su casa para crear la sensación de que continuaban habitándola después de muertas. En tercer lugar, la cen­tralidad que adquirían las experiencias subjetivas y el factor emotivo –la fantasía, la fas­cinación y la sugestión– en el contexto del modernismo y del “nuevo tono” de la cultura política de masas de las principales ciudades europeas (Mosse, 2007; Schorske, 2011; We­ber, 1986, pp. 187-209), que se recreaban también en Buenos Aires. En este caso, el hecho de representar a las fallecidas a través de un artefacto –las figuras de cera– otorgaba no solo la posibilidad de “creer” que se las “veía” y se las “tocaba”, sino incluso que conte­nían hálitos de vida. En este marco, podemos comprender la relación que establece Mer­cedes Moreno entre “el singular encanto” de la escena y las referencias del escultor lusi­tano Julio Dantas (1876-1962) al “alma” y los “sentimientos” de “las cosas que nos em­peñamos en creer inanimadas”. Para la cronista, los maniquíes eran objetos inertes, pero siguiendo a Dantas desafiaba a “escrutar sus sentimientos […] sorprender las relaciones íntimas que entre ellos se establecen, sentir el alma colectiva que resulta de la conviven­cia de las cosas y que nos dan una impresión de vida, emoción, personalidad…” Final­mente, la centralidad que adquirían las experiencias desarrolladas en torno a la indu­mentaria de los antepasados, que, en el siglo XIX, generaban representaciones notorias que circulaban junto a las prendas al interior de las familias (Moreyra, 2018). Si bien la cronista destacaba el realismo y la “impresión de vida” lograda por las “artísticas mu­ñecas de tamaño natural” de las cuales –señalaba– podía “enorgullecerse la industria argentina”, la facultad de engendrar sugestiones era otorgaba por la indumentaria y los accesorios que antes habían rozado el cuerpo de las “matronas respetables” y que ahora lucían los maniquíes: las faldas, mantos, trajes y vestidos ocultaban los rasgos de belleza femenina sexuada que caracterizaba a los maniquíes de vidriera; también eran concebi­das como “reliquias” que transmitían el universo de significados vinculados a la expre­sividad, las experiencias pasadas, las emociones, la afectividad y el “alma” de la mujer evocada, un sujeto concreto situado en un tiempo y un espacio determinado. Podríamos conjeturar que este imaginario hundía sus raíces en antiguas experiencias culturales de matriz católica –el culto a las reliquias o la resignificación de las prácticas evangelizado­ras jesuíticas donde los sujetos vinculados a la Orden y los fieles asignaban cualidades taumatúrgicas a relicarios, altares portátiles y otros objetos devocionales– de notable pervivencia en la Argentina de los siglos XIX y XX. [25] Recordemos, por ejemplo, que ade­más de designar genéricamente al residuo o vestigio que queda de alguna cosa pasada, el vocablo “reliquia” refería a los restos mortales o a la parte pequeña de una cosa que hubiese tenido contacto con el cuerpo o la sangre de Cristo o de un santo (Real Academia Española, 1803, p. 735), siendo habitual que, en sigo XIX, se recogieran reliquias también de líderes políticos y militares rioplatenses considerados “mártires” (Carman, 2013, p. 183). Si consideramos el contexto de propagación y afirmación de la tradición católica impulsado por sectores de las elites de la Argentina de la década de 1920 y la concepción de la religión como instrumento para cimentar modos de acción y socialización perdu­rables apelando a la sugestión y la emotividad, no resulta extraño que el modo de interpretar el tratamiento dado a la indumentaria de los sujetos fallecidos remitiera a estas tradiciones pretéritas relacionadas con las cualidades cuasi taumatúr­gicas o sagradas de los objetos. También, al arraigado culto mariano, que promovió el nombramiento de Vírgenes Generalas y que nutrió y amalgamó a los ejércitos en las guerras de independencia americana, y que impregnó de sacralidad la causa de la liber­tad (Ortemberg, 2011-2012). Ello nos remite de manera más específica al oficio de las beatas de vestir, peinar y maquillar las imágenes de vírgenes y santos para el encuentro con la feligresía: cabe señalar que era habitual que las imágenes fueran una reconstruc­ción de cera dentro de la cual se hallaran huesos, dientes u otras reliquias y que las beatas emplearan para vestirlas los atavíos más valiosos donados por los devotos. En este sen­tido, sabemos que, hacia mediados de la década de 1910, varios santuarios de Buenos Aires y Mar del Plata contenían imágenes con reliquias adheridas al cuerpo de cera, [26]

que Victoria Aguirre permaneció soltera –al igual que las beatas– y que, además de pro­mover obras culturales y de beneficencia mediante el aporte de generosos donativos, se ocupó de ataviar a los maniquíes con ropajes de sus antepasados, disponiéndolos en su propia casa como si se tratase de un santuario privado.

Por otro lado, partiendo del realismo de la escena que las figuras ofrecían a la vista en la casa de Aguirre, la Dama Duende imaginaba las acciones que llevarían a cabo los perso­najes:

creo ver a la esclava negra de pié junto a los barrotes de la ventana, entreabriendo sus rejas, que conducen seguramente al patio interior reservado a la servidumbre, y que reanudará sus idas y venidas con el mate que ha de ofrecer a las damas instaladas en el estrado: que el leve susurro de la plática de aquellas matronas, nos cuenta de la suntuosidad que se celebraban las solemnes vísperas de San Martín, en la catedral, o de las nuevas galas luci­das por las elegantes de la época en el paseo de la Alameda…De pronto hasta creo percibir el pesado rodar de la berlina tirado por mulas, que vendrá en busca de alguna de las damas que forman la tertulia.

Lejos de intentar visibilizar las raíces de cultura africana en Buenos Aires o la realidad de la población afro porteña del siglo XIX, la inclusión de la esclava negra en la colección de figuras de cera de Aguirre –que en la fotografía aparece sonriente, cebando mate a las damas– se correspondía con el propósito de Udaondo de legitimar el relato de una so­ciedad tradicional desigual y segmentada, pero carente de conflictos, donde los sectores populares acataban un status quo que, en la década de 1920, estaba siendo cuestionado pero no hasta el punto de aceptar que también habían existido músicos negros, oficiales y coroneles negros y un conjunto amplio y nutrido de periodistas, poetas, escritores, ar­tistas y pintores afro-argentinos de cuyas obras se nutría la cultura nacional (Schávelzon, 1993). Por otro lado, también son llamativas las similitudes en las impresiones que gene­raban los “gauchos de cera” lujanenses, sobre todo porque ambas abrevan en un imagi­nario anclado en el arte escénico, donde el encantamiento estaba supeditado al segmento de tiempo que duraba el cuadro y en la posibilidad de ver y sentir –o en su defecto ima­ginar– las acciones y movimiento de los actores, en este caso interpretados por figuras inertes. Enfatizando en la fascinación teatral, la crónica de Moreno terminaba descri­biendo la desazón que le provocaba el tránsito hacia la salida de la casa, el exquisito aroma a sándalo y jazmín que la acompañaba hacia la calle y la sensación de “agobio” que la sorprendía ante el desvanecimiento del “encanto” al escuchar el ruido ensordece­dor de los automóviles.

Durante octubre y diciembre de 1925 las habitaciones porteñas de Aguirre, con las veinte figuras de cera, fueron trasladadas al Museo de Luján, donde su antigua propietaria las vistió y acondicionó con algunas prendas de su colección. Sin embargo, incorporó tam­bién trajes, alhajas y adornos que los descendientes de otras mujeres socialmente reco­nocidas iban donando a medida que se conocía la iniciativa. Ello remite al tratamiento diferenciado que, por entonces, recibían los objetos femeninos –en este caso las prendas de vestir– y los masculinos pertenecientes a “hombres ilustres”. Un estudio reciente so­bre las colecciones textiles de indumentaria femenina del Museo Histórico Nacional (1889) señala las exiguas donaciones de este tipo de piezas en los años previos a 1925 (Ullua y Van Peteghem, 2020),[27] lo cual reafirmaría los argumentos de Moreyra (2018) sobre el uso de la vestimenta femenina: exceptuando algunos abanicos, peinetas y pei­netones legados al Museo Histórico, los trajes, camisas, faldas y vestidos de las mujeres de las elites no eran objetos cuyo destino fuera la preservación y exhibición en una ins­titución pública, sino la reutilización o conservación al interior de las familias. Ello ex­plicaría que, hacia 1925, las piezas estuvieran disponible para ser donadas, adoptando nuevos usos como “atuendos originales” de los maniquíes del Museo de Luján.

Una vez acondicionados e instalados en el ámbito público, la colección de figuras de cera de Victoria Aguirre cobró mayor notoriedad. En consonancia con el espacio que los co­bijaba, los maniquíes se transformaron en “históricos”, la misma connotación que adqui­ría toda pieza que se exponía en el Museo lujanense (Blasco, 2011). Pero su singularidad como artefactos museográficos radicaba en la imposibilidad de interpretarlos disociando la multiplicidad de elementos de tiempos y tradiciones de usos diversos que los consti­tuían y se fundían en ellos componiendo dispositivos nuevos. La estructura de base era un objeto contemporáneo, manufacturado, modelado por obreros, artistas y artesanos con técnicas modernas de la industria del arte aplicado que generalmente incluían cera, madera, vidrio, oleos, maquillajes y pelo natural; reproducía rasgos fisonómicos de mu­jeres fallecidas, replicados de fotografías; y portaban indumentarias y accesorios usados como vestimenta en el pasado –recopilados de colecciones familiares desmembradas– que ahora adoptaban nuevas funciones para ataviar al maniquí y disfrazarlo para la in­terpretación de un personaje.

La resignificación historiográfica de estos objetos peculiares quedó a cargo del director del Museo. Con los maniquíes ataviados a la usanza del ambiente “colonial” en la casa de Aguirre, Udaondo reconstruyó dos nuevos espacios de exhibición “a semejanza de los museos europeos”, pero evocativos de “los salones porteños” que consideraba tras­cendentales en la vida social, cultural y política de la Argentina:


Imagen 9. Sala I Victoria Aguirre. Álbum del Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires , La Plata, Talleres de Impresiones Oficiales, 1929.

el primero representaba la sociabilidad del romanticismo de 1830, cuyo máximo expo­nente era la tertulia; el segundo, situado en los años de 1850-1860, era ilustrativo del espíritu de progreso, refinamiento cultural y libertad surgido luego de la caída del “ti­rano” Juan Manuel de Rosas.

Imagen 10. Sala II. Modas del año 1860. Álbum del Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires , La Plata, Talleres de Impresiones Oficiales, 1929.

Para ello, apeló a prácticas de reconstrucción artística de escenas históricas –que si bien predominaron en el siglo XIX (Amigo, 2011; Carman, 2013, pp. 201-220; Gluzman, 2013; Malosetti Costa, 2009, 2010 y 2016) continuaron vigentes en las primeras décadas del siglo XX– y se inspiró en ellas para representar los “salones porteños” con figuras de cera de tamaño natural.[28]

Las salas se inauguraron el 20 de diciembre de 1925 y la prensa se hizo eco elogiando su novedad: se trataba de “las primeras reconstrucciones de cera que figuran en un museo nacional, ejecutadas con toda fidelidad teniendo la particularidad de pertenecer los trajes antiguos que llevan, a familias de nuestra sociedad”.[29] Según señalaban, la opción de vestir a los maniquíes con “trajes y alhajas auténticos”, aportados por representantes “distinguidos”, diferenciaba positivamente a la muestra de los museos europeos –que contrataban curadores, diseñadores y artistas especializados para su confección– lo que reafirma la mística de la vestimenta usada, que, al parecer, excedían al director del Mu­seo y a la antigua propietaria de las figuras.[30]

Luego del fallecimiento de Aguirre, en marzo de 1927, Udaondo bautizó con su nombre la sala de modas de 1830 y otros referentes de la elite la homenajearon catalogando sus riquísimas colecciones de arte –antes de que fueran desmembradas– en una publicación de lujo que llevó por nombre Museo Victoria Aguirre (Pérez Valiente de Moctezuma, 1927). Luego, Udaondo se dedicó a incorporar maniquíes masculinos para acompañar al “gaucho” y los paisanos en el cepo, para lo cual, apeló a la fábrica de muñecas La France Ortega y a su lista de benefactores. [31] Hacia 1929 el Museo contaba con más de treinta figuras que representaban a Mitre, San Martín u otros políticos y militares; también a “tipos populares” como el “vasco lechero” o el “bailarín indio”, todos vestidos con ropas originales cuando era posible conseguirlas. Los maniquíes se ubicaban en espacios donde predominaba el ambiente “evocativo”, situándolos en interacción con otros obje­tos para recrear “escenas objetivas” (Blasco, 2019). Esta condición rompía con la concep­ción erudita y cientificista que primaba en el Museo Histórico Nacional e incorporaba una dimensión ficcional, sugestiva y emotiva, que se tornó peculiar del Museo de Luján.

El perfeccionamiento de la técnica en la fabricación de muñecas y maniquíes de vidriera, cada vez más realistas, provocó que, hacia 1930, las caracterizaciones de las figuras se convirtieran en tema de debate incluso en los países industrializados: los defensores de las “buenas costumbres” se alarmaban por la codicia con que los hombres admiraban la belleza y las formas femeninas de los artefactos; los comerciantes, en cambio, observaban que la fantasía desviaba la atención de los clientes de la indumentaria o los accesorios ofrecidos a la venta, centrándola en los ojos, el cabello o “las formas” de “las bellas de cera”. [32] Ello provocó reacciones pragmáticas que tendieron a estandarizar figuras de vi­driera con formas extrañas, hermafroditas, con un solo ojo o con brazos en forma de tallos, que realzaban los atuendos a vender y encarrilaban las fantasías masculinas ex­plicitando la diferencia entre ficción/realidad. Además, sacando provecho de los avances tecnológicos, los maniquíes comenzaron a diversificar sus funciones, divulgando rostros caricaturizados de celebridades, transmitiendo anuncios comerciales, música o progra­mas radiofónicos mientras se convertían en “estrellas” en las ferias de atracciones. [33]

En esta nueva coyuntura, las exhibiciones del Museo de Luján eran estratégicamente diferentes. Incitaban a “resucitar” a los hombres y mujeres fallecidos a través de elemen­tos “auténticos” que ellos habían usado o, en palabras de Udaondo, a “retrotraer de ma­nera plástica una escena del pasado”, aglutinando historia, tecnología, mercado y arte. [34] Con ese propósito, durante la década de 1930, el instituto continuó incrementando la colección de maniquíes. La Sala de Acuerdos del Cabildo, que reconstruía el salón colo­nial con mobiliario de época, incorporó seis figuras caracterizadas como el Alcalde y los Regidores distribuidos en el espacio como si estuviesen discutiendo un asunto. La Sala General José Félix Uriburu, instalada en 1932, sumó un maniquí que representaba al fa­llecido parado al costado de la cama. También se organizó una escena en el interior de un galpón con una antigua máquina de moler trigo en aparente funcionamiento rodeada de dos maniquíes en pose de trabajo, que representaban a los peones que atendían las mulas –de cera o embalsamadas– y el cernidor. En 1935 la Sala Nicolás Avellaneda re­construía su dormitorio con dos maniquíes –de Avellaneda y de Adolfo Alsina– de pie, junto a la cama, en actitud de conversar. Finalmente, la Sala de la Campaña del Paraguay exhibía media docena de maniquíes uniformados representando a los soldados.

Fuera del Museo, la recreación del pasado se organizaba en las calles, en espectáculos evocativos y de “reconstrucción histórica” donde hombres y mujeres de carne y hueso caracterizados como en los tiempos pasados, desfilaban e interpretaban las escenas y los personajes que, puertas adentro, representaban figuras inertes. No es extraño entonces que el vocablo “maniquí” comenzara a denominar también a las “modelos” que desfila­ban en eventos sociales con trajes de moda, confundiéndose con las bellas de escaparate o las muñecas autómatas.[35] Hacia 1940, el Museo de Luján contaba con cuarenta y seis salas y más de medio centenar de figuras de cera que obnubilaban a un público verdaderamente masivo (Blasco, 2016). Resulta llamativo que, a pesar del notorio éxito de este tipo de exhibición, los museos instalados luego de 1938 bajo la impronta de la Comisión Nacional de Museos, Monu­mentos y Lugares Históricos, presidida por el historiador Ricardo Levene, no exhibieran maniquíes como lo hizo el Museo Gauchesco organizado con intervención de Udaondo en 1937, en el Parque Criollo Ricardo Güiraldes de San Antonio de Areco, donde las figuras colocadas “en escenas objetivas” recreaban una antigua pulpería. Podemos con­jeturar que la elección estuvo vinculaba a la incidencia de dos factores. Por un lado, al tipo de público que frecuentaba Luján y que se promovía que visitara Areco: un conglo­merado social amplio y heterogéneo, predominantemente familiar, escolar, de raigam­bre popular y origen inmigratorio, con fuerte imaginario religioso y conocimientos his­toriográficos poco sistemáticos, que condicionaban la interpretación de las piezas des­contextualizadas y requerían de imágenes didácticas que apelaran a la emotividad. Por otro lado, a la interpretación que los historiadores vinculados a los ámbitos académicos y a la enseñanza formal tenían respecto a las características de los objetos que debían exhibirse en los museos de tipo “histórico”. En este caso, difícilmente un historiador como Levene admitiera la necesidad de acudir a maniquíes para despertar “fantasías” o “sugestiones” sobre el pasado; inmerso en la especificidad de los ámbitos académicos, sugería, en cambio, exhibir “reliquias” auténticas o fabricadas, disociadas de figuras hu­manas con potencial para hacer creer en la “resurrección” de los muertos.

Los maniquíes salen a la calle

Los maniquíes salieron del Museo reproduciendo su imagen en una amplia variedad de otros bienes culturales de consumo masivo como lo eran las postales, diarios, revistas, los folletos publicitarios o los afiches, álbumes y guías descriptivas que la institución editaba periódicamente para difundir su obra de educación nacionalista ante una comu­nidad cada vez más amplia de lectores (Gené y Szir, 2018).

Los diarios apelaban a la espectacularidad de las figuras para ensanchar la eficacia co­municativa sobre la inauguración de nuevas salas del Museo. [36] Sin embargo, los álbumes y guías institucionales otorgaban a las imágenes otras funciones contextuales. En la Guía Descriptiva de 1942 algunos textos explicativos que acompañaban las fotografías de los maniquíes señalaban que se trataba de dispositivos museográficos de gran realismo con­feccionados para “representar” personajes. Era el caso del texto que acompañaba la fo­tografía de la Sala Victoria Aguirre dedicada a las modas porteñas: “las figuras de cera representan a damas de nuestra sociedad (algunas ejecutadas por retrato)” (Museo Co­lonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1942, pp. 13, 15 y 16). O del que infor­maba sobre el “maniquí de cera que representa al General Bartolomé Mitre en sus últi­mos años, con la indumentaria por él usada”.

Imagen 11. Maniquí de cera que representa a Mitre. Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Guía Descriptiva Ilustrada, Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, 1942, 6° edición.

En cambio, en otras páginas de la misma publicación, las fotografías impactaban visual y emocionalmente mientras incentivaban la ambigüedad del discurso textual que con­fundía ficción y realidad. Un ejemplo lo constituyen las ilustraciones y el texto explica­tivo de las “prisiones de la cárcel del Cabildo”, donde se reproducía la imagen de los maniquíes con expresiones de terror, amarrados a la horca y al cepo y se leía: “se expo­nen dos presos en el cepo con indumentaria antigua”.

Imagen 12. Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Guía Descriptiva Ilustrada, Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, 1942, 6° edición.

Otro, la fotografía del “calabozo” donde se exhibía “suspendido por un lazo, un preso para hacerlo declarar, custodiado por un soldado de la época de Rosas” (Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1942, pp. 11-12).

Imagen 13. Museo Colonial e Histórico de la Provincia de Buenos Aires, Guía Descriptiva Ilustrada, Buenos Aires, Talleres Gráficos San Pablo, 1942, 6° edición.

En estos ejemplos, el hiperrealismo de la escena fotografiada y el hecho de omitir en la leyenda que se trataba de maniquíes tendían a sugestionar al lector, que podía llegar a creer que, al entrar al Museo, encontraría a un hombre preso colgado de la horca junto a otro que oficiaba de soldado rosista y que mantenía su apariencia inalterable luego de pasado un siglo.

Los magazines y revistas, en cambio, generalmente otorgaban a las figuras otro trata­miento, despojándolas del carácter de objeto museográfico y utilizándolas como recur­sos aleccionadores sobre temas evocativos o costumbristas. En febrero de 1927, por ejem­plo, la Revista Nativa ilustró su portada con la figura de la “antigua criada, sirviendo el mate”, sin advertir que se trataba de un maniquí del Museo de Luján e independizándolo de la colección que había pertenecido a Victoria Aguirre. [37]

Imagen 14. Nativa N° 38, 28/2/1927.

Para el número conmemorativo del 25 de mayo de 1931, Caras y Caretas publicó dos cua­dros museográficos con figuras en escena para recordar las tertulias porteñas. El pie de foto de la primera advertía: “En el Museo […] puede admirarse esta aristocrática tertulia, reconstruida con muñecos de cera, que llevan trajes y alhajas auténticos del año 1810. La sencillez de las costumbres se refleja en esa reunión donde no falta ni la negrita cebadora de mate”. En la segunda, podía leerse: “Reconstrucción en figuras de cera de una tertulia porteña de antaño, donde se destacan con trajes auténticos, las ilustres señoras Josefa Aguirre de Anchorena, Petrona Demaría de Arana, Agustina Molina de Carmelino, Be­nigna Lanús de Cano y Julia Nóbrega de Huergo”. El escrito señalaba que se trataba de una reconstrucción museográfica colocada al mismo estatus que las pinturas y litografías de temática histórica; incluso, revelaba la identidad de las mujeres que habían posado como “modelos” para confeccionar los maniquíes. Pero la potencia de las imágenes edi­tadas para hacer creer que el lector estaba ante una tertulia “real”, generaba un sentido contrario al discurso textual.

La posibilidad de reproducir las imágenes de los maniquíes en diferentes formatos y dispositivos propició que las “tertulias de antaño” adquirieran autonomía temática, transformándose en un “suceso” a ser evocado en ámbitos escolares, lo que requería que docentes y familias acudieran a las revistas para “imitar” la vestimenta de otros tiempos. El 19 de mayo de 1936, por ejemplo, estas reuniones fueron recordadas en la revista Para Ti en una nota titulada “Una fiesta en Buenos Aires antiguo”. [38]

Imagen 15. Para Ti, 19/5/1936.

Aunque se advertía que las fotos habían sido tomadas en el Museo de Luján, las imáge­nes de los maniquíes, fotografiados individualmente –en primer plano, representando a hombres y mujeres con trajes de gala, sentados en sillones o puestos al piano– no permi­tían discernir que se trataba de figuras de cera que formaban parte de una exhibición. Además, para complementar la temática, en página continua se reproducía el famoso óleo de Pedro Subercasseaux de 1909, indicando que la obra original se encontraba en el Museo Histórico Nacional. De este modo, las imágenes de los maniquíes que parecían querer alegar que se trataba de hombres y mujeres vivos, generaban capas de sentido autónomas, llegando incluso a ser contrarios al sentido del discurso textual que indicaba que las plácidas tertulias porteñas de 1810 “hoy son un recuerdo y un poema glorioso en el dinamismo de la metrópoli nueva”.

Esta configuración se vio acentuada en la crónica publicada por El Hogar en octubre de 1941.

Imagen 16. Manzoni Gacedo, Noemí. Nuevas reminiscencias del viejo Buenos Aires elegante en el Museo de Luján. El Hogar, 11/10/1942.

Mientras el título de la nota anunciaba las “Nuevas reminiscencias del viejo Buenos Ai­res elegante en el Museo de Luján”, la centralidad que adquirían las imágenes de “las damas” con sus lujosos vestidos –retratadas individualmente y no dispuestas en escena– era notable. [39] En este caso, la intención era destacar la individualidad de cada matrona fallecida, propietaria del traje: se presentaba una fotografía de su rostro, otra del maniquí personificado con sus facciones y su atuendo, y una explicación revelando la identidad de los donantes de las vestimentas, alhajas y accesorios.

Hacia 1940 los maniquíes de Luján habían ganado las calles circulando resignificados, por territorios más amplios que los trazados originariamente por talleres, ateliers, depó­sitos, casas comerciales y salas de museo. Faltaba poco para que la industria cinemato­gráfica nacional siguiera los pasos de los estudios Disney e incorporara a los “muñecos vivientes” como protagonistas de sus historias.[40] El momento llegó en 1943 con el estreno de Cuando florezca el naranjo, una película dirigida por Alberto de Zavalía, con guión ci­nematográfico del dramaturgo español Alejandro Casona, radicado en la Argentina desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial. El argumento del film daba cuenta del estilo teatral de Casona, centrado en el conflicto entre fantasía y realidad, pero se nutría también de las experiencias del Museo de Luján –ficcionalmente definido como Museo Romántico– donde los maniquíes caracterizados como hombres y mujeres de otras épo­cas “resucitaban” en los sueños de una adolescente pobre que, ante la rigidez disciplina­ria del internado de señoritas, soñaba con adoptar la fisonomía y la vida amorosa de la aristocrática Mariquita Sánchez de Thompson (1786-1868). Por otro lado, el hecho de que los maniquíes “reales” de Luján no intervinieran en el rodaje y fueran interpretados por actores en escenarios que “recreaban” interiores museográficos, no solo exacerbaba el corrimiento de límites entre ficción y realidad, también evidenciaba la profunda trans­formación material y simbólica que habían experimentado las figuras de aspecto hu­mano, que en el transcurrir del siglo XX, habían dejado de ser un producto artesanal para convertirse en objeto representativo de la cultura masiva y moderna.

Conclusión

El empleo de los maniquíes de cera por parte de sectores conservadores vinculados al Estado y, sobre todo, el impacto que estas figuras generaron en el ámbito de un museo público, reflejan aspectos nodales de la vida cultural de Buenos Aires de las décadas de 1920 y 1930, desafiada por la percepción del cambio acelerado y las tensiones propias de la modernidad en su transición hacia una cultura de masas. Podríamos decir que las figuras se presentan como productos propios de una época marcada por la multiplica­ción de novedades materiales que afectaron la vida cotidiana y que modelaron experien­cias subjetivas y eclécticas. Se trataba de artefactos nuevos cuya particularidad radicaba en la fusión de materiales de temporalidades y tradiciones de usos diversos. Objetos mutables entre el realismo material y la ilusión romántica; objetos dificultosos de situar en un ámbito específico –la industria, el arte, el espectáculo, “lo histórico”, lo teatral, lo religioso o lo científico–; difícilmente comparable a otros por quedar a medio camino entre las permanencias residuales del pasado y las transformaciones de la contempora­neidad; o de no ser por completo o “ser al mismo tiempo” exhibidor, dispositivo museo­gráfico, reliquia, pieza de arte, producto industrial, mercadería, objeto de consumo e imagen.

Por otro lado, los itinerarios de las prácticas y experiencias que tramaron con ellos los diferentes agentes –desde la confección de su estructura de base en pequeños talleres e industrias hasta el consumo de su imagen en el museo, en el cine o en la prensa– reflejan las maneras en que los objetos son interpelados, operando como instrumentos capaces de tramitar experiencias culturales ambiguas y muy diversas, adaptándose para satisfa­cer un conglomerado amplio de intereses –individuales, institucionales, profesionales, sectoriales, de clase, mercantiles, etc.– que se transforman en función de contextos histó­ricos específicos. En este caso, podemos decir que, en un período en donde el cambio se convertía en la esencia de la vida, donde imperaba que los relatos del pasado nacional se transformaran en recuerdos “innovadores”, afectivos, arquetípicos y subjetivos, los “maniquíes históricos” pusieron de manifiesto la extraordinaria capacidad de adapta­ción y re-funcionalización de un nutrido conjunto de artefactos –cera, pelos, vestidos, accesorios, papeles, vidrios, revistas, etc.– que sustentaron la articulación de formas pro­pias del siglo XIX –rituales, espacios, ambientes, instituciones y prácticas culturales del ámbito privado– con las experiencias modernas de las décadas siguientes.

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Notas

[1] Una versión acotada del texto fue presentada en el X Congreso Internacional de Teoría e Historia de las Artes / XVIII Jornadas del CAIA, Bs. As., septiembre de 2019. Agradezco a Mariana Luchetti [Museóloga del Complejo Museográfico Provincial Enrique Udaondo], Verónica Diego [Bibliotecaria del Museo Nacional de Arte Decorativo]; Mariana Silva [Museo Nacional del Traje], Verónica Jeria [Museo Etnográfico], Inés Van Peteghem y Juliana Ullua [Museo Histórico Nacional] y a lxs historiadorxs María Elena Barral y Jesús Binetti por los comentarios y referencias aportadas. También a lxs evaluadorxs anónimxs que revisaron el texto de manera minuciosa y sugirieron valiosas indicaciones que permitieron enriquecerlo.

[2] A fines del siglo XVIII la escultora francesa Madame Toussaud expuso en París una colección de figuras, que, en 1835, trasladó a Londres.

[3] En un episodio el catedrático Sr. Bergeret, furioso por descubrir el amorío de su esposa con su discípulo, tomó el maniquí de mimbre sin cabeza que ella usaba para confeccionar vestidos y, en un acto simbólico, se lanzó sobre él, lo hizo crujir entre sus brazos, lo tiró, pisoteó, mutiló y tiró por la ventana.

[4] Exposición de cuadros. La Nación, 13/1/1877.

[5] Para la familia. El reino de la aguja y la tijera. Caras y Caretas N° 319, 12/11/1904.

[6] Un autómata notable. Caras y Caretas N° 216, 22/11/1902.

[7] La inauguración de un hotel marplantense señalaba como “novedad” la construcción de un teatro donde funcionaría la Compañía de Autómatas Mecánicos Parlantes de Dante Verzura, Caras y Caretas N° 275, 9/1/1904.

[8] Caras y Caretas, 8/1/1910, Nº 588; 15/1/1910, Nº 589; 22/1/1910, Nº 590; 29/1/1910, Nº 591; 5/2/1910, Nº 592; 12/2/1910, Nº 593.

[9] Muñecas que escriben y dibujan. Caras y Caretas N° 620, 20/8/1910.

[10] Los maniquíes. Caras y Caretas N° 802, 14/2/1914. Los maniquíes de cera, N° 1.158, 11/12/1920.

[11] La guerrera, de M. Rodríguez. Caras y Caretas N° 824, 18/7/1914. La France Ortega, N° 836, 10/10/1914; Gran fábrica de J. Rodríguez, N° 1.056, 28/12/1918.

[12] Los maniquíes vivientes que, en las calles centrales, paseos públicos y principales teatros de Buenos Aires exhibe la gran sastrería de M. Álvarez, son el vivo reflejo de la elegancia de todos los modelos […] Catálogos gratis. Bartolomé Mitre 799, esq. Esmeralda. Caras y Caretas N° 1.032, 13/7/1918. Escaparate de la casa Gath y Chaves. Caras y Caretas N° 587, 1/1/1910.

[13] Los maniquíes de cera y el verano (historieta muda). Caras y Caretas N° 694, 20/1/1912.

[14] Los maniquíes de cera. Caras y Caretas, N° 1.158, 11/12/1920.

[15] Luz y Sombra. La moda al día. Caras y Caretas N° 1.241, 15/7/1922.

[16] Imágenes de las Salas Clemente Onelli y Juan Manuel de Rosas en Postales de Federico Kohlmann, 26 de junio de 2017 [en línea]:

http://postalesdekohlmann.blogspot.com/2017/05/postal-kohlmann-n-0629-lujan-museo-sala.html

http://postalesdekohlmann.blogspot.com/2017/02/postal-kohlmann-n-0617-lujan-museo.html

[17] Archivo del Complejo Museográfico Provincial Enrique Udaondo [en adelante ACMP_EU]. Detalle de Inversiones. Año 1924. Gestión Udaondo. Boletas, 10 de marzo y 1° de julio de 1924.

[18] Referencias documentales y análisis sobre conformación de las salas en Blasco, 2011 y 2017.

[19] A fines de 1924 el presidente Alvear inauguró en Buenos Aires una Exposición dedicada a la Industria Argentina y otra a las Artes Decorativas y Aplicadas a la Industria. Inauguración de dos importantes exposiciones. Caras y Caretas N° 1.370, 3/1/1925.

[20] Una de las innovaciones de Parodi fue la utilización de luz artificial en el film Midinettes porteñas (1923). Sobre espectáculos de “reconstrucciones históricas” en países europeos pueden rastrearse numerosas crónicas en Caras y Caretas desde 1904. Sobre el auge de la “nueva industria fotográfica” dedicada a explotar temas históricos contratando a sociedades de artistas ver “Caras y Caretas en Europa. Reconstrucciones históricas”. Caras y Caretas N° 615, 16/7/1910.

[21] La traducción al castellano del relato italiano databa de 1912, cuando Rafael Callejas lo adaptó con ilustraciones a color que posteriormente conformaron cuentos en serie. Avisos publicitarios. Caras y Caretas N° 1.379, 7/3/1925; N° 1387, 2/5/1925. Folco Testena. Elogio de un personaje divertido y cosmopolita. Pinocchio y su creador. Caras y Caretas N° 1481, 19/2/1927.

[22] La tradición y la historia en el Museo de Luján. Galería de personajes y evocación de tormentos. El Plata, Montevideo, 6/5/1927.

[23] La dama duende. Notas sociales. Caras y Caretas N° 1.414, 7/11/1925.

[24] Mercedes Moreno. Una evocación del pasado. Nota sobre los maniquíes históricos del Museo Colonial de Luján. Plus Ultra, 30/1/1926.

[25] Sobre el tratamiento de los cuerpos, rituales mortuorios y funerales de los sujetos reconocidos por su trayectoria militar y/o política relacionados con la muerte heroica en el siglo XIX, ver Caretta (2015). Sobre el arraigo, la perdurabilidad y re-significación de las prácticas evangelizadoras jesuíticas, sobre todo, en la campaña bonaerense y el espacio cordobés hasta entrada la década de 1820, ver: Scocchera (2017) y Perrone y Scocchera (2018).

[26] Sobre la adquisición y exhibición pública de nuevas reliquias obtenidas por un cura de Mar del Plata, ver: La Época, 14/2/1916, noticia recolectada y conservada en el archivo personal de Enrique Udaondo. Archivo de la Academia Nacional de la Historia. Fondo Enrique Udaondo, caja 96, f. 159.

[27] La colección textil consta de 2.000 piezas clasificadas en secciones: indumentaria militar; indumentaria civil masculina; pañuelos; bandas presidenciales; textiles etnográficos; banderas, guiones y estandartes; textiles arqueológicos; indumentaria femenina. La sección de indumentaria femenina está compuesta por 70 piezas (3% del total de la colección textil), entre las que predominan chales, mantones y mantillas y accesorios diversos: abanicos, peinetas, peinetones, pañuelos y guantes. También se comprueba la existencia de algunas costuras y confecciones y de solo 3 vestidos donados al Museo en 1924 que habían pertenecido a Bernardina Chavarría (1785-1832), socia fundadora de la Sociedad de Beneficencia.

[28] En una carpeta con información sobre las Salas de Modas del Museo, hay copias de una nota titulada “Las porteñas (1830-1835)” (La Prensa, 27/6/1918), guardada por Udaondo. Describía la inauguración de una “restauración histórico-social de una de las tertulias”, un óleo de 3 por 4,75 metros instalado en el Club del Progreso, pintado por Arturo Eusevi bajo idea y dirección de Estanislao Zeballos, presidente de la entidad “de acuerdo a un meticuloso análisis de la documentación histórica, artística e iconográfica de la época”. El artista había trabajado dos años copiando detalles arquitectónicos y decorativos de las litografías de César H. Bacle y Carlos E. Pellegrini mientras reproducía muebles de propiedad particular. Además, pintó 26 retratos de hombres y mujeres de cuerpo entero, retratando a los actores de alta posición social que asistían a las tertulias para homenajear a sus descendientes, integrantes del Club. Para ello, contrató hombres y mujeres que vestían trajes y accesorios antiguos mandados a confeccionar por la institución, para luego reemplazar sus rostros por aquellos de los “grandes hombres”, copiados de los retratos que aportaban sus descendientes.

[29] ACMP_EU. Libro de Recortes del Museo 1923-1927. Museo de Luján. Inauguración de nuevas salas. Reconstrucción de dos salones porteños. La Razón, 19/12/1925.

[30] Nuevas salas con figuras de cera en el Museo de Luján. Suplemento de la Guía Expreso de la Capital, enero-marzo de 1926.

[31] ACMP_EU. Boletas de compra. 14 y 29 de junio de 1926; 20 de enero y 29 de febrero de 1928.

[32] Ratel Simone. Bellas de cera y acero. Caras y Caretas N° 1.760, 25/6/1932.

[33] Maniquíes de celebridades. Caras y Caretas N° 1.786, 24/12/1932. Maniquí altoparlante. Caras y Caretas N° 1.898, 16/2/1935.

[34] ACMP_EU. Caja Gestión Udaondo, Año 1924-1950. Memoria, 12/2/1930. Citas en pp. 13-14.

[35] Te-Bridge y desfile de maniquíes. Caras y Caretas N° 1.919, 13/7/1935. Aviso publicitario. Symner. Peinador de los “maniquíes vivientes” de la Exposición de Arte de 1936 en La Rural, Caras y Caretas N° 1.948, 1/2/1936.

[36] ACMP_EU. Libro de recortes Museo de Luján, 1923-1927. El vasco lechero en el Museo de Luján. Figura de este tipo popular. El Diario, 15/11/1929. Reproducción de un tipo popular para el Museo de Luján. La Época, 15/11/1929. En el Museo de Luján se exhibe un tipo popular de Buenos Aires de antaño. El Pueblo, 16/11/1929.

[37] ACMP_EU. Libro de recortes Museo de Luján, 1923-1927.

[38] ACMP_EU. Libro de recortes del Museo N° 6. 1934-1944.

[39] ACMP_EU. Libro de recortes del Museo N° 6. 1934-1944. Noemí Manzoni Gancedo. Nuevas reminiscencias del viejo Buenos Aires elegante en el Museo de Luján. El Hogar, 11/10/1942.

[40] En la década de 1930 uno de los cortos de animación de Max Fleischer mostraba muñecos que cobraban vida y bailaban un karaoke. En 1940 los estudios Disney estrenaron la película animada sobre Pinocho, basada en una adaptación libre de la historia de Collodi.

Para citar este artículo:

Blasco, María Elida (2020). Figuras de cera para una historia moderna. Los maniquíes del Museo de Luján como símbolo de una época en transición (Buenos Aires, primera mitad del siglo XX). Anuario de la Escuela de Historia Virtual, 18, 11-45.