DOI: http://doi.org/10.31048/1852.4826.v15.n3.39344

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

Viaje a México: Artaud y el saber ancestral

Journey to Mexico: Artaud and the ancient knowledge

Guillermo Giucci1 y Sebastián Torterola2

1Instituto de Letras, Universidade do Estado do Rio de Janeiro. E-mail: giucci@uol.com.br

2Investigador Independiente. E-mail: storterola@gmail.com

Recibido 14-11-2022

Recibido con correcciones 24-11-2022

Aceptado 28-11-2022

Resumen
En 1936, el dramaturgo y actor francés Antonin Artaud viajó a México, impulsado por la insatisfacción con el pensamiento abstracto y la racionalidad europea. El encuentro con los tarahumaras, comunidad indígena de la Sierra Madre Occidental, será el evento central de su periplo. Pero no se trata de la expedición científica de un naturalista o antropólogo, que aporta conocimientos sobre la naturaleza y los nativos. Por el contrario, el viajero es un surrealista en busca de una verdad mística. Este artículo propone analizar la búsqueda de una misteriosa y antigua entidad, el peyote, y el lugar del saber ancestral en el relato de Artaud. Se examina el clima intelectual de la época, el legado posterior de Artaud y el vínculo con el concepto de lo real maravilloso de Alejo Carpentier. A modo de conclusión, haremos una comparación entre el “viaje al país de los tarahumaras” y otros rituales con plantas poderosas, presentando nuestras experiencias personales en rituales neo-chamánicos.

Palabras clave: Artaud; Civilización; Modernidad; Tarahumaras; Peyote.

Abstract
In 1936, following an inner dissatisfaction toward European abstract thinking and rationality, French playwright and actor Antonin Artaud travels to Mexico. The main event of this journey will be his encounter with the tarahumaras, an indigenous community of the Sierra Madre Occidental. However, this is not a scientific expedition of a naturalist or anthropologist collecting new information on the local nature and its inhabitants. On the contrary, this traveler is a surrealist artist in pursuit of a mystical truth. This article aims to analyze his search for a mysterious and ancestral entity, peyote, and the value of ancient knowledge in Artaud’s narrative. It examines the intellectual climate of the time, the later legacy of Artaud and the link with Alejo Carpentier´s concept of the marvelous real. As a conclusion, we will establish a comparison between the “journey to the land of the tarahumaras” and other rituals with powerful plants, by introducing our personal experiences in neo-shamanic ceremonies.

Keywords: Artaud; Civilization; Modernity; Tarahumaras; Peyote.

Introducción

El 7 de febrero de 1936, el poeta, actor y dramaturgo, Antonin Artaud (1896-1948), desembarcó en Veracruz, México. La primera parte del libro, México y Viaje al país de los tarahumaras (1984), da cuenta de su estadía en la capital. Allí ofreció conferencias y publicó artículos en diarios locales sobre teatro, pintura y la cultura contemporánea. Sin embargo, su objetivo de fondo era más confuso y ambicioso: descubrir una cultura auténtica -la cultura del sol-, basada en el politeísmo, con presencia de lo telúrico y lo sagrado en la vida cotidiana. Romántica visión de Artaud de encontrar los aspectos primigenios de una cultura: «Es así que los Primogénitos de una humanidad todavía en parto debían comportarse en el momento en que el espíritu del HOMBRE INCREADO se levantaba en truenos llameantes por sobre el mundo destripado» (México 308).

Una vez instalado en la principal urbe mexicana, Artaud planificó un nuevo viaje, esta vez hacia un territorio menos familiar. En busca de una ilusión redentora, el dramaturgo outsider se lanza a tierras extrañas que desconoce, pero conducido por una necesidad personal ineludible. Según afirma, de ello depende su vida. Su entrega absoluta a una revolución personal integral, que afectase la sensibilidad profunda de su yo íntimo, lo distingue de otros célebres viajeros a México por esa época: Graham Greene, D. H. Lawrence, André Breton, Jacques Soustelle, Jack Kerouac, Malcolm Lowry, Gustav Regler, Aldous Huxley (Glockner 119).

Artaud no es un turista curioso en México disfrutando del paisaje; tampoco un explorador que pretende desenterrar restos de una civilización perdida; ni siquiera un aficionado de estados alterados de conciencia que aspira a tener una experiencia recreativa para estimular sus sentidos o intelecto. Es un vanguardista francés desapacible y sucio, probablemente aquejado por una sífilis hereditaria, que desde joven toma láudano para paliar el dolor y la depresión, que define el surrealismo como una extensión de lo invisible, como el inconsciente al alcance de la mano. Pero llega a México con aspiraciones de profeta social, opinando sobre la situación del indio. En carta enviada de México a Jean Paulhan, el 23 de abril de 1936, sostiene que la política del Gobierno no es indigenista, pues no tiene espíritu indio. Y añade a continuación que tampoco es pro india, aunque así lo digan los periódicos. «México no busca convertirse o volver a convertirse en Indio. Simplemente el Gobierno de México protege a los Indios en tanto que hombres, no en tanto que Indios» (México 261).

Aparte, advierte a los propios mexicanos del peligro que los acecha cuando imitan la civilización europea y aceptan la superstición del progreso. En “Lo que vine a hacer a México”, artículo publicado en El Nacional Revolucionario el 5 de julio de 1936, afirma que ha venido a México “en busca de políticos, no de artistas”, y “a buscar una nueva idea del hombre” (México 173). Ya antes de pisar tierra mexicana, en la correspondencia de 1935 con Alfonso Reyes, le manifiesta «la absoluta necesidad en que está México de romper con todas las formas de la civilización europea, industrialismo, maquinismo, marxismo, capitalismo» (Reyes 7). Tales recados debían sonar quiméricos a aquellos intelectuales y políticos mexicanos que insistían en la necesidad de educar e incorporar al indio marginado a la sociedad moderna. El futuro estaba para Artaud en redescubrir lo visible en la superficie: reconocer el valor del pasado ancestral, del culto solar, de la unidad y complementariedad de los opuestos.

El prólogo del libro México y Viaje al país de los tarahumaras, escrito por Luis Mario Schneider, da cuenta del inicio de la travesía artaudiana. Cuenta Schneider que Artaud viajó en tren hasta Chihuahua, y después continuó hasta Bocayna, la estación de ferrocarril más próxima al pueblo de Sisoguíchic, puerta a la región tarahumara (México 77). Desde entonces, el viaje es a caballo y lomo de burro, con la ayuda de un guía mestizo que cumple asimismo funciones de traductor e intérprete. Recorre con dificultad la Sierra Madre, un sobrecogedor paisaje que lo impresiona sobremanera. Las rocas, las vestiduras de los nativos, las palabras, gestos y hechos casuales, todo presenta para Artaud un sentido oculto que descifra para componer una conjetura a la vez inverificable y poéticamente seductora. En las líneas escritas sobre el trayecto de Sisoguíchic a Cusárare, y luego tras su llegada a Norogáchic (un pueblo de mil habitantes en el distrito de Andrés del Río, en plena Sierra Tarahumara, que preservaba muchas tradiciones prehispánicas), podemos observar su inclinación por el ocultismo y su predilección por la actividad subterránea que pretende sacar a la luz en el México profundo.

A raíz de las reflexiones de Artaud a lo largo de su viaje, en particular las referidas a su visión respecto de los tarahumaras y su sacramento psicodélico, el peyote, proponemos analizar algunos aspectos que esta experiencia suscita, como la manifestación de un saber ancestral, así como los puntos de contacto con la producción académica y literaria. En la conclusión, presentamos una comparación entre el viaje al país de los tarahumaras y otros rituales con plantas poderosas, contribuyendo al análisis a partir de nuestras experiencias en rituales neo-chamánicos.

Civilización y desasosiego

La confianza del realismo en el poder de la palabra para representar fielmente la realidad estalla en pedazos en la obra de Artaud. Para éste, de ninguna manera había quedado demostrado que el lenguaje de las palabras fuera el mejor posible. Sistemáticamente cuestionó la mayoría de los principios del realismo en su producción teatral: la alusión a la realidad, el verismo, el efecto de continuidad, el texto-centrismo, el materialismo, el cientificismo, el racionalismo.

Aunque la crítica a la modernidad era común entre los intelectuales y artistas de la primera mitad del siglo XX, ésta en general dirigía la mirada esperanzada hacia el futuro. Tal ataque al presente no significaba la reivindicación del pasado y la era pre-moderna; y mucho menos, si ese pasado era identificado con un saber ancestral extra-europeo. Había por supuesto una serie de visiones nostálgicas sobre el pasado, evidente desde el Romanticismo y actualizada por el trauma de la primera guerra mundial, el crack de la Bolsa de 1929, y la amenazadora ascensión del fascismo y el nazismo. Incluso en la esfera del arte, especialmente con el predominio del cine, el poderoso valor simbólico de la tecnología constituía un trasfondo inevitable, como lúcidamente lo comprendió Walter Benjamin en su ensayo de 1936, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, y lo ironizó ese mismo año Charles Chaplin en Tiempos modernos.

El texto que mejor ilustró estas tendencias contradictorias fue La decadencia de Occidente, del maestro alemán Oswald Spengler, cuyo primer volumen se publicó en 1918, cuando la Primera Guerra Mundial llegaba a su fin. En ese contexto, la idea de la civilización aparecía como un problema. Representaba la secuencia lógica, la plenitud y la finalización de una cultura. El advenimiento de la civilización europea anunciaba su falta de creatividad y su decadencia. Este tránsito de la cultura a la civilización opone las formas petrificadas y vacías de civilización, con sus ciudades mundiales, a la cultura viva, enérgica y vital de las provincias. El diagnóstico de Spengler es ominoso. Percibe que en lugar de un pueblo que crece con la tierra misma, emerge «un nuevo nómada, un parásito, el habitante de la gran urbe, hombre puramente atenido a los hechos, hombre sin tradición, que se presenta en masas informes y fluctuantes» (Spengler 62).

Cuando en 1922, Spengler publicó el segundo volumen de La decadencia de Occidente, le añadió a ese panorama de declive espiritual la subordinación a la máquina. Consideró que la dependencia de la máquina constituía un cambio decisivo en la historia de la vida superior, pues la naturaleza era convertida en un objeto de transformación intencional y la técnica se hacía soberana. Es atractiva la retórica de Spengler. Se refiere a seres que espiaron las leyes del ritmo cósmico para manipularlas y violarlas, a la creación de la idea de la máquina como un microcosmos que obedece únicamente a la voluntad del hombre.

Spengler fue tan solo uno de los portavoces críticos de la modernidad, movimiento que, para el caso alemán, Jeffrey Herf (1986), en su estudio sobre la tecnología, la cultura y la política en Weimar y el Tercer Reich, denomina “modernismo reaccionario”. Desde ángulos distintos, e incluso reconociendo las indudables ventajas del progreso tecnológico y científico, tal crítica a la modernidad fue un común denominador de la época, como sucede con Sigmund Freud en El malestar en la cultura (1930) y con los influyentes representantes de la Escuela de Frankfurt, Max Horkheimer y Theodor Adorno, en la introducción al libro Dialéctica de la Ilustración (1944), con la tesis de que la Tierra totalmente iluminada irradiaba el desastre triunfante. De modo semejante, la civilización europea estaba enferma según Artaud, pero el remedio residía para el dramaturgo francés en el reencuentro con los ritos ancestrales, en la comunión con lo divino y en el renacer de la sacralidad sin Dios. Como en un pase de magia, se deshace el vigor del capitalismo como sistema mundial de producción y de consumo, el estado nación, la democracia burguesa, la clase obrera, los sindicatos. Con sus opiniones tajantes y su cosmovisión combativa y espiritualista, Artaud pertenece a la era de la incipiente sociedad fragmentada, de interpretaciones plurales y paralelas, fenómeno visible en la Europa de las vanguardias y de entreguerras.

Objetividad, potencia creadora y los límites de la intersubjetividad

La combinación de imágenes de la naturaleza con tradiciones culturales variadas y con vertientes esotéricas y herméticas milenarias, formando un bricolaje incongruente de ideas, dificulta el diálogo intersubjetivo. El poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que conoció a Artaud durante la primera posguerra en París, lo recuerda, ya en la década de 1920, como un personaje «incandescente, linchado por sí mismo, estrangulado, fértil en relámpagos y desplomes, errabundo, imposibilitado para la coherencia exterior, anárquico a fuerza de sinceridad. Sus criterios son tan cambiantes, dentro de su unidad poética, que es inasible» (en Bradu 121).

Escandalizar al público, ese gesto típico de las vanguardias, entronca con la teoría teatral de Artaud. Asimismo las críticas a lo bello como categoría estética privilegiada, a los museos y al consumidor burgués, así como la agresión constante a la institución Arte, permiten ubicarlo en el contexto irreverente de las vanguardias. Sin embargo, las aparentes semejanzas esconden diferencias considerables. El gesto provocador tiene en Artaud un contenido metafísico, una pulsión vital que se esfuerza por reconciliar el arte y la vida trascendente, que recupera la función sanadora y catártica del rito místico.

La dramaturgia debería enterrar el texto lógico, los conflictos burgueses, la fe en la palabra, la aspiración pedagógica. Artaud formuló los principios de su “teatro de la crueldad” en un libro fundamental: El teatro y su doble (1938). Se trata de un conjunto de ensayos, concebidos a lo largo de las décadas 1920 y 1930, donde se exponen las ideas del teatro-vida. Partiendo del supuesto de que existe una escisión entre la cultura y la vida en la civilización occidental, se pregunta sobre lo que nos hace vivir, más allá de lo groseramente digestivo. Y responde que es la cultura en acción, la magia constante, la necesidad humana por lo divino. La protesta de una cultura separada de la vida debía manifestarse en el teatro de la crueldad. Por este término no se refiere Artaud a la sangre y a las escenas de violencia explícita, sino a un apetito de vida y a un teatro cruel ante todo para uno mismo. En el plano de la representación, la crueldad no se manifiesta despedazando cuerpos ni mutilando anatomías, ni enviando por correo, como lo hacían los emperadores asirios, sacos de orejas humanas o narices cuidadosamente cortadas, sino «la crueldad mucho más terrible y necesaria que las cosas pueden ejercer en nosotros. No somos libres. Y el cielo se nos puede caer encima. Y el teatro ha sido creado para enseñarnos eso ante todo» (Artaud, El teatro y su doble 82).

¿Cómo funciona ese teatro? Para comenzar, se debía destruir el lenguaje de las palabras escritas y alcanzar la vida a través de lenguajes diversos, compuestos de gestos, sonidos, palabras, fuego, gritos, danza, pantomima, iluminación, haciendo nacer en ese proceso lo sagrado arquetípico y primitivo que anima al ser humano. Como sucedía con la peste, que producía la desintegración del orden social y arrancaba las máscaras, el teatro debía tomar el desorden latente, activarlo y llevar los gestos a su paroxismo, perturbando el reposo de los sentidos y liberando el inconsciente reprimido. Del punto de vista escenográfico y comercial, era irrealista suponer que se podía llevar a cabo un teatro integral de rigor cósmico, con quejas, ropajes tomados de modelos rituales, notas musicales raras, objetos sorprendentes, máscaras, maniquíes de varios metros de altura y cambios repentinos de luz. Un resultado fue que la teoría teatral de Artaud superó ampliamente a la puesta en escena de sus obras.

¿No preferimos lo verosímil, la catarsis domesticada y la relación de espejo, a un teatro que busca recobrar la pulsión primitiva de la vida y la dimensión sagrada del rito? Al mismo tiempo, ¿no nos sentimos atraídos por el deseo de una vida de plenitud, que transforme el mero existir en un ejercicio poético en el cual vida y cultura convergen? En otras palabras, el teatro de la crueldad representa una meta utópica, una provocación a nuestra insuficiencia existencial.

Espectros de Artaud

Los investigadores han examinado, desde perspectivas distintas y en contextos cambiantes, el personaje Artaud. Desde su muerte en 1948 hasta el presente, su espectro resucita cíclicamente para vivificar nuevos movimientos. Especialmente en Francia, pero desde allí recorriendo el mundo, se lo menciona en relación con la crítica al poder, la antipsiquiatría, los movimientos estudiantiles, el feminismo. Los escritores e intelectuales que lo rescataron son bien conocidos: Anais Nin, Julio Cortázar, Lawrence Ferlinghetti, Julia Kristeva, Michel Foucault, Jacques Derrida, Gilles Deleuze, Susan Sontag, entre muchos otros.

¿Por qué la obra artaudiana, construida como a golpes de hachazos, tuvo tal repercusión? Artaud engendró un lenguaje inconfundible, intenso, violento, arrebatado. Exploró una gran variedad de géneros literarios, y a todos ellos le imprimió un sello personal. Usó palabras e imágenes como si fueran rugidos, vertió intensidades, obstáculos y fuerzas en una escritura visionaria. Y de toda su obra, ningún texto tuvo tanta resonancia como el Viaje al país de los tarahumaras. Sostiene Fabienne Bradu (2008) que mucho se escribió sobre Artaud, quizá demasiado. En cuanto a su viaje a México, se pretendió reconstruir minuciosamente su periplo por la capital y la sierra Tarahumara. Aun así, añade Bradu «lo más sorprendente del paso de Antonin Artaud por este país reside en su invisibilidad, en la ausencia de testigos confiables, o bien en el parco recuento de los pocos que lo conocieron» (17). Por ese motivo, para aportar una documentación menos conocida, Bradu centró la pesquisa en la correspondencia, entre 1950 y 1989, de Luis Cardoza y Aragón y la editora de las Obras completas de Artaud, Paule Thévenin, trabajo editado bajo el título Artaud, todavía (2008).

En el libro de Bradu, se incluye como un apéndice el texto escrito por Cardoza y Aragón, Artaud en México, publicado originalmente en la revista Plural, número 19, abril de 1973. Ese texto es muy revelador, pues procede de un reconocido poeta que no solo conoció a Artaud, sino que lo ayudó en México. Es también el texto que propone la idea del viaje de Artaud a México como la realización de un sueño imposible. Tal idea, que será posteriormente retomada por diversos intérpretes, la había anticipado Alfonso Reyes, tras referirse a las “fantasías retóricas de Artaud”, con un malicioso comentario, en ocasión de la primera edición francesa de Les Tarahumaras (1955): «El libro es una falsificación poemática y seudo-mística en torno a la magia del peyotl» (Reyes 6).

Cardoza y Aragón se pregunta por qué Artaud fue a México, cuáles fueron sus pasos y con quiénes mantuvo relaciones. No habría una razón específica para el viaje, sino varios motivos que el propio dramaturgo desconocía. Del texto se desprende una imagen contradictoria de Artaud: un poeta brillante, una tormenta y un tormento, que escribe acatando un requerimiento interior, que está obsesionado por el contacto con la antigua cultura solar y con la tierra roja, que destruye la lógica para reivindicar el esoterismo, la nostalgia del paleolítico y el primitivismo, que no se interesa por la literatura contemporánea, que casi no conoce ni trata a escritores y poetas mexicanos, que vivió ascéticamente y aislado en la miseria. Dice Cardoza y Aragón que Artaud no se buscaba, que quería perderse en sueños, «su más íntima y verdadera realidad, vivió en otro mundo, y quiso encontrar algo de este mundo de sus sueños en la realidad, en México y la Cultura Roja» (en Bradu 120). Pero concluye que ello era imposible, pues ningún viaje podía juntar el rompecabezas que era la vida de Artaud: «lo que buscaba no lo descubriría en ninguna realidad. En ninguna parte. Lo que buscaba no existía. No podía existir fuera de su imaginación» (en Bradu 121).

El viaje del poeta y dramaturgo Artaud trascendió el marco de la palabra escrita. En el cine y la fotografía, se recuperó su desplazamiento por territorios inhóspitos. Entre 1976 y 2001, los cineastas Raymonde Carasco y Régis Hébraud visitaron en numerosas ocasiones la sierra tarahumara y filmaron 13 películas y cinco cortometrajes, montajes reunidos bajo el título Artaud et les Tarahumaras. En 2014, Régis Hébraud publicó los cuadernos tarahumaras de Raymonde Carasco bajo el título Dans le bleu du ciel. Au pays de Tarahumaras 1976-2001. Por su parte, Pedro Tzontémoc recorrió la región visitada por el dramaturgo francés y editó Tiempo suspendido: fotografía sobre la ruta de Antonin Artaud en la Sierra Tarahumara (1995).

Enrique Flores (1999) le dedicó una detallada investigación a las posibles fuentes documentales de Artaud sobre los mitos y ritos tarahumaras. Entres tales fuentes, selecciona el Libro de los muertos egipcio, el Popol Vuh maya, el Critias de Platón (en particular la descripción del sacrificio del toro), el México desconocido de Carl Lumholtz, la Monografía de los tarahumaras de Carlos Basauri, aparte de estudios esotéricos que vinculan a los habitantes legendarios de la Atlántida con los ritos tarahumaras. La pesquisa de Flores arroja interesantes pistas para comprender el componente esotérico de Artaud, donde se mezcla el esoterismo universal con el esoterismo mexicano. Tal mecanismo esotérico de interpretación le permite a Artaud descontextualizar, eliminar la historia y producir asociaciones sorprendentes. Si bien las analogías son arbitrarias, no carecen de fundamento o de explicación. Para el poeta francés, Europa despedazó la naturaleza con sus ciencias separadas. Le parecen germinaciones monstruosas, una pérdida para los espíritus alertas de la vida sagrada, la pluralidad y exterioridad de las ciencias: biología, historia natural, química, física, psiquiatría, fisiología. En tela de juicio quedan las taxonomías y los sistemas de clasificación, que ignoraban la unidad de la cultura. Los investigadores científicos, que Artaud menosprecia, destacaban la aparente multiplicidad de las varias culturas en México (mayas, toltecas, aztecas, chichimecas, zapotecas, totonacas, tarascos, otomíes), sin comprender que tal variedad reproducía la síntesis de una idea. En El hombre contra el destino, artículo publicado en el periódico El Nacional a fines de abril de 1936, antes del viaje físico y espiritual al país de los tarahumaras, Artaud lo formuló del modo siguiente:

«Existen el esoterismo musulmán y el esoterismo brahamánico; existen el Génesis oculto y los esoterismos judíos del zohar y del Sefer-Ietzirah, y aquí en México el Chilam Balam y el Popol-Vuh. ¿Quién no comprende que estos esoterismos son el mismo y quieren, en espíritu, decir la misma cosa? Ocultan la misma idea geométrica, numérica, orgánica, armoniosa, oculta, de la naturaleza y de la vida. Los signos de estos esoterismos son idénticos. Poseen analogías profundas en sus palabras, en sus gestos, en sus gritos. De todos los esoterismos que existen, el esoterismo mexicano es el único que se apoya aun sobre la sangre y la magnificencia de una tierra cuya magia sólo los imitadores fanatizados de Europa pueden ignorar» (México 122).

Por causa de tal interpretación unitaria y esotérica de la realidad, es comprensible que en los ensayos de cuño antropológico abunden las críticas que denuncian la idea primitivista y del buen salvaje de Artaud. En el artículo “Escrituras del ver: viajes al país de los tarahumaras”, Varinia Nieto Sánchez menciona un gran cantidad de textos relativos al discurso primitivista de Artaud. Destaca Nieto Sánchez que diversos antropólogos y etnólogos pusieron en tela de juicio sus relatos sobre el viaje a la Sierra Tarahumara a causa de la falta de rigor científico, primitivismo y subjetivismo.

Desde una perspectiva racionalista e igualitarista, el crítico Tzvetan Todorov sitúa a Artaud entre los viajeros modernos del exotismo que confirman sus ideas previas, verifican sus proyecciones imaginarias de la diferencia radical y no observan al México contemporáneo (383-386). Si llevamos al extremo el argumento de Todorov, podemos adoptar una perspectiva poscolonial: Artaud nunca abandona Europa, sus problemas, el punto de vista eurocéntrico. A favor o en contra del progreso, en Francia o en México, Europa sigue siendo el referente principal.

Igualmente sugerentes son los comentarios del viajero francés y ganador del Premio Nobel de Literatura en 2008, J. M. G. Le Clézio. Éste comparte con Artaud la idea de México como un país de sueños, un lugar privilegiado por el misterio y la leyenda, hecho de una realidad diferente a la europea. Sin embargo, introduce la duda de si efectivamente Artaud viajó a la Sierra Tarahumara. Alega que estaba enfermo, consumido por las drogas, con poquísimo dinero, que no hablaba español, que las comunidades indígenas estaban controladas por los jesuitas, que muchas de las descripciones acerca de la danza de Tutuguri son posiblemente extraídas del texto de Carlos Basuari publicado en 1922. En otras palabras, el viaje a la Sierra Tarahumara sería parte de un sueño mexicano. En la misma línea, pero aportando una impresionante cantidad de datos, producto de una sólida investigación, se encuentra el artículo de Lars Krutak (2014), que propone que Artaud visitó a los Rarámuri, pero que su famosa narración, La danza del peyote, no está basada en su participación en el ritual. De acuerdo con Krutak, Artaud no solo «fabricó, exageró, y embelleció la “verdad” de sus experiencias entre esa gente mística», sino que plagió a autores que no menciona (33).

De la enorme cantidad de comentarios sobre Artaud, sobresale uno del poeta y ensayista mexicano Octavio Paz. Cuando Paz lo conoció, en un pequeño bar, Le Bar Vert, habían comenzado los actos públicos de conmemoración de Artaud, incluyendo por parte de los surrealistas, que dos décadas atrás lo habían expulsado ruidosamente del grupo. En 1947 el líder de los surrealistas, André Breton, recientemente retornado de Estados Unidos, elogió al envejecido y demacrado poeta en las palabras de presentación. El público compartió las acusaciones de Artaud contra los horrores del tratamiento psiquiátrico y los electrochoques, pero no aceptó las hechicerías y embrujamientos que decía había sufrido. Afirma Paz, que las revelaciones de Artaud sobre las conjuras mágicas en su contra no convencieron al público moderno y secular, que había ido a protestar.

«Veían en Artaud a una víctima de los poderes e instituciones impersonales de la modernidad pero, en el fondo, ellos creían en los principios que han fundado y justifican esa aborrecida modernidad. Esta es la paradoja de los intelectuales modernos y este es el secreto, a un tiempo patético e irrisorio, de su rebelión. Son, o más bien: somos, los hijos rebeldes de la modernidad ... pero somos modernos. No en el caso de Artaud: era un verdadero poeta moderno y era también un verdadero perturbado mental. Su perturbación lo sustraía a la modernidad y lo convertía en un hombre de otro tiempo. Creía en lo que decía» (Paz 23).

América Latina como el espacio de lo real-maravilloso

Primitivismo, arte y antropología formaron un trío perdurable en el siglo XX. Desde que en 1938, Robert Goldwater publicó Primitivism in Modern Painting, quedó claro que en parte las vanguardias artísticas se habían inspirado en productos culturales y religiosos no occidentales. La accesibilidad a tales productos “primitivos” se debió a los viajes producto de la expansión colonial, la fundación de museos de etnología y las exhibiciones. Casi todas las vanguardias históricas, hicieron un uso estético de las esculturas y máscaras africanas y del arte de Oceanía. A medio camino entre el surrealismo y la etnografía, por ejemplo, Michel Leiris participó en la misión Dakar-Yibuti, publicó su diario de viaje, El África fantasmal (1934) y posteriormente editó África negra: la creación plástica (1967).

Evidentemente, Artaud no estaba interesado en contribuir a la investigación de las ciencias sociales. Se había informado con algunos textos básicos sobre los tarahumaras. Pero desconocía a investigadores como Heinrich Klüver, Weston La Barre, Robert Zingg, Wendell Bennett, L. H. Arpee. Empeñado con la potencia creativa del arte, indisociable de la vida, Artaud se inclina justamente hacia lo opuesto, a los tarahumaras menos estudiados, menos accesibles al estudio de campo etnográfico, menos expuestos al mestizaje. Quería enfrentarse con “razas puras”. Mientras menos contactos con los hombres blancos, mejor: estaba en busca de los secretos antiguos de la existencia sagrada de la sangre y la tierra. Obsesionado con el aspecto supuestamente incontaminado de la cultura, ni siquiera registra la gran movilidad de los tarahumaras, notables corredores que atraviesan terrenos pedregosos durante días. Y le espanta, aunque tiende a minimizar su relevancia, que desde mitad del siglo XVII la vida de los tarahumaras había cambiado con la llegada de los hombres blancos, que impusieron nuevos estilos de vida y de creencias religiosas. Era el inicio de una serie de transformaciones devastadora para la cultura tarahumara: deforestación por la producción de madera, minería, narcotráfico, turismo, extrema pobreza, sincretismo religioso.

Artaud vivía consecuentemente en un mundo de fronteras poco nítidas entre lo natural y lo sobrenatural. La naturaleza de algunos parajes se le aparecía como (re)encantada. Pensaba que había lugares especiales -el Tíbet, Mongolia, Irlanda, la sierra tarahumara-, que preservaban las bases de una fuerza mágica que alimentaba a sus habitantes con una verdad sagrada, donde aún no habían enmudecido los dioses. Significa, en otras palabras, la valorización de la sierra tarahumara, y por extensión, de México y de América Latina.

Con tal percepción quijotesca de América Latina, nos aproximamos a una vertiente que valoriza lo considerado auténtico e incontaminado, las creencias populares y las cosmogonías antiguas. De modo casi paralelo a la valorización de Artaud de México y de los indígenas, el escritor cubano Alejo Carpentier, que había vivido en París y participado como una figura lateral en el movimiento surrealista, impugnó lo que consideraba una técnica artificial de creación. Indignado por la artificialidad de la creación surrealista y por la imitación colonizada por parte de sus seguidores en América Latina, Carpentier desarrolló un concepto alternativo de la identidad latinoamericana: lo “real maravilloso”. Y esa percepción no surgió del encuentro de Carpentier con los indios tarahumara, sino de un viaje a Haití en 1943.

El concepto de lo “real maravilloso”, acuñado por el escritor cubano y enunciado en el prólogo a su novela El reino de este mundo (1949), le permitió una exposición de aspectos poco conocidos de la realidad latinoamericana. Enmarcado en la revolución haitiana y con personajes como el tiránico rey negro Christophe, como Ti Noél, amante de la libertad que cree en la magia y el teriomorfismo, y François Mackandal, líder revolucionario que instiga el alzamiento y no puede ser ajusticiado, porque cuando los colonizadores deciden quemarlo se transforma en mariposa y huye, lo real maravilloso refiere a un procedimiento literario que capta un modo de ser animado de la naturaleza, historia y psicología del continente, en la cual la realidad latinoamericana se aproxima a lo fantástico.

Carpentier defendió la tesis de que en América Latina se vivía una experiencia directa de lo fantástico, que emanaba de la naturaleza y de la historia latinoamericanas. Y que ese sentimiento de lo fantástico continuaba vigente en la cosmovisión de sus habitantes. No estableció diferencias regionales, ni distinciones entre el contexto urbano y rural. Afirmó que lo maravilloso era la revelación privilegiada de la realidad, una iluminación inhabitual, una alteración inesperada, una percepción intensa de las riquezas inadvertidas de la realidad, y que esa sensación de lo maravilloso dependía de una fe. No podían curarse con milagros de santos los que no creían en santos, ni entrar en personajes literarios los que no sentían la literatura como una realidad maravillosa. Los surrealistas europeos no tenían fe, sino que el maravilloso invocado en el descreimiento era una desgastada artimaña literaria. Para vivir lo real maravilloso, para creer en los poderes licantrópicos de los héroes revolucionarios, era necesario poseer una mística válida y jugarse el alma por la fe. Una vez más, América Latina propicia la posibilidad de un recuento vital de cosmogonías.

«Y es que, por la virginidad del paisaje, por la formación, por la ontología, por la presencia fáustica del indio y del negro, por la Revelación que constituyó su reciente descubrimiento, por los fecundos mestizajes que propició, América está muy lejos de haber agotado su caudal de mitologías. [...] ¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?» (4)

Peyote: el sacramento tarahumara

Para comprender el encuentro de Antonin Artaud con el rito del peyote entre los tarahumaras de la sierra mexicana, conviene antes poner en contexto esta planta poderosa utilizada por las culturas originarias de México en ceremonias tradicionales. En Plantas de los dioses, Richard Evans Schultes y Albert Hofmann afirman que México representa el área más rica del mundo por la diversidad y el uso de alucinógenos en las sociedades aborígenes. El peyote (Lophophora willamsii), nativo de México y el sudoeste de Texas, es un pequeño cactus sin espinas con alcaloides psicoactivos, especialmente la mescalina. Conocido por sus propiedades psicoactivas cuando se ingiere, el peyote se utiliza como un enteógeno y complementa varias prácticas de trascendencia, incluida la meditación y la psicoterapia psicodélica. En el idioma náhuatl, el nombre Peyotl se traduce a menudo como “mensajero divino”.

Del punto de vista farmacológico, según informe del Grupo Interdisciplinario de Investigación sobre Psicodélicos de Uruguay (Arché), las sustancias psicodélicas producen efectos subjetivos en la psiquis y pueden ser clasificadas de acuerdo con tres categorías principales. Por un lado están los psicodélicos clásicos, tradicionalmente llamados como “alucinógenos”; otra categoría corresponde a los empatógenos, entactógenos, o potenciadores de sentimientos; por último, están los generadores de sueños, llamados oneirogénicos o potenciadores de fantasías (Apud et al 64). Al grupo de los psicodélicos clásicos o serotoninérgicos, que alteran las vías de percepción, pertenecen el LSD, la psilocibina, y la mescalina, que es el componente psicoactivo del cactus del peyote.

El peyote tiene una larga historia de uso ritual y medicinal por parte de los nativos americanos, como sucede entre los huicholes, grupo étnico mayoritario del estado de Nayarit, México, en la Sierra Madre Occidental, cuya espiritualidad incluye la recolección y el consumo del peyote. Existe un premiado documental al respecto, Huicholes: Los últimos guardianes del peyote (2015), producido por Kabopro Films y dirigido por el argentino Hernán Vilches.

Luego de seis meses en Ciudad de México, entablando unos pocos contactos y divulgando su mensaje inconformista en las páginas de los diarios, Artaud consigue el apoyo necesario para emprender el anhelado viaje que ha ido madurando en su estadía mexicana. Es hora de dejar de hablar del país de los reyes magos para salir verdaderamente a su encuentro. La travesía terrestre es penosa. El trayecto, escarpado e inhóspito. El idioma, desconocido. Los lugares, impronunciables: Sisoguíchic, Cusárare, Narárachic, Norógachi. Entre los tarahumaras, Artaud cumple 40 años, el 4 de septiembre de 1936. En Norógachi, presencia una ceremonia en la que los indígenas le arrancan el corazón a hachazos a un buey y juntan su sangre en jarras para luego danzar hasta la medianoche.

El poeta avanza en la indagación de la cosmovisión tarahumara. La mera mención de la palabra Ciguri, genera entre los nativos un aire grave, de temor y de respeto: la conciencia de lo sagrado, la evocación de un misterio terrible con el que deben lidiar, ponerse a prueba, someterse. Ciguri: designa el cactus peyote y el sacramento vegetal que representa la piedra angular de la cosmovisión y espiritualidad tarahumara. No se trata simplemente de un elemento más de la botánica local. Al igual que en el caso del Soma descrito en los antiguos vedas de la India, Ciguri es a la vez sacramento y dios, una herramienta y un ser animado autónomo, una planta maestra que crea el mundo y puede destruirlo.

Si esto es así para los nativos, para el extranjero la sola mención del término materializa una misteriosa puerta posible hacia la Verdad, el deseo de vivir en carne propia lo que no se puede explicar con palabras. La frase de un indio tarahumara hace eco en Artaud: «El espíritu del hombre está cansado de Dios por ser malo y estar enfermo, y nosotros somos los que tenemos que hacer que lo ansíe» (México 307). He ahí una promesa: volver a sentir a Dios, retomar la búsqueda por el sentido, desviarse del sendero que conduce al vacío.

A diferencia de gran parte de sus contemporáneos, Artaud orienta su búsqueda al pasado ancestral de la humanidad, encarnado por los tarahumaras. Ellos poseerían un estado primigenio del ser y del espíritu, que el hombre moderno había perdido a manos de la razón y la abstracción. Mucho tiene que ver con este carácter prístino, el vínculo indisociable que los nativos de la Sierra Madre establecen con la naturaleza, hecho que lleva a Artaud a denominarlos una “raza-principio”. Este término no solo refiere al conocimiento del entorno natural, sino que remite a un nivel más profundo, filosófico y mágico, de comunicación con la naturaleza. Esto se debe a que están «hechos de su mismo tejido, de su misma contextura, y como todas sus manifestaciones auténticas, han nacido de una mezcla primaria» (Artaud, México 286).

En diversos pasajes de su relato, esta idealización de sus anfitriones choca de frente con las frustraciones experimentadas por el viajero. En primer lugar, por su situación en tierras recónditas. Agotado por el viaje a lomo de mula, famélico, sin las drogas necesarias para equilibrar su inestable estado de ánimo, el poeta de cuerpo enfermizo afirma padecer físicamente, malestar que se ve aumentado por su condición de extranjero, blanco y desconocedor del idioma. Estos aspectos hacen que Artaud se sienta paradójicamente distante de sus amados tarahumaras, pues tal diferencia cultural que lo separa hace que su verdad primigenia parezca inalcanzable para él. Además, al decir que la propia montaña eleva barreras contra él para impedirle entrar, deja entrever sus tendencias paranoicas, notoriamente reconocidas por sus biógrafos.

Descreído del civilizado mundo europeo que le resulta impropio, Artaud deja claro, desde las primeras líneas de La danza del peyote, que se trata de una peregrinación existencial en busca de la cura a través de una medicina mágica y desconocida en la que deposita sus esperanzas. Es sorprendente como esta parte del relato puede vincularse a casos actuales, como el retratado en el documental británico El último chamán (2017): jóvenes que buscan participar en rituales neo-chamánicos en países sudamericanos como Perú o Brasil, ansiando por respuestas espirituales o inclusive cura de adicciones a drogas, a partir de saberes ancestrales indígenas. En su alentado estudio, The Beauty of the Primitive (2007), Andrei Znamenski examina el chamanismo, la espiritualidad sin iglesia y la religiosidad natural en la imaginación occidental, y sustenta que hay un «número creciente de buscadores espirituales occidentales que intentan recuperar lo que describen como espiritualidad antigua y tribal (que suelen llamar chamanismo) para resolver los modernos problemas espirituales» (Znamenski, Prefacio, viii).

Guiado por esa finalidad existencial, en una época anterior al turismo enteogénico, Artaud creía que había llegado a uno de los últimos lugares del mundo donde todavía existía la danza de la curación por el peyote. «¿Qué presentimiento falso, qué intuición ilusoria y fabricada me permitía esperar de esta curación una liberación (...) una iluminación en toda la amplitud?» (México 291). Pero al arribar a tierras tarahumara, luego de tan arduo viaje, se deparó con algunas sorpresas desagradables. Por ejemplo, constata que la identidad tarahumara se encuentra en un nivel de fragilidad extrema, a raíz del desprecio hacia ella demostrado por las autoridades, que los consideran atrasados y bárbaros. Además, manejándose con guías e intérpretes, a su llegada enfrenta algunas dificultades logísticas, que incluyen tener que tratar con “prestidigitadores” que tratan de alejarlo del peyote.

Atravesado por esta combinación de emplazamientos sublimes y frustraciones amargas, Artaud cumple su objetivo de llegar a destino, o al menos a una aproximación de lo que imaginó. Traba contacto con la “raza-principio” de los tarahumaras, es presentado a los sacerdotes del peyote y forma parte de sus rituales, primero como observador y luego como partícipe directo, consumiendo la planta (si bien este último acontecimiento ha sido cuestionado, entre otros factores, porque Artaud no habría estado con los tarahumaras en los meses del rito del peyote).

Camino al infinito

Primer eslabón: el Jefe de todas las cosas
«El viejo jefe indio me abrió la conciencia de una cuchillada entre el bazo y el corazón» (Artaud, México 305).

Artaud relata su camino hacia el peyote como un acumulado de señales y augurios que preceden los acontecimientos concretos. Un ejemplo es la espada de Toledo, obsequio que recibe en Cuba de un brujo local, objeto de alto valor esotérico para el autor. Otro es un acontecimiento de iniciación que experimenta en la sierra con un “viejo jefe mexicano”, que traza un círculo en el aire con una espada, se precipita sobre él y le causa un corte en su piel. La herida es mínima, pero el hecho es presentado como un punto de inflexión en el trayecto, especie de unción que habilita la entrada a un nuevo territorio.

Este episodio muestra tres aspectos que trascienden la situación particular. En primer lugar, la noción de iniciación al estilo de un bautismo: una autoridad (un sacerdote, un jefe indio) efectúa una acción física, que vale más por su función simbólica que material, oficiando de rito de pasaje. En sociedades indígenas abundan ejemplos de este mecanismo, como la imposición al iniciado de un retiro solitario en un medio hostil por determinado tiempo, con el objetivo de probar que puede sobrevivir por sus propios medios y así convertirse en un guerrero. En las sociedades occidentales, ejemplos similares pueden referirse al pasaje a cierto grado educativo, una fiesta de quince años o el casamiento.

En segundo lugar, el episodio con el jefe indio posee una simbología anunciadora, una señal de cercanía al rito del peyote. Este tipo de señales previas a un acontecimiento son habituales en ciertos ámbitos neochamánicos. De hecho, existen actualmente grupos urbanos de Rio de Janeiro organizados en torno a rituales de ayahuasca que recomiendan prestar mucha atención al período que antecede a la ceremonia, denominado pre-rito. Los participantes deben prestar atención a eventos, conversaciones, detalles aparentemente casuales, pero que pueden convertirse en elementos importantes a ser recuperados y evaluados durante la experiencia ceremonial. De esta forma, los acontecimientos previos no son relevantes en sí mismos, sino por la información que pueden aportar en el futuro.

En tercer lugar, esta dimensión iniciática, concebida como un peregrinaje que surte efectos progresivos, puede entenderse como una preparación para lo que vendrá. Por primera vez, lo que se desplegaba en la imaginación del autor adquiere una dimensión material en su cuerpo.

En el mismo sentido, puede considerarse el caso de un individuo residente en una metrópoli que desea realizar un ritual con plantas poderosas. En muchos casos se debe salir de la ciudad para llegar al espacio ceremonial, lo que conlleva un cambio de escenario. Por este motivo, en los rituales neochamánicos se suelen emplear diversas técnicas que pretenden “preparar” a los participantes, horas o días antes, para la experiencias que tendrán: sesiones de meditación, yoga, masajes, aplicaciones de rapé, cantos. Para los participantes, como para Artaud al recibir el golpe de espada del jefe indio, se opera un cambio cualitativo en la forma de percibir el entorno y de adecuar el cuerpo al ritual que se aproxima.

Cabe en este punto analizar la peculiar posición de Artaud en la Sierra Madre, por la originalidad y modalidad de la búsqueda. Por un lado, es sospechosa la visión romántica de los tarahumaras como raza-origen, en quienes deposita su esperanza de que sean los guardianes de tradiciones que no pueden progresar, dado que ya representan el punto más avanzado de toda verdad. El único progreso posible consistiría en «conservar la forma y la fuerza de esas tradiciones» (Artaud, México 281). Dice Artaud que «estos hombres a quienes se cree incultos, sucios e ignorantes, han alcanzado un grado de cultura sorprendente» (México 274). Los considera descendientes directos de los atlántidas, “filósofos” que han mantenido la tradición de la metempsicosis y que temen la caída ulterior de su doble. «No tener conciencia de lo que es, de lo que puede llegar a ser, es exponerse a perder su doble» (Artaud, México 288). Esta visión entra en flagrante contradicción cuando descubre que la educación de los nativos sigue los mismos modelos de las escuelas comunales francesas.

Entretanto, son notorias las diferencias entre este peregrinaje y las habituales expediciones de antropólogos y naturalistas, que suelen integrarse a las poblaciones que estudian preservando una distancia espacial y jerárquica, con el objetivo de registrar y obtener información sobre entornos y comportamientos. Pero también hay casos de expediciones científicas que involucran el uso de plantas visionarias por los extranjeros. Solo para mencionar algunos ejemplos, así sucede durante las numerosas andanzas del biólogo norteamericano Richard Evans Schultes en la Amazonia colombiana, así como con el antropólogo francés Bruce Albert y su larga amistad con el chamán yanomami Davi Kopenawa, según se narra en el libro A queda do céu (2015).

En el caso de Artaud, el mito del buen salvaje se conjuga con la función del mediador cultural y con la intervención ante las autoridades locales en favor de la fiesta anual de consagración del peyote, que estaba a punto de ser prohibida. Lejos del naturalismo, pero también del turismo convencional, la figura de Artaud puede emparentarse con lo que hoy se conoce como turista espiritual, viajero a tierras desconocidas en búsqueda de una revelación existencial.

Segundo eslabón: Tutuguri
«Frente a esa belleza de imaginaciones radiantes, frente a semejantes voces en una cueva iluminada, sentí que mi esfuerzo no había sido en vano» (Artaud, México 294).

Tutuguri, palabra tarahumara que significa “canto del búho”, se utiliza para designar al Rito del Sol Negro o danza del peyote, una festividad local que transcurre entre la caída del sol y su salida al día siguiente. La referencia, como en buena parte de los ritos nativos americanos, es al período nocturno, cuya ausencia de luz permite la agudización de la visión en el sentido ritual. Como en un cine, el manto oscuro favorece la proyección de imágenes generadas por los efectos de las plantas poderosas en los participantes. Por otro lado, la alteración de la percepción sensibiliza en extremo los sentidos, por lo que la luz del día muchas veces resulta una interferencia no deseada para la experiencia.

A partir del testimonio de Artaud en la ceremonia tarahumara del peyote, introducimos el concepto de diseño, esto es, la configuración temporal y espacial del ritual, sus elementos, acciones, procedimientos, participantes, duración y ejecución. Se trata de una noción multifacética que parte de una estructura, o bien transmitida desde épocas antiguas, como en el caso indígena, o bien creada a partir de diferentes influencias por grupos que inauguran nuevas líneas ceremoniales, que suelen realizar combinaciones sincréticas. Conforman el diseño ciertos preceptos, a veces sencillos y a veces abstrusos, que sirven como base para desarrollar la tecnología espiritual chamánica: posiciones, elementos, movimientos, jerarquías, procedimientos.

El diseño representa la estructura fundamental, el aspecto metodológico que ordena y establece directrices para el desarrollo de una ceremonia con plantas de poder. Pero el diseño no solamente se refiere a la forma. Por un lado, a través de él, cada ritual enfatiza la importancia de los elementos que permiten realizar un “trabajo” fructífero. Con una salvedad: la presencia o ausencia de elementos siempre responde a criterios específicos propios de cada propuesta o línea chamánica. Entre dichos elementos, pueden encontrarse: meditación, baile, canto, pases mágicos, rezos, curaciones, limpiezas, el espacio de acción ceremonial, la ubicación espacial de elementos como el altar, la zona de alivio, las aplicaciones de rapé u otras medicinas, la banda musical, los límites del espacio que no se puede traspasar, la duración que debe respetarse obligatoriamente, etc.

El diseño constituye una garantía de seguridad, pues se distribuyen funciones de conducción y de guardia, a la vez que se establecen preceptos a seguir durante el ritual: la imposibilidad de retirarse hasta el cierre, la prohibición de uso individual de elementos externos, el silencio, la oscuridad, los espacios que deben dejarse libres, los colores y tipos de ropas a usarse, el pedido de no intervenir en los procesos individuales.

A través del relato de Artaud, podemos deducir algunos elementos del diseño ceremonial tarahumara. El primero corresponde al espacio ceremonial, representado por un círculo dibujado por los sacerdotes en el suelo. Delimitación física y simbólica de los límites del ritual: dentro del círculo, se desarrollan las acciones y movimientos esenciales; fuera de él, queda el mundo exterior. Dentro, es el espacio del que los participantes se apropian y se encuentran protegidos en el transcurso del ritual; fuera es el terreno inseguro, donde los pájaros caen muertos y las mujeres embarazadas sienten que se les pudre el feto. En el centro del círculo se enciende una hoguera.

Hacia el norte, un chamán dibuja un ocho en el suelo, donde se deposita un vaso de madera que contiene el peyote. Hacia el sur, se ubican los niños, únicos que no toman peyote. Es significativo que el lugar donde se ubican los chamanes y donde descansa el peyote (denominado por Artaud “Santo de los Santos”) está identificado con un símbolo similar al del infinito. Así como sucede con otros símbolos, este símbolo del infinito puede interpretarse como una “puerta” por donde se comunican el mundo material y el espiritual.

Siendo un hito litúrgico de gran importancia para la población local, el ritual descrito es de naturaleza comunitaria, con división de tareas y roles entre los tarahumaras participantes. El más importante es el del chamán, quien conduce la ceremonia, marcando los momentos de inicio y cierre, definiendo los tiempos de realización de cada acción. Tres chamanes conducen la danza del peyote:

«Al pie de cada hechicero, un agujero en cuyo fondo el Macho y la Hembra de la Naturaleza, representados por las raíces hermafroditas del peyote (sépase que el peyote tiene la figura de un sexo de hombre y de mujer en cópula) duermen en la Materia, es decir en lo Concreto. (...) Y durante toda la noche los hechiceros restablecen las relaciones perdidas, con gestos triangulares que cortan extrañamente las perspectivas del aire» (Artaud, México 296).

El chamán es la autoridad en cuanto a la dimensión conceptual y espiritual de la experiencia. Mientras que los roles más prácticos son realizados por el resto del equipo, el chamán realiza movimientos de invocación y comunicación con una dimensión espiritual o energética, condensada en el peyote. Éste, como hemos dicho, no se reduce solamente a un cactus, sino que es a la vez sacramento, vehículo y entidad trascendente.

Según Bonfiglioli (2005), la danza del peyote entre los tarahumaras es un ritual de curación. Uno de sus elementos principales es la raspa del peyote: los chamanes se valen de un raspador (madero con muescas) que rozan sobre una calabaza seca (mate o guaje), que a su vez se ubica sobre un hoyo en el suelo donde descansa el peyote. «El derecho de manejar el rallador se adquiere y además, entre los indios tarahumaras, en ese derecho reside toda la nobleza de la casta de hechiceros del peyote», explica Artaud (México 290). El sonido efectuado con estos raspadores es el vehículo espiritual a partir del cual los chamanes van realizando sus curaciones.

Por otro lado, se destaca el rol de las mujeres, dedicadas a moler el peyote hasta lograr una consistencia de dulce de leche fangoso. Los danzarines ejecutan movimientos extáticos de preparación del ritual (doce pasadas danzantes que representan doce fases distintas), llevando como parte de su atuendo 600 campanillas (300 de cuerno y 300 de plata) que suenan «como una colonia de abejas enloquecidas, aglutinadas unas contra otras, amontonadas, en un desorden crepitante y tempestuoso» (Artaud, México 296). También entran en juego elementos como diez cruces de madera de distintos tamaños clavadas en el suelo, a cada una de las cuales se le cuelga un espejo.

Comparando los elementos del diseño tarahumara con los de diversos rituales neochamánicos, se puede establecer que el espacio ceremonial puede delimitarse previamente a la ceremonia o puede constituir la totalidad del recinto destinado a ella. La importancia de esta definición, sin embargo, radica en que la configuración de un diseño representa no solo la demarcación del espacio donde ocurrirá la ceremonia, sino la señalización de puntos espaciales que cumplen determinadas funciones en su transcurso. De esta forma, se inaugura una percepción espacial propia de cada espacio ceremonial, en la que sitios o elementos aparentemente simples se convierten en objetos o lugares de poder. Fragmentos de tela y árboles pueden adoptar significados específicos; o incluso algunos sitios que no poseían ninguna particularidad antes de comenzar el rito, lo adquieren a medida que éste va avanzando.

Ilustramos este punto con algunos ejemplos. Ciertos templos o espacios ceremoniales neochamánicos en Rio de Janeiro y otras partes de Brasil tienden a combinar diversas líneas espirituales y sus correspondientes preceptos, con el uso de plantas de poder como sacramento y vehículo ceremonial. La umbanda, religión afrobrasileña sumamente popular en el país, aporta elementos a estas ceremonias, por ejemplo, las ayahuasqueras. Así, una de las acciones que precede al comienzo de la ceremonia es el ritual de cerrar los portones: los miembros del equipo del templo acuden a cerrar las entradas al espacio ceremonial, una acción que es a la vez física (se cierra efectivamente un portón) pero también espiritual-energética-simbólica (resguardo del espacio ceremonial). Los portones cerrados, sumado a los rezos para las entidades espirituales que cuidan las puertas, garantizan este resguardo, evitando que energías negativas o espíritus malignos ingresen para importunar la sesión.

El sitio del Santo de los Santos de los chamanes tarahumaras podría compararse con un altar donde se prenden velas, se colocan imágenes de santos y se ingiere la planta. Sin embargo, pueden existir lugares que físicamente no presentan ninguna particularidad, pero que en el transcurso del ritual se van configurando como espacios ceremoniales. Es el caso del Arca de la Montaña Azul, centro neochamánico de Rio de Janeiro, donde, aparte de los espacios rituales identificados (altar, espacio de danza, de limpieza), a medida que transcurre el rito, se va formando, al lado del punto donde se sirve la ayahuasca, lo que puede llamarse “el rincón de los caídos”. Se trata de un punto de transición donde van a parar las personas que ya estuvieron en la zona de limpieza, vomitando en baldes (en general con malestares y debilidad física), luego de lo cual se dirigen espontáneamente a ese rincón para continuar su recuperación. Este rincón acaba teniendo un aspecto de fila de personas en recuperación; a medida que van sintiéndose mejor, dejan su lugar en la fila a otras que lo precisan, para seguir con el baile y la ceremonia en general.

El testimonio de Artaud también refiere a las excreciones rituales del cuerpo: «Orinan, ventosean, defecan con tremendos estruendos (...). Y el hechicero de más experiencia más abundantemente escupió los gargajos más densos y más gruesos» (México, 290). Este aspecto también se encuentra muy presente en los rituales neochamánicos de curación, considerando las excreciones parte de la limpieza física y espiritual de los participantes. Cuando estos rituales deben realizarse en contextos urbanos, a falta de espacio adecuado, los recintos cuentan con baldes para que los participantes vomiten.

La danza es otro aspecto presente en ceremonias de pueblos nativos como los Lakota (Danza del Sol), así como en ambientes neochamánicos de Brasil (“bailado” en sesiones de religiones ayahuasqueras como Santo Daime, Barquinha, Umbandaime). En estos últimos, pueden cumplir la función de movimientos repetitivos que contribuyen a entrar en trance extático, o bien una forma de meditación dinámica en la cual el cuerpo se vuelve protagonista, relegando el control racional o mental de los participantes por lo que dure el efecto de la planta.

El último aspecto a mencionar del diseño es la configuración numérica. A partir del texto, sabemos que son tres los chamanes, diez las cruces clavadas, diez los espejos colgados de las cruces, doce las veces que se baila antes de pasar a la ingesta del peyote y seiscientas campanillas ornando al danzarín. Basta con decir que no se trata de cantidades azarosas, sino que cada diseño correspondiente a cada línea chamánica atribuye un significado que sustenta la elección del número.

A ese respecto, consideremos al Camino de los Hijos de la Tierra, la vertiente uruguaya del Camino Rojo, línea espiritual diseminada por Aurelio Díaz Tekpankalli, basada en las culturas Dakota y Lakota de Norteamérica. El diseño de sus rituales toma en cuenta el número 4, correspondiente a los puntos cardinales. Así, las ceremonias contemplan 4 momentos en donde se van abriendo o cerrando 4 puertas dedicadas a los 4 elementos (agua, aire, tierra, fuego). Este diseño se respeta en el encendido y manipulación del fuego sagrado, componente fundamental de las ceremonias; e incluso en la realización de temazcales, sauna indígena ritual que no incluye la ingesta de plantas visionarias.

En el caso de los grupos ayahuasqueros brasileños, la matriz del Santo Daime, nacida en las primeras décadas del siglo XX a partir del contacto de pobladores de pequeños centros urbanos del estado de Acre con indígenas amazónicos, se estableció y difundió la estructuración de los rituales teniendo como referencia el número 3. Actualmente, en Rio de Janeiro, es común que varios centros ceremoniales, incluso de líneas diferentes entre sí, desarrollen ceremonias de ayahuasca estructuradas en 3 partes correspondientes a 3 dosis de la bebida: una introductoria, una de profundización y otra de activación o cierre.

Tercer eslabón: Ciguri
«Acostado abajo, para que cayera sobre mí el rito, para que el fuego, los cantos, los gritos, la danza y la noche misma, como una bóveda animada, humana, diera vueltas con vida sobre mí» (Artaud, México 293).

Finalmente, Artaud logra su objetivo de participar en la ceremonia tarahumara del peyote y alcanza una experiencia profunda. Por un lado, ingiere los botones del cactus, machacados por las mujeres y servidos especialmente para él por los hechiceros, siendo transportado a un estado de conciencia expandida. Por otro lado, más allá de la experiencia individual, participa de una ceremonia colectiva, protagonizada por la danza y la raspa, con lo que también recibe un trabajo ancestral de curación.

Al describir su primera sensación con el cactus, Artaud verifica uno de los principales efectos de las plantas poderosas sobre la conciencia: la aniquilación del yo individual y el encuentro con la totalidad, la unio mystica. Se produce una especie de abandono del cuerpo y de los límites, que hasta entonces conferían seguridad y sentimiento de objetividad. En cambio, «uno se siente mucho más contento de pertenecer a lo ilimitado que uno mismo. Uno se siente como en una ola gaseosa que irradia por todas partes en un chisporroteo incesante» (Artaud, México 314).

Ciguri propicia el despojamiento de las apariencias y la revelación del verdadero ser. Es esta multiplicación del ser en una energía plural y descentrada, que se desparrama como abarcando sensorialmente todas las cosas y seres del mundo, que permite amalgamar la experiencia con el fenómeno divino. También con una Verdad meta-discurso, una disipación de cualquier duda, preocupación y ansiedad, un estado de presencia absoluta y de alumbramiento de la visión y el discernimiento.

Es necesario, sin embargo, señalar una serie de factores que determinan el cariz de una experiencia de este tipo: el set & setting, esto es, el estado psicológico del individuo y el entorno en el que transcurre la excursión psíquica. Una experiencia psicodélica que sirve como contrapunto a la experiencia de Artaud entre los tarahumaras es el relato de Aldous Huxley en Las puertas de la percepción. En este caso, otro escritor se propone tener una experiencia con mescalina (mismo principio activo del peyote) pero en un set & setting diferente. Se trata de una experiencia individual, llevada a cabo en su casa de West Hollywood en Los Angeles, bajo la supervisión del psiquiatra Humphry Osmond. Si bien ambos relatos tienen puntos de contacto en la inspiración mística y en aspectos como la disolución del yo y la fusión con la totalidad, el de Huxley es el relato literario y estético de un experimento desarrollado en un entorno doméstico, familiar y protegido. Sin desmerecer las virtudes del texto de Huxley, notable en su concepción y desarrollo, cuyo título incluso daría origen al nombre de un insigne grupo de rock (The Doors), nada es comparable a una nota de Artaud, escrita en 1947, poco tiempo antes de morir: «Tomé peyote en México en la montaña y dispuse de un paquete que me hizo permanecer dos o tres días entre los tarahumaras; pensé entonces, en aquel momento, que estaba viviendo los tres días más felices de mi existencia» (México 338).

Montevideo, 12 de octubre 2022

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