LAS CASAS TOMADAS, O EL PARADIGMA DE SUMA DE ILEGALIDADES EN UN HÁBITAT POPULAR PORTEÑO EN LOS 90

OCCUPIED HOUSES, OR THE PARADIGM OF THE SUM OF ILLEGALITIES IN A LOW-INCOME HABITAT IN BUENOS AIRES DURING THE 1990S

María Carman

Universidad de Buenos Aires - CONICET

mariacarman1971@gmail.com

https://orcid.org/0000-0002-8891-5357

Resumen

En este artículo interesa explorar algunas características significativas de las ocupaciones de inmuebles durante los años 90 en la ciudad de Buenos Aires, centralizándome en las modalidades de expulsión de los sectores populares que allí habitaban y el set de ilegalidades que les era atribuido. Retomaré además, para ese fin, una etnografía realizada con ocupantes de casas del barrio del Abasto durante una década (1993-2003), a lo largo de la cual fui testigo privilegiada del proceso de renovación sociourbano acontecido en ese territorio. He de argumentar que la estigmatización de distintos sectores populares urbanos corre en paralelo a las sensibilidades predominantes en una determinada coyuntura histórica.

Palabras clave: casa tomada; Buenos Aires; desplazamiento

Abstract

This article explores significant aspects of property occupations during the 1990s in the city of Buenos Aires. It focuses on the eviction methods used against low-income sectors living in these houses and the various illegal activities attributed to them. To shed light on these issues, I will draw upon my decade-long ethnographic research conducted with house squatters in the Abasto neighborhood between 1993 and 2003. Throughout this period I had the privilege of witnessing firsthand the process of socio-urban renewal taking place in that area. I will argue that the stigmatization of different urban low-income sectors coincides with prevailing sentiments during a specific historical period.

Key words: squatted houses; Buenos Aires; displacement

 

Fecha de recepción: 30 de junio de 2023

Fecha de aceptación: 05 de diciembre de 2023

 

Introducción

En este artículo interesa explorar algunas características significativas de las ocupaciones de inmuebles durante los años 90 en la ciudad de Buenos Aires, centrándome en las modalidades de expulsión de los sectores populares que allí habitaban y el set de ilegalidades que les era atribuido. Retomaré además, para ese fin, una etnografía realizada con ocupantes de casas del barrio del Abasto durante una década (1993-2003), a lo largo de la cual fui testigo privilegiada del proceso de renovación sociourbano acontecido en ese territorio.

Esa etnografía, que supuso mi bautismo de fuego en la disciplina antropológica, fue realizada por la joven que yo era entonces, equipada con los conceptos “de moda” de aquel momento en el campo de la antropología urbana.

El lector se preguntará cuál es el sentido de quitarle el polvo, por así decirlo, a una tesis doctoral culminada hace 20 años. En primer lugar, me interesa el desafío de revisitar ese material a la luz de trabajos de campo realizados desde el año 2004 en adelante en diversas villas porteñas; fundamentalmente, la villa Rodrigo Bueno, la villa Gay de Ciudad Universitaria y la villa 21-24. ¿Qué nuevas semblanzas puede aportar un material de campo sobre las casas tomadas de los convulsionados años 90, “con el diario del día lunes” que provee un conocimiento de otros hábitats populares porteños durante las décadas siguientes?

En primer lugar, resulta insoslayable fundamentar por qué este objeto puede resultar un aporte para el dossier[1] en cuestión. Una primera respuesta nos remite a la masividad del fenómeno de las casas tomadas en la Buenos Aires de los años 90 que, como comentaremos luego, superaba en número a la población villera. Pero una respuesta más sutil nos lleva lejos de las estadísticas. El repaso atento de los hallazgos empíricos de esa etnografía –así como de notables trabajos realizados en la misma década, como el de Rodríguez (2005)–, nos remite a la ausencia de legitimidad social de las ocupaciones de inmuebles, en coincidencia con el incremento de la intolerancia y las políticas xenófobas en relación con los inmigrantes bolivianos y peruanos.

El artículo se organiza en 8 apartados. En primer lugar, trazo una semblanza de las ocupaciones de inmuebles en la ciudad de Buenos Aires durante la década del 90. En las tres secciones siguientes analizo los rasgos centrales que asumieron los desalojos de las casas tomadas porteñas en aquella coyuntura histórica, que resultan indisociables de la atribución de distintas ilegalidades a sus habitantes.

A continuación, retomo diversos aspectos de mi etnografía desarrollada con los ocupantes de baldíos y casas del barrio del Abasto que creo que aún pueden tener interés para el lector contemporáneo. Abordaré, principalmente, las modalidades que asumió el desalojo light (Carman 2006) de esas casas; las estrategias de permanencia desplegadas por esos actores y la estetización de la diversidad que operó en el escenario barrial tras la inauguración del shopping en el predio del ex Mercado de Abasto, en 1998.

En las conclusiones del trabajo comparo las modalidades de reconocimiento de los habitantes de casas tomadas en contraste con las de otros actores sociales de la ciudad: villeros, inmigrantes y cartoneros. Asimismo, he de argumentar que la estigmatización de distintos sectores populares urbanos corre en paralelo a las sensibilidades predominantes en una determinada coyuntura histórica.

 

Las ocupaciones de inmuebles en la ciudad de Buenos Aires

La toma de baldíos e inmuebles en la ciudad de Buenos Aires refiere a personas o familias que “rompen candado[2]” y organizan su vida cotidiana en viviendas públicas o privadas abandonadas; piezas de inquilinatos[3] que devienen “intrusadas” por el cese de pago; depósitos o fábricas cerradas u otros lugares ociosos de la ciudad, sin mediar vínculo legal con sus propietarios.

A partir de los años '80, una compleja combinatoria entre las políticas de la dictadura cívico-militar (1976-1983), los efectos de la crisis y la reestructuración del gobierno democrático, facilitaron la ocupación de casas y edificios abandonados de la ciudad capital, proceso que supuso un reflujo sobre ese territorio por parte de los sectores populares (Carman, 2006: 56).

Durante la dictadura, la Ley de Alquileres (1977) y la modificación del Código de Planeamiento Urbano (1977) tuvieron un fuerte impacto sobre la distribución espacial y las condiciones de vida de los sectores populares de la ciudad de Buenos Aires, creando serias restricciones a su acceso a la vivienda. Cuando casi medio millón de inquilinos porteños perdió la protección del Estado en su condición de locatarios y en la regulación de sus alquileres, una gran mayoría de ellos tuvo que apelar a soluciones más precarias y empeorar sus condiciones habitacionales, reubicándose en el espacio urbano en casas de parientes, hoteles-pensión[4] o villas (Oszlak 1991: 94 y 134-138). A esto se sumó la erradicación de villas porteñas llevada a cabo por el municipio del gobierno militar: además de los habitantes de villas devueltos compulsivamente a sus países de origen, una cierta proporción pasó a engrosar las villas del Gran Buenos Aires, o bien logró ubicarse en otros asentamientos y hoteles-pensión (Ibíd.: 20, 168-169 y 182).

En tanto la adopción de estas políticas restringió significativamente el acceso al espacio urbano de los sectores populares durante los años de la dictadura cívico-militar, no sorprende que con el ablandamiento de prácticas hacia el final de ese periodo (1982-1983), la problemática de las ocupaciones ilegales fuera tomando relieve en la ciudad de Buenos Aires. Su origen se vinculó, inicialmente, a manifestaciones protagonizadas por inquilinos desalojados de inquilinatos y hoteles, sumado a la existencia de un parque físico desocupado del 15% del total. En este sentido, apareció con voz propia en los medios periodísticos hacia finales de 1982 y comienzos de 1983, donde ya se mencionan los primeros desalojos en una orden franciscana en San Telmo y en diversas viviendas en el barrio de Palermo (Cuenya 1988: 135-140).

En vísperas del período democrático (1983), con el resurgimiento de los partidos políticos y organizaciones populares, la toma de casas se intensificó ante el incremento de los desalojos y la posibilidad -para los expulsados- de iniciar el “operativo retorno” sobre la ciudad. En los distintos gobiernos democráticos (1983 y 1989), y aun con condiciones socio-políticas diferentes, el fenómeno creció aún más. Por un lado, el laissez faire propio del radicalismo en materia de política habitacional no logró limitar el avance del problema. La nueva Ley de Alquileres sancionada en 1984 no modificó la situación desfavorable mencionada en relación a la Ley de Alquileres de 1977, a la vez que quedaron postergados diversos proyectos sobre hoteles y pensiones.

La política habitacional desplegada bajo el primer mandato de Carlos Menem (1989-1995), aun con el fin subyacente de contener el ingreso de nuevos pobres en el espacio porteño -mediante la legalización de algunas situaciones de pobreza existentes[5]-, se desarrolló simultáneamente con la multiplicación de ocupantes en distintos barrios de la ciudad, incluyendo aquellos de bajos índices históricos de pobreza como Barrio Norte o Palermo. Mientras que en 1980 existían aproximadamente unos 40.000 ocupantes en Buenos Aires[6], una determinada interpretación de los datos censales de 1991 permitía estimar una población ocupante que rondaba las 200.000 personas, triplicando a la población villera, que ascendía a 51.000 personas[7].

Otras apreciaciones, como las de Gazzoli (en Grillo 1995: 10), calculaban que la cantidad de ocupantes ilegales en la ciudad de Buenos Aires orillaba, hacia 1990, entre 300.000 y 400.000 personas. Pese a las inexactitudes[8], las cifras resultaban en sí mismas elocuentes sobre el auge de esta modalidad habitacional entre los ’80 y los ’90, que experimentó un crecimiento de alrededor de un 500% (Rodríguez 1993).

Para 2001, la entonces Comisión Municipal de la Vivienda (actualmente Instituto de la Vivienda de la Ciudad) estimaba que unas 400.000 personas residentes en Buenos Aires tenían serios problemas habitacionales. De ese total, 280.000 residían en asentamientos urbanos precarios casas tomadas, inquilinatos, edificios abandonados y hoteles informales y 120.000 en villas[9]. Según el censo de 2001, las ocupaciones en Buenos Aires disminuyeron significativamente, debido en parte a los masivos desalojos producidos en propiedades privadas y en edificios públicos: entre 1991 y 2001, la población ocupante pasó de representar el 15,6% de la población porteña a un 7,7%; vale decir, de unas 160.000 personas a unas 79.000 (Rodríguez 2006).

Como sabemos, la crisis socioeconómica de diciembre de 2001 agravó la situación de emergencia habitacional a niveles exorbitantes: las condiciones de vida cada vez más deterioradas de un mayor número de personas[10], sumado a la menor inversión estatal en políticas habitacionales, incidió en un abrumador crecimiento del déficit habitacional en el Área Metropolitana de Buenos Aires.

Me detendré, por razones de espacio, en esta “fotografía” de los años 90, que es el periodo en el cual desarrollé mi etnografía. Como síntesis de lo expuesto hasta aquí, alcanza con señalar que la ausencia de una categoría censal que diera cuenta de la masiva presencia de ocupantes de inmuebles en el ejido urbano ya conforma per se una política, tal como señalara Rodríguez (1994: 14 y 28).

No obstante, los ocupantes sí fueron constituidos como sujetos de diversas políticas sociales o asistencialistas por parte del poder local, al igual que los demás habitantes precarios de la ciudad, lo cual no implicó un reconocimiento específico de su condición. Las prácticas de los ocupantes se vieron reducidas a gestos invisibles dentro de una política más amplia que también los volvía invisibles: no existían sus voces en ningún sitio, no se adivinaba su trabajo físico en los papeles ni sus cuerpos se discernían en una categoría censal. Desde esta aparente ausencia pública se les podía crear otros rostros, sombras proclives a la sospecha.

 

 

El desborde de las casas tomadas en el espacio urbano y los desalojos ejemplares

Una de las preguntas que mi etnografía buscó responder es por qué, para el Estado, los ocupantes de inmuebles no alcanzaron -a lo largo de esas décadas donde el fenómeno no hizo sino crecer- el status de sujeto social, histórico y político. A excepción de ciertos casos específicos trabajados por otras colegas (Rodríguez 2005; Procupez 1995), la ocupación de inmuebles en la ciudad de Buenos Aires no logró erigirse como un problema social que mereciera intervenciones estatales de largo aliento más allá del asistencialismo, el desalojo o la represión.

A comienzos de la década del 90, el “desborde” de las casas tomadas en la ciudad solo era visibilizado para la condena social y como preludio de un desalojo pedagógico (Carman 2006). Esta visibilización temporaria de las ocupaciones es lo que denominé una iluminación funcional: el auge mediático de la problemática desembocaba en una expulsión más o menos violenta, y luego las ocupaciones volvían a sumirse en la más profunda oscuridad de la trama urbana.

Este fue el caso de los desalojos ejemplares (Carman 2006) acontecidos en Buenos Aires durante julio de 1993. La “ola de usurpaciones” y el “incontenible avance de la marginalidad” –tal como era descripto en aquel momento- alcanzó su clímax cuando se invadió “un solar histórico”: la casa de Marcó del Pont, de 1871, ubicada en el barrio de Flores y declarado monumento histórico nacional en 1976. Publicado en primera plana del diario La Nación, se describía cómo “un número fluctuante […] de intrusos […] se adueñó del monumento histórico”, apropiándose de sus 19 habitaciones, “…tras saquear y destruir lo que quedaba del solar […]” (La Nación, 28/7/1993). Dos días después, y a partir de órdenes precisas del entonces presidente Menem que obviaron la necesaria intervención de la justicia, se desalojó ilegalmente a los ocupantes durante la madrugada, incluyendo amenazas y quema de pertenencias.  A los más ilegales solo les correspondía, por parte del Estado, una acción también ilegal, que en este caso remitía a los métodos tristemente célebres de la dictadura militar.

A raíz de esta ocupación, Saúl Bouer, el entonces intendente de la ciudad, calificó de delitos dichas intrusiones, y ratificó que en el caso de intrusos de predios municipales se iba a continuar con los juicios, de los cuales ya había, para esa época, 50 en marcha. En forma simultánea, las declaraciones del Presidente en julio de 1993 instando a desalojar compulsivamente sin orden judicial fueron repudiadas por la Iglesia, el Poder Judicial, los partidos políticos opositores y los medios de comunicación.

La lógica subyacente de estos desalojos ejemplares o pedagógicos consistía en desarticular cualquier posibilidad de resistencia a partir de la imposición de una violencia explícita, que se mostraba además como una advertencia sobre el poder coercitivo estatal hacia el resto de las ocupaciones, disciplinando y moralizando sobre los usos correctos e indebidos del espacio urbano.

Más violento aún resultó el desalojo ejemplar de las bodegas Giol, la ocupación más emblemática que tuvo la ciudad en la década del 90. “La Familia Giol” -tal era la autodenominación de estos ocupantes- estaba conformada por más de 1500 personas asentadas en las abandonadas bodegas de vinos Giol, en pleno barrio de Palermo. Fueron desalojadas en 1994 con 300 efectivos policiales, tanquetas, helicópteros, guardia de infantería, camiones y micros[11]. A cuatro años de ese violento desalojo, las legendarias bodegas fueron ocupadas y desalojadas nuevamente.

Luego de ese intento frustrado de legitimar mecanismos de desalojo forzado sin la intervención de la justicia, el Estado modificó sus maniobras para lograr la expulsión de los ocupantes de la ciudad. Si la respuesta a la ilegalidad de las ocupaciones se había expresado en desalojos más o menos compulsivos -política que fue muy cuestionada por el avasallamiento a la esfera de decisión judicial-, a los pocos meses se construyó una vía indirecta de control a través de allanamientos, que abrían la llave para una mayor y más sutil intervención del Poder Ejecutivo[12].

Los allanamientos apuntaron a otras ilegalidades -drogas, robos- que despertaron un repudio social sobre sus destinatarios. El allanamiento ejemplar más célebre de la ciudad fue el del edificio del ex Patronato de la Infancia (PADELAI), en el barrio de San Telmo. El 13 de octubre de 1994, a las 7 de la mañana, unos 50 agentes y la Infantería realizaron una violenta requisa en el edificio que incluyó rotura de puertas, techos, muebles, golpes, amenazas con armas y robo del dinero de los ocupantes.

Lo ilícito de la vivienda parecía implicar, por añadidura, el carácter delictivo de sus habitantes. Como veremos en el próximo apartado, el “problema” de las ocupaciones se definió inscripto en una red de problemas aún más amplio con los que mantuvo una continuidad en el tipo de argumentación y explicaciones (Grassi 2003: 22).

 

Una sumatoria “lógica” de ilegalidades: la invención de la etnicidad

Para esa misma época, los discursos oficiales y los principales medios de comunicación consideraban a ocupantes e inmigrantes ilegales como un idéntico sector de población.

Unas semanas antes de la violenta requisa en el PADELAI se habían sucedido allanamientos a residencias ilegales de peruanos, acusados de instalar locutorios truchos. Los operativos tuvieron lugar en el contexto de un endurecimiento de la política oficial tanto con los ocupantes de inmuebles como con los inmigrantes de países vecinos.

En relación a los ocupantes, varias medidas dieron cuenta de ese endurecimiento, tales como la creación de la Secretaría de Seguridad; el proyecto de ley promoviendo el desalojo inmediato de “intrusos” y la instrucción especial que recibieron los fiscales nacionales de informar los casos de usurpación que se les presentaran y continuar con las causas penales hasta las últimas consecuencias. A esto se sumó una trama de acciones indirectas que completaban la estrategia de expulsión, como las compañías privatizadas reclamando deudas descomunales por servicios (Herzer et al. 1995: 11-28).

En relación a los inmigrantes, sólo en 1994 fueron expulsados del país más de 23.000 personas de países vecinos por diversas contravenciones. En un contexto nacional en que los desocupados y subocupados del Área Metropolitana habían ascendido, en solo tres años, de 661.000 a 1.022.000 personas, los extranjeros eran acusados de “robar” el trabajo a los argentinos. El Sindicato de la Construcción (UOCRA), a raíz de la contratación temporaria de operarios brasileros en una usina portería con salarios más bajos que los que se pagaban a los argentinos, denunció esta situación en 1994 pegando afiches en la ciudad que, lejos de denunciar a las empresas que vulneran las leyes laborales argentinas, exhortaban a “denunciar a los trabajadores ilegales que nos roban el pan y la fuente de trabajo” (Oteiza et al. 2000: 17-18).

A esto se sumaron declaraciones del Jefe de la Policía Federal enfatizando que el “aspecto inmigratorio” era uno de los factores “…que concurren a perturbar la seguridad en la ciudad” (Página/12, 24/9/1997). El propio Director Nacional de Migraciones homologó ambas cuestiones sosteniendo, a raíz de los allanamientos a inmigrantes, que “…en general se admite que había una necesidad social de parar un poco esto de las ocupaciones” (Ibíd.). El ministro del Interior de aquel entonces, Carlos Ruckauf, admitió en un reportaje público que la intención era “…repatriar a los extranjeros provenientes de países limítrofes que permanezcan ilegalmente y que usurpen predios” (La Nación, 3/1/1994).

Si bien el propio Gobierno de la Ciudad estimó que la mayoría de los ocupantes provenía del conurbano, en segundo lugar, del interior del país y en tercer lugar de países limítrofes y Perú[13],  la “invención de la etnicidad[14] de los ocupantes produjo un efecto de realidad[15] casi imposible de contradecir con datos empíricos. Esta adscripción de otra nacionalidad nos remite al fuerte carácter xenofóbico expresado en nuestro país durante aquellos años y en particular, en relación a las casas tomadas.

A comienzos de 1999 se produjo otro momento de iluminación funcional de las casas tomadas por parte del Estado y los medios de comunicación, que luego hubo de derivar –como ya había sucedido cinco años atrás- en un recrudecimiento de la política oficial hacia aquel colectivo. Los medios de comunicación dedicaron una enorme cobertura a tratar en forma conjunta algunas usurpaciones resonantes de la ciudad de Buenos Aires y la problemática de inmigrantes de países vecinos como Bolivia y Perú, como si se estuviera aludiendo a la causa y el efecto de un mismo fenómeno.

Los casos de usurpaciones relatadas por los medios -en donde por lo general se trataba de intrusos de origen peruano u otros afines- alertaban sobre la continua invasión de los ilegales en “las zonas más caras de Buenos Aires” (La Nación, 27/1/1999) -Barrio Norte, Palermo y Belgrano Chico- donde “...las usurpaciones no son usuales” y en muchos casos, “...es la primera vez que pasa algo así” (La Nación, 23/1/1999). Al igual que en la época de las bodegas Giol o el solar histórico de Flores, aquí las ocupaciones cobraron una máxima visibilidad en un mínimo de tiempo: todos los casos fueron abordados por los medios de comunicación en el transcurso de la misma semana. El Gobierno nacional también iluminó funcionalmente la problemática tomando cartas en el asunto: por un lado, dispuso endurecer las leyes migratorias y por otro, se sucedieron allanamientos y operativos policiales que tuvieron como blanco a inmigrantes bolivianos y peruanos. El proyecto de ley disponía mayores facilidades en la expulsión de los migrantes en relación a delitos leves -como la usurpación- y multas a quienes les dieran alojamiento (Clarín, 1/2/1999).

Si bien excede la temática de este artículo, no quiero dejar de mencionar que para la misma época, un grupo de cartoneros las villas 15, 1.11.14 y 31 (de Lugano, Soldati y Retiro, respectivamente), denunció a la Defensoría del Pueblo que en el desarrollo de su actividad laboral sufría en forma reiterada multas, penalidades, secuestros de carros y acoso policial. Poco tiempo después, los trágicos episodios a escala nacional vinculados con la crisis socioeconómica de 2001 demostraron que la violencia estatal se mantuvo “a la orden del día”: basta recordar el estado de sitio y la represión a propósito de los cacerolazos, los piquetes urbanos y los cortes de ruta.

 

Villas y casas tomadas

Para los fines de este trabajo, interesa puntualizar que un grupo preciso de habitantes precarios de la ciudad –los ocupantes de inmuebles– constituyeron uno de los blancos favoritos tanto de la estigmatización como del ejercicio de esa violencia estatal durante la década de los 90. Uno de los motivos se vinculó al carácter disperso de las ocupaciones en el ejido urbano, y el menor poder de réplica de sus habitantes en relación a otros sectores populares urbanos[16].

Diversas agencias estatales enfatizaron –respecto de la ocupación de inmuebles en los 90– la primacía de la propiedad privada por sobre el derecho a la vivienda a partir de una serie de argumentos:

1) La ocupación vulneraba más fuertemente el valor de la propiedad privada que un asentamiento en un devaluado confín del conurbano o una villa en los “bordes” de la ciudad capital[17].

2) La ocupación de inmuebles –a diferencia de las villas- no era considerada entonces, desde un punto de vista hegemónico, una alternativa habitacional de sectores postergados, sino lisa y llanamente un delito. La entonces Secretaria de Promoción Social del Gobierno de la Ciudad, Kelly Olmos, consultada sobre las casas tomadas, comentó:

“La marginalidad es un espacio donde es difícil precisar dónde termina lo social y dónde comienza el delito […] La usurpación es el primero de una cadena de delitos, de mayor o menor gravedad, que son moneda corriente en las casas tomadas”.

Clarín, 15/6/1996.

La invisibilidad e ilegalidad de los ocupantes porteños durante los 90 resultó indisociable de la visibilidad y legalidad que sí adquirieron los villeros por parte del Estado, construidos como sujetos legítimos de políticas habitacionales[18]: entre otras políticas, y como es sabido, el Programa de Radicación de Villas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires operó en la reconversión del estatuto legal de los villeros.

Si el “romper candado” ya constituía, desde esta perspectiva, el primer delito, de ahí se infería que sus habitantes se dedicaban a la delincuencia. Pocos meses antes de los cacerolazos de 2001, la Subsecretaria de Acción Social del Gobierno porteño sostenía que los usurpadores tenían un mayor grado de marginalidad que los habitantes de villas:

“Los índices más desesperantes que tiene el país se reflejan y se resumen en una casa tomada: desocupación, escolaridad incompleta, mortalidad infantil, delincuencia”.

La Nación, 10/8/2001.

Retomaré esta sumatoria “lógica” de ilegalidades para el caso etnográfico del barrio del Abasto. Hasta el momento, alcanza con señalar que las prácticas y discursos del Estado no hicieron sino desplazar a los ocupantes a una progresiva invisibilidad e ilegalidad, a diferencia de otros habitantes populares de la misma ciudad, como los villeros.

 

Las casas tomadas en el barrio del Abasto

Hice trabajo de campo desde 1993 hasta 2003 con personas que ocupaban casas, baldíos y depósitos en las manzanas próximas al ex mercado central de frutas y verduras Abasto Proveedor de la ciudad de Buenos Aires, que se encontraba clausurado desde 1984.

El despoblamiento de determinados espacios, sumado al hecho de ser un barrio “de los márgenes” pese a su ubicación céntrica, más el ablandamiento de las prácticas tras la caída de la dictadura, son todas circunstancias que se combinaron de un modo singular para que determinados sectores –recién llegados, ex inquilinos– "rompieran candado" en distintos rincones del Abasto, así como también en otros lugares de la ciudad con características similares. El fenómeno de las ocupaciones de inmuebles, que comienza a fines de la dictadura militar y principios de la democracia –1983 en adelante– fue contemporáneo a la clausura del mercado.

Para esa época, el barrio cargaba con la acusación de ser el Bronx porteño, metáfora que aludía tanto a su abandono como a su cualidad de “refugio de sobrevivientes, algunos violentos”. Allí vivían consecuentemente ocupantes ilegales, así como “peruanos, bolivianos e indocumentados de todo el país” (Revista Tres Puntos, 7/1998 y Clarín, 29/5/1994).

Entre las heterogéneas trayectorias de vida de los ocupantes del barrio del Abasto, había un grupo prevaleciente de personas que vino del interior del país -en particular de las provincias del Norte- en busca de mejores oportunidades laborales. Se trataba de familias que, impulsadas por las crisis de sus respectivas provincias, recurrió a las “luces” de la gran ciudad en procura de cierta salvación de sus penurias económicas. Entre los ocupantes también había una franja de sectores medios pauperizados que experimentaron procesos de movilidad social descendente.

La toma de vivienda se vinculaba, en la mayoría de los casos, con las posibilidades de supervivencia que ofrecía el centro de la ciudad: cirujear, acudir a los comedores cercanos, conseguir algún trabajo. La práctica del cirujeo se vinculaba con la posterior venta de lo rastrillado y también, con el consumo inmediato cuando se trataba de alimentos. Por lo general el cirujeo se realizaba de noche, ya que esta práctica –así como la de “romper candado” de una casa- no contaba durante aquellos años con un mínimo de legitimidad social. La invisibilidad de ambas prácticas, pues, no hacía sino reforzarse.

La mayoría de las casas tomadas[19] se encontraban sobre las calles laterales del ex Mercado de Abasto, entreveradas con hoteles-pensión, conventillos y edificios de departamentos. En forma coincidente con lo que ya comentamos respecto de la ciudad en su conjunto, buena parte de los sectores medios que habitaban en el barrio del Abasto –así como los agentes estatales y los medios de comunicación locales y nacionales– consideraba a los ocupantes como inmigrantes ilegales provenientes de Perú o Bolivia, pese a que la mayoría de ellos provenía de las provincias norteñas del país.

Es cierto que existía –y existe aún hoy- una importante comunidad boliviana y peruana en el barrio, expresada en cantinas, bares, asociaciones y espacios bailables. Ellos producían una reterritorialización simbólica de la cultura de origen (fiestas, comidas típicas) en el lugar de destino (Giménez 1996: 25). En tanto los ocupantes resultaban más invisibles, adquirían desde las miradas de los otros el “cuerpo” de ese grupo vecino más ostensivo de la comunidad boliviana y peruana. Los sectores mejor posicionados atribuían a los ocupantes determinados comportamientos, derivados no de su aparente condición de bolivianos o peruanos per se sino de una condición más compleja: la de inmigrante ilegal. Al igual que en el caso general de la ciudad, aquí nos encontramos nuevamente frente a la atribución hegemónica de un set de ilegalidades: tomar una casa, ser inmigrante ilegal, delinquir, instalar locutorios truchos, consumir o traficar drogas. Esta sustitución funcionó como un freezing metonímico (Appadurai en Clifford 1991: 100): un aspecto de sus vidas reemplazó al todo y se convirtió en una taxonomía antropológica.

Frente a esta cadena de ilegalidades que les era atribuida, la estrategia que prevaleció entre los ocupantes del barrio estudiado fue lograr el perfil más bajo posible. La mayoría de los ocupantes procuraba que sus casas resultasen desapercibidas en el escenario barrial. Para ello disimulaban las entradas que resultaban muy visibles, mantenían cerradas en forma permanente las persianas que daban a la calle, se privaban de la luz del día o restituían la puerta principal allí donde no existía. Asimismo, evitaban llamar la atención y ser reconocidos por los “otros” (vecinos, propietarios, municipio) como ocupantes. Esta estrategia se vinculaba, por otra parte, con la aspiración de quedarse en la casa el tiempo suficiente como para que los ahorros permitieran procurarse otro espacio.

Desde la perspectiva de ellos, los habitantes de casas y baldíos que exhibían demasiado su ilegalidad o realizaban demandas al munici­pio eran los “peores jugadores” (Bourdieu 1993: 70-71), aquellos que más se exponían al desalojo.

El arte de hacer (De Certeau 1979: 3) prevaleciente de este grupo se caracterizó por la búsqueda de soluciones personales que eclipsaba cualquier participación en un proyecto común, ya sea un emprendimiento conjunto o la reivindicación de sus dificultades de existencia. Todos sufrían iguales penurias: el hostigamiento y la apatía estatal; el repudio de los vecinos de clase media del barrio; las acusaciones de los medios de comunicación; el avasallamiento policial; el peligro constante del desalojo; por no hablar del deterioro de las condiciones laborales (despidos, contratos en negro, magros sueldos, desocupación y subocupación) y habitacionales (hacinamiento, peligros de derrumbe).A pesar de los estrechos márgenes de negociación, los habitantes de casas tomadas desarrollaban una lucha silenciosa por permanecer en el espacio barrial, que también se expresaba en la aspiración de regularizar los impuestos. En este sentido, el hecho de tomar una casa en el barrio -y de persistir en él- denotaba un proceso activo y reivindicativo de disputar un lugar en la ciudad, ya que persistían con esa lógica de apropiación pese a los reiterados desalojos y consiguientes mudanzas, al ensañamiento policial, o los enfrentamientos con supuestos dueños.

 

La modalidad del desalojo light

Luego de la inauguración del shopping en el predio del ex Mercado de Abasto en noviembre de 1998, el barrio fue objeto de una intensa activación patrimonial que se expresó en la instalación de torres-country[20], un restaurante temático, un hipermercado, un hotel internacional, casas de antigüedades, teatros, la peatonal Carlos Gardel y la Casa Museo Carlos Gardel. Para esa época, fueron desalojadas buena parte de las casas tomadas de los alrededores del mercado, si bien subsistieron otras, pese al nuevo paisaje producido por el reciclaje. Dichos desalojos fueron efectivizados por la empresa IRSA –responsable de la construcción del shopping, el hipermercado y las torres– bajo una modalidad light: dinero contante y sonante a cambio de su exilio y silencio.

Según el relato de las trabajadoras sociales del Servicio Social de la zona, dependiente del Gobierno de la Ciudad, los ocupantes de casas que fueron “apretados” por los abogados de la empresa IRSA consultaron a esa dependencia municipal para que los asesoren si les convenía aceptar o no el acuerdo monetario que la empresa les proponía, a cambio de un desalojo sin violencia. Las trabajadoras sociales se sintieron, cuanto menos, incómodas para manejar este tema desde su condición de representantes locales del Estado:

“Era algo muy delicado, viste, y además no nos sentíamos respaldadas desde el Gobierno de la Ciudad como para hacer algo. Además, ¿qué íbamos a hacer? De última, era un arreglo entre privados...

Trabajadora social del Servicio Social, 1997.

Si el shopping se vinculó al renacimiento del barrio del Abasto (Clarín, 13/7/1998), este encontró sus condiciones de posibilidad no sólo a partir de las nuevas construcciones, sino también a partir de aquellos desalojos y demoliciones de casas tomadas digitados por la empresa IRSA, y avalados implícitamente por el poder local.

La astucia en la invención del desalojo light (Carman 2006) por parte de este grupo empresarial se caracterizó por sortear -desde su absoluto perfil bajo- cualquier esbozo de descontento o repudio social, como el que había suscitado años antes el violento desalojo de los ocupantes de las bodegas Giol y otros desalojos ilegales en la ciudad de Buenos Aires. Recordemos que, como ya comenté, la condena social generalizada por este accionar al margen de la ley provocó la marcha atrás de los proyectos gubernamentales que procuraban saltear las órdenes judiciales a través de la directa intervención de la policía para efectivizar desalojos.

Por otra parte, los ocupantes eran los únicos que tenían un acceso físico a varios de aquellos bienes patrimoniales que constituían el “valor agregado” del ex Mercado de Abasto: la cantina Chantacuatro, la esquina O' Rondemán y el hotel Mare D' Argento. Estos actores rearmaban como su casa parte de aquel patrimonio barrial supuestamente intocable del barrio. En la medida en que ese patrimonio comenzó a visibilizarse y valorizarse, la usurpación de un sitio histórico pasó a considerarse un escándalo, pues se ponía en juego la amenaza de pérdida de un patrimonio vivido como emblemático o irremplazable.

Desde el punto de vista de los vecinos de clase media, los ocupantes -al “vulnerar” dichos bienes patrimoniales- estaban perpetrando una doble usurpación: la del inmueble en sí mismo, más la carga simbólica que a esos inmuebles se les adicionaba por tratarse de un elemento con su propio peso dentro del folclore vernáculo. E incluso podría señalarse una triple usurpación, ya que desde el imaginario social las personas que se apropiaban de los bienes del patrimonio ni siquiera eran argentinos, sino extranjeros ilegales.

 

La casa tomada es una villa: el caso de la cortada Carlos Gardel

La cortada Carlos Gardel, ubicada a solo media cuadra del ex mercado, constituía uno de los sitios que cargaba con más estigmas hacia el interior del barrio: las percepciones de la clase media la homologaban a las villas y también a los asentamientos, categoría que hasta entonces era reservada para las viviendas precarias de los anillos externos de la ciudad y no del corazón de ella, donde se sitúa el Abasto.

“Es una villa ahí dentro, la verdad que es una villa. Y es increíble, porque uno piensa que es el centro de la ciudad (...) Hay chicos que no tienen ni zapatillas, y vos no podés creer que a una cuadra esté la avenida Corrientes... Es infrahumano que alguien viva así acá, en pleno centro..."

Silvia, 33 años, vecina del barrio

Aquí el término villa era utilizado en tanto adjetivo, y no como sustantivo. La casa tomada es una villa equivalía a decir que esta era un caos, o que era degradante. En la percepción de estos actores, este pasaje conformaba un cóctel explosivo de drogas, delincuencia y prostitución. Sus moradores encarnaban la categoría más baja posible, donde su humanidad era permanentemente puesta en duda. La ilegalidad estaba exacerbada por parecerse “demasiado” a una villa, aunque dentro del ejido urbano céntrico de Buenos Aires.

“… es como un asentamiento, es un terreno y ellos hacen todo, las casitas con chapas y con lo que tienen a mano. Vamo' a decir, no hay baño, nada, es como una villa".

Graciela, 40 años, dirigente de una unidad básica local

 

Si bien las casas tomadas eran tributarias de los inquilinatos y hoteles-pensión en cuanto a su origen e historia[21], simultáneamente se convertían en herederas privilegiadas de las villas y los asentamientos en un aspecto fundamental: la situación de ilegalidad, por efecto de la construcción simbólica de su condición. Estas modalidades de habitación solían ser homologadas entre sí por los sectores medios del barrio, desconociendo sus diferentes ubicaciones geográficas y disímiles orígenes históricos. Por el contrario, desde el discurso se fundían pragmáticamente en una única forma de vivienda, a la vez que un estilo de vida común a sus habitantes.

El resto de los ocupantes del barrio también aludía al villerío de los baldíos del pasaje Carlos Gardel, lo cual equivalía a considerar a sus moradores como inferiores a sí mismos. Si esos ocupantes vivían en ranchos, chozas o tolderíos, no eran más que indios, o “innobles salvajes”.

“… es gracioso porque ellos llegan a la casa y tienen de todo: armas, droga, de todo, pero viven en chozas...

Yo: ¿En chozas?

M: Sí, si viven no sé cuántas familias todas juntas...”

Marcela, aprox. 40 años

Si los sectores medios del Abasto utilizaban la comparación con la villa o el asentamiento para repudiar a los moradores de casas tomadas –en un gesto simbólico similar a declararlos “personas no gratas” del escenario barrial–, el resto de los ocupantes buscaba desentenderse de esa suerte de parentesco poco feliz: en la gran familia de los desheredados, los de la cortada cumplían el rol de ovejas negras. El “exceso” de ilegalidad de los baldíos y casas de la cortada los hizo “merecer” mayores controles: allanamientos, hostigamiento policial, e incluso el desalojo, que se efectivizó en el año 2000, dos años después de la inauguración del shopping.

 

El “valor de la diversidad”: la inversión de sentido

La caracterización que el Abasto cargó como el Bronx porteño, fue resignificada a partir de la inauguración del shopping en 1998, que fue vivida como una recuperación patria del barrio (Carman 2006). Dicha denominación volvió a la carga, pero con un sentido renovado. La idea de Bronx dejó de funcionar como una mancha, un nombre degradante, y pasó a convertirse en una nueva leyenda –el misterio de las casas tomadas junto al mercado abandonado- adicionándose al trajinar mítico del barrio.

“El Abasto era el Bronx. Peligroso, pero bello. No la belleza del brillo ¿pero quién se resistía a visitar la negrura del Bronx? Quien lo conoció antes no lo va a poder olvidar” (La Nación, 30/5/2002).

Así como una estetización de la diversidad (Zukin 1996) comenzó a operar, progresivamente, desde el comienzo de las megaobras de reciclaje barrial (1996), sus migrantes también se fueron tornando atractivos.

Algunos grupos étnicos inscriptos en el territorio, que eran continuamente desplazados simbólicamente, fueron reabsorbidos por parte de las autoridades de la ciudad como parte esencial de la pluralidad de Buenos Aires. En un cínico travestismo, la subalternidad fue presentada bajo el atuendo de lo meramente rico y diverso.

En efecto, las distintas actividades culturales públicas y privadas que se fueron sucediendo tras la inauguración del shopping (1998) coincidieron con la revalorización de las comunidades peruana y boliviana del barrio como portadoras de una cultura enriquecedora. Ambas comunidades comenzaron a autonomizarse, por primera vez, del estigma de ser ocupantes ilegales de casas.

Si bien no tenemos espacio para desarrollar in extenso aquí, no quiero dejar de resaltar que la demagógica inclusión express de los excluidos no dejó de resultar una paradoja. El propio poder local exaltaba el valor de la diversidad y la riqueza de la mezcla mientras que, no tanto tiempo atrás, esos mismos bolivianos y peruanos formaban parte del más oscuro circuito del Abasto concebido como Bronx porteño.

Frente al progresivo refinamiento de la competencia cultural entre ciudades, peruanos y bolivianos dejaron de ser vistos como aquellos que robaban trabajo a los argentinos para pasar a ser apreciados como sujetos de derechos y ciudadanos de una Buenos Aires cosmopolita que recibía con beneplácito su cuota de exotismo.

Esa creciente presencia de un discurso integrador –o al menos de no discriminación explícita- también se expresaba en instituciones del espacio local. Pocos años antes, los integrantes del bureau político de Daniel Scioli se jactaban de que el entonces diputado nacional ya había desalojado a los ocupantes de casas tomadas:

“Secretaria de la Rosada del Abasto: (…) Acá vienen los chicos del barrio, de por acá, al almuerzo y la merienda, en verano y en invierno.

Yo: ¿Los chicos de casas tomadas?

Secretaria: (riéndose) No… ¡acá el diputado limpió mucho! Hicieron un trabajo el diputado y el comisario… te diría que es un barrio modelo”.

Entrevista a integrantes de La Rosada del Abasto, bureau político de Scioli.

 

Pocos años después ellos mismos explicaban, con mesuradas palabras, que su comedor atendía a todos los chicos del barrio, provenientes o no de casas tomadas, siempre que cumplieran el tope de edad estipulado. En un sentido similar, durante los comienzos de los 90 los agentes de policía de la circunscripción correspondiente al Abasto describían a los ocupantes de casas tomadas como animales. Poco tiempo después de la inauguración del shopping, el subcomisario de esa misma circunscripción instó en una reunión de Cultura Abasto a un importante empresario a no discriminar, frente a una interpelación respecto a la presunta nacionalidad extranjera de los habitués de las bailantas locales:

“Empresario: ¿Quiénes van a las bailantas? ¿Es un público local nacional o extranjero?

Subcomisario: No discriminemos. Es gente que va a bailar”.

En el marco de mi etnografía fui testigo de esa conversión en el espacio barrial: nadie quería ser acusado de discriminar y, al mismo tiempo, de los excluidos no se hablaba, o bien se aludía a ellos a través de eufemismos y circunloquios. Ante su falta de reconocimiento entre los operadores políticos, la desigualdad se mistificaba[22].

La corrección política de esta novedosa prédica multicultural resultó indisociable de la asunción de Jorge Telerman (2000-2003) como Secretario de Cultura de la ciudad.  Desde ese momento, la gestión cultural porteña se organizó a partir del denominado Plan Estratégico de Cultura. Bajo el asesoramiento de un especialista catalán, la línea fundamental de dicho Plan giró en torno a crear una marca registrada de Buenos Aires, presentada como “capital cultural de América Latina” e incluso de Hispanoamérica. Se procuraba obtener un máximo rédito político a partir de una convocatoria masiva y de un escaso gasto económico. Al igual que en el caso de Barcelona, aquí también se trató menos de una planificación urbana de la ciudad que de un proyecto de animación cultural (Carman 2006).

 

 

Conclusiones

El “ranking” de los desheredados y las casas tomadas

El artículo exploró los rasgos centrales que asumieron las ocupaciones de inmuebles porteñas a lo largo de la década del noventa, las acusaciones hegemónicas a esos actores y las diversas modalidades de expulsión, motorizadas por actores públicos o privados. Tal como surge de las políticas comentadas y los datos estadísticos, existió una marcada tendencia a la invisibilización de las ocupaciones de edificios y a negarle reconocimiento como fenómeno significativo del hábitat popular. Los ocupantes fueron acusados, además, de diversos delitos. Se entrelazaban y apoyaban mutuamente, para el caso de estos sectores populares urbanos, las desventajas económicas y el irrespeto cultural (Fraser 1997: 18).

Si la política de legitimación del Estado neoliberal de los años 90 osciló entre el asistencialismo y la represión (Grassi et al., 1994: 22), tal contrapunto se expresó, en las políticas habitacionales porteñas reseñadas, en la simultánea existencia de subsidios habitacionales que no solucionaban el problema de la vivienda (el asistencialismo) y los desalojos ejemplares (la represión). La violencia de tales prácticas se ejercitó, no azarosamente, contra un grupo preciso de habitantes precarios de la ciudad: los ocupantes de casas y baldíos.

En aquella coyuntura histórica, los ocupantes de inmuebles estaban comprendidos en una de las últimas categorías del sistema de clasificación hegemónico, desplazando a actores sociales tan disímiles como villeros, inmigrantes y cartoneros.

En primer lugar, los villeros eran considerados los pobres legítimos, sancionados oficialmente, mientras que los habitantes de casas tomadas no eran percibidos socialmente como trabajadores sino como delincuentes y, en los casos más extremos, hasta se les expropiaba su condición de personas.

Como ya vimos, la ocupación de inmuebles vulneraba más fuertemente el valor de la propiedad privada que una villa en una zona devaluada de la ciudad de Buenos Aires. Al haber ido “demasiado lejos” en la búsqueda del techo –y al presumirse también que sus habitantes eran más ilegales que los moradores de villas[23]- resultaba necesario volverlos invisibles. Esta asimetría entre ocupantes y villeros fue expresada con claridad por este ocupante de un baldío en San Telmo:

“Parece que el peor mal de la Argentina son las villas. Entonces ellos son los que cierran los acuerdos. Parece que las villas fueran dueñas de los problemas”.

            Jorge, 45 años. Entrevista realizada por Paula Yacovino, durante una reunión de diversos actores –asambleístas, organizaciones, ocupantes- para tratar el tema de la vivienda, en agosto de 2003.

 

Como señala Jorge, los villeros no podían ser abandonados por el Estado, aunque más no fuera por su mayor presión reivindicativa.

En la dinámica del barrio del Abasto, los migrantes de Perú y Bolivia comenzaron a ser autonomizados del estigma de ser usurpadores de viviendas a fines de los 90. Ellos fueron apreciados, cada vez más, como portadores de una cultura enriquecedora. Hubo una coexistencia de políticas sociales y culturales del poder local que, por un lado, continuaron denostando a los intrusos y facilitando las condiciones de su expulsión mientras que, por otro –en el marco de un culturalismo light-, se presumió sobre la defensa de los derechos de los inmigrantes.

Los ocupantes de inmuebles también se vieron desfavorecidos en la comparación con los participantes de asambleas barriales que habían “roto candado” en diversos sitios de la ciudad durante 2002, ya sea en bancos cerrados tras la crisis (Banco Mayo en La Boca, Banco Provincia en Villa Crespo) o en predios pertenecientes al Gobierno de la Ciudad (por ejemplo en la Paternal, Floresta y Bajo Flores). Recordemos que los asambleístas legitimaron las “roturas de candado” en términos de recuperaciones: los espacios que habían sido “perdidos” para la sociedad –ya sean públicos o privados- serían reapropiados por los ciudadanos para un uso colectivo y con fines sociales o culturales que pretendían ser de largo aliento, como comedores populares y talleres. En aquel entonces resultó paradigmático el fallo judicial de la Cámara Federal, que le dio la razón a los vecinos asambleístas de Villa Urquiza y determinó que no cometieron delito alguno al utilizar terrenos públicos del ex Ferrocarril Mitre para fines comunitarios: “el ánimo de los ocupantes no fue turbar la posesión o tenencia del inmueble, sino realizar en él diversas actividades de utilidad pública” (Clarín, 18/10/2003).

Del mismo modo en que operó un cambio de la denominación de ocupación o usurpación a recuperación, podemos evidenciar un significativo salto simbólico entre el nombre de ciruja –pensado fundamentalmente en términos individuales– y el término cartonero, asumido como un colectivo social con cierta aceptación por parte de las clases medias urbanas, ostensiblemente mayor al que adquirieron en su momento los piqueteros o aun los empleados que recuperaron sus fábricas. En el caso de los cartoneros, se presumía que se trataba de población desocupada que –a diferencia de los imaginarios prevalecientes sobre los ocupantes de casas– alguna vez tuvo un trabajo y fue portador, entonces, de una ciudadanía[24], con lo cual obtuvieron una relativa aceptación y visibilidad social tras la crisis de 2001, si bien la problemática no estuvo exenta de disputas y contradicciones.

Si los villeros, los migrantes de países vecinos, los asambleístas que recuperaron espacios y los cartoneros pudieron construirse como interlocutores válidos frente al Estado, los ocupantes solo lo fueron en tanto destinatarios de políticas asistencialistas o bien como beneficiarios de políticas habitacionales, en la medida en que mediara alguna organización representando sus intereses.

Los ocupantes que no lograron salir del anonimato o la evidencia empírica de la mera intrusión en el espacio urbano reforzaron, involuntariamente, su condición de ilegalidad. Inversamente, los pocos reconocimientos que obtuvieron los ocupantes de inmuebles de la ciudad por parte del poder local durante los años 90 fueron posibilitados, en todos los casos, a partir de la intermediación del Movimiento de Ocupantes e Inquilinos[25], cuya capacidad de presión no se equiparó a la que históricamente tuvo el Movimiento Villero.

Las ocupaciones fueron apreciadas, desde una perspectiva hegemónica, como “un lamentable fenómeno social” o bien como un “problema edilicio y humano al mismo tiempo” (La Nación, 10/8/2001). Al construirse como un problema tanto moral como social, y al situarse en uno de los últimos peldaños del sistema de clasificación dominante, este “otro” no resultó redimible. Las concepciones autoritarias sobre estos moradores de la ciudad conllevaron implícitamente un darwinismo social: a estos sectores no les quedaba más remedio que “arreglarse como puedan”.

 

Los mecanismos de deshumanización de los sectores populares urbanos y el ejercicio de la violencia pública

Como abordé brevemente, el proceso de ennoblecimiento del barrio del Abasto se basó tanto en la búsqueda de atracción de consumidores de clase media como en la búsqueda de expulsión de sectores populares con una semejanza de métodos: dinero en efectivo, anuencia o laissez faire gubernamental, y en síntesis, violencia inadvertida. La violencia física de la expulsión compulsiva de antaño (expresada paradigmáticamente en la erradicación de villas), se desplazó, en el espacio barrial, a una violencia simbólica que dificultó el trazado de una resistencia. En tanto los ocupantes carecían de presión reivindicativa sobre el Estado, y a la vez resultaban pobres ilegítimos a los ojos de la sociedad, el desalojo de estos sectores resultó sencillo de viabilizar. El costo social siempre resultaba menor que en el caso de una villa de mayor antigüedad y con organizaciones consolidadas y fuertes vínculos con el Estado.

En los años 90, se argumentaba que el hecho de estar ocupando inmuebles en la ciudad de Buenos Aires no solo violaba la lógica de la propiedad privada sino que sumaba automáticamente otras ilegalidades: ser inmigrante ilegal, traficar drogas o instalar locutorios truchos. Hoy día, la deslegitimación de ciertos hábitats populares ha incorporado –entre otros aspectos– argumentos ambientales, acorde a las sensibilidades prevalecientes y a lo que podríamos llamar “el clima de época”.  La ambientalización de los conflictos sociales no es novedosa, pero ha tomado mayor peso en años recientes.

Si para el caso de los 90, la ilegitimidad de una ocupación se veía acentuada por la presunción de que sus pobladores no eran argentinos, en el caso de las poblaciones populares ribereñas porteñas donde realizamos etnografías entre 2005 y 2016, la ilegitimidad de esas ocupaciones se vio reforzada por el hecho de considerarse una práctica antiecológica. Como ya trabajé en detalle en otros sitios (Carman 2011, 2017), los habitantes de la villa Rodrigo Bueno y la villa Gay fueron acusados –entre los años 2004 y 2006, fundamentalmente– de afectar la biodiversidad de los entornos ribereños donde estaban emplazadas. En el caso de la villa Rodrigo Bueno, sus pobladores también fueron acusados de impedir la libre circulación de especies animales de la Reserva Ecológica Costanera Sur. Durante 2010 y 2011, pobladores ribereños de La Boca, Barracas y Pompeya fueron acusados por el juez Armella –a cargo de la ejecución de la primera etapa de relocalizaciones de la causa judicial Matanza-Riachuelo– de ser un obstáculo para la liberación del camino de sirga.

En todos los casos, lo que operó fue una deshumanización de esos actores para poder ejercer una violencia sobre ellos. Ya sea en el contexto de una política humanitaria (como en el caso de las primeras relocalizaciones porteñas de la cuenca Matanza-Riachuelo), de un discurso altruista (como en el caso de la villa Rodrigo Bueno) o más abiertamente estigmatizante, como hemos visto aquí para el caso de las ocupaciones de inmuebles de los 90, se expropia la condición humana de los habitantes populares para luego justificar prácticas abusivas o ilegales de expulsión. A prudente distancia de la concurrencia de ilegalidades en torno a ser ocupantes-extranjeros ilegales-perpetradores de delitos de los 90, hoy día se justifica el desplazamiento de ciertos habitantes populares en nombre de su propio bien, por su condición de víctimas ambientales o por estar asociados a comportamientos antiecólogicos.

Desde ya que estas apreciaciones no son exhaustivas: solo recogen la evidencia empírica de algunas etnografías realizadas por nuestro equipo de investigación. Pese a que no tenemos espacio aquí para desplegar un análisis comparativo de largo aliento, estos señalamientos pretenden abrir un espacio de reflexión para seguir indagando en las continuidades y discontinuidades de las políticas habitaciones y las políticas de expulsión destinadas a sectores populares urbanos durante las últimas décadas.

 

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[1] Las citas en bastardilla pertenecen a locuciones extranjeras, a conceptos propios y ajenos, o bien a expresiones textuales vertidas en las entrevistas y las notas periodísticas utilizadas.

[2] La expresión de “romper candado” alude a la práctica de encontrar casas deshabitadas y forzar su cerradura para instalarse a vivir en su interior.

[3] El cambio sustancial en la demanda de vivienda en la ciudad de Buenos Aires a raíz de la llegada de las corrientes inmigratorias a nuestro país, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, constituyó la causa fundamental del surgimiento del inquilinato o conventillo. Esta forma de alojamiento de las masas migrantes tuvo su período de auge a principios del siglo XX.

[4] Los hoteles-pensión constituyen una nueva oferta dentro del mercado de alquiler de piezas que surge a partir de la década del 50, vinculada a la necesidad de habitar zonas centrales de la ciudad por parte de pobladores de bajos ingresos.

[5] En la ciudad de Buenos Aires, el Programa de Radicación de Villas era implementado por la entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires a través del Programa de Villas y Barrios Carenciados, que incluyó una Mesa de Concertación como metodología de negociación con el Movimiento Villero.

[6] Estos representaban un bajo porcentaje (4%) en el total de la ciudad de Buenos Aires (Abba et al. 1984).

[7] Rodríguez 1993:183-187. La misma autora señala que estos datos oficiales, construidos por la Dirección de Estadísticas de la entonces Municipalidad de la ciudad de Buenos Aires en base a datos censales, probablemente se encuentren subestimados, ya que otros sectores estimaban la población villera para ese período en alrededor de 100.000 personas. 

[8] Históricamente ha resultado muy escasa la información sobre casas y edificios abandonados, tanto en los organismos vinculados a cuestiones habitacionales como en los relacionados a políticas sociales o déficit habitacional. Las categorías censales que contemplaban disímiles situaciones de ocupaciones (por relación de dependencia; por préstamo, cesión o permiso; de hecho) no permitían establecer una información ajustada respecto a las ocupaciones urbanas de sectores populares.

[9] El crecimiento de la población en villas de emergencia y núcleos habitacionales transitorios fue muy rápido: se duplicó en los diez años entre el censo de 1991 (50.608 habitantes) y el de 2001 (108.056 habitantes). Las villas también crecieron en densificación a partir de la construcción en altura. Recordemos sin embargo que, al igual que el censo de 1991, los datos recopilados sobre estas modalidades de vivienda se encuentran subestimados, entre otras cuestiones porque un número relevante de familias no fueron censadas.

[10] El porcentaje de personas por debajo de la línea de pobreza en la ciudad de Buenos Aires se triplicó durante aquellos años: de 6,7 en 1994 a 21,7 en 2003. Se produjo además un fuerte salto luego de la crisis que colapsó al país en el año 2001, acrecentándose en un 43% (Carman, 2006).

[11] Como apunta Rodríguez (1994: 16 y 35), el caso de las bodegas Giol fue, probablemente, el primer caso de juicio penal por usurpación iniciado por el Estado a un grupo de ocupantes de inmuebles. Por el contrario, la política prevaleciente del poder local consistía en iniciar juicios civiles de desalojo sobre la totalidad de inmuebles municipales, que por regla general no llegaban a su ejecución. Como contrapartida, es interesante señalar que para la misma época de estos desalojos ejemplares se firmaban convenios de comodato en propiedades municipales ocupadas en la traza de la Ex Autopista 3, lo que muestra un abanico de situaciones resueltamente contradictorias en cuanto al grado de tolerancia estatal a las ocupaciones de inmuebles.

[12] Paradojalmente, la "mano dura" de estos operativos policiales, que buscaba expulsar a los ocupantes de casas tomadas de los diversos barrios de la ciudad -ya no solamente de los barrios históricos o mejor cotizados-, contrastó con la ceguera oficial respecto a los intrusos de guante blanco: aquellas instituciones y empresas privadas que se apropiaron ilegalmente, para aquella época, de más de 66.000 metros cuadrados de espacio público de la ciudad, vinculado con el supuesto enriquecimiento ilícito de numerosos inspectores municipales. Gestiones de diversos intendentes estuvieron involucradas también en la cesión irregular de estos terrenos, que incluyó apropiación de avenidas, plazas, tala de árboles y hasta explotación lucrativa de esos espacios otrora públicos.

[13] La proporción de extranjeros en los inmuebles ocupados de los que se registraban datos para esa época era de un 16%. Fuentes: relevamientos del Movimiento de Ocupantes e Inquilinos y del Servicio de Asistencia Social de la entonces Municipalidad de Buenos Aires.

[14] Sollors (Briones 1998: 60-62) refiere a las invenciones de etnicidad como ficciones colectivamente compartidas que son continuamente recreadas.

[15] La importancia del relato no radica en que sea cierto o no, sino en el efecto de real que produzca. (Barthes 1984: 179-187; Grossberg 1992: 101).

[16] Esta misma lógica se replicó en la primera etapa de la política de relocalizaciones porteñas de la cuenca Matanza-Riachuelo entre 2010 y 2011, en el marco de la ejecución del fallo Mendoza dictado por la Corte Suprema de Justicia en 2008. La principal característica de esos desalojos en los barrios de La Boca, Barracas y Pompeya es que no tuvieron –pese a lo que indicaba el fallo de la Corte– una contrapartida habitacional. Estas arbitrarias expulsiones se centraron en aquellos individuos o familias más desafiliados, sin capacidad organizativa ni poder de réplica, y cuyas viviendas se encontraban –al igual que las casas tomadas abordadas en este trabajo– dispersas en el territorio (Carman 2017).

[17] Esta afirmación resulta discutible, ya que algunas villas están emplazadas muy próximas a la city porteña y en terrenos altamente cotizados, como el caso de la villa 31 de Retiro. Análogamente, también hay ocupaciones en sitios devaluados de la ciudad.

[18] Una asimetría similar se evidencia en la preocupación que históricamente suscitaron las villas en el campo de las ciencias sociales, a diferencia de los escasos estudios dedicados a ocupaciones de inmuebles en el ámbito de la misma ciudad.

[19] La población ocupante del distrito donde se inserta el barrio del Abasto giraba en torno a las 12.000 personas, lo cual representaba el 8% del total de ocupaciones de la ciudad de Buenos Aires, el porcentaje más elevado junto con los distritos I y IX (Rodríguez 1993: 183-187 y Censo Nacional de Población y Vivienda INDEC, 1991).

 

[20] Se trata de edificios perimetrados, con vigilancia las 24 horas y espacios comunes para el descanso y la actividad física.

 

[21] Para el caso del Abasto, al menos la mitad de los ocupantes había vivido previamente en un hotel-pensión, y en un porcentaje menor, en inquilinatos; no así en villas o asentamientos (cfr. Carman 1998).

[22] Podemos rastrear esta dramática desigualdad entre el discurso público y oculto (Scott 2004: 28) de los funcionarios estatales que intervienen en el hábitat popular de la ciudad, sin mucha dificultad, hasta el día de hoy, en el marco de las distintas etnografías que hemos realizado, individual y colectivamente, en las décadas siguientes (Carman 2011 y 2017; Carman y Olejarzcyk 2021). 

[23] En un lúcido análisis, Rodríguez (1994: 39-42) comparó ambos fenómenos -villas y ocupaciones- a partir de una serie de ítems que incluían, entre otros:

a) la diferencia en el valor del suelo: Rodríguez sostenía que las características de urbanización precaria y el alto nivel de consolidación de los villeros incidió en la disminución de valores del suelo en las villas, sumado a la decisión política de hacerlo. Los inmuebles ocupados, por el contrario, variaban su valor de acuerdo con sus características y al barrio donde están emplazados.

b) el rédito político de las políticas casi sin inversión económica en las villas, sumado a la radicación de algunas de ellas que contribuía a la imagen “formal” de una ciudad democrática. En el caso de las ocupaciones, por el contrario, aun la realización de experiencias puntuales supuso efectuar niveles concretos de inversión para obtener resultados de cobertura acotada y que implicaron niveles de enfrentamiento con otros actores de la ciudad. El desarrollo de una política global respecto a las ocupaciones, concluía Rodríguez, hubiera acentuado esos enfrentamientos.

 

[24] Recordemos además que en la Argentina, la expansión de los derechos sociales no estuvo ligada a la expansión de la ciudadanía sino a la constitución misma de la categoría de trabajador (Grassi et al. 1994: 15).

[25] Así sucedió desde la gestión de intendente Carlos Grosso (1989-1992) en adelante, con la venta o la cesión de determinados predios a grupos de ocupantes nucleados en cooperativas con el apoyo del MOI: el ex Patronato de la Infancia en San Telmo, la traza de la ex Autopista 3, el silo de El Molino del barrio de Constitución y la fábrica-vivienda cercana al pasaje Lanín en el barrio de Barracas. La mayoría de los ocupantes de inmuebles de la ciudad, sin embargo, no participaba en ninguna asociación vinculada al reclamo de su situación habitacional.