REOCUPAR, RECONSTRUIR, “REFUNDAR”[1]: EL REPOBLAMIENTO DE LAS VILLAS DEL SUR DE BUENOS AIRES (1981-1985)

REOCCUPYING, REBUILDING, “RE-FOUNDING”: THE REPOPULATION OF THE VILLAS OF SOUTH BUENOS AIRES (1981-1985)

 

Adriana Laura Massidda

University of Sheffield

a.l.massidda@sheffield.ac.uk

https://orcid.org/0000-0001-8735-7990

Resumen

Este artículo reconstruye el repoblamiento de las villas que tuvo lugar luego de las erradicaciones efectuadas por la última dictadura a través de tres ejes: reocupar, reconstruir, “refundar”, que considero aristas del proceso más general de repoblamiento. Me concentro en los primeros años de la década de 1980, en la transición de dictadura a democracia, cuando se registran algunos incipientes retornos de habitantes a villas previamente desalojadas. Este proceso fue gradual y fue creciendo en escala a lo largo de esa década. Me centro en Villa 20 y Villa Cildáñez, aunque extiendo mis observaciones a otras áreas de la capital, trabajando con las voces de quienes las habitaron. Leo al repoblamiento como el intento, por parte de las familias villeras, de recalibrar esa maquinaria de control y desplazamiento establecida por la dictadura en línea con una política espacialmente excluyente; como un modo, implícito y no intencional, de tomar decisiones desde la habitabilidad popular respecto a la distribución de las personas en el territorio. Para efectivizarlo, se continuaron y profundizaron herramientas surgidas de la resistencia a la erradicación durante la dictadura. Este proceso no estuvo, por supuesto, exento de tensiones, y es precisamente el propósito de este artículo explorarlas.

Palabras clave: Buenos Aires; democracia; dictadura; repoblamiento; villas

Abstract

This article reconstructs the process of repopulation of the villas of South Buenos Aires which took place after the eradications carried out by the last dictatorship. It works alongside three axes: reoccupy, rebuild, “re-found”, which I consider key aspects of the more general process of repopulation. The period of analysis regards the early 1980s, which involved a transition from dictatorship to democracy, when a few residents previously evicted started to return to some sites. This process was gradual and grew in scale throughout that decade. I focus on Villa 20 and Villa Cildáñez, although I extend my observations to other areas of the capital, working with the voices of those who lived there. I read the repopulation as the attempt, by villa families, to recalibrate the machinery of control and displacement established by the dictatorship in line with a spatially exclusive policy; as an implicit and unintentional way of making decisions regarding the distribution of people in the territory. To make it effective, residents continued and deepened practices stemming from the resistance to eradication emerged during the dictatorship. This process was, of course, not free of tensions, and it is precisely the purpose of this article to explore them.

Keywords: Buenos Aires; democracy; dictatorship; repopulation; villas

Fecha de recepción: 27 de junio de 2023

 

Fecha de aceptación: 19 de diciembre de 2023

Dedico este texto a la memoria de Rafa, vecino y referente histórico de Villa 20, que con su humildad y su humor fue abriendo puertas y posibilitando esta historia.

 

La dictadura autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional” (1976-1983) representó la culminación, en Argentina, de varias décadas de Guerra Fría. En este marco, el bloque occidental buscaba eliminar la posibilidad de una revolución inspirada por el comunismo en Latinoamérica; y a su vez profundizar un modelo económico (neo)liberal. En el contexto argentino, esta dictadura implementó dicha agenda con el apoyo de prácticas de secuestro ilegal, tortura y asesinato de cualquier persona sospechada de actividad social o política, clausurando el diálogo y desmantelando cualquier posible resistencia (Calveiro, 1998; Camelli, 2021; Silveyra, 2022). La clandestinidad del genocidio perpetrado, además, su condición simultáneamente secreta y sabida, instaló un clima de terror generalizado pero inexpresable que afectaría profundamente la experiencia de quienes lo vivieron.

La “reorganización” propuesta tuvo efectos tangibles en el espacio urbano. En el distrito de la Ciudad de Buenos Aires, en particular, se buscó un reordenamiento territorial de personas y ecologías que tenía como puntos centrales la erradicación de las villas, la construcción de autopistas urbanas, el desplazamiento de desechos domésticos e industriales hacia el Conurbano y la reestructuración del mercado de vivienda favoreciendo un esquema excluyente. Tomadas en su conjunto, estas intervenciones discriminaban elementos considerados “deseables”, concentrándolos dentro del perímetro de la Capital, e “indeseados”, empujándolos aún más hacia los márgenes. Se buscaba, en síntesis, crear una ciudad “para quien la merece” (las clases media y alta) a través de la destrucción de lo existente y del control estricto del entorno resultante, y se recurría al terror para materializarlo (Oszlak, 1991; Carré & Fernández, 2011; Jajamovich & Menazzi, 2012).

Las operatorias de erradicación de villas (esto es, la demolición de agrupaciones de vivienda en terrenos ocupados y el desalojo forzoso de las familias de bajos recursos que las ocupaban) representaron un ejemplo cabal de la violencia espacial que conllevaba esta reorganización del territorio (Colombo & Salamanca Villamizar, 2019). A diferencia de los secuestros clandestinos del terrorismo de Estado, no estaban veladas ni ocultas, sino que formaban parte de un programa implementado a nivel municipal y promocionado ampliamente frente a la opinión pública. Sin embargo, no estaban por ello exentas de terror y atropellos. Por comenzar, los métodos en sí eran extremadamente violentos, desde la demolición imprevista de casillas hasta la amenaza a madres y bebés, incluyendo el uso de armas y el castigo físico desmesurado: “me pusieron un chumbo en la cabeza y me dijeron ‘¿qué hacés, te quedás o te vas?’. Nos cagaron a palos” (Víctor, Villa 20, entrevista II; ver también el testimonio de Nadia en “RICC-Relevamiento 1-7-17”). Tampoco se ofrecía alternativas de vivienda a las familias desalojadas. Pero además, y dadas las décadas de resistencia a la erradicación que vecinas y vecinos habían presentado hasta ese momento (Camelli, 2019; Snitcofsky, 2022; Massidda, 2016), las disidencias fueron física y subjetivamente eliminadas mediante un doble mecanismo de secuestro ilegal de dirigentes vecinales e intimidación. Sólo por dar algunos ejemplos, en 1976, la totalidad de la junta vecinal de la Villa 21-24 en Barracas fue secuestrada o asesinada; en el mismo año Juan Carlos Martínez (“Negrito”) de Villa 20 en Lugano fue desaparecido; y en relación a la misma villa en 1977 lo mismo sufrieron las monjas Alice Domon y Léonie Duquet, entre muchísimas otras personas activas en barrios (Castañeda et al., 2012; Snitcofsky, 2012; Camelli, 2019, 2021).

Lo que la dictadura definitivamente no “erradicó” con las villas fueron las estructuras de desigualdad que las sustentaban. Al contrario, el acceso desigual a la tierra, la estigmatización y la polarización económica se profundizaron. La dictadura dejó además un “clima de pánico, miedo e incertidumbre” (Sanabria, 2022, p. 141) instalado en las villas que tardó mucho en disiparse. En efecto, aún luego de concluida la dictadura continuaba vivenciándose el terror, el recelo y la desconfianza mutua, borrando límites entre períodos e impregnando la experiencia cotidiana hasta bien entrados los años ’80 en un contexto donde se mezclaba, también, la esperanza. Mientras tanto, “todavía circulaban los servicios” (Victor, entrevista III, en referencia a los servicios de inteligencia) y perduraba el personal que había operado durante el gobierno militar en reparticiones como la Comisión Municipal de la Vivienda. Es en esa frontera porosa del salir de la dictadura que trabaja este artículo, haciendo foco en particular en dos villas del sur de Buenos Aires.

 

Recorte y fuentes

Este artículo analiza el repoblamiento de las villas en sus años más tempranos. Propongo, como hipótesis general, que el repoblamiento constituyó la manera, por parte de las familias villeras, de recalibrar esa maquinaria de control y desplazamiento establecida por la dictadura en línea con una política espacialmente excluyente; como un modo, implícito y no intencional, de tomar decisiones desde la habitabilidad popular respecto a la distribución de las personas en el territorio. Leo a este proceso a través de tres aristas: reocupar, reconstruir y “refundar”, tomando este último de expresiones usadas por habitantes e interpretándolo como una idea que apela a la dimensión simbólica y política del repoblamiento. Trabajo principalmente con fuentes orales, buscando cubrir un área de vacancia temática sobre la que hay muy poca documentación y muy pocos trabajos escritos.

Del mismo modo en que son porosas las fronteras temporales de las experiencias vividas en villas, así también lo es la periodización con que trabajo en este texto. Por esto, me concentro en la primera mitad de la década del ’80 (aproximadamente 1981-1985), incluyendo los últimos años de la dictadura, que es un momento en que se registran incipientes retornos de habitantes a villas de las cuales habían sido desalojadas/os. Esto constituye un proceso que va creciendo en escala con posterioridad al retorno de la democracia en 1983 y continúa ganando impulso durante los años siguientes. Me centro en las villas 20 y Cildáñez, en los barrios de Lugano y Parque Avellaneda respectivamente, que fueron en amplia proporción erradicadas, aunque extiendo mis observaciones a otras áreas de la capital.

Para narrar estas tensiones es necesario repasar brevemente lo que pasó durante la dictadura, precisamente por la porosidad de esas fronteras temporales. Me apoyo para ello en el trabajo de colegas que han abordado ese período: Valeria Snitcofsky y Eva Camelli, co-editoras de este dossier, son investigadoras claves en estas reconstrucciones, así como también Leandro Daich, Julieta Oxman, Jorge Vargas, Marcos Chinchilla y César Sanabria (los últimos tres, desde el territorio mismo[2]), sólo por nombrar algunas y algunos de quienes trabajan sobre Buenos Aires (Camelli, 2019; Snitcofsky, 2022; Snitcofsky et al., 2021; Cravino, 2022; Sanabria, 2022). Algunos de estos trabajos profundizan líneas abiertas por el trabajo de Oscar Oszlak en Merecer la ciudad, que fue pionero en analizar las transformaciones urbanas producidas por la dictadura (Oszlak, 1991). A mediados de los años ’80, además, se publicaron varias investigaciones sobre las tomas de tierra masivas en Quilmes y Almirante Brown de 1981 y las cooperativas de vivienda en villas (Cuenya et al., 1985; Aristizábal & Izaguirre, 1988; Cuenya et al., 1984, republicado en parte en 2021; Bellardi & de Paula, 1986); y en 2001 Eduardo Blaustein analizó una selección de entrevistas extensas a quienes vivieron en primera persona la erradicación en su ya clásico Prohibido vivir aquí.

Sobre el proceso de repoblamiento en sus primeros años, por el contrario, hay muy pocas investigaciones: se destacan aquí el epílogo de Snitcofsky en Historia de las villas en la Ciudad de Buenos Aires (Snitcofsky, 2022, pp. 275–306) y el capítulo “Resurgir, repoblar (1983-2001)” de Sanabria en La 31: Una historia de resistencia (Sanabria, 2022, pp. 141–165). Las fuentes documentales, además, son extremadamente escasas, lo cual refleja la inestabilidad del período. Me apoyo, entonces, en el testimonio de vecinas y vecinos, registrado a través de entrevistas colectivas e individuales, realizadas tanto por mí como por otras y otros. Estas últimas incluyen registros compartidos directamente por compañeras/os y colegas (Marcos Chinchilla, en particular, fue muy generoso con su acervo); material circulado a través de redes sociales (son ejemplos clave aquí las recopilaciones de los grupos Históricos de Retiro y Barrio Charrúa, curados por Jorge Vargas); conocimiento construido en las varias mesas de trabajo vecinal de Villa Cildáñez; y también las narraciones que me fueron transmitidas por habitantes históricos en gran cantidad de conversaciones informales.[3] Mi transcripción de las entrevistas y mesas conserva marcas de la oralidad: no he querido intervenir en el modo en que las vecinas y vecinos se expresan, para recrear lo más posible la atmósfera de estos intercambios y las emociones de las que están cargados. Algunas oraciones, entonces, pueden parecer a primera vista gramaticalmente “incorrectas”, pero es simplemente que constituyen lenguaje verbal y no escrito: invito a quien lee a recrearlas en voz alta o internamente para conectarse con lo que transmiten y representan. Las entrevistas utilizadas se detallan al final del artículo.

Trabajo, además, atenta a las voces recogidas por equipos previos, tales como las transcripciones del Programa de Historia Oral del Instituto Histórico de la Ciudad de Buenos Aires publicadas en el Cronista Mayor de Buenos Aires; el documental “Historias que no se dicen”, realizado por estudiantes de la Escuela de Comercio Nº6 “América”; el trabajo de la Red Intercomunal de la Cuenca del Cildáñez (RICC); y la publicación “El barrio obrero conocido como Villa 21-24 Zavaleta: Una historia de dificultades, luchas y conquistas” realizada por estudiantes del CENS Nº 75 entre otros materiales (Cronista Mayor de Buenos Aires 20, 2000; Historias que no se dicen, 2007; Castañeda et al., 2012). La dictadura nos deja, por último, voces que se silencian a sí mismas; vecinas, generalmente mujeres, que a través del trauma enfrentado en aquellas experiencias han perdido la voluntad y la energía interna de narrar. Es importante reconocerlas también a ellas porque sus silencios forman parte de la memoria colectiva y los modos en que reverbera hasta el presente la historia de cada lugar. Quiero agradecer a las personas que con tanta generosidad formaron parte de esta trama de “memorias subalternas” (Oxman, 2022), tanto a quienes me transmitieron su conocimiento sobre la época de primera mano como a quienes callaron, y a quienes me hicieron posible llegar a ellas y ellos.

 

La “reorganización” del sur

Las erradicaciones implementadas por la dictadura en la ciudad de Buenos Aires no repercutieron en todas las zonas de la misma manera. En particular, en el contexto de especulación inmobiliaria que la dictadura proponía, y de las preparaciones urbanas para el mundial de 1978, la “reorganización” de personas en el espacio tuvo distintas dinámicas y periodizaciones en el norte y el sur de la Capital.[4] Para proponer una lectura a grandes rasgos, y sin analizar la particularidad de cada una, espacios como Villa 29 (Belgrano), Villas 30 y 40 (Colegiales) y Villa 31 (Retiro), ubicadas en el norte de la ciudad, fueron objeto de una primera ola de erradicaciones. Estas villas se asentaban sobre los terrenos de mayor valor inmobiliario, con lo cual la dictadura buscaba destinarlas a otros usos. La primera de ellas, además, estaba en las cercanías del estadio de fútbol de River Plate, que se usaría para el mundial: para el gobierno era importante invisibilizarla, dada la imagen de ciudad que la dictadura quería promover a nivel internacional (Snitcofsky, 2021). Entre los años 1977 y 1980, entonces, se procedió al desalojo extensivo de estas villas, reubicando a muchas y muchos de sus habitantes sin invertir “un solo peso” en vivienda (Cacciatore, 1980, citado en Cronista Mayor de Buenos Aires 20, 2000, p. 9). En muchos casos, estas reubicaciones tuvieron lugar en las villas del sur.

Muchas/os habitantes de Villa Cildáñez recuerdan cómo, intempestivamente, la dictadura asignó habitantes erradicados en otras villas a sus casas. Las familias no se conocían, y no habían elegido tampoco voluntariamente compartir techo. A Carolina y Jorge, por ejemplo, les fue asignada una familia de Bajo Belgrano: “[e]ntonces te decían: - ‘esta es tu casa, la vamos a dividir por acá, y la vas a tener que compartir’ - ‘pero yo no quiero…’ - ‘lo siento, tienen que acomodarse’” (Carolina). Esta intrusión del espacio doméstico por parte del Estado no sólo representaba un atropello para la familia anfitriona y un desarraigo para la erradicada: muy estratégicamente, las ponía en tensión entre sí, disputando el uso de cada metro cuadrado y desviando así la atención del problema principal, que era la violencia del plan erradicatorio. Las tensiones, además, se extendían puertas afuera:

“El problema también era que se rompían las dinámicas de toda la vida del barrio. Cildáñez era muy tranquilo, muy seguro; los nuevos vecinos que venían quizás no. Y a ellos, por su parte, les habían prometido transladarlos a departamentos, y de repente los traían acá…” (Jorge, Villa Cildáñez).

El caso de Carolina y Jorge no es único: el trauma generó en Villa Cildáñez un clima enrarecido y de hostilidad durante la primera etapa de las erradicaciones de la dictadura.

También Villa 20 recibió familias desalojadas, mayoritariamente de Villa 31, que en algunos casos habían sufrido ya una erradicación interna dentro de Retiro, reubicándose de un barrio a otro. Por ejemplo, Rafa se había refugiado inicialmente en el barrio Inmigrantes de la Villa 31 (Vargas, 2021), de donde fue nuevamente erradicado, esta vez hacia el sur. A diferencia de otros, en la memoria de Rafa la mudanza a Villa 20 fue una opción elegida:

“Lo que hacían era dar varias opciones de irse […] Bueno, yo elijo la posibilidad de reinstalarme dentro de Capital [...] a estas posibles barriadas que ya existían como la 1-11-14, la 20/Lugano, no recuerdo qué otra. Entonces yo elegí Lugano. Como ya más o menos conocía las villas, por varias razones, me pareció más positivo el lugar. Era más lejos que 1-11-14 de microcentro, donde yo trabajaba, pero era más estable, más cómoda, más segura.” (Rafa, entrevista I)

Otro vecino, Víctor, erradicado en total cinco veces, siguió un recorrido similar a Rafa. Su recuerdo es sin embargo más traumático:

“Nos tiraron. Encontramos la desolación tremenda, yo tenía allá donde vivía en Retiro… estábamos a dos metros del asfalto, a cien metros de fabricaciones militares […] tenía la parada de colectivo a media cuadra. Era otro orden en Retiro, dentro del desorden que había, ¿no? Y acá nos tiraron en un depósito de chatarra que […] era de un señor que se llamaba Miguel Valle y lo expropiaron por decir de alguna manera. Le robaron su depósito y ahí nos metieron a un montón de familias que vinieron de Retiro el mismo día que nosotros.” (Victor, entrevista I)

El depósito expropiado no era un galpón, sino un terreno a cielo abierto: la manzana 18. Con esto, a diferencia de la situación en Cildáñez, las familias erradicadas estaban sin siguiera techo. Al igual que allí, de todos modos, la convivencia abrupta entre locales y recién llegados generó violencia: “apenas llegamos, también: los vecinos… terminamos a las trompadas” (Victor, entrevista II). Lentamente, sin embargo, las familias desplazadas se fueron habituando al nuevo lugar. Esto fue interrumpido por una nueva ola de erradicaciones.

En efecto, una vez iniciados los desalojos en el norte, la operatoria erradicadora fue gradualmente virando hacia el sur. Este proceso no fue lineal ni directo, pero fue nuevamente violento:

“Empezó de la noche a la mañana, una noche. Entraron los militares sin respetar nada, entrando a las casas a las patadas, levantando chicos, no les importaba si había enfermos, si había ancianos: nada.” (Delia Pucheta, Villa Cildáñez, “Historias que no se dicen”)

“Te amenazaban, pasaban con la topadora por al lado de uno. Eso… ¿qué es eso? Y hay gente que se fueron, tenían miedo. Era un desastre. La verdad, nunca había visto algo así, cómo echaban a la gente. No tenía a dónde ir… la llevaban en camiones.” (Nélida Barrasa, Villa Cildáñez, “RICC-Relevamiento 1-7-17”)

“En el tiempo de los militares hicieron mierda todo; viste cuando sentís que no tenés nada.” (Victor, entrevista II, énfasis en la expresión original).

En ese contexto, muchas de las familias que ya habían sido desplazadas del norte de la ciudad sufrieron nuevas erradicaciones. Algunas se relocalizaban dentro de la villa; otras eran trasladadas a destinos que desconocemos. Victor, por ejemplo, estaba haciéndose una casa con bloques autoconstruidos en Villa 20 cuando llegó su cuarta, y luego su quinta, erradicación: “Vinieron los militares, me la hicieron mierda” (entrevista II). En Cildáñez también, “parecía que habían bombardeado las casas” (Nélida).

No sólo las casas eran objeto de destrucción, sino también la infraestructura comunitaria, que era sostén de la vida cotidiana y que había costado décadas de esfuerzo y trabajo construir:

“Porque acá también lo que hacía la topadora, venía la topadora y levantaba así las cañerías de agua. ¡Así venía! ¿No podés tirar una casa o algo? entonces ellos buscaban algo para hacer. Acá más o menos a unos cincuenta metros de mi casa hicieron una laguna [con el agua] de todas las cañerías. Entonces había ranitas, todo eso… y los chicos iban a jugar ahí” (Alodia Orrego, Villa Cildáñez, “Historias que no se dicen”)

La infraestructura se arrasaba como modo de dificultar la supervivencia y así desalentar la permanencia en las villas, pero también como método de control. Canchitas y plazas, por ejemplo, eran llenadas con escombros para que no se usaran como espacios de sociabilidad o para reuniones. Las piletas y canillas públicas, también, y las redes de agua potable y electricidad obtenidas en los años ’60 y ’70 a través de trabajos vecinales y negociaciones con las autoridades fueron destruidas por el gobierno militar con el objetivo de hacer el espacio villero inhabitable (Cronista Mayor de Buenos Aires 34, 2002; Historias que no se dicen, 2007; Costas, 2017; por un análisis del trabajo colectivo en los años ’60, ver Massidda, 2016).

Tal como en otras villas, además, la Comisión Municipal de la Vivienda (CMV) se apropió de edificios comunitarios para establecer sus propias oficinas: en Villa 20, esto fue en la salita de salud que había creado un sacerdote villero en los años ’70. En Cildáñez, la CMV se estableció también en el centro de la villa, junto con la policía montada:

“La montada entró en el ’82, casi a fines de todo eso. Entró la montada para supuestamente proteger, supuestamente tranquilizar… Emborracharse y correr carreras de caballos: esa fue la función de la montada. Matar pibes a mansalva…” (Delia, Villa Cildáñez, “Historias que no se dicen”).

Pero además de todos estos atropellos ejercidos de modo directo por personal oficial, la CMV intentaba cooptar juntas vecinales y familias para que controlaran, denunciaran y vigilaran en nombre suyo. Fuera por miedo o por percibirlo como algo que redundaría en algún rédito, muchas personas cooperaron. Era una estrategia más, por parte de la dictadura, de producir fragmentación. Las destrucciones dejaron legados que llevaría muchos años contrarrestar, pero junto con ellas surgía mezclado un repertorio de estrategias de resistencia y cuidado que darían sustento al repoblamiento durante la democracia.

 

Las resistencias como antecedentes del repoblamiento

En este contexto, tal como se desprende del testimonio de Nélida, a pesar de la devastación, el terror producido por las topadoras y el genocidio como marco de fondo, algunas vecinas y vecinos fueron desarrollando estrategias de resistencia. Estas resistencias han sido analizadas por otras investigaciones (Blaustein, 2001; V. L. Snitcofsky, 2022; V. L. Snitcofsky et al., 2021), y repasarlas en su totalidad se encuentra fuera del alcance de este artículo. Sin embargo, me interesa retomar brevemente algunos aspectos puntuales de la forma que tomaron en las villas Cildáñez y 20, porque propongo que los mecanismos de repoblamiento surgieron, en buena medida, de ellas.

La estrategia primordial de resistencia en Cildáñez fue su participación en la Comisión de Demandantes, un grupo creado por habitantes de varias villas a lo largo de la ciudad, liderada a nivel local por Salvador Herrera. Pese al contexto extremadamente hostil, pero usando el hecho de que la erradicación era un proceso oficial que la Municipalidad justificaba con una resolución para luego incumplirla, la Comisión de Demandantes obtuvo una primera sentencia judicial de “no innovar” en noviembre de 1979, que en lo concreto significó que varias familias pudieran permanecer en villas (Snitcofsky, 2022). La admiración vecinal por el trabajo de Herrera es ubicua en Cildáñez, y su nombre es el primero que figura al evocar memorias sobre esta época.

Pero además de la comisión, también decenas de mujeres desplegaron una resistencia constante, anónima, y (por qué no) heroica:

“Y yo me puse tan fuerte, porque de verdad no tenía donde irme. Le digo ‘si usted me tira este simple ranchito yo dónde puedo ir a vivir. Le soy clara: al puente de la Ricchieri, esa va a ser mi casa.’ Y tenía a mis hijos muy chiquitos. Agarré a mi bebé y a un nene que tenía de más o menos de tres años y me puse al frente.” (Nadia, Villa Cildáñez, “RICC-Relevamiento 1-7-17”)

“Cuando avanzaban avanzábamos a la par de ellos, con lo que tuviéramos a mano. En mi manzana se dio vuelta dos topadoras. […] al ver los pozos de las cloacas, tratamos de empujarlas que quede una de las ruedas, y una vez que queda esa rueda cae y la dimos [vuelta]… ahí fue más fácil, una, la otra nos costó muchísimo darle vuelta, pero igual lo hicimos” (Delia, Villa Cildáñez, “Historias que no se dicen”).

En Villa 20, en cambio, donde la Comisión de Demandantes llegó ya sobre el filo de la vuelta de la democracia, permanecer en la villa era particularmente difícil:

“No se podía hacer mucha resistencia a los soldados porque nos agarraban a los palazos, no respetaban a madres, no respetaban ni a los chicos, si estaba adentro una madre con el hijo y todo, igual se los golpeaban encima. […] Aquel que diga, ‘sí, yo me hice el fuerte en esa época, yo les hice frente a los militares’, es mentira. Porque te agarraban a palazos y no te perdonaban.” (Moya, Villa 20)

La estrategia de permanencia que predomina en los relatos en Villa 20, entonces, es la participación en cooperativas de vivienda autoconstruida. Las cooperativas eran promovidas por la dictadura, y por eso quienes participaban eran autorizados a quedarse en la villa por un tiempo más, hasta que las obras se concretaran:

“Y bueno, vinimos a la villa y dijimos ‘Muchachos, ¿por qué no hacemos una política de avisarle a la gente que a los que se asocian a la cooperativa no los van a sacar?’ y empezamos a hacer amistades que no iban a soplar, empezamos a avisar, y algunos tenían desconfianza, me acuerdo una señora que le decía ‘Doña China, la plata se le va a devolver después, pero a usted su casa no se la van a voltear’, y así empezamos a hablar con la gente: ¡508 socios! Nosotros teníamos que llevarle la lista todas las mañanas al cuartel […] y nos decían ‘¡Eh! ¿Tantos entraron?’” (Enrique, Villa 20)

Las cooperativas funcionaban incluso como un modo de protegerse personalmente:

“Fijate vos que yo estaba fichado en la comisaría [como militante] y a mí no me pasó nada. Después la comisaría vuelve a pedir otra lista a la cooperativa de todos los socios, entonces a todos los socios no los podían parar. Si lo paraba por la calle y era socio de la cooperativa […] les respondían ‘Ah, bueno, váyase’” (Enrique, Villa 20).

Las estrategias de resistencia a la dictadura funcionaron como puentes que facilitarían el repoblamiento, y los grupos creados como parte de ella permanecieron en el acervo barrial ofreciendo apoyo a vecinas y vecinos hasta muy entrada la democracia. La Comisión de Demandantes, por ejemplo, jugó un papel fundamental en Cildáñez para que nuevas familias pudieran instalar casillas y, en Villa 20, para la recuperación de la salita de salud como espacio comunitario. Los apartados que siguen reconstruyen algunas de las historias de quienes protagonizaron estos procesos.

 

Reocupar

Hacia fines de la dictadura, muchas familias comenzaron a (re)establecerse en las villas. Algunas de ellas retornaban luego de haber sido desalojadas: este es el caso, por ejemplo, de Patricia y su familia en Villa Cildáñez:

“Venía la topadora y te amenazaban. Nosotros teníamos a mi abuela (porque mi abuela nos crió a nosotros) y ella era muy miedosa, y se quiso ir – porque tenía miedo de que estemos adentro y nos pase la topadora encima […] Y mi papá pudo hablar con los patrones de él y le prestaron ahí un terreno en Catán. Era un galpón. En Matanza. Y después, el dueño, cuando mi papá perdió el trabajo, tuvo que devolver la casa. Y volvimos para acá” (“RICC-Relevamiento 1-7-17”)

Sin embargo, muchas otras eran familias nuevas, desplazadas de los lugares en que habían vivido hasta entonces por obras públicas o simplemente por la situación de pobreza, cada vez más grave.  Este es el caso de Florencia y Patricio:

[Patricio]: Yo estuve muy enfermo, vinimos en el '83. Tenía una crisis muy fea […]  Y bueno, no sabía por dónde ir, recorríamos buscando alquiler […] a veces conseguíamos una piecita y te preguntaban, si tiene chicos, no.”

[Florencia]: Porque nosotros ya estábamos en la calle. Yo con mis hijos buscando alquiler, nunca podía... quince días acá... quince días ahí... así estuvimos […] Él estaba enfermo, estaba casi paralítico, cayó de una escalera en el trabajo. Y yo tenía otro bebé, tenía que trabajar para darle de comer. […]

[Patricio]: Y para llegar acá, yo me acuerdo que... mi hermano estaba al lado […] y decía, ‘yo voy a preguntar a ver si ahí en esas villas hay una comisión’ […] Bueno, se conectó, se conectó con la gente. Y después dijo que sí, si se anima para venir, dice, para venir acá, y no me quedaba otra.

Florencia: Pero nuestra llegada fue lo más difícil porque como estaban los de la montada, estaban todos y patrullaban, cada dos horas pasaban los patrulleros.” (Florencia y Patricio, Villa Cildáñez)

En espacios como Villa Cildáñez y Villa 20, el 10 de diciembre de 1983 (día de asunción presidencial de Raúl Alfonsín, primer presidente electo luego de la última dictadura) no representó un corte nítido ni un cambio radical en el modo en que se vivía en lo cotidiano. Al contrario, ya hacia el final de la dictadura la vigilancia policial había empezado a aflojar, y se empezaban a abrir marcos de oportunidad para volver a levantar, en un contexto adverso y afrontando muchos riesgos, una casilla. Pero lo más importante, quizás, es notar que la represión y el miedo a la erradicación continuaron hasta muy entrada la democracia. Es verdad que, a nivel legal, la ordenanza municipal 39.753, sancionada en enero de 1984, había derogado las ordenanzas erradicatorias muy poco después de la asunción de Alfonsín, estableciendo además un programa de radicación de villas (Ordenanza Municipal 39.753, 1984; derogando Ordenanza Municipal 33.652, 1977; y Ordenanza Municipal 34.290, 1978; ver también V. L. Snitcofsky, 2022, p. 278). Sin embargo, en la práctica, la transición fue extremadamente gradual, dado que tanto el clima de terror como las dinámicas barriales que impedían a las familias construir (cuestiones, ambas, entrelazadas) tardaron mucho en disiparse. Por comenzar, la Comisión Municipal de la Vivienda (CMV), ente encargado de implementar la erradicación en el distrito capital, conservaba buena parte (sino todo) su personal, sus prioridades y sus modalidades de trabajo. Pero además había grupos vecinales que, por conveniencia personal, disputas o confusión, colaboraban con la CMV e impedían activamente a otros asentarse. Tal como mencionamos, este era el caso de muchas juntas vecinales[5], entidades que durante buena parte del siglo XX habían servido para canalizar, estructurar y materializar necesidades y reclamos vecinales (Camelli, 2019; Snitcofsky, 2022; Massidda, 2016), y que en algunos casos habían luego sido intervenidas y readaptadas por la dictadura para apoyar sus propósitos.

En un contexto adverso, entonces, re-asentarse en una villa requería de apoyo – apoyo de quienes ya estaban allí, y también de redes capaces de contener, orientar y respaldar a las familias necesitadas. En el caso de Patricia, por ejemplo, en Villa Cildáñez, “los mismos vecinos que se habían quedado fueron los que nos ayudaron a quedarnos, a apoyar para que no nos saquen” (Patricia, “RICC-Relevamiento 1-7-17”); y en el caso de Florencia y Patricio, jugó un rol fundamental la comisión vecinal local, vinculada a la Comisión de Demandantes:

“Entonces los de la comisión, unos se ponían en una esquina, cuatro personas en cada esquina y cuando veía que venía el patrullero… acá había muchos árboles, varios árboles. Y nosotros nos plantamos la casillita entre medio de los árboles, acá. Y cuando veían que venía el patrullero, ellos silbaban, entonces [quienes estaban construyendo] no hacían ruido. Entonces pasaba el patrullero un rato y empezaban a trabajar de vuelta, pero lo que ellos hicieron, el pozo para poner los tirantes... ahí pusieron la chapa toda parada atada con un alambre para no martillar y que ellos escuchen. Así que así entramos y amaneció con la casilla hecha, con una puertita de cortina.” (Florencia, Villa Cildáñez)

La autocomplacencia del personal policial, además, sumada las dificultades internas que atravesaba la CMV, contribuía a generar un escenario más favorable a vecinas y vecinos:

“Esperábamos días de lluvia. Tenía que llover torrencialmente para levantar un ranchito, porque los días de lluvia ellos van a comer asado, a chupar su vino ahí en la oficinita que se agarró. Y bajo la lluvia se hace la casa. Pasaba la lluvia, una hora dos horas, y pasaba la montada y ahí ya estaba la casita levantada.” (Alodia, en “Historias que no se dicen”; ver también V. L. Snitcofsky, 2022, p. 280)

 

En Villa 20 también era fundamental el apoyo de quienes habían permanecido en la villa:

“Cuando vuelvo ya era el ’81, más o menos, el ’82. […] Entonces empecé a pelear, a hacer reuniones, a hablarle a la gente […] y ahí una señora […] me dijo: ‘tengo una casa’, y me dio acá adentro de la villa.” (Moya, Villa 20)

Sin embargo, a diferencia de Cildáñez, en Villa 20 la Comisión de Demandantes no jugó un rol tan protagónico, y al mismo tiempo la junta vecinal era fuertemente orgánica a la CMV. En ese contexto, entonces, la tensión que primó fue entre grupos vecinales a favor y opuestos al repoblamiento. En muchos casos, quienes habían repoblado luego ayudaban a otras y otros a entrar:

[Moya]: Ya estaba empezando la democracia, estaba en esa época Alfonsín. Y ’83, ’84 más o menos, empezamos a pelear por los terrenos de acá abajo […] A la gente que metíamos, la primera familia que entró, los sacaron afuera de la primera casita. No eran los militares. […] Era la junta vecinal que había acá adentro, y muchas otras más que estaban acá adentro que protegían los terrenos. […] La arrancaron la misma gente de la junta vecinal con perros, ellos vinieron los levantaron la prefabricada se los dejaron afuera, en la calle. […]

[Rafa]: La junta vecinal en casi todos los barrios quedaron como custodia, funcionales al proceso de erradicación. […] Fue como una traición digamos. […]

[Moya]: Fueron colaboradores de los milicos. […]

[Rafa]: Allá en Inmigrantes también recuerdo que pasó lo mismo con la junta vecinal. Los integrantes quedaron de custodios ahí del terreno. […]

[Moya]: Para mí que tenían un convenio o algo como parecido donde ellos decían que si van a cuidar no se va a poblar más el barrio. Si no se puebla, le van a dar vivienda a ellos […] Y bueno, no se pudo lograr eso porque empezamos a trabajar, a hacer reuniones. Metí a [un vecino], entré después yo. No nos pudieron sacar, a mi señora, a mis hijos […] empezamos a entrar con toda la gente que teníamos.” (Moya, Villa 20)

 

Reconstruir

Gradualmente, el repoblamiento comenzó a ganar escala, y sin embargo la atmósfera de terror seguía. Era un terror instalado por la dictadura, en esa frontera porosa entre lo sabido y lo oculto, lo imaginado y lo inimaginable. Por eso mismo es muy difícil para quienes vivieron el proceso de repoblamiento ponerle palabras, y sin embargo surge en muchos relatos:

“Tampoco era todo el mundo que decía yo me animo a ir y entro. No. Tenían un temor y miedo…” (Moya, Villa 20).

“[Adriana]: ¿Ustedes tenían miedo y se lo aguantaban?

[Florencia]: Sí, sí, sí.

[Zaida]: No teníamos a donde ir.” (Florencia, Patricio y Zaida, Villa Cildáñez).

 

[Victor]: Te inventaban causas, te ponían cualquier cosa.

[Adriana]: ¿En los '80? ¿Ya en democracia?

[Victor]: Claro... ya en democracia y te seguían persiguiendo. No fue tan sencillo que se vayan y que dejen el poder.” (Víctor, entrevista I)

“El dolor y la prudencia se vuelven silencio… […] ¡la cantidad de muertos que habrán tapado con los escombros!” (Cronista Mayor de Buenos Aires, 20, 2000, p. 6 y 7. El texto en cursiva es testimonio de un vecino, Rubén Serrano)

El terror fue retrocediendo con la persistencia de la democracia pero, además, con el gradual rearmado de los entramados de colaboración vecinal. En este sentido, la reconstrucción de los barrios tuvo una dimensión doble, simbólica y material, así como la había tenido la destrucción de la dictadura. Tal como mencionamos, la dictadura había derribado no sólo las casas, sino también las infraestructuras colectivas y las tramas que las usaban y sustentaban. Reconstruirlas hizo posible no sólo volver a contar, hasta cierto punto, con servicios básicos o re-ganar espacios como las salitas de salud y las canchas: la experiencia misma de la reconstrucción llevó a rearticular redes de colaboración nuevas, en un contexto en que las anteriores habían sido muy horadadas. Volviendo a la historia de Moya, por ejemplo, tanto él como Rafa participaron en estos trabajos:

[Moya]: Salimos a trabajar con los mismos vecinos. A limpiar las calles, parcelamos las calles, los pasajes. Salíamos los domingos, los sábados […].

[Rafa]: Sí, todo costó muchísimo. Hacer las canaletas para los desagües, mejorar las calles…

[Moya]: Todo a pulmón, esfuerzo […] Tenía un grupo de corderos que les decía yo, jaja, que donde les decía ‘levántense, vamos a ir a trabajar’, todos salíamos a trabajar. Manzana 9, la gente que vive ahí, volvemos a fundar de vuelta el barrio. Y fui uno de los primeros que también metí la iluminación, la parte eléctrica. También los caños. […] Nosotros rompimos la calle, rompiendo las calles todavía no estaba el asfalto, mandamos unos caños para cruzar de este lado. Pero después nos agarramos con palas, picos, a las trompadas... Todo con la junta vecinal de acá del barrio. […] Después, bueno, hubo elecciones, se pudo sacar a la comisión anterior. […] Eran los principios de la democracia.” (Moya, Villa 20)

Rafa fue, además, una figura fundamental en Villa 20 para recuperación de la salita de salud, que había sido en parte demolida y en parte ocupada por la CMV para establecer sus oficinas. Tal como muchas otras estructuras en el barrio, hacia comienzos de la democracia era una construcción parcialmente en ruinas. La sala del frente, que quedaba en pie únicamente porque la CMV la había usado para su propio personal, servía de repositorio para las cajas del Plan Alimentario Nacional (PAN), establecido por el gobierno nacional en marzo de 1984, dado que era el único espacio comunitario cerrado:

“La gente iba a recoger la caja PAN ahí donde había sido la salita, que quedaba medio escombro, quedaba una pieza sola que brindaba seguridad para dejar guardados los remanentes de cajas.” (Rafa, entrevista II)

Allí, en la cola por las cajas PAN, se entrecruzaron varios aspectos que marcaron la reconstrucción de la salita. Por un lado, la salita en sí tenía una carga emotiva fuerte para las y los vecinos. Había sido construida por el sacerdote Héctor Botán a fines de los años ’60, en un momento de mucha necesidad en salud, trabajando con sus propias manos y aportando también fondos de su acervo personal, en un gesto que se recuerda en el barrio hasta hoy día (Cronista Mayor de Buenos Aires 34, 2002, pp. 4–5; el mismo relato surge reiteradamente en el barrio). Su destrucción por parte de la dictadura había sido entonces particularmente traumática. Por otra parte, el momento de recolección de las cajas brindaba una oportunidad para cruzar ideas entre vecinas/os que hacía posible pensar en colectivizar esfuerzos. Pero además, el mismo programa PAN formaba parte de una iniciativa de Alfonsín para promover la salud, y quienes distribuían las cajas habían alentado al barrio a organizarse:

“Entre propuestas que hacían ellos y propuestas del vecindario se fue seleccionando lo que serían las principales y más urgentes cosas a realizar. Y bueno […] yo un poco me había destacado por algunas acciones vecinales. Entonces me dijeron que… me impulsaron a ir para ver de participar en ese proyecto.” (Rafa, entrevista II)

Rafa había sido parte de la Comisión de Demandantes, y fue por eso que se lo convocó para la reconstrucción de la salita. Esto marca una continuidad y un modo en que las experiencias se van capitalizando. Pero el grupo de trabajo había cambiado, renovando redes: “¿Que si fue la misma gente? No, no, en estas cosas siempre se va renovando. A veces sí. Pero bueno, quien participó, después tiene más edad…” (Rafa, entrevista I). A través de grupos específicos y temporarios como el de la salita, entonces, y también otros como las cooperativas de vivienda, la dirigencia y la auto-organización en las villas se fue reconfigurando.

 

 

Las cooperativas como continuidad

Las perspectivas de quienes participaron en las cooperativas de vivienda durante este período varían. Por un lado, hay quienes las ven principalmente como un vehículo de resistencia in situ bajo la dictadura. Este es el caso de Rafa: “la cooperativa fue una especie de muleta, muletilla para resistir, bueno, la erradicación” (Rafa, entrevista II). En este contexto, la vivienda en las villas, autoconstruida a lo largo del tiempo y de ubicación central, se presenta como la opción preferencial: en cuanto es posible repoblar la villa se lo hace, y las cooperativas como opción naturalmente resultan desplazadas. Otros, por el contrario, ven a las cooperativas como una modalidad de producción de vivienda con un valor intrínseco, y a su producto (la vivienda) como un objeto deseable si es que está bien construido. No solo eso; para Víctor, por ejemplo, las cooperativas cumplen una función privilegiada para la producción de la habitabilidad popular: “la cooperativa es la herramienta que tiene el pobre para salir” (entrevista III). Leyendo ambas miradas en conjunto, veo a las cooperativas como un mecanismo para permanecer, salir y dejar atrás la dictadura, consolidando entramados vecinales y ofreciendo alternativas habitacionales.

Las cooperativas trabajaban construyendo viviendas en terrenos en Provincia de Buenos Aires que debían comprar con fondos donados o prestados. La mano de obra era aportada directamente por las familias participantes. Existieron a lo largo de las villas de la Argentina y contaron a menudo con el apoyo de instituciones vinculadas a la Iglesia católica: de hecho, eran a menudo iniciadas por sacerdotes villeros (Cuenya et al., 1984, republicado en parte en Cuenya et al. 2021; Bellardi & de Paula, 1986). En Villa 20, por ejemplo, la cooperativa 5 de Noviembre fue iniciada por el Padre Miguel:

“Entonces dice: ‘Vamos a hacer una cooperativa porque en el decreto de la ordenanza de la erradicación de villas,[6] en el artículo 2, dice que tiene que darle posibilidades al villero de que se compre un terreno, se haga la casa y deje la villa.’ Y todos lo escuchábamos.” (Enrique, Villa 20)

La cooperativa 18 de Febrero, a su vez, fue iniciada por una vecina y sostenida en el ámbito de una iglesia:

“Cada vez que llovía se inundaba todo. Nosotros íbamos, sacábamos a la gente, la traíamos a la gente a la iglesia; le dábamos ropa seca, que había una ropería, estaban las hermanas […] Y así empezamos a trabajar.” (Víctor, entrevista II)

El trabajo en las cooperativas era físicamente intenso, con jornadas de trabajo largas, en terrenos alejados, y se sumaba a las cargas laborales de las familias durante la semana. El panorama era a menudo de agotamiento y desmoralización. Esta fue, por ejemplo, la experiencia de 18 de Febrero:

“Y esto por supuesto que para una población carente económicamente es bastante difícil, porque tenés que comenzar trabajando los obreros con pico y pala, fabricando los ladrillos, bloques… bueno, te imaginás, todo eso. Requería un sacrificio. Imagínense, los días sábado y domingo, había que trasladarse, en camiones…. Bueno, entonces, antes esas dificultades, y que había amainado un poco la embestida de la erradicación, fue pasando el tiempo y se empezaron a notar las resistencias a trabajar en esos lugares.” (Rafa, entrevista I)

“Estábamos haciendo el barrio era allá, donde hoy está Las Juanitas, en Laferrere, km 27500. Íbamos los sábados y domingos; era un quilombo… Nos llevaban con camiones, nos cagábamos a piñas… […] Allá había gente que se ponía en pedo, terminábamos a las trompadas… La verdad que una experiencia horrible, pero no por la gente, sino porque vos imaginate, te sacaban la plata, ibas allá, tenías que laburar, y encima te maltrataban, ¿entendés? Y después terminábamos entre nosotros cagándonos a palos.” (Víctor, entrevista II).

“Y bueno, todo eso hace que la gente se demora y permanece donde está – y se pierde lo hecho […] Ya se tenía una mayor seguridad de permanencia en la zona, se fue abandonando… y bueno, las casas fueron intrusadas y se abandonó eso.” (Rafa, entrevista I)

Otras cooperativas, como la llamada 5 de Noviembre, corrieron mejor suerte. Sin embargo, también allí las familias prefirieron volver a Lugano:

“Se terminaron las casas […] Pero muy pocos los que deben vivir que fueron socios de la cooperativa, porque después ya no se erradicó más y entonces Lugano tenía hospitales, tenía escuelas, y entonces yo me vuelvo a hacer una casa de material acá porque estaban los terrenos pelados. A mí me dijeron ‘Vení […] agarrá este terreno...’ Entonces volvieron y vendieron la casa que se había hecho con tanto esfuerzo, que yo le doy un valor enorme.” (Enrique, Villa 20)

Enrique fue parte del grupo que conformó la Cooperativa 5 de Noviembre y, tal como Víctor, las vive como una “herramienta” central:

“Ese era el camino […] porque nosotros después de terminado nuestro barrio, teníamos toda la maquinaria, más la que nos prestó la municipalidad, que nos prestaron máquinas excavadoras, las palas barreno habíamos comprado nosotros para hacer los pozos por la columna, dos bloqueras, la máquina de hacer cemento... Y teníamos dos serenos en la obra también. Era una organización, era una empresa después ya. Sábado y domingo a las cuatro de la mañana no hacía falta que vayas a llamar a los vecinos, todos venían. Y la municipalidad nos prestaba tres camiones con bancos para llevar hasta Florencio Varela a la gente...” (Enrique, Villa 20)

El sueño de Enrique de capitalizar sobre la organización colectiva construida en las cooperativas fue luego materializado por una tercera organización, inicialmente Grupo Unidad y hoy día llamada 25 de Marzo, que acompañó la transición a la democracia. Construidas ya varios años después, sus viviendas están en un terreno adyacente a la villa, y representan en ese sentido una modalidad, más consolidada, de repoblamiento y de permanencia.

 

“Refundar”: Legados, rupturas y consideraciones finales

Durante la última dictadura militar y los años que siguieron, muchas vecinas y vecinos de villas hicieron un esfuerzo enorme por permanecer, reconstruir y repoblar las villas del sur de la ciudad de Buenos Aires. Tal como en décadas anteriores, las familias vivían en estos espacios por necesidad (cuando no desesperación), y dependían también de la centralidad que las villas otorgaban: los terrenos alejados en provincia de Buenos Aires no resolvían los problemas de infraestructura y de cercanía a las fuentes de trabajo, educación y salud que se enfrentaban. El desempleo y las crisis económicas producidas por las políticas económicas del gobierno militar no hicieron más que profundizar estas necesidades.

Aunque no siempre aparece de modo explícito en los relatos, el miedo constante instalado durante la dictadura condicionó el modo en que las y los habitantes de las villas se vinculaban. Acciones a primera vista extrañas, como por ejemplo la de las juntas vecinales villeras vigilando terrenos, deben leerse en este marco. También la participación de familias en cooperativas, haciendo un sacrificio físico y financiero extremo y casi performático en pos de viviendas que no necesariamente les interesaban, logra entenderse sólo en un contexto donde la seguridad personal y habitacional eran prioritarias. Es importante también entrever que la incertidumbre del momento hacía imposible saber si la permanencia en villas a largo plazo, o el retorno a ellas, serían logrados. La represión, mientras tanto, afectaba distintos barrios, y a mujeres y a hombres de modo dispar: no es casualidad que Moya en Villa 20 aclare que “aquel que diga, ‘sí, yo me hice el fuerte en esa época […]’, es mentira”, mientras que Delia, Mora y Florencia en Cildáñez tienen anécdotas más contestatarias.

El terror se fue disipando sólo gradualmente y la transición a la democracia, también a nivel constructivo y espacial, tomó tiempo. En este sentido, las prácticas organizativas heredadas de décadas pasadas, materializadas principalmente por la Comisión de Demandantes, lograban colarse por las grietas que se abrían en el sistema represor hacia principios de los años ’80, posibilitando historias como la de Florencia y Patricio entre muchos otros (Snitcofsky, 2022, p. 280). De allí la importancia, concreta y simbólica, de la recuperación de espacios como el Centro de Salud de Villa 20, y la reconstrucción de cualquier infraestructura comunitaria. En el norte de Buenos Aires, también Villa 31 lograría “refundarse” (Sanabria, 2022, p. 147), dando lugar a una multiplicidad de nuevos colectivos de trabajo y recreación vecinales. En 1984 y 1985 algunos grupos entran en diálogo con la municipalidad, para concretar promesas de mejoras efectuadas. En 1987, además, se conforma el Movimiento de Villas y Barrios Carenciados (Snitcofsky, 2022; Blaustein, 2001).

Y sin embargo, como destaca Snitcofsky, al largo plazo los modos de organizarse cambiarían, dando lugar a modalidades más individuales. Más concretamente, Snitcofsky traza una doble vertiente en el período que siguió a la dictadura: la consolidación de políticas de mejoras in situ en villas, reemplazando a las erradicatorias (lo cual redunda en mejores condiciones de vida), y la desmovilización y fragmentación de las iniciativas vecinales (lo cual opera en su contra). Al volverse usuales, en efecto, los planes de intervención en villas específicas, así se vuelven también puntuales las demandas y diálogos de estas villas con las reparticiones estatales. Todos estos elementos coexisten hoy en las villas: el repudio a la erradicación, los legados organizativos, la prevalencia del accionar individual y al mismo tiempo la multiplicidad de iniciativas de cuidado mutuo y de mejoras comunitarias.

***

En este artículo intenté mostrar cómo se vivieron los años de transición a la democracia en las villas del sur, notando las rupturas y las continuidades. La dictadura marcó un antes y un después en las villas en tanto destruyó viviendas e infraestructura, desplazó personas y disgregó organizaciones en base al uso del terror, creando una atmósfera de enfrentamiento mutuo, encarnada en el paisaje de escombros y en juntas vecinales que vigilaban a sus propias vecinas y vecinos. Ese miedo latente y ese entorno de destrucción tardarían en disiparse y marcarían las interacciones que siguieron. Al mismo tiempo, la dictadura no logró su objetivo “reorganizador”: por el contrario, las familias, produciendo una nueva transformación del territorio urbano para distribuir tierra en base a la necesidad, volvieron a ocuparlas.

Algunos de los testimonios encontrados hacen referencia a la idea de “refundación” – el acto de volver a poblar el territorio. Sanabria lo menciona, por ejemplo, en conversación con Juan Romero cuando refiere al repoblamiento como la “refundación” de Villa 31 (Sanabria, 2022, p. 147), y Moya dice “volv[i]mos a fundar de vuelta el barrio” (Moya, Villa 20). Esto remite a la reconstrucción de aquello que ha sido destruido, a hacer ciudad comenzando de nuevo. Pero si el repoblamiento es la “re-fundación”, ¿cuál es la “fundación”, el acto de poblar por primera vez? Propongo leer a la idea de refundación, tal como la plantean aquí los vecinos, como la refutación, la inversión, el dar vuelta en lo territorial de la idea de “reorganización” lanzada por la dictadura, orientándola precisamente en su sentido contrario.

Por un lado, “re-fundación” tiene el potencial de evocar un nuevo planteo respecto a la fundación de Buenos Aires misma: una ciudad inicialmente creada, durante la Conquista, en pos de la explotación del territorio y de sus sujetos, ahora “re-fundada” (al menos en parte) en línea con una distribución más acorde a las necesidades. La revista Cronista Mayor de Buenos Aires trabaja en este mismo sentido cuando rescata una cita de Norberto García Rozada, “‘Garay fundó la ciudad y los porteños, los barrios’” (Cronista Mayor de Buenos Aires 30, 2001, p. 2), al presentar su proyecto de reconstrucción de la historia del espacio barrial a través del testimonio de quienes lo habitan. Pero la re-fundación también es la re-posición, el volver a crear allí donde había ciudad y se destruyó. Los verbos “reocupar”, “reconstruir”, y el más general “repoblar”, que tomo como ejes analíticos en este artículo, dan cuenta de las distintas aristas de ese camino, refiriendo a los modos en que las repoblaciones se consolidan y se arraigan a través del tiempo.

 

Agradecimientos

Quiero agradecer, primero, a todas las entrevistadas y entrevistados por su generosidad con sus historias y su tiempo, así como a quienes me hicieron posible conocerlas/os. Me hace feliz poder recoger las memorias narradas en este artículo. En segundo lugar, quiero agradecer a Valeria Snitcofsky, Eva Camelli, y a todas y todos quienes formaron parte de nuestro grupo de trabajo del proyecto PICT “Barrios populares en proceso de integración urbana”, en el que se enmarca este trabajo. Esto se extiende también al Centro de Estudios Urbanos y Regionales, ámbito en el que la investigación encarada por este artículo surgió. Y por último, querría agradecer a Carolina Salgado y a Guadalupe d’Agostino por su apoyo como transcriptoras.

 

Entrevistas inéditas

Carolina y Jorge (pseudónimos), Villa Cildáñez, entrevista propia, 27 Septiembre 2018. Las citas están tomadas de mis notas de campo (esta entrevista no fue grabada).

Enrique (pseudónimo), Villa 20, entrevista colectiva en seminario de grado de la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires, 24 Octubre 2017.

Florencia y Patricio (pseudónimos), Villa Cildáñez, entrevista propia, 4 Octubre 2018.

Moya, Villa 20, entrevista por Rafa, Miguel Sarapura y propia, 26 Octubre 2017.

Rafa (Antonio Rafael Videla[7]), Villa 20, entrevista I: entrevista colectiva en seminario de grado de la carrera de Historia de la Universidad de Buenos Aires, realizada en conjunto con Marcos Chinchilla, 10 Octubre 2017.

Rafa, entrevista II: entrevista por Marcos Chinchilla, 8 Agosto 2020.

Victor (Victor Sahonero, Villa 20), entrevista I: entrevista propia en tres partes, 14 y 19 Diciembre de 2018 y 9 de Enero 2019.

Victor, entrevista II: entrevista por Marcos Chinchilla en dos partes, Septiembre 2022.

Victor, entrevista III: entrevista propia junto con Marcos Chinchilla, 29 Agosto 2023.

Entrevistas de acceso público

“Historias que no se dicen”. Escuela de Comercio N°6 ‘América’, Buenos Aires, Distrito Escolar 13, 2007. https://www.youtube.com/watch?v=qvc8HFfeFD0.

“RICC-Relevamiento 1-7-17”. Villa Cildáñez, Buenos Aires, Argentina, 1 de Julio 2017. https://www.youtube.com/watch?v=xOPgKRvsZJ8&list=PL03EjVHH-qy6rK6Zg0ztJdHFCO3OyZuIj&index=8&t=6988s.

 

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[1] El título de este artículo se inspira en parte en el del capítulo “Resurgir, repoblar (1983-2001)”, de César Sanabria, en La 31: Una historia de resistencia.

[2] Sanabria es arquitecto y vecino de Barrio Mugica o Villa 31, Vargas es ex-vecino de la misma villa, y Chinchilla vecino de Villa 20.

[3] Las y los entrevistados propios fueron anonimizados, salvo que expresamente prefirieran figurar con su nombre. Para los testimonios de dominio público, en cambio, conservé los nombres con los que cada persona figura en ellos.

[4] Aunque queda ya fuera del alcance del presente texto, es importante notar que estas diferencias fueron también marcadas dentro y fuera de los límites de Capital.

[5] Aunque los términos “comisión” y “junta” son, en general en referencia a las villas, intercambiables, en este artículo uso “junta” para aquellas que conservaron la posición erradicadora dictatorial y “comisión” a las que apoyaban a quienes querían asentarse. Este es un intento, aunque insuficiente, de intentar dar cierta claridad a la figura tan resbalosa que constituyeron las juntas o comisiones vecinales en esta época.

[6] Enrique seguramente refiere aquí al decreto municipal 2710, sancionado el 9 de Mayo de 1978, que acompaña una ordenanza sancionada el mismo día, la número 34.181.

 

[7] El apellido no guarda relación con el del dictador.