Radiografía del campesinado salvadoreño al momento del Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria (1970) 

 

Radiography of the salvadoran peasantry at the time of the First National Agrarian Reform Congress (1970)

 

Resumen

En el artículo se analizan las características del campesinado salvadoreño en la segunda mitad del siglo XX para comprender por qué requerían una reforma agraria que les permitiera superar su precaria relación jurídica con la tierra. Buscamos identificar dónde estaban ubicados, cuáles fueron los mecanismos para acceder a una parcela, qué cultivaban, bajo qué condiciones de vida y trabajo desarrollaban sus labores y cuáles fueron las problemáticas que se agudizaron hacia fines de la década de 1960 y que obligaron al gobierno a convocar al Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria.

Palabras clave: El Salvador; Reforma Agraria; Campesinado

 

Abstract

This article analyzes the characteristics of the Salvadoran peasantry in the second half of the 20th century in order to understand why did they require an agrarian reform that would allow them to overcome their precarious legal relationship towards land. We seek to identify where they were located, what were the mechanisms to gain access to a parcel of land, what they cultivated, under what living and working conditions they carried out their work, and what were the problems that worsened by the end of the 1960s and forced the government to summon the First National Congress on Agrarian Reform.

Key words: El Salvador; Agrarian reform; Peasantry

Fecha de recepción: 20 de mayo de 2023

Fecha de aceptación: 4 de agosto de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

RADIOGRAFÍA DEL CAMPESINADO SALVADOREÑO AL MOMENTO DEL PRIMER CONGRESO NACIONAL DE REFORMA AGRARIA (1970)

 

 

Matías Nahuel Oberlin Molina*

Pablo Volkind**

 

No existe documento de la cultura

que no lo sea a la vez de la barbarie

Walter Benjamin

 

En El Salvador, en la segunda mitad del siglo XIX, se inició un proceso por el cual en pocas décadas el cultivo del café reemplazó al cultivo del añil, consolidando su estructura agraria y su incorporación al mercado mundial. Las reformas liberales de fines del XIX plasmadas en leyes que abolieron las comunidades (1881) y los ejidos (1882) generaron las condiciones para que la oligarquía cafetalera se convirtiera en la clase dirigente de la sociedad salvadoreña a través de la consolidación de la propiedad privada individual y absoluta de la tierra como la única forma legal de acceder a la misma.

 

Sin embargo, como señala el epígrafe de Walter Benjamin, la incorporación al mercado mundial produjo el desplazamiento de un sujeto histórico que, paulatinamente, se vio cada vez más acorralado. El campesinado indígena salvadoreño mantuvo el reclamo sobre las tierras que creció al calor del escenario abierto por la crisis económica mundial de 1929. En enero de 1932, el golpe de Estado encabezado por Maximiliano Hernández Martínez inauguró un nuevo ciclo en El Salvador; ciclo marcado por el pretorianismo en términos políticos y por la invisibilización de la problemática indígena y de la cuestión de la tierra en términos sociales. Diversos autores señalan que desde el Martinato se erigió un tabú sobre el tema agrario (Cuenca, 1962; González y Romano, 1999; Flores, 1979; Lovo Castelar, 1967; Montes, 1993; UDN, 1969). Fue así que el debate en torno a la estructura de propiedad y/o tenencia de la tierra tuvo que buscar nuevos cauces para reaparecer en el escenario salvadoreño.

 

En la década de 1960 la presión se hizo insostenible, provocando una paulatina ruptura de dicho tabú. Ese proceso obedeció a una multiplicidad de factores: la reorganización del territorio que implicó el cultivo del algodón (y en menor medida de la caña de azúcar) para el mercado mundial, aumentando así la presión del campesinado sobre las tierras,[1] la presión externa fruto de la Revolución Cubana y la respuesta estadounidense sintetizada en la Alianza para el Progreso, la creciente conflictividad social, las usinas de intelectuales de diversa procedencia que insistieron en que El Salvador debía abordar el problema agrario y, finalmente, la Guerra con Honduras que a mediados de 1969 generó el regreso de cientos de miles de campesinos salvadoreños provocando un profundo impacto demográfico que incrementó la demanda de tierras.

En ese contexto, la Asamblea Legislativa convocó el Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria en enero de 1970. El mismo significó un parteaguas en términos del debate sobre el acceso a la tierra en El Salvador. Si bien las resoluciones del congreso solamente quedaron plasmadas en el papel, ya nada volvería a ser como antes: la cuestión agraria y de la asimetría del acceso a la tierra se transformó en un aspecto prioritario de la agenda pública.

 

En este artículo analizamos quiénes fueron esos sujetos necesitados e interesados en la reforma agraria. Buscamos identificar dónde estaban ubicados los campesinos, cuáles fueron los mecanismos para acceder a la tierra, qué producían, bajo qué condiciones de vida y trabajo se encontraban y cuáles fueron las problemáticas que se agudizaron hacia fines de la década de 1960. Esta problemática no sólo resulta relevante para comprender los conflictos de aquel período, el papel de las clases subalternas en los debates y los alcances y límites de la futura reforma agraria, sino que también puede aportar elementos para entender aspectos del conflicto armado de la década de los ochenta, el proceso abierto a raíz de los acuerdos de paz de 1992 y la reaparición de la cuestión indígena en El Salvador.

 

Para adentrarnos en esta problemática hemos integrado el análisis y sistematización de fuentes cualitativas y cuantitativas, particularmente el tercer censo nacional agropecuario y el cuarto censo nacional de población que se llevaron adelante entre 1970-1971, los cuales fueron publicados por la Dirección General de Estadísticas y Censos (DIGESTyC) en 1974. El tercer censo nacional agropecuario constituye el último relevamiento censal de la situación en el agro salvadoreño del siglo XX.[2] Los datos registrados constituyen un material imprescindible para avanzar en la identificación de las clases y sectores sociales del agro a partir del análisis de la estructura de tenencia de la tierra, la forma de acceso a las parcelas, los volúmenes de producción de los diversos cultivos y la distribución espacial de los mismos. Si bien este material ha sido retomado por otras investigaciones para dar cuenta de aspectos aislados, colaterales o muy generales (Colindres, 1977; Karush, 1978; Montes, 1986), en esta oportunidad nos propusimos realizar una profunda indagación que nos permita aproximarnos a aquel campesinado salvadoreño.

 

En función de este objetivo, en el artículo retomamos el debate sobre la categoría de "campesino" para precisar el contenido y la definición que guio nuestra indagación. A continuación, realizamos una breve alusión a las características de la producción agrícola salvadoreña y la división del territorio en función de las características agroecológicas de cada zona. Por último, analizamos la estructura de tenencia de la tierra, las formas de acceso a ese medio de producción fundamental y las condiciones de vida y trabajo de la población rural. Así, buscamos reponer las características del agro salvadoreño, la situación de sus principales protagonistas y sus potenciales reclamos que incidieron en la convocatoria al Primer Congreso.

 

Campesinado: una categoría analítica incómoda

 

Cuando nos referimos al campesinado debemos comenzar resaltando que es una categoría que remite a una realidad no homogénea, sino más bien plural. El debate en torno al campesinado reviste diversas aristas: respecto a si es una clase, un modo de vida, un sujeto o un modo de producción. Propondremos aquí una serie de elementos que nos sirvan para construir la categoría analítica que mejor se adecúe para los propósitos del presente trabajo.

 

En primer lugar, retomamos los aportes del marxismo en torno al problema de la heterogeneidad del campesinado, de la existencia de diversas capas y estratos vinculadas con las relaciones de producción que se desplegaban dentro de las parcelas y su persistencia histórica a pesar de la tendencia hacia la proletarización y el aburguesamiento (Kautsky, 2002; Lenin, 1972; Lenin, 1960; Marx, 2014). A su vez, integramos aquellos análisis que jerarquizan el papel de este sector en los procesos de transformación social, tal como quedó evidenciado a inicios del siglo XX en México, China y Rusia (Le Coz, 1975; Wolf, 1972).

 

En la década de los sesenta y setenta, al calor de las revoluciones China y Cubana, pero fundamentalmente a partir de la visualización del problema de la pauperización, el debate en torno a la relevancia del campesinado y su papel en los procesos de cambio social volvió a ocupar la escena (Wolf, 1972). En este nuevo clima de ideas, Teodor Shanin (1979) propuso definir al campesinado como un modo de vida que puede dar origen a una clase en función de su experiencia (p. 26). Al enfatizar los aspectos subjetivos, tal como proponía Thompson en su análisis sobre la clase obrera inglesa, Shanin intervenía en la polémica entablada con las corrientes marxistas estructuralistas que unilateralizaban un aspecto de la realidad para explicar la dinámica social. Nosotros entendemos que resulta imprescindible integrar dialécticamente ambos planos para arribar a una concepción específica que nos permita comprender el problema bajo estudio.

 

En esa línea consideramos que los aportes del economista y filósofo mexicano Armando Bartra, brindan una orientación a la hora de emprender el estudio del campesinado en América Latina y proponen una posible solución al problema de la categorización del campesinado. Bartra retoma los postulados de Marx, Lenin, Shanin y Thompson respecto a la heterogeneidad del campesinado, su definición como un modo de vida y su conformación como clase. Al respecto, afirma que:

 

La palabra campesino designa una forma de producir, una sociabilidad, una cultura, pero ante todo designa un jugador de ligas mayores, un embarnecido sujeto social que se ha ganado a pulso su lugar en la historia. Ser campesino es muchas cosas, pero ante todo es pertenecer a una clase: ocupar un lugar específico en el orden económico, confrontar predadores semejantes, compartir un pasado trágico y glorioso, participar de un proyecto común (Bartra, 2008: 11).

 

En síntesis, retomamos la definición de campesinado como clase, la cual propone Armando Bartra como guía teórica para el desarrollo de este trabajo. Una clase heterogénea, que comparte un lugar específico en el orden económico y que, producto de su práctica, va definiendo un proyecto común.

 

Producción agropecuaria y distribución de la tierra en El Salvador

 

Para cobrar dimensión del peso y la relevancia del campesinado en El Salvador, resulta imprescindible analizar y sintetizar algunas características del territorio, sus divisiones político-administrativas y los espacios donde se generaban las principales producciones agrícolas.

 

El territorio salvadoreño tiene una superficie de 21.040,79 kilómetros cuadrados. Está dividido en 14 departamentos que suelen agruparse en 4 grandes zonas según la ubicación de los departamentos de occidente a oriente.[3] A su vez, resultan distintivas las diferencias geográficas entre la zona baja costera, la meseta central y la región montañosa del norte. En función de las diversas características agroecológicas, cada una de estas zonas se caracterizó por un tipo de cultivo; por ello, las producciones agrícolas salvadoreñas pueden ser clasificadas en dos grandes grupos: los cultivos de exportación (café, algodón y azúcar) y los cultivos destinados al consumo interno. En cuanto a los cultivos destinados al consumo interno se producían variedad de granos, frutas y hortalizas, pero fundamentalmente se podrían destacar cuatro granos básicos: maíz, frijoles, arroz y maicillo (sorgo).[4]

 

Mapa: El territorio de El Salvador con su división política en departamentos

                      Fuente: Cabarrús, 1983: 31.

 

El principal producto de exportación, el café, se desplegó en la meseta central que abarcaba los departamentos de Usulután, Ahuachapan, Santa Ana y Sonsonate. Esas tierras poseían ciertas aptitudes agroecológicas asociadas a la altitud, humedad y temperatura óptimas para ese cultivo. El algodón se concentró en las zonas costeras, en los distritos de La Paz, San Miguel y también en Ahuachapan y Sonsonate. Mientras tanto, el norte mantuvo una combinación de agricultura de subsistencia con zonas de pastoreo extensivo y explotación forestal, por lo que quedó al margen de las transformaciones introducidas por los cultivos destinados al mercado mundial.

 

La producción agrícola experimentó una marcada expansión entre las décadas de 1960 y 1970 tal como se desprende de los datos provistos por el Segundo y Tercer Censo Nacional Agropecuario (1967 y 1974). Al respecto, la superficie cultivada con arroz se incrementó un 8%, el maíz un 13,4% y el frijol un 54,2%. En este último caso, todo parece indicar que el crecimiento estuvo vinculado con los inicios de la Guerra con Honduras, dado que desde ese país se importaba un porcentaje sustantivo de esta leguminosa que formaba parte de la dieta básica del pueblo salvadoreño.[5] Respecto de los cultivos de exportación se destaca el incremento del área destinada a la caña de azúcar (55,7) (el cual creció al calor del bloqueo estadounidense a Cuba) y al algodón (46,1%) (fundamentalmente en los departamentos costeros). Este crecimiento implicó una reconversión de tierras destinadas para otros usos, particularmente de bosques y montes que perdieron cerca de 60.000 hectáreas en la década de 1960.

 

El aumento de las superficies sembradas estuvo acompañado por mayores volúmenes de producción. En el caso del maíz se registró un incremento del 91,9%, en el frijol un 82,4%, en el arroz un 74% e incluso el maicillo o sorgo aumentó un 3,2%. Este fenómeno también se advierte en los cultivos de exportación: un 25,1% en el caso del café y un 70,6% en el caso del algodón. El crecimiento del total de cada producto superó ampliamente la cantidad de hectáreas incorporadas, por lo que podemos concluir que en la década de los sesenta se produjo un notable aumento de la productividad que puede ser explicada por varios factores. Por un lado, la incidencia del Centro Experimental y la llegada de técnicos norteamericanos (si bien se había iniciado en la década del cincuenta, se multiplicaron en el marco de la ofensiva norteamericana por contener los conflictos sociales en América Latina luego de la Revolución Cubana), los cuales buscaron impulsar el desarrollo agrícola a través de la introducción de variedades de semillas híbridas, el uso de insecticidas y de fertilizantes. Por otro lado, el crecimiento de la infraestructura que desarrollaron los gobiernos del Partido Revolucionario de Unificación Democrática (PRUD) y el Partido de Conciliación Nacional (PCN) en las décadas del cincuenta y sesenta, como la ruta del litoral, contribuyeron a acceder más fácilmente a algunas zonas. Por último, la mejora en las herramientas de medición como los censos agropecuarios.

 

A diferencia de lo registrado en otros países latinoamericanos, donde el proceso de concentración y centralización de la tierra se desarrollaba sin prisa pero sin pausa, en El Salvador el crecimiento de la superficie cultivada estuvo acompañada por un notable incremento del número de explotaciones agrícolas. Al respecto, los datos que brindan los Censos Nacionales Agropecuarios permiten advertir que en 1950 se registraron 174.204 unidades productivas, diez años después el número ascendía a 226.896 y en 1971 alcanzaban las 270.868 explotaciones. El incremento del número de explotaciones agropecuarias no resultó de un proyecto de redistribución de la tierra orquestado por el gobierno sino de mecanismos espontáneos que encontraron los agricultores para contener a una población creciente que presionaba sobre la tierra. Este fenómeno presentó sus particularidades en cada uno de los departamentos. En los distritos costeros, zonas que hasta hacía poco no eran codiciadas para producir cultivos de exportación, se aceleró el proceso de expulsión de campesinos de sus tierras. Por el contrario, en los departamentos del norte, cuyas tierras no tenían aptitudes para el cultivo del café, la caña de azúcar o el algodón, se concentraron las poblaciones campesinas y se evidenció un intenso proceso de subdivisión de los minifundios que generó un empeoramiento de las condiciones de vida de los habitantes que producían para su auto subsistencia. El análisis de los datos del Censo Agropecuario de 1971 aporta elementos en este sentido. Si bien no compara lo sucedido por departamento entre 1961 y 1971, los datos para el conjunto del país indican que las explotaciones menores a dos hectáreas se incrementaron en un 23% a lo largo de la década mientras que se la superficie que agrupaban sólo aumentó un 16%.

 

Este proceso se agravó producto del notable incremento de la población y la creciente presión sobre la tierra. El cuarto Censo Nacional de Población informaba que, en veinte años, El Salvador había duplicado su población y para 1971 llegaba a 3.554.648 habitantes (DIGESTyC, 1974b). Este fenómeno se explica por la marcada reducción de las tasas de mortalidad, el incremento de la natalidad y el retorno de ciudadanos salvadoreños desde Honduras que huían de la guerra.[6] Así, el país centroamericano se transformó en el territorio con mayor densidad poblacional de América Latina continental, con casi 170 habitantes por kilómetro cuadrado, población que se concentró en un 60% en las zonas rurales y agudizó una serie de problemáticas que, como señalamos en la introducción, hundían sus raíces en las últimas décadas del siglo XIX (DIGESTyC, 1974b: XXII).

 

Latifundio, minifundio y formas de acceso a la tierra

 

Las principales problemáticas mencionadas en el acápite anterior estaban asociadas con el patrón de distribución y tenencia de la tierra, el proceso de expulsión de poblaciones campesinas indígenas y el avance de los cultivos para exportación.

 

El análisis de los datos provistos por el censo agropecuario de 1971 permite advertir que existían diversos mecanismos para acceder a la tierra. El registro distingue entre una serie de categorías que resultan más corrientes en el ámbito rural: propietarios, arrendatarios con promesa de venta (aquellas parcelas sobre la cuales el productor ha formalizado un contrato de compraventa, amortizando su valor mediante cuotas periódicas), arrendatarios simples (donde el productor paga por el uso de la tierra con dinero, especie o con ambos), en propiedad y arrendamiento simple (tenencia mixta de parcelas). Luego introduce una forma que denomina “colonía” que refiere a aquellas parcelas que son trabajadas del siguiente modo:

 

(...) bajo las siguientes condiciones: i. el productor reside de manera permanente en una propiedad rural y no paga por la vivienda; ii. que recibe del propietario o administrador de la propiedad, una o más parcelas, cualquiera que sea su tamaño, para trabajos agrícolas e iii. que en compensación a lo anterior trabaje a beneficio de la propiedad, o bien, entregue parte de las cosechas (DIGESTyC, 1974: XVIII).

 

Esta definición establece una clara distinción con respecto a las anteriores y podría asociarse con aspectos de las históricas relaciones precapitalistas que todavía imperaban en los ámbitos rurales de diversos países latinoamericanos.[7] Por último, el censo distingue a los productores que operan parcelas “gratuitamente y en arrendamiento simple” para finalizar con las “otras formas” que “incluye las no comprendidas en alguno de los regímenes de tenencia anteriores, tales como las trabajadas gratuitamente, sucesiones, fideicomisos, litigios, etc.”. Así, tanto el arrendamiento como la colonía constituían formas de acceso a la tierra en la que el campesinado podía cultivar una parcela para su subsistencia a cambio de trabajar para el dueño de la explotación agrícola. Ignacio Martín-Baró (1973) definía al colono como “el hombre que vive de prestado”: La colonía involucraba para la década de 1970 a más de 17.000 núcleos familiares del agro salvadoreño. Al colono el patrón era quien le cedía un techo y, si tenía suerte, un pedacito de tierra para su milpa. A cambio debía entregar al dueño de la propiedad una parte de lo que producía o dedicar determinada cantidad de días de trabajo sin cobro en la hacienda del patrón. Al dueño le debía su trabajo y su vida. El colono era una más de las “cosas de la hacienda” del propietario, no podía ir a trabajar a otras haciendas. Su tiempo, sus energías, incluso su familia, eran de su patrón (p. 481). Segundo Montes (1986) indica que se trataba de un tipo de relación laboral no capitalista con características feudales (p. 256).

 

Por último, el censo releva explotaciones bajo la categoría “otras formas de tenencia”. Este rótulo se utilizaba para englobar formas de ocupación precaria y tierras estatales aún no apropiadas privadamente en las que predominaban elementos propios de la economía campesina.

 

Precisamente, “otras formas de tenencia” fue el rubro que más creció (348,5%) en el período intercensal (1961-1971), seguida por el arrendamiento simple con un 75,5%.[8] Incluso el incremento de las formas precarias de tenencia de la tierra arroja un aumento más marcado en las explotaciones menores de dos hectáreas donde supera el 400%. Por el contrario, se observa un marcado retroceso en las tierras operadas bajo la figura de “colonía” (69,5%), a pesar de que en la década de 1950 había aumentado en un 67% (DIGESTyC, 1967: XII). Este descenso estuvo acompañado por otro fenómeno: la reducción en el tamaño medio de las explotaciones bajo esta forma, que de promediar las 10 hectáreas pasaron a 5 hectáreas. Así, para 1971 la colonía totalizaba 17.018 explotaciones que en un 98% no superaban las 2 hectáreas. Por lo tanto, si bien hubo una importante disminución de esta forma de tenencia donde los vínculos con los propietarios revestían rasgos no plenamente capitalistas, se produjo al mismo tiempo un aumento exponencial de las otras formas de tenencia, donde se desplegaban este tipo de relaciones materializadas en las obligaciones impuestas al productor directo a cambio del acceso a la tierra. Lejos de disminuir, las formas no capitalistas en sus diversas modalidades se recrearon y abarcaron el 6,5% del territorio censado. Estas representaban poco más de un sexto de las explotaciones en menos de un quinceavo del territorio (50.235 explotaciones en 94.426 hectáreas) (DIGESTyC, 1974: XXII).

 

Estos cambios en el registro sobre las formas de acceder a la tierra se explican por una multiplicidad de factores. Por un lado, en la presentación del censo se señala que es probable que la disminución de la colonía se deba al decreto de salario mínimo de 1965, ya que los patrones se vieron obligados a pagar un salario mínimo a los trabajadores de su hacienda permitiendo no entregar una porción de tierra para su reproducción vital.[9] Esto genera un problema vinculado al registro censal: ¿habían disminuido drásticamente este tipo de vínculos en torno a la tierra o los declarantes opacaron esta situación para ajustarse teóricamente a la nueva legislación al momento del censo? Por otro lado, el incremento de otras formas de tenencia se relaciona con la presión ejercida sobre el segmento más pobre del agro salvadoreño por la concentración de tierras en pocas manos, la diversificación agrícola (con la expansión del cultivo de algodón sobre nuevas tierras) promovida desde la década de 1950 y la presión demográfica. La población desplazada buscó la manera de seguir produciendo lo necesario para subsistir en las tierras que encontraban, aún bajo formas precarias de acceso a la tierra,[10] lo que asoma en el censo como una multiplicación de las unidades productivas que no es otra cosa que la fragmentación de las mismas.[11]


Cuadro I. El Salvador. Explotaciones agropecuarias y superficie (ha.) según forma de acceso a la tierra y rango de extensión (1971)

Rango de Extensión

En propiedad

Arrendamientos con promesa de venta

En arrendamiento simple

En propiedad y arrendamiento simple

En colonía

Gratuita y arrendamiento simple

En otras formas de tenencia

Total

 

 

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

EAPs

Sup.

Hasta 0,49

20498

5384,7

772

161,7

21397

6982,8

2857

1069,3

8449

2460,8

1728

627,4

5556

1738,4

61257

18425,1

De 0,49 a 0,99

17312

12390,9

912

699,6

29177

21141,9

8043

6073,8

6206

4448,2

2883

2156,4

6674

4950,9

71207

51861,7

De 1,00 a 1,99

18540

25736,1

882

1265

18430

24808,6

11602

16222,4

2110

2742,7

2267

3098,1

5232

7165,9

59063

81038,8

De 2,00 a 2,99

12234

29669,8

681

1671

4616

10968,3

5348

12959,6

253

638,7

615

1467,8

1610

3869,9

25357

61245,1

De 3,00 a 3,99

5483

19056,2

381

1327,5

1015

3501,3

2376

8228,1

 

 

147

508

503

1740,2

9905

34361,3

De 4,00 a 4,99

5368

23935,2

217

954,8

530

2357,9

1614

7237,9

 

 

77

342,6

346

1549,8

8152

36378,2

De 5,00 a 9,99

11310

80788,1

400

2733,9

567

3919,6

2695

18640,3

 

 

80

525,9

546

3864

15598

110471,8

De 10,00 a 19,99

7532

104841,6

103

1403,5

217

2913,1

1067

14450,1

 

 

22

295,8

223

3070,5

9164

126974,6

De 20,00 a 49,99

6113

188532,7

35

1116,2

175

5496,8

506

15479,8

 

 

8

202,1

149

4627,5

6986

215455,1

De 50,00 a 99,99

1957

134801,4

18

1290,3

50

3556,6

141

9415,7

 

 

3

220,5

69

4879,6

2238

154164,1

De 100,00 a 199,00

963

132433,5

5

585

43

6331,4

59

8122,4

 

 

1

181,8

32

4401,8

1103

152055,9

De 200,00 a 499,00

529

158145,2

2

615,4

36

10733

30

9389

 

 

 

 

39

11939,1

636

190821,7

De 500,00 a 999,99

122

84166,6

 

 

3

1951

5

3030,2

 

 

 

 

9

5913,6

139

95061,4

De 1000, 00 a 2499

39

59894

 

 

 

 

2

3269,2

 

 

 

 

7

10881,8

48

74045

De 2500,00 y más

14

45618,5

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1

3916

15

49534,5

Total

108014

1105394,5

4408

13823,9

76256

104662,3

36345

133587,8

17018

10290,4

7831

9626,4

20996

74509

270868

1451894,3

Fuente: elaboración propia en base al Tercer Censo Nacional Agropecuario 1971. Dirección General de Estadísticas y Censos (DIGESTyC), San Salvador, El Salvador (1974).

 

Tal como puede observarse en el cuadro I, las unidades operadas por sus propietarios y la combinación de propiedad más arrendamiento representan el 53% de las explotaciones registradas por el censo, porcentaje que se había consolidado producto de las leyes de extinción de comunidades (1881) y de ejidos (1882). La otra mitad pudo acceder a una parcela a través de diversos mecanismos que iban desde el arrendamiento, la colonía y otras formas de tenencia.

 

Más llamativa resulta la marcada asimetría con relación a la superficie controlada por cada forma de tenencia. Mientras que los primeros disponían del 85% de la tierra, la otra mitad solo accedía al 15% restante. Esta acentuada desigualdad resulta indicativa de una problemática que remontaba sus orígenes a fines del siglo XIX y que se agudizaría con el correr de las décadas.

 

Si bien una primera lectura permite advertir las diversas y asimétricas formas de acceso al suelo, el análisis se enriquece cuando entrecruzamos esta variable con los rangos de extensión de las unidades. Esta operación nos permite aproximarnos con mayor precisión a nuestro objeto de estudio: el campesinado salvadoreño que sufría las consecuencias de su precaria relación jurídica con la tierra. En particular, de los minifundistas que no disponían de la propiedad de la parcela que cultivaban, dado que allí radicaba el principal núcleo necesitado e interesado en la reforma agraria.[12]

 

En este sentido, se puede identificar que un porcentaje mayoritario de los trabajadores rurales que lograban acceder a la tierra, cultivaban explotaciones que no superaban las escasas dos hectáreas. Estas conformaban el “mar” de minifundios que poblaban los campos salvadoreños. Los grupos con diversos lazos de parentesco que las habitaban se encontraban en una correlación de fuerzas absolutamente desfavorable con respecto a quienes detentaban la propiedad del suelo y esto determinaba y condicionaba sus modos de trabajo y de vida.

 

Por encima de ese rango de extensión, producto del desarrollo de cultivos intensivos como café y algodón que caracterizaban la producción de El Salvador, ya comenzaban a desplegarse otro tipo de relaciones, vinculaciones comerciales, disponibilidad de herramientas y acceso a los circuitos bancarios.

 

En función de los criterios fundamentados, se puede advertir que las explotaciones menores a 2 hectáreas que se encontraban bajo arrendamiento, colonía u otras formas de acceso que no implican la propiedad o la promesa de venta futura, representaban el 41% de las unidades censadas en El Salvador. Estas parcelas sólo reunían el 5,67% de la tierra mientras que los propietarios de latifundios que superaban las 1000 hectáreas tan sólo representaban el 0,05% de las unidades y controlaban prácticamente el 10% de la tierra. En el medio de esta marcada asimetría se pueden ubicar una multiplicidad de unidades productivas que combinaban, en diverso grado y medida, el trabajo familiar con el asalariado, la producción para el mercado interno y externo y otras variables relacionadas con los niveles de inversión.[13]

Sin embargo, el problema no se terminaba en la asimetría del acceso a la tierra. En los últimos años se había agudizado una problemática: la relación entre el incremento de la población rural y de las explotaciones agropecuarias. Ese cálculo residual en base a los datos del censo arroja que para 1971 las familias que habitaban los ámbitos rurales y no tenían acceso a la tierra (por lo menos en los registros oficiales), prácticamente se habían triplicado en diez años y representaba el 29,1% del total de las familias campesinas (Karush, 1978: 61). 

 

Las explotaciones minifundistas (hasta 2 hectáreas) no sólo se destacaban cuantitativamente, sino que también eran las responsables de generar un elevado porcentaje de los alimentos que ingería la mayor parte de la población salvadoreña. Si bien los resultados del censo publicado no permiten relacionar formas de tenencia de tierra, extensión de las explotaciones y cultivos, podemos proponer algunas conclusiones. Si vinculamos el tamaño de las explotaciones y el tipo de cultivo que practicaban, se destaca que el 32% de la superficie dedicada a maíz híbrido, el 45% de la tierra cultiva con la asociación maíz-frijol, el 47% del maíz nacional y el 36% del suelo sembrado con frijoles se desarrollaba en explotaciones de hasta 2 hectáreas. Por el contrario, la mayor parte de los cultivos comerciales se generaban en unidades mayores a 100 hectáreas.[14] En las explotaciones chicas y medianas, en cambio, se combinaban los cultivos básicos con los de exportación.

 

Estos datos permiten advertir una marcada polarización que abarca diversas dimensiones entrecruzadas. Formas de acceso a la tierra, extensión de las explotaciones y cultivos que se practicaban. La selección y procesamiento de los datos nos permitió avanzar en la identificación de ese numeroso estrato de campesinos que apenas lograban reproducir su existencia y que necesitaban otro tipo de relación jurídica con la tierra dado las condiciones de vida y trabajo a las que estaban sometidos.

 

Las condiciones de vida y trabajo de los trabajadores rurales

 

La precaria relación jurídica con la tierra, las dificultades para acceder a una parcela, el poder de los grandes propietarios y el incremento poblacional que impactaba en la disponibilidad de mano de obra incidieron en las condiciones de vida y trabajo de los sectores subalternos rurales.

 

En el caso de los trabajadores agrícolas asalariados y los semiproletarios, el informe de 1954 sobre El Salvador publicado por la Organización Internacional del Trabajo aporta elementos muy interesantes para pensar en las formas en que un porcentaje de la población rural buscaba reproducir su existencia.[15] El trabajo de la OIT se preguntaba acerca de las condiciones de vida en el agro:

 

¿Cómo viven estas diferentes categorías de asalariados? Mal, desde todos los puntos de vista. Mal alojados, mal alimentados, mal vestidos, sin distracciones sanas, se dan a la bebida y padecen numerosas enfermedades. Además, el analfabetismo y la unión libre contribuyen a aumentar la miseria en que viven los campesinos, muy particularmente los asalariados (OIT, 1954: 10).

 

Con respecto a la alimentación, la investigación de Patricia Alvarenga (2006: 77-90) (si bien describe las condiciones en las primeras décadas del siglo XX) arribó a conclusiones similares. Además, el trabajo de Mac Chapin (1991) señala que, en la década del setenta, más del 60% de la población rural estaba en estado de desnutrición y la misma tasa se proyectaba sobre el analfabetismo en las zonas rurales (p. 1).

 

Las paupérrimas condiciones de vida de los trabajadores rurales descritas en un informe elaborado por quien fungía como cónsul de Estados Unidos allá por 1883 (Alvarenga, 2006: 78-81), no se habían modificado en lo sustancial para la década de 1950, momento en que la OIT publicó su relevamiento:

 

Desde el punto de vista energético, el Instituto de Nutrición de Centroamérica y Panamá, teniendo en cuenta las características raciales del pueblo salvadoreño, recomienda un mínimo diario de 2.800 calorías, pero la ración media del trabajador agrícola alimentado por su empleador corresponde a 1.926 calorías.

 

Se trata aquí del régimen alimenticio clásico, a base de tortillas de maíz, frijoles y, a veces, arroz. En la mayoría de las grandes explotaciones, los obreros de hecho reciben algunas tortillas, frijoles cocidos en agua con una pizca de sal, y, alguna que otra vez, una taza de café o, más exactamente, de una bebida mal llamada café, que en realidad es una especie de infusión de una mezcla constituida en su mayor parte por maíz tostado.

 

Huelga decir que en semejante régimen, escasean las vitaminas y las proteínas vegetales y faltan totalmente las proteínas animales. Cabe observar que los obreros que no reciben la alimentación como complemento de sus salarios tampoco se nutren debidamente, pues sus escasos recursos no les permiten adquirir mejores (OIT, 1954: 14)

 

El documento de la OIT señalaba además que sería injusto generalizar, pues algunos trabajadores agrarios recibían una alimentación más abundante. Sin embargo, el porcentaje sobre el total resultaba ínfimo, pues se trataba solamente de aquellos que, paradójicamente, eran contratados en pequeñas unidades productivas: “es en las regiones más pobres, donde las pequeñas propiedades son más numerosas, que los obreros están mejor alimentados” (OIT, 1954: 15).  Además, como solía suceder en los ámbitos rurales, la jornada laboral duraba alrededor de 14 a 16 horas, desde antes que amanezca hasta que saliera la primera estrella, con muy poco descanso y bajo condiciones climáticas muy difíciles.

 

En cuanto al trato dispensado a los campesinos resulta difícil disponer de fuentes cualitativas. Diversos indicios dan cuenta de la violencia que ejercían los grandes propietarios. Al respecto, Alvarenga (2006: 79) analiza las tensiones que se desplegaron dentro de las haciendas y en particular, los vejámenes que sufrieron las mujeres jornaleras.

 

El encargado de la delegación norteamericana en San Salvador, Mr. McCafferty, señalaba en un documento de febrero de 1932: “Se ha dicho con frecuencia que un animal de labranza tiene más valor para su dueño que el trabajador, ya que existe abundante oferta de éstos” (Pérez Brignoli, 2001: 19). Pérez Brignoli (2001) rescata además el informe final realizado luego del desembarco de marines canadienses en Acajutla el 23 de enero de 1932. En él, el Comandante V. Brodeur relataba que los campesinos se encontraban en “condiciones que, de hecho, no son muy distintas a las de la esclavitud” (p. 33).

 

Con respecto al monto de los salarios, Segundo Montes, un sacerdote jesuita y sociólogo asesinado en 1989, destacaba que la renta per cápita anual en la década del sesenta era de 750 colones, es decir, menos de 2 colones por día. Dicho monto era insuficiente para la subsistencia, mucho menos aún para el ahorro o la inversión. Al mismo tiempo, durante la década de los sesenta el desempleo aumentó del 5,1% al 20,2% (Montes, 1979: 12). En cuanto al acceso a la educación, alcanza con señalar que en 1971 el 63% de la población rural era analfabeta, como afirmaba Chapin (1991: 1). A su vez, Slutzky y Alonso indican que la mortalidad infantil en 1966 en El Salvador era de 62 por mil (muertes de menores de 1 año por cada mil nacidos vivos) (2013: 5).

 

Otro aspecto fundamental es el de las condiciones habitacionales. Se calculaba (en 1969) un déficit total de viviendas de 504.555: 178.400 pertenecientes al ámbito urbano y 473.955 al ámbito rural (Montes, 1979: 11). Sobre un total de 502.829 viviendas rurales relevadas en 1971, el 89,9% eran viviendas con piso de tierra (Montes, 1986: 98). El mismo documento de la OIT ahondaba en las condiciones de la vivienda campesina, que -según señalaba- fungía también como espacio de guardado de las escasas cosechas y hasta de los pocos animales con que contaban las familias campesinas:

 

(…) estas viviendas son malsanas, no resguardan de la intemperie ni de la humedad que reina durante los seis meses que dura la estación de las lluvias. Son pequeñas, y generalmente constan de una sola habitación, en la que vive toda la familia e incluso se refugian algunos animales domésticos, como, por ejemplo, uno o dos cerdos, algunas gallinas y un perro. Sin más abertura que la puerta, poca es la luz que entra. Como es natural, los servicios sanitarios esenciales no existen, salvo en alguna que otra finca importante.

 

Los muebles son rudimentarios: hamacas o “tijeras” de lona que sirven de camas, cuando no se utilizan unas simples tablas (“tapescos”) o el mismo suelo, una vieja mesa desvencijada y carcomida y dos o tres asientos no menos vetustos. En el interior de la única habitación se ve un poco de maíz, única provisión, bien pobre por cierto (OIT, 1954: 13).

 

Por último, otros datos que nos pueden ayudar a comprender las condiciones de vida del campesinado refieren a los mecanismos a través de los cuales los pequeños productores accedían al mercado para comercializar un porcentaje ínfimo de la producción y abastecerse de aquellos bienes que no generaban en la parcela. En relación al modo en que los productos eran transportados hasta el lugar de comercialización, el censo revela que, de las 270.868 explotaciones totales registradas en 1971, solo 28.543 (10,5%) lo hacía mediante camión o pickup, 12.732 (4,7%) lo hicieron a pie, 36.255 “por bestia” (13,4%), 48.632 a través de carreta (18%) y 2.186 por otra clase de transporte (0,8%). Un total de 97.237 (35,9%) explotaciones vendieron sus productos en la explotación y 55.283 (20,4%) declararon que estaban destinadas al consumo doméstico (DIGESTyC,1974: 310). Así, más del 50% de las unidades o no participaba de las actividades mercantiles o vendía una escasa proporción de sus cultivos en la misma parcela.

 

En síntesis, las dificultades para acceder a la tierra, las imposiciones de los grandes terratenientes, la ausencia de políticas estatales que atendieran sus necesidades y las precarias condiciones de vida y trabajo, generaron un creciente clima de malestar en el campesinado que se empezó a manifestar a mediados de la década de 1960 y se agudizó en los ‘70.

 

Reflexiones finales

 

Transcurridos 40 años desde la feroz represión hacia el campesinado que reclama la tierra para quienes la trabajaban, el gobierno de El Salvador habilitó el debate sobre la reforma agraria (1970) en medio de crecientes turbulencias nacionales e internacionales. La situación en el agro resultaba angustiante para la gran mayoría del campesinado dado que la estructura de tenencia de la tierra era profundamente asimétrica. Los datos del tercer censo nacional agropecuario (1971) dan cuenta de esa situación. Si el 1,5% de las unidades productivas superiores a 50 hectáreas explotaban el 49% de la superficie trabajada y se abocaban principalmente a cultivos de exportación; el 71% del total de explotaciones eran minifundios menores a 2 hectáreas y en conjunto poseían apenas el 10,5% del territorio. A su vez, fueron las explotaciones mayores a 100 hectáreas las que accedieron al riego y las destinatarias de la mayor parte de los créditos.

 

Esta problemática resultaba una pesada carga para los campesinos que, en un elevado porcentaje, sólo podían acceder a una parcela a través del arrendamiento, la colonía y otras formas que los exponían a un marcado grado de precariedad. Este extenso universo de la población rural sobrevivía bajo una frágil relación jurídica con la tierra y enfrentaba diversas dificultades a la hora de reproducir la existencia del grupo familiar. Incluso, en el caso de la colonía, las prácticas heredadas de períodos anteriores le garantizaban a un sector de los grandes propietarios la recreación de vínculos de subordinación sobre los productores rurales a través de múltiples mecanismos.

 

Así, los precarios mecanismos de acceso a la tierra, las difíciles condiciones de vida y trabajo, las prácticas impuestas por grandes propietarios y las muy limitadas políticas estatales resultaron el sustrato para que, en la década de 1960, diversos núcleos de campesinos salvadoreños retomaran sus reclamos por la resolución de sus necesidades. En ese momento se conjugaron estos factores estructurales con cambios coyunturales que agudizaron las contradicciones sociales: la influencia de la Revolución Cubana, la Guerra con Honduras, las políticas norteamericanas para contener al comunismo en América Latina y las iniciativas de un sector de la intelectualidad laica y católica para reformar o transformar la estructura de tenencia de la tierra. Frente a este contexto, el gobierno nacional buscó contener la situación y convocó al Primer Congreso de Reforma Agraria. Si bien las propuestas debatidas no traspusieron el papel, dicho encuentro resultó un punto de inflexión que ubicó en primer plano el problema de la tierra en El Salvador.

 

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* Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. matiasoberlin@gmail.com

** Universidad de Buenos Aires, Facultad de Ciencias Económicas-Facultad de Filosofía y Letras, Centro Interdisciplinario de Estudios Agrarios. pvolkind@gmail.com

[1] Del mismo modo que el café a fines del siglo XIX había desplazado en varias zonas del país al añil; el algodón y el azúcar profundizaron a mediados del siglo XX la conversión de las haciendas tradicionales en plantaciones capitalistas. A partir de la expansión algodonera a fines de los años cuarenta quienes ocupaban tierras a través de acuerdos no monetarios (como el colonato), fueron desplazados y migraron a las ciudades o permanecieron en las cercanías de las plantaciones a la espera de la temporada de cosecha (Browning, 1975; Montes, 1986; Arriola, 2019: 70). La incapacidad de la industria y de las ciudades de absorber la mano de obra forzó a que el grueso de los campesinos se replegara en los alrededores de las plantaciones algodoneras, en parcelas sumamente reducidas por fuera de la legalidad, sin servicios básicos (Arriola, 2019: 51; Browning, 1975: 387). Con la caña de azúcar, que se expandió a partir del bloqueo a Cuba (Arias, 1988), sucedió un proceso similar, aunque con menor polarización en cuanto a la concentración de la propiedad (Arriola, 2019: 51).

[2] Un primer acercamiento al censo agropecuario de 1970-71 ya arroja resultados alarmantes: El Salvador tenía la densidad poblacional más alta de la América Latina continental (169 habitantes por kilómetro cuadrado). No sólo resulta llamativa la densidad poblacional de este pequeño país centroamericano sino también la distribución de sus habitantes: seis de cada diez salvadoreños y salvadoreñas vivían en zonas rurales.

[3] Zona I (Ahuachapán, Sonsonate y Santa Ana), zona II (La Libertad, San Salvador, Cuscatlán y Chalatenango), zona III (La Paz, San Vicente y Cabañas) y zona IV (Usulután, San Miguel, Morazán y La Unión).

[4] A su vez existían explotaciones pecuarias destinadas al ganado vacuno y porcino. Estas actividades muchas veces se combinaban entre ellas o incluso con agriculturas de subsistencia.

[5] El Diario de Hoy, 16 de septiembre de 1969.

[6] La mortalidad se redujo debido a las medidas de salud pública propias del proceso que se inició una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial (clínicas, agua potable) y la introducción de antibióticos. La mortalidad infantil bajó de una manera abismal (Stycos, 1974: 15). Con respecto al retorno por el conflicto bélico, se estima que antes de la Guerra con Honduras, vivían 300 mil salvadoreños en el país vecino, aproximadamente el 10% de la población salvadoreña (Turcios, 2003: 22). Se calcula que entre 100 mil y 200 mil regresaron desde Honduras al comenzar el conflicto (Arriola, 2019:56).

[7] La colonía es equivalente a lo que en México se conoce como el “peón encasillado” o en Bolivia el “pongo con taquía”. Florescano (1990) señala que el peonaje encasillado es la forma en la que los hacendados lograron erigirse como ganadores en la disputa de los criollos por la mano de obra, se remonta a una legislación real de la primera mitad del siglo XVII.

[8] Bajo la modalidad “otras formas de tenencia” se contabilizaron un total de 33.235 explotaciones distribuidas del siguiente modo: menores de 5 hectáreas 31.483 (94,7%), de menos de 50 hectáreas 1.566 (4,7%) y de más de 50 hectáreas 186 (0,6%). Con respecto al censo de 1961 aumentaron todas las categorías particularmente las menores de 5 hectáreas (348,5%), excepto las mayores de 50 hectáreas que disminuyeron en un número de 62 (25%).

[9] El primer decreto de salario mínimo es de 1961 pero regía solamente para los empleados de comercio. La ley de salario mínimo de los trabajadores agropecuarios es de 1965 (decreto número 70) y fijaba, en su artículo segundo, que el salario mínimo para los trabajadores del campo sería de dos colones con 25 centavos. También fijaba lo siguiente: “Las mujeres, los menores de dieciséis años y los parcialmente incapacitados para el trabajo que laboren en tales actividades, devengarán un salario mínimo de un colón setenta y cinco centavos por jornada ordinaria de trabajo, excepto cuando, en una misma empresa o establecimiento y en idénticas circunstancias, desempeñen un trabajo igual al de los trabajadores antes mencionados en el inciso anterior.

[10] La descampesinización sin proletarización fue tan relevante en El Salvador que los sindicalistas cristiano-marxistas acuñaron el término “pobretariado” para referirse a ese actor social en particular (Löwy, 1999: 98).

[11] La expansión algodonera de fines de los cuarenta y la de la caña de azúcar en los sesenta -a raíz del bloqueo a Cuba- produjeron que los colonos fueran desplazados y migraran a las ciudades o permanecieran en las cercanías esperando las cosechas. La incapacidad de las ciudades de absorber esta nueva mano de obra produjo que aparecieran asentamientos rurales muy precarios en las cercanías de las plantaciones capitalistas, cerca de ríos, cursos de agua y carreteras (Browning, 1975). Particularmente en torno a las plantaciones algodoneras primaron estas nuevas formas de ocupación del espacio. En las zonas cañeras los campesinos lograron acceder de manera precaria e ilegal a pequeñas parcelas aunque de mala calidad (Cabarrús, 1983). Esto explica por qué entre 1960 y 1970 el rubro “otras formas de tenencia” fuera el que más creció (348,5%).

[12] Un porcentaje de los minifundistas propietarios podían carecer de los recursos básicos para subsistir y podían participar como semiproletarios en las cosechas del café, el algodón o la caña de azúcar mientras que otra proporción contrataba en ocasiones mano de obra asalariada, alquilaba herramientas e incluso podía acceder al crédito por contar con una garantía inmobiliaria (Martín-Baró, 1973: 481).

[13] Existe un contrapunto entre los diversos investigadores en torno a la caracterización de las unidades productivas agrarias salvadoreñas. Sobre el tema se pueden consultar Montes (1984: 207), Martín-Baró (1973: 480), Arriola (2019: 43), entre otros.

[14] Sobre un total de 99.357 ha destinadas a cultivos industriales 64.599 ha pertenecían a explotaciones que superaban las 100 hectáreas (DIGESTyC Tomo II, 1974: 43).

[15] Al analizar las relaciones al interior de las haciendas, el documento destacaba que los empleadores “en la mayoría de los casos, son propietarios de la finca que explotan y rara vez arrendatarios” (OIT, 1954: 1). Estos empleadores suelen dirigir personalmente la finca y son auxiliados (o no) por administradores. Luego, señala dos categorías más: los pequeños agricultores (que trabajan solos o con su familia sin emplear mano de obra asalariada en tierras propias o arrendadas y cuando disponen de poco terreno trabajan como asalariados en otras explotaciones más grandes) y los asalariados. Estos últimos podían pertenecer a tres subcategorías: colonos, permanentes no colonos y temporales (OIT, 1954: 2). El documento destacaba un “importante volumen de asalariados”.