La contrainsurgencia en Chiapas: refundación del orden y producción autoritaria del espacio

 

The counterinsurgency in Chiapas: the refounding of order and authoritarian production of space

 

 

 

Resumen

La contrainsurgencia desplegada en el Estado de Chiapas ante el levantamiento del EZLN ha sido estudiada principalmente en sus aspectos destructivos como consecuencia de la violencia infringida sobre cuerpos, comunidades y territorios. Manteniendo este marco de referencia general conformado por memorias de grupos campesinos e indígenas que plantean un continuum de la violencia de corte contrainsurgente y neoliberal, en el presente artículo propongo abordar este proceso desde una perspectiva diferente.

Posicionando la mirada en la (re)creación del imaginario hegemónico y su espacialización, y atendiendo a los efectos “productivos” o “creadores” sobre las relaciones sociales y el espacio, realizo una revisión bibliográfica y documental del período comprendido entre el levantamiento armado (1994) y la denominada Ley Indígena (2001). A través de lo anterior, caracterizo el ejercicio de la violencia bajo la modalidad de Guerra de Baja Intensidad y describo los efectos de la (para)militarización del territorio y de las reformas sancionadas por la vía jurídica, a las cuales propongo comprender como canales de actuación complementarios en lo que respecta a la refundación del orden y la producción autoritaria del espacio.

Palabras claves: EZLN; Márgenes del Estado; Paramilitarismo

 

 

Abstract

The counterinsurgency implemented since the EZLN uprising in Chiapas has been studied mainly in its destructive aspects, as a consecuence of the violence inflicted on bodies, communities and territories. Maintaining this general frame made up of memories of peasant and indigenous groups which denounce a continuum of the counterinsurgent and neoliberal violences, in this article I analyze this process from a different approach.

Focusing on the (re)creation of the hegemonic imaginary and its spatialization and taking into account its “productive” or “creative” effects on social relations and space, I carry out a bibliographic and documentary review of the period between the armed uprising (1994) and the “Indigenous Law” (2001), through which I describe the Low Intensity War and the effects of (para)militarization and of the legal reforms, which I propose to understand as complementary channels of action, into the refounding of order and the authoritarian production of space.

Keywords: EZLN; State Margins; Paramilitarism

 

Fecha de recepción: 15 de enero de 2023

Fecha de aceptación: 13 de septiembre de 2023

 

 

 

 

 

La contrainsurgencia en Chiapas: refundación del orden y producción autoritaria del espacio

 

 

Carolina Pecker Madeo *

 

Introducción

 

La distribución de núcleos militares, policíacos y paramilitares en diferentes lugares de Chiapas significa una compleja realidad militar, económica, social, política y cultural en la cual controlar al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) no es el único objetivo. En este sentido, puede observarse la correlación espacial de sus emplazamientos (militares, policiales y paramilitares) con la ubicación de la población y los recursos naturales (Barreda, 1999; Barreda, 2000; citado en Fernández Christlieb, 2003: 216). Esta “superposición” integra las narrativas de la violencia de grupos campesinos e indígenas de la región, quienes rememoran sus masacres históricas, exigen justicia y se posicionan en lugares particulares para el desafío que implica la vida en el presente.

 

En contextos de violencias cada vez más desbordadas, sus memorias resultan claves para visibilizar la vigencia del paramilitarismo y su utilización como punta de lanza para el despojo de sus territorios.[1]

 

El accionar contrainsurgente en Chiapas encuentra el origen de sus directrices en el pensamiento político-militar estadounidense. Diseñado en el contexto de la Guerra Fría para combatir el avance del socialismo, los movimientos revolucionarios, las guerras de guerrillas y sus delineamientos sufrieron algunas modificaciones importantes tras la experiencia en el sudeste asiático. Estos cambios fueron dirigidos a aumentar la participación de las “tropas nativas” -pertenecientes a los países intervenidos- y a recomendar “funciones de asesoría” para el ejército estadounidense (Fernández Christlieb, 2003: 220).

 

Esta doctrina fue instalada y expandida vía el financiamiento y entrenamiento de las fuerzas militares de varios países del mundo, así fue como la Escuela de las Américas (SOA), operada por el Ejército de los Estados Unidos y fundada en 1946 en Panamá, entrenó a soldados latinoamericanos en técnicas de guerra y contrainsurgencia: “Por sus aulas han pasado más de 83.000 alumnos, muchos de los cuales han resultado ser destacados violadores de los derechos humanos en sus propios países. Así lo han demostrado en Chile, Guatemala, Argentina, Perú, Uruguay, Nicaragua, El Salvador, México, Honduras, entre otros”.[2]

 

Hacia la década de 1980 se desarrolló una nueva modalidad de contrainsurgencia denominada Guerra de Baja Intensidad (GBI): Esta refiere a una lucha político-militar que pretende abarcar desde presiones diplomáticas, económicas o psicosociales, hasta el terrorismo y la insurgencia, generalmente confinada a un área geográfica específica (Dixon, 1989: 19).

 

Los manuales propios de la doctrina suelen localizar estas luchas en países del “Tercer Mundo”, aunque consideran que la misma contiene implicancias para la seguridad regional y global[3]. Además, plantean que se trata de una lucha ideológica prolongada contra el terrorismo, la subversión y los grupos armados. Los elementos que la componen pueden sintetizarse en el papel primordial del “ejército aliado”: el carácter político del esfuerzo y su combinación con reformas económicas y sociales, la necesidad de combinar las operaciones militares con las de inteligencia, operaciones psicológicas, asuntos civiles y control de la población y de los recursos.  Las prácticas violentas pueden incluir acciones militares convencionales, así como otras de tipo paramilitares y redes de ejércitos irregulares denominados en la misma jerga de la doctrina como "patrullas de autodefensa civil” o “fuerzas de autodefensa”.

 

También conocidas como “guerras de desgaste” o “guerras encubiertas”, estas actuaciones integran las aplicaciones prácticas neocolonialistas de la llamada "Doctrina Reagan". Materializada en América Latina como la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), esta fue aplicada desde la década de 1970 mediante el terrorismo de Estado en el Cono Sur y hacia la década de 1980 en países como Nicaragua, Guatemala, El Salvador y Colombia, donde jugaron roles claves en la instauración del terror, la desestabilización de gobiernos “hostiles” y la desarticulación de movimientos insurgentes considerados como “enemigos internos” o “subversivos” con el objetivo de naturalizar su exclusión radical y exterminio.

 

Durante estos procesos de excepcionalidad, la violencia conservadora estatal se enfrentó a distintas formas de violencias fundadoras, aquellas que buscaban constituir nuevas y más equitativas relaciones de poder (Calveiro, 2008: 27-31). Entre ellas, con frecuencia desde la trinchera de los movimientos campesinos clasistas, las organizaciones indígenas estuvieron presentes en las luchas contra las dictaduras y los gobiernos autoritarios de la región (Burguete Cal y Mayor, 2011: 42). 

 

Con sus particularidades, alianzas locales específicas y magnitudes variadas respecto al impacto en cada sociedad, los Estados latinoamericanos instalaron la DSN en sus principales directrices y fungieron como representantes de la hegemonía norteamericana.

 

Esta fue aplicada también en México cuyo sistema político tuvo un comportamiento interno vertical y autoritario que vulneró los Derechos Humanos,[4] aunque la represión se mantuvo mayormente velada por una faceta democrática en el plano internacional (López de la Torre, 2013: 61).

 

El suceso acaecido en el año 1965 suele tomarse como símbolo del inicio de un período de “guerrillas recurrentes” en este país: el intento de asalto por parte de un grupo armado (el Grupo Popular Guerrillero de la Sierra) al cuartel militar de Ciudad Madera en el Estado de Chihuahua, el cual dio paso a la llamada “Guerra Sucia”.[5] Los movimientos guerrilleros que para ese entonces proliferaban en diversas zonas del territorio nacional no desaparecieron en su totalidad; de hecho, algunos de estos grupos tal como las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), intervinieron al sur de México, en el Estado de Chiapas y participaron en la organización de las bases que luego habrían de conformar el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) (Montemayor, 1998).

 

Este Estado abarca una superficie de 75.634 kilómetros cuadrados y es habitado por un total de 5.217.908 personas (INEGI: 2015). Se ubica en el extremo sureste de los Estados Unidos Mexicanos, en la frontera con Guatemala. Limita al norte con el Estado de Tabasco, al oeste con los Estados de Oaxaca y Veracruz, al este con la República de Guatemala y al sur con el Océano Pacífico.

         

        I.  Estado de Chiapas, imagen satelital de Google Earth (2021).

 

Las operaciones contrainsurgentes desarrolladas en el Estado frente al levantamiento del EZLN (1994) se llevaron bajo la modalidad de Guerra de Baja Intensidad (GBI), aplicando elementos que componen a la doctrina estadounidense, la cual ya había sido implementada en el país fronterizo de Guatemala (1981-1983), donde el paramilitarismo jugó un papel clave en la instauración del terror y en la desarticulación de la guerrilla y su base social. En este marco, el concepto de contrainsurgencia me permite referirme a procesos de violencia política cuya modalidad fue configurada por el pensamiento político-militar estadounidense, pero -como previene Bourgois (2001) respecto al concepto de “Guerra Fría” a partir de su experiencia en El Salvador de los 80-, evito que su uso oscurezca el carácter multifacético de la violencia en sus contextos históricos, culturales y políticos específicos.

 

Mientras el movimiento insurgente zapatista mantuvo en Chiapas su ejército como referencia de un poder autónomo y orientó su estrategia y la de sus bases de apoyo hacia diversas formas de resistencia en un canal político no institucional (Calveiro, 2008: 41), el gobierno federal y estatal intentó deslegitimar y desmantelar su organización (Leyva y Burguete, 2007: 27-28; Arana Cedeño y Del Riego, 2012) incorporando varios frentes de actuación: militar, paramilitar, económico, psicológico y en los medios de comunicación  (Fernández Christlieb, 2003; Loría, 1997).

 

En este artículo me propongo dar cuenta de otros aspectos de la naturaleza de la violencia contrainsurgente, además de las agresiones, destrucciones y masacres cometidas. En particular, sitúo el análisis de la violencia en un marco de entendimiento más amplio, planteando una reflexión acerca de la refundación del Estado y de su imaginario espacial y describo los efectos que produjo sobre el espacio social. Me refiero de este modo al espacio (que es siempre social) para enfatizarlo como un producto/productor de los procesos sociales, soporte y campo de acción para una multiplicidad de relaciones humanas, redes de objetos y acciones interdependientes y superpuestas. No es neutral, fijo, transparente ni objetivo, sino que es histórico y político. Las formas que adquiere son tanto resultado como condición (histórica, de posibilidad) para los procesos sociales (Santos, 1990).

 

Para ello, realizo una investigación reflexiva-analítica basada en una revisión bibliográfica y documental sobre la contrainsurgencia en Chiapas, tomando para ello el período comprendido entre los años 1994 y 2001, desde el levantamiento armado del EZLN, hasta la sanción de las subsiguientes reformas constitucionales en materia de derecho indígena.

 

Márgenes del Estado, violencia y espacio

 

Como un primer posicionamiento, considero a la violencia como algo intrínseco  a la política, aún en sus dimensiones estatal y jurídica, ya que la misma se encuentra en la base misma del derecho y del Estado, sea para mantenerlos o para refundarlos (Benjamin, 1991; Calveiro, 2008).

 

El funcionamiento paradojal de la soberanía, al mismo tiempo “dentro y fuera” de la ley, permite señalar la relación estrecha que existe entre la violencia y el derecho cuyo nexo se evidencia en el estado de excepción (Agamben, 1998) instaurado durante las dictaduras del Cono Sur desde la década del setenta y también bajo la modalidad “no declarada” de la GBI, aunque de forma menos evidente en estos casos y con una extensión espaciotemporal difusa.

 

En suma, la excepción ha devenido en regla (Benjamin, 1942: 697), presentándose como una técnica de gobierno y dejando salir a la luz su naturaleza de paradigma constitutivo del orden jurídico (Agamben, 2005: 32). Esta situación es vivenciada de forma continua por las poblaciones indígenas que se encuentran expuestas a distintas formas de violencia (Calveiro, 2008: 26).

 

El estudio de la violencia estatal apunta a explicar y caracterizar los distintos usos de las fuerzas institucionales, sea para castigar o penalizar, bajo la forma de represión o de guerra desplegada contra enemigos-objetos "internos" o "externos" (Calveiro, 2008). Esta forma de violencia, en general, y la contrainsurgente, en particular, puede indagarse en relación a la organización de sus brazos armados (sea en sus fuerzas “legítimas” o clandestinas) e instituciones gubernamentales formadas por diversos conjuntos de prácticas vinculadas al sistema político (Nuijtén, 2003: 16). Sin embargo, estos aspectos que refieren a su vinculación con el “Sistema-Estado” (Abrams, 1998) (en tanto “nexo palpable” entre prácticas y estructuras institucionales centradas en el gobierno o en la sujeción políticamente organizada), no agotan el modo en que el Estado -y su relación con la violencia- pueden ser comprendidos y estudiados.

 

Algunos aportes teóricos abonan a la desreificación del concepto (Abrams, 1988; Ferguson y Gupta, 2002; Mitchell, 2006; Nuijtén, 2003; Trouillot, 2003). En lugar de concebir al Estado como un “aparato dado” o una “entidad vertical” que estaría “por encima” de la sociedad, desde la Antropología del Estado se lo define de manera más abierta y dinámica, como “un conjunto de prácticas y procesos y los efectos que producen” (Trouillot, 2003: 164). Entre ellos, Trouillot (2003) distingue los siguientes tipos de efectos estatales: Un efecto de “espacialización” vinculado a la producción de fronteras internas y externas de territorios y jurisdicciones; “efecto de aislamiento”, ligado a la producción de sujetos individualizados y “moldeados” para la gobernanza como un “público” indiferenciado pero específico; un “efecto de identificación” en los reordenamientos atomizados de subjetividades (a lo largo de líneas colectivas donde los individuos se reconocen como iguales) y un “efecto de legibilidad” en la producción de lenguajes, conocimientos y de herramientas teóricas y empíricas para la gobernanza, la clasificación y regulación de las colectividades.

 

Las perspectivas señaladas permiten ampliar “el terreno” a través del cual el Estado puede ser antropológicamente examinado, “como un campo abierto con múltiples fronteras y sin fijeza institucional” (Trouillot, 2003: 155). Por ejemplo, a través de su análisis etnográfico en el nivel más bajo de la burocracia en un pequeño pueblo de la India, el antropólogo Akhil Gupta (1995) sostiene que los límites entre la llamada “sociedad civil” y “Estado” son difusos y analiza los discursos acerca de la “corrupción” como cuestiones claves para comprender el modo en que los “ciudadanos”, el “Estado” y otras organizaciones son imaginados. Si bien analiza estos discursos en su carácter histórico y situado, el autor aclara que el objetivo es rastrear la multiplicidad de contextos y sus mediaciones a través de las cuales el Estado se construye (pp. 375-376). Entre los fenómenos más tangibles y susceptibles de ser observados se encuentran los documentos. Su tenencia y circulación tienen el potencial de producir efectos-afectos, como el de “hacer-creer” en el Estado (Navaro-Yashin, 2007; 2012). Este concepto busca señalar su aspecto “fantasmático” o de “fantasía” pero sin escindirlo de sus materialidades, las cuales pueden ejercer una determinada fuerza sobre la vida o transmitir una energía específica entre sus usuarios. En tanto que objetos, los documentos pueden producir legitimidades y/o pueden estar “cargados” de incertidumbres y amenazas, pueden provocar ironía, cinismo, confianza o desprecio.

 

Desde estas perspectivas, el interés se centra en comprender los procesos de construcción y legitimación por los cuales el Estado llega a presentarse como tal y a diferenciarse de otras formas institucionales, distinción que es en sí misma un efecto del poder (Sharma y Gupta, 2006: 8-9) y que se realiza a través de diferentes técnicas, mapeos, fetichizaciones, interpretaciones, especulaciones, procedimientos administrativos, teorías y creencias sobre el poder (Nuijtén, 2003, pp. 17-19).

 

En ello, la figura de la ley cobra un rol central porque crea los bordes entre aquellos espacios y prácticas que son vistos como parte del Estado y aquellos que están excluidos, por lo que, a su vez, la legitimidad emerge como función de este efecto de marcación de límites de las prácticas estatales (Das y Poole, 2008).

 

En este sentido, la producción de márgenes (y espacios marginalizados) implica un efecto de Estado que recrea la idea misma de un poder soberano, con autoridad para espacializar(se) y legitimar ciertos límites, procedimientos y prácticas.

 

El Estado es un proyecto continuo cuya producción puede explorarse de manera fructífera a través de sus márgenes, allí donde el derecho y el orden deben ser constantemente restablecidos (Asad, 2008: 53). Esta refundación no se realiza sólo desde un ámbito jurídico-formal, sino también de funcionamientos burocráticos, experiencias cotidianas y prácticas ligadas a la violencia. Su ejercicio suele quedar a cargo de figuras de autoridad local (gamonales, caudillos locales, paramilitares) cuya habilidad para representar al Estado se basa en el reconocimiento de su impunidad para moverse entre la apelación a la ley y prácticas “extrajudiciales”, imaginadas como “por fuera” o “con anterioridad” al Estado (Das y Poole, 2008).

 

Mientras que ciertas retóricas hegemónicas acerca de la violencia hacen visibles algunas de sus formas pero invisibilizan otras, el estudio de la violencia política tiene el potencial de cuestionar las narrativas dominantes y sacar a la superficie sus supuestos subyacentes (Coronil y Skurski, 2005: 7). Este concepto permite señalar de modo abarcativo a las violencias promovidas o toleradas de manera abierta o explícita por agentes del Estado y otros actores sociales con intenciones de alcanzar objetivos sociales, étnicos, económicos y/o políticos en el ámbito público o en la vida social en general (Nagengast, 1994: 114). Nos invita también a pensar a la violencia en su relación con el conflicto y el poder, desde el punto de vista de su mantenimiento o su contestación, y de los modos en que ciertas formas de ciudadanía (o de su negación) “se construyen de hecho en contacto con la violencia de un Estado que se legitima y apoya en figuras del enemigo: el migrante clandestino, el subversivo, el narcotraficante, el terrorista, el guerrillero” (Calzolaio, Colombo y Makaremi,  2016: 12). Esto incluye un interés por comprender cuáles son las tecnologías de poder específicas a través de las cuales se intentan “manejar” o “pacificar” a ciertas poblaciones, a través de la fuerza y/o de una “pedagogía de la conversión” destinada a transformar “sujetos rebeldes” en “sujetos legales” (Das y Poole, 2004: 9). La cuestión no es entonces simplemente que se “niegue la membresía” a ciertos individuos, sino que estos pueden ser también “reconstituidos”, a través de leyes especiales que ejercen nuevas formas de regulación (Das y Poole, 2004: 12).

 

Desde esta perspectiva teórica, en el presente artículo desarrollo el modo en que la vía jurídica complementó al (para)militarismo en la refundación de la soberanía estatal y su imaginario espacial en Chiapas, un enlace que no es causal ni necesario, sino que se trata de una articulación históricamente específica (Hall, 2010) y describo los efectos generales del proceso contrainsurgente sobre el espacio y las relaciones sociales.

 

Como el agua al pez

 

Tras el levantamiento del EZLN (1994) la violencia estatal dirigió sus fuerzas de manera selectiva hacia las y los integrantes del movimiento insurgente y sus bases de apoyo (Chamberlin, 2013; Hernández Navarro, 2012). Mediante operativos policíaco-militares y bajo el discurso de hacer respetar el estado de derecho, quedó en evidencia la estrategia dual del gobierno federal (Rus, Mattiace y Hernández Castillo, 2003), cuyos procedimientos registraron graves violaciones a los derechos humanos: detenciones arbitrarias, torturas, allanamientos y ejecuciones (CDHFBC, 1998).

 

Hacia finales del año 1999 se estima que había en Chiapas 655 puntos geográficos policíacos-militares y entre 70.000 y 80.000 efectivos desplegados en la región (Global Exchange et. al., 2000: 132; citado en Leyva y Burguete, 2007: 13). Esto ha incluido acciones sobre el terreno (armado de campamentos militares, bases de operaciones, centros de adiestramiento, patrullajes y retenes además de bombardeos, detenciones y privaciones de la libertad), así como formas de violencia prolongadas en el tiempo con la modalidad de Guerra de Baja Intensidad (GBI), cuyas estrategias se encuentran delineadas por la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) en el “Plan de Campaña Chiapas 94” (López y Rivas, 1994; Chamberlin, 2013). Este planificó las operaciones estableciendo las siguientes distinciones aproximadas:

 

 

 

II. Plan de Campaña Chiapas 94: demarcación básica” (CDHFBC, 2005: 5)

 

La línea roja sobre esta imagen traza una recta que atraviesa los municipios chiapanecos de Palenque, Ocosingo, Comitán y Frontera Comalapa, delimitando las zonas sobre las cuales el Plan de Campaña planificó diferentes formas de violencia contrainsurgente. Hacia el Este, en lo que identificó como zonas “de defensa y de retaguardia”, estipuló dirigir estrategias y formas de guerra de carácter “regular” a cargo del Ejército y la Marina, con el objetivo de destruir los comandos milicianos y guerrillas del EZLN.

 

Mientras que hacia el Oeste, ubicó el área denominada “de expansión”:

 

III. Plan de Campaña Chiapas 94: zona de expansión” (Chamberlin, 2013: 39)

 

Esta primera fase de los operativos consistió en “organizar a ciertos sectores de la población civil, entre otros, a ganaderos, pequeños propietarios e individuos caracterizados con un alto sentido patriótico” (Sedena, 1994: 3). Es decir que la estrategia propuso aprovechar la existencia previa en la región de “guardias blancas” y “pistoleros”, quienes han sido históricamente contratados para proteger intereses de terratenientes (Aubry, 2007). Mientras que, por lo general, estos grupos se han encontrado al servicio de patrones y finqueros en defensa de la propiedad privada, los grupos paramilitares propiamente dichos que comienzan a formarse en esta etapa van a responder a objetivos políticos más amplios en vínculos con autoridades civiles, sobre todo aquellas ligadas al PRI (Partido Revolucionario Institucional), policíacas y militares, y por la portación de armas de uso exclusivo del ejército.

El proceso de militarización[6] y la tendencia a recurrir a la violencia organizada para mantener el control social, inició su fase paramilitar entre marzo y abril de 1995, mientras se promulgaba la “Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas”[7] y continuó desarrollándose durante las negociaciones.

 

Integrados en gran medida por población civil reclutada de comunidades beneficiarias del clientelismo priista, los grupos paramilitares conformaron de este modo redes de pequeños ejércitos irregulares, entrenados y financiados por fuerzas de seguridad pública y grupos de poder local (Hernández Navarro, 2012: 101-102).[8]

 

Utilizando una frase de Mao Tse-Tung, la SEDENA mexicana se refiere a los objetivos de este tipo de grupos de la siguiente manera:

 

Cuando Mao afirma que ‘El pueblo es a la guerrilla como el agua al pez’, indudablemente que dijo una verdad de validez perdurable, pues ya hemos visto que las guerrillas crecen y se fortalecen del apoyo de la población civil, pero volviendo al ejemplo de Mao, al pez se le puede hacer imposible la vida en el agua, agitándola, introduciendo elementos perjudiciales a su subsistencia, o peces más bravos que lo ataquen, lo persigan o lo obliguen a desaparecer o a correr el riesgo de ser comido por estos peces voraces y agresivos que no son otra cosa que los contraguerrilleros[9]. (SEDENA, 1995)

 

Para “hacerle imposible la vida al pez” es necesario realizar una transformación violenta y profunda de su espacio social. Como parte de este proceso, los grupos paramilitares en Chiapas establecieron relaciones de alianza con sectores de la sociedad que percibían al EZLN como amenaza, principalmente fuerzas políticas priistas (CIEPAC, 2006; citado en Baucells y Hava, 2007: 123).

 

Estas relaciones móviles y contradictorias se entretejieron con caciques locales, asociaciones ganaderas, funcionarios municipales, estatales y federales y fuerzas de seguridad pública. Mediante estos entramados se violentaron a las comunidades y agudizaron sus contradicciones, montándose sobre conflictos preexistentes, sea disputas por la tierra, por la pertenencia a distintos partidos u organizaciones campesinas, o por motivos religiosos (Galindo de Pablo, 2015: 195-197). Enmarcado en estas modalidades contrainsurgentes, por ejemplo, uno de los acontecimientos violentos que con mayor fuerza marcó la memoria histórica y social es “La Masacre de Acteal” ocurrida el 22 de diciembre de 1997 durante la incursión paramilitar en la comunidad de Acteal, municipio de Chenalhó, donde fueron asesinados/as 45 indígenas tzotziles pertenecientes a la organización civil pacifista de “Las Abejas”.

 

La violencia desplegada por este tipo de grupos ha representado el desvanecimiento de la jurisdicción estatal y al mismo tiempo su continua refundación. Es en la misma impunidad donde adquieren la habilidad para negar a la vez que representar al Estado: “Son el secreto público a partir del cual las personas representan la ley, la burocracia y la violencia, son las que juntas constituyen el movimiento del Estado por detrás del reino de lo mítico” (Das y Poole, 2008: 29).

 

Para las poblaciones indígenas y marginalizadas, esta forma de construcción estatal adquiere tintes especialmente violentos (Hernández, Sieder y Sierra, 2013: 21). En su forma más extrema, la refundación se lleva a cabo por la producción de sus cuerpos como “asesinables”, en el sentido de Agamben, así como a través de los tipos de poderes locales mencionados, encarnados en figuras de autoridad “tradicionales”, policías y paramilitares: “Como el homo sacer, estas figuras gozan de cierta inmunidad jurídica precisamente porque están configuradas como existiendo por fuera o con anterioridad a la ley” (Das y Poole, 2008: 29).

Tolerado, alentado y organizado desde alguna instancia del poder público, una de las características principales del paramilitarismo es, justamente, la impunidad (Galindo de Pablo, 2015). Se trata de formas clandestinas de violencia que intentan no dejar rastros visibles en el espacio, a la vez que fuerzan su reconfiguración a nivel de sus imaginarios y respecto al modo de habitarlo (Schindel y Colombo, 2014). Son formas de violencia que pueden pensarse en sus aspectos “creadores”, ya que producen espacios controlados y construyen relaciones sociales y territoriales desiguales (Salamanca Villamizar, 2020).

 

Esta producción violenta del espacio y de las relaciones sociales en Chiapas, se superpone con la construcción de megaproyectos e inversiones públicas vinculadas a la reproducción del sistema neoliberal. A través del desarrollo de infraestructuras de comunicaciones y transportes, estas estrategias se inscriben en el contexto de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) a través de la Iniciativa Mérida, y son implementadas para imponer el Proyecto Mesoamérica (antes conocido como el “Plan Puebla-Panamá”). Este tipo de proyectos promueven la creación de regiones donde se concentren grandes inversiones privadas y cuyos centros se conecten con los mercados globales, apropiándose de recursos naturales y territorios que en su gran mayoría pertenecen a los pueblos indígenas (Fernández Christlieb, 2003).

 

Durante los primeros seis meses de 1998 el gobierno organizó una serie de operativos para “desmantelar” municipios autónomos como los de Ricardo Flores Magón y Tierra y Libertad (Mattiace, 2003: 127). Fue el entonces gobernador interino Roberto Albores Guillén (quien sustituyó en el cargo a Julio César Ruiz Ferro, destituido tras la masacre de Acteal) el que tomó como uno de los ejes de su política el desmantelamiento de las zonas rebeldes, junto con el apoyo del gobierno federal (Arana Cedeño y Del riego, 2012: 19).

 

Mediante operativos policíaco-militares y bajo el discurso de hacer respetar el estado de derecho, estos procedimientos registraron graves vulneraciones a los Derechos Humanos,[10] las cuales han sido ampliamente documentadas por la Comisión Nacional de Derechos Humanos por diputados locales y federales, por organizaciones no gubernamentales y por observadores civiles nacionales y extranjeros (López Monjardin y Rebolledo Millán, 1999). Entre dichas prácticas, se llevaron a cabo numerosas detenciones arbitrarias, de las cuales se estiman unas 200 sólo entre abril y junio de 1998 (SIPAZ 1999). En algunos casos, aquellas fueron realizadas como parte de “delaciones anónimas” que eran exhortadas por las autoridades en un clima de creciente persecución. Tal es el caso, por ejemplo, del amplio operativo de cerca de mil soldados en el municipio de Oxchuc en enero de 1994, “para detener a ocho personas que fueron denunciadas por priistas del ayuntamiento como rebeldes zapatistas" (Arellano Sánchez, 1997: 87). También hubo situaciones donde tras agresiones de grupos paramilitares, se detuvo a bases de apoyo zapatistas acusándolos de diversos delitos con testimonios falsos e irregularidades en sus procesos. Así, en los expedientes jurídicos de quienes luego conformaron “La Voz de Cerro Hueco”, se asienta que estos grupos son miembros de la oposición política (organizaciones sociales independientes, bases de apoyo del EZLN o miembros del Partido de la Revolución Democrática) (SIPAZ 1999). Este grupo se conformó en el penal de Cerro Hueco (Tuxtla Gutiérrez) y estuvo integrado, entre otros, por los primeros presos zapatistas (si bien hubo otros detenidos zapatistas con anterioridad, estos habían sido liberados tras el “intercambio” por el general Absalón Castellanos, ex gobernador de Chiapas (1982-1988), quien fue tomado como “prisionero de guerra” durante el levantamiento). Identificándose a sí mismos como “presos políticos”, muchos de ellos se han organizado para denunciar su situación y exigir la revisión de sus casos, obteniendo la solidaridad de otros detenidos, la atención de los medios de comunicación y de ONG´S.

 

A la contrainsurgencia que ha sido desplegada mediante acciones militares y paramilitares, asesinatos, quema de casas, saqueos, desgaste, exacerbación de la conflictividad, el terror y la violencia, acompañadas por prácticas como la detención y privación de la libertad de bases de apoyo zapatistas y personas afines al movimiento, hay que añadirle también la utilización de la violencia sexual-patriarcal hacia las mujeres como una forma de intimidación y de desmovilización política (Hernández Castillo, 2010), mediante las cuales estas son tomadas como objetivos y objetos de guerra, con el objetivo de aterrorizar y demostrar poder ante el enemigo. Además de las agresiones selectivas a aquellas campesinas e indígenas que manifestaron su repudio frente a la violencia estatal, las amenazas de muerte y sus capturas como rehenes han sido utilizadas para obligar a sus maridos a realizar acciones contra los zapatistas o para enlistarse en grupos paramilitares (Olivera Bustamante, 1998: 118).

 

También la creación de “zonas liberadas”, con el retiro de unas 43 posiciones militares fijas de la zona de conflicto hacia 1998, favoreció el accionar de grupos vinculados a diversas actividades clandestinas en los territorios zapatistas como la siembra de drogas, introducción de autos robados, cortes clandestinos de madera y el tráfico de migrantes (Galindo de Pablo, 2015: 209).

 

Dentro del período de tiempo comprendido en este artículo, y mientras estas formas de violencia persistieron con relativa impunidad (CDHFBC, 2001), a continuación abordaremos otras reconfiguraciones del espacio social que fueron impulsadas desde el ámbito jurídico, con sus respectivos efectos contrainsurgentes.

 

La vía jurídica

 

Tras el desmantelamiento violento de algunas de las cabeceras municipales rebeldes autónomas como Nicolás Ruiz y Tierra y Libertad (1998), una propuesta de “remunicipalización gubernamental” comenzó a ganar terreno en la entidad:

IV. “Propuesta de remunicipalización del gobernador Albores Guillén sobre área de influencia zapatista en el Estado de Chiapas” (Burguete, 2011: 28; UN-INSTRAW, 2006: 11)

 

La propuesta inicial del gobernador Roberto Albores Guillén incluía los 33 municipios señalados en el mapa, de los cuales llegaron a concretarse sólo 7: Aldama, Benemérito de las Américas, Marqués de Comillas, Montecristo de Guerrero, Maravilla Tenejapa, San Andrés Duraznal y Santiago el Pinar, a través del decreto publicado en el Periódico Oficial del Estado de Chiapas el 18 de julio de 1999.

 

Según el gobierno, esta formación de nuevos municipios integraba políticas de “pacificación” de la entidad, con la que se buscaba “la distensión, la reconciliación, la gobernabilidad, la paz y el desarrollo” (Leyva y Burguete, 2007: 11). Este programa pasó de ser un punto a negociar en la agenda del Comisionado para la Paz (1994), a ser una estrategia clave en la contrainsurgencia del gobierno estatal y federal, mediante la cual se buscó debilitar la estrategia político-territorial autónoma zapatista y se fortaleció la presencia del PRI y del ejército mexicano (Leyva y Burguete, 2007: 12). 

 

Existen varios casos sobre procesos de remunicipalización en Chiapas como los de San Juan Cancuc (1989) o los de Aldama y Santiago el Pinar (1999), donde se observa cómo al instaurarse los nuevos municipios desplazan al viejo cuerpo de autoridades hasta entonces vigentes (Burguete Cal y Mayor, 2008). Si bien la formación de nuevos municipios, en términos generales, hace parte de lo que podrían considerarse políticas de integración de los pueblos indígenas a la estructura del Estado–nación, revisten de un carácter contrainsurgente al inscribirse en una lógica político-militar más amplia, en particular sobre zonas de influencia zapatista y en la periferia de su control territorial.  

 

La medida tuvo interpretaciones y apropiaciones locales diversas. Por ejemplo, generó expectativas en aquellos actores locales que ya con anterioridad habían demandado la restitución de municipios suprimidos como los de Aldama y Santiago el Pinar (1921) o que lo interpretaban como una restitución de su rango, como el de Montecristo de Guerrero (1933) (Leyva y Burguete, 2007: 322). En suma, la formación de nuevos municipios ha sido una demanda que movilizó diversas luchas indígenas y de mestizos indianizados a lo largo del territorio nacional (Burguete Cal y Mayor, 2001: 74).

 

En este espacio social las medidas políticas entraron en juego con intereses locales, lealtades históricas al PRI, cacicazgos emergentes, tensiones y conflictividades previas y contaron, además, con la presión que la presencia policíaca, militar y de instituciones gubernamentales ejerció en favor de la concreción de estas medidas. Por lo que, mientras la creación “desde abajo” de los municipios zapatistas no fue reconocida por ninguno de los niveles de gobierno -sino, por el contrario, violentamente combatida-, la propuesta remunicipalizadora oficial contribuyó a un efecto de espacialización estatal (Trouillot, 2003).

 

Con posterioridad, otra medida implementada por la vía jurídica suscitó innumerables conflictos. Pese a una gran cantidad de críticas, el 14 de agosto del año 2001 se publicó un controvertido decreto de reforma constitucional, el cual tenía como antecedente el reconocimiento a la diversidad cultural, formalizada desde agosto de 1989 con la firma del Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) por parte del Gobierno mexicano (y ratificado en septiembre de 1990).  Conforme al artículo 133º Constitucional, este había pasado a formar parte de la legislación vigente en México, convirtiéndose en ley suprema.

 

Para enero de 1992 se publicó el decreto por el cual se incorporó al artículo 4º de la Constitución Política el reconocimiento de la composición pluricultural de la nación mexicana, sustentada en sus pueblos indígenas:

 

La Nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquellos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley[11].

 

En este contexto, el gobernador de Chiapas, Patrocinio González Garrido (1988-1994), apeló a las teorías de “desarrollo étnico” del indigenismo oficial además de reforzar el discurso y la política neoliberal. Reconoció la diversidad cultural y étnica del Estado, pero propició las violaciones a los derechos humanos de los indígenas. El reconocimiento de la diferencia era, dentro de sus argumentos, utilizado como causal de los conflictos, como un obstáculo al desarrollo que difícilmente podría subsanarse con la labor indigenista; en otros términos, su argumento desembocaba en lo inevitable de la represión (París Pombo, 2000: 13). De hecho, por su labor ejemplar en el control de la disidencia en Chiapas a principios del año 1993, fue designado Secretario de Gobernación por el presidente Salinas de Gortari. Sin embargo, luego del levantamiento zapatista del primero de enero de 1994, su ejercicio resultó mucho menos exitoso, por lo que fue obligado a renunciar (Rus, 2012: 180).

 

Todos los reconocimientos institucionalizados en términos de derechos quedaban todavía lejos de cumplir con las expectativas del Convenio 169. Si bien promovieron el desarrollo y la protección de aspectos culturales, no se le reconoció a la población indígena el derecho de ejercer funciones jurisdiccionales de acuerdo con sus propios intereses jurídicos, por lo que sus conflictos internos quedaron bajo resolución de la jurisdicción estatal. Además, el acotado reconocimiento del derecho indígena quedó en este sentido restringido a los juicios y procedimientos agrarios.

 

Una de las voces más críticas al respecto fue la del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, cuyas reivindicaciones de autogobierno y de administración de justicia por los propios pueblos indígenas constituyeron la base de los Acuerdos de San Andrés Larrainzar, suscritos el 16 de febrero de 1996 con el gobierno federal y estatal. Este amplio texto de propuestas conjuntas sobre el tema de “Derechos y Cultura indígena” constituían una primera fase de las negociaciones de paz, ya que luego se debían alcanzar otros acuerdos sobre los temas de "Democracia y justicia", "Bienestar y desarrollo", "Conciliación en Chiapas" y "Derechos de la mujer en Chiapas".

 

La Comisión Nacional de Intermediación (CONAI), encabezada por el entonces obispo Samuel Ruiz García, y la Comisión por la Concordia y la Pacificación del Congreso de la Unión (COCOPA),[12] estuvieron encargadas de colaborar en el proceso de diálogo y de elaborar el proyecto de ley que la administración del presidente Ernesto Zedillo desechó, dejando incumplidos los Acuerdos.

 

En diciembre de 1996 el gobierno federal anunció que varias partes de los acuerdos eran consideradas inconstitucionales, en particular aquellas referidas a la autonomía (Rus, Mattiace, Hernández Castillo, 2003: 19). Los zapatistas se declararon traicionados y abandonaron las negociaciones a partir del primero de enero de 1997. Establecieron el cumplimiento con los Acuerdos de San Andrés como una de las condiciones para volver a la mesa de diálogo, junto con el retiro del ejército de zonas zapatistas y la liberación de presos políticos (Van der Haar, 2005: 11).

 

Con la derrota del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en las elecciones presidenciales del 2 de julio del año 2000 y el arribo del Partido Acción Nacional (PAN), el Estado mexicano vivió un controvertido proceso mediante el cual reformó su Constitución Política. La administración del presidente Vicente Fox (2000-2006) representó uno de los momentos más álgidos del multiculturalismo neoliberal en México. Durante el mismo se implementaron nuevas medidas de ajuste estructural, desregulación estatal y retiro de espacios sociales claves. A la par, se fortalecieron los discursos oficiales en torno al reconocimiento multicultural de la nación y al reconocimiento de los derechos indígenas, aunque tomando un concepto de cultura escindido de sus dimensiones políticas y territoriales (Hernández, 2013: 337).

 

El presidente Vicente Fox fue quien entonces envió la propuesta de la COCOPA al Congreso. El 25 de abril del año 2001, el Senado de la República aprobó un dictamen sobre el Proyecto de Decreto y Cultura Indígenas modificando sustancialmente la iniciativa de reforma presentada por el Ejecutivo. La versión del Senado fue rechazada incluso por el Congreso Nacional Indígena (CNI),[13] que se manifestó en contra de esta pretensión por considerarla una burla para sus pueblos y una afrenta mayor para la sociedad mexicana que decidió respaldar la causa.[14]

 

Pese a las numerosas críticas recibidas, el 14 de agosto del año 2001 se publicó el decreto de la reforma constitucional.[15] Tras la aprobación de la ley, fueron presentadas ante la Suprema Corte de Justicia más de trescientas “controversias constitucionales” elaboradas por funcionarios de municipios indígenas de 21 estados del país como Chiapas, Puebla, Oaxaca, Veracruz, Guerrero, Tabasco, entre otros (Rus, Mattiace, Hernández Castillo, 2003: 22).

 

Estos procesos de institucionalización del derecho indígena tienen como marco histórico más amplio y contradictorio, las trayectorias de organizaciones y movilizaciones indígenas de todo el continente, el reconocimiento estatal-federal de la diversidad cultural y la profundización del proyecto neoliberal. En la especificidad de los procesos chiapanecos (en un contexto de enfrentamientos armados y negociaciones entre el Gobierno y el EZLN) y en vista de las modificaciones constitucionales que fueron efectivamente incorporadas, a continuación, explico de qué modo este proceso puede ser comprendido como una línea de fuerza caracterizada por la (re)fundación del orden político hegemónico.

 

Si bien, como he señalado, el reconocimiento del autogobierno y la justicia indígena integran un conjunto de demandas sociales y étnicas visibilizadas en Chiapas desde el levantamiento (1994), la manera en que estos derechos fueron institucionalizados se convirtió también en objeto de rechazo por parte del EZLN. Entre los principales motivos se encuentra el hecho de que esta no reconoce a las comunidades indígenas como entidades de derecho público ni tampoco sus derechos territoriales (Sierra, 2005: 291).

 

Al respecto, varios/as autores/as coinciden en afirmar que la autonomía reconocida “no ha pasado de ser una mera figura discursiva sin sustento jurídico que permita implementarla” (Hernández, Sieder y Sierra, 2013: 21), tal que puede considerarse como “un retroceso en cuanto al status otorgado a los indígenas y un espaldarazo a los proyectos autonómicos de las organizaciones étnopolíticas” (Barabás, 2014: 447), como parte de un “constitucionalismo contrainsurgente” (Bartra, 2007) y un instrumento político frente al zapatismo (Burguete Cal y Mayor, 2002: 209).

 

Si bien la legislación resulta de luchas y conquistas sociales, también es la instancia desde donde se acota la habilitación de esos sectores para efectuar diversos reclamos y desde donde se regula la contienda política “legítima” (Lenton, 2014: 18). Tanto con la experiencia de remunicipalización “desde arriba” antes mencionada como con las reformas al marco jurídico, la diversidad tiene cabida sólo dentro de las formas institucionales dominantes.

 

A continuación, explico el modo en que estas abonaron al imaginario espacial-estatal hegemónico y a su refundación. Siguiendo esta lógica, en el apartado "A" del artículo 2° reformado se enumeran los derechos reconocidos en materia de libre determinación y autonomía, al tiempo que se establece la obligatoriedad de que estos se concreten en el marco del municipio, reafirmando la misma base de la división territorial y la organización política-administrativa del Estado mexicano posrevolucionario.[16] Otra de las reformas constitucionales realizadas en esta misma línea es sobre el artículo 115º, al cual se le añade un párrafo que establece que las comunidades indígenas, dentro del ámbito municipal, podrán coordinarse y asociarse en los términos y para los efectos que prevenga la ley.

 

En lo relativo al ejercicio del autogobierno indígena, el municipio adquirió centralidad como espacio jurisdiccional para su realización. Cabe señalar que los “presidentes municipales”, figuras de autoridad establecidas como responsables de los ayuntamientos, fueron creadas desde la constitución de 1858, cuando se sentaron las bases para asegurar la presencia de las autoridades federales y estatales en los municipios. Ya en los albores del nuevo siglo y con el estallido de las revoluciones mexicanas, la estructura porfirista fue desechada, las jefaturas políticas fueron suprimidas (1915) y la “Ley del municipio libre” (1916) hizo a cada municipio soberano en sus asuntos internos y para seleccionar a sus funcionarios.

 

En Chiapas, estos fueron instituidos hacia la segunda década del siglo XX, arribando con ellos su propia jerarquía de autoridad (presidente, síndico y regidores). Con anterioridad, cabe aclarar, existían en su lugar los “Ayuntamientos”, cuyos integrantes resultaban más bien ejecutores de los dictados de “jefes políticos” en los territorios bajo su administración. Mientras que, luego de “La Revolución Méxicana”, y como una de sus conquistas, se creó entonces dicha figura, la del “municipio libre”.

 

El municipio, así definido, se transformó en la base de la división territorial y la organización política y administrativa de los Estados mexicanos bajo la forma de gobierno representativo, republicano y popular (Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917, Art. 115).

 

Al tiempo presente, este tipo de ayuntamiento municipal es la forma de gobierno local que la Constitución legitima para todos los pueblos indígenas del país. Por lo tanto, las únicas autoridades reconocidas son los presidentes municipales, síndicos y regidores, mientras que la única forma de elección de las autoridades locales son las elecciones partidarias. Los límites quedan entonces determinados de antemano (Guillén López, 2007: 347). 

 

Dado que el Estado mexicano es federal, la normativa dirigida a la autodeterminación de los pueblos indígenas incluye la legislación específica de cada uno de los Estados. Respecto a Chiapas, su reforma constitucional (1999)[17] incluye un artículo mediante el cual el Estado queda facultado para proteger y promover el desarrollo de la cultura, lenguas, usos, costumbres, tradiciones, formas de organización política e impulsar el desarrollo económico, poniendo también énfasis en el carácter tutelar del Estado sobre los pueblos indígenas. A su vez, en el cuarto párrafo, el reconocimiento del derecho de las comunidades indígenas a elegir a sus “autoridades tradicionales” de acuerdo a sus “usos y costumbres” queda reducido al ámbito de la comunidad, la cual, sin embargo, no es uno de los niveles de gobierno reconocidos por el Estado mexicano (estos son el federal, el estatal y el municipal).

 

La única base de la división territorial y de la organización política y administrativa del Estado de Chiapas continúa siendo también el municipio, según lo expresa el artículo 80º de la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Chiapas, Gobierno Municipal que es ejercido de manera exclusiva por el Ayuntamiento, sin que exista ninguna autoridad intermedia entre éste y el Gobierno del Estado.

 

A esta situación debe sumársele las anquilosadas fuerzas caciquiles en la región, de arraigo principalmente priista. Partido que, cabe recordar, intervino durante casi setenta años en la selección de integrantes de los concejos municipales en las regiones indígenas (Burguete Cal y Mayor, 2011: 55). En este contexto, el diseño del municipio como única opción para el ejercicio de los derechos autonómicos indígenas es una medida que ahoga la diversidad cultural y las especificidades sociopolíticas (Burguete Cal y Mayor, 2008).

 

La figura del juez municipal indígena (en los municipios de Chiapas con mayoritaria población indígena) se creó también después del año 1994, a partir del levantamiento armado del EZLN y de las propuestas de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA) de 1996.  Casi a la par de la proposición conjunta EZLN-COCOPA, el gobierno de Chiapas promovió un proyecto de consulta para conocer las formas jurídicas de nueve grupos étnicos y redactar con ello el acta de creación y posterior decreto de los Juzgados de Paz y Conciliación Indígena (JPCI) chiapanecos, los cuales, al mismo tiempo, pueden ser considerados como espacios legales impuestos por el Estado, a partir de su necesidad de controlar la región (Orantes García, 2011: 18). Así, los primeros JPCI fueron establecidos en los municipios de Zinacantán, Altamirano, Huixtán, Mitontic, Oxchuc y Tenejapa por el presidente Ernesto Zedillo Ponce de León el 28 de abril de 1998.

 

Según lo que establece la Ley de Derechos y Cultura Indígenas del Estado de Chiapas (1999), en dichos JPCI participan tanto autoridades municipales como “tradicionales”. Según su artículo 13º, estos quedaron facultados para “aplicar las sanciones conforme a los usos, costumbres y tradiciones de las comunidades indígenas donde ocurra el juzgamiento”, aunque revisten el carácter de auxiliares, según se indica en el artículo 6º de la misma ley.

 

En el ámbito del poder judicial del Estado de Chiapas, la lógica municipal-estatal para el ejercicio de la autodeterminación indígena se observa también en la forma en que se distribuye la instalación de los JPCI, dado que el número de estos juzgados se establece por municipio en base a lo que acuerde el Consejo de la Judicatura del Poder Judicial del Estado de Chiapas.[18]  [19]y su distribución es facultad del mismo Consejo de la Judicatura.

De este modo, se (re)configuró un orden en el cual los municipios con población de mayoría indígena remarcan los contornos donde el Estado de Chiapas habilita legalmente formas especiales para la administración de justicia. Los mismos conforman jurisdicciones con procesos de etnización de distinta índole, en muchos casos resultantes de la violencia fundante del ordenamiento colonial.  Es decir, de una delimitación de espacios geográficos específicos impuestos por la matriz colonial, que conformó los llamados “pueblos de indios”, cuya política de congregación llevada a cabo por los frailes en el siglo XVI, fue común a toda la “América Hispánica”.  Esta producción desigual/diferenciada del espacio entre un centro (político, económico, etc.) y su “periferia indígena”, se plantea en este sentido como parte de un proyecto territorial-colonial de larga duración que ha ido trazando múltiples fronteras (centro/periferia; no-indígena/indígena; urbano/rural) en diferentes dimensiones jurídicas, simbólicas, políticas y económicas, y con sus impactos diversos y contradictorios en las experiencias concretas de las personas.

 

En el espacio socio-territorial chiapaneco y en un contexto contrainsurgente, las reformas constitucionales que menciono en México y en Chiapas, institucionalizaron el gobierno y la justicia indígenas pero sin un cabal reconocimiento de los derechos de jurisdicción sobre sus territorios, por lo que el ejercicio del autogobierno y de la justicia indígenas han quedado en gran medida encorsetados por prácticas políticas autoritarias (priistas) e imaginarios espaciales estatales-hegemónicos. Las instituciones de los municipios con población de mayoría indígena permanecen subordinadas a las estatales (o como “auxiliares”), actualizando viejas-nuevas prácticas hegemónicas de alterización y subordinación.

 

Esto no equivale a plantear que las categorías espaciales-jurisdiccionales generadas “desde el Estado” sean rechazadas de plano por las formas de territorialidad indígena, ya que la institución municipal (como república de indios, cabildo o ayuntamiento) ha sido apropiada a lo largo de distintos contextos históricos, en una interrelación tensa entre municipalización del gobierno indígena -como política de Estado, para la asimilación-, y de indianización del gobierno municipal, como estrategia de resistencia (Burguete Cal y Mayor, 2011:  40). Al mismo tiempo, esta caracterización no “totaliza” la experiencia política ni espacial chiapaneca, en cuya práctica continúan primando las territorialidades superpuestas y las soberanías en disputa (Agnew y Oslender, 2010), visibilizadas por el movimiento zapatista y sus procesos de construcción de autonomías hasta el presente.

 

Conclusiones

 

El desarrollo de este trabajo me permite reafirmar y enriquecer el postulado teórico planteado al inicio del artículo, respecto a la ubicación de la violencia en la base misma del derecho, logrando dar cuenta de modos históricos específicos en los que la misma opera de manera intrínseca a la política, en sus dimensiones estatal y jurídica.

 

En el Estado de Chiapas la violencia (para)militar produce espacios controlados y reorganiza las relaciones sociales en sitios donde las acciones de despojo a los territorios y a las comunidades campesinas e indígenas hacen parte de un continuum cuyas prácticas son de corte colonial, contrainsurgente y neoliberal.

 

La contrainsurgencia y la Guerra de Baja Intensidad replican las directrices principales forjadas por el pensamiento político-militar estadounidense desde mediados del siglo XX. En el marco de su implementación, en este artículo elaboro una cierta desnaturalización en el uso de los conceptos, evitando las aplicaciones “mecánicas” que oscurecen la comprensión y que, por el contrario, me han permitido abordarlos desde una perspectiva diferente, analizando y caracterizando los modos en que la vía jurídica acompaña y complementa la (para)militarización del territorio.

 

Dicha violencia se ha ejercido para desgastar, desprestigiar y desarticular a un “enemigo interno”, pero también para reafirmar una idea de soberanía que se creyó desafiada, dadas las alteridades étnicas y geográficas que el movimiento zapatista en particular representa. A modo de síntesis, planteo que los efectos de ambas aristas del proceso contrainsurgente -la vía jurídica y la violencia (para)militar- incluyen la producción autoritaria del espacio y la reconfiguración de las relaciones sociales, acompañadas por una reafirmación de la soberanía estatal y de sus márgenes internos.

 

Desde la perspectiva teórica de la Antropología del Estado, dicho análisis me permite dilucidar la manera en que los municipios con población de mayoría indígena son re-actualizados como márgenes internos donde el Estado (re)crea su soberanía, a través la elaboración de leyes especiales que ejercen nuevas formas de regulación.

 

Sin embargo, los márgenes no son espacios inertes ni sus poblaciones son sólo gestionadas. En estos espacios-momentos también se evidencia su carácter inconcluso y efímero, así como emergen instancias en que los márgenes “colonizan” al Estado.  Entendiendo que la construcción estatal y la reconfiguración de jurisdicciones para la autodeterminación indígena son procesos disputados y vigentes, propongo continuar desarrollando este análisis en diálogo con el estudio de las violencias que azotan los territorios. Así mismo, queda pendiente para futuros trabajos dimensionar los efectos de la remunicipalización sobre el espacio social zapatista de cara al presente, respecto a la influencia del movimiento en la zona y a nivel social en general.

 

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Decreto Nº 205 de 1999. Por medio del cual se crean los nuevos municipios de Aldama, Benemérito de las Américas, Maravilla Tenejapa, Marqués de Comillas, Montecristo de Guerrero, San Andrés Duraznal y Santiago el Pinar; y se declaran reformados los artículos 3 de la Constitución Política Local, 11 de la Ley Orgánica Municipal y 12 del Código Electoral del Estado. Periódico Oficial del Estado de Chiapas, 28 de julio de 1999.

 

Decreto Nº 207 de 1999. Ley de Derechos y Cultura Indígena del Estado de Chiapas. Periódico Oficial del Estado de Chiapas, 29 de julio de 1999.

 

Decreto Nº 151 de 2001. Por medio del cual se aprueba el diverso por el que se adicionan un segundo y tercer párrafos al artículo 1o., se reforma el artículo 2o., se deroga el párrafo primero del artículo 4o.; y se adicionan un sexto párrafo al artículo 18, y un último párrafo a la fracción tercera del artículo 115 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Diario Oficial de la Federación, 14 de agosto de 2001.



*Instituto de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Argentina. Correo electrónico: pecker_madeo@hotmail.com

[1]    “No más megaproyectos que destruyen la naturaleza: Abejas de Acteal”, Radio Zapatista, 25 de abril de 2016.

[2]   En el 2001 la SOA fue rebautizada como Instituto de Cooperación y Seguridad de Hemisferio Occidental     (WHINSEC). Fuente: Soawlatina Disponible en < http://www.soawlatina.org/prensa.html > consulta 1 de febrero de 2021

[3]      “Manual de Campo 100-20” sobre “Operaciones Militares en Conflictos de Baja Intensidad” (“Military Operations in Low Intensity Conflict”) (US Army 1990)

[4]          Acerca de las prácticas represivas en México ver Sierra Guzmán (2003); sobre cárceles clandestinas ver Dutrénit-Bielous y Bianca Ramírez-Rivera (2020); sobre los llamados “vuelos de la muerte” ver Castellanos (2011).

[5]    Refiere al proceso contrainsurgente en México, suele denominar al período comprendido entre los años 1965 y 1982 (Herrera Calderón y Cedillo 2012).

[6]      Para una caracterización detallada del proceso de militarización en Chiapas y sus antecedentes (desde la década de 1970) ver Arellano Sánchez (1997).

[7]      Diario Oficial de la Federación (DOF), 11 de marzo de 1995.

[8]    Para una caracterización detallada de la composición de grupos paramilitares y “guardias blancas” en Chiapas y sus antecedentes (desde la década de 1960) ver Arellano Sánchez (1997: 91-95).

[9]     Secretaría de la Defensa Nacional, Manual de guerra irregular. Tomo II. Operaciones de contraguerrilla o restauración del orden, México, Estado Mayor de la Defensa Nacional, 1995, párrafo 547.

[10]         Para detalles de operativos y sus saldos en materia de violaciones a los derechos humanos, detenciones arbitrarias, torturas, allanamientos y ejecuciones ver CDHFBC (1998)

 

[11]   Diario Oficial de la Federación(DOF), 28 de enero de 1992.

[12]  Comisión legislativa bicameral conformada en Marzo de 1995.        

[13]   El Congreso Nacional Indígena aglutina diversos pueblos y movimientos indígenas de México desde el año 1996.

[14]  Manifiesto del Congreso Nacional Indígena (CNI) del Primero de Mayo de 2001.  

        

[15]              Diario Oficial de la Federación (DOF), 14 de agosto de 2001. La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, reformada en 2001, contempla los derechos indígenas en los artículos 1, 2, 4, 18 y 115. 

[16]   Diario Oficial de la Federación (DOF), 14 de agosto de 2001.

[17]   Periódico Oficial del Estado de Chiapas, 18 de julio de 1999.

[18]     Código de Organización del Poder Judicial del Estado de Chiapas (Artículo 86º)

[19]   Según puede observarse en el Directorio del Poder Judicial de Chiapas. Consultado (15 de enero de 2021). Disponible en línea en (<http://www.poderjudicialchiapas.gob.mx/Pagina/directorio.php>).