Más allá de las desapariciones: reflexiones sobre las experiencias de las/os sobrevivientes de la represión clandestina en la Subzona 51 (1976-1983)

 

Beyond the disappearances: reflections on the experiences of the survivors of the clandestine repression in the Subzone 51 (1976-1983)

 

Resumen

Partiendo de la reducción de escala como opción metodológica, el artículo propone una reflexión sobre las experiencias de un conjunto de sobrevivientes del dispositivo de represión clandestina en el territorio que durante la última dictadura conformó la Subzona 51. Específicamente, aborda el carácter integral de la represión dictatorial y su impacto en las trayectorias de las/os sobrevivientes, concentrando el análisis en lo que estas personas debieron experimentar luego de salir con vida de los sitios de detención. El hecho de que fueran liberadas o “legalizadas” no implicó el fin de la persecución y de las afecciones; por el contrario, gran parte del universo de sobrevivientes continuó siendo objeto de otros mecanismos represivos que estuvieron articulados en distinta escala e intensidad a las detenciones clandestinas y que también tuvieron impacto en sus biografías: prisiones en cárceles legales; salidas y retornos del país regulados por el Estado; modalidades de vigilancia y de hostigamiento; y bajas y prohibiciones para el empleo en los ámbitos estratégicos intervenidos por las Fuerzas Armadas. El estudio de estos factores resulta relevante no sólo para comprender las características que adquirió la represión dictatorial en una región alejada de los grandes centros urbanos, sino también para redimensionar la complejidad de las trayectorias de las/os sobrevivientes como víctimas del dispositivo represivo. Para llevar adelante esta tarea, se analiza un conjunto de casos que forman parte de diferentes tramos de las causas judiciales tramitadas en la justicia federal de Bahía Blanca.

Palabras clave: Sobrevivientes; Represión; Dictadura

 

Abstract

Using downscaling as a methodological option, this paper reflects on the experiences of a group of survivors of the clandestine repression in the territory that made up Subzone 51 during the last dictatorship. Specifically, it addresses the comprehensive nature of dictatorial repression and its impact on the trajectories of survivors, concentrating the analysis on what these people had to experience after leaving the detention sites alive. The fact that they were released or "legalized" did not imply an end to the persecution and the afflictions they suffered; on the contrary, a large part of the universe of survivors continued to be subject to other repressive mechanisms that were articulated on a different scale and intensity to the clandestine detentions and that also had an impact on their biographies: imprisonment in legal jails; exits and returns from the country regulated by the State; forms of surveillance and harassment; and dismissals and prohibitions on employment in strategic areas intervened by the Armed Forces. The study of these factors is relevant not only for understanding the characteristics of dictatorial repression in a region far from the major urban centers, but also for re-dimensioning the complexity of the trajectories of the survivors as victims of the repressive apparatus. In order to carry out this task, we analyze a series of cases that form part of different sections of the legal proceedings in the federal courts of Bahía Blanca.

Keywords: Survivors; Repression; Dictatorship

 

Fecha de recepción: 11 de julio de 2022

Fecha de aceptación: 16 de agosto de 2022

Más allá de las desapariciones: reflexiones sobre las experiencias de las/os sobrevivientes de la represión clandestina en la Subzona 51 (1976-1983)

 

Cristian Rama*

Introducción

 

Desde la última dictadura los relatos de las/los sobrevivientes de la desaparición forzada se convirtieron en uno de los principales vehículos para el conocimiento de las violaciones a los derechos humanos que se vivían en el país. A partir del recuerdo fáctico de la propia historia y de las experiencias de compañeras/os de militancia asesinadas/os y desaparecidas/os, estas personas fueron clave para visibilizar la magnitud de la represión. La centralidad en los reclamos de las organizaciones políticas y humanitarias involucradas en la denuncia, tanto en el país como en las redes transnacionales del exilio, estuvo en aquello que constituyó el peor escenario, las desapariciones, las torturas, el asesinato de miles de personas, el ocultamiento de los cuerpos y el robo de las/os hijos nacidos en cautiverio.[1] Años más tarde, a mediados de la década del ochenta, las investigaciones de la CONADEP y el “juicios a las juntas”, dos instancias que impactarían en las memorias del periodo y a futuro, también estuvieron centradas en este universo de víctimas. El lugar destacado de la desaparición en el ámbito público moduló el de las/os sobrevivientes, siendo la faceta testimonial la más reconocida en torno a su figura.

 

Las “apariciones” públicas durante esta etapa, sin embargo, no estuvieron exentas de tensiones y de límites. La demarcación del lugar liminal como testigos de las desapariciones fue acompañada por mecanismos de legitimación y denegación, no sólo en los tribunales, sino también en el ámbito de las organizaciones políticas y humanitarias (Watts, 2009; Feld y Messina, 2014; Tello, 2015; Rama, 2020). Durante las primeras dos décadas que siguieron al golpe de Estado las/os sobrevivientes tuvieron dificultades para referir –entre otras cuestiones– a la militancia revolucionaria, a los grises de lo vivido en los espacios de detención (Messina, 2012) o, en el caso de las investigaciones judiciales, para que fueran considerados ciertos tipos de crímenes, como ocurrió con los delitos sexuales (Bacci, 2015). En palabras de Adriana Calvo, ex detenida con una extensa trayectoria en la lucha humanitaria, “éramos casi como caseteras a las que se les aprieta el ‘play’ y el ‘stop’ a gusto, los aparecidos fuimos objetos parlantes a los que se escuchaba hasta ahí”.[2]

 

En la última década y media, ante el escenario de reapertura de los juicios luego de la nulidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, las/los sobrevivientes tuvieron nuevamente un rol central. En un contexto en el que distintos actores de la sociedad civil y del Estado generaron ámbitos, sitios, espacios y un conjunto de políticas públicas en torno a los reclamos de “Memoria, Verdad y Justicia” –algunas de estas de carácter reparatorio–, las condiciones para la escucha y para lo decible con respecto a la militancia de los años sesenta y setenta y sobre la sobrevida también se vieron modificadas. Como sostiene Mariana Tello (2017), en esta etapa el registro social no estuvo solamente en su lugar como testigos, sino también, ahora de manera masiva, en su calidad de víctimas. A partir de los juicios muchas de estas personas pudieron suturar identidades heridas, restituyeron un contexto a las situaciones vividas y tradujeron ese mundo invertido y cuestionado (p. 24). Probablemente estas condiciones, junto al impulso de las causas judiciales, sean algunos de los factores que permiten explicar el notable crecimiento en la participación pública de víctimas que hasta esta etapa, por diferentes motivos, no habían relatado sus experiencias.

 

Dichas “apariciones”, producidas en paralelo a la desclasificación de documentación relevante sobre el accionar de las Fuerzas Armadas, a la conformación de archivos especializados en la historia reciente y a la expansión de las investigaciones académicas, han habilitado el acceso a un material fundamental que sirve para repensar no sólo a las/os sobrevivientes como actores sociales y políticos (Messina, 2012; González Tizón, 2018), sino también las dinámicas que adquirió la represión estatal y paraestatal a mediados de los años setenta (Águila, Garaño y Scatizza, 2016).

 

En esta línea, tomando como opción metodológica la reducción de escala de análisis, el presente escrito propone estudiar las experiencias del conjunto de sobrevivientes del dispositivo represivo en el territorio que durante la última dictadura conformó la Subzona 51.[3] Específicamente, aborda el carácter integral de la represión dictatorial y su impacto en las trayectorias vitales, concentrando el análisis en lo que estas personas debieron experimentar luego de salir con vida de los sitios de detención clandestina. Se sostiene que el hecho de que fueran liberadas o “legalizadas” no implicó el fin de la persecución y de las afecciones; por el contrario, como ocurrió con otras víctimas de la represión –no desaparecidas–, gran parte del universo de ex detenidos continuó siendo objeto de mecanismos represivos que estuvieron articulados en distinta escala e intensidad a las detenciones y que también tuvieron impacto en sus biografías: prisiones en cárceles legales; salidas del país y retornos regulados por el Estado; modalidades de vigilancia y de hostigamiento; y bajas y prohibiciones para el empleo en los ámbitos estratégicos intervenidos por las Fuerzas Armadas. El estudio de estos factores resulta relevante no sólo para comprender las características que adquirió la represión dictatorial en una región alejada de los grandes centros urbanos, sino también para redimensionar la complejidad de las trayectorias de las/os sobrevivientes como víctimas.

 

Para llevar adelante esta tarea, se analiza un conjunto de casos que forman parte de las causas tramitadas en la justicia federal de Bahía Blanca en la última década y media.[4] Estos expedientes acumulan documentación producida durante la dictadura, en tiempos de la transición a la democracia, a fines de los años noventa, y en las instancias orales de la etapa ulterior. Por lo tanto, no sólo se analizan las sentencias y sus fundamentos, sino el cúmulo de fuentes incorporado en cada causa: denuncias, testimonios, inspecciones, informes, material de inteligencia, decretos, reglamentos militares, entre otros.

 

Los espacios de detención en la Subzona 51 y las/os sobrevivientes

 

Una de las primeras cuestiones que es posible notar a partir de la expansión cuantitativa y cualitativa de las investigaciones –judiciales, académicas y del activismo humanitario–, es la existencia de una gran cantidad de sobrevivientes en comparación con el registro que se hizo de estas víctimas en los años ochenta. Como se mencionó, la reapertura de los juicios parece haber sido clave en este sentido, ya que habilitó la participación de muchas personas que hasta el momento no habían podido –por diversos motivos– narrar sus experiencias.

 

Con respecto a la región, a partir del análisis de las causas tramitadas en el Tribunal Oral Federal en lo Criminal (TOFC) Nº 1 de Bahía Blanca, se observa que de las/os setenta (70) sobrevivientes que brindaron testimonios en la etapa transicional, ese número se multiplicó por cinco.[5] En este sentido, se ha podido contabilizar que al menos cuatrocientos setenta (470) personas padecieron la desaparición forzada y, de ellas, unas/os trescientos ochenta (380) fueron liberadas o “legalizadas”.

 

Esta “aparición” molecular, pero masiva en la arena judicial, volcó en el ámbito público una serie heterogénea de historias –individuales y colectivas– que, junto a la recuperación de otras fuentes, aumentaron el conocimiento sobre la represión en esta parte del país. Como sostiene la historiadora Lorena Montero (2017, p. 83), la reapertura de los juicios en 2005 abrió un escenario en el que se incluyeron otros centros clandestinos de detención (CCD) y en el que la mirada sobre los procesos represivos comenzó a ampliarse. De aquellos primeros testimonios publicados en septiembre de 1984 en el “Informe de la CONADEP delegación Bahía Blanca y zonas aledañas” que se centraban en el centro clandestino la “Escuelita”, en el Batallón de Comunicaciones 181 –ambos ubicados en el predio del V Cuerpo del Ejército– y que mencionaban un posible CCD de la Armada en la Base Puerto Belgrano,[6] actualmente se ha aportado información sobre diversos sitios de detención en los que también se llevaron a cabo prácticas clandestinas, pudiéndose identificar dinámicas, objetivos, circuitos, un mayor número de personal policial, militar y civil involucrado en los crímenes, y otras víctimas.

 

La distribución de este entramado es un tema sobre el que reflexiona la historiadora citada. Con el foco puesto en los niveles de clandestinidad del dispositivo, Montero (2019) explora las funciones diferenciadas de los sitios considerados CCD (la “Escuelita” de Bahía Blanca, el Buque ARA “9 de Julio” y “Baterías”), en comparación con los lugares públicos en los que se cometieron prácticas clandestinas y semiclandestinas, como las comisarías de la Policía Federal Argentina y de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, las delegaciones de Prefectura, el Batallón de Comunicaciones 181, y la Unidad Penitenciaria Nº 4. Al igual que en otras partes del país,[7] los CCD fueron constituidos como los puntos nodales de una estructura de mayor dimensión que involucró lugares transitorios de encierro y tortura, y la circulación de prisioneros desde y hacia otras subzonas y zonas.

 

A partir de este registro, Montero destaca distintas etapas en el desarrollo de la represión que sirven para pensar cómo los cambios en los objetivos tuvieron repercusión en el funcionamiento de los espacios. Tanto en el ámbito en el que actuó el Ejército como en el que estuvo a cargo de la Armada las decisiones sobre el destino de las y los detenidos fueron mutando, existiendo una primera etapa –luego del periodo de violencia paraestatal–, alrededor del primer trimestre post golpe de Estado, en la que las liberaciones y “legalizaciones” fueron ampliamente mayoritarias en relación con la cantidad de personas asesinadas, y otra, desde junio de 1976 hasta aproximadamente mediados del año siguiente, en la que esa tendencia se modificó y los asesinatos crecieron de manera sustancial. Del casi centenar de víctimas asesinadas, ochenta fueron desaparecidas o muertas y presentadas en falsos “enfrentamientos” en esta etapa.

 

Algunos indicios sobre por qué las Fuerzas Armadas llevaron a cabo estas políticas diferenciales en la dinámica represiva los proporciona otra historiadora, Belén Zapata (2018), quien destaca que tanto para los comandos del Ejército y de la Armada, como para ciertos actores civiles y empresariales del ámbito local –por ejemplo, los directivos del diario “La Nueva Provincia”–, había sitios estratégicos sobre los que era prioritario actuar, entre otros: el puerto, las telecomunicaciones, la energía, la administración pública municipal, la construcción, y las universidades. En esos ámbitos, los gremios y las organizaciones políticas de las/os trabajadores tenían gran capacidad de acción y una tradición de conflictividad, por lo que podían presentar una oposición a las intervenciones.[8] De este modo, es factible pensar que durante los meses que rodearon al 24 de marzo las fuerzas represivas actuaron sobre estos sectores por dos razones. En primer lugar, por la necesidad de tomar los sitios institucionales y estratégicos para el funcionamiento político y económico de la región, y segundo, porque allí podían producirse posibles focos de conflicto. Como sostiene Zapata y como se verá en este artículo, en paralelo a las detenciones clandestinas las Fuerzas Armadas ejecutaron una serie de mecanismos con el fin de disciplinar a las/os trabajadores. En junio de 1976 esta tendencia cambió parcialmente al crecer significativamente el número de detenidas/os que resultaron asesinados (Montero, 2019). Los “blancos” u “objetivos” en este segundo periodo fueron de manera mayoritaria, aunque no sólo, las/os militantes de la izquierda peronista que actuaba en las universidades y en las barriadas populares, fundamentalmente los sectores revolucionarios (Montoneros, Juventud Peronista, Peronismo de Base, etc.). En general, estas personas fueron vistas por última vez con vida en el CCD la “Escuelita” de Bahía Blanca, sitio que tuvo la mayor cantidad de desaparecidos/as, o en el CCD “Baterías”, ubicado en la Base Naval de Infantería de Marina Baterías en Punta Alta. No obstante, aun en esta etapa de aniquilamiento sistemático, la cantidad de liberaciones y de “blanqueos” siguió siendo superior con respecto al total.

 

A diferencia de lo ocurrido en algunas de las ciudades más pobladas del país donde funcionaron grandes centros clandestinos en los que predominaron las desapariciones seguidas de muerte (por ejemplo, ESMA, Campo de Mayo, La Perla), la constatación de las variaciones temporales y espaciales en la región permite introducir matices sobre la caracterización que describe a los espacios de detención fundamentalmente como lugares de aniquilamiento físico (Montero, 2019). Este punto es clave. En paralelo a los asesinatos, las Fuerzas Armadas dejaron con vida a una porción sustancial de las/os prisioneros y gestionaron esos destinos mediante dos formatos: las liberaciones directas y las “legalizaciones”, ambas divergentes, con implicancias también diferenciables en las trayectorias. En el plano subjetivo e intersubjetivo, las salidas supusieron la pervivencia de las secuelas del cautiverio, efectos que pudieron continuar afectando lo cotidiano y a los vínculos. Durante un tiempo la situación de extrema anomia que posibilitaba la desaparición cesó, sin embargo, esa clausura fue inestable e incierta. La sensación de continuar bajo amenaza pudo seguir condicionando a las víctimas y a los entornos (Rama, 2020). Por otro lado, las salidas reconfiguraron las condiciones de posibilidad para la aplicación de otros mecanismos de control y disciplinamiento, muchos de los cuales estaban siendo utilizados contra otras/os “represaliados” –no desaparecidos–. Salir con vida no implicó el fin de la persecución, por el contrario. Sobre estos formatos, prácticas y experiencias tratan los próximos apartados.

 

Legalizaciones

 

La articulación entre las cárceles y los espacios de detención clandestina es quizás uno de los formatos que referiré en este artículo que mayor atención ha recibido por parte de la historiografía. Existe un cúmulo de investigaciones que desde el análisis de las características de la prisión política ha tratado la permeabilidad entre ambas caras del entramado represivo (Merenson, 2004; Guglielmucci, 2007; Giménez, 2014; D’Antonio, 2016; Garaño, 2020), por ese motivo no le dedicaré demasiado espacio. Aun así, interesa destacar algunas aristas que el “achicamiento” de la escala y el seguimiento de las trayectorias de las/os sobrevivientes permiten.

 

En primer lugar, es posible identificar la importancia que adquirió el mecanismo de “legalización” en términos cuantitativos en la región. De las trescientos ochenta (380) personas que salieron con vida de los espacios de detención clandestina entre marzo de 1976 y enero de 1979, alrededor de un tercio, ciento veinte (120), fue enviado a la UP Nº 4 de Villa Floresta –en Bahía Blanca– y, en general, luego de unos pocos meses, a otras unidades penitenciarias.[9] El circuito de los varones pudo involucrar a la UP Nº 6 de Rawson, la UP Nº 2 de Sierra Chica, la UP Nº 9 de La Plata y la UP Nº 9 de Neuquén; el de las mujeres la UP Nº 8 de Olmos y la UP Nº 2 de Villa Devoto.[10]

 

El “blanqueo” fue una práctica desarrollada durante toda la etapa en la que se registran desapariciones forzadas, particularmente en la fase más intensa de la represión. Dos de los momentos en los que se produjo la mayor cantidad de enlaces fueron los meses inmediatamente posteriores al golpe de Estado, abril y mayo de 1976, y entre noviembre de 1976 y febrero de 1977, periodos con los mayores niveles de concentración de detenidas/os en los sitios clandestinos (Montero, 2019; Rama, 2020). Una hipótesis, en este sentido, es que el Ejército, fuerza con la responsabilidad operativa, hizo uso de las “legalizaciones” para “descomprimir” la densidad poblacional de los espacios de detención, evitando así liberaciones masivas y manteniendo el control de las/os detenidos en sitios de encierro especializados. En este sentido, las “legalizaciones” pueden ser consideradas, al menos en estas fases, como parte de una política de control territorial y poblacional de mayor alcance. Luego de un periodo, que pudo promediar entre el año y el quinquenio, las/os presas/os fueron liberadas/os de manera atomizada y generalmente bajo un sistema de “libertad vigilada”, mecanismo –como se verá– por el cual los comandos de cada zona controlaron los procesos de “reinserción social”.

 

Si bien las diferencias en cuanto a las condiciones de cautiverio entre los espacios de detención clandestina y las unidades penitenciarias son a primera vista notorias, sobre todo si se piensa en las consecuencias que podía traer aparejado el reconocimiento público de las detenciones, corresponde decir que existieron a la vez muchas líneas de continuidad y que las fronteras entre lo clandestino y lo legal fueron permeables. La propia lógica penitenciaria estuvo conformada por prácticas represivas visibles y otras secretas con las que el servicio penitenciario buscó atacar las subjetividades y los cuerpos de las/los prisioneras/os políticos (D’Antonio, 2016). Tal como surge en los testimonios de ex presas/os, en las causas judiciales y en las investigaciones académicas, las/os detenidos podían volver a ser “encapuchados” e interrogados por oficiales del Ejército, aislados en celdas de castigo (“chanchos”), ser objeto de golpizas, no recibir atención médica, y ser vigilados y hostigados a través de diversos mecanismos (requisas, censura de material de lectura y correspondencia, etc.). En algunos casos, la utilización de tormentos y torturas culminó en asesinatos.[11]

 

Asimismo, el ingreso a la cárcel pudo no traducirse en un “blanqueo” inmediato, continuando la situación de desaparición varios días después del traslado a la unidad penitenciaria. En los casos de Alicia Partnoy y de Carlos Sanabria, en ese entonces compañeras/os y militantes de la Juventud Peronista (JP), luego de pasar más de cuatro meses desaparecidas/os en la “Escuelita”, entre el 12 de enero y el 25 abril de 1977, fueron trasladadas/os a la cárcel de Villa Floresta, quedando aisladas/os en celdas de castigo durante cincuenta y dos días más.[12] Experiencias similares ocurrieron entre los últimos meses de 1978 y enero de 1979, cuando el Ejército mantuvo detenidas, sin reconocimiento legal, a decenas de ciudadanas/os chilenos y argentinos en el marco del conflicto con Chile por el Canal de Beagle en la UP Nº 4, luego de que la mayoría de estas personas hubiera sido torturada en comisarías.[13]

 

Si el “blanqueo” resultó ser el andamiaje principal de comunicación entre las dos facetas del circuito de cautiverios, la clandestina y la legal, también pudo ocurrir el curso inverso, el reingreso de presos “legalizados” a la clandestinidad. Con respecto a las víctimas de la región, uno de estos casos involucró a Víctor Benamo, abogado de presos políticos y ex rector de la Universidad Nacional del Sur (UNS), y a Mario Medina, ex diputado provincial por el Frente Justicialista de Liberación (FreJuLi). Estos militantes peronistas permanecieron desaparecidos en el centro clandestino “la Escuelita” de Bahía Blanca entre abril y mayo de 1976. A las semanas del inicio de dichos cautiverios fueron “legalizados” y traslada­dos a la UP Nº 4, y luego de unos meses conducidos a la UP Nº 6 de Rawson. Aproximadamente al año, por recorridos diferentes, Medina y Benamo fueron retirados de esa cárcel, trasladados nuevamente hacia Bahía Blanca y desde allí llevados a La Plata. Una vez en la capital bonaerense no fueron alojados en la UP Nº 9, sino que se los ingresó al circuito de centros de detención comandado por el teniente coronel Ramón Ángel Camps, situación que duró alrededor de un mes. Luego de ese tiempo, en el que volvieron a padecer torturas, fueron reintroducidos en la trama legalizada, siendo conducidos a la UP Nº 6.[14] Además de ser un caso que permite ejemplificar la permeabilidad entre lo legal y lo clandestino en el dispositivo, llama la atención los tiempos, las distancias y la “sobrevivencia” de las víctimas a este proceso. Más de un año de detención “legal” para volver a la clandestinidad y, luego, nuevamente a la cárcel.

 

En síntesis, el análisis de los casos permite interpretar varias cuestiones. En primer lugar, la centralidad que tuvo la “legalización” de prisioneros como uno de los modos de gestión de la población detenida en los espacios de detención clandestina. Más de un tercio de quienes salieron con vida de estos sitios fue “legalizado” y puesto a disposición de las prácticas diseñadas para el trato de prisioneras/os en las cárceles. Dicho en las categorías con las que se suele representar al universo de las víctimas de la represión dictatorial (Jensen y Montero, 2016), la tercera parte de las/os sobrevivientes fue también presa/o política/o. En segundo lugar, la “legalización” supuso un reconocimiento público, pero no el fin de situaciones de “excepcionalidad jurídica”. Las/os presos continuaron siendo objeto de diversos mecanismos represivos con los que el personal del servicio penitenciario buscó afectar sus cuerpos, subjetividades y vínculos, incluso sometiéndolos/as nuevamente a periodos de clandestinidad, aislamientos, interrogatorios, torturas, traslados irregulares, abusos, y golpizas, que en algunos casos derivaron en muertes.

 

Finalmente, el hecho de haber sido ingresadas/os en las cárceles también supuso la gestión de sus salidas. Por un lado, la dictadura hizo uso de una serie de instrumentos legales que posibilitó la exclusión del país y la prohibición del retorno de un conjunto de presos/as (Pisarello, 2014; Jensen y Lastra 2016). Por ejemplo, las expulsiones y deportaciones, en los casos de extranjeros y de ciudadanos con doble nacionalidad, y el otorgamiento del derecho de “opción” en los de los/as connacionales. De los casos de la región, más de una decena de personas salió del país utilizando el derecho de “opción”. Con pocas excepciones, como el caso de Hipólito Solari Yrigoyen, que pudo hacerlo en el año 1977 gracias a una intensa campaña en el exterior, la mayor parte de las/os “opcionados” migró en el contexto de la visita de la CIDH de 1979, momento en que la dictadura comenzó a otorgar la “opción” con mayor regularidad ante el incremento de la presión internacional. Por otro lado, con respecto a quienes fueron excarcelados en el territorio nacional, sus salidas fueron enlazadas a una modalidad de control estandarizada: la “libertad vigilada”. Este régimen consistió en la regulación de un contacto periódico entre las/os liberados con personal policial/militar por un periodo de al menos seis meses. En ese tiempo, debían “dar cuenta” de sus actividades –por ejemplo, informar sobre la permanencia en un empleo y acerca de las relaciones sociales que establecían–; y quedaban imposibilitados de salir de un radio preestablecido por los comandos de cada zona. No obstante, la “libertad vigilada” no fue el único mecanismo que la dictadura utilizó para controlar las reinserciones en el territorio. Tanto para quienes salieron de manera directa de los centros clandestinos entre 1976 y 1977, como para las/os excarcelados, el accionar por parte de los servicios de información pudo continuar, en algunos casos bajo formatos “tradicionales” de vigilancia, en otros a través de prácticas que oscilaron entre lo clandestino y lo visible propias del dispositivo represivo.

 

Vigilancia, control y hostigamiento

 

Además de las expulsiones y opciones, para una parte de las/os sobrevivientes seguir habitando las ciudades o pueblos donde habían sido secuestradas/os no fue una alternativa, la sensación de continuar bajo amenaza llevó a varias/osa migrar, produciéndose así exilios e insilios (Rama, 2020). En cuanto a las personas que salieron del país, algunas pudieron insertarse en redes de exiliados y narrar allí por primera vez sus experiencias. En ciertos casos fue el comienzo de una larga trayectoria como militantes en la que tomó centralidad el testimonio de lo vivido (Messina, 2012; Rama, 2020). Para la mayoría, sin embargo, ya fuera por cuestiones económicas, vinculares, emocionales o de otra índole, el exilio no fue una opción, por lo que estas personas permanecieron en las ciudades o pueblos donde habían sido secuestradas, quedando sujetas a las prácticas de los organismos de inteligencia que desde décadas atrás funcionaban en la región y que en este periodo conformaban la “comunidad informativa” (Montero, 2017). Tomando como fuente los expedientes judiciales que tuvieron sentencia en la última década –“Bayón”, “Stricker”, “González Chipont” y “Fracassi”–, se logró relevar que la cantidad de víctimas que aparece registrada en informes de inteligencia luego de salir de los CCD representa el setenta y uno por ciento (71%) de la totalidad de sobrevivientes que fueron casos. Si bien es un número provisorio, resulta un porcentaje considerable.[15]

 

A esta actividad que quedó registrada en la burocracia de las instituciones militares debe sumarse otra que es posible conocer a través de los testimonios de quienes la padecieron. Durante el año 1976, por ejemplo, oficiales y suboficiales que actuaban en el CCD la “Escuelita” establecieron contactos con algunas de las víctimas liberadas en una estrategia que pareciera haber tenido varias aristas: en primer lugar, recolectar información para producir nuevas detenciones; segundo, ejercer una vigilancia; y finalmente, exponer ese control para seguir afectando las subjetividades y los círculos relacionales.

 

Uno de los personajes destacados por este tipo de prácticas fue el suboficial Santiago Cruciani,[16] quien como parte del Destacamento 181 de Inteligencia del V Cuerpo comandaba los interrogatorios en la “Escuelita”.[17] Conocido en el CCD como el “tío” y fuera de este como “Mario Mancini”, Cruciani se hizo presente en la cotidianidad de las víctimas, se infiltró en una comunidad parroquial –“Nuestra Señora del Carmen”–, convocó a ex detenidos/as y a familiares de desaparecidas/os a “citas” en espacios públicos y en las oficinas del destacamento, y mantuvo correspondencia con algunas de estas personas hasta entrados los años ochenta. También, junto al oficial del Departamento de Inteligencia II, Julián “laucha” Corres, otro de los principales torturadores del CCD, realizó “interrogatorios” a detenidos legalizados en la UP 4.[18]

 

Tres de las primeras personas secuestradas y mantenidas cautivas en la “Escuelita” entre los días 19 y 25 de marzo de 1976 eran empleadas de la municipalidad de Bahía Blanca, dos de ellas relacionadas con el gremio de trabajadores municipales.[19] A los pocos días de ser liberadas, Cruciani fue contactando a cada una. Como recuerda Héctor:

 

Después que me liberaron, un día estaba en la fila para fichar la salida y un compañero me dice que había alguien preguntando si podía verme. En la puerta le pregunté qué quería. Me preguntó cómo me encontraba y si lo reconocía. Le dije que bien y que no lo reconocía. “¿Cómo no te acodas de mí, macho?”, soltó el tipo (…) Todo el mundo lo conoce como “tío”, a lo sumo Mario Mancini, o el nombre verdadero, Santiago Cruciani. Pero [Claudio] y yo lo identificamos como “Macho” porque estaba todo el tiempo diciendo eso. Me preguntó si quería tomar un café y le dije que no.[20]

 

Quien llevaba a cabo los “interrogatorios” en el sitio de detención exponía nuevamente su voz, sus códigos y mostraba su rostro para que lo reconocieran. Iba al trabajo de Héctor, la municipalidad, donde lo podían ver otras/os compañeros. Eso no importaba, por el contrario, pareciera que pretendía transmitir que el poder que ejercía en el CCD también lo tenía afuera, que podía desplazarse por la ciudad e ingresar a la municipalidad con ese grado de impunidad.

 

Las familias de Héctor y Claudio –dos de la/los tres liberados–, y la hija del intendente depuesto, Nora Martínez, habían hecho denuncias en delegaciones policiales por los secuestros, por lo que, a primera vista, la visita de Cruciani podría haber tenido como objetivo condicionar lo decible en esos testimonios. De hecho, durante el juicio “Bayón”, Héctor aclaró que una vez en la delegación policial no dijo nada por protección y que la sensación de temor la llevó consigo durante mucho tiempo, “fueron tiempos oscuros hasta el retorno de la democracia”.[21]

 

El diálogo con Claudio fue un tanto distinto y permite pensar en otra cuestión. Sorprendido y con temor por la reaparición del represor, aceptó el café y se sentó a escuchar qué quería. En esa entrevista Cruciani justificó la tortura y le ofreció ser informante: “La oferta que me hace es que si sabía de algo le contara”.[22] Eran los primeros días de la dictadura, con lo que un “infiltrado” en el municipio podía tener fines utilitarios, dar con otros funcionarios o gremialistas. Durante más de un año, a pesar de que Claudio se negó, Cruciani continuó con el acoso realizando llamados telefónicos esporádicos, amenazándolo y convocándolo a entrevistas en las oficinas del destacamento. Debido al hostigamiento – también recibido por parte del interventor municipal, Víctor Puente–, Claudio dejó su trabajo y migró hacia Lomas de Zamora, según recuerda, como forma de protección. Algo similar ocurrió con Héctor que, si bien permaneció en la ciudad, renunció a la municipalidad y comenzó a trabajar en un banco: “Nadie que haya vivido esta situación puede ignorar las consecuencias, el miedo fue permanente, hasta la democracia”. Si la experiencia en el CCD marcó en adelante sus biografías, la persecución posterior y la sensación de permanecer bajo amenaza enlazadas a aquella son elementos para pensar las afecciones y las derivas en las trayectorias. El accionar del torturador de la “Escuelita” en la vida cotidiana fue experimentado como un peligro para sí y para sus afectos, por ello, ambos reaccionaron y buscaron formas de protección.

 

En otros casos, la liberación y permanencia de las víctimas en la región posibilitó un segundo secuestro. Ocurrió con al menos una veintena de personas que, habiendo sido detenidas una primera vez, volvieron a ser secuestradas y trasladadas a los espacios de detención de Bahía Blanca para ser objeto de “interrogatorios”.[23] La importante cantidad de instituciones represivas actuando de manera coordinada en la subzona (Ejército, Armada, Prefectura, Gendarmería, Policía Federal Argentina, Policía de la Provincia de Buenos Aires, Servicio Penitenciario de la Provincia de Buenos Aires, Policía de la Provincia de Río Negro), muchas de estas concentradas en Bahía Blanca, como así también la baja densidad poblacional pudieron haber sido factores clave en este aspecto.

 

Con la excepción de Norberto Eraldo, quien luego de ser detenido dos veces por la Armada aún permanece desaparecido, la mayoría de estas víctimas resultó nuevamente liberada o “legalizada”.[24] En estos casos el segundo secuestro tuvo como destino los espacios de detención del Ejército, tanto el Batallón de Comunicaciones 181 como la “Escuelita”, sitios en los que se produjeron interrogatorios y periodos de cautiverio de distinta índole. Las experiencias son heterogéneas: personas que fueron recapturadas a los pocos días de liberadas, otras que padecieron el segundo secuestro tras varios meses; casos en que los que la permanencia en los sitios de detención duró horas, y otras que fueron liberadas o “legalizadas” luego de varias semanas.

 

En cuanto a la actividad de las agencias de información que quedó registrada en la burocracia estatal, se observa que los organismos tuvieron especial preocupación por la reorganización o por el desarrollo de espacios de activismo político, gremial, cultural o de derechos humanos en el territorio. Ante esta posibilidad, el personal de inteligencia realizó seguimientos sobre las/os militantes, incluyendo a quienes habían padecido las detenciones clandestinas. En estos registros no sólo es posible advertir la continuidad en las prácticas de vigilancia en momentos posteriores a las salidas de los espacios de detención, sino también su perdurabilidad durante el resto del periodo dictatorial –e incluso hasta entrada la democracia–.

 

Una de las fuentes en las que esto aparece son los informes zonales que hacía la Prefectura a través del Servicio de Inteligencia de la Prefectura Naval Argentina (SIPNA), como parte del Plan de Capacidades (PLACINTARA). Los escritos eran extensos textos clasificados por “factor” (“gremial”, “político”, “económico”, “subversivo”, etc.), localidad o región, y periodizado por mes, bimestre o trimestre, que detallaban la actividad de cada organización y de las personas individualizadas.

 

Por ejemplo, en junio de 1976, a menos de tres meses de que la Armada tomara el control del puerto de Ingeniero White, un informe de la Prefectura Zona Atlántico Norte (PZAN) hacía alusión a la situación en la “Sociedad de Amarradores”. En este escrito, el agente destacaba que la situación era “normal”, que la Comisión Directiva desarrollaba actividades únicamente relacionadas con la obra social de sus afiliados, y puntualizaba que entre los miembros de la comisión se encontraba Raúl Florido, militante de Montoneros, destacando que el causante era controlado sin observarse que desarrollara actividad política acorde a su ideología dentro de la zona portuaria.[25] La vigilancia sobre el puerto permitía al efectivo de prefectura dar con una de las personas que había sido señalada como “blanco”, detenida por dicha fuerza y mantenida cautiva durante un mes en el V Cuerpo, apuntando que continuaba siendo observada.

 

El control sobre las actividades de Raúl aparece en otra fuente producida tres años más tarde, el 25 de julio de 1979. El documento en cuestión alude a una supuesta revinculación con la organización Montoneros, hecho por el cual la PZAN, bajo la firma del Jefe de la Sección Informaciones Francisco Manuel Martínez Loydi, pidió al Servicio de Inteligencia del Estado (SIDE) el aval para realizar una intervención telefónica en el domicilio de la víctima:

 

…con el objeto de solicitarle, contemple la posibilidad de efectuar un Control Telefónico del N° [figura número], perteneciente a Raúl Florido (a) “Cachito”, con domicilio en la calle [nombre y número de calle] de Ingeniero White. El causante de tendencia peronista, durante el año 1975/76 concurre a reuniones organizadas por Montoneros. Detenido el 25-03-976, y puesto a disposición del Comando Vto. Cuerpo del Ejército, posteriormente recupera la libertad. Se sospecha posible re vinculación con BDT. La presente se requiere especialmente de horas 1200 a 1500 y de 1900 a 2400 los días hábiles y durante las 24 horas. Se agregan antecedentes en forma adjunta.[26]

 

Ante la sospecha de un contacto con Montoneros, Prefectura solicitaba la intervención del teléfono en el domicilio de Raúl y fundamentaba la vigilancia apelando a los “antecedentes”. En el listado de dichos “antecedentes” figuraba la concurrencia a reuniones organizadas por Montoneros y su cautiverio y liberación dispuesta por el V Cuerpo. Al igual que en los meses posteriores al golpe de Estado, tres años después Raúl seguía vigilado por uno de los organismos represivos estatales y era sometido a una modalidad de control que irrumpía en su vida cotidiana e intimidad y que lo ponía nuevamente en peligro.

 

Otra experiencia interesante que permite reflexionar sobre la continuidad en la persecución luego del periodo de detenciones es la de María Marta Bustos. En este caso hay varios registros sugerentes, se tomará uno. Miembro de una familia de militantes sindicales peronistas, María Marta había sido representante de la JP en el Concejo Deliberante de Bahía Blanca en el bienio previo a 1976. Perseguida por la Triple A local, que baleó su casa, y por las fuerzas estatales, que desde el año 1971 llevaron a cabo reiterados encarcelamientos y allanamientos, fue detenida inmediatamente después del golpe de Estado junto a sus hermanos y un grupo de vecinos por orden del V Cuerpo. El cautiverio en distintos espacios de detención, estando con un embarazo avanzado, duró alrededor de seis meses, primero de manera clandestina en el Batallón de Comunicaciones 181, luego “legalizada” a disposición del PEN en las unidades penitenciarias de Villa Floresta y de Olmos, donde dio a luz a su hija.[27] Una vez liberada, mientras el resto de sus hermanos continuaba en la UP Nº 6, Marta siguió siendo objeto de vigilancia.

 

Bajo el asunto “solicitud de información acerca de María Marta Bustos”, “factor extremismo”, el 06 de mayo de 1979 la Policía Federal Argentina (PFA) recomendaba “la captura de MARIA MARTA BUSTOS de LAMBRECH, y otros…, a requerimiento del Destacamento de Inteligencia Militar 101 La Plata, Dirección General de Inteligencia, Superintendencia de Seguridad Federal”. La solicitud provenía de una región en la que muchos/as militantes del sur de la provincia de Buenos Aires tenían redes e incluso participación territorial.[28] En respuesta a esta solicitud, una nota dirigida a una persona de apellido Trujillo, hacía saber que:

 

Esta señora estuvo en un caño por término de seis meses, posteriormente recuperó su libertad y estaría viviendo en la casa de los padres. Por esta razon (sic.) se considera que su captura no interesa, dado que estaría descolgada o afín de un servicio. Esta información fue dada por miembros de un G.T. extraoficialmente.[29]

 

El agente describía que un grupo de tareas había informado de manera “extraoficial” que Marta se encontraba “descolgada” –no tenía contactos con organización alguna– y que vivía en casa de sus padres. El informante concluía que la captura no era de interés y por eso no volvió a ser detenida. Al igual que en el caso de Raúl, la experiencia de esta militante peronista permite ver la larga temporalidad del accionar de los servicios de inteligencia y las continuidades. Tres años después del golpe de Estado y de su detención, si bien la intensidad de la represión en la región había descendido, Marta pudo ser víctima de un nuevo secuestro. Su libertad e incluso su vida estuvieron nuevamente condicionadas, en este caso sin que ella lo supiera.

 

Del mismo modo que en los informes zonales sobre el puerto de Ingeniero White la PZAN individualizaba y realizaba acciones de control sobre Raúl, también un grupo de sobrevivientes de las localidades de Viedma y de Carmen de Patagones aparecen identificados. Estos documentos fueron producidos durante los años 1981, 1982 y 1983, tiempos en los que, tras varios años de prisión, fueron retornando a esta comarca patagónica. Por ejemplo, en el Informe PLACINTARA del primer trimestre de 1983, “factor subversivo”, Viedma/Patagones, se hace una breve reseña de personas que “han tenido participación en organizaciones político-militares”, mencionándose que las mismos estaban individualizadas ya que todas habían permanecido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Como se señaló con anterioridad, la concentración de presas/os políticos en las unidades penitenciarias permitió a la dictadura regular las salidas y ejercer un control sobre los procesos de reinserción social. En la información que adherían a los informes se mencionaba el apodo, fecha de nacimiento, datos de filiación, DNI, domicilio, lugar de trabajo y ocupación, e información similar respecto de familiares. En este caso, la PZAN comunicaba acerca de la vida cotidiana de las/os ex detenidos y destacaba cada oportunidad en la que producían vínculos con organizaciones, referentes humanitarios o participaban en actos políticos.[30]

 

En algunos casos el personal de inteligencia que hacía estas actividades fue identificado por las víctimas. A diferencia de las grandes ur­bes, donde existen mayores márgenes para el anonimato, las personas que conviven en ciudades medianas y pequeñas o en poblados (urbanos, rurales o mixtos), debido, entre otras cuestiones, a la mayor cercanía, a la repetición en los vínculos y a la participación común en instituciones locales de la comunidad (escuelas, universidades, clubes, hospitales, clínicas, bancos, espacios culturales, etc.), suelen tener ciertos niveles de registro de sus vecinos y de sus actividades, lo que posibilita una mayor circulación de información sobre las/os otros.

 

Oscar Meilán, por ejemplo, ha narrado en distintas instancias que la persecución sobre él y su compañera no finalizó una vez liberado y que pudo saber las identidades de quienes continuaban ejerciendo esas prácticas.

 

Busqué y conseguí en algunos lugares. Vecinos de acá de Viedma, que evidentemente no tenían inconvenientes. Esto es importante para que veas cómo continuaba el acoso y la persecución por aquellos que habían sido nuestros propios secuestradores. Yo conseguí un primer trabajo en una agencia de quiniela acá en el centro (…). Atendía al público cuando hacía falta, sino me dedicaba a las tareas administrativas. Pero fijate, y esto pasó en otros lugares, habían puesto a alguien que trabajaba en la federal, que no era de los secuestradores. Yo lo conocía de fútbol (…). Y un día viene el regente de la empresa y me dice: “Mirá Oscar, yo lamento mucho esto, pero te voy a tener que pedir que te vayas, porque vino gente de la federal y me dijeron que si no te echaba me ‘reventaban’ el ‘boliche’”.[31]

 

Las características sociodemográficas de la localidad patagónica, en ese entonces una ciudad de veinte mil habitantes, fueron un factor clave por el cual Oscar pudo identificar a los servicios de inteligencia. En este caso, la vigilancia era llevada a cabo por un agente de la PFA delegación Viedma, misma fuerza que operó en su secuestro y traslado a la “Escuelita” de Bahía Blanca. El relato, sin embargo, no trata sobre un mecanismo “tradicional” de inteligencia, sino de una modalidad de hostigamiento en la cual el represor pareciera haber buscado condicionar la reinserción de la víctima. De hecho, no fue la única oportunidad en la que esto ocurrió, en los años siguientes agentes de civil se presentaron en otros dos empleos, presionando a quienes lo habían contratado para que lo despidieran; situación por la que Oscar acudió a uno de los jefes militares del área –el coronel Aráoz de Lamadrid– pidiendo que lo dejaran trabajar.

 

Estas escenas de hostigamiento aparecen en testimonios de sobrevivientes que se reinsertaron en otras áreas de la subzona, por ejemplo en Bahía Blanca y en Punta Alta,[32] y en otras partes del país –Córdoba, Capital Federal, Gran Buenos Aires, La Plata– (Tello, 2017; Rama, 2020; Martínez y Sarrabayrouse, 2021). Del análisis de los relatos puede interpretarse que fue un formato común que involucró a personal de las distintas fuerzas militares y policiales, en algunos casos ligado al funcionamiento de los espacios de detención, y que fueron modalidades recurrentes tanto en los tiempos de mayor intensidad en la represión como en los últimos años de la dictadura, tal como se pudo observar en el caso de Oscar.

 

Entonces, si los servicios de inteligencia fueron clave en el señalamiento de los “blancos” y en la producción de las detenciones, estos continuaron cumpliendo un papel importante en las acciones represivas que siguieron a las liberaciones. Además de la inteligencia “tradicional”, se expuso que hubo otros tipos de prácticas. Las modalidades variaron: visitas en las casas, en los lugares de trabajos; llamados telefónicos amenazantes; actos en los que los represores buscaron generar vínculos con las víctimas; seguimientos; y acoso en los espacios laborales. Este accionar pudo continuar incidiendo en la vida cotidiana de las personas represaliadas produciendo en muchos casos consecuencias. El próximo apartado profundiza sobre dos modalidades particulares aplicadas en el ámbito laboral que también tuvieron como telón de fondo la actividad de los servicios de información y que suman elementos para reponer el carácter integral de la represión y los efectos en las trayectorias de las víctimas.

 

Cesantías y “listas negras”

 

Otro de los aportes que produjo la recuperación de los archivos de inteligencia que se volcó como prueba en los juicios y que sirvió como fuente para un nutrido conjunto de investigaciones académicas, es el registro de distintas modalidades represivas con las que la dictadura “purgó” los sitios que consideró estratégicos. Sobre esta temática existen algunos trabajos, no sólo sobre la región que es objeto de este estudio, sino también sobre otras partes del país, como Rosario, Santa Fe y Buenos Aires (Águila, 2014; Ponisio, 2016; D’Antonio, 2019). En el caso de Bahía Blanca, las investigaciones históricas destacan la existencia de estos dispositivos en empresas e instituciones en las que el Ejército y la Armada llevaron a cabo intervenciones: los municipios, escuelas nacionales, hospitales, Ferrocarriles Argentinos, la Junta Nacional de Granos (JNC), la central termoeléctrica (DEBA), Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL), etc.– (Zapata, 2018). Uno de los sitios en los que esta política adquirió mayor dimensión fue en la Universidad Nacional del Sur (UNS), casa de estudios donde la Marina dio continuidad a una purga iniciada en el año 1974 por sectores paraestatales –la “Triple A” local– sobre profesores, trabajadores no docentes y estudiantes. Las desafecciones se profundizaron entre el 26 de marzo y el 31 de agosto de 1976, con la intervención del ex Capitán de navío Raúl González, periodo en el que produjeron más de doscientas cesantías (Orbe, 2014; Montero, 2019).

 

Dos de los mecanismos que sirvieron como sustento “legal” para el ejercicio de estas prácticas fueron las leyes 21.260 y la 21.274, promulgadas en los días posteriores al golpe de Estado por la Junta Militar (Águila, 2014; D’Antonio, 2019). Esta batería normativa posibilitó la baja de personal de planta, transitorio o contratado de la administración pública nacional y de empresas estatales, con una prohibición de reingreso de un periodo de cinco años. La celeridad con la que fueron decretadas y aplicadas –la primera salió publicada en el Boletín Oficial el 24 de marzo de 1976 y la segunda el 02 de abril– expone nuevamente la imperiosa necesidad de los militares de controlar el Estado en su capilaridad. Las cesantías o leyes de prescindibilidad tenían una extensa genealogía en el país, habiendo sido utilizadas por administraciones civiles y militares desde los años cincuenta (D’Antonio, 2019). La última dictadura volvió a legislar sobre la cuestión integrando esa estrategia en el dispositivo represivo diseñado para “erradicar” la “subversión”.

 

De las distintas causas judiciales que se llevaron a cabo en Bahía Blanca, la que mejor documenta estos mecanismos es la causa “Fracassi” –primer tramo del juzgamiento a responsables de hechos cometidos por la Armada–, ya que, como se mencionó, la Marina fue la que intervino en gran parte de los sitios “estratégicos”. Del análisis de este expediente se puede establecer que el número de personas que vio afectado su trabajo en Bahía Blanca y Coronel Rosales, sobre todo en tiempos en los que fueron secuestradas o al salir, es importante. De las/os cincuenta (50) sobrevivientes que fueron caso en el juicio de 2015, cuarenta y uno (41) eran trabajadoras/es, de los cuales veinte (20) fueron dejados cesantes por la Armada. En la mayoría de estas experiencias la lógica fue la misma, los interventores adujeron “razones de servicio”, de “seguridad”, la acusación de “abandono de trabajo” –que coincidía con el momento en el que los/as trabajadores/as estaban desaparecidos/as– o de realizar “actividades izquierdistas”, “comunistas” y “subversivas”.

 

Los organismos de inteligencia cumplieron un rol clave en la producción de las cesantías. En algunos casos, inclusive, la información que argumentaba la baja provino de los cuadros que actuaban en los espacios de detención. En el caso de Edgardo Carracedo, [33] por ejemplo, ex trabajador civil de la Base Naval Puerto Belgrano (BNPB), militante del Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y delegado de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE),[34] la fiscalía presentó como prueba material su legajo de servicios de la BNPB. Allí se indica que fue dado de baja el 01 de abril de 1976 –momento en el que estaba secuestrado en el CCD Buque ARA “9 de Julio”–. Según el documento, la Armada argumentaba la cesantía en el artículo 38 inciso 3 del Estatuto del personal civil de las Fuerzas Armadas, mediante el cual aducía “razones de seguridad”, citando que había información clasificada de contrainteligencia.[35] La División de contrainteligencia de la BNPB, perteneciente a la Fuerza de Tareas 2, tenía su sede en el mismo sitio donde según los testimonios de las/os sobrevivientes se llevaban a cabo los interrogatorios. Es decir, la información con la que se producía la baja provenía de la misma división que recolectaba información mediante torturas.

 

La desafección laboral pudo funcionar como un elemento más en la desestructuración. La estabilidad laboral y los vínculos en torno al trabajo generaban símbolos, identidades, redes y la pertenencia a una cultura común, todo eso quedaba parcialmente desarticulado con las desafecciones. Ocurrió en la historia de Edgardo,[36] pero también en la de gran parte de las/os sobrevivientes que fueron cesanteados. Por citar otro ejemplo, Aníbal, contador de YPF y delegado del gremio Sindicato Unidos Petroleros (SUPE), dado de baja de esta empresa y también de la UNS, donde era docente, recuerda que los daños que produjo la dictadura en su vida impactaron en varios órdenes:

 

A mi hijo le cortaron la beca de YPF, porque no era más hijo de un empleado de YPF. En la universidad también me dejaron cesante. El daño económico y moral, por ser un buen ciudadano. Yo tuve el agravio moral, el agravio físico y el agravio económico.[37]

 

Aníbal manifiesta el carácter integral de la represión y los efectos en su vida y en su familia. No sólo fue afectado por las condiciones del cautiverio que padeció durante más de una semana en el CCD Buque ARA “9 de Julio”, lo que denomina como “agravio físico”, sino que también expresa “daños” morales y económicos que excedieron el periodo en el que estuvo detenido. La pertenencia a YPF (ser “ypefeano”) y a la universidad eran pilares en su identidad y en la de su familia, a partir de esos símbolos se inscribía socialmente.

 

A los mecanismos reglamentados sobre los sitios laborales, deben sumarse otras prácticas que involucraron a personas que trabajaban en ámbitos estratégicos y con sindicatos combativos en los que predominaban formas de contratación informales, como ocurrió con los trabajadores del puerto de Ingeniero White. En estos casos, muchas de las actividades productivas no estaban reguladas por contratos de planta, sino que las contrataciones eran temporarias y tenían otros niveles de formalidad, sobre todo en la rama de los estibadores y de los jornaleros. De esta manera, las purgas no eran llevadas a cabo a través de normativas o leyes y por eso, debido al carácter clandestino, las fuentes son los testimonios de las propias víctimas y de otros testigos.

 

El puerto de Ingeniero White no era la primera vez que resultaba intervenido, por el contrario, debido a su carácter estratégico y a su larga tradición de conflictividad política, fue militarizado durante otros gobiernos militares. Según Belén Zapata (2014), a partir de octubre de 1966 el gobierno del dictador Juan Carlos Onganía buscó modificar el régimen laboral en los puertos mediante las leyes 16.971 y 16.972 y con el decreto 2.729. Los puntos más importantes de estos cambios fueron: el surgimiento de la figura del capitán de puerto –designado por el poder ejecutivo– que debía quedar a cargo de la coordinación de las tareas portuarias; la habilitación del puerto las 24 horas del día; y el no reconocimiento de la insalubridad. Esta serie de medidas, que avanzaban sobre conquistas que los trabajadores habían conseguido en los años previos, desató que el 19 de octubre de 1966 los gremios portuarios de todo el país declararan una huelga. El “lockout” encabezado por el Sindicato Unidos Portuarios Argentinos (SUPA) duró ciento cincuenta días, hasta ser derrotado. A raíz de este conflicto, muchos de los delegados no pudieron volver al puerto, cuando menos por un tiempo –en determinados casos varios años–, no por propia voluntad, sino porque aparecieron en “listas negras” (Zapata, 2014, p. 201). Las “listas negras” significaban una prohibición de facto, ilegal, un mecanismo coactivo por el que determinadas personas resultaban excluidas.

 

Entre fines de marzo y abril de 1976 estas modalidades fueron repetidas en el puerto, no obstante, a diferencia de lo ocurrido en la década previa, las exclusiones estuvieron urdidas a las detenciones clandestinas. El raid de secuestros de los trabajadores portuarios, diez en total, se produjo en las primeras dos semanas luego de iniciado el gobierno militar. El grueso fue detenido por los grupos operativos de la Prefectura delegación Bahía Blanca, siendo trasladado al CCD Buque ARA “9 de Julio” en la Base Naval Puerto Belgrano. En este sitio, la mayoría estuvo detenida por alrededor de una semana, aunque una menor cantidad de gremialistas permaneció desaparecida varios meses. En su testimonio en la etapa sumarial, el ex delegado del SUPA Orlando Apud, dijo: “Estuve detenido siete meses y siete años sin poder entrar al puerto”.[38] Las “listas negras” cumplieron los mismos objetivos que los mecanismos legales de exclusión laboral que se vienen examinando: el control de los espacios de trabajo, el disciplinamiento –tanto para los expulsados como para los que debían seguir concurriendo a trabajar al puerto–, y la desarticulación de vínculos y trayectorias de larga data, con la diferencia, como se viene diciendo, en su origen de facto y en su carácter coactivo.

 

Estos mecanismos diseñados para afectar el trabajo significaron para las víctimas generalmente una primera etapa de empleos no calificados, precarios, y eventuales. Para algunas personas esa precariedad se volvió estructural. En los fundamentos de la sentencia de la causa “Fracassi”, los jueces hacen mención al testimonio de Nélida, la compañera de Aníbal Marziani, quien testificó sobre las consecuencias que produjo en su pareja el periodo como detenido en el “Buque” y el abandono del puerto:

 

(…) recordó que Aníbal Marziani volvió a los quince días, que nunca más se acercó al puerto y recordó las consecuencias laborales de los hechos de los que fue víctima su marido. Nunca volvió a trabajar al puerto y pasó el resto de su vida haciendo trabajos eventuales.[39]

 

Aníbal, también estibador, había formado parte del SUPA desde mediados de la década del sesenta y tenía una trayectoria reconocida en el sindicato.[40] Luego de lo vivido en el CCD y tras las amenazas recibidas en el proceso de liberación, abandonó el puerto, lo que desencadenó la supervivencia a través de trabajos eventuales que, según el relato de su compañera, realizó hasta el final de su vida.

 

La inestabilidad laboral, la eventualidad, lo precario, se repite de modo similar en muchas de las historias. El trabajo informal y el cuentapropismo fueron las formas más comunes de afrontar ese contexto de afecciones y son un eje clave para pensar las trayectorias posteriores a los hechos represivos, ya que expresan las rupturas en los lazos sociales. La reestructuración económica, en contraste con el carácter colectivo de los sitios en los que participaban, sobre todo en aquellos casos de trabajadores que eran delegados o referentes gremiales, implicó, al menos por un tiempo, la configuración de otro tipo de relaciones: inestables, precarias, de corto plazo, y salidas individuales.

 

En síntesis, en este apartado se han desarrollado dos formas de exclusión de los espacios laborales que también pudieron ser parte de las experiencias de las/os sobrevivientes: las cesantías y las “listas negras”. Las salidas de los sitios de detención reconfiguraron la posibilidad para la aplicación de estos mecanismos de control, disciplinamiento y despersonalización, modalidades que estaban siendo ejercidas sobre una población más amplia. Estas prácticas, unas reglamentadas, las otras de facto, junto a las desapariciones, los asesinatos y las prisiones resultaron fundamentales en el diseño de la represión a nivel local/regional y, como se pudo observar, también pudieron generar consecuencias en la vida de quienes fueron liberados.

 

Reflexiones finales

 

El crecimiento en los niveles de participación de las/os sobrevivientes en las escenas judiciales de la última década y media y la igualmente creciente producción de conocimiento sobre la historia reciente argentina han permitido complejizar las reflexiones sobre las dinámicas y formas que adquirió la represión paraestatal y estatal de mediados de los años setenta. En esta línea, el artículo abordó las trayectorias de las personas que fueron desaparecidas y que sobrevivieron a la represión clandestina en una perspectiva que ponderó el análisis más allá de las desapariciones. Se buscó mostrar lo múltiple e integral de la represión, destacando el carácter central de la desaparición forzada, pero reponiendo a la vez todo un conjunto de prácticas, mecanismos y problemáticas que debieron experimentar estas víctimas.

 

En diálogo con otras investigaciones que privilegian la escala local o regional como punto de partida para el análisis, se identificó que en el territorio que conformó la Subzona 51 existieron distintos tipos de espacios de reclusión y diferentes etapas en cuanto al desarrollo de la represión. En contraste con la dinámica que adquirió el sistema en algunos de los sitios más poblados del país, como Buenos Aires o Córdoba, donde la lógica represiva suele ser explicada a partir de grandes centros de detención en los que predominaron las desapariciones seguidas de muerte (ESMA, Campo de Mayo, “la Perla”), en esta parte del territorio resulta imprescindible advertir los vectores que secundaron a los CCD, como así también las distintas modalidades y prácticas que siguieron en uso en distinta escala e intensidad –al menos– hasta fines del periodo dictatorial.

 

Se enfatizó en el hecho de que, si bien hubo una política de aniquilamiento durante toda la etapa intensa de la represión, que involucró a un centenar de personas, particularmente en el año que corrió entre junio de 1976 y mediados de 1977, las liberaciones y las “legalizaciones” constituyeron la mayoría de las formas de gestión de los destinos de las/os detenidos. Esta dimensión cuantitativa es clave para pensar el funcionamiento del dispositivo. En paralelo a los asesinatos y, a su vez, en una temporalidad más extensa que la de los primeros dos años de la dictadura, el Estado administró las reinserciones y buscó controlar la permanencia de las/os liberados en el territorio apelando a un conjunto de prácticas visibles e invisibles, legales e ilegales, de exclusión y disciplinamiento –algunas de estas aplicadas sobre otras personas consideradas “blanco”– que en distinta medida también tuvieron impacto en las trayectorias vitales: el cautiverio en unidades penitenciarias; los instrumentos legales y subrepticios para purgar los sitios estratégicos intervenidos por las Fuerzas Armadas (cesantías y “listas negras”, respectivamente); las salidas del país y las prohibiciones de retorno implícitas en las “opciones” y en las “expulsiones”; y las prácticas institucionalizadas y de facto de vigilancia y de hostigamiento.

 

Sin perder de vista la especificidad de cada experiencia, individual o colectiva, y los distintos modos de tramitarla o elaborarla, integrar estos mecanismos en el análisis para dar cuenta no sólo de los alcances del proceso represivo, sino también para redimensionar las experiencias y el lugar social de las personas que fueron víctimas de la represión y que sobrevivieron.

 

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Fuentes

 

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Entrevista con Néstor, La Plata, septiembre de 2017.

 

Entrevista con Héctor González y Jorge Izarra, Punta Alta, 08-11-2018.

 

Entrevista con Néstor Giorno, La Plata, septiembre de 2017.

 

Entrevista con Oscar Bermúdez, Buenos Aires, 25-01-2016

 

Entrevista con Oscar Meilán, Viedma, 03-03-2018.

 

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TOFC Nº 1 Bahía Blanca, “Bayón, Juan Manuel y otros s/privación ilegal de la libertad agravada, reiterada, aplicación de tormentos reiterada, homicidio agravado, reiterado a Bombara, Daniel José y otros en área del Cuerpo Ejército V”, Bahía Blanca.

 

TOFC Nº 1 Bahía Blanca, causa N° 1103/2011/TO1 caratulada “Fracassi, Eduardo René y otros s/ privación ilegítima de la libertad (artículo 144 bis, inciso 1º).

 

TOFC Nº 1 Bahía Blanca, causa 1067,Stricker, Carlos Andrés y otros s/privación ilegal de la libertad agravada, reiterada, homicidio agravado reiterado a Yotti, Gustavo y otros en área controlada operativamente por Cuerpo Ejército V”.

 

TOFC Nº 1 Bahía Blanca, causa 93000001/2012/TO1 y acumulado 15000005/2007/TO3), caratulado “González Chipont, Julio Guillermo y otros s/ privación ilegal de la libertad (artículo 144 bis inciso 1)”.



* Universidad Nacional de Avellaneda y CONICET, Argentina. E-mail: cristiannrama@gmail.com

[1] Esto no significó que otras cuestiones no estuvieran en la agenda de los reclamos. Tanto durante la dictadura como en los primeros años del gobierno de Alfonsín (1983-1989), aquellos que estuvieron organizados continuaron pidiendo por la liberación de las/os presos políticos y por las condiciones de detención en los penales.

[2] Desde el año 1984 hasta su fallecimiento en diciembre de 2010, Adriana fue referente de la Asociación de Ex detenidos Desaparecidos. Tomado de Rama (2021).

[3] La subzona 51 estuvo conformada por ciudades y pueblos del sur de la provincia de Buenos Aires y del este de Río Negro. Esta región fue dividida en tres áreas: 511, 512, 513. La primera, con asiento en el Batallón de Comunicaciones 181 de Bahía Blanca, abarcó los partidos bonaerenses de Bahía Blanca, Villarino, Tornquist, Coronel Pringles, González Chávez, Coronel Dorrego, Tres Arroyos, y el departamento de Caleu Caleu de La Pampa. La segunda, con asiento en el Batallón de Arsenales 181 en Pigüé, estuvo conformada por los partidos de Saavedra, Adolfo Alsina, Guaminí, Coronel Suárez y Púan. Finalmente, el área 513, correspondiente al Distrito Militar Río Negro, ubicado en Viedma, tuvo jurisdicción en esa ciudad, en el partido de Carmen de Patagones y los departamentos rionegrinos de General Conesa, Adolfo Alsina, Pichi Mahuida, Avellaneda, San Antonio, Valcheta y 9 de Julio.

[4] Causa Nº 982 caratulada “Bayón, Juan Manuel y otros s/privación ilegal de la libertad agravada, reiterada, aplicación de tormentos reiterada, homicidio agravado, reiterado a Bombara, Daniel y otros en área del Cuerpo Ejército V”. Causa N° 1103/2011/TO1 caratulada “Fracassi, Eduardo René y otros s/ privación ilegítima de la libertad (artículo 144 bis, inciso 1º). Causa 93000001/2012/TO1 y acumulado 15000005/2007/TO3), caratulado “González Chipont, Julio Guillermo y otros s/ privación ilegal de la libertad (artículo 144 bis inciso 1)”.

[5] Este dato surge del análisis del “Informe de la CONADEP delegación Bahía Blanca y zonas aledañas” y de expedientes iniciados durante los años 1984, 1985 y 1986 en el Juzgado Federal Nº 1 de Bahía Blanca, en el Juzgado Federal de Viedma y en la Cámara Federal de Apelaciones de Bahía Blanca (causas 166/84; 104/85; 105/85; 106/85; 107/85; 108/85; 110/85; 111/85; 112/85; 113/85; 159/85; 397/85; 11/86; 109/86; 110/86; 125/86). Recuperados en TOFC Nº1 Bahía Blanca.

[6] Ver, “Informe Final de la CONADEP delegación Bahía Blanca y zonas aledañas”. Recuperado de TOFC 1 de Bahía Blanca. También se puede ver en http://www.desaparecidos.org/arg/conadep/bahia/info.html

[7] En los últimos años historiadores de distintas regiones del país vienen sosteniendo la necesidad de repensar los modos en los que se ha conceptualizado la “lógica concentracionaria” dictatorial. Las investigaciones, diversas entre sí, comparten el criterio de ubicar el CCD como el nodo principal del dispositivo represivo, pero a la vez lo consideran sólo como una de las partes de un sistema más amplio y complejo (Scatizza, 2019; Barragán, 2018; González Tizón, 2020; Jemio, 2020).

[8] Por ejemplo, en algunos de los documentos de inteligencia producidos por la Prefectura Zona Atlántico Norte (PZAN) que refieren a los militantes de las organizaciones sindicales ligadas al puerto de Ingeniero White que fueron detenidos entre marzo y abril de 1976, aparecen fundamentadas dichas detenciones en el hecho de que estas personas podían “alterar el normal desarrollo de las tareas de la zona portuaria”. Memorándum 8687 IFI N° 8 “C”/976, 16-06-1976. Recuperado de Fundamentos de la sentencia causa Fracassi, 2015, pp. 531-532.

[9] Estos números son provisorios dado el carácter gradual en la aparición de las víctimas. De hecho, en la etapa de escritura de este artículo, primer semestre de 2022, se inició un nuevo juicio oral en el TOFC Nº 1 de Bahía Blanca, la llamada “Megacausa V Cuerpo”. La presentación pública de este expediente en el juicio ha ampliado exponencialmente la cantidad de víctimas, modificando los datos existentes hasta el momento tanto en el RUVTE como en trabajos académicos presentados con anterioridad.

[10] La construcción de estos datos fue realizada sobre la base del análisis de las causas citadas en este artículo. Se ha tenido en cuenta no sólo a las personas que conforman los casos en los expedientes judiciales, sino también a otros testigos que fueron citados a declarar, que son nombrados como cautivos en un espacio de detención clandestina y que tuvieron el mismo destino –la liberación o “legalización”–.

[11] Por ejemplo, se pueden mencionar los casos del ex diputado por la UCR y abogado de presos/as políticos/as Mario Abel Amaya y del ex presidente del Concejo Deliberante de Bahía Blanca Jorge Valemberg. Ambos detenidos en una primera instancia por el V Cuerpo y cautivos en los espacios de detención de esta ciudad bonaerense, fueron asesinados por personal de la UP Nº 6 de Rawson que les propinó brutales golpizas. Los dos, en periodos distintos, fallecieron en traslados del penal patagónico a la cárcel de Villa Devoto, donde debían recibir tratamiento médico.

[12] Ver caso 63, Alicia Partnoy y Carlos Sanabria, en Fundamentos de la sentencia causa “González Chipont”, 2017, pp. 1271- 1318.

[13] Si bien algunas de las víctimas de este periodo dieron testimonio tempranamente, por ejemplo ante la CONADEP, esas experiencias fueron consideradas como casos recién en la causa “Megacausa V Cuerpo”, treinta y ocho años después.

[14] Véase caso 5, Mario Medina, en Fundamentos de la sentencia “González Chipont”, pp. 555-572.

[15] A este cálculo habría que sumar las experiencias de aquellos casos de la “Megacausa V Cuerpo”, que como se dijo, están en etapa de juicio oral. También cabe agregar, que al momento se han conocido sólo las fichas o información de inteligencia que estaban almacenadas en los archivos de la ex DIPBA y del SIPNA. Siendo que la comunidad informativa agrupaba a varias agencias más, incluyendo las del Ejército y de la Armada, ambas clave en el funcionamiento de la represión, el porcentaje podría ser otro.

[16] Santiago Cruciani llegó trasladado desde Mendoza al Destacamento de Inteligencia 181 el 12 de febrero de 1975. Enseguida se vinculó con la Triple A local. En los últimos dos meses de ese año viajó a Tucumán para participar en el “Operativo Independencia”, volviendo a Bahía Blanca durante los días previos al golpe, ya como uno de los responsables de la tortura del CCD la “Escuelita”.

[17] Este tipo de actividades no sólo fue llevada a cabo por miembros del Destacamento de Inteligencia, sino también por algunos de los guardias del CCD que pertenecían a la Segunda Sección de Baqueanos del Regimiento de Infantería de Montaña 26 (Arsenio “Zorzal” Lavayén y Felipe “Chamamé” Ayala). Ver caso 22, Nélida Esther Deluchi, en Fundamentos de la Sentencia González Chipont, 2017, pp. 757-767.

[18] Ver, por ejemplo, los casos de Jorge Abel, Oscar Meilán, Mario Rodolfo Crespo y Oscar Bermúdez.

[19] El tercer caso, dada su complejidad y la falta de espacio para abordarlo no será tratado. Mercedes era trabajadora social del municipio y docente en la escuela parroquial “Nuestra Señora de la Paz”.  A días de haber sido liberada, Cruciani, personificando a Mario Mancini, comenzó a tomar contacto con ella para generar una relación. Se presentaba como “protector”. La compleja relación con Mercedes, que duraría alrededor de un año y de la cuál surgiría un hijo, fue utilizada por el represor para infiltrarse en la comunidad “Nuestra Señora del Carmen”, donde participaban varios/as militantes de la Juventud Peronista que serían secuestrados y asesinados en los meses siguientes. El caso es examinado en Lewin y Wormat (2016) y Rama (2020).

[20] Testimonio de Héctor Núñez en la causa N° 982, “Bayón”, 27-09-2011. Recuperado de Fundamentos de la sentencia causa “González Chipont”, 2017, pp. 549-550.

[21] Fm de la calle, “Nada es igual que antes”, Bahía Blanca, Fm de la Calle, 29-09-2011. https://juiciobahiablanca.wordpress.com/2011/11/29/nada-es-igual-que-antes/ 

[22] Testimonio de Claudio Collazos en la causa Nº 982, “Bayón”, 06-09-2011. Recuperado de Fundamentos de la sentencia González Chipont, 2012, p. 544.

[23] Se trata de los casos de Jorge Valemberg, Luis Leiva, Roberto Buscazzo, Rodolfo Pasos de Aldekoa, Norberto Eraldo, Diana Fernández, Eduardo Alberto Hidalgo, Julio Berardi, Manuel Ortega, Daniel Salvador Sánchez, Pedro Gabiño Mora, Emilio D’Acosta Acevedo, Rafael Videla y Aurora Violeta Saldaña (Bahía Blanca y localidades cercanas); Mario Rodolfo Crespo, Luis Mauricio Denett, Jorge Bari y Héctor Manuel Fernández (Viedma/Patagones); Martha Bravo (Huanguelén); José Luis Gon y Nélida Tripodi (Posadas).

[24] Ver caso 29, Norberto Eraldo, en Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, pp. 685 a 698.

[25] Mem. 8687 IFI Nº 8 “C”/976, recuperado de Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, p. 531.

[26] Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, p. 532. 

[27] Sobre la trayectoria política de la familia Bustos, ver la tesis doctoral de Belén Zapata (2014).

[28] Varios de las/os detenidos desaparecidos por el V Cuerpo fueron trasladados desde el CCD la “Escuelita” hacia los CCD del GBA, siendo allí asesinados. Además de estos casos, varios militantes de Bahía Blanca y de localidades aledañas, al menos veinte, fueron secuestrados y desaparecidos en el conurbano bonaerense y en La Plata. También, como se vio, allí resultaron “reclandestinizados” “legalizados”, como los casos del ex diputado provincial Mario Medina y del ex rector Víctor Benamo, trasladados desde la UP Nº 6 al “circuito Camps”.

[29] MESA “D”, CARPETA VARIOS, LEGAJO 14716, SECCIÓN “C” N° 2183, “Solicitud de información acerca de María Marta Bustos”, 06-05-79. Recuperado de Fundamentos de la sentencia “González Chipont”, 2017, pp. 609-610.

[30] Memorándum N° 25 S/82, LETRA PNES-RI-H, recuperado de Comisión Provincial por la Memoria.

[31] Entrevista con Oscar Meilán, Viedma, 30-03-2018.

[32] Entrevista con Oscar Bermúdez, Buenos Aires, 25-01-2016; Entrevista con Héctor y Jorge, Punta Alta, 08-11-2018.

[33]Edgardo Carracedo fue secuestrado el 24 de marzo de 1976, llevado primero al Puesto Nº 1, sitio utilizado por el personal de inteligencia de la Policía de Establecimientos Navales para realizar los interrogatorios bajo tortura. Al día siguiente quedó alojado en el CCD Buque ARA “9 de Julio”. El 13 de abril fue trasladado al Batallón de Comunicaciones 181 junto a un grupo de militantes de la ciudad de Punta Alta también detenido por la Armada, produciéndose el “blanqueo” conjunto el 26 de mayo, día en el que fue trasladado a la UP Nº 4. El 26 de noviembre Carracedo fue conducido a la UP Nº 9 de la Plata, donde continuó a disposición del PEN, produciéndose la liberación bajo situación de “libertad vigilada” el 11 de marzo de 1977. Ver caso 2, Edgardo Daniel Carracedo, Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, pp. 440-449.

[34] Según Jorge, compañero de Edgardo y delegado por ese gremio, durante las primeras semanas luego del golpe de Estado fueron dejados cesantes catorce (14) trabajadores civiles de la Base Naval Puerto Belgrano (BNPB) que pertenecían a ATE. Algunos de ellos pudieron migrar al enterarse que estaban siendo perseguidos, viviendo exilios internos y en el exterior, otros permanecieron detenidos en el Buque ARA “9 de Julio”, en el Batallón de Comunicaciones 181 y en unidades penitenciarias. Entrevista con Héctor González y Jorge Izarra, Punta Alta, 08-11-2018.

[35] Recuperado de Fundamentos de la sentencia “Fracassi”, 2015, pp. 448-449.

[36] Tanto Néstor, como Héctor y Jorge, vecinos de Edgardo en Punta Alta, narraron las dificultades que tuvo para encontrar un trabajo estable en la ciudad luego de retornar de la cárcel. Según recuerdan, “quedó muy afectado”. Entrevista con Néstor Giorno, La Plata, septiembre de 2017; Entrevista con Héctor González y Jorge Izarra, Punta Alta, 08-11-2018.

[37] Ver Caso 21, Aníbal Héctor Perpetua, en Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, pp. 583-589.

[38] Testimonio de Orlando Apud ante el fiscal subrogante Abel Córdoba, 12-11-2009. Recuperado de Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, pp. 558-559. 

[39] Testimonio de Nélida Natalí en la causa 1103, “Fracassi”, 03-02-2015. Recuperado de Fundamentos de la sentencia causa “Fracassi”, 2015, p. 573.

[40] De hecho, en el conflicto de la huelga de los ciento cincuenta días había estado a cargo del periódico semanal “Unidad y Lucha”. Según Zapata (2014), este medio nació durante los días de la huelga de los ciento cincuenta días y tuvo una posición fuertemente antiburocrática, combativa y clasista, en abierta confrontación con los dirigentes de la CGT local.