Cimarrones y Palenques de Cartagena de Indias durante los siglos XVII y XVIII: ¿una historia subalterna y revolucionaria?
Maroons and Palenques of Cartagena de Indias during the 17th and 18th Centuries: A Subaltern and Revolutionary History?
Resumen: Este artículo aborda la lucha de los cimarrones que conformaron palenques en el hinterland de Cartagena de Indias, uno de los principales puertos comerciales y esclavistas del Imperio español en el Caribe, durante los siglos XVII y XVIII. Tratándose de un tema no extensamente trabajado pero sí con cabalidad por la historiografía especializada, la originalidad de la propuesta radica en repensar el significado y las implicancias de la “Guerra Cimarrona” y las Reales Cédulas que reconocieron a estos rebeldes libertad, tierras y márgenes de autonomía apreciablemente mayores a los existentes para los subalternos de su tiempo. Ello en miras de participar del debate historiográfico sobre el carácter revolucionario de las acciones cimarronas ante el sistema esclavista y colonial, planteando la necesidad de superar los análisis Estado-céntricos, ponderando la construcción de comunidades singulares y alternativas como la del caso de estudio, cuyo legado pervive en el actual pueblo colombiano de San Basilio de Palenque.
Palabras clave: Cimarrones, Subalternidad, Revolución
Abstract: This article addresses the struggle of the maroons who formed palenques in the hinterland of Cartagena de Indias, one of the main commercial and slave ports of the Spanish Empire in the Caribbean, during the 17th and 18th centuries. Being a topic not extensively worked on but thoroughly studied by specialized historiography, the originality of the proposal lies in rethinking the meaning and implications of the “Maroon War” and the Royal Decrees that recognized these rebels' freedom, lands and margins of autonomy appreciably greater than that existing for the subalterns of his time. This in order to participate in the historiographic debate on the revolutionary nature of maroon actions against the slave and colonial system, proposing the need to overcome State-centric analyses, pondering the construction of singular and alternative communities such as the one in the case study, whose legacy lives on in the current Colombian town of San Basilio de Palenque.
Keywords: Maroons, Subalternity, Revolution
Fecha de recepción: 31 de mayo de 2024
Fecha de aceptación: 2 de agosto de 2024
Cimarrones y Palenques de Cartagena de Indias durante los siglos XVII y XVIII: ¿una historia subalterna y revolucionaria?
Wenceslao Andrés Martín*[1]
Introducción
En este artículo nos referiremos a la historia de los cimarrones que lucharon en las sierras y ciénagas próximas a Cartagena de Indias, rebelándose a su esclavización y enfrentando el poderío del Imperio colonial español en el hinterland de uno de los principales puertos mercantiles y esclavistas del Caribe. La larga, cruenta y desigual “Guerra Cimarrona” librada durante los siglos XVII y XVIII, culminó con el dictado de Reales Cédulas desde la metrópoli europea que, no sin una férrea resistencia de las autoridades locales, finalmente reconocieron la libertad a los cimarrones y les otorgaron tierras para el asiento y sustento de su comunidad, a la par de una significativa autonomía. El resultado fue la conformación de San Basilio Magno en el año 1714, cuyo legado histórico, social y cultural se extiende al actual pueblo de San Basilio de Palenque en la República de Colombia.
Estos hechos han sido investigados y analizados por notables historiadoras e historiadores especialistas en el tema como Roberto Arrázola Caicedo (2019) y María Cristina Navarrete (2008), cuyas fuentes primarias e interpretaciones retomaremos con el propósito de aportar nuevas ideas al debate historiográfico y ampliar la mirada sobre el rol y el legado de los cimarrones. En este sentido, usualmente los palenques han sido caracterizados como “puntos de fuga” complementarios al sistema colonial esclavista del caribe (Ortega y Elías Caro, 2012), o enclaves restauracionistas del África perdida a contramano de la idea de progreso (Genovese, 1992). También se ha criticado a los cimarrones por su presunta complicidad con los esclavistas, manifestada en los pactos para vigilar, castigar y entregar a otros huidos (Thompson, 2006), igualmente por la ausencia de una “conciencia revolucionaria” superadora de sus intereses de grupo, capaz de movilizarlos hacia la total destrucción del sistema esclavista y colonial (Deive, 1989).
Considerando menester evitar posicionamientos académicos taxativos y reduccionistas para incorporar al análisis los matices, las contradicciones y ambigüedades intrínsecas a todo accionar humano, adelantamos compartir con autores como Moura (1981) y Helg (2018), en líneas generales, la visión de los palenques como verdaderas unidades básicas de resistencia, en tanto fueron espacios de construcción y puesta en práctica de modos de vida alternativos a los impuestos por el sistema imperante en su tiempo histórico. Por ello, proponemos adjetivar de revolucionarios a los cimarrones de las Sierras de María en la Cartagena de Indias colonial, quienes por iniciativa y acción propia consiguieron y defendieron su libertad, tierras para habitar y amplios márgenes de autonomía para vivir.
Esto implica interpelar a las perspectivas historiográficas “estado-céntricas” dominantes (Fontana, 1982; Guha, 2002), ponderando las luchas protagonizadas por quienes “desde abajo” materializaron otros mundos posibles, sin perseguir teleológicamente la toma del poder del Estado o el derribe del sistema opresor. A la vez, este enfoque posibilita vincular de forma más abarcativa al proceso histórico y sus protagonistas con el contexto espacio-temporal donde ocurrieron, entendiendo a los cimarrones como rebeldes y subalternos, tal vez los más subalternos de todos, hacedores de relevantes hechos en la zona de influencia del principal puerto esclavista español a la vera del Caribe, el “Mare Nostrum” de la Modernidad colonial-capitalista y eurocéntrica (Dussel, 1994), cien años antes de la Revolución Haitiana, las guerras de independencia hispanoamericanas y las primeras leyes abolicionistas de la esclavitud.
Bajo este prisma, el accionar y la influencia cimarrona en la Cartagena de Indias de los siglos XVII y XVIII puede incorporar una dimensión histórica que evite tanto el “deslumbramiento exotista” (Meihy, 1998: 53) como el aislamiento teórico en campos de estudio especializados y parcelizados, pasando a formar parte de una múltiple e invertebrada resistencia subalterna a escala atlántica (Linebaugh y Rediker, 2000), en los tiempos de conformación del sistema-mundo moderno (Wallerstein, 2016).
Para alcanzar estos objetivos, antes de abordar el caso de estudio, el articulo comenzará con un estado del arte sobre el cimarronaje en América Latina y el Caribe en general y en Cartagena de Indias durante el colonialismo español en partícular, reparando especialmente en la discusión historiográfica de trasfondo sobre el carácter revolucionario de los cimarrones y sus palenques, para luego referirnos a las coordenadas teóricas de la “historia desde abajo” y los estudios dedicados a los sectores subalternos.
Estado del arte
En materia de cimarronaje afroamericano, existen variados estudios, algunos de ellos clásicos, como Sociedades Cimarronas. Comunidades Esclavas Rebeldes en las Américas (1981) de Richard Price. El antropólogo e historiador estadounidense realizó su investigación a partir del caso de los Saramaka de Surinam, comunidad cimarrona superviviente desde los tiempos de la colonia holandesa, utilizando herramientas de la tradición oral para reconstruir esa historia de siglos. Esta obra es considerada pionera entre los estudios sistemáticos sobre comunidades organizadas en el Nuevo Mundo por esclavos huidos del sistema de plantación colonial, compilando trabajos de distintos autores referidos a la América española, el Caribe francés, Brasil, Jamaica y las Guayanas.
En su realización se destaca el uso de un enfoque etnohistórico y “hemisférico” para visibilizar, comparar y reconstruir la historia de los esclavizados africanos y sus descendientes de este lado del mundo. Allí, las comunidades cimarronas son presentadas como antitéticas al sistema esclavista, aunque sin dejar de integrarlo en forma “desconcertante”:
De la misma manera en que la propia naturaleza de la esclavitud en las plantaciones implicaba violencia y resistencia, el ambiente montaraz de las primeras plantaciones del Nuevo Mundo hicieron posible la fuga cimarrona y la existencia de comunidades organizadas en una realidad ubicua (Price, 1981:12).
También, Price (1981) resalta la dificultad que tuvieron las comunidades cimarronas para desligarse plenamente de las sociedades de plantación, como el talón de Aquiles común de estas formaciones sociales en las Américas, debido a la necesidad de algunas manufacturas insustituibles, especialmente las armas de fuego, o inclusive por cierta “occidentalización” en sus costumbres y necesidades (Price, 1981: 22). En alusión a la América española, el autor señala que fue allí donde inició y terminó el cimarronaje del continente, se forjaron las primeras alianzas con indígenas y piratas, y lograron establecerse grandes reinos cimarrones como los de Yanga en México, Bayano en Panamá, Miguel en Venezuela y Domingo Biohó en la actual Colombia (Price, 1981: 41).
Además de este clásico, en lo referido concretamente a Cartagena de Indias y San Basilio de Palenque, uno de los principales autores es Roberto Arrázola Caicedo, con su libro Palenque: primer pueblo libre de América (2019). Se trata de una importante investigación historiográfica, donde se “traducen” archivos y documentos coloniales desde el castellano antiguo al actual, además de narrar y analizar las vicisitudes de la conflictiva relación entre la Corona española, las autoridades locales y los cimarrones rebeldes en esa región caribeña. Es un trabajo canónico sobre el tema, no sólo por su valor heurístico, sino por el abordaje específico del cimarronaje y los palenques conformados en la zona durante el período colonial, caracterizados del siguiente modo:
…pueblos que permanecieron segregados, exentos de tributos reales y apartados del resto de la colonia española de Cartagena por centenares de años y cuyos habitantes, habiendo de darse sus propios jefes para su gobierno, constituyeron una comunidad libre y, desde luego, soberana de sus propios destinos todo el tiempo que se confrontó esa situación de insularidad (Arrázola Caicedo, 2019: 9).
Desde esta postura precursora en reivindicar la rebeldía cimarrona, el historiador colombiano agrega que los huidos de la antigua provincia de Cartagena de Indias no se limitaron a defender su libertad ante las frecuentes incursiones de los esclavistas a sus reductos, librando auténticas guerras a muerte “...demostrando la existencia de una situación de rebeldía permanente contra la soberanía del Rey de España y la autoridad de sus gobernadores; rebeldía que, desde luego, era una especie de independencia o, cuando menos, un vivir peligroso pero voluntarioso por amor a la libertad” (Arrázola Caicedo, 2019: 10).
Para el autor, la resistencia cimarrona llegó a afectar los intereses del puerto negrero y mercantil, al punto de forzar desde la metrópoli el reconocimiento de libertad y autonomía a los palenqueros, en la búsqueda de pacificar el conflicto aún a riesgo de remover los cimientos de una sociedad basada económica y socialmente en la esclavitud (Arrázola Caicedo, 2019: 106). Esto, sumado a la capacidad de permanencia durante los 300 años de dominio colonial, posicionaría a los cimarrones cartageneros como “...el único movimiento verdaderamente libertario hasta la Independencia de Colombia misma” (Arrázola Caicedo, 2019: 10).
Siguiendo con autoras y autores que estudiaron el cimarronaje en los alrededores de Cartagena de Indias, para María del Carmen Borrego Plá (1995: 8) los palenques representaron “un rechazo a una situación dada”, emergentes del ansia de libertad de los esclavizados que encontraron refugio en la espesa vegetación selvática a orillas del Magdalena (Borrego Plá, 1995). La autora pone el acento en los medios de subsistencia palenquera, como el cultivo de la yuca, el plátano, el ñame y los frijoles, la recolección de frutos y raíces silvestres, el saqueo de haciendas cercanas y el asalto a embarcaciones que atravesaban el río (Borrego Plá, 1995: 9). Asimismo, hace alusión a los grandes recursos del erario público y la riqueza personal que los señores coloniales destinaron infructuosamente al sometimiento bélico de los cimarrones, y el definido sincretismo cultural resultante de esa insumisión de siglos (Borrego Plá, 1995: 10).
Una visión distinta es la del investigador mexicano Juan Manuel de la Serna (2010), quien considera a los cimarrones catalizadores de las relaciones entre esclavos y autoridades coloniales, resultando “...absurdo e infundado hablar de los cimarrones del siglo XVIII como precursores directos de la insurgencia, igualmente lo sería clasificarlos de meros cuatreros o forajidos” (De la Serna, 2010: 11). En una expresa crítica al “uso y abuso del concepto de cimarrón en las ideologías revolucionarias contemporáneas” (De la Serna, 2010: 19), el autor sostiene que los quilombos o cimarroneras fueron comunidades concebidas al margen del orden vigente, pero con el propósito último de lograr su inclusión en la sociedad virreinal:
Los cimarrones practicaron una forma de rebeldía que delimitaba un territorio, que en su tiempo se disolvía y probablemente se reconfiguraba tiempo después en otro sitio y con otros actores, pero de ninguna manera atentaba ni directa ni indirectamente en contra del Estado (De la Serna, 2010: 38).
Incluso, va más allá en su crítica a la catalogación de los cimarrones como luchadores por la libertad, ya que no sólo no buscaron derrocar a la sociedad esclavista, sino que en los casos donde adquirieron una “libertad vigilada”, pacto mediante con las autoridades virreinales, habrían pasado a integrar el aparato represivo contra los demás esclavizados rebeldes (De la Serna, 2010: 97). En una postura similar, Ortega y Elías Caro (2012) caracterizan la libertad de los cimarrones como un privilegio conseguido a cambio de vigilar a los nuevos huidos, resultando funcionales al statu quo.
Por su parte, Nina Friedemann (1996) pone el eje fuera de la discusión entre la caracterización rebelde o complementaria de los cimarrones y sus palenques frente al orden colonial, buscando desarrollar una mirada histórica, antropológica y lingüística que incluya al África y sus legados étnicos, sin caer en la homogeneidad cultural ensayada desde los tiempos de los primeros esclavistas portugueses. Sobre el caso concreto del Palenque de San Basilio, la autora señala la influencia de grupos congo-angoleses, reflejada en la lengua criolla “palenquera”, fundamental durante las luchas cimarronas del siglo XVII, y que actualmente permite conservar las memorias de la organización social en “kuagros” de ancianos y ancianas, la realización del rito fúnebre Lumbalú y una cosmología espiritual sincrética (Friedemann, 1996: 108).
Desde una posición próxima, María Cristina Navarrete retoma el caso de los Palenques y cimarrones del Caribe neogranadino en general y San Basilio de Palenque en particular, plasmando en artículos y libros fundamentales como San Basilio de Palenque: memoria y tradición. Surgimiento y avatares de las gestas cimarronas en el Caribe colombiano (2008) un análisis exhaustivo de la Guerra Cimarrona del siglo XVII, subrayando la posición errática de las autoridades y vecinos de Cartagena respecto a los rebeldes, así como la ambivalencia de la posición de los cimarrones palenqueros y sus maneras de vincularse con la sociedad colonial (Navarrete, 2008: 108). A su vez, define como “laboratorios de convivencia y tensión” (Navarrete, 2008: 109) a los palenques, con una composición etnográfica heterogénea de africanos de distintas naciones y criollos fugados, rurales y urbanos; configurando “...construcciones en territorio americano con fundamento en elementos culturales africanos, de la metrópoli colonizadora, de su vida en esclavitud y de nuevas experiencias en los palenques” (Navarrete, 2008: 109).
También resulta ineludible hacer referencia al historiador marxista estadounidense Eugene Genovese (1992), quien considera la historia de la esclavitud y las revueltas de esclavos en las Américas parte de la prolongada transición desde el modo de producción señorial hacia el capitalista. Bajo ese marco teórico e histórico, el autor entiende a las sociedades quilombolas como intentos de recrear comunidades tradicionales africanas, que muchas veces condujeron a tratados de paz con los gobiernos coloniales, aceptando los rebeldes el orden social jerárquico existente e incluso defendiéndolo, suprimiendo rebeliones y apresando fugitivos (Genovese, 1992: 12).
Empero, en lo fundamental, para Genovese (1992) hasta la época de las revoluciones democrático-burguesas atlánticas de fines del siglo XVIII, los cimarrones no desafiaron al sistema capitalista mundial donde la esclavitud se insertaba, ya que sus objetivos eran la restauración social de un mundo africano tradicionalista, autónomo y precapitalista (Genovese, 1992: 19). En esta línea de pensamiento, las sociedades alternativas palenqueras tuvieron carácter revolucionario sólo cuando lograron integrar las grandes revoluciones dieciochescas, tomando sus consignas y coadyuvando al triunfo del modo de producción capitalista (Genovese, 1992: 87). Antes de ello, los quilombolas habrían tenido un rol reaccionario, representando la restauración de modos de vida tradicionales a la manera de las revueltas de esclavos del mundo antiguo o medieval, bregando a contramano del progreso del materialismo histórico.
Contrariamente a lo anterior, el sociólogo brasileño Clovis Moura (1981) partiendo del estudio de los quilombos del Brasil colonial, destaca el carácter revolucionario de las comunidades cimarronas en su tiempo, considerándolas las unidades básicas de resistencia de los esclavos y el elemento de desgaste al régimen servil en cualquier región donde éste imperase (Moura, 1981: 87). No se trataba de un fenómeno esporádico, sino de una reacción para combatir una forma de trabajo, organizada por los propios sujetos que la sustentaban:
...donde quiera que el trabajo esclavo se establecía, allí había un quilombo o mocambo de negros huidos, ofreciendo resistencia. Luchando. Desgastando las fuerzas productivas, sea por la acción militar o por el secuestro de esclavos, hechos que constituían, desde el punto de vista económico, una sustracción del conjunto de las fuerzas productivas a los señores del ingenio (Moura, 1981: 87).
A la vez, las jerarquías que se establecían en los quilombos, implicaban la creación de un nuevo sistema de valores, en el cual dejaba de existir la dicotomía señor/esclavo, dando lugar a las establecidas por las normas de control propias de cada comunidad (Moura, 1981). Por lo tanto, para Moura (1981), los quilombos no fueron un elemento complementario de la sociedad colonial, sino que erosionaron sus bases económicas y sociales a lo largo del tiempo; provocando, en conjunto con otros factores, la sustitución del régimen de trabajo esclavo por el de trabajo libre.
Para Aline Helg (2018), a diferencia del resto de las clases subalternas, sólo los esclavizados portaban con la condición legal de “bienes muebles”, por tanto, toda realización de su condición humana, como tener una familia, vida social o un proyecto personal, era en sí misma un triunfo sobre el sistema esclavista:
Estas extraordinarias victorias individuales o colectivas frente a la esclavitud, obtenidas por hombres y mujeres generalmente iletrados, interrogan nuestra concepción de la historia de los derechos humanos y del papel fundador de la ilustración en dicha evolución. También cuestionan la centralidad de la revuelta como motor de la historia (Helg, 2018: 24).
La historiadora suiza, también sostiene que las personas esclavizadas fueron recurriendo a distintas estrategias a lo largo del tiempo para liberarse, de acuerdo a las condiciones que les fue posibilitando su entorno, siendo el cimarronaje la estrategia principal de rebelión de los esclavizados durante los siglos XVI y XVII (Helg, 2018: 64). Esta práctica, si bien no acabó con la institución de la esclavitud en ningún lado, fue capaz de debilitarla considerablemente, constituyendo una amenaza constante para el orden establecido y las arcas económicas de esclavistas y autoridades coloniales. En especial, el hecho de haber logrado algunas comunidades cimarronas ser reconocidas autónomas y sus fugitivos declarados formalmente libres ante la imposibilidad de someterlos, representó una gran victoria contra la esclavitud (Helg, 2018: 65).
Con respecto al caso de San Basilio de Palenque, Helg (2018) lo describe como el resultado común de la legendaria lucha de los palenques de La Matuna y San Miguel Arcángel en la Sierra de María, el primero acaudillado por Domingo Benkos Biohó en la Guerra Cimarrona del siglo XVII, y el segundo emergente de la cruenta represión colonial, con el liderazgo de Domingo Criollo. Para la autora, al obtener el reconocimiento de autonomía y libertad por parte de las autoridades en 1713, facilitada por la mediación del obispo Antonio Cassiani, el caso de los cimarrones cartageneros se presenta como un ejemplo triunfante del principal modo de sublevación utilizado por miles de africanos y afrodescendientes durante dos siglos, acorde al contexto de colonización progresiva que dejaba grandes vacíos territoriales, con selvas, bosques, montañas y pantanos fuera del control del Estado y los esclavistas (Helg, 2018: 87).
En esta breve y parcial reseña de lo escrito respecto a cimarrones y palenques, aparece subyacente la discusión sobre su encasillamiento como revolucionarios frente al sistema colonialista y esclavista en Latinoamérica y el Caribe, y si lo fueron, en qué medida, dónde y a partir de cuándo. En razón de ello, ensayar argumentos a favor del carácter revolucionario del caso de estudio, construyendo otra perspectiva desde usinas teóricas poco transitadas en la temática, constituye la principal finalidad de este artículo.
Historia subalterna
De acuerdo a lo planteado, nuestro marco teórico abreva a grandes trazos en el pensamiento marxista desde una perspectiva crítica, más precisamente en los conceptos contenidos en el abanico de “la historia desde abajo”, dirigida al estudio de los sectores subalternos (Sharpe, 1993). A propósito de la idea de subalternidad, consideramos que “sin dejar de ser un formidable instrumento analítico, se ha convertido en un passepartout del lenguaje intelectual y académico y en un elegante recurso verbal del discurso político progresista o radical ilustrado” (Modonesi, 2012: 2), por lo que precisaremos el sentido de su utilización.
A grosso modo, el concepto de subalterno denota una complejización del proletariado como sujeto de la historia propio del marxismo, permitiéndonos articular desde una categoría analítica a los grupos de menor rango en la jerarquía social, no sólo en razón de su clase, sino también su etnia, raza, religión, género, orientación sexual, etc. (Hernández, 2013: 105). Se trata de un concepto que expone de inmediato las relaciones desiguales de poder, ya que donde hay subalternidad, necesariamente hay hegemonía (Rosa y Quiñónez, 2013: 7); significando, además, desde décadas atrás, el retorno a la escena académica de la cuestión política por sobre el monólogo economicista en la comprensión del poder.
Remitiéndonos a su sentido más estricto, fue acuñado por primera vez en la nota 14 del tercero de los Cuadernos de la cárcel (1999) de Gramsci, titulada “Historia de la clase dominante e historia de las clases subalternas”, donde el pensador italiano se centró en la experiencia subjetiva de las clases dominadas, marcada por la relación mando/obediencia concomitante a la permanente negociación y resistencia frente a la clase hegemónica (Gramsci, 1999: 27). El señalamiento fundamental del autor es la internalización subalterna de los valores propugnados por los sectores dominantes, condicionamiento que opera aún en las rebeliones, sin dejar de tener una contraparte: “la tendencia a la autonomía en contra y en las fronteras de la dominación y de su expresión hegemónica estatal”. Esto implica que el cúmulo de experiencias, intereses, sentidos comunes y legados de la clase subalterna sólo serán incluidas en la historia en forma “fantasmal” y fragmentaria, a la medida del Estado como estructura de dominación, presuponiendo “...una historicidad lineal, acumulativa, ‘legal’ e intolerante frente a las resistencias que pretendan romper la fluidez de este proceso” (Sandoval, 2019, párr. 4).
La subalternidad gramsciana fue luego difundida, profundizada y sistematizada durante los años 80 y 90 por la Escuela de Estudios Subalternos de la India, atendiendo particularmente a la dialéctica de espontaneidad y dirección consciente en las clases subalternas, y el progresivo paso desde lo primero a lo segundo en pos de la autonomía (Modonesi, 2012: 6). Renombrados historiadores hindúes como Chatterjee, Spivak, Bhabha, Chakrabarty y especialmente Guha, al que luego volveremos, criticaron a través del subalterno la vinculación automática y reduccionista entre política, organización y estatismo, tomando el caso de las movilizaciones campesinas durante el colonialismo británico en la India y remarcando “el recurso decisivo a una conciencia no racional pero reflexiva resultante de la experiencia y de la deliberación colectiva” (Modonesi, 2012: 8).
Para ello, Guha (1997) realizó una definición de subalterno, apelando al significado dado por el Concise Oxford Dictionary: “de ‘rango inferior’. Será utilizada (...) como denominación del atributo general de subordinación en la sociedad surasiática, ya sea que esté expresado en términos de clase, casta, edad, género, ocupación o en cualquier otra forma” (p.23). Desde entonces, el concepto pasó a incluir múltiples modos de subordinar, alejándose de los esencialismos y pensándose como un atributo o condición rebasable (Alabarces y Añón, 2016: 15).
Asimismo, el subalterno de la “sociedad surasiática” fue comprendido en la colonialidad del poder-saber, en una intersección con discusiones del pensamiento latinoamericano que se remontan a reflexiones de la década del 60, al Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos de los años 90, y a autoras como Silvia Rivera Cusicanqui y Rossana Barragán (1997). Aquella definición de Guha fue entonces retomada, contextualizándola en una realidad latinoamericana caracterizada por subalternos de dificultosa delimitación, en constante migración y mutación, e incluyendo a sectores “improductivos”: “campesinos, proletarios, sector formal e informal, subempleados, vendedores ambulantes, gentes al margen de la economía del dinero, lumpen y ex lumpen de todo tipo, niños, desamparados, etcétera” (Alabarces y Añón, 2016:16).
Finalmente, siguiendo a Mignolo (2001), gran exponente de esta línea poscolonial latinoamericana: “la idea de la subalternidad no es simplemente una cuestión de dominación de unos grupos sociales por otros, tiene repercusión global más amplia, en el sistema interestatal analizado por Guha y Quijano” (Mignolo, 2001: 179). Asi entendida, la subalternidad posibilita vincular diseños de poder globales con historias locales, incorporando perspectivas como las del “sistema-mundo” de Wallerstein (2016), a partir de plantear de base la colonialidad como reverso o contracara de la Modernidad (Alabarces y Añón, 2016: 18). En suma, con este alcance y en la confluencia de los mencionados legados teóricos, entendemos la historia de los cimarrones de la Cartagena de Indias colonial como una historia subalterna.
Desde abajo
En cuanto a la referida “historia desde abajo”, se trata de un enfoque historiográfico integrante de la llamada “nueva historia” desde la década de 1960 (Burke, 1993: 19)[2], caracterizada por “...adoptar los puntos de vista de la gente corriente sobre su propio pasado con más seriedad de lo que acostumbraban los historiadores profesionales” (Burke, 1993: 19). Si bien se remontan al siglo XIX los primeros intentos de ahondar en otros aspectos de una historia hasta entonces limitada a los acontecimientos políticos de las élites (Sharpe, 1993: 41), pasando luego por las influyentes Preguntas de un obrero que lee (1935) de Bertolt Brecht, el concepto de “historia desde abajo” comenzó a ser asiduamente utilizado a partir de 1966, luego de una publicación de E.P. Thompson en la revista londinense The Times Literary (Sharpe, 1993: 41).
Desde entonces, las obras canónicas de autores como el mencionado Thompson (1964), Rudé (1964), Soboul (1964) y Hobsbawm (1959) fueron consideradas parte del movimiento de la “historia desde abajo”, distinguido por enfocar sus estudios en las clases no privilegiadas, especialmente en las ideas alternativas que enfrentaron el pensamiento dominante de las élites (Linebaugh y Rediker, 2000: 16). En ese sentido, la búsqueda de perspectivas como la del “soldado raso” William Wheeler en Waterloo (Liddell Hart, 1951), empezó a inscribir en los resplandores de la historia a los ingentes y anónimos protagonistas de los avatares humanos, abriendo un amplio horizonte investigativo a la par de nuevos dilemas (Burke, 1993: 26).
A su vez, la “historia desde abajo” cuenta con el trasfondo ético-político de representar un medio de construcción y/o restitución identitaria para sectores sociales estructuralmente silenciados e invisibilizados, no sólo desde la afirmación del grupo en sí, sino desde una interpelación transversal “...recordándonos que nuestra identidad no ha sido formada simplemente por monarcas, primeros ministros y generales” (Sharpe, 1993: 56). Desde esta posición, los sectores subalternos son reivindicados como agentes históricos activos, partícipes de la construcción y las transformaciones del mundo que habitaron (Genovese, 1974).
En relación a ello, la tradición intelectual afroamericana constituye un mojón imprescindible de la “historia desde abajo”, al historizar desde sus actores la lucha contra la esclavitud y sus consecuencias, adoptando una “perspectiva atlántica” (Linebaugh y Rediker, 2000: 16). Así, mientras Bertolt Brecht (1935) se preguntaba “¿Quién construyó Tebas, la de las siete puertas?”, W. E. B. Du Bois (1935) comenzó a divulgar desde un encuadre marxista y un uso de fuentes innovador y riguroso, el entendimiento de la segregación racial, el supremacismo blanco y el rol de los ex esclavizados en el período posterior a la Guerra de Secesión estadounidense. Tres años después, C. L. R. James (1938) rescató a la primera y única revolución triunfante de esclavizados negros en la historia, centrándose en los protagonistas hasta entonces demonizados por las explicaciones históricas tributarias de los victimarios esclavistas blancos, en una interpretación marxista de la revolución haitiana que marcó un antes y después en la historiografía sobre el colonialismo, el capitalismo y la esclavitud. A esta línea podemos sumar las obras de George Rawick (1972), cuya lectura hizo “...imposible no pensar en el esclavo como un actor de la Historia” (Linebaugh y Rediker, 2000: 16).
Mención especial merece el historiador y activista panafricanista caribeño Walter Rodney (1972), quién a fines de la década del ‘60 y principios de los 70’ planteó nuevas preguntas y respondió viejos lugares comunes respecto a la historia de África y la trata atlántica, esgrimiéndo la divulgación del conocimiento histórico en instrumento de lucha contra el imperialismo. Asimismo, dentro de esta escuela historiográfica, política y militante, constituye un clásico indispensable Capitalismo y esclavitud (1944) de Eric Williams, cuya tesis principal sitúa a la esclavitud como elemento sine qua non en la conformación del sistema capitalista mundial. Lejos de tratarse de una práctica marginal, abolida por el progreso moral de la civilización occidental encarnada en filántropos blancos, el autor antillano argumentó cómo la trata de más de 14 millones de africanos esclavizados entre los siglos XVI y XIX para trabajar en las colonias europeas del nuevo mundo, fue el sangriento motor del comercio triangular entre Europa, África y América:
Las plantaciones trabajadas por esclavos hicieron crecer el volumen del comercio intercontinental, estimularon el desarrollo de todo un conjunto de industrias de transformación (desde el refinado del azúcar hasta las primeras fábricas de tejido de algodón) y convirtieron a algunos puertos atlánticos en prósperos centros comerciales (...) Sin las riquezas de América y sin los esclavos y el comercio africanos, el crecimiento económico, político y militar de los Estados europeos hubiese quedado limitado, sin duda, a una escala menor; quizás definitivamente menor (Williams, 1944: 34).
Esta visión de la esclavitud y sus consecuencias hacia las dos orillas del atlántico marca los términos teóricos y la escala geográfica para contextualizar, en sentido amplio, la lucha de los cimarrones de Cartagena de Indias en los siglos XVII y XVIII. Vale agregar que los conceptos de Williams se inspiraron en un inestimable predecesor y maestro, el también trinitense George Padmore (1936) que ubicó en forma pionera los orígenes de la revolución industrial y el capitalismo en el colonialismo, el comercio triangular esclavista y el trabajo de esclavizados africanos en el continente americano y el Caribe (Martínez Peria, 2024: 65-66).
Otro importante marco de referencia aportan los trabajos del aludido Grupo de Estudios Subalternos de la India, en especial los de Ranajit Guha (2002), quien a partir del concepto gramsciano de subalternidad, resalta a aquellos protagonistas olvidados por el discurso historiográfico dominante, instando al desafío de escribir una historia diferente “...que no sea una mera genealogía del poder real o soñado, sino que se esfuerce en hacernos escuchar polifónicamente todas las voces de la historia” (Guha, 2002: 16).
En tal sentido, la crítica al “estatismo” que realiza Guha (2002) representa un horizonte teórico al interesarse en actores y procesos no dirigidos a la toma del poder estatal, sino a la mayor autonomía posible desde los márgenes del sistema establecido. Siguiendo al gran historiador indio, si la historiografía se limita sólo a narrar la vida del Estado y a pensar las actuaciones individuales y colectivas alrededor de ese concepto ordenador como si fueran planetas alrededor del sol, se puede terminar construyendo una genealogía legitimadora y defensora del orden vigente (Guha, 2002: 14). Dicha lógica también incluye a quienes se oponen a la situación actual, pugnando por un sistema de poder hipotéticamente más justo, pero finalmente también consistente en la dominación jerárquica de un sector social por sobre los otros, cimentada en el monopolio del poder coercitivo estatal.[3]
El vínculo con la historia de los cimarrones cartageneros de siglos atrás, estriba en su actuación desde el subsuelo de la jerarquía social colonial, alcanzando márgenes de decisión sobre sus vidas mucho mayores a los que las reglas de su tiempo les permitían (Thompson, 2006), en ocasiones negociando y en muchas otras peleando a muerte por su libertad y autonomía, sin necesariamente disputar el ejercicio del poder o la constitución de un nuevo orden social. Ello apareja cierto descrédito en términos revolucionarios a su lucha, básicamente por no haberse propuesto la destrucción del sistema colonial y esclavista en su totalidad, limitándose a escapes que, en última instancia, habrían resultado inofensivos o incluso funcionales al orden instituido (De la Serna, 2010; Ortega y Elías Caro, 2012).
Si a esa argumentación sumamos las perspectivas críticas desde marxismos deterministas y evolucionistas (Deive, 1989), los cimarrones pasan a simbolizar una reacción al desarrollo del modo de producción capitalista y por ende, un retraso al advenimiento de la revolución socialista, en una linealidad narrativa que Guha (2002: 15) critica por simplificar lo complejo (p. 15). Desde su óptica, la articulación de una trama conducente a un fin, ya sea la toma del poder del Estado, el desarrollo del capitalismo, la sociedad comunista, etc., va dejando fuera de la historia a los que no encajan en el guion teleológico: “...las voces bajas de todos aquellos y aquellas a quienes el discurso estatista ha marginado” (Guha, 2002: 15).
En similar sentido, Josep Fontana (1982) plantea el funcionamiento de la historiografía como genealogía racionalizadora del presente, disponiendo los hechos del pasado en un proceso lógico que desemboca en los tiempos actuales, a modo de evolución histórica pretendidamente conducente al bien común (p. 9). Esto conlleva una “celebración encubierta del presente”, donde todo lo que se haya opuesto a dicha trayectoria, toda encrucijada o camino alternativo se torna ilusorio, quimérico, regresivo; a tono con el relato de la Modernidad, imbuido de eurocentrismo, que oculta el rol de los sectores subalternos mientras arguye la justificación incontestable del progreso.[4]
Desde esta perspectiva, a medida que las producciones historiográficas logran tomar distancia de los grandes postulados hegemónicos, tales como la narratología de las novelas burguesas del siglo XIX articuladas en torno a un desenlace, historias como las de los rebeldes cimarrones pueden trascender lo meramente anecdótico o marginal, integrándose a una trama compleja, marcada por múltiples disyuntivas, individuales y colectivas, donde rara vez se ha seguido el mejor camino “...en términos del bienestar de la mayor parte de los hombres y mujeres, sino el que convenía a aquellos grupos que disponían de la capacidad de persuasión y de la fuerza represiva necesaria para imponerla” (Fontana, 1994: 189). Para ello, habría que comenzar cuestionando la idea de progreso, indagando en la racionalidad de aquellas alternativas frustradas del pasado, que nos podrían ofrecer comprensiones diferentes del presente, necesarias para proyectar un horizonte igualitario y libre de toda forma de opresión (Fontana, 1982: 262-263).
Lo anterior guarda relación con las ideas desplegadas en una obra especialmente inspiradora para este artículo: La hidra de la revolución: marineros, esclavos y campesinos en la historia oculta del Atlántico (2000) de Peter Linebaugh y Marcus Rediker. Libro representativo de una línea historiográfica que comenzó hacerse camino en el nuevo siglo, planteando rebasar el molde de las historias nacionales y pasar “...a una historia transnacional, oceánica y global” (Linebaugh y Rediker, 2000: 20). Su idea base es la existencia de movimientos populares que resistieron tempranamente la violenta conformación de la economía capitalista mundial, cuyas conexiones, continuidades y rupturas fueron falseadas y atomizadas por las historias nacionalistas (Linebaugh y Rediker, 2000: 18). Estas “cabezas de la hidra” enfrentadas al nomos colonialista, esclavista y patriarcal:
(...) a menudo no compartían una conciencia de ‘clase’, desde luego no de clase ‘para sí’. Y si no tenían conciencia de clase, tampoco la tenían de raza, de género o de nación en ningún sentido avanzado. Las cabezas no siempre eran coherentes: se rugían entre sí con los ojos rojos de rabia, y a veces mordían (Linebaugh y Rediker, 2000: 18).
De este modo, sin pretensiones de hallar en grupos o individuos del pasado una heroicidad idílica o desmesuradas integridades morales, los autores reivindican las luchas de resistencia de los actores ocultos que circularon por el Mundo Atlántico, conformándolo; historias en gran parte perdidas, silenciadas violentamente a través de “...la picota, del tajo, de la horca y de los grilletes en la sombría bodega de un barco” (Linebaugh y Rediker, 2000: 10-11). Y luego también opacadas por la escritura abstracta de la historia y su limitación a un rígido marco de análisis centrado en el Estado-nación, indiscutido durante mucho tiempo en los estudios historiográficos (Linebaugh y Rediker, 2000: 10-11).
En ese sentido, nos permitimos aquí pensar a los cimarrones de Cartagena de Indias y sus palenques como una de las mil cabezas de “la hidra revolucionaria” en el Caribe (el territorio de disputa imperial y colonialista por excelencia), tantas veces reprimida como renovada, hasta finalmente alcanzar su liberación y supervivencia social, política, cultural y territorial frente al poderoso Hércules esclavista colonial. La existencia actual de San Basilio de Palenque, atestigua en sí misma ese camino alternativo que comenzó a trazarse hace más de 400 años.
Cimarrones y palenques de “La muy noble, fiel y muy leal” Cartagena de Indias
Cuando el adelantado Pedro de Heredia fundó la ciudad de Cartagena de Indias en 1533, abrió paso a uno de los mayores puertos del Imperio español en el mar Caribe, al que arribaron durante tres siglos, cientos de miles de africanos esclavizados (Arrázola Caicedo, 2019). Debido a su ubicación geográfica estratégica, junto a Portobelo, fueron hasta mediados del siglo XVII las principales conexiones del flujo económico entre la península ibérica, el virreinato de Nueva España, las islas caribeñas y el virreinato del Perú:
Las riadas de plata de Potosí salían desde el Callao y Paita y por la vía del Pacífico llegaban hasta Panamá, donde cruzando el estrecho Istmo, conectaba al mar Caribe por Portobelo y Cartagena, desde donde se dirigían a España, por la vía de La Habana, último puerto antes del tornaviaje para seguir su ruta hasta el norte de Europa (Ortega y Elías Caro, 2012: 3).
La economía colonial de este período estuvo sustentada en la explotación argentífera del Cerro Rico altoperuano y la aurífera de la Nueva Granada, realizada inicialmente por los pobladores originarios bajo condiciones infrahumanas, provocando una rápida y brutal mortandad (Sempat Assadourian, 1972). Ante la carencia de mano de obra consecuente, los colonialistas españoles acudieron a la trata de esclavos a gran escala, continuando lo iniciado por los esclavistas portugueses, pioneros en arrancar personas del África para su explotación transatlántica desde el siglo XV (Borrego Plá, 1995).
A partir de las últimas décadas del siglo XVI, Cartagena de Indias alcanzó el status de “almacén” de esclavizados negros, distribuyéndolos principalmente entre propietarios de minas y cañaverales, destinándolos también al servicio doméstico, la milicia, los ríos para remar como “bogas”, y en general a cualquier actividad ligada al trabajo físico, considerado indigno por las élites (Ortega y Elías Caro, 2012: 4). Por entonces, la próspera ciudad pasó a ser objetivo de piratas y corsarios provenientes de las otras potencias europeas con ambiciones colonialistas, ávidas de los metales preciosos monopolizados por “el imperio donde nunca se ponía el sol” (Lane, 2009).
Sin embargo, el orden colonial cartagenero, no sólo se encontraba amenazado por los ataques extranjeros, sino que contuvo la fuente potencial de rebelión en el seno mismo de su estructura social, tal como relató fray Sebastián de Chumilla en la segunda década del siglo XVII:
Hay en esta ciudad y distrito de doce a catorce mil negros de servicio; por esta causa está en no pequeño peligro un levantamiento; en ocho años que ha que yo la habito la he visto dos veces puesta en armas por la vehemente sospecha que de ella se tuvo. Por este peligro, con muy prevenido acuerdo, tienen mandado los gobernadores que ningún negro traiga armas y cuchillo (Chumilla en Ortega y Elías Caro, 2012: 7).
A esta desproporción poblacional entre negros y blancos que tanto inquietaba a los señores locales, debe sumarse la geografía de Cartagena de Indias, ubicada entre ciénagas y sierras selváticas, territorios agrestes y de difícil accesibilidad, caracterizados por sus altas temperaturas y la presencia de enfermedades endémicas (Rout, 1977; Navarrete, 2010), importantes factores para comprender un contexto donde el escape fue una posibilidad para los esclavizados (Toasijé, 2008). Denominados cimarrones, los africanos y descendientes de africanos huidos del sometimiento, formaron poblados que, según Arrázola Caicedo (2019), permanecieron segregados “...exentos de tributos reales y apartados del resto de la colonia española de Cartagena por centenares de años y cuyos habitantes, habiendo de darse sus propios jefes para su gobierno, constituyeron comunidades libres” (Toasijé, 2008. 9).
Desde entonces, estos conglomerados rebeldes tuvieron que defender su libertad ante distintas incursiones militares españolas, librando la “Guerra Cimarrona” a lo largo del siglo XVII. Durante este período, bajo los legendarios liderazgos de Domingo Benkos Biohó o Domingo Criollo, los palenqueros de Matudere y la Sierra de María no sólo resistieron los ataques esclavistas, sino que también negociaron y en ocasiones pasaron a la ofensiva, boicoteando el tráfico negrero sobre el curso del río Magdalena, destruyendo las haciendas azucareras de la zona, y conspirando con esclavos y libertos que habitaban la ciudad amurallada (Toasijé, 2008. 31).
Los 100 años de “Guerra Cimarrona”
“Una aldea nueva crece en los arcabucos. Está allá escondida después de los manglares. Es mejor levantar varias aldeas. Regarlas en los montes altos. Los soldados vienen y las batallas son duras. Quieren casarnos otra vez” (García, 2013: 44).
Si bien en Iberoamérica hubo muchos palenques, mocambos y quilombos formados y defendidos por cimarrones, como el legendario quilombo de Palmares liderado por Zumbí en el actual Brasil; en su gran mayoría fueron destruidos sin lograr alcanzar nunca el status jurídico de pueblos libres (Reis y Dos Santos, 1996). En el caso del palenque de Yanga cercano a Veracruz, la libertad les fue reconocida a los pocos años de su alzamiento, sin atravesar un siglo de enfrentamientos como los ocurridos en las tierras circundantes al río Magdalena y el mar Caribe (Náveda Chávez-Hita, 2012).
Aquel período llamado “Guerra Cimarrona” por Arrázola Caicedo (2019), puede reconstruirse a “retazos” siempre parciales y basados en la perspectiva del colonizador, cristalizada en las fuentes escritas de las autoridades político-religiosas de la época (Thompson, 2006). Pero también, en el caso que tratamos, logra nutrirse de la historia oral, basada en relatos que atravesaron siglos hasta llegar a los actuales habitantes del superviviente San Basilio de Palenque (Prins, 1993; Navarrete, 2008). Esta conjunción de fuentes, inusual al tratarse de hechos ocurridos hace más de cuatro siglos, ha brindado la oportunidad a los historiadores de conformar un rompecabezas siempre renuente en la historización de las luchas subalternas (Ginzburg, 2016; Burke, 1993).
De este modo, en el año 1600 podemos ubicar el inicio de la rebelión de cimarrones más importante en la historia de la región, encabezada por Domingo Benkos Biohó (Navarrete, 2008). Según la crónica de fray Pedro Simón (1981: 165) este “hombre brioso, valiente y atrevido” escapó junto a 30 esclavizados, entre los que se encontraba su mujer, de las estancias del “amo” Juan Gómez; instalándose en las ciénagas ubicadas a 20 leguas de Cartagena de Indias, donde establecieron el palenque de la Matuna.
Otra versión se encuentra en la carta del gobernador de Cartagena don Jerónimo de Suazo y Casasola, del 16 de mayo de 1603, según la cual Biohó escapó del castigo de remar en las galeras cuatro años antes de introducirse en las ciénagas (Navarrete, 2008: 40). Sea cual fuera su procedencia, lo trascendente es el papel cumplido por el llamado “Rey del Arcabuco” en la Guerra Cimarrona, que lo llevó a ser retratado como héroe en el principal monumento de San Basilio de Palenque, mientras rompe sus cadenas (Restrepo y Pérez, 2005).
Luego del escape, el primer episodio del conflicto fue la incursión de Juan Gómez, el señalado “amo” de Domingo Biohó, en la ciénaga de la Matuna para buscar al líder cimarrón, junto a 16 soldados, el alcalde de la Santa Hermandad,[5] y tres indios del pueblo de Bahaire:
Sólo llevaban una escopeta porque Juan Gómez no quería que le mataran sus esclavos. Estaba convencido de que apenas lo vieran se le someterían. Sucedió todo lo contrario. Al llegar al sitio donde se encontraban, los cimarrones atacaron furiosamente y mataron a Juan Gómez y a otros. El resto regresó a la ciudad a dar cuenta al gobernador del acontecimiento (Navarrete, 2008: 41-42).
La suerte de esta malograda primera empresa, condicionaría las acciones posteriores encabezadas por Suazo Casasola, gobernador de Cartagena, quien de allí en más enviaría expediciones armadas, con soldados y municiones suficientes para reprimir al inquietante líder rebelde y sus cimarrones (Navarrete, 2008: 41-42). Así, fueron 24 los hombres armados que partieron al mando de Hernández Calvo, alcalde de la Santa Hermandad, logrando sólo enterrar los cadáveres de la expedición anterior (Arrázola Caicedo, 2019: 39). Luego, una incursión de 250 soldados liderados por Luis Polo del Águila tuvo mejor suerte, y aunque no lograron exterminar el palenque debido a la fragosidad del terreno, provocaron la huida de los cimarrones, dejando atrás a ancianos, mujeres y niños, además de objetos de valor como espadas, arcos, lanzas, toldos y comida (Navarrete, 2008: 41-42).
Los huidos no tardarían en reconstruir otro palenque en la ciénaga, volviendo a foja cero el conflicto. Ante esto, los señores de Cartagena optaron por ofrecer una salida pacífica a Domingo Biohó, quien se mostró dispuesto a un acuerdo “sin ensangrentar más la guerra”, a cambio del respeto de la vida y libertad de sus cimarrones (Navarrete, 2008: 72). Ante la imposibilidad de vencerlos, las autoridades coloniales resolvieron una tregua de paz, aceptando la existencia del palenque de La Matuna y reconociendo la autoridad del “Rey del Arcabuco”, a cambio de que los irreductibles cimarrones se comprometieran a cesar los asaltos a estancias y caminos, y a devolver a todo esclavizado que se fugara de sus amos de allí en más (Navarrete, 2008: 72).
En los años subsiguientes al pacto, Domingo Biohó consiguió licencia para ingresar libremente a la ciudad, armado y escoltado por los cimarrones, en tiempos donde ningún esclavizado podía hacer algo similar sin afrontar terribles castigos (Navarrete, 2008: 44). Según las crónicas de Fray Pedro Simón (1981), el “Rey del Arcabuco” “…andaba con arrogancia, bien vestido a la española, con espada y daga dorada, como gran caballero” (Navarrete, 2008: 173) y “Cuando venía a Cartagena, lo hacía acompañado con gente armada. Los esclavos de la ciudad y la provincia le tenían respeto, y los vecinos de la ciudad propietarios de estancias cerca al pueblo de la Matuna le reconocían y regalaban” (Navarrete, 2008: 173). Benkos Biohó, además, nunca permitió que español alguno ingresara al palenque de La Matuna con armas (Navarrete, 2008: 174).
El osado rebelde tuvo su final una noche del año 1619 en los interiores de la ciudad amurallada, a consecuencia de una riña con los guardias del presidio luego del toque de queda nocturno, siendo capturado y llevado ante el gobernador don García de Girón quien, tras un breve proceso, dispuso su ejecución en la horca (Navarrete, 2008: 45). Luego del hecho, las autoridades coloniales escribieron, con satisfacción: “…han quedado todos los negros muy quietos y pacíficos” (García de Girón en Arrázola Caicedo, 2019: 56). Esta situación no se extendería mucho tiempo.
“Se acata, pero no se cumple”: la real cédula de 1691
Una dinámica de destrucción, fuga y reconstrucción de los palenques se reproducirá en las décadas siguientes hasta el segundo hito de la “Guerra Cimarrona”, configurado por la lucha de los cimarrones encabezados por el capitán Domingo Criollo[6], también llamado “El grande”, reconocido líder por los palenques de Arenal, Joyanca, Duanga y San Miguel Arcángel de las Sierras de María (Navarrete, 2008: 73). Este conflicto desembocará, con sus bemoles, en el reconocimiento de autonomía y libertad al palenque de San Miguel Arcángel, antecesor del actual pueblo de San Basilio de Palenque.
A propósito de ello, se ha señalado la ambivalencia de la política llevada a cabo por las autoridades coloniales durante este período:
Por una parte, utilizaron un trato fiero y estricto cuando los grupos de cimarrones amenazaban la producción y estabilidad política. Pero, por otra parte, una vez que los miembros del gobierno se convencían de la dificultad para localizar los palenques, destruirlos y someter a los cimarrones, negociaban con ellos y les otorgaban la libertad a cambio de retornar a los nuevos desertores. Por su parte, los propietarios de esclavos siempre se opusieron a la concesión de la libertad de los cimarrones. Argumentaban la pérdida de la inversión y el mal ejemplo que daban a otros esclavos de la región (Náveda Chávez-Hita, 2012: 159-160).
En este marco se insertan las negociaciones de paz entre el líder Domingo Criollo y la gobernación, facilitadas por la actuación del fraile Baltasar de la Fuente Robledo, quién en el año 1682 recibió una serie de propuestas por parte de los cimarrones, en un ejemplo del rol de mediadores que usualmente cumplieron los representantes de la iglesia católica en este tipo de conflictos durante el orden colonial (Thompson, 2006). A cambio de su cumplimiento, los rebeldes ofrecieron cesar las hostilidades en la región y garantizar la obediencia a las leyes y autoridades de la colonia (Navarrete, 2008: 115).
En sus propuestas, los cimarrones reclamaron la libertad de todos sus miembros, sus hijos y descendientes, y la adjudicación de un territorio con tierras aptas para labrar, pagando por estas tierras los mismos tributos que el resto de la gente libre, a fin de sostener a un cura y un oficial de justicia en su poblado (Navarrete, 2008: 115). En contrapartida, juraban obediencia a la gobernación y al rey, y se comprometían a devolver a los esclavizados que en adelante huyesen de sus amos (Navarrete, 2008: 116). Esto último ha sido siempre planteado por la historiografía como muestra de la ambigüedad de los cimarrones en sus relaciones con el sistema colonial, y una mancha para su romantización libertaria (Ortega y Elías Caro, 2012). Ello parece obviar que en la negociación ocupaban ostensiblemente la parte más débil, y que, fundamentalmente, no se registró en la práctica una actividad extendida de entrega de otros esclavizados huidos, más bien todo lo contrario (Helg, 2018). También puede decirse que los cimarrones realizaban concesiones en pos de lograr poblar un territorio libre y en paz luego de un siglo de guerra y persecución, legitimando política y jurídicamente su situación, y adquiriendo los mismos derechos y obligaciones que el resto de los vasallos libres de la Corona española (Thompson, 2006).
La respuesta de las autoridades, haciendo gala de las prácticas burocráticas coloniales, fue la necesidad de remitir estas propuestas a la metrópoli antes de proceder a su aceptación (Navarrete, 2008: 115). En el medio, hubo un cambio político en la gobernación de Cartagena de Indias, asumiendo el cargo Juan Pando de Estrada en 1683, quién desconoció el ofrecimiento cimarrón y reinició las expediciones bélicas hacia los palenques de las sierras de María para eliminar a los rebeldes (Navarrete, 2008: 120).
Sin embargo, el 23 de agosto de 1691, el monarca español expidió una real cédula que fue entregada en Madrid al principal promotor de la misma, el padre Baltasar de la Fuente Robledo, facultado como el indicado para llevarla al Nuevo Mundo y encabezar su ejecución (Arrázola Caicedo, 2019: 100). El documento colonial dispuso las siguientes medidas:
Dar cuenta a los cabildos, secular y eclesiástico, de que a los cimarrones les serían condonados sus delitos, por el servicio de Dios y paz de la provincia. Esto en virtud a que el rey tenía entendido que los negros de los palenques de las sierras de María deseaban sujetarse a su dominio, a la jurisdicción del gobierno y al obispado. Conceder la libertad a los negros de los palenques, porque sin esta condición no aceptarán reducirse. Si hubiere alguien que se resistiere a renunciar a este derecho se le advertirá que tratar de conservarlo era infructuoso. Si hubiere personas que por sus pocos medios persistieren en reclamar tal derecho y no quisieren concederles la libertad, el proceso no se detendrá y ésta se les otorgará en nombre del rey. Se les ofrecerá un precio moderado y el dinero se sacará de los propios de la ciudad y de las arcas reales. Se realizará un encuentro y conferencia entre el caudillo Domingo Criollo y los comisarios, donde a los cimarrones se les ofrecerá la libertad, tierras, el derecho a formar población y protección para ser tratados como vasallos e hijos de la iglesia y se firmarán las capitulaciones (Arrázola Caicedo, 2019: 101).
Además, se les permitiría habitar en uno o dos lugares y se les otorgarían tierras para su cultivo y mantenimiento pagando el mismo tributo de los indios; se les nombraría un cura doctrinero y un oficial para la paz y justicia; abandonarían las “idolatrías” en las que incurrieren y se bautizarían los que no lo estuvieren; finalmente, serían tratados como el resto de los vasallos de su majestad, sin permitir se les hiciere agravio ni vejación alguna, pero si faltasen a sus obligaciones, serían castigados severamente como apóstatas y alzados (Navarrete, 2008: 128).
Analizando lo transcrito, esta cédula implicó un reconocimiento de tierra y libertad para los cimarrones luego de largos años de lucha, pudiendo pensarse que de allí en más su situación mejoraría en el mundo colonial, aunque terminaría ocurriendo exactamente lo contrario. Esto se explica en la estructura de poder y el mecanismo de toma de decisiones del Imperio español, donde fue constante la diferencia entre las disposiciones de la Corona para el gobierno de las colonias y su aplicación práctica por parte de las autoridades locales en el Nuevo Mundo, siempre atentas a efectivizar sólo aquello que beneficiara sus intereses (Lynch, 1976).
En consecuencia, los ánimos pacifistas de Domingo Criollo, sus palenqueros, el rey y el Consejo de Indias, chocaron con las ansias guerreras del cabildo y los vecinos esclavistas, renuentes a perder o disminuir sus derechos de propiedad sobre tierras y seres humanos (Navarrete, 2008: 129). Así, al llegar el padre Baltasar de la Fuente Robledo a Cartagena el 11 de febrero de 1693, se encontró con la furia de los vecinos de la ciudad, impidiéndole cumplir su cometido y obligándolo a refugiarse en la torre de la catedral para conservar su vida (Arrázola Caicedo, 2019: 110).
Al mismo tiempo, la noticia de la real cédula de libertad generó la movilización de los esclavizados de la región, al pensarse incluidos en la disposición destinada a Domingo Criollo y sus cimarrones de las sierras de María; situación que reafirmó la voluntad de destrucción de los palenques por parte de los señores de la ciudad (Navarrete, 2008: 134). Siguiendo a McFarlane (2005), el cabildo de Cartagena comprendió los alcances que podía adquirir la cédula de Carlos II de España, habilitando la posibilidad de huida a todos los esclavos de la ciudad y las estancias adyacentes para acogerse al reconocimiento de libertad, afectando seriamente los intereses de las elites blancas y la continuidad del asiento de esclavos “…porque no habría quien tomara la decisión de comprar nuevos esclavos” (McFarlane, 2005: 226). Esto permite apreciar con claridad la importancia de la cédula en cuestión, ya que erosionaba directamente la base esclavista del orden colonial, no siendo menor reiterar que estas órdenes de la metrópoli fueron fruto del tenaz accionar cimarrón.
El desenlace del conflicto se aceleró al asumir don Sancho Jimeno de Orozco la gobernación de Cartagena el 1 de diciembre de 1693, sujeto que dispuso la inmediata invasión y destrucción de los palenques de las sierras de María, enviando una fuerza compuesta por 450 hombres armados (Arrázola Caicedo, 2019: 185). De este modo, en junio de 1694 fueron apresados 92 cimarrones (incluyendo varones, mujeres, ancianos y niños) y muertos en combate otros 43, entre los que se encontraba el capitán Domingo Criollo (Navarrete, 2008: 153). Pronto la cabeza del gran caudillo rebelde fue expuesta públicamente en la ciudad, para gloria y tranquilidad de los señores cartageneros (Arrázola Caicedo, 2019: 202).
Luego de estos terribles sucesos del año 1694, el palenque de San Miguel Arcángel logró recomponerse gracias al accionar de los cimarrones sobrevivientes y de los nuevos huidos procedentes de las estancias y casas señoriales cercanas a los montes de María (Navarrete, 2008: 172). Tuvieron que pasar dos décadas más de guerra y negociación hasta llegar a diciembre de 1713, cuando un grupo de cimarrones se presentó en el cerro de la Popa ante el obispo de Cartagena de Indias, don Antonio María Cassiani, solicitándole la paz y prometiendo obediencia a la Corona a cambio del reconocimiento de su libertad (Arrázola Caicedo, 2019: 256-257). Esta vez, contaron con el apoyo de la máxima autoridad local de la iglesia católica y el acuerdo del gobernador Jerónimo de Badillo, deseoso de pacificar su jurisdicción por sobre las demandas de los influyentes señores locales (Navarrete, 2008: 174). Finalmente, en enero de 1714, los cimarrones criollos y minas del palenque San Miguel Arcángel fueron declarados vasallos libres del rey, y su palenque pasó a ser un pueblo legítimo, sujeto a la legislación española e integrante del sistema colonial, bajo el nombre de “San Basilio Magno” (Navarrete, 2008: 180).
De San Miguel Arcángel a San Basilio de Palenque
Las consecuencias de aquel reconocimiento han suscitado distintas interpretaciones, algunas sosteniendo que los cimarrones recibieron la libertad a cambio de funcionar como guardianes al servicio de los esclavistas, apresando a todo nuevo huido que pretendiese refugiarse en el monte (Ortega y Elías Caro, 2012). Por el contrario, historiadores como el citado Arrázola Caicedo (2019), entendieron que:
(...) al firmar el Rey la Real Cédula de libertad de los cimarrones de los Palenques de la Sierra de María, aunque condicionada, estaba destruyendo de una sola plumada toda la colonia, al destruir la base de la economía esclavista peculiar de América, en que se cimentaba el imperio de España y aún el de Europa de este lado del Atlántico (Arrázola Caicedo (2019: 106).
Cercanos a esta última línea de pensamiento, consideramos que el reconocimiento formal de libertad fue un acto jurídico y político relevante, sin perder de vista su causa desencadenante: la prolongada y desigual lucha de los cimarrones frente a las fuerzas de uno de los principales puertos caribeños del Imperio español y sus grandes recursos económicos, políticos y militares. En esta resistencia cimarrona de más de un siglo, estuvo en juego el retorno a la esclavitud, es decir, a la máxima deshumanización posible, pero también la posibilidad de crear y llevar a cabo singulares prácticas políticas, religiosas, lingüísticas, culturales, económicas y sociales; distintas y más igualitarias a las violentamente impuestas por el orden colonial (Thompson, 2006). En este sentido, más allá del peso específico de las cédulas reales y las intrigas palaciegas de las élites, los cimarrones llevaban fácticamente un siglo ejerciendo y defendiendo su autonomía y libertad (Patterson, 1978; Fouchard, 1972).
Llegados a este punto, vale mencionar que el tema conlleva el riesgo de incurrir en una romantización de los palenques, concibiéndolos como comunidades redentoras de identidades africanas perdidas en la diáspora (Reis, 2003); imaginándolos absolutamente aislados y sin intercambios con la sociedad colonial (Price, 1981); o cayendo en simplificaciones homogeneizantes que omiten la pluralidad de sus composiciones étnicas, la diferente y condicionante distribución geográfica, el tiempo que resistieron o la cantidad de habitantes alcanzada (Navarrete, 2010).
Teniendo en cuenta estos recaudos, resulta fundamental remarcar que las personas esclavizadas, actuando desde el fondo de la pirámide jerárquica colonial, lograron materializar un modo de vida alternativo al forzosamente establecido en su contexto histórico. En este entendimiento, la persistencia de San Basilio de Palenque en la actual Colombia, llamado en su país “Primer pueblo libre de América y último rincón de África en ella” por su distintiva identidad, organización, historia y cultura (Jurado, 2016), reivindica la importancia de aquella lucha centenaria, además de interpelar las ideas establecidas sobre lo considerado revolucionario y sus formas de abordaje a lo largo de la historia, al menos desde este lado del mundo.
Otros mundos posibles
El corolario de la “Guerra Cimarrona” en Cartagena de Indias, nutre el debate historiográfico sobre la relación entre los cimarrones, sus palenques y el sistema esclavista y colonial, ya que, en principio y tal como sostiene McFarlane (2005: 231-232) “…los cimarrones buscaban evadir la esclavitud, no destruirla”. Por lo tanto, también desafía los términos de la discusión sobre hasta qué punto fueron revolucionarios, o más bien complementaron al régimen otorgando una opción a quienes no soportaban las atroces condiciones de la esclavitud, sin proponerse terminar con las estructuras que sometían a la inmensa mayoría de africanas, africanos y sus descendientes en los campos y las ciudades de la América colonial.
Primeramente, frente a esta disyuntiva, y de acuerdo a lo sostenido por Helg (2018), consideramos que el cimarronaje fue la principal estrategia de lucha posible de los esclavizados durante los primeros siglos de colonización ibérica, cuando todavía no existía un control totalizante del Estado sobre individuos y territorios, permitiendo la organización y fuga hacia los márgenes del sistema (Helg, 2018: 87). Además, tratándose de actores a quienes se les negaba el reconocimiento jurídico como personas, considerándolos “bienes muebles” sujetos al derecho de propiedad de sus “amos”, todo proyecto individual o colectivo que significase la realización de su condición humana, constituía en sí mismo un valioso acto de resistencia (Helg, 2018: 24). Más aún cuando implicaban un enfrentamiento directo con los esclavistas, a veces violento y otras negociado, pero llevado al punto de provocar el reconocimiento formal de libertad, tierras y autonomía. Cierto que relativa, como toda autonomía, pero constitutiva de originales maneras de vivir, construidas “desde abajo” por sus propios actores.
Por lo tanto, el caso de la lucha cimarrona en Cartagena de Indias, grafica una rebelión que difícilmente podría ser tildada de complementaria al statu quo colonial, ya que en el pueblo de San Basilio de Palenque podemos encontrar el legado de una forma distinta de entender y transitar el mundo, resignificada a través del tiempo por los descendientes de quienes pudieron sustraerse del yugo de la esclavitud. Así lo grafica la utilización y enseñanza del criollo palenquero, única lengua en el mundo de base léxica española con influencia bantú (Cerezuela de la Barrera, 2022); el rito fúnebre Lumbalú, el sincretismo religioso y la organización social en kuagros, consistente en grupos de edad constituidos desde la infancia (Mantilla Oliveros, 2011); la Guardia Cimarrona como institución comunitaria de seguridad y justicia (Therán Tom, 2009); la música de tambores y la cocina palenquera declaradas Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO; además del fundamental desarrollo de un relato histórico propio (Pérez Palomino, 2010). Todas ellas realizaciones actuales de un modo de vida singular y alternativo, practicado desde hace siglos por la osadía de hombres y mujeres rebeldes.
¿Revolucionarios?
Tomando como sustrato esta experiencia de lucha tan significativa como insuficientemente divulgada de nuestro subcontinente latinoamericano y caribeño, podemos plantear nuevas preguntas a viejas respuestas. En perspectiva histórica ¿Fueron revolucionarios sólo quienes alcanzaron o procuraron un cambio violento en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad? ¿O acaso puede incluirse en el adjetivo a quienes fueron capaces de construir otras comunidades?
Para comenzar a esbozar una respuesta, retomamos nuevamente a Guha (1997) y su crítica a las historiografías colonialistas, donde los subalternos rebeldes nunca son capaces de poseer algún tipo de conciencia propia, de pensamiento original no dependiente de lo propugnado por las élites político-intelectuales de la época, entendiendo sus insurgencias como espontaneidades asimilables a fenómenos naturales (Guha, 1997: 203). En el caso de las historiografías críticas o “radicales”, el historiador indio señala la no identificación de especificidades en las rebeliones subalternas, obviando a sus protagonistas y las ideas que los movilizan, simplificándolas como:
(...) una sucesión de acontecimientos ordenados según una línea de descendencia directa (...) en la que todos los constituyentes tienen el mismo pedigrí y repiten entre sí en su compromiso los más elevados ideales de libertad, igualdad y fraternidad. Desde esta perspectiva ahistórica de la historia de la insurgencia, todos los momentos de la conciencia se asimilan al momento último y más elevado de la serie: una Conciencia Ideal (Guha, 1997: 204).
Dichas perspectivas difícilmente podrían captar los matices, las ambigüedades y los condicionamientos de cada proceso histórico, tampoco las lealtades, las traiciones, los anhelos y las características distintivas de sus actores, resultando inadecuadas para racionalizar “...las contradicciones que constituyen realmente el material del cual está hecho la historia” (Guha, 1997: 204). En este sentido, por ejemplo, hasta imbricarse con la conciencia trascendental revolucionaria emanada del iluminismo europeo de fines del siglo XVIII, con su summum en la Revolución Francesa, los cimarrones cartageneros no habrían realizado actos revolucionarios stricto sensu, sino escapes más bien atávicos, fruto de la desesperación, y si no complementarios, al menos inocuos para el orden esclavista y colonial del que huían (Deive, 1989).
Ante esto, sugerimos que el carácter revolucionario del accionar cimarrón no necesitó de ese derrame político e intelectual transoceánico, y para ello recurrimos a conceptos anarquistas y autonomistas que, si bien adquirieron cierta notoriedad al calor del debate teórico y la praxis política a nivel global a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI, en Latinoamérica pasaron rápidamente a un segundo plano[7]. Encontrándonos en un nuevo contexto político e ideológico[8], aquí recuperamos algunas de aquellas ideas para repensar los modos usuales de interpretar la historia en general y las acciones revolucionarias en particular, entre ellas, la crítica de Graeber (2011) a la concepción de la revolución como cambio profundo, radical y estructural en términos estado-céntricos de procurar la toma del poder institucional y coercitivo, y el funcionamiento de la misma como matriz para adjetivar procesos y hechos históricos como revolucionarios o no (Graeber, 2011: 55).
Para el antropólogo estadounidense, la abrumadora mayoría de las acciones así catalogadas han conducido a la derrota y muerte de sus protagonistas, generalmente integrantes de los sectores subalternos (Graeber, 2011: 55). Inclusive, las excepcionales experiencias que han conseguido la hazaña de desplazar del mando del Estado a las élites opresoras de turno, habrían terminado convirtiéndose en variantes de aquello que combatían (Graeber, 2011: 70). Esta perspectiva se modifica al rastrillar nuestra historia a contrapelo de las grandes aspiraciones gubernamentales, indagando en las experiencias de lucha que persiguieron la conformación de comunidades autónomas, originales y alternativas al sistema de dominación impuesto en su momento histórico, tales como los palenques de cimarrones durante el orden colonial europeo (Graeber, 2011: 71). Más aún cuando se trata de realizaciones rebeldes que lograron persistir en el tiempo, como el caso de San Basilio de Palenque y su comunidad cimarrona.
Pensar estas experiencias en términos revolucionarios, implica un “derribo de muros conceptuales” (Graeber, 2011: 55) a prueba de reparos por romanticismo o utopismo, pasando la revolución a ser menos una lejana meta al final del camino y más un conjunto de acciones creadoras de realidad, de nuevos mundos posibles, no idílicos ni necesariamente ajenos a injusticias y desigualdades, pero sí forjados a conciencia por sus propios actores desde mayores márgenes de libertad (Thompson, 2006). Ello implica afinar la mirada sobre el pasado, con innegable eco en el presente, cuestionando las praxis revolucionarias no desde una tábula rasa, sino conociendo e hilvanando otras formas colectivas de vivir, concretadas por los subalternos insumisos que habitaron nuestros territorios. Historias tan crípticas como apasionantes, que ameritan seguir siendo develadas y resignificadas.
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[2] Según Burke (1993), la “nueva historia” surgió en la segunda mitad del siglo XX como respuesta a la historia tradicional basada en las hazañas político-militares de los “grandes hombres” (p. 15), interesándose tanto por el resto de los relegados actores como por los más diversos aspectos de la actividad humana (p. 19). Esto implicó dotar a la historiografía de un cariz interdisciplinario, además de plantear nuevos interrogantes, fuentes y objetos de estudio (p. 26). Bajo este abanico, durante los años 50’ y 60’ se impusieron modelos estructuralistas y deterministas en las investigaciones históricas, como los marxistas, braudelianos o malthusianos (Burke, 1993: 32), habiendo luego una reacción “...contra el estudio de las grandes tendencias sociales, de la sociedad sin rostro humano” (Burke, 1993: 36) donde surgieron la historia oral, la “historia desde abajo”, la historia de la vida cotidiana y la microhistoria, entre otros campos de estudio (Burke, 1993: 36).
[3] No obstante, es necesario subrayar la decisiva influencia política, económica, social y cultural que, al menos desde el siglo pasado, revisten las corporaciones transnacionales a nivel local e internacional, promoviendo desde todas las vías posibles las bondades del “libre” mercado por sobre el supuestamente ineficiente intervencionismo estatal. Esta idea tan cara al capitalismo neoliberal, incluye el traccionar “por derecha” la supuesta obsolescencia conceptual de los estados nacionales desde papers académicos. No se trata entonces de investigar y escribir denostando al Estado como construcción histórica, ya que ha tenido en distintos momentos un rol favorable e imprescindible para las clases subalternas. Más bien, el desafío consiste en correr el eje analítico de su centro gravitacional con la aspiración de dar protagonismo a otros actores, ideas e historias potencialmente emancipatorias.
[4] El autor catalán extiende esta crítica al marxismo en tanto hijo del pensamiento moderno, expuesto en la concepción del materialismo histórico como el tránsito progresivo hacia el comunismo, motorizado por la lucha de clases (Fontana, 1982: 149).
[5] Los alcaldes de la Santa Hermandad eran magistrados judiciales con jurisdicción en pueblos y aldeas del Imperio Español en las Américas, con la principal función de organizar milicias para actuar ante infracciones y delitos cometidos en las zonas rurales dependientes de los cabildos (Levaggi, 2009).
[6] Con respecto a la denominación de “capitán” utilizada para Domingo Criollo, Price (1981: 553) señala que los modelos de autoridad cimarrones respondieron a los vigentes en su tiempo histórico, por ende, si al comenzar el siglo XVII Benkos Biohó se proclamó “Rey del Arcabuco” inspirado en las monarquías, al finalizar el siglo, el nuevo líder se envestía de una autoridad legitimada fundamentalmente en el aspecto militar.
[7] Autores como Holloway (2002) tuvieron una importante pero fugaz influencia en la discusión académica y el arsenal argumentativo de la militancia política que enfrentó a las versiones locales del neoliberalismo en nuestro subcontinente, más allá de la referencia paradigmática del zapatismo mexicano como movimiento social autonómico y popular desde 1994 (Pinheiro Barbosa y Rosset, 2023). En las primeras décadas del nuevo siglo, la llamada “marea rosada” (Alabarces y Añón, 2016) o “primera ola progresista” (Barbosa dos Santos, 2020) de gobiernos latinoamericanos con políticas mayormente contrarias a la hegemonía neoliberal post caída del muro de Berlín, aparejó un nuevo fervor teórico por la centralidad del Estado en la satisfacción de demandas sociales y la construcción de realidades más equitativas (Alabarces y Añón, 2016: 16). El correlato fue la postergación en el campo de las ideas de aquello orientado en otros sentidos, bajo la acepción de “posmoderno” en sentido peyorativo, considerando a los estudios subalternos “...potentes metafóricamente, pero estériles políticamente” (Vidal, 2008: 140) en razón de su rechazo a toda alianza contrahegemónica con el Estado (Alabarces y Añón, 2016: 16).
[8] Habiendo transitando los estertores del primer proceso histórico post-neoliberal abierto en los primeros 2000 en Latinoamérica y contando con cierto panorama y los primeros balances sobre sus conquistas y limitaciones, aún cuando se mencione el desarrollo de una “segunda oleada progresista latinoamericana” (García Linera, 2021), el actual arribo al poder de nuevos gobiernos desembozadamente neoliberales y con tintes fascistas en un contexto de cada vez mayor desigualdad y pauperización de las grandes mayorías sociales, tal vez urja a revitalizar los debates sobre el Estado, el sistema capitalista neoliberal, la globalización, la subalternidad, la autonomía y las formas de resistencia y rebelión pasadas, presentes y futuras.