Las cuatro restricciones del asistencialismo neoliberal y los desafíos de la economía popular en Argentina

 

Four restrictions of neoliberal social assistance and the challenges for the popular economy in Argentina

 

Resumen

Este trabajo se propone como reflexión analítica acerca del recorrido de la política social en Argentina durante los últimos treinta años. Parte de la premisa de que el asistencialismo neoliberal, postulado durante la segunda mitad de los noventa, plantea una estrategia de intervención social cuádruplemente limitada: en la cantidad de beneficiarios (focalización), en los requisitos de acceso (contraprestaciones laborales o formativas), en la duración (corto plazo) y en los montos (no disruptivos sobre el mercado de trabajo). Este texto propone, a partir del análisis de documentos oficiales y discursos de referentes y funcionarios, una discusión acerca de cómo se han ido disputando estos sentidos, empezando por el de la focalización con el lanzamiento de los planes sociales numerosos (como el Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, en 2002), siguiendo con el cambio en la contraprestación que inauguró el Plan Familias por la Inclusión Social en 2004 y finalizando con la consagración de la Asignación Universal por Hijo en 2009 como derecho de la niñez que cuestiona las limitaciones temporales. Se plantea que la última restricción es la más compleja, porque es la que permitiría abrir una crítica más incisiva a las utopías de inclusión social por la vía del mercado de trabajo, y que es la que se propone desde la noción de economía popular y el reclamo de salario universal.

Palabras clave: Política social, Asistencialismo, Estructura económica, Neoliberalismo, Postneoliberalismo.

 

Abstract

This paper is proposed as an analytical reflection on the course of social policy in Argentina during the last thirty years. It is based on the premise that neoliberal welfare, postulated during the second half of the nineties, proposes a fourfold social intervention strategy: in the number of beneficiaries (targeting), in the access requirements (labor or training considerations), in the duration (short term) and in the amounts (non-disruptive on the labor market). This text proposes, based on the analysis of official documents and speeches of referents and officials, a discussion on how these meanings have been disputed, starting with that of targeting with the launching of numerous social plans (such as the Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, in 2002), continuing with the change in the consideration that inaugurated the Plan Familias por la Inclusión Social in 2004 and ending with the consecration of the Asignación Universal por Hijo in 2009 as a child's right that questions the temporal limitations. It is suggested that the last restriction is the most complex, because it is the one that would allow opening a more incisive criticism to the utopias of social inclusion through the labor market, and that is the one proposed from the notion of popular economy and the claim of universal salary.

Keywords: Social policy, Welfarism, Economic structure, Neoliberalism, Post-neoliberalism.

 

 

Fecha de recepción: 14 de febrero de 2024

Fecha de aceptación: 10 de abril de 2024


 

 

Las cuatro restricciones del asistencialismo neoliberal y los desafíos de la economía popular en Argentina

 

 

Nicolas Dvoskin*

 

 

Presentación del trabajo

Este artículo presenta una reflexión analítica, basada en criterios políticos y discursivos, acerca del derrotero de la política social argentina –con énfasis en las políticas de transferencia de ingresos- durante los últimos treinta años. Partimos del postulado de que la política social neoliberal que se reconfigura hacia la segunda mitad de los años noventa luego de los cimbronazos que impidieron que la panacea del libre mercado fuera inmediatamente satisfactoria se propone como cuádruplemente restringida –principalmente el aumento de la desocupación abierta, pero también el aumento de la informalidad-. Se trata de un abanico de políticas de transferencias de ingresos a ciertos sectores con el objetivo de vehiculizar, de transitar, de acompañar la transformación estructural de la economía en curso. Nos referimos a lo que James Cypher define como neoliberalismo social y habilita formas de gasto social amigables con el mercado (Cypher, 2018: 31). Es decir, puesta en duda la posibilidad de que las reformas neoliberales nos lleven de manera directa a una situación socialmente beneficiosa, donde todos tengan trabajo y con ingresos suficientes para vivir, a mediados de los noventa reaparece la política social bajo una forma novedosa y restringida como forma de canalizar una transición que será más lenta de lo esperado, pero que sin ella esta sería políticamente inviable. En este sentido, de lo que se trata es de apagar incendios (Vilas, 1997), de evitar estallidos, de garantizar las condiciones políticas de la transformación económica en marcha.

 

¿Cuáles son estas cuatro restricciones de la política social neoliberal, también entendida como asistencia social?:[1]

1)                  La primera es que esta debe ser reducida en su cantidad de beneficiarios. Es decir, debe ser una política social focalizada. Esto refiere, por un lado, a buscar a los más pobres entre los pobres, aquellos verdaderamente merecedores de una ayuda estatal, y por el otro a consagrar que el acceso a ella es una excepción solo para algunos y no una política generalizada[2].

2)                  La segunda es que debe estar restringida en cuanto a los requisitos de acceso y permanencia. Dicho de otro modo, el beneficiario no solo debe encontrarse desempleado a la hora de acceder, sino que debe haber contraprestaciones laborales o formativas que den cuenta de la voluntad del beneficiario por insertarse en el mercado de trabajo lo más pronto posible.

3)                  La tercera refiere a los plazos. La asistencia social debe estar limitada en el tiempo, en programas con fechas de inicio y finalización, luego de la cual se espera que los beneficiarios hayan podido hacerse con las herramientas necesarias para salir al mercado de trabajo de manera autónoma. Esto contribuye a su vez, al igual que la restricción 1, con la restricción fiscal y la necesidad de que la asistencia social no implique una carga excesiva sobre el gasto público.

4)                  La cuarta restricción refiere a los montos. Los ingresos transferidos en concepto de asistencia social deben ser lo suficientemente bajos como para no perturbar el deseado equilibrio en el mercado de trabajo. Se entendía que políticas asistenciales con montos demasiado altos podían operar como desincentivo a la búsqueda de empleo o a desequilibrios forzosos en los mercados de trabajo, obligando a los empresarios a pagar salarios más altos y, en el marco de modelos neoclásicos de oferta y demanda de trabajo, dificultar el acceso al empleo.

 

Se trata, entonces, de una utopía de bienestar social y modernización productiva que se produciría a partir de la liberación de las fuerzas del mercado, donde en el ínterin se hace necesaria una política social que ayude en la transición pero que ponga las menos trabas posibles a la construcción de este nuevo mercado de trabajo.

 

La hipótesis que guía este texto es que desde la crisis de 2001 en adelante tanto desde distintas organizaciones sociales como desde las instituciones estatales y en debates públicos estas cuatro restricciones se han ido poniendo en cuestionamiento, una a la vez y no sin confrontaciones y dificultades. Fueron tanto la fuerza de la realidad social, bajo la forma de la crisis económica, como la construcción de categorías alternativas al neoliberalismo que empezaron a legitimarse durante la primera década del siglo XXI –alimentadas por la propia crisis neoliberal- los elementos que permitieron esta puesta en discusión de las cuatro restricciones, en muchos casos plasmándose en políticas públicas concretas, pero con las utopías y los principios generales aun en disputa.

 

Sucintamente, se plantea que la restricción 1, sobre la cantidad de beneficiarios, es levantada prácticamente por la propia crisis en abril de 2002, cuando el gobierno de Eduardo Duhalde lanza, con sede en el Ministerio de Trabajo, el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, que alcanzó los dos millones de beneficiarios. Aquí no opera aun ningún cambio de paradigma, pero la política social se vuelve muchísimo más amplia y abandona la focalización en el contexto de la macroemergencia social[3].

 

La puesta en cuestionamiento de la restricción 2 tiene como base algunas discusiones sobre programas concretos que ya habían acontecido en los años noventa, pero toma forma en el año 2004 cuando se crea, en el marco del Ministerio de Desarrollo Social, el Plan Familias para la Inclusión Social. En este programa, también masivo –en su diseño apuntaba a alcanzar los 750.000 beneficiarios (Rodríguez Enríquez y Reyes, 2006: 34)-, se reconoce por primera vez que una parte importante de la población no podrá ser empleada en el mercado con sueldos suficientes en el corto plazo, con lo que no tiene sentido seguir apelando a contraprestaciones laborales o formativas. Así, estas son reemplazadas por requisitos de asistencia escolar y cumplimiento con el calendario de vacunación de los niños y niñas, siguiendo el ejemplo de lo que ya se había puesto en práctica en los programas sociales masivos de Brasil (Bolsa Familia) y México (Oportunidades). Incluso en materia de términos, se deja de hablar de contraprestaciones para empezar a referir a las condicionalidades.

 

El levantamiento de la restricción 3, sobre los plazos, abarca largas discusiones, algunas incluso anteriores al propio neoliberalismo, acerca de la seguridad social no contributiva. El pasar de prestaciones temporarias a duraderas o estables propone dotar a estas del estatuto de derechos sociales cuya continuidad no va a depender de ninguna intermediación. El primer paso se da en 2005 con el lanzamiento de las primeras moratorias previsionales, aunque estas fueron presentadas como planes de regularización tributaria y no como políticas de derechos. El momento central es en 2009 cuando se decreta la Asignación Universal por Hijo, más tarde ampliada a los embarazos y luego convertida en ley. Las moratorias consagraron la cuasi universalidad de la protección previsional (Calabria y Rottenschweiler, 2015) y la AUH la universalidad de la protección a la niñez y adolescencia (Fernández et al., 2010).

 

La cuarta restricción es la más importante de todas, porque, aunque encuentre un anclaje fuerte en el mercado de trabajo neoclásico (ver Neffa, 2007) y sea un elemento constitutivo de los manuales de política social neoliberales, lo cierto es que esta se inscribe también en planteos que le son ajenos al neoliberalismo y son caros al desarrollismo, los movimientos nacional-populares o, en el caso argentino, el peronismo. Nos referimos a la utopía de la integración a través del empleo y en particular a la expectativa de que el salario laboral sea suficiente para vivir dignamente. Levantar la cuarta restricción, es decir, levantar el requisito de que los montos sean bajos para no generar incentivos negativos en el mercado, implica reconocer que el mercado remunera mal. Proponer políticas permanentes en este sentido implica reconocer que el mercado siempre remunerará mal, y por lo tanto se imponen nuevas consideraciones sobre la naturaleza de esa mala remuneración.

 

Proponer políticas asistenciales de transferencias de ingresos que no teman en interferir sobre los equilibrios del mercado de trabajo puede ser entendido desde los aportes de la economía popular, noción que empezó a abrirse en los albores de la segunda década del siglo XXI, a partir de la valorización social de las tareas efectivamente realizadas por un gran número de trabajadores. Implica dejar de pensar en la dicotomía entre el plan o el trabajo y pasar a comprender la necesidad de la articulación entre un plan y un trabajo mal remunerado. La agenda del salario universal, que pone el eje en un salario social complementario y extendido (Stratta, 2022: 36)[4], se inscribe en esta línea.

 

Este texto se organiza de la siguiente manera: en la sección II se presenta sucintamente el modelo de asistencia social neoliberal, con referencia a algunos de sus documentos fundamentales. Las secciones III a V abordan los debates alrededor de las experiencias históricas a partir de las cuales se fueron poniendo en discusión las primeras tres restricciones. La sección VI refiere al problema conceptual de la economía popular y su desafío a la restricción 4. Por último, la sección VII presenta las conclusiones preliminares y futuras líneas de trabajo.

 

La política social neoliberal

 

El paradigma neoliberal, el cual arriba a América Latina –y a Argentina en particular- de manera combativa en los años setenta y se vuelve hegemónico en los noventa, va a entender que la liberación de las fuerzas productivas y el fin de las protecciones económicas es el camino indispensable para la mejora en la calidad de vida. En lo que refiere al empleo, se entiende que con la implementación de reformas de este carácter “el país arribaría a los deseados destinos del primer mundo y sus habitantes mejorarían sustancialmente sus condiciones de vida y de trabajo” (Lindenboim y González, 2004: 47).

 

En este sentido, estos idearios neoliberales entendían a la política social como un escollo, un costo, una molestia, y en todo caso solo aceptaban como legítimas a aquellas ramas de la seguridad social que pudieran inscribirse en las lógicas de la acumulación de capital. Así, los incipientes escenarios de políticas amplias o no contributivas que habían estado en debate en los años setenta (Dvoskin, 2022) perecieron rápidamente. Lo que pudo ser privatizado y puesto al servicio del sistema financiero, como el sistema jubilatorio contributivo, fue privatizado, aun con grandes disputas (Dvoskin, 2016; Alonso, 1998).

 

Solo por dar un ejemplo, en un difundido documento de CEPAL que operó como la piedra angular de la reforma previsional que creó el sistema de capitalización, el secretario de Seguridad Social del gobierno de Menem, Walter Schulthess, junto con Gustavo Demarco, señalaba que “la materialización del principio de equidad se logra mediante el régimen de capitalización, que genera beneficios proporcionales al esfuerzo individual” (Schulthess y Demarco, 1993: 206). Así, el neoliberalismo como nuevo paradigma hegemónico sostendrá que el mercado puede resolver todos nuestros problemas y que cualquier intento por regularlo llevará a resultados negativos.

 

Sin embargo, mientras algunos discursos renegarán de cualquier tipo de política social, otros entenderán que los procesos de transformación estructural propuestos demandarán tiempo. Incluso entenderán como principal falla de los programas de reformas a “la consolidación del sector informal […la cual puede entenderse como…] la respuesta social a la ausencia absoluta de políticas para enfrentar el enorme crecimiento de la informalidad, la marginalidad y la precariedad” (Cypher, 2018: 31).

 

Entonces, la política social será necesaria para sostener políticamente la transición hacia una economía plena de mercado mas donde los beneficiarios ocuparán un rol pasivo (Vilas, 1997; Grassi, 2003). Más aun, tal como señalan Cortés y Kessler, una característica central fue “la idea de compartir con el sector privado la provisión social en el área de las políticas hacia la pobreza” (Cortés y Kessler, 2013: 248), lo que implicó la articulación entre el Estado y distintas organizaciones de la sociedad civil, principalmente aquellas dedicadas a la acción social comunitaria y sin fines de lucro. Es esta la mirada que fundamentó la creación, en 1994, de la Secretaría de Desarrollo Social, “con la intención manifiesta de implementar las acciones de asistencia y promoción social” (Salas, 2020: 151).

 

Esta visión será particularmente significativa desde mediados de los noventa, luego de que las reformas pro-mercado hubieran ocasionado tanto grandes crisis (México, Sudeste Asiático, Rusia) como resultados económicos y sociales preocupantes. Es una fase que algunos autores, como Molyneux (2008) definen como la del post-consenso de Washington, caracterizado como un “neoliberalismo con rostro humano (Molyneux, 2008: 780)”.

 

El documento más importante que sintetiza el rol del Estado en el nuevo mundo neoliberal es el Informe sobre el desarrollo mundial. El Estado en un mundo en transformación publicado por el Banco Mundial en 1997. Allí se lee que

 

es un hecho comprobado que el Estado puede ayudar a los hogares a eliminar ciertos factores que plantean riesgos para su seguridad económica: puede evitar la miseria en la vejez a través de sistemas de pensiones, puede ayudar a hacer frente a enfermedades catastróficas mediante seguros médicos y puede brindar asistencia en caso de pérdida del trabajo con seguros de desempleo. Pero la idea de que esta carga debe recaer únicamente sobre el Estado ha comenzado a cambiar (Banco Mundial, 1997: 6).

 

En la misma línea, “aunque el Estado sigue desempeñando un papel fundamental en la prestación de servicios sociales básicos, no es evidente que deba ser el único que los preste, ni siquiera que los tenga que prestar en absoluto (Banco Mundial, 1997: 30). En cuanto a la política social, las reformas en curso tienden a “distinguir entre los programas de seguro social […] y los de asistencia social, destinados únicamente a los grupos más pobres de la sociedad” (Banco Mundial, 1997: 7). Tal como lo sostiene Mendes Pereira,

 

anclado en la división entre política social y política económica, la propuesta del Banco Mundial combinó programas compensatorios de corto plazo con una renovada confianza en el crecimiento económico y el efecto derrame, los cuales solo pueden ser alcanzados a través de políticas neoliberales (Mendes Pereira, 2018: 2192).

 

En este sentido, se configura una nueva política social, promovida desde las principales organizaciones financieras internacional, lo que marca el origen del concepto de asistencia social como forma específica de la política social (Draibe, 1994): ésta no se concibe como un reconocimiento de derechos, no debe estar disponible para siempre, su otorgamiento debe estar debidamente justificado y su monto debe ser pequeño, como para no alterar el salario de equilibrio del mercado de trabajo privado (Felder, 2007). Como sostiene Molyneux, la propia política social tomó una forma fragmentaria (Molyneux, 2008: 972). Volviendo a Cypher,

 

el neoliberalismo social intenta transformar la tensión subyacente entre la naturaleza de extremo laissez-faire de la estructura económica y las necesidades de supervivencia y trabajo de las mayorías a través del mantenimiento de la estructura económica existente y la provisión de una mayor seguridad socioeconómica para los más vulnerables (Cypher, 2018: 33).

 

El primer elemento distintivo de la política social neoliberal será la focalización, la que se erige como contracara de la universalización. De hecho, su virtuosidad ya estaba consolidada como estandarte de la política social a principios de la década del noventa. Tal como lo señalara el uruguayo Rolando Franco en un documento de la CEPAL y el Banco Mundial,

 

Cuando el tema en discusión son criterios e instrumentos mediante los cuales sea posible aumentar la racionalidad con la cual se asignan los recursos públicos, hay que prestar atención a la focalización, a través de la cual es posible alcanzar más eficazmente los objetivos de los programas sociales y utilizar con mayor eficiencia los recursos disponibles (Franco, 1990: 1).

 

Tal como expresara Víctor Brodersohn desde la Organización de Estados Americanos en un texto promotor de este cambio de paradigma,

 

la focalización surge en parte como respuesta al proceso reciente de avance y mayor protagonismo de la sociedad vis a vis una redefinición del papel del Estado en las políticas sociales. Una sociedad más compleja y heterogénea socialmente plantea una diversificación de demandas que connota casi de modo natural una respuesta política altamente diversificada y selectiva. En este sentido, la focalización es una práctica política moderna que corresponde a sociedades que viven un proceso de creciente heterogeneización social (Brodersohn, 1999: 6).

 

La focalización, a su vez, permitiría una mayor participación de los propios beneficiarios en la gestión de la política, contribuyendo con la democratización de las instituciones (Brodersohn, 1999: 3). En este sentido, si las políticas universales son homogeneizadoras y atrasadas, las focalizadas reconocen la heterogeneidad y son modernas. Y además son más baratas.

 

El segundo elemento distintivo será la incorporación de contraprestaciones laborales o formativas. El principio rector detrás de ello está en el diagnóstico sobre la situación del desempleo. ¿Por qué hay desempleo en la Argentina si se han implementado todas las reformas exigidas? Pues porque hay descoordinación entre la oferta y la demanda de trabajo: la Argentina tiene una oferta de trabajo acostumbrada al viejo modelo industrial y poco adaptada al nuevo mundo de las telecomunicaciones, la informática y la globalización. Tal como sostenían en 1995 el ministro de Economía Domingo Cavallo y su secretario de Finanzas Guillermo Mondino en un documento presentado ante el Banco Mundial, “las tendencias en el mercado de trabajo son un indicador de una fuerza de trabajo que tiene dificultades para reubicarse entre sectores y trabajos debido a una incongruencia entre las viejas habilidades y los nuevos requerimientos” (Cavallo y Mondino, 1995: 11). Entonces, el proceso de adaptación de los viejos trabajadores a los nuevos trabajos requiere tiempo -Cavallo y Mondino hablaban de “dolencias de la transición” (Cavallo y Mondino, 1995: 12)-, y este puede dedicarse particularmente a la formación y capacitación, sea de manera curricular o en prácticas laborales ad hoc.

 

El tercer punto clave será la temporalidad. En la medida en que este desempleo ha de ser considerado transitorio, puesto que se espera que eventualmente la oferta de trabajo vetusta se ajuste a la nueva y dinámica demanda, los planes sociales deben tener una duración limitada en el tiempo. Lo que se debe evitar es lo que la literatura anglosajona definió como welfare trap, o trampa del bienestar, que consiste en que la dependencia de programas de ayuda estatal tienda a disminuir las posibilidades de conseguir empleo en el futuro (ver Freeman, 1995). Ese acotamiento, a su vez, opera favorablemente como incentivo a la participación en las instancias formativas. Si seguimos la reconstrucción de la historia de las políticas de empleo y sociales de la Argentina de los noventa que realizan Neffa, Brown y Battistuzzi (2011a), encontramos que ningún programa llegaba a durar más de dos años, pero se organizaban en proyectos que duraban unos pocos meses, con lo cual ante cada nuevo proyecto y cada nuevo programa los beneficiarios debían volver a inscribirse. La corta duración de los programas, a su vez, permite una constante evaluación de sus resultados y reformulación de sus criterios de asignación: si los programas son cortos, la política se vuelve flexible.

 

Por último, los montos deben ser reducidos para que estas políticas no interfieran con un mercado de trabajo que está buscando equilibrarse en esta nueva y pujante economía abierta al mundo. Si las prestaciones fueran excesivamente altas, los trabajadores podrían no tener interés en buscar trabajos “genuinos” y esto podría, eventualmente, ocasionar faltantes de empleo en determinados sectores u obligar a los productores a pagar salarios excesivos que pongan en riesgo la sustentabilidad de sus empresas. Este es uno de los fundamentos de lo que algunos llaman “trampa de la dependencia económica”, lo que se sintetiza en AIL (2012), de la Fundación Atlas, un think tank neoconservador.

 

Solo por dar un ejemplo, en marzo de 2001, convocado por el diario La Nación, el economista Daniel Artana, quien asumiría como viceministro de Economía del breve paso de Ricardo López Murphy, afirmaba:

 

si el desempleo es muy alto es porque los salarios son muy altos. ¿Qué es lo que pone un piso allí? Que tenemos gente de muy baja calificación empleada en los sectores públicos provinciales y municipales…Lo que impide generar los puestos de trabajo es que está todo el mundo esperando una beca del Estado[5].

 

Es decir, las exageradas remuneraciones pagadas por actores extra-mercantiles (el Estado) operan como pisos del salario nominal, pisos que el sector privado no puede pagar y por ese motivo habría un hiato entre la oferta y la demanda que se convierte en el masivo desempleo abierto registrado desde la segunda mitad de los noventa.

 

Como síntesis, podemos recurrir al sociólogo mexicano Carlos Barba Solano, quien sostiene que, en el neoliberalismo,

 

el diseño, la implementación y la evaluación de las políticas y los programas sociales ha girado alrededor de dos objetivos: reemplazar el viejo paradigma del seguro social y no interrumpir el funcionamiento del mercado. La agenda social hegemónica ha intentado poner en sintonía los sistemas de protección social regionales con los procesos de estabilización y ajuste económico. La marcha ha sido azarosa y desigual en la región, pero ha implicado profundas modificaciones en los distintos tipos de regímenes de bienestar latinoamericanos (Barba Solano, 2007: 36).

 

En el fondo, la política social neoliberal entiende al desempleo de los años noventa como una situación excepcional, transitoria, políticamente inconveniente, ante la cual urge actuar para encauzar el proceso de transformación en curso. Es así que la política aceptada y promovida estará cuádruplemente restringida. Con la crisis del neoliberalismo, que en Argentina se expresó también, de manera simultánea, en una crisis del Estado y sus instituciones, también entrarán en cuestionamiento estas restricciones.

 

De la crisis de 2001 al fin de la focalización

 

El estallido social, económico y político de 2001, resultado acumulativo de las tensiones irresueltas y profundizadas de la segunda mitad de los noventa, llevó a una deslegitimación de todo el entramado institucional, pero también, de manera quizás un poco menos inmediata, de los discursos sociales neoliberales. O, en todo caso, la crisis, como todas las crisis, fue mucho más efectiva en su puesta en jaque de los principios rectores preexistentes que en la formulación de nuevas categorías y criterios.

 

En plena ebullición, el 3 de abril de 2002, el presidente Eduardo Duhalde lanzaba el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados, señalando que “yo sé que el camino para desterrar definitivamente la pobreza no es otro que reindustrializar el país y el fomento de todas las actividades productivas, porque esto significa para la gente pleno empleo y buenos salarios. Esa es nuestra meta, hacia allá nos dirigimos” (Duhalde, 2002). En este sentido, “quienes reúnan los requisitos y perciban este ingreso como contraprestación deberán capacitarse e integrase paulatinamente a actividades laborales o actividades comunitarias” (Duhalde, 2002).

 

Es decir, si bien el concepto de reindustrialización matizaba parcialmente las utopías neoliberales, está sumamente presente la idea de que la verdadera integración social y el definitivo fin de la pobreza está asociado al mercado de trabajo formal, donde la política social es un puente transitorio y para ello es que existen las contraprestaciones laborales y formativas, exactamente las mismas que existían en los planes sociales de los noventa.

 

La diferencia cuantitativa es notable. Como muestran Neffa, Brown y Battistuzzi, el programa Trabajar, el más significativo de ellos, tuvo un promedio de 90.000 beneficiarios activos entre 1997 y 1999 (Neffa et al., 2011a: 132), el Plan Jefes y Jefas llegó a los dos millones en mayo de 2022, y de hecho su inscripción se cerró para no seguir incrementándose (Neffa et al., 2011b: 12).

 

También es diferente, consecuentemente, la gestión: mientras en los programas focalizados el acceso estaba necesariamente mediado por organizaciones sociales, partidos políticos, agencias capaces de organizar los proyectos en los que se ejecutaban los programas, etc., la masividad obliga a ir desprendiéndose de las intermediaciones y a avanzar hacia un acceso más directo de los beneficiarios. El propio Duhalde hacía referencia a esto en el discurso de lanzamiento del Plan Jefes y Jefas:

 

Lo que sí me preocupa es que a otros planes sociales los han desnaturalizado los sinvergüenzas que se aprovechan de los más humildes para su propio beneficio. Es a éstos a los que tenemos que controlar firmemente y ese control no puede ser efectivo si no tiene la participación directa de todos ustedes, y deben denunciar a los que se pasan de vivos. No queremos gestores, no queremos intermediarios; no hacen falta, reitero, gestores ni intermediarios (Duhalde, 2002).

 

Sin embargo, lo cierto es que la intermediación siguió existiendo: en parte siguió condicionando el acceso, pero también en parte fue lo que permitió promover el acceso, en la medida en que una de las consecuencias de la degradación económica y social del neoliberalismo fue la ruptura de las redes y los canales institucionales desde donde las personas podrían vincularse con el Estado. En otras palabras: había mucha gente a la que el Estado no podía llegar, y es allí donde las organizaciones jugaron un rol central. El proceso de institucionalización y desintermediación recién daba sus primeros pasos. De acuerdo con Alonso, si bien hubo muchas denuncias de clientelismo asociado a la intermediación, dada la magnitud del programa “el riesgo potencial de éste para desplazar objetivos de los programas, desviando planes por fuera del área de los beneficiarios teóricamente elegibles, es poco relevante” (Alonso, 2007: 8).

 

En cualquier caso, fue más bien la propia crisis, y no un cambio de mentalidad o de criterios, lo que promovió la puesta en duda del principio de la focalización de la política social: no tenía sentido focalizar la política en un país con cerca del 60 por ciento de la población bajo la línea de pobreza (Busso et al., 2005) y con más de 20 puntos de desempleo (Salvia et al., 2006). Lo central, sin embargo, es que esa negación de la focalización se mantuvo incluso cuando el desempleo empezó a bajar muy rápidamente durante los siguientes años.

 

 Los inempleables y el reconocimiento de la marginalidad estructural

 

La asunción de Néstor Kirchner en mayo de 2003, desde una construcción política transversal, incluye la activa participación de algunas de las más importantes organizaciones sociales, sobre todo de la Provincia de Buenos Aires, en la gestión de gobierno. Todos los gobiernos recientes habían coordinado sus acciones con ellas -muchísimo más los subnacionales-, pero con el kirchnerismo estas organizaciones van a pasar a conformar parte del centro de la política pública y en particular de la política social.

 

Una de las decisiones fundamentales va a ser el traslado de los programas sociales al Ministerio de Desarrollo Social y en particular la creación en el año 2004, del Programa Familias por la Inclusión Social, el cual a partir de 2006 empezará a recibir a beneficiarios transferidos del Plan Jefes y Jefas. Este programa, de acuerdo con su propia presentación institucional, se propone “mejorar las condiciones efectivas de inclusión social de las presentes y futuras generaciones” y “quebrar la transmisión intergeneracional de la pobreza” (Ministerio de Desarrollo Social, 2006). Tal como lo entiende Marcelo Salas retomando a Arcidiácono (2012), “el Familias fue considerado principalmente una estrategia más para la capitalización de los hogares más pobres” (Salas, 2020: 156), en tanto debía vincularse con otras que pudieran colaborar en el combate a la vulnerabilidad (Salas, 2020: 162).

 

El programa va a inscribirse directamente en la tradición de las transferencias monetarias condicionadas, las cuales van a ponerse de moda en todo el mundo, pero con énfasis en América Latina, principalmente a partir del éxito del programa Bolsa Familia implementado en Brasil por Fernando Henrique Cardoso primero -de manera restringida- y luego -de modo mucho más amplio- por Lula Da Silva. Los objetivos del Bolsa Familia son el combate al hambre, la pobreza y la desigualdad, así como la promoción de la inclusión social a partir de la reducción de las vulnerabilidades, con las familias como sujeto central (Da Silva, 2007: 1433). Es decir, prácticamente los mismos que encontramos en la fundamentación el Plan Familias. Los condicionamientos basados en criterios sanitarios y educativos de los niños están pensados más como incentivos al ejercicio de derechos sociales que a la sanción privativa en casos de incumplimiento, más allá de que los resultados al respecto no siempre sean satisfactorios. Sin ir más lejos, es el propio Banco Mundial, quien ha financiado muchos de estos programas, quien entiende que la ruptura de la transmisión intergeneracional de la pobreza tiene lugar precisamente a partir del cumplimiento de condicionalidades asociadas al capital humano.[6]

 

Es decir, las transferencias monetarias condicionadas sacan a los planes sociales del eje en lo laboral. No solo importa el cambio de cartera -de Trabajo a Desarrollo Social, lo cual podría deberse solo a cuestiones políticas coyunturales- sino el cambio de enfoque: el sujeto es la familia, el problema es la inclusión, el asunto es de mucho más largo plazo. No se trata de garantizar la adaptación del trabajador a la nueva demanda de trabajo y de capacitarlo para ella sino de cortar con la transmisión intergeneracional de la pobreza, la cual es necesariamente el resultado de múltiples causas y condicionantes, incluso cuando el rol de estas condicionalidades suscite debates entre los distintos especialistas en la temática (Straschnoy, 2015: 129).

 

En este sentido, el Plan Familias va a reconocer el carácter estructural de la pobreza. Es más, en sus primeras versiones el Plan Familias ni siquiera era incompatible con el empleo. Por eso es que el elemento operativo central es el cambio en los requisitos y contraprestaciones: pasamos del mundo del trabajo al mundo de la satisfacción de derechos de la niñez.

 

Cuando a partir del año 2006 el gobierno empieza a promover el pasaje de los beneficiarios del Plan Jefes y Jefas al Plan Familias lo que se verifica es el reconocimiento del fracaso del Plan Jefes y Jefas en tanto política de empleo. De hecho, el pasaje va a ser parcial: algunos beneficiarios serán transferidos al Plan Familias y otros a distintos programas en el ministerio del Trabajo, como el Seguro de Capacitación y Empleo o el Programa Jóvenes por más y mejor Trabajo (Neffa et al., 2011b).

 

Este reconocimiento es el que implícitamente abre la puerta a la categoría de los inempleables (Scarfó et al., 2009). Sin ir más lejos, el decreto fundacional de esta transformación, el 1506/04, de Emergencia Ocupacional Nacional, sostiene que los ministerios deben realizar una clasificación de los beneficiarios del Plan Jefas y Jefes de Hogar Desocupados “de acuerdo a las condiciones de empleabilidad que reúnan” (DNU 1506/04). Se trata de asumir que por lo menos en el corto o mediano plazo es muy difícil que la integración social plena tenga lugar a partir del mercado de trabajo. Es más: desde 2003 el desempleo cae fuertemente en Argentina, y también lo hace la informalidad, pero esta empieza a encontrar un piso difícil de romper que da cuenta de las restricciones estructurales (Álvarez et al., 2019). Incluso teniendo empleo, es muy probable que este sea precario o con un salario insuficiente, con lo cual deja de haber una correlación directa entre desempleo y pobreza: se puede ser pobre y empleado (incluso formal).

 

Es más, frente a la posibilidad de que estas políticas tengan como consecuencia una retracción de la oferta de trabajo y la conversión de los beneficiarios desempleados en inactivos –mirada que enfatiza en el hecho de que las beneficiarias eran principalmente mujeres-, la evidencia muestra que, al menos en el caso argentino, eso no ocurrió (Groisman et al., 2011).

 

Entonces, si hay que buscar otros medios para garantizar el ejercicio de derechos, si hay que desanclar a la política social del mundo de trabajo y posicionarla en el de la satisfacción de necesidades familiares, hay un cambio significativo en el diagnóstico de los fenómenos de la marginalidad, la pobreza y la desigualdad. Pero estos, entre 2004 y 2006, entre el lanzamiento del Plan Familias y el inicio del pasaje de beneficiarios, todavía está en formación: el viejo diagnóstico que se centraba en el mercado de trabajo, y que seguía estando en boga en 2002, un par de años más tarde ya se había caído. Pero todavía no había tomado forma el que lo iba a reemplazar.

 

De planes a derechos: el retorno de la seguridad social no contributiva

 

El ciclo abierto con el fin de la focalización en 2002 y el lanzamiento de políticas de transferencias monetarias condicionadas a requisitos de satisfacción de derechos en 2004 encuentra su punto de mayor expresión en la consagración de la Asignación Universal por Hijo (AUH) en octubre de 2009, durante la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner.

 

Si bien en términos de contenido, montos y requisitos la AUH es muy parecida al Plan Familias -y de hecho muchos de los beneficiarios que pasaron del segundo a la primera nunca dejaron de referirse a ella como un plan- (Corsiglia Mura, 2013), lo cierto es que tanto la estructura institucional como su conceptualización dan cuenta de un giro significativo, que en particular pone en jaque al principio neoliberal de la restricción temporal de los planes sociales.

 

¿Por qué? Pues porque lo que propone la AUH es la universalización de las asignaciones familiares, un ítem propio de la seguridad social contributiva, el cual al hacerse asequible a trabajadores informales o desocupados se amplía en sus alcances, pero naturalmente heterogeneizando su financiamiento: en este caso, al desanclarse el acceso del aporte, será no contributivo. Es decir, los planes sociales no solo dejan de inscribirse en el mundo del trabajo para estarlo en el de las familias, sino que ahora lo hacen en el sistema de seguridad social. Así, según Fabián Repetto y Gala Díaz Langou, la principal novedad de la AUH -tanto respecto a antecedentes en la Argentina como a programas paralelos en otros países de la región refiere a “promover un pilar no contributivo para saldar las condiciones de inequidad existentes según la inserción en el mercado laboral” (Repetto y Díaz Langou, 2010: 3-4).

 

Aquí, de hecho, sí se cierra el círculo abierto por el cuestionamiento de Duhalde en 2002 a los intermediarios, puesto que la AUH es gestionada de manera directa por la administración de la seguridad social (ANSES), un organismo muy diferente al Ministerio de Desarrollo Social, que funciona con otros criterios y donde las organizaciones sociales tienen mucha menos injerencia (Trenta, 2019).

 

Lo interesante es, también, que el lanzamiento de la AUH en 2009 resignificó a las propias moratorias previsionales que se habían puesto en marcha en 2005 y que en 2007 se rebautizaron como Plan Nacional de Inclusión Previsional, donde, al igual que con los niños, el camino asumido no fue el otorgamiento de planes sociales para adultos mayores -lo cual sí se hizo pero con muy poco éxito (Martínez, 2011)- sino la creación de un sistema de seguridad social semi-contributivo que permita la incorporación a los beneficios del seguro social a quienes no cumplían con los requisitos contributivos vigentes (Alonso y Di Costa, 2012; Messina, 2023).

 

De este modo, junto con las moratorias previsionales, la AUH configura un sistema de seguridad social que sigue siendo formalmente contributivo pero que en los hechos no lo es ni por el lado de los ingresos ni por el de los gastos (Cappa y Wahren 2020), pero donde los beneficiarios tienen derechos similares -en el caso de las asignaciones, la diferencia es que en la AUH rigen las condicionalidades de salud y educación que no son exigibles en las asignaciones familiares contributivas-. El resultado, entonces, es el fin de la restricción temporal: así como una jubilación se percibe desde el retiro hasta la muerte y una asignación familiar desde el nacimiento hasta que el niño o niña cumple la edad establecida, la política social reconvertida en seguridad social no contributiva necesariamente tendrá la misma duración. Por eso decimos que lo que se levanta aquí es la restricción de la temporalidad. Y este cambio no es solo un aspecto cronometrable: la larga duración hace referencia a una naturaleza distinta, que hará que en algunos casos se hable de la AUH como un derecho[7], algo que se reforzará cuando en 2015 se le dé el rango de ley e incluso se aten sus actualizaciones a las de la movilidad previsional.

 

En cuanto al diagnóstico, entonces, se reconoce más fervientemente que las desigualdades estructurales serán de largo plazo, que las políticas sociales inclusivas deben ser duraderas y que no es esperable que el mercado de trabajo resuelva todo en el corto plazo. Tal como lo sostiene Nadia Rizzo, en el diseño de la AUH el problema se representa como un “contexto de fragilidad, informalidad laboral y persistencia de un núcleo duro de la pobreza” (Rizzo, 2013: 115). En todo caso, dado que la AUH iguala las condiciones de las asignaciones familiares contributivas, el acceso al trabajo produce un inmediato reemplazo que se vuelve casi inocuo para los beneficiarios. En esta línea, podríamos afirmar que lo que se pone en tensión es la noción de la política social como residual y transitoria para el “mientras tanto” con la que Arcidiácono (2012) caracterizaba a los programas sociales que surgieron luego de la crisis de 2001.

 

Pero sí se sigue esperando una resolución a través del mercado de trabajo en el largo plazo. Sin ir más lejos, en el acto de promulgación del decreto que creó la AUH, el 29 de octubre de 2009, la presidenta Cristina Fernández señalaba que se trata de una política que permite “llegar a los niños menores de 18 años cuyos padres no tienen trabajo o que están en la economía informal, hoy puedan acceder a esta asignación básica universal; un acto de estricta reparación”, pero que “de justicia va a ser cuando su padre tenga un buen trabajo, un buen salario y una buena casa” (Fernández de Kirchner, 2009).

 

De hecho, la creación de la AUH es prácticamente simultánea a la consolidación de un nuevo conjunto de políticas sociales activas. Natalucci y Mate señalan que tras la crisis financiera global se consolidó un modelo de política social “cuyo objetivo consiste en fortalecer las experiencias autogestionadas de los sectores afectados por las reformas neoliberales” (Natalucci y Mate, 2020: 172). En este marco, el propio Ministerio de Desarrollo Social conducido por Alicia Kirchner entendía como objetivo “asumir la construcción de la economía social y solidaria como un proceso de organización socio-productiva” (Gandulfo: 2010, 13). De acuerdo con Natalucci y Mate, los programas implementados buscaron “recomponer el tejido social mediante la inclusión vía trabajo” (Natalucci y Mate, 2020: 174). Es decir, desde un marco conceptual profundamente crítico del neoliberalismo y sobre todo valorando las experiencias productivas que difieren de la de la empresa capitalista convencional, no deja de estimularse la inclusión por la vía del trabajo, lo cual implica seguir asumiendo como central el problema de la generación de empleo y, sobre todo, al mercado de trabajo como principal canal de inclusión económica y social.

 

En síntesis, en 2009 la economía argentina ya se encontraba con bajos niveles de desempleo, incluso luego de la crisis financiera internacional del año anterior, y se encaminaría en 2010 y 2011 a dos años de alto crecimiento y nuevas caídas del desempleo. Incluso llevaba seis años prácticamente ininterrumpidos de aumento de los salarios reales. La persistencia de malas condiciones de vida para vastos sectores de la sociedad obligaba a reconocer estos problemas estructurales y por eso la dimensión temporal es revisada. Sin embargo, no deja de creerse, hacia el largo plazo, en la necesidad de una integración a partir del mercado de trabajo.

 

 

La hora de la economía popular

 

Llegamos al último punto de este trabajo, donde presentamos más inquietudes y conjeturas que certezas. Si durante la primera década del siglo XXI la reconfiguración postneoliberal de la política social levantó las primeras tres restricciones, la última y más significativa, sobre los montos, se ha mantenido firme, pero no solo desde una cuestión de financiamiento, sino como propia filosofía. Sin ir más lejos, en el discurso de lanzamiento de la AUH, en 2009, Cristina Fernández decía que “en definitiva lo que pasaba muchas veces con los planes sociales, y se quejaban del sector empresarial, es que no se conseguía mano de obra porque querían seguir con los planes sociales” (Fernández de Kirchner, 2009).

 

Discutir los montos, problematizar acerca de la posibilidad de que la magnitud de los programas sociales sea suficiente para vivir incluso cuando se interponga en el camino del mercado de trabajo, es en realidad un debate que tiene varias aristas y que en el mundo ha tenido lugar reiteradas veces. De hecho, es global la propuesta del ingreso universal o ciudadano, también llamada renta básica, que propone exactamente esto: una asignación a todas las personas, que cubra la canasta básica de bienes y servicios (van Parijs, 1994; Lo Vuolo, 2016). Más allá de las discusiones abiertas sobre esta propuesta, que incluso en algunas de sus versiones hasta participa de los consensos neoliberales acerca de la superioridad del mercado en tanto asignador eficiente de recursos, en este artículo vamos a focalizar en otra: la economía popular y el salario básico universal.

 

Durante la segunda década del siglo XXI empezó a generalizarse el concepto de economía popular como modo de describir al extenso, heterogéneo y variopinto mundo del trabajo que se aleja de los estándares de las relaciones de dependencia formales. Este mundo había sido históricamente definido por la negativa: lo informal, lo precario, lo no registrado, y con el concepto de economía popular pasa a definirse por primera vez por la positiva, por lo que es, no por lo que no es (Gago et al., 2018; Hopp y Lijterman, 2019; Coraggio, 2020). Y uno de los conceptos fuertes que va a traer consigo esta categorización refiere al hecho de que en la economía popular se trabaja, y se trabaja mucho. Se trabaja en múltiples tareas sociales, comunitarias y también productivas.

 

Si nos ayudamos también con categorías de la economía feminista, como el énfasis en el trabajo doméstico no remunerado, principalmente de cuidados -cuya problematización desde ya trasciende a la economía popular- (Rodríguez Enríquez, 2015), llegamos que los trabajadores y las trabajadoras de la economía popular dedican gran parte de su tiempo a distintos tipos de trabajos que son socialmente útiles, pero que el mercado remunera mal. En este sentido, mientras los planes sociales neoliberales entienden que se debe capacitar a la persona para que pueda encontrar un trabajo mejor que le permita abandonar la situación de desempleo en la que se encuentra (o, si tiene un trabajo precario, también) y la cosmovisión postneoliberal convencional sostiene que se debe proteger a las familias de manera sostenida en tanto las raíces de la pobreza son mucho más profundas, pero el camino a seguir sigue estando guiado una la utopía del pleno empleo formal cada vez más distante de la realidad de muchos (Arcidiácono y Gamallo, 2023), la economía popular va a plantear la reivindicación de la necesidad social del trabajo efectivamente realizado: no se trata de que los trabajadores dejen necesariamente de hacer lo que hacen para pasar a hacer otra cosa distinta, sino de que desde el Estado se reconozca el valor social de lo que hacen -lo cual el mercado no hace- y se compense la falta de ingresos.

 

Así, la propuesta de salario básico universal o complemento salarial (Campana y Blasco, 2023), al proponer que el Estado se haga cargo de la diferencia entre lo que se percibe por trabajos remunerados precarizados y lo que se necesita para vivir -y en muchos casos, entre la nada que se percibe por trabajos no remunerados y lo que se necesita para vivir, lo que hace es reivindicar la valía social de esos trabajos reales, concretos[8], tanto remunerados precarizados como no remunerados[9]. Sobre esta base es que en abril de 2017, durante el gobierno de Macri, se dispuso la creación del Salario Social Complementario, equivalente al 50 por ciento del salario mínimo, como reemplazo del esquema basado en cooperativas (Hudson, 2022). Arcidiácono y Bermúdez (2018) refieren a esto como un proyecto de decolectivización de los programas sociales. Este Salario Social Complementario fue luego incluido en el marco del Programa Potenciar Trabajo por Alberto Fernández en 2020 y reemplazado por el gobierno de Milei a principios de 2024.

 

Este reemplazo, sin ir más lejos, propone “fortalecer las habilidades laborales y mejorar la empleabilidad, con el fin de incorporar a estos individuos al mercado de trabajo formal” (Ministerio de Capital Humano, 2024). Es decir, se da cuenta de un retroceso en relación a los debates que venían teniendo lugar en los últimos años.

 

Precisamente, esta agenda es la que efectivamente está poniendo en discusión a la cuarta restricción, la de los montos. Es la que encuentra un fundamento para reclamar que las políticas sociales se permitan garantizar niveles de vida aun a costa de interferir en el mercado de trabajo. El problema es que al hacerlo también pone fuertemente en discusión no solo a la eficiencia del mercado de trabajo como asignador de recursos y a toda la jerarquía de ingresos que de él se deriva sino también al pleno empleo formal como la utopía a perseguir, aunque sea en el larguísimo plazo. Es decir, al plantear que el problema es que el mercado remunera mal tareas socialmente necesarias se ponen en discusión los cimientos básicos de lo que entendemos por fundamentos de la distribución del ingreso y del trabajo en sí en una economía capitalista. Y esto, por supuesto, es mucho más difícil de conseguir políticamente, al tiempo que está abierto a mucho mayores controversias.

 

Reflexiones finales

 

Como cierre, comenzando desde el final y llegando, valgan las redundancias, finalmente al comienzo, podemos sostener que desde la economía popular se ha abierto el frente de discusión del último resquicio de la política social neoliberal, por supuesto, sin que necesariamente los otros tres hayan sido sepultados por completo, sino en una permanente disputa de sentidos. De hecho, lo más llamativo es que esto ha sucedido en tiempos en que la discursividad neoliberal ha vuelto renovada, reformulada, más agresiva, más conservadora, y donde muchas de las restricciones ya levantadas en nuestra estructura institucional vuelven a ser reivindicadas (Dvoskin y Bevegni, 2020).

 

La incorporación de la protección no contributiva en algunos subsistemas de la seguridad social es quizás el cimiento más estable de este recorrido, en tanto las discusiones sobre la focalización y las contraprestaciones están permanentemente en tensión en los escenarios políticos. Sin embargo, los derechos de la niñez consagrados en la Asignación Universal por Hijo no habrían sido posibles si antes no se hubiera puesto en cuestión la inclusión por la vía del mercado laboral. Del mismo modo, el concepto de inempleabilidad como fenómeno estructural no podría haber sido plasmado sin el contexto de macroemergencia social que puso fin a la pretensión de focalizar las políticas. Pero lo cierto es que hoy en día las cuatro restricciones se debaten simultáneamente en conjunto y separadas: desde diferentes argumentos hay quienes se manifiestan a favor o en contra de cada una de ellas, y a su vez las cosmovisiones sobre la política social en general, y los planes sociales en particular, suelen entrar en tensión.

 

Podemos postular, entonces, que es quizás la incompletitud del camino culminado en 2009 lo que da cuenta de esta tensión en la que nos encontramos hoy, donde conviven propuestas de retorno a la política social neoliberal -o incluso al neoliberalismo anterior, al que, parafraseando a Molyneux (2008), no tenía rostro humano- con desafíos abiertos a la naturaleza misma de la eficiencia del mercado como asignador eficiente de recursos.

 

La economía popular ha venido a poner en cuestión los cimientos más profundos de las utopías de la inclusión social por la vía de un mercado de trabajo que remunere de manera justa, los cuales no necesariamente se encuentran en discursos neoliberales. La economía feminista ha aportado, desde la noción de tiempo de trabajo no remunerado, nuevas herramientas para pensar la relación estructuralmente asimétrica entre contribución y retribución, entre utilidad social de la tarea y remuneración monetaria de la misma.

 

¿Serán estos nuevos paradigmas capaces de resolver hacia adelante las contradicciones de la mencionada incompletitud, o estaremos en presencia de una restauración de los principios del asistencialismo neoliberal, precisamente a partir de las contradicciones de la protección social postneoliberal, que no termina de recurrir a sentidos, premisas y preceptos del neoliberalismo, las más de las veces de manera inconsciente? Por supuesto, no lo sabemos.

 

 

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* Centro de Estudios e Investigaciones Laborales, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de General Sarmiento, Universidad Nacional de Lanús, Argentina. Correo electrónico: ndvoskin@gmail.com

[1] En este trabajo entendemos a la política social neoliberal como política asistencial. Más allá de que el concepto de asistencia social puede entenderse en sentidos más amplios (Portilla Marcial, 2005), aquí hacemos hincapié en el carácter subordinado y con claras pretensiones de intervención no estructural, que se manifiestan en la generalización de los conceptos de asistencia social o asistencialismo al referirnos a las políticas sociales. Ver Ditch y Odfield (1999).

[2] Sobre el debate entre focalización y universalidad en las políticas sociales, ver Costa (2009).

[3] El hecho de que sean las grandes crisis lo que ponga en tensión a las lógicas de la focalización va a volver a aparecer en escena cuando se lance el Ingreso Familiar de Emergencia en el año 2020, en el punto más álgido de la pandemia de Covid-19.

[4] Para una síntesis de la propuesta y la discusión del salario universal, se recomienda Bellini et al. (2020)

[5] Citado en La Nación, Buenos Aires, 11 de marzo de 2001. https://www.lanacion.com.ar/economia/poco-antes-de-ser-designado-el-viceministro-daniel-artana-reclamaba-un-ajuste-en-las-provincias-nid55458/

[6] Ver Lindert et al., 2007) para un análisis del rol de los condicionamientos en el programa Bolsa Familia de Brasil. Para el análisis argentino, se recomienda Goldschmidt, (2018), quien encuentra que el diseño de estos programas tiene estos objetivos, pero que en el caso de la salud solo se verifica una diferencia en el acceso a los medicamentos.

[7] Por ejemplo, Rosa Maria Marques realiza una comparación entre la AUH y el Programa Bolsa Familia y encuentra que la principal ventaja del caso argentino es el reconocimiento del derecho a su percepción (Marques, 2013).

[8] Ver RENATEP (2021).

[9] Un caso paradigmático es el de las cocineras de comedores populares. Se calculaba en 70.000 a las personas que trabajan en estos espacios en Argentina en 2023, y en el mes de mayo de ese año se presentó un proyecto de ley para otorgarles un salario, el cual no llegó a tener tratamiento. Ver https://www4.hcdn.gob.ar/dependencias/dsecretaria/Periodo2023/PDF2023/TP2023/2316-D-2023.pdf